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De la novela al escenario: lo leído y lo visto

Jerónimo López Mozo





Antes de entrar en materia, quiero adelantar que mi intervención constará de tres apartados, en el primero de los cuales pondré algún ejemplo de que, al menos en España, la adaptación al teatro de textos narrativos no es un fenómeno reciente, aunque nunca tuvo tanto auge como ahora. Luego explicaré mis reservas hacia esa práctica, que no tienen que ver con mi condición de dramaturgo, ni, por tanto, con una postura gremialista que rechaza la presencia en los escenarios de obras procedentes de otros géneros literarios y considera a sus autores como intrusos. Mi opinión sobre el trasvase de géneros es la de un simple aficionado en su doble condición de lector y espectador. También diré algo sobre la intertextualidad en el teatro, por la que siento mayor aprecio. Y, en fin, concluiré hablando de cuales son, como creador, mis relaciones con estas prácticas teatrales y de cómo, a pesar de lo dicho sobre los trasvases de la narrativa al teatro, los he practicado en, al menos, dos ocasiones. También explicaré las razones que, en cada caso, me han movido a ello.

Empecemos, pues, por el principio. Es cierto que en los últimos años es muy abundante la presencia en las carteleras de espectáculos inspirados en novelas, casi siempre famosas. Pero no se trata de una práctica nueva. Sin ánimo de ser exhaustivo, ya en el siglo XVII, Guillén de Castro, dramaturgo valenciano con cierta inclinación por los temas novelescos y bien dotado para adaptar y refundir obras ajenas, escribió tres comedias inspiradas en otras tantas obras no dramáticas de Cervantes: un Don Quijote de la Mancha de carácter burlesco a partir de algunos episodios contenidos en la primera parte; El curioso impertinente, inspirada en la novela incluida en los capítulos XXXIII, XXXIV y parte del XXXV de la primera parte del Quijote, trabajo que, en lenguaje actual, puede calificarse de versión libre, pues introdujo cambios notables en la intriga y en el desenlace; y La fuerza de la sangre, adaptación de la novela ejemplar del mismo título. De otra novela ejemplar de Cervantes, La ilustre fregona, tomó Lope de Vega el argumento para una comedia1, como también se inspiraría en ella, a principios del XVIII, el prolífico autor de zarzuelas y refundidor de comedias ajenas José de Cañizares para escribir La más ilustre fregona. Volviendo al Quijote, la obra ha conocido, a lo largo de los siglos, numerosas versiones teatrales, alguna tan temprana como la ofrecida en 1605, apenas un mes después de que la primera edición se pusiera a la venta, en Pausa, remota población peruana situada en los Andes. De entonces a hoy, las figuras de Don Quijote y Sancho han ocupado frecuentemente los escenarios. Como dato curioso, les diré que a mediados del pasado siglo se conocían nada menos que 289 adaptaciones de la novela. Hoy son muchas más.

A caballo entre los siglos XIX y XX, uno de los más grandes novelistas españoles, Benito Pérez Galdós, añadió a su vasta producción narrativa una veintena de dramas. Nada hay de sorprendente en ello, pues muchos son los escritores cuya obra abarca diversos géneros. En este caso, lo curioso es que siete de las piezas teatrales son versiones -o arreglos, como él denominó a alguna de ellas- que el autor hizo de sus propias novelas2. Con esta práctica, Pérez Galdós pretendía trasladar al teatro, que le parecía un género excesivamente sintético, la densidad propia de la novela. Quería llevar a los escenarios el universo de realidades vivas que echaba de menos en el anquilosado teatro de su época. El hecho de que el escritor estuviera convencido de la utilidad de acercar ambos géneros3 y de que él asumiera esa tarea, ha permitido, a través de su trabajo, conocer mejor las dificultades que plantea el trasvase de los textos narrativos al teatro. Enseguida hablaremos de ello.

Hoy, el transito de la novela al teatro es una práctica habitual. En los últimos años, en los escenarios madrileños se han visto adaptaciones de novelas de importantes autores, tanto clásicos como contemporáneos. Entre los españoles, Cervantes ( Viaje del Parnaso y varias novelas ejemplares, además del ya citado Quijote), Quevedo (El Buscón), el también citado Pérez Galdós, (Misericordia, Tristana y Fortunata y Jacinta), Leopoldo Alas «Clarín» (La Regenta), Valle-Inclán (Tirano Banderas), Miguel Delibes (Cinco horas con Mario, La hoja roja y La guerra de los antepasados), Fernando Fernán Gómez (El viaje a ninguna parte), Manuel Azaña (La velada en Benicarló), Juan Goytisolo (Paisajes después de la batalla), Rosa Montero (La función Delta), Manuel Rivas (El lápiz del carpintero y La mano del emigrante), Javier Tomeo (Amado monstruo, El cazador de leones, Diálogos en re menor, Los misterios de la ópera y La agonía de Proserpina) y Javier Cercas (Soldados de Salamina). No es menos importante la nómina de escritores latinoamericanos. De Juan Rulfo se ha visto Pedro Páramo; de Julio Cortazar, Rayuela; de Mario de Andrade, Macunaíma; de Vargas Llosa La ciudad y los perros y Pantaleón y las visitadoras; de Ernesto Sábato, Informe para ciegos y El túnel; de Manuel Puig, El beso de la mujer araña; y de García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada y Ojos de perro azul. A propósito del novelista colombiano, hace apenas dos meses se ha presentado un montaje teatral inspirado en las cien primeras páginas de su novela Cien años de soledad4.En cuanto a adaptaciones de novelas de autores no españoles, citaré sólo algunas de las que he visto en los últimos años, que son, en mi opinión, una muestra representativa de la diversidad existente. Son frecuentes las de autores clásicos, como Homero, del que Odisea ha conocido infinidad de versiones, Voltaire, cuyo Cándido también se ha hecho varias veces, Lewis Carroll, que no le anda a la zaga con Alicia en el país de las maravillas, Tolstoi y su Guerra y paz, Dostoyevski, de quién se ha ofrecido total o parcialmente Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, y Antón Chejov, cuyos cuentos también son escenificados con bastante regularidad. De Oscar Wilde, las versiones dramáticas de su novela El retrato de Dorian Gray han sido representadas tanto o más que sus dramas. Escritores más recientes son Kafka (La metamorfosis, El proceso y Juicio al padre), Bertolt Brecht (Diálogos de fugitivos), Samuel Beckett (Molloy y Malone muere), Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano), Robert Graves (Yo, Claudio), Dalton Trumbo (Johny cogió su fusil) y Eric-Emmanuel Schmitt (El señor Ibrahim y las flores del Corán).

