De la República en las letras a la República de las letras y del pensamiento y hacia una República de los mejores (1868-1910)
Yvan Lissorgues
La palabra
«República» aparece poco en la literatura de la
segunda mitad del siglo XIX, a pesar de que la acción de
varias novelas se sitúa durante el período
revolucionario del sexenio, al final del cual se proclamó la
Primera República, verdad es que de modo imprevisto y por
pocos meses. Más generalmente, la política no es
nunca un espacio literario de primer plano en la novela del gran
realismo del siglo XIX. Ahora bien, el objeto de la novela de los
tres últimas décadas del siglo es «el hombre y la sociedad
contemporánea»
, dicho en palabras de Pérez
Galdós; así pues, ni la exaltación
revolucionaria del sexenio, ni la efímera República,
ni la política, aquella política tan pesadamente real
y tan poco ideal de la Restauración, dan lugar a una
representación directa, como si los novelistas se apartaran
de esas cresta superficiales para bucear en la aguas
intrahistóricas donde encuentran las verdaderas
raíces de la vida social, a la par que los elementos
fundamentales de los universales humanos.
Es necesario, sin embargo, dada la orientación de este trabajo, hacer un balance de la representación literaria de la agitación revolucionaria y, desde luego, de la República, tal como aparece en la novela, exclusivamente en la novela por ser el género literario «más oportuno» y más moderno, el que se propone pintar la vida a partir de la observación de la realidad histórica, social y humana del momento. A este imperativo responde el primer apartado de este estudio: La República en las letras, o mejor dicho La República en la novela del gran realismo.
Si la
República ocupa una parte muy exigua en la
re-creación novelesca de la segunda mitad del siglo XIX, la
novela no deja de ser un profundo análisis deliberado de
«la sociedad presente» con sus clases, sus modos de
pensar, sus «mentalidades» como decimos hoy. Más
allá del aspecto artístico de la
representación, que nunca debe olvidarse pues hace de ella,
de esta representación, uno de los más altos
monumentos literario de las letras españolas, apunta una
finalidad ética, nunca ocultada por los autores. Como
escribe Clarín en 1880, es decir antes de que el gran
realismo alcance su período de auge: «Es la novela el vehículo que las letras
escogen en nuestro tiempo para llevar al pensamiento general, a la
cultura común el germen fecundo de la vida
contemporánea»
1.
Y el germen fecundo de la vida contemporánea es,
según el mismo autor, el libre examen infundido por vez
primera en la conciencia del pueblo español por la
revolución de 1868.
El libre examen y
el afán de conocimiento son efectivamente los
gérmenes fecundos de una gran actividad intelectual durante
toda la segunda mitad del siglo XIX por parte de unos intelectuales
liberales, no todos creadores de obras artísticas, pero
empeñados todos en la tarea de enriquecer el caudal cultural
de España, de alzar el nivel intelectual de la nación
para, un día, tener a un «pueblo adulto». A ello
contribuye la novela del gran realismo, las obras de Galdós,
de Clarín, de Palacio Valdés, de Narciso Oller, y a
la altura del fin de siglo de Blasco Ibáñez,
etc. El elogio que
Azorín le tributa a Galdós vale para todos: «Este hombre ha revelado España a los ojos
de los españoles que la desconocían, ha contribuido a
crear una conciencia nacional, ha trabajado para que España
despierte y adquiera conciencia de sí
misma»
2.
Los novelistas no son los únicos, ni mucho menos, los que obran no sólo para que España despierte, sino para que se alce a la altura de una nación moderna y que sea digna de una futura, tal vez lejana, República que en lugar de ser mera forma de gobierno sea representación de cierta madurez cultural y social del pueblo español. Con este fin, varios hombres dedican su libro, de la enseñanza, en Ateneos, en centros de Extensión universitaria, en cualquier espacio institucional o privado. Estos intelectuales que en su mayoría, han sido influidos, más o menos, de cerca o de lejos, por lo esencial de la filosofía krausista son los apóstoles de una especie de República de las letras y del pensamiento, una república que no tiene fronteras pero que se ensancha con sorprendente vitalidad bajo la modorra restauracionista, pero sin que los más se aparten del compromiso político con su tiempo y de la lucha política cotidiana, por decirlo así.
Al estudio necesariamente limitado de esa dilatada y compleja República de las letras y del pensamiento dedicaré el segundo apartado de este trabajo. Lo cual, casi naturalmente, nos llevará a examinar la concepción que esos intelectuales se hacen de una República, concepción tal vez provisional e impuesta en gran parte por la situación socio-cultural de la época y que podría rotularse La República de los mejores. No debe sorprender, en este largo planteamiento de la cuestión, el exiguo espacio dedicado al primer punto y las muchas explicaciones que requieren el segundo y el tercero. Igual desequilibrio tendrán los desarrollos sucesivos.
La política no es punto de focalización en la novela del gran realismo. Sin embargo, está casi siempre presente, pero en el fondo oscuro del cuadro, desde donde llegan, de vez en cuando, hasta los proscenios iluminados por las miradas de los narradores, rumores de sus actividades, que, eso sí, alimentan conversaciones en los salones, en las calles, en los cafés. En la novela, en todas las novelas, como, es de suponer, en la vida real, la política está en lontananza como ruido apagado de decorado; se ve generalmente desde abajo o desde lejos, como debía de vivirse en la realidad intrahistórica, en que se focaliza la observación de los narradores.
