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De la protección de los gobiernos a la literatura dramática

Con motivo de una proposición de ley del señor Barrantes


Juan Valera





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El celo por el bien y prosperidad de la literatura es digno de la mayor alabanza; nosotros se la tributamos al Sr. Barrantes: pero no podemos prescindir de hacer algunas observaciones sobre su proyecto, reservando el extendernos más para cuando el proyecto sea apoyado y discutido.

No somos rígidos observadores de las máximas de los economistas; no negamos que los Gobiernos puedan fomentar y dar aliciente a ciertas profesiones o industrias, ofreciendo premios a los que más en ellas se adelanten y sobresalgan. Todo esto lo concedemos. Sólo no podemos conceder que la profesión de autor dramático sea la más merecedora y la más necesitada de protección, y la que un Gobierno puede proteger con menos exposición de equivocarse.

No es la más merecedora de protección, porque, aun suponiendo que el teatro deba ser una escuela de costumbres, y no un mero pasatiempo y honesto recreo, todavía las ciencias morales y políticas y las naturales y exactas han de tener mayor, o por lo menos, igual   -248-   importancia que los dramas y las comedias. Por este lado es evidente que un buen tratado de moral o de medicina, una buena disertación filosófica, un estudio matemático, una Memoria sobre algún punto de historia natural o un compendio de agricultura, importan más a la república que la comedia o el drama más asermonado de cuantos puedan escribirse, salvo en lo tocante a la diversión y esparcimiento del ánimo, que los últimos pueden y suelen proporcionar. Pero un Gobierno no debe tener en cuenta la amenidad y diversión que proporcione una cosa para premiarla. Objetos hay que divierten a unos y fastidian a otros, y no es razón que vaya a pagar el Gobierno lo que a él le divierte, imaginando que ha de ser para todos los hombres igualmente divertido. Fundándose en esto solo, sería una crueldad distraer algo de los fondos públicos, suministrados en su mayor parte por gente que casi nunca o rara vez va a la comedia, y cuando va no se divierte, para que se diviertan más y mejor los que a la comedia suelen ir.

Cierto es que la literatura da gloria, y que a un pueblo no le debe doler el pagar su gloria cuando es rico. Pero entonces, ¿por qué esta distinción en favor de la poesía dramática? ¿Por qué no se pagan también y se premian la poesía lírica, la épica, la didáctica, las novelas, las artes del dibujo, la teología, la filosofía, la oratoria sagrada, la forense, la parlamentaria, e cosi via discorrendo? Para ser justos, ya que tratamos de dar mil duros a cada autor de las doce mejores obras dramáticas que al año se escriban, es menester que demos   -249-   mil duros a cada autor de los doce mejores discursos parlamentarios que se pronuncien, mil duros a cada autor de los doce mejores sermones que se prediquen, mil duros a cada autor de los doce mejores cuadros que se pinten, mil duros a cada autor de las doce mejores estatuas que se esculpan, mil duros a cada autor de las doce mejores odas que se compongan, mil duros a cada autor de las doce mejores novelas que se inventen, y de las doce mejores historias que se refieran, y de los doce mejores estudios críticos o filosóficos, o políticos, o morales, o religiosos que se hagan, llegando así hasta consumir todo el presupuesto, sin que haya bastante con él para premiar a cuantos por cualquier trabajo, con su erudición, con su habilidad o con su ingenio, dan o se supone que dan gloria a la patria. Y no se nos diga que nos valemos de un sofisma, pues para esto sería necesario sustentar que un autor de comedias da más gloria a su patria que un orador, que un poeta lírico, que un pintor, que un filósofo, que un moralista o que un teólogo; sería necesario sustentar que, para contribuir a la aparición de nuevos Calderones, Lopes y Moretos, se pueden y deben gastar 42.000 duros anuales, y no se pueden y deben gastar para producir nuevos Cervantes, Canos, Sotos, Suárez, Granadas, Leones, Murillos, Marianas, etc., etc., etc.

En España se lee poquísimo, pero hay notable afición a divertirse: por manera, que no sólo los amantes de la literatura, los discretos y los eruditos, sino también el más indocto vulgo, contribuyen al bienestar y   -250-   al lucro del escritor de comedias, el cual, con tal que sea algo estimado del público y tenga una regular fecundidad, se forma pronto una renta superior al sueldo de un consejero de Estado, de un capitán general o de un ministro, en suma, de uno de los primeros dignatarios y personajes. En cambio el filósofo, el erudito, el naturalista y el matemático, como no tengan otra industria más mundana y rastrera para ganarse la vida o alguna posición oficial que les dé medios de mantenerse, se mueren irremisiblemente de hambre con todas sus filosofías, su erudición, sus matemáticas o su conocimiento profundo de las leyes de la vida y de la muerte.

Una comedia o un drama se escriben en uno, dos o tres meses, y no necesita el autor sino papel y tinta y pluma para escribirlos: así es, que aunque el autor dramático gane poco o no gane nada, sólo pierde o malbarata su trabajo y un corto espacio de tiempo; pero el sabio necesita muchos libros, instrumentos costosos a veces, y largas vigilias y profundos estudios preparatorios; y quizás necesita además emprender penosísimas y dispendiosas peregrinaciones, registrar archivos, hacer sacar copias de documentos, recoger o adquirir colecciones de estos o de aquellos objetos, y valerse de otros medios que le obligan a gastar en balde el tiempo, el dinero y la paciencia. Por eso hay tan pocos sabios y tantos escritores dramáticos malos o buenos. ¿Por qué, pues, se ha de proteger la literatura dramática y no la ciencia?