He tenido ocasión de escribir y de publicar mis comentarios sobre algunos de estos espectáculos surgidos de la transformación de textos narrativos en materia escenificable y puedo anticipar que casi siempre las decepciones han superado con creces a las satisfacciones. No negaré que, en muchos casos, las razones no tienen que ver con el rechazo de esa práctica, sino con la escasa calidad del trabajo de los responsables de las adaptaciones o con otras cuestiones relativas a la puesta en escena o a la interpretación de los actores. De hecho, no han faltado casos en los que he admirado los resultados obtenidos, y así lo he manifestado. Pero casi siempre, al margen del juicio positivo o negativo que me merece cada espectáculo concreto concebido bajo estas coordenadas, suelo plantearme numerosas preguntas sobre la bondad de la búsqueda de argumentos teatrales en caladeros abastecidos por otros géneros. Diré, a grandes rasgos, lo que pienso de ello, entrando así en el segundo tramo de mi intervención.

A veces he preguntado a quienes promueven este trasvase de géneros qué razones tienen para hacerlo. Algunos alegan que les es difícil encontrar buenos textos dramáticos, lo que me parece discutible. Más me inclino a pensar que, guiados por intereses comerciales, sin duda legítimos, confían en que la fama del novelista sea un buen reclamo que les garantice él éxito. Por otra parte, estoy convencido de que el interés por esta práctica no es ajeno a la desconfianza existente en España hacia los dramaturgos que asumieron la recuperación del protagonismo de la palabra tras un largo periodo durante el que el teatro de texto fue excluido de los escenarios en beneficio del de la imagen. Muchos pensaron que escritores consagrados en otros géneros cumplirían mejor esa tarea, pero casi nunca ha sucedido así. Diré también que, en ocasiones, algunos de estos trabajos responden a un deseo íntimo de los profesionales de la escena por recrear en las tablas obras que admiran o al intento bienintencionado de acercar al público textos importantes de la literatura, buscando una mayor difusión de sus contenidos. Pero sea cual fuere el móvil, desde el punto de vista artístico, que es lo que a nosotros, debe preocuparnos, el saldo suele ser negativo. ¿Por qué? En primer lugar, porque rara vez se logra disimular el origen novelístico del texto. Es difícil para el adaptador imponer su escritura, que deber ser la propia del dramaturgo, a la del novelista. Ambas tienen distintas estructuras y distinto ritmo. No son iguales los tiempos de la novela y del teatro, como tampoco lo es el de la poesía. Lo que la novela tiene de descriptivo apenas sirve para el teatro, que exige lo que el profesor Ruiz Ramón denominó economía dramática. Siguiendo a este profesor en su análisis de las características de los dos géneros que nos ocupan referidos a la obra de Pérez Galdós, aplicable, por extensión, a otros muchos casos, recordaré que el tiempo moroso de la novela permite que los personajes dialoguen como si tuvieran todo el tiempo por delante, permitiéndoles transmitir pausadamente sus ideas y hasta reiterarlas cuantas veces parezca oportuno, o explayarse en la manifestación de sus sentimientos. Sus conversaciones pueden ser importantes o intrascendentes, derivar hacia asuntos ajenos a la situación en la que se producen, estar llena de meandros, de avances, de retrocesos, de paréntesis y de digresiones. Y todo ello porque la palabra, en el novelista, no está sujeta a las estrictas reglas del teatro, que exigen que la acción no se demore. El arte dramático es el templo de la esencialidad y de la intensidad. Por ello, lo que en la novela es acertado, puede no serlo en el teatro5. El narrativo y el teatral son discursos que, salvo en muy contadas excepciones, discurren por caminos que no suelen encontrarse.

En la mayoría de los espectáculos que he visto, el trabajo del adaptador tiene más de oficio que de creador. Se empieza por suprimir todo lo que es descriptivo, dejando los parlamentos desnudos. Luego, de éstos se seleccionan los que se sirven para mantener el hilo argumental y, acto seguido, se mutilan conservando los que poseen mayor fuerza dramática. Si la novela se desarrolla, como suele acontecer, en varios escenarios, las necesidades escenográficas los reducen al mínimo posible. Algo parecido sucede con los personajes. Cuando son muchos, se eliminan los secundarios y, si es necesario, alguno de los principales hasta conseguir que su número se ajuste al de actores disponibles, lo que obliga a una nueva poda del texto o a la redistribución de los diálogos. No es necesario decir que, en la medida de lo posible, hay que procurar que los saltos temporales que se producen en la novela, se reduzcan al máximo para concentrar la acción, de modo que el tiempo ficticio se acerque al de la representación. Es cierto que en el teatro actual las reglas impuestas por la perceptiva clásica han sido abolidas y que, en virtud de ello, ya no es imprescindible ajustarse a la unidad de tiempo, pero la libertad ganada no es tanta como para que los tiempos ficticios propios de la novela y del teatro se equiparen. Aún he de añadir que es frecuente que el proceso de adaptación se encomiende a autores cuyo dominio de la escritura supera a su experiencia escénica, lo cual suele traducirse en unos trabajos que, por ignorar la existencia de otros signos dramáticos que pueden sustituir con eficacia a las palabras, no logran librarse de un excesivo peso literario.