¿Cómo salen representadas en las obras del gran realismo la revolución y la República? Es de recordar que la mayoría de las novelas del gran realismo (con las notables excepciones de La Fontana de Oro y de Pepita Jiménez) se publican después de 1875; son realmente, si nos atenemos a la fecha de publicación, novelas de la Restauración. Pero si estas novelas se escriben después de 1875, en algunas de ellas, el tiempo del relato se sitúa durante el período revolucionario. Es el caso de las historias contadas en Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879), La desheredada (1881), cuya acción se desarrolla durante el sexenio y los primeros años de la Restauración, La Tribuna (1882), La de Bringas (1884), en la que el tiempo del relato es el primer semestre de 1868, Los Pazos de Ulloa (1886), Fortunata y Jacinta (1886-1887), cuya historia ocurre entre 1869 y 1876, Pequeñeces (1890).
Ahora bien, ninguna de estas obras dramatiza directamente los acontecimientos políticos, que se perciben desde espacios sociales o geográficos muy alejados de las zonas candentes de la revolución. En Coteruco (Don Gonzalo...), en Marineda (La Tribuna), en Ulloa, la resaca revolucionaria provoca trastornos más o menos profundos, más o menos pasajeros; para la aristocracia madrileña de Coloma el sexenio la «revolución» está fuera de campo y sólo interesa como justificación de la reacción restauracionista, que aparece a los ojos del narrador (y desde luego del autor) como un lamentable compromiso; en el sector intrahistórico del Madrid burgués, mesocrático y popular de Galdós llegan sólo ecos atenuados del bullicio. Al parecer, ningún novelista del gran realismo del siglo XIX se atreve a encararse directamente con la «revolución». Habrá que esperar la quinta serie de los Episodios Nacionales en 1909-1912 para que el período de 1868 a 1875 sea directamente materia novelable, pero en novelas históricas, por decirlo así.
La visión
del sexenio deparada por esas novelas es negativa por unanimidad,
aunque con motivaciones intelectuales y afectivas distintas y hasta
opuestas. En Coteruco, en Marineda, en Ulloa, la Gloriosa y la
Federal desencadenan, según doña Emilia y Pereda,
nefastos trastornos mentales y económicos. El patriarca de
Coteruco (portavoz de Pereda) increpa a sus labriegos por haberse
dejado contaminar por el virus revolucionario: «Ayer -dice- teníais los hogares llenos de
pan y abundancia; hoy vivís hambrientos, desnudos,
desesperados y con la envidia y el odio en el corazón. Esto
os han dado los apóstoles que os redimieron de la
esclavitud, de la fe y del trabajo honrado»
3.
En La Tribuna, la Federal le permite a Amparo afirmar su
personalidad de mujer combativa y sincera, pero la narradora
aprovecha la posición de superioridad que se otorga para
sugerir que su personaje es víctima del engaño de una
propaganda periodística superficial y poco sincera, y que a
esas pobres obreras se les escapan el sentido de las palabras que
oyen4.
En cuanto a las dos formas de gobierno que contienden, se las
representan el auditorio de Amparo como se las veía en las
caricaturas de los periódicos:
La Monarquía era una vieja carrancuda, amigada como una pasa, con nariz de pico de loro, mano de púrpura muy estropeado, cetro teñido de sangre, y rodeada de bayonetas, cadenas, mordazas e instrumentos de suplicio; la República, una moza sana y fornida, con túnica blanca, flamante gorro frigio, y al brazo izquierdo el clásico cuerno de la abundancia, del cual se escapaba una cascada de ferrocarriles, vapores, atributos de las artes y las ciencias, todo gratamente revuelto con monedas y flores5. |
Para la condesa,
está claro que no pueden esperarse adelantos de tal
agitación. Nota que con la revolución han cambiado un
poco las mentalidades de la clase media: se hace frívola y
«comienza a imperar el traje
corto»
. Algo es algo (!). De vez en cuando, sin embargo,
deja escapar juicios muy pertinentes: «España estaba próxima a la gran
lucha de la tradición contra el liberalismo, del campo
contra las ciudades, magna lid que tenía en la
Fábrica de Marineda su representación
microscósmica»
6.
En la obra de
Galdós y de Palacio Valdés no hay ningún
partidario de la República. Los burgueses y los
aristócratas de Fortunata y Jacinta, nada implicados en los
acontecimientos, están indiferentes a la forma de gobierno.
El día anterior a la proclamación de la
República el marqués de Casa Muñoz declara:
«A mí no me asusta la
república: lo que me asusta es el republicanismo»
.
Los ricos comerciantes de Madrid sólo temen que se levante
el pueblo en masa y lo arrase todo. Para ellos la buena
política es la que propicia «mucha
libertad y mucho palo»
7,
es decir la que garantiza el pleno ejercicio de sus actividades
comerciales y financieras. Igual temor a la revolución le
tienen los innumerables pequeños funcionarios del Estado,
los Bringas, los Pez, etc. que
en vísperas de los disturbios exclaman como Francisco
Bringas: «Los descamisados harán
de Madrid un lago de sangre [...]. Adiós propiedad,
adiós familia, adiós religión de nuestros
mayores»
8.
Según la
novela galdosiana de los años setenta y ochenta, no es en
esta parte de la clase media donde la revolución va a
reclutar a sus adeptos; tampoco en la alta burguesía y menos
aún en el bajo pueblo, al que pertenece la Sanguijuelera,
modesta vendedora de cacharros y sanguijuelas, de quien dice el
narrador de La desheredada que «encarnaba en sí [...] el entusiasmo
monárquico del antiguo pueblo de Madrid»
. Este
personaje suelta en su jugoso lenguaje sus recortados juicios sobre
el mundo de ayer y el de hoy, el de la revolución; para la
Sanguijuelera, éste es la degradación de
aquél:
Yo me acuerdo de los tiempos de la reina, de aquellos tiempos, hija, en que el pan estaba a doce cuartos las dos libras y en que había religión, más aquel, más principio [...]. Dicen que libertad... Miseria, hija. Los pobres están más pobres [...] ¡La libertad!... Pillería, chica, pillería. Entonces había señorío y donde hay señoría corre el dinero y vive el pobre9. |
Ya se ve, este
personaje popular, producto indudablemente de seria
observación es, por lo que a mentalidad se refiere, hermano
de la «buenas gentes»
de
Pereda. En Marineda, según el narrador (la narradora), a
medida que la Revolución se desencadena y crece el
republicanismo en la Fábrica, aumentan también la
prácticas religiosas; las exaltadas «federalas»
, se alzan con furia para
defender el catolicismo contra los pastores protestante que viene a
adoctrinarlas. En el Episodio nacional titulado La Primera
República (1909), Tito Livio, el protagonista
historiador, oye en Cartagena a unas mujeres que gritan: «Viva la Revolución cartagenense y la
Virgen de la Caridad»
10.
