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De la República en las letras a la República de las letras y del pensamiento y hacia una República de los mejores (1868-1910)

Yvan Lissorgues





La palabra «República» aparece poco en la literatura de la segunda mitad del siglo XIX, a pesar de que la acción de varias novelas se sitúa durante el período revolucionario del sexenio, al final del cual se proclamó la Primera República, verdad es que de modo imprevisto y por pocos meses. Más generalmente, la política no es nunca un espacio literario de primer plano en la novela del gran realismo del siglo XIX. Ahora bien, el objeto de la novela de los tres últimas décadas del siglo es «el hombre y la sociedad contemporánea», dicho en palabras de Pérez Galdós; así pues, ni la exaltación revolucionaria del sexenio, ni la efímera República, ni la política, aquella política tan pesadamente real y tan poco ideal de la Restauración, dan lugar a una representación directa, como si los novelistas se apartaran de esas cresta superficiales para bucear en la aguas intrahistóricas donde encuentran las verdaderas raíces de la vida social, a la par que los elementos fundamentales de los universales humanos.

Es necesario, sin embargo, dada la orientación de este trabajo, hacer un balance de la representación literaria de la agitación revolucionaria y, desde luego, de la República, tal como aparece en la novela, exclusivamente en la novela por ser el género literario «más oportuno» y más moderno, el que se propone pintar la vida a partir de la observación de la realidad histórica, social y humana del momento. A este imperativo responde el primer apartado de este estudio: La República en las letras, o mejor dicho La República en la novela del gran realismo.

Si la República ocupa una parte muy exigua en la re-creación novelesca de la segunda mitad del siglo XIX, la novela no deja de ser un profundo análisis deliberado de «la sociedad presente» con sus clases, sus modos de pensar, sus «mentalidades» como decimos hoy. Más allá del aspecto artístico de la representación, que nunca debe olvidarse pues hace de ella, de esta representación, uno de los más altos monumentos literario de las letras españolas, apunta una finalidad ética, nunca ocultada por los autores. Como escribe Clarín en 1880, es decir antes de que el gran realismo alcance su período de auge: «Es la novela el vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para llevar al pensamiento general, a la cultura común el germen fecundo de la vida contemporánea»1. Y el germen fecundo de la vida contemporánea es, según el mismo autor, el libre examen infundido por vez primera en la conciencia del pueblo español por la revolución de 1868.

El libre examen y el afán de conocimiento son efectivamente los gérmenes fecundos de una gran actividad intelectual durante toda la segunda mitad del siglo XIX por parte de unos intelectuales liberales, no todos creadores de obras artísticas, pero empeñados todos en la tarea de enriquecer el caudal cultural de España, de alzar el nivel intelectual de la nación para, un día, tener a un «pueblo adulto». A ello contribuye la novela del gran realismo, las obras de Galdós, de Clarín, de Palacio Valdés, de Narciso Oller, y a la altura del fin de siglo de Blasco Ibáñez, etc. El elogio que Azorín le tributa a Galdós vale para todos: «Este hombre ha revelado España a los ojos de los españoles que la desconocían, ha contribuido a crear una conciencia nacional, ha trabajado para que España despierte y adquiera conciencia de sí misma»2.

Los novelistas no son los únicos, ni mucho menos, los que obran no sólo para que España despierte, sino para que se alce a la altura de una nación moderna y que sea digna de una futura, tal vez lejana, República que en lugar de ser mera forma de gobierno sea representación de cierta madurez cultural y social del pueblo español. Con este fin, varios hombres dedican su libro, de la enseñanza, en Ateneos, en centros de Extensión universitaria, en cualquier espacio institucional o privado. Estos intelectuales que en su mayoría, han sido influidos, más o menos, de cerca o de lejos, por lo esencial de la filosofía krausista son los apóstoles de una especie de República de las letras y del pensamiento, una república que no tiene fronteras pero que se ensancha con sorprendente vitalidad bajo la modorra restauracionista, pero sin que los más se aparten del compromiso político con su tiempo y de la lucha política cotidiana, por decirlo así.

Al estudio necesariamente limitado de esa dilatada y compleja República de las letras y del pensamiento dedicaré el segundo apartado de este trabajo. Lo cual, casi naturalmente, nos llevará a examinar la concepción que esos intelectuales se hacen de una República, concepción tal vez provisional e impuesta en gran parte por la situación socio-cultural de la época y que podría rotularse La República de los mejores. No debe sorprender, en este largo planteamiento de la cuestión, el exiguo espacio dedicado al primer punto y las muchas explicaciones que requieren el segundo y el tercero. Igual desequilibrio tendrán los desarrollos sucesivos.