Al margen de estas consideraciones, hay un hecho que no podemos obviar. Cuando un libro de doscientas, trescientas o más páginas, cuya lectura requiere mucho tiempo, es reducido a un espectáculo de dos horas de duración, no hay duda de que muchas han sido sacrificadas. Eso lo saben bien los espectadores que conocen el original del que se parte. Conocimiento que suele deparar algunas sorpresas poco gratas. Por ejemplo, que, entre lo suprimido, haya partes importantes de la novela y hasta esenciales para comprender el discurso que se nos transmite. Es evidente que, en numerosas ocasiones, lo que se nos brinda es una visión parcial, cuando no deformada, de las obras adaptadas. ¿Qué decir, por ejemplo, cuando el autor se llama Miguel de Cervantes y la obra adaptada es El Quijote? ¿Qué se puede añadir a lo dicho por el escritor? Espectáculo, teatralidad, tal vez. Otra cosa, no.

Me van a permitir que me detenga brevemente en esta novela, tanto por que se trata de una de las cumbres de la literatura universal como por que seguramente muchos de ustedes la conocen. Hace algún tiempo, en una reunión de cineastas, escritores y expertos celebrada en Madrid se llegó a la conclusión de que, en la vieja relación del séptimo arte con la novela de Cervantes, se da la perversa paradoja de que la grandeza de las adaptaciones realizadas radica precisamente en su imposibilidad. Uno de los participantes opinaba que es una obra tan importante en su escritura, que sus versiones teatrales o cinematográficas se quedan reducidas a lo más externo y llamativo6. ¡Es tan difícil trasladar a la escena la totalidad del universo encerrado en la novela! Conozco a través de la lectura o por haberla visto representadas numerosas versiones del Quijote7. Buena parte de lo que he aprendido de ellas es aplicable a las adaptaciones teatrales de otras grandes novelas. Extraer de ellas materia escenificable es relativamente fácil, pero no lo es transformarlo en algo que merezca la pena. ¿Qué se puede añadir a la obra de Cervantes que no sea espectáculo? A veces, me siento incómodo cuando veo que los personajes, sobre todo Don Quijote y Sancho, se comportan como payasos o cuando no consigo reconocer las inteligentes palabras que el autor puso en su boca. Que diálogos tan insulsos, me digo, y, sobre todo, que manía la de llenar el escenario de aspas de molino, de rebaños de pega y de cueros de vino. En tales ocasiones acabo pensando que lo mejor sería dejar El Quijote para ser leído y no pretender llenar los escenarios con unos cuantos fragmentos de tan gran monumento.

Admito, sin embargo, que a veces a uno le gusta lo que ve y llega a dudar de que su opinión sea acertada. Curiosamente, la aprobación suele producirse cuando el objetivo de la adaptación es modesto. No es lo mismo un drama sobre Don Quijote que un juguete cómico, una parodia o un espectáculo de calle. Pero aquí estamos hablando de otra cosa. Hablamos del Quijote con mayúsculas y, en las adaptaciones que así le tratan, advierto que hay varias formas de afrontar las adaptaciones. Una intenta abarcar la novela en su conjunto; otra consiste en centrarse en algún episodio determinado, aprovechado que se supone a los espectadores conocedores de su argumento; y, por último, está la que plantea una peripecia autónoma, en la que don Quijote y Sancho, respondiendo a ideas provenientes del texto cervantino, forman parte de una historia concebida por el adaptador, el cual deja de serlo en sentido estricto y se convierte en autor, por cuanto ofrece una obra original. Son tres opciones dramáticas diferentes.

Los espectáculos que he visto inscribibles en las dos primeras fórmulas, me han confirmado las dificultades y pobreza de resultados que suelen acompañar a tales experiencias, tanto mayores cuanto lo que se maneja es un material tan rico como el que proporciona El Quijote. No olvidaré la decepción que me produjo la versión del Quijote que hicieron el prestigioso director italiano Mauricio Scaparro y el excelente guionista Rafael Azcona, planteada como una reflexión sobre la utopía y una invitación al público a dejarse seducir por ella, pero que, a la postre, no pasó de ser un resumen, a veces tedioso y siempre deslucido, de las aventura vividas por el hidalgo caballero y su escudero. A la vista de que el resultado no respondió a las expectativas creadas, Scaparro declaró que su propósito se reducía a ofrecer una metáfora llena de ilusión y simpatía sobre la vida teatral.