¿Dónde están los entusiastas defensores del progreso y de la libertad que lucharon contra el oscurantismo y la reacción durante los gloriosos días de 68? Pues no están. En las novelas de Galdós, de Leopoldo Alas, de Armando Palacio, de Jacinto Octavio Picón, no están.
¿Se
equivoca Clarín cuando escribe en 1880 que la
Revolución «llegó a todas
las esferas de la vida social, penetró en los
espíritus y planteó por primera vez en España
todos los arduos problemas que la libertad de conciencia
había ido suscitando en los pueblos libres y cultos de
Europa»
?11
Si nos atenemos al balance histórico del período
revolucionario, bien sabemos que no se equivoca Clarín, que
las ideas nuevas de libertad, de libertad de cultos, de
enseñanza para todos, de sufragio universal, etc., se propagaron por todo el
país, aunque está por ver hasta que punto arraigaron
en la conciencia colectiva. Según la novela del gran
realismo, estas ideas nuevas, en parte plasmadas en la
Constitución de 1869, no informan de modo significativo las
«mentalidades» en el mundo representado.
Es curioso, aunque
no sorprendente, observar que son los antirrevolucionarios, si
así puede llamarse a Pereda, Alarcón, doña
Emilia, los que, de pasada y sin darse cuenta, dan la razón
a Clarín. Como se ha dicho atrás las ideas nuevas
llegaron hasta Coteruco, aquel pueblecito de la Montaña
Santanderina. En Ulloa «cada quince
días o cada mes, se agitaban, se debatían, se
querían resolver definitivamente cuestiones hondas,
problemas que el legislador, el estadista y el sociólogo
necesitan madurar lentamente [...] y que una multitud en
revolución decide en pocas horas, mediante una acalorada
discusión parlamentaria, o una manifestación
clamorosa y callejera»
. En los Pazos también se
politiqueaba: «Se oía hablar de
libertad de cultos, de derechos individuales, de abolición
de quintas...»
12.
En Marineda, las cigarreras se entusiasman cuando Amparo les lee
artículos «que hablan de justicia
social, redención de las clases obreras, instrucción
difundida, fraternidad universal»
; y no quita nada al
valor de tales ideas las bromas más o menos pesadas
intercaladas por el narrador (la narradora) que califica los
artículos de «kilométricos
y soporíferos»
y dice que su estilo es «de homilía y con oraciones largas y
enmarañadas como fideos cocidos»
13.
Entonces ¿cómo explicar que la revolución
esté ausente de la novela, de una novela que va a buscar la
«sociedad presente» en el sexenio? ¿Será
resentimiento ante una ilusión perdida? o
¿será deseo de atenuar un fracaso histórico
explicable por la falta de conciencia política del
«pueblo»?
Está claro
que la causa principal del fracaso de la República es la
inmadurez del pueblo y lo dicen las mismas citas anteriores,
tomadas en obras tanto de Pereda, Emilia Pardo Bazán como de
Galdós. Dicho sea de paso, los narradores de este
último no manifiestan desestimación de la
acción del pueblo, los de doña Emilia y Pereda
adoptan el tono condescendiente que les corresponde, mientras que
choca el juicio de Palacio Valdés, adscrito un tiempo al
republicanismo posibilista de Castelar, al evocar en Marta y
María el furor del pueblo de Nieva contra María
acusada de conspiración carlista: «La muchedumbre estaba compuesta en su casi
totalidad por lo que durante el período revolucionario se
llamó pueblo soberano, esto es, por todos los
pilótelos y ganapanes de la ciudad, a los cuales se
agregaban algunas personas dignas, aunque ociosas, y casi todas las
comadres de los arrabales»14
.
En cuanto a expresión de desprecio, la cita no tiene
desperdicio.
En 1909, cuando es
ya miembro destacado de la coalición republicano-socialista
con Gumersindo de Azcárate, Joaquín Costa,
Melquíades Álvarez, Pablo Iglesias, Pérez
Galdós vuelve en la quinta serie de los Episodios
sobre los años del sexenio. En La Primera República,
el historiador Tito Liviano, que sigue los acontecimientos del
cantón de Cartagena discute con Mariclío, Madre
alegórica de España. Esta subraya la incapacidad de
los cantonalistas para entender la situación: «Nada valen los corazones valientes si las
cabezas están vacías»
; y comenta: «La idea federal es hermosa; es mi mayor encanto,
la ilusión de mi vida [...]. Pero dudo ¡ay! que pueda
implantarla de una manera positiva y duradera un pueblo que ayer,
como quien dice, ha roto el cascarón del
absolutismo»
.
Para que se entere
Tito, añade la Madre de la Historia de España que no
puede establecer este bello ideal «un
país que hasta hace cuatro días no ha conocido la
libertad, una raza que, aun siendo heterogénea, ha vivido
amamantada con la leche de la unidad [...]. Considera -le dice a su
historiador- que pesan sobre tu país el catolicismo y eso
que llamáis el Papado, las viejas rutinas monárquicas
y los enormes intereses inseparables de estas abrumadoras
máquinas sociales. Tú que no puedes traspasar los
límites fisiológicos de la existencia humana, no
verás realizado el ideal federalista en toda su pureza; yo,
que soy vieja eterna, espero ver algún día...,
algún día, triunfante y dichoso el Anfictionado
Español»
15.