La República en la novela del gran realismo (1875-1910)

La política no es punto de focalización en la novela del gran realismo. Sin embargo, está casi siempre presente, pero en el fondo oscuro del cuadro, desde donde llegan, de vez en cuando, hasta los proscenios iluminados por las miradas de los narradores, rumores de sus actividades, que, eso sí, alimentan conversaciones en los salones, en las calles, en los cafés. En la novela, en todas las novelas, como, es de suponer, en la vida real, la política está en lontananza como ruido apagado de decorado; se ve generalmente desde abajo o desde lejos, como debía de vivirse en la realidad intrahistórica, en que se focaliza la observación de los narradores.

¿Cómo salen representadas en las obras del gran realismo la revolución y la República? Es de recordar que la mayoría de las novelas del gran realismo (con las notables excepciones de La Fontana de Oro y de Pepita Jiménez) se publican después de 1875; son realmente, si nos atenemos a la fecha de publicación, novelas de la Restauración. Pero si estas novelas se escriben después de 1875, en algunas de ellas, el tiempo del relato se sitúa durante el período revolucionario. Es el caso de las historias contadas en Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879), La desheredada (1881), cuya acción se desarrolla durante el sexenio y los primeros años de la Restauración, La Tribuna (1882), La de Bringas (1884), en la que el tiempo del relato es el primer semestre de 1868, Los Pazos de Ulloa (1886), Fortunata y Jacinta (1886-1887), cuya historia ocurre entre 1869 y 1876, Pequeñeces (1890).

Ahora bien, ninguna de estas obras dramatiza directamente los acontecimientos políticos, que se perciben desde espacios sociales o geográficos muy alejados de las zonas candentes de la revolución. En Coteruco (Don Gonzalo...), en Marineda (La Tribuna), en Ulloa, la resaca revolucionaria provoca trastornos más o menos profundos, más o menos pasajeros; para la aristocracia madrileña de Coloma el sexenio la «revolución» está fuera de campo y sólo interesa como justificación de la reacción restauracionista, que aparece a los ojos del narrador (y desde luego del autor) como un lamentable compromiso; en el sector intrahistórico del Madrid burgués, mesocrático y popular de Galdós llegan sólo ecos atenuados del bullicio. Al parecer, ningún novelista del gran realismo del siglo XIX se atreve a encararse directamente con la «revolución». Habrá que esperar la quinta serie de los Episodios Nacionales en 1909-1912 para que el período de 1868 a 1875 sea directamente materia novelable, pero en novelas históricas, por decirlo así.

La visión del sexenio deparada por esas novelas es negativa por unanimidad, aunque con motivaciones intelectuales y afectivas distintas y hasta opuestas. En Coteruco, en Marineda, en Ulloa, la Gloriosa y la Federal desencadenan, según doña Emilia y Pereda, nefastos trastornos mentales y económicos. El patriarca de Coteruco (portavoz de Pereda) increpa a sus labriegos por haberse dejado contaminar por el virus revolucionario: «Ayer -dice- teníais los hogares llenos de pan y abundancia; hoy vivís hambrientos, desnudos, desesperados y con la envidia y el odio en el corazón. Esto os han dado los apóstoles que os redimieron de la esclavitud, de la fe y del trabajo honrado»3. En La Tribuna, la Federal le permite a Amparo afirmar su personalidad de mujer combativa y sincera, pero la narradora aprovecha la posición de superioridad que se otorga para sugerir que su personaje es víctima del engaño de una propaganda periodística superficial y poco sincera, y que a esas pobres obreras se les escapan el sentido de las palabras que oyen4. En cuanto a las dos formas de gobierno que contienden, se las representan el auditorio de Amparo como se las veía en las caricaturas de los periódicos:

La Monarquía era una vieja carrancuda, amigada como una pasa, con nariz de pico de loro, mano de púrpura muy estropeado, cetro teñido de sangre, y rodeada de bayonetas, cadenas, mordazas e instrumentos de suplicio; la República, una moza sana y fornida, con túnica blanca, flamante gorro frigio, y al brazo izquierdo el clásico cuerno de la abundancia, del cual se escapaba una cascada de ferrocarriles, vapores, atributos de las artes y las ciencias, todo gratamente revuelto con monedas y flores5.



Para la condesa, está claro que no pueden esperarse adelantos de tal agitación. Nota que con la revolución han cambiado un poco las mentalidades de la clase media: se hace frívola y «comienza a imperar el traje corto». Algo es algo (!). De vez en cuando, sin embargo, deja escapar juicios muy pertinentes: «España estaba próxima a la gran lucha de la tradición contra el liberalismo, del campo contra las ciudades, magna lid que tenía en la Fábrica de Marineda su representación microscósmica»6.