Sin embargo, la sensación que me producen los espectáculos que responden a la tercera opción es, por lo general, mas gratificante. Sirviéndose de una novela conocida, el adaptador, devenido en autor, construye una obra nueva. Rinde, así, homenaje a su fuente y, al tiempo, enriquece su contenido al sugerir otras lecturas. Añadamos que, en este caso, el dramaturgo no se ve obligado a seguir fielmente la trama original ni el texto del que parte, ni a respetar la estructura narrativa que los sustenta, libertad que le permite evitar algunos de los problemas que he apuntado derivados del transito de lo narrativo a lo representado. Muestras de lo que digo la ofrecen algunas obras recientes. Entre ellas, El viaje infinito de Sancho Panza, de Alfonso Sastre, en la que, tomando prestada la idea expresada por Kafka en su relato La verdadera historia de Sancho Panza, se nos muestra al escudero como un loco que, encerrado en un manicomio, confiesa que ha escrito gran número de novelas de caballería y que don Quijote es una invención suya. En Don Quijote en la niebla, el dramaturgo Antonio Álamo se pregunta qué hubiera sido de don Quijote si, una vez recuperada su cordura, hubiera tenido un día más de vida. La respuesta, que tiene resonancias unamunianas, llega tras el enfrentamiento de Alonso Quijano y el propio Cervantes, en el que aquél le reprocha haberle creado, pero, al tiempo, le pide que prolongue su vida, porque morirse es una injusticia. Un ejemplo más. En La más fingida ocasión y Quijotes encontrados o La noche de los Quijotes, Santiago Martín Bermúdez reúne en escena al Quijote de Cervantes y al de Avellaneda, ofreciendo, a través de sus disputas, un retrato amargo de las dos Españas eternamente enfrentadas, la conservadora y la liberal.

Todo lo dicho sobre las versiones teatrales del Quijote podría decirse de las hechas a partir de otros textos narrativos. No me he referido hasta ahora a ese territorio en el que novela, teatro y otras formas de expresión literaria, como la poesía, andan mezclados, intentando aparearse para engendrar nuevas criaturas. Quienes propician esa promiscuidad lo hacen convencidos de que las barreras que tradicionalmente separan los distintos géneros deben ser abolidas. No es una idea reciente, como creen algunos. Consciente o inconscientemente otros lo han planteado antes. ¿Qué es La Celestina, novela o teatro? ¿Se ha olvidado lo que pretendía el citado Pérez Galdós con sus novelas dialogadas, de las que decía que eran el producto de un cruzamiento de la novela y el teatro8? Recordémoslo: dar el mayor desarrollo posible al procedimiento dialogal y reducir a proporciones mínimas las formas descriptiva y narrativa. Dicho de otro modo, tomar de la novela la capacidad para el análisis psicológico de los personajes y, del teatro, una mayor capacidad expositiva9. Otra cosa bien distinta es que lo consiguiera.

En el último tercio del siglo pasado se han ensayado nuevas vías de comunicación entre los géneros literarios. Una, que rompe con todas las fórmulas existentes, se ha consolidado. En ella, desaparece la figura del adaptador, pues la teatralización de la obra, sea narrativa o poética, no contempla la transformación del texto, sino que, respetándolo, trata de que afloren sus valores dramáticos. Ello requiere un trabajo de dramaturgia. A esto, le llamamos intertextualidad, expresión que, en principio, no parece correcta si nos atenemos a su definición, la cual establece que se trata del conjunto de relaciones que un texto literario puede mantener con otros. De acuerdo con ello, la intertextualidad está presente en cualquier proceso de creación literaria, pues, como afirmaba Mijail Bajtín, todo texto es un mosaico de citas o el resultado de la asimilación y transformación de otros textos. Es evidente que nadie puede alumbrar ideas desde la nada, pues, ni siquiera proponiéndoselo, puede abstraerse de las ya existentes. Quiero señalar que, al menos en España, la intertextualidad está rodeada de cierto desprestigio debido a que algunos escritores poco escrupulosos y dados al plagio, alegan que la practican cuando no saben como justificar la apropiación de creaciones ajenas en su propio beneficio. Hecho este paréntesis, digamos que el concepto de intertextualidad, es válido, por extensión, a otros campos de la creación. En el ámbito concreto de la escena, el Diccionario Akal de teatro considera la intertextualidad como la «práctica, propia de algunos directores y dramaturgistas, consistente en insertar en una obra textos de otra u otras»10. También advierte de que, en ocasiones, es usada como recurso o vía de adaptación teatral con vistas a la apropiación de los derechos de autor. Yo prefiero quedarme con la idea de que es un ejercicio sano y enriquecedor, y, por tanto, recomendable. Volviendo a la definición contenida en el citado diccionario, en ella se menciona a directores y dramaturgistas, es decir, que extiende la práctica de la intertextualidad a profesionales no necesariamente vinculados a la creación de textos. Parece lógico que así sea, tratándose, la teatral, de una actividad cuya recepción incluye la palabra y otros signos escénicos, entre ellos el silencio, a veces tan elocuente. De modo que el concepto de intertextualidad incluye todos aquellos elementos que forman parte del discurso teatral.