Está claro
que para todos los novelistas y cabe añadir que para todos
los intelectuales de las tres primeras décadas de la
Restauración el fracaso de la Primera República se
debe, ante todo, a la inmadurez política del pueblo
español. Como he sugerido en la larga introducción,
la literatura, más especialmente la novela, a la par que es
para nosotros, lectores del siglo XXI, un documento en el que
podemos ver la realidad socio-cultural de aquella época, era
un modo de acción de los autores para influir en la
conciencia de los lectores considerados como ciudadanos. No se me
haga decir que considero la novela como una mera forma de
propaganda. La obra de arte, incluso la del arte realista, es
siempre, según Kant, un intento para ensanchar los
límites de la condición humana. Todas las obras
maestras del siglo XIX, responden, cual más cual menos, al
siguiente criterio definido por Urbano González Serrano:
«El arte goza de eterna primavera cuando
alcanza lo bello permanente del fondo del alma humana, a partir de
la representación de la sociedad en que
brota»
16.
Para no entrar otra vez en esta importante cuestión
problemática, ampliamente desarrollada en otra
publicación17,
remito al antes citado juicio de Azorín sobre la influencia
de la obra galdosiana sobre la conciencia nacional. Cabe cerrar
esta digresión necesaria, dejar el campo literario y pasar
al de la Historia para hacer un esencial resumen de las
consecuencias del fracaso del primer intento republicano y
así corroborar la representación literaria evocada
anteriormente y sobre todo pautar la parte externa del estudio
titulado La República de las letras y del pensamiento.
La imprevista proclamación de la Primera República, el 11 de febrero de 1873, en plena agitación popular del sexenio, y su fracaso preparado ya desde el principio por los incontrolados movimientos cantonalistas, que le imponen a Castelar el uso de la fuerza, y dan pretexto a la reacción en enero de 1874 para armar el brazo de Pavía, y después el de Martínez Campos que abre las puertas a la restauración de la monarquía, constituyen para los republicanos una experiencia negativa desalentadora, que ante todo incita a la reflexión. La República no se improvisa y menos aún una República federal cuando no tiene siquiera un partido organizado capaz de vertebrar un movimiento que va a propagarse por un país que cuenta con el setenta por ciento de analfabetos.
Durante los primeros lustros de la Restauración, la imagen de la República resulta empañada por el fracaso del sexenio, y las fuerzas republicanas debilitadas por la recomposición partidista, después de 1875, entre los federales de Pi y Margall, los progresistas de Ruiz Zorrilla, los centralistas agrupados en torno a Salmerón y los posibilistas de Castelar. No puede olvidarse la actividad política cotidiana, por decirlo así, de los republicanos, pues es también una necesidad de compromiso. Burlarse de Cánovas y de Sagasta, censurar con violencia la corrupción del sistema del turno, denunciar el caciquismo, sugerir o afirmar que la monarquía es un anacronismo18, son actividades normales de la militancia enfrentada a diario con los acontecimientos políticos. Como también deben de serlo las disensiones, luchas internas, rivalidades personales que agitan las varias tendencias del republicanismo. No viene al caso evocar las relaciones, discrepancias y antagonismos de esos partidos, basta decir que a pesar de los esfuerzos de algunos, como Salmerón, Ruiz Zorrilla, etc., nunca se conseguirá en el siglo XIX la unión de las varias fracciones. Castelar, asqueado por los desmanes de 1873, no querrá nunca oír hablar de unión con federales y socialistas y además entra en el juego de los partidos turnantes para intentar conseguir desde dentro algunas migajas aparentemente democráticas, como el sufragio universal.
No obstante durante los primeros treinta años de la Restauración, progresa lentamente la influencia de los partidos republicanos, sobre todo de los centralistas, algunos de los cuales se imponen como diputados, concejales, etc. Pero habrá que esperar 1909, y la primera Conjunción republicano-socialista, preparada varios años antes por Salmerón, para que el republicanismo sea fuerza efectiva. Todo ello es historia conocida... Al respecto, los varios centenares de artículos periodísticos, entre los dos mil cuatrocientos publicados entre 1875 y 190119, que Leopoldo Alas, el autor de La Regenta, dedica a la política en todos sus aspectos son otros tantos testimonios de la incansable actividad de un republicano de toda la vida que se mantiene siempre en la brecha, sin dejar de ser uno de los más dinámicos actores de la república de la letras a la par que un sociólogo y un filósofo, incluso de la historia, que es el que aquí nos interesa. Todo un libro pudo dedicarse a «Clarín político», dando a político un sentido amplio, ancho y profundo... y a esta obra remito20.
Lo que me interesa hoy es mostrar que, para la minoría de adictos, la idea republicana sigue siendo durante toda la Restauración un ideal, un Norte en la corrupta niebla del sistema canovista. Más aún; lo que importa, alejándose de la historia externa, es seguir la idea republicana y ver cómo se profundiza, se hace pensamiento para darse una filosofía que a su vez genera una ideología, compartida en lo esencial por los intelectuales liberales de clase media, por lo menos los que piensan que están en correlación el desarrollo histórico y el progreso humano y, por lo tanto, social y político. Estos últimos son en la España de la época los más activos, intelectual y moralmente, los que van construyendo con gran dinamismo y con entusiasmo reflexivo, una sin fronteras república de las letras y del pensamiento. Es para cada uno, en primer lugar, un imperativo ético el de ensancharse a sí mismo por el saber para mejorarse moralmente y así ser más útil a la colectividad. La misión que se asignan, después del intento fracasado de reformas políticas y pedagógicas emprendidas desde arriba durante el sexenio por Fernando de Castro, Salmerón, Giner y otros, es la de alzar el nivel cultural de la nación para conseguir a largo plazo una sociedad más equilibrada y más justa. Es un ideal que, como todos, apunta a un porvenir todavía no visible, pero necesariamente inscrito en el desarrollo de la historia. Hemos visto que para el Galdós ya republicano de 1909, la República, y hasta el aficionado español será en un porvenir, tal vez lejano, una realidad. Pero este porvenir no es una fatalidad, se prepara, se construye.