El tercer inconveniente que nacería de esta protección   -251-   sería el prestarla de un modo poco atinado. Si el sentimiento moral predominaba en la junta calificadora, podría muy bien acontecer que premiase las doce obras más santas y buenas, aunque, literalmente consideradas, más tontas. Lamentable cosa es, y nos da pena confesarlo; pero no son a menudo las obras mejores las más morales. En el siglo brillante de León X, se llevó con razón el lauro de la poesía Ludovico Ariosto, a quien llama Cervantes cristiano poeta, pero que no lo es, ni por la moral, ni por el desenfado irreligioso con que trata ciertos asuntos. Si en tiempo de Luis XV de Francia se hubiese tratado de premiar la mejor novela, indudablemente que el Cándido de Voltaire se hubiera llevado la palma, salvo el poder ahorcar o quemar vivo al autor, después de premiado, por inmoral o por impío. Y en nuestra misma España, si en el siglo XV se hubiera querido premiar la mejor obra de imaginación, la desenfrenada y obscena Celestina hubiera tenido que llevarse el premio, a ser justos los jueces. Pero prescindamos de esta dificultad, y supongamos por un instante que el mérito literario y la moralidad están en razón directa en todas las obras que han de ser juzgadas: ¿es tan fácil acaso justipreciar el mérito literario? Siguiendo la corriente de la opinión pública, se exponen los jueces a confirmar y a sancionar el capricho de un momento, tal vez la depravación del gusto. Separándose de esta corriente, se exponen a ser censurados del modo más acerbo, y lo que es peor, a premiar obras atildadas, académicas, conformes a las reglas, pero faltas de espíritu y de brío, antipáticas, y tal vez   -252-   inferiores a la farsa más absurda y grosera, cuyo autor al menos ha tenido el tino y el talento de complacer al publico, primer fin del poeta dramático, que debe ser eminentemente popular.

Por todas las razones antedichas, razones que explanaremos y completaremos si el proyecto de ley llega a discutirse, juzgamos dicho proyecto poco acertado, aunque concebido con las más nobles intenciones y en virtud de un amor desinteresado a las letras, que honra en extremo al Sr. Barrantes.

Los 12.000 duros que, según el proyecto, se han de dar a las empresas que representen mejor y con más brillante aparato los dramas, nos parecen un gasto menos justificado todavía. El público que disfrute de las magníficas decoraciones, de la rica mise en scène, y de la habilidad de los más excelentes actores, es quien debe directamente pagarlos.

De los actores y de los autores dramáticos puede ser y es el público Mecenas, y no han menester ni conviene que tengan otro.

Si el Sr. Barrantes quiere que la literatura sea protegida, presente otra proposición de ley en favor de aquellos ramos que sin protección no pueden florecer ni dar fruto; de aquellos ramos que no puede, ni quiere, ni debe pagar el vulgo, y que sin embargo, es conveniente y honroso que florezcan en todo país civilizado.

Esos 211.000 duros, que desearía el Sr. Barrantes gastar en el teatro, se podrían dar a las tres Academias de ciencias morales y políticas, de ciencias exactas y naturales y de la historia, para que ofreciesen más premio   -253-   y estímulo que hoy a trabajos utilísimos, que sin este incentivo y apoyo no se pueden hacer, y que importa mucho que se hagan. El espíritu de nuestros antiguos y grandes filósofos duerme ignorado en el centro de empolvados in-fólios, de donde se pudiera desentrañar; de nuestros estadistas, jurisconsultos y teólogos, se sabe también harto poco, pasando España por una nación mucho menos científica de lo que ha sido; nuestros sabios rabinos y musulmanes, cuyas teorías una vez bien conocidas, podrían servir para completar y aun para hacer posible una buena historia de la filosofía en la edad media, no han sido aún debidamente analizados y juzgados; el estudio de las ciencias naturales está descuidadísimo en España, y debiera fomentarse; en nuestra historia hay mil puntos importantísimos, inexplorados aún; y hasta en nuestra bibliografía hay que hacer mucho. A todo esto que el público no puede pagar ni premiar, debieran prestar pábulo las tres mencionadas Academias, disponiendo certámenes, proponiendo premios, y dando ocasión a que se escriban libros, que no se escribirán de otra suerte, y que, una vez escritos, honrarán nuestro saber y nuestra cultura.

Por ejemplo, así como Remusat ha hecho en Francia un estudio sobre Pedro Abelardo, podría hacerse en España un estudio sobre Lulio, o Vives, o Huarte o Servet. Así como Renan se ha adelantado a escribir sobre Averroes, pudiera escribirse en España de Jehuda-ben-Leví o de Maimónides: pudiéramos en suma, reivindicar muchas glorias, que los extranjeros se atribuyen,   -254-   reconstruir el pasado científico de España, caído en olvido o en menosprecio, y preparar una grande y nueva eflorescencia científica, que correspondiese y compitiese con nuestro valer literario y poético que nadie niega.

Someramente tocamos aquí este inmenso asunto, en el cual nos dilataremos acaso en otra ocasión, sobre todo si el Sr. Barrantes y otros jóvenes diputados, amantes de las letras y de las ciencias, hacen justicia a la rectitud de nuestras observaciones, y las adoptan en parte, para que se logre un propósito tan bueno, dejando el teatro, como a toda literatura popular, encomendado al público, que es y debe ser siempre su único Mecenas.

Sólo añadiremos, que cuando los mezquinos premios, que ofrece y da la Biblioteca Nacional, han producido ya obras de tanto mérito como la publicada del señor Barrera y la próxima a publicarse del Sr. Aguiló; y cuando de los premios, mezquinos también, de la Academia de la historia, se ha originado la importante y eruditísima Memoria de los Sres. Oliveres sobre la Munda Pompeyana, bien se pueden esperar más opimos frutos, si se prestan a estos estudios serios mayor protección y aliciente.








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