Un buen ejemplo de su práctica lo ofreció José Luis Gómez, que, en 1972, interpretó la narración Informe para una academia, de Kafka. Pero su abanderado en España es José Sanchis Sinisterra, quien, a lo largo de su trayectoria, la ha practicado con gran rigor en numerosas ocasiones. Su objetivo declarado es lograr un producto escénico mestizo, fruto del cruce de la técnica teatral con diversas formas de expresión artística. Los beneficios de esa superación de las fronteras que delimitan los dominios de cada una de ellas, conseguida mediante su apropiación o manipulación, son inmensos, sobre todo en el caso del teatro. No olvidemos que el teatro es un arte vivo, suma de otras artes. Ya en los años setenta, Sanchis demostró su interés por la narrativa como fuente de inspiración de sus trabajos teatrales. Escribió entonces Ñaque o de piojos y actores, que no era sino una versión para la escena de El viaje entretenido, de Agustín de Rojas, libro que contiene abundante información, en parte autobiográfica, sobre la vida de los cómicos a finales del siglo XVI. También adaptó Moby Dick, de Herman Melville; Informe sobre ciegos, uno de los capítulos de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato; y una largo etcétera, buena parte del cual es un auténtico repertorio de lo que podríamos calificar como intertextualidad en estado puro. Es el caso de El gran teatro natural de Oklahoma, espectáculo cuyo texto procede del último capítulo de la novela América, de Kafka, al que incorporó fragmentos de otros escritos del novelista checo; de Barleby, el escribiente, un complejo relato del citado Melville; de Carta de la Maga a bebé Rocamadour, con textos de Rayuela, de Julio Cortazar; de El lector por horas, en la que un personaje es contratado para leer a una joven ciega libros pertenecientes a la biblioteca de su padre, entre ellos novelas de Conrad, Lampedusa o Durrell; y de Primer amor, un relato de Samuel Becket, escritor del que es un ferviente admirador.

Es muy interesante lo que sucede en la citada El lector por horas. Se le exige al lector una declamación transparente y aséptica, de modo que el texto llegue a la joven receptora sin interferencias que lo contaminen. Cumple aquél lo que se le pide, pero, a pesar de ello, la ciega da a las palabras que llegan a su oído un significado distinto al que se desprende de su literalidad. Al igual que ella, los espectadores también hacen su propia interpretación. Pero quizá sea La noche de Molly Bloom el espectáculo que mejor refleja la labor de Sanchis en este terreno. En efecto, el texto que se representa es el último capítulo de Ulises, de James Joyce, un largo soliloquio que la esposa de Leopold Bloom, el protagonista de la novela, va desgranando, en el lecho conyugal, durante una noche de insomnio. Mientras él duerme a su lado, la mente de ella se llena de palabras nunca pronunciadas en voz alta, en lo que lo vivido y lo soñado se mezclan en busca de una realidad imposible, pues imposible es compatibilizar los deseos de ser dueña de su cuerpo y de sus actos con la sumisión al macho, aceptada con resignación porque así lo exige la sociedad. Molly Bloom es una mujer insatisfecha que reclama su derecho a dejar de serlo, a disfrutar plenamente de lo que ella entiende que es el amor. El texto de Joyce carece de signos de puntuación, lo que le convierte en una especie de cascada verbal angustiosa cargada de un erotismo obsceno, a veces inventado, pero, con frecuencia, inspirado en la propia experiencia matrimonial de Molly, que ella tanto detesta. La intervención de Sanchis sobre el texto incluyó su reducción para adecuarlo a las dimensiones habituales de un espectáculo teatral y su reordenación. El resultado fue que la acción adquiriera un protagonismo que, sin embargo, no se imponía a la fuerza de las palabras, que, de pensadas, habían pasado a ser pronunciadas por la actriz que representaba el papel de Molly. La Molly de Sanchis era, en lo esencial, la de Joyce. No sólo no se estorbaban, sino que convivían en perfecta armonía. La voz de la actriz estaba puesta al servicio del texto procaz y cargado de amargo humor concebido por el novelista, mientras que su cuerpo, libre de las sabanas que le envolvían, añadía, al lenguaje verbal, otro, también provocador, que contenía una elevada carga erótica.

Ha llegado el momento de confesar mis coqueteos con estos viajes de la narrativa al teatro. Empezaré por los que atañen a las adaptaciones, precisamente aquella faceta que me merece más reservas y que, en consecuencia, menos me entusiasma. ¿Por qué, siendo así, las he abordado, no en una ocasión, sino en dos? La respuesta es simple: en ambos caos fui invitado a hacerlo y acepté porque no me sentí capaz de decir no. Se impuso la tentación de aceptar los retos. El primer trabajo se remonta a 1977, cuando mis reparos a esta suerte de mudanza de géneros eran, seguramente, menores. El encargo, formulado por Cesar Oliva, consistía en hacer una adaptación de Retrato de la Lozana andaluza, de Francisco Delicado. Para quienes no conozcan la novela, diré que la acción se inicia dando cuenta de las andanzas de una joven andaluza a lo largo y ancho de media España y de varias ciudades italianas, quien, después de haber sido abandonada por el hombre con el que convivía, llega, en 1513, a Roma. Su propósito es el de encontrar alguna ocupación con la que ganarse la vida. A poco de poner los pies en la gran urbe, conoce a un muchacho llamado Rampín, que se ofrece a enseñársela. Muy pronto, el joven se convierte en su criado y amante. Y muy pronto, también, ella, que ya ha adoptado el nombre de Lozana, encuentra un oficio que la viene como anillo al dedo, que es el de prostituta. A pesar de la competencia que encuentra, la ejerce con éxito, haciéndola compatible con otras actividades en las que muestra gran habilidad, como son el tratamiento de enfermedades propias de las mujeres y cuanto tiene que ver con el cuidado de sus cuerpos. Atendiendo las necesidades de caballeros y damas, no tarda en amasar una considerable fortuna y en convertirse en la reina de las putas romanas. Transcurridos once años, considera que ha llegado el momento de abandonar tan ajetreada vida y se retira a vivir a la ínsula de Lipari acompañada de Rampín. El resultado de mi trabajo fue una versión muy libre que titulé Comedia de la olla romana en que cuece su arte la Lozana. Tan libre que, además de eliminar muchos de los sesenta y seis mamotretos11 en que se divide la novela, como así llamó su autor a los capítulos, de reducir el número de personajes a cincuenta y nueve y de clarificar el complicado y rico lenguaje, me atreví a introducir notables cambios.