Los actores de la construcción del futuro, van animados, ya se ha sugerido, por un sentido «progresista» de la Historia. La palabra está entre comillas, pues tiene un sentido filosófico, muy superior y más noble que el progresismo de los progresistas al uso, pues por muy respetables que sean los seguidores de Ruiz Zorrilla tiran más a populistas que a republicanos reflexivos. ¿Quiénes son esos hombres?
Los insuperables
trabajos de Juan López Morillas21,
de María Dolores Gómez Molleda22,
Elías Díaz23
y de otros estudiosos autorizan la denominación de «intelectuales influidos por el
krausismo»
para designar a un grupo de hombres, Fernando
de Castro (muerto en 1874), Francisco Giner de los Ríos,
Nicolás Salmerón, Gumersindo de Azcárate,
Bartolomé Cossío, Adolfo Buylla, Rafael María
de Labra, Francisco de Paula Canalejas, Adolfo Buylla, Leopoldo
Alas, Joaquín Costa, Urbano González Serrano, Sales y
Ferré, Rafael Salilla, los hermanos Calderón, Adolfo
Posada, Luis Morote, Rafael Altamira y otros muchos. Todos son
escritores, todos de manera seguida u ocasional escriben en
periódicos y revistas, los más son profesores de
Universidad o de Instituto. Cada uno se da a conocer a lo largo de
los años por numerosas publicaciones (libros o
artículos) sobre cuestiones de su especialidad y sobre otros
aspectos de la ciencia o de la cultura. En conjunto ofrecen un
sinnúmero de publicaciones sobre temas pedagógicos,
científicos, jurídicos, sociales, filosóficos,
literarios. Dicho sea de paso, esa gran actividad de
carácter científico- filosófico,
insólita en los primeros lustros de la Restauración,
se intensifica durante el período de crisis aguda denominada
crisis de fin de siglo. Es importante añadir que en tomo al
«grupo» hay una amplia zona de influencia, en la que se
sitúan, de una manera u otra y más o menos cerca,
muchos desconocidos hoy, pero también personalidades de
primera fila, como Pérez Galdós tal vez Juan Valera y
bien puede que Concepción Arenal.
Lo que merece destacarse, es que todos han interiorizado, en mayor o menos grado, las ideas fundamentales del krausismo secularizado, esas ideas-madres, como las llamó primero Goethe y en su estela González Serrano y Clarín, ideas legitimadoras del ser y del estar en el mundo, que han arraigado en ellos como convicciones profundas. La primera, la que justifica su asombrosa actividad intelectual, es la convicción racional de que el hombre es intelectual y moralmente un ser perfectible y, correlativamente, la convicción de que la Historia y el Derecho son realizaciones humanas en vías de mejora continua e infinita hacia una armonía individual y por tanto colectiva. No es inútil en la perspectiva de este estudio recordar que de estas ideas (de estas creencias) derivan una serie de valores: autenticidad ética, autenticidad religiosa, sentido de la sustantividad de la realidad en su trascendencia, etc.
Esta
cuestión de la trascendencia, de la metafísica, es el
límite infranqueable que les separa de los sistemas
positivistas europeos; para ellos, la realidad es, y debe ser
objeto de estudio de parte de la ciencia, de todas las ciencias,
pero no es lícito decretar que no hay más realidad
que la cognoscible, pues lo real tiene su parte de misterio.
Consideran que es peligroso cualquier clase de mecanicismo: los
hechos no permiten deducir que hay razas superiores y razas
inferiores, que es posible detectar a los criminales natos, que el
hombre está regido por un determinismo atávico. Para
ellos, el espíritu es superior a la materia y el hombre
dispone de inteligencia y voluntad para, merced a la
instrucción y a la cultura, mejorarse y si cabe corregirse.
De aquí, el inmenso papel concedido a la enseñanza...
Desde el punto de vista filosófico, la ciencia y el
experimentalismo son medios muy valorados por ellos y sus
resultados escrupulosamente estudiados y difundidos con fervor;
pero su idiosincrasia les preserva del cientificismo, esa indebida
extrapolación que a partir de los exaltados resultados de la
ciencia induce una peligrosa filosofía mesiánica que
pretende deparar explicación para todo y que conduce, por
ejemplo, a dar como ley de la naturaleza el «darwinismo
social» o el colonialismo... La república a la que
apuntan y que preparan es la que sabrá superar los
antagonismos gracias a la igualdad de posibilidades para cada uno.
«La ciencia es buena»
, dicen
todos con Clarín, pero no para erigir sistemas
filosóficos extrapolados, como pueden serlo el comtismo, o
el spencerismo, sino para fortalecer las ideas-madres, que mientras
más enriquecidas por el conocimiento más fuertes
serán para enfrentarse con las cosas de mundo.
Cabe precisar que
«los intelectuales influidos por el
krausismo»
no son los únicos movidos por la idea
del progreso; a su lado y manteniendo con ellos controversias
filosóficas y políticas a veces acaloradas pero
siempre fructuosas, están los hegelianos, como Rafael
Montoro, como Castelar, autor, en 1870, del famoso discurso, luego
libro, La fórmula del progreso; y están los
neokantianos patrocinados por el dinámico José del
Perojo, entusiasta mediador en España de la más
moderna cultura alemana y francesa y el que convence al brillante
crítico Manuel de la Revilla de abandonar el idealismo
krausista para ponerse, según Perojo, a la altura de los
tiempos; también están otros intelectuales,
más o menos agnósticos, más o menos adeptos de
un positivismo asistemático, como Pedro Dorado Montero o el
doctor Luis Simarro, etc.