¿Cuáles fueron y por qué lo hice? Responderé primero al por qué. Tanto como el personaje que protagoniza la novela, me interesó la Roma renacentista que servía de marco a sus licenciosas aventuras. Una Roma en la que el concepto medieval sobre el papel del ser humano en el mundo saltó hecho añicos. Una Roma que, en 1527, fue ocupada y saqueada por las tropas del Emperador Carlos V, que desde el año anterior estaba en guerra con la Liga Clementina, integrada por los ejércitos del Papa Clemente VII, de Francisco I, de Enrique VIII, del Duque de Milán y de los Gobiernos de Venecia y Florencia. Tras el saqueo, llegó la peste, que forzó la retirada de las tropas imperiales. A esos acontecimientos se refería Francisco Delicado en el epílogo que añadió a su novela, fuera, pues, de toda relación con la historia de La Lozana. A mí me pareció que eran tan importantes que merecía la pena incluirlos en mi adaptación al teatro. De modo que me tomé la libertad de, dejando a un lado el rigor histórico, situar la llegada a Roma de nuestra protagonista en 1923 y limitar su estancia en ella a cuatro años, haciendo coincidir su final con lo que la Historia conoce como el Saco de Roma. Este planteamiento me obligaba a crear nuevas escenas y nuevos personajes, para lo que acudí a otras fuentes de la época, procurando que mi aportación literaria fuera la menor posible. Bebí de las obras de escritores como Torres Naharro, Alfonso de Valdés y Rodrigo de Reynosa, amén de algunas otras de autores anónimos. El más destacado de los personajes incorporados por mí fue Clemente VII, al que hice protagonista de dos escenas de mi invención. Una en la que, antes de llegar al Papado, cuando todavía era el cardenal Julio de Médicis, es visitado por el mismísimo San Pedro, que le reprocha la mala vida que lleva; otra, cuando recibe a Lozana en el Vaticano para pedirle que ella, al frente de las putas de Roma, salga al encuentro del ejército invasor para que sus cuerpos actúen como escudos protectores. Otro cambio que introduje afectaba al desenlace de la obra, pues hice morir a Rampín a manos de la soldadesca cuando intentaba huir de Roma para reunirse con La Lozana. Final más amargo que el que le deparó Delicado, pero que a mí me pareció que convenía mejor a lo que se mostraba en el escenario. He de admitir que de aquella experiencia quedé satisfecho12, aunque estoy seguro de que mi trabajo contiene muchos de los errores que antes he denunciado.

Muchos años pasaron, casi treinta, hasta que tropecé en la misma piedra con el resultado de una pieza breve titulada En aquel lugar de La Mancha. Juan Antonio Hormigón fue quien la puso en mi camino. Me habló de hacer algo basado en El Quijote con motivo del cuarto centenario de la publicación de la primera parte, y yo, en lugar de interrumpirle para aclarar que no podía aceptar su propuesta por las razones que he explicado, le escuché. De lo que dijo, hubo algo que llamó mi atención. No se trataba de hacer una versión teatral de la novela ni de parte ella. Tampoco debían figurar ni don Quijote ni Sancho Panza en lo que escribiera. Había que buscar los protagonistas entre el numeroso censo de personajes secundarios que aparecen en la novela, esos a los que Francisco Ayala, llama figuras accesorias o parásitos de don Quijote y Sancho, pues sólo en función de ellos tienen existencia. Desde esa perspectiva, la idea era atractiva.

Como primer paso, se imponía una relectura de la novela prestando especial atención a lo que hacen y dicen los personajes candidatos a formar parte del reparto. Son cientos los que aparecen en la novela con mayor o menor participación en lo que en ella acontece. Tantos, que no lograba encajarlos en los diversos esquemas que iba trazando. De ahí que pensara en la necesidad de que los elegidos tuvieran algo en común. Se fue abriendo paso la posibilidad de que todos fueran vecinos de don Quijote, es decir, habitantes de su aldea. Así, el censo más que centenario de personajes, se redujo a unos cuantos y, de éstos, me quedé con el ama, la sobrina, el cura, el barbero, el bachiller Sansón Carrasco, Teresa Panza y un par de vecinos del pueblo. La elección de habitantes de la aldea me había facilitado la confección del reparto, pero, una vez completado, tenía que establecer la relación entre ellos. El nexo no podía ser otro que el protagonista ausente, el hidalgo caballero, en este caso el que siempre vuelve a casa apaleado. En torno a los tres regresos de don Quijote a su aldea gira el argumento. Un hecho en el que no había reparado antes me ayudó a construir la obra. Advertí que algunos de los personajes nunca habían salido del pueblo y otros sí. Aquellos, sólo veían el lastimoso estado en que llegaba el caballero y, si algo más querían saber, por fuerza tenían que preguntar a los más viajeros. De este modo, entre los que narran los sucesos que conocen, porque han sido testigos de ellos, y los oyentes, a los que concedí el derecho a comentarlos y proponer remedios, fui construyendo unos diálogos fluidos y amenos, o, al menos, eso intentaba. Procuré que la voz de Cervantes llegara con las menos interferencias posibles al espectador, para que éste pudiera apreciar mejor su precisión y riqueza. Por ello, los personajes emplean las mismas palabras que Cervantes puso en sus bocas. Palabras sencillas y ajustadas a su condición social y educación. Cuando me veía obligado a añadir alguna frase, la buscaba entre las que, a medida que avanzaba en la lectura de la novela, iba anotando con la seguridad de que, tarde o temprano, tendría que recurrir a ellas.

Tal vez, mi mayor aportación al proyecto, resida en la estructura de la pieza. En mi condición espectador, hace mucho tiempo que me convencí de la imposibilidad de contemplar lo que sucede en el escenario como si se tratara de una fiel reproducción de la realidad. En tanto que autor, empezó a parecerme absurdo el empeño por disimular lo que las representaciones teatrales tienen de engaño. De ahí que, en buena parte de mis obras, recuerde a los espectadores que lo que tienen delante no son personajes, sino actores que los interpretan. Por ello, me gustan los juegos metateatrales y practico lo que se conoce como teatro dentro del teatro. A ese criterio responde este divertimento cervantino. En consonancia con él, la obra empieza con lo que promete ser una lectura en voz alta de la novela de Cervantes. En efecto, un lector abre por la primera página un ejemplar del Quijote que reposa sobre una mesa e inicia su lectura. Poco después la interrumpe para hacer algún comentario sobre lo que lleva leído y sobre los personajes que han sido citados, en especial los secundarios, a algunos de los cuales ni siquiera Cervantes les puso nombre. A continuación anuncia al público que es voluntad del autor del juego dramático al que están asistiendo evitar la presencia de don Quijote y su escudero, pues ya son demasiadas las veces que han salido de las páginas del libro para meterse en la piel de nombrados y menos nombrados actores y exhibirse por los escenarios. Las palabras que siguen son estas: «Así, pues [el autor] ha convocado para esta función, y yo cumplo gustosamente su deseo, a esos personajes menores con el ánimo de darles, sea al menos por un día, el protagonismo que se merecen».

Acto seguido se vuelve hacia las cajas y convoca a los personajes. Como ninguno responde, grita: «¿No me han oído? ¿Qué sucede? ¡El público está esperando!».

Uno de ellos asoma entre bastidores y explica que, sin la presencia de don Quijote, la función no tiene sentido, a lo que el irritado lector responde: «Va siendo hora de que dejemos reposar en su sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote».

Al cabo, los personajes irán saliendo y empezarán a discutir sobre el particular, sin percatarse de que, en realidad, ya están actuando. Es el momento que el lector aprovecha para recordar que su misión era traerlos hasta el escenario y, puesto que ya lo ocupan, él se retira.

Estas son mis dos únicas experiencias en cuanto a la adaptación de obras literarias para el teatro. No puedo decir lo mismo en cuanto a la intertextualidad, pues está presente en buena parte del resto de mi obra. Nada extraño, ya que, abundando en lo que dije antes, considero lícito el recurso a escritos ajenos en mi trabajo. A veces me siento obligado a recurrir a ella. Sucede cuando abordo asuntos históricos, sobre todo si entre los personajes aparecen algunos que existieron. Así sucedió en Anarchia 36, en la que traté sobre la Guerra Civil española y, dentro de ella, del enfrentamiento, en el bando republicano, entre comunistas y anarquistas. Aunque lo que contaba pertenecía al mundo de la ficción, junto a los personajes que yo había creado, aparecían algunos de los protagonistas reales de aquellos acontecimientos. Cabe decir que mi propuesta tenía mucho de teatro-documento. Por eso procuré que sus palabras procedieran, cuando se conservan testimonios, de las que ellos mismos pronunciaron. En Yo, maldita india, otra de mis piezas de contenido histórico, cuyo asunto es la conquista de México, muchos parlamentos están inspirados en lo que escribieron los cronistas de Indias o en códices aztecas, cuando no trascritos literalmente. Lo mismo puedo decir de Las raíces cortadas, cuyas protagonistas son dos parlamentarias republicanas que jugaron un importante papel en el debate de las Cortes Españolas sobre la aprobación del voto femenino. Aunque la acción se desarrolla a lo largo de cinco encuentros apócrifos, sus diálogos reproducen algunas de sus intervenciones públicas o lo que dejaron escrito en sus memorias. En estos casos, el mayor reto que se me plantea como creador es conseguir que el espectador no perciba el distinto origen de los lenguajes que escucha. Es preciso convertir el artículo de prensa, el discurso, el documento o el ensayo en literatura dramática y dar la sensación de que las palabras brotan espontáneamente.