Todos obran cada cual a su modo en y por la República de las
letras y del pensamiento.
Se comprende que
las descarnadas ideas y alusiones que preceden son sólo la
piel de sustanciosas complejidades, que han dado lugar a serios
estudios, a los cuales es imprescindible remitir24.
Tampoco es posible dar cuenta aquí del recorrido
intelectual, moral y filosófico seguido por esos hombres
durante las primeras décadas de la Restauración,
tampoco lo es hacer el balance de las aportaciones a la ciencia y a
la cultura española de su incansable actividad. Establecen
comercio con todos los adelantos científicos,
filosóficos o literarios de Europa, y mantienen
diálogo con todos los autores notables de fuera.
Diálogos de sordos, en general, pues lo que dicen ellos no
llega al oído de los correligionarios del Norte. No tiene
importancia si se ven en Europa como los parientes pobres de la
república del pensamiento. Lo que importa es su
misión: «El verdadero
españolismo consiste en importar los elementos dignos de
aclimatarse en nuestro suelo, y en estudiar cuidadosamente, para
asimilárnoslo, cuanto fuera se produce que merece la pena de
verlo y aprenderlo»
25.
Y cumplen. Gracias a González Serrano, la psicología,
la psicofisiología, etc. son ciencias reconocidas en
España; Sales y Ferré es el fundador de la
sociología; Rafael Salillas da carta de naturaleza a la
antropología; Rafael Altamira renueva el espíritu y
el método de la investigación y de la
enseñanza de la historia, y por lo que se refiere a ciencias
médicas basta citar el nombre de Ramón y Cajal. Todos
saben de pedagogía, pero algunos, Giner, Posada,
Cossío, Altamira, y largo etcétera, profundizan la
reflexión sobre tan importante materia; Posada, Buylla,
Giner hacen viajes (privados) a Francia, a Italia para enterarse
directamente del funcionamiento de los centros de enseñanza.
Como se sabe, Clarín, es el gran mediador de la cultura
europea en España: Conoce a Zola y su obra mejor que
cualquier crítico de París y del naturalismo
exclusivo, de escuela, sabe escoger lo que conviene para enriquecer
al arte realista español. Considera a Renan como un padre
espiritual de más allá de los Pirineos, como Giner lo
es acá. Es el primero en hablar en España de Bergson
y se enorgullece de comprenderlo mejor que el pensador parisino
Fouillée; el primero en llamar la atención sobre
Nietzsche, filósofo fascinante pero peligroso... Gracias al
provinciano de Oviedo toda la España lectora sabe de las
obras de todos los escritores notables de Francia, etc., etc. Es uno de los pocos españoles
que han leído El Capital, etc.26
Bajo la superficie
de la «balsa de aceite»
(Clarín)... adulterada de la modorra canovista, la
república de la letras y del pensamiento va tejiendo una red
de relaciones «ideales», por la cual se vehiculan todas
las ideas nuevas filosóficas, científicas,
pedagógicas, políticas, así como juicios
críticos sobre obras científicas o literarias,
españolas y europeas. Estas relaciones no son clandestinas,
al contrario, están abiertas a todos y hasta van en busca
del último posible lector de periódico arrinconado en
cualquier Coteruco. Un desquite de las ideas, como gérmenes
de una evolución absolutamente necesaria para ir hacia un
cambio que no sea revolución o si lo es que aparezca lo
más natural que se pueda. Es la puesta en práctica de
una posición compartida, la que formuló un día
Nicolás Salmerón, el tercer y efímero
Presidente de la efímera Primera República: «La revolución sólo puede admitirse
cuando la reclama la opinión y la sanciona la justicia, y es
entonces una empresa nacional»
. A eso se emplean,
más que otros, esos intelectuales en los que el krausismo
español ha dejado «como un rastro
perfumado, el sello de una especie de unción
filosófica que engendraba el ánimo constante y fuerte
del bien, el instinto de la propaganda, de la vida ideal, de
abnegación, pura y desinteresada»
27.
Además del
afán desinteresado de saber, primera condición para
alcanzar un conocimiento auténtico, van movidos por un deseo
altruista de hacer compartir ese saber, de difundirlo y
también, también por la esperanza de que un
día el pueblo español sea «un pueblo adulto»
.
Ellos, y ellos
solos, son los que dicen, una y otra vez, y demuestran que «la cuestión de España»
es la instrucción y la educación de los
españoles, como titula Clarín varios
artículos28.
Galdós, en 1881, dedica La desheredada a los
«verdaderos médicos»
de
las «dolencias sociales»
:
«los maestros de escuela»
y en
sus últimas novelas el personaje recurrente es la maestra,
como Floriana, que los dioses han creado para un fin sin fin:
«la educación de los
pueblos»29
.