En otros casos, me planteo la intertextualidad como un juego que me divierte, o como acto de reconocimiento de la deuda contraída con escritores de los que he aprendido algo o que simplemente me han hecho disfrutar con su escritura. A esta parcela de mi quehacer pertenecen varias piezas cortas, como La flor del mal, cuyo texto es una reelaboración teatral de la poesía de Baudelaire; A telón corrido y Madrid-París, ambas vinculadas a la vida y a la obra de Ramón Gómez de la Serna, escritor vanguardista, dramaturgo frustrado y creador de una especie de sentencias breves, llenas de agudeza y humor, a las que bautizó con el nombre de greguerías; y La boda de media noche, pieza surrealista inspirada en los cuadros de Magritte y en Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse. También escribí como homenaje a mis maestros dos obras largas. Titulé la primera, Los personajes del drama. Venía a ser un recorrido por el teatro que yo había conocido y admirado. Ante un joven sin nombre, que era mi alter ego, desfilaban criaturas procedentes de piezas de Ionesco, Beckett, Mihura, García Lorca, Arrabal y Kantor, entre otros. Años después, rendí tributo al Cervantes dramaturgo en El engaño a los ojos. Recordando el inmenso amor que el escritor sentía por el teatro y las pocas satisfacciones que éste le había proporcionado, concebí una historia en la que me ofrecía a viajar con él por el siglo XX para que viera, con sus propios ojos, como sus obras se representaban con éxito y como muchos y buenos autores encontraban inspiración en lo que él había escrito. Asistíamos juntos a una representación de La cueva de Salamanca que hicieron en un pueblo soriano los de La Barraca, la compañía creada por García Lorca para llevar el teatro a las zonas rurales; luego le presentaba a Valle-Inclán y a Francisco Nieva, al tiempo que le daba referencias de otros autores más jóvenes en cuyas obras yo percibía, aunque remota, su influencia. Tras estos y otros encuentros, el viaje concluía en el teatro Español de Madrid, en el que, tras vencer la feroz resistencia de sus detractores, quienes le admiramos le instalábamos en el lugar de honor que le corresponde como autor de teatro. Aún podría incluirse en este conjunto de piezas, otra en la que Tadeusz Kantor es uno de sus principales personajes. Se llama La infanta de Velázquez. En ella, los actores de Cricot 2, la compañía creada por el artista polaco, recrean, en un esquema que rompe todo concepto de espacio y tiempo, varios episodios de la vida de infanta Margarita, la que aparece retratada por Velázquez en su cuadro La Meninas.

Estos ejemplos que he citado no ocultan la procedencia de los textos empleados, pues, o bien cito a sus autores, o los pongo en boca de los personajes creados por ellos. No hay, pues, apropiación indebida ni nada que justifique la acusación de plagio. En cambio, pudiera producirse ésta cuando los textos ajenos se incorporan al texto propio sin que el lector o el espectador sean advertidos de ello. ¿Se trata de una práctica ilícita? Desde luego que no. «¿Por qué?», me preguntarán. La respuesta es simple: Porque me pertenecen. Sí, esos textos me pertenecen aunque los haya escrito otro. Me pertenecen desde el momento mismo en que he tenido acceso a ellos y han entrado a formar parte de mi bagaje cultural, es decir de mi vida. Eso lo explique en el prólogo de una de mis obras titulada, precisamente, Bagaje, tan rica en elementos autobiográficos como en los tomados prestados de otros autores. En las primeras líneas reproducía la siguiente cita de Federico Fellini: «Siempre somos autobiográficos. No hacemos otra cosa que dar testimonio de nosotros mismos. Lo que no puede ponerse en duda es que todo lo que dice un autor le pertenece. [...] ¿De qué otra cosa podemos hablar sino de nosotros mismos?»13. Tenía razón Fellini, pero sentí la necesidad de explicar, como así hice, que, entre los que yo consideraba materiales autobiográficos, incluía los atesorados durante mis años de lectura y de atención a las manifestaciones artísticas que retratan la sociedad que me ha tocado vivir y a la que pertenecían los personajes de la obra. A pesar de ello, he de señalar que, en esta ocasión, redacté unos apuntes en los que recogía cuanto tenía que ver con las fuentes en las que había bebido. Fuentes numerosas, por cierto, alimentadas por textos de Tadeusz Kantor, Jean Paul Sastre, Peter Weiss, Herman Hesse, Albert Camus, Frank Kafka y algunos otros.

En al menos otras dos ocasiones, he informado sobre mis fuentes. Cuando escribí la ya citada obra Los personajes del drama, me pareció justo que, si llegaba a representarse, los derechos de autor devengados fueran repartidos entre los autores de los textos utilizados o sus herederos legítimos, y así lo hice constar. Más adelante, en 1997, con motivo de la publicación de El engaño a los ojos, escribí esto: «El autor es padre del argumento de la comedia. En lo tocante al texto, parte es de su cosecha y el resto procede de los escritos y de las ideas de diversos dramaturgos y ensayistas. Siendo valiosa su aportación, justo es citarlos». Y a continuación daba cuenta de los nombres de nada menos que treinta autores de los que me había servido. No recuerdo haber sido tan transparente en otras ocasiones. En La infanta de Velázquez, nadie, que yo sepa y a pesar de que doy alguna pista, ha reconocido que un largo monólogo recoge parte del que Max Aub escribió con el título Discurso en la plaza de la Concordia. En El olvido está lleno de memoria sólo unos pocos han advertido que algunas de las vivencias de su protagonista, un viejo actor que ha vuelto a España tras un largo exilio, pertenecen a Margarita Xirgu, actriz española que murió en Uruguay. Tengo algunas obras en las que es más difícil encontrar huellas de otros escritores, bien porque son imperceptibles, bien porque proceden de obras tan poco conocidas en España como las novelas Las tiendas de color canela, de Bruno Schulz, y Roberta esta noche, de Pierre Klossowski. Aunque, en ocasiones, uno se lleva alguna sorpresa. Entre las más recientes la que me ha deparado el profesor norteamericano John Gabriele, especialista en el teatro español contemporáneo y buen conocedor del mío, cuando me envió un correo electrónico que rezaba así: «Dígame si tengo razón. En la página 68 de su drama Combate de ciegos hay un texto que pertenece al capítulo X de El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco. ¿Sí?». Era cierto. Así se lo hice saber, al tiempo que le transmití mi felicitación por su sagacidad. Algún día le preguntaré como supo que aquel breve fragmento de mi obra pertenecía a una novela romántica del siglo XIX, no siendo especialista en la literatura de aquella época. Está claro que no existen secretos que duren toda la vida. De modo que es mejor desvelarlos antes de que otros lo hagan y le cuelguen a uno el sambenito de plagiador.





 
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