Cuando Francisco
Giner, decepcionado en 1873 por el fracaso del intento de reformar
el sistema educativo, se aparta de la política, decide
consagrar su vida a la juventud y, en 1876, funda la
Institución Libre de Enseñanza, escuela privada,
considerada hoy como una de las más prestigiosas
experiencias pedagógicas de la España
contemporánea, y cuyo fin era «hacer hombres»
. «Hacer
hombres» implica una concepción antropológica,
una concepción y una práctica pedagógica y una
finalidad. Sobre los dos primeros aspectos remito a la abundante
bibliografía ya bien conocida. En cuanto a la finalidad,
dimana de la convicción de que cualquier intento de
transformación de la sociedad pasa por el enriquecimiento
intelectual y moral del hombre. El proyecto, dadas las condiciones
del país en el siglo XIX, podría parecer ambicioso,
utópico, si Giner y sus colaboradores no se hubieran
asignado etapas bastante precisas. A medio plazo, se proponen
formar una élite capaz de dirigir el país. Hasta tal
punto que el institucionismo es, como muestra María Dolores
Gómez Molleda en sus libros antes citado, un reformismo
social, político, económico que, de momento,
sólo puede obrar en el limitado sector de la
enseñanza. Merced a la paciente acción de Giner y de
sus colaboradores, las ideas de la Institución se difunden
gracias a la creación de organismos o instituciones, como la
Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones
Científicas, creada en 1906, pero cuyo proyecto bien
elaborado había propuesto Clarín en 189430;
la Dirección de Enseñanza Primaria (1911), con Rafael
Altamira a la cabeza; le Residencia de Estudiantes (1910);
etc. En cuanto a los hombres
formados por la Institución Libre de Enseñanza o por
Universidades que difunden su espíritu (entre las cuales hay
que destacar a la de Oviedo con Alas, Buylla, Posada, Arambura,
Sela, Altamira) son muy numerosos. Para dar idea del acierto del
proyecto gineriano basta citar, para excusar comentarios, a algunas
personalidades prestigiosas procedentes de la Institución:
Julián Besteiro, Manuel y Antonio Machado, Fernando de los
Ríos, José Castillejos, Luis de Zulueta, Manuel
Azaña, Juan Ramón Jiménez, Ramón
Pérez de Ayala, Alberto Jiménez Fraud, Gregorio
Marañón, Eugenio d'Ors, Américo Castro,
Salvador de Madariaga, y otros muchos. La Institución Libre
de Enseñanza, por ser «una
tendencia a la reforma práctica de la vida, de la cultura y
del modo de ser español»
31,
fue por su irradiación por el espacio y por el tiempo, una
eficaz manifestación cultural dentro de lo que llamamos
república del pensamiento.
Esta idea de república del pensamiento animada por los más activos intelectuales del momento se refuerza si se considera que entre los diferentes componentes se establece un diálogo permanente a través de la prensa, de los intercambios de obras, de las relaciones epistolares o meramente de los contactos personales. Hasta tal punto que la reflexión de cada uno es siempre recibida, discutida, matizada, a veces impugnada y finalmente en cierta manera asimilada por los demás. Casi podría decirse que el «grupo», aunque compuesto de individualidades totalmente independientes, cobra categoría de entidad, de persona moral propia, es decir de algo moral superior a los individuos y con el que todos se sienten intuitivamente relacionados. Es cosa curiosa observar que, a partir de un núcleo de ideas y valores compartidos, la puesta en común de un saber que cada cual contribuye a elaborar, y todo ello animado por unas relaciones cordiales de estimación recíproca (que no borra las discrepancias, a veces recias) consigue crear por encima del ideario un espíritu superior que funciona como (o que genera) una ideología. El dinamismo de la ideal República de las letras y de las ideas apunta a una futura República social y política, en la que los valores reconocidos sean ante todo culturales, es decir morales e intelectuales. La República será realmente lo que debe ser cuando sea la República de los mejores.
Es que esta pasmosa actividad intelectual de que hacen muestra ya desde los primeros años de la Restauración, procede del sentimiento de cierta superioridad cultural y moral, a no ser que ese mismo dinamismo genere tal sentimiento; de todas formas, lo fortifica. A pesar de las circunstancias, muy poco favorables (represión moral, incomprensión, ineptitud del medio, etc.) al reconocimiento de la obra de la minoría que constituyen, aflora, cada vez más en ellos, una conciencia hegemónica, que se afirmará con relativa claridad cuando tengan que enfrentarse con las duras realidades sociales del fin de siglo, que son, en un primer momento, sentidas como amenazas.
Por ser ellos, tan
vez sin confesárselo, una avanzadilla en el campo de las
letras y del pensamiento, obran como si tuvieran la misión
de preparar el futuro, pero un futuro que sería la
proyección, en cierta manera, de sí mismos o mejor
dicho de sus aspiraciones. Todos son hombres de la clase media
intelectual y la sociedad a la que aspiran no puede ser la de los
estamentos tradicionales, sino una colectividad solidaria, en la
que reina igualdad de derecho y de condición para todos, a
fin de que el papel rector sea asumido por los más capaces
intelectual y moralmente. Se comprende que vivan como amenazas a su
ideal de armonismo social las convulsiones de fin de siglo:
despertar del mundo obrero (ideología socialista y
revolución social), agitación de las clases neutras
(egoísmo mercantil, asomos de dictadura, «gérmenes de prefascismo»
),
rupturas regionalistas (amenaza de la unidad de la
Nación),... pérdida de Cuba.
¿Quién (o mejor quiénes) debe(n) dirigir el
país? Dada la ineptitud de las llamadas «clases directoras»
de la
Restauración, es una cuestión capital que se
plantean, no sólo ellos, los intelectuales, sino todos los
ciudadanos conscientes de la realidades. Para los intelectuales
«progresistas», está claro: los más
ilustrados, los de mayor y mejor cultura, los que tienen más
talento y, desde luego, los que han hecho suya la ética, son
los que deben regir la colectividad. Pero ¿cómo
conciliar la teoría de los «grandes hombres»,
pues de estos se trata, con la democracia, que es la progresiva
conquista de los tiempos?
Clarín, por
su adhesión a Castelar, a quien ve en la España del
momento como el gran hombre de la democracia, ha reflexionado mucho
sobre este problema, que a veces vive con cierto
malestar32.
Una primera etapa de reflexión se la propicia la lectura, en
1893, de Los héroes de Carlyle. Este pensador,
según Clarín, consigue conciliar «la selección espiritual necesaria para el
progreso y aun para la salvación y conservación de la
sociedad humana, y la democracia, indeclinable prurito moderno,
necesidad bien o mal recibida, pero evidente»
. Lo que
Carlyle imagina, dice Clarín «es
el triunfo de los mejores dentro de la democracia misma, no
anulándose ésta, sino elevándose hasta el
punto ideal de entregar su poder, suyo, sin duda, en manos de los
que más saben, esto es, de los más virtuosos y
expertos, [...], en manos de los héroes, que ahora ya pueden
ser muchos»
33.
Al parecer, le seduce la explicación, pero no sabemos hasta
qué punto la hace suya34.
En cambio, está claro que expresa su propia
concepción en el prólogo que escribe, en 1900, para
Ariel de José Enrique Rodó:
La democracia niveladora, aspirando al monótono imperio de las medianías iguales, la democracia mal entendida, la combate Rodó con fuertes razones y elocuencia, sin que por eso deje que le venzan doctrinas aristocráticas [...]. La democracia es ya un hecho vencedor, es algo definitivo, y además, bien interpretada, es legítima, es lo que piden el progreso y la justicia; se puede y se debe pues, conciliarla con la idea de Carlyle, con la misión providencial del heroísmo impulsando la marcha de la vida. La democracia debe ser la igualdad en las condiciones, igualdad de medios para todos, a fin de que la desigualdad que después determina la vida nazca de la diferencia de las facultades, no del artificio social; de otro modo, la sociedad debe ser igualitaria, pero respetando la obra de la naturaleza que no lo es. Mas no se crea que la desigualdad que después determinan las diferencias de méritos, de energías, supone en los privilegiados por la Naturaleza el goce de ventajas egoístas, de lucro y vanidad, no; los superiores tiene cura de almas, y superioridad debe significar sacrificios. Los mejores deben predominar para mejor servir a todos35. |
La cita es larga; pero además de no necesitar comentario, permite comprender al intelectual Clarín, tanto al político y al filósofo como al crítico literario. Sobre todo, representa la concepción de casi todos los intelectuales «progresistas» del último tercio de siglo XIX.
En 1895, cuando se
habla de marasmo y de la necesidad de poner orden en la sociedad y
en la política, cuando algunos se preguntan si es oportuno
acudir a un «hombre
providencial»
, a una «dictadura
ilustrada»
, el republicano Joaquín Costa propone
en el marco del Ateneo de Madrid una encuesta titulada:
«Tutela de pueblos en la Historia». Aunque el debate
quiera guardar las apariencias de una discusión
teórica, está bien claro que los espíritus
están polarizados por la situación que se vive en la
actualidad, a saber la necesidad de una forma tutelar de gobierno
es decir de una «dictadura
ilustrada»
. Sorprende notar que Costa entra en el juego
al presentar la obra de Isabel la Católica como un modelo,
pues, según él, en bien de su pueblo supo emplear
«el alto poder que le estaba
confiado»
. El mismo Altamira, con muchos circunloquios
habla de la necesidad de una «elaboración de la doctrina
jurídica de la dictadura tutelar»
.
Ante lo cual se
indigna Clarín36
y Francisco Giner interviene para recordar los principios de
siempre, la moral de siempre, las ideas de siempre: «Toda superioridad no es, en suma, un
título de mayores derechos, sino de mayores
obligaciones»
37.
Rechaza, una vez más, el individualismo aristocrático
del héroe romántico exaltado por Renan, Nietzsche,
etc. así como la
visión carlyliana del misterio del héroe superior a
su tiempo y recuerda «la unidad del
principio absoluto de Krause»
, del cual dimana el
corolario de que «una institución,
una clase social, un individuo no pueden representar solos todo el
organismo social»
. Giner no niega la función de
los hombres eminentes, pero la coloca en su debido puesto, es
decir, en la relación unitaria entre la superioridad
reflexiva que representan y la conciencia real o potencial del
pueblo. No la niega, al contrario, pues esta función de las
minorías superiores (no ya del «héroe»),
es una misión «al servicio del
gobierno social»
, «sin otra
fuerza, sin otra sanción que la interna adhesión al
espíritu publico. Sólo así se podrá
llegar a la armonía social»
. ¿Una
utopía aquella lejana República basada en la
armonía? Sí, incluso para los
«progresistas» del siglo XIX, pero para ellos, como
dijo Urbano González Serrano «la
utopía de hoy será mañana realidad»
.
Convicción que para nosotros se ha hundido en las aguas
muertas de la historia...
Después del fracaso del primer intento de República, durante el último tercio del siglo XIX y la parte del XX preservada de la barbarie, los intelectuales que creían en el papel redentor de la idea y del pensamiento trabajaron para elevar el nivel de la cultura general, pues pensaban que si los hombres habían de ser los mismos, todo sería igual o peor. La misión altruista de los intelectuales «progresistas», particularmente los que, «influidos por el krausismo», compartían el mismo ideal humano y social, siguió siendo «hacer hombres», para preparar el advenimiento de la «España soñada».
En 1931, otro
discípulo de don Francisco, en su proyecto de discurso de
recepción en la Real Academia (que no pudo pronunciar por
causa de dictadura) seguía escribiendo: «Difundir la cultura no es repartir un caudal
limitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino
despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los
capaces de espiritualidad»
. Y para terminar, una
anécdota, que es fácil alzar al nivel de
símbolo histórico y en la que se puede ver una
intuición premonitoria. El veinte o veintiuno de noviembre
de 1900, Leopoldo Alas asiste a la conferencia de Extensión
Universitaria que Aniceto Sela da en el Centro Obrero de Oviedo y
al ver a esos obreros socialistas tan deseosos de aprender medita:
«Si el socialismo lleva a ella ese
espíritu de organización, de iglesia, que recuerda
vagamente lo que leemos de los primeros cristianos, la
República vencerá de seguro»
38.