En la obra de Galdós y de Palacio Valdés no hay ningún partidario de la República. Los burgueses y los aristócratas de Fortunata y Jacinta, nada implicados en los acontecimientos, están indiferentes a la forma de gobierno. El día anterior a la proclamación de la República el marqués de Casa Muñoz declara: «A mí no me asusta la república: lo que me asusta es el republicanismo». Los ricos comerciantes de Madrid sólo temen que se levante el pueblo en masa y lo arrase todo. Para ellos la buena política es la que propicia «mucha libertad y mucho palo»7, es decir la que garantiza el pleno ejercicio de sus actividades comerciales y financieras. Igual temor a la revolución le tienen los innumerables pequeños funcionarios del Estado, los Bringas, los Pez, etc. que en vísperas de los disturbios exclaman como Francisco Bringas: «Los descamisados harán de Madrid un lago de sangre [...]. Adiós propiedad, adiós familia, adiós religión de nuestros mayores»8.

Según la novela galdosiana de los años setenta y ochenta, no es en esta parte de la clase media donde la revolución va a reclutar a sus adeptos; tampoco en la alta burguesía y menos aún en el bajo pueblo, al que pertenece la Sanguijuelera, modesta vendedora de cacharros y sanguijuelas, de quien dice el narrador de La desheredada que «encarnaba en sí [...] el entusiasmo monárquico del antiguo pueblo de Madrid». Este personaje suelta en su jugoso lenguaje sus recortados juicios sobre el mundo de ayer y el de hoy, el de la revolución; para la Sanguijuelera, éste es la degradación de aquél:

Yo me acuerdo de los tiempos de la reina, de aquellos tiempos, hija, en que el pan estaba a doce cuartos las dos libras y en que había religión, más aquel, más principio [...]. Dicen que libertad... Miseria, hija. Los pobres están más pobres [...] ¡La libertad!... Pillería, chica, pillería. Entonces había señorío y donde hay señoría corre el dinero y vive el pobre9.



Ya se ve, este personaje popular, producto indudablemente de seria observación es, por lo que a mentalidad se refiere, hermano de la «buenas gentes» de Pereda. En Marineda, según el narrador (la narradora), a medida que la Revolución se desencadena y crece el republicanismo en la Fábrica, aumentan también la prácticas religiosas; las exaltadas «federalas», se alzan con furia para defender el catolicismo contra los pastores protestante que viene a adoctrinarlas. En el Episodio nacional titulado La Primera República (1909), Tito Livio, el protagonista historiador, oye en Cartagena a unas mujeres que gritan: «Viva la Revolución cartagenense y la Virgen de la Caridad»10.

¿Dónde están los entusiastas defensores del progreso y de la libertad que lucharon contra el oscurantismo y la reacción durante los gloriosos días de 68? Pues no están. En las novelas de Galdós, de Leopoldo Alas, de Armando Palacio, de Jacinto Octavio Picón, no están.

¿Se equivoca Clarín cuando escribe en 1880 que la Revolución «llegó a todas las esferas de la vida social, penetró en los espíritus y planteó por primera vez en España todos los arduos problemas que la libertad de conciencia había ido suscitando en los pueblos libres y cultos de Europa»?11 Si nos atenemos al balance histórico del período revolucionario, bien sabemos que no se equivoca Clarín, que las ideas nuevas de libertad, de libertad de cultos, de enseñanza para todos, de sufragio universal, etc., se propagaron por todo el país, aunque está por ver hasta que punto arraigaron en la conciencia colectiva. Según la novela del gran realismo, estas ideas nuevas, en parte plasmadas en la Constitución de 1869, no informan de modo significativo las «mentalidades» en el mundo representado.

Es curioso, aunque no sorprendente, observar que son los antirrevolucionarios, si así puede llamarse a Pereda, Alarcón, doña Emilia, los que, de pasada y sin darse cuenta, dan la razón a Clarín. Como se ha dicho atrás las ideas nuevas llegaron hasta Coteruco, aquel pueblecito de la Montaña Santanderina. En Ulloa «cada quince días o cada mes, se agitaban, se debatían, se querían resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que el legislador, el estadista y el sociólogo necesitan madurar lentamente [...] y que una multitud en revolución decide en pocas horas, mediante una acalorada discusión parlamentaria, o una manifestación clamorosa y callejera». En los Pazos también se politiqueaba: «Se oía hablar de libertad de cultos, de derechos individuales, de abolición de quintas...»12. En Marineda, las cigarreras se entusiasman cuando Amparo les lee artículos «que hablan de justicia social, redención de las clases obreras, instrucción difundida, fraternidad universal»; y no quita nada al valor de tales ideas las bromas más o menos pesadas intercaladas por el narrador (la narradora) que califica los artículos de «kilométricos y soporíferos» y dice que su estilo es «de homilía y con oraciones largas y enmarañadas como fideos cocidos»13. Entonces ¿cómo explicar que la revolución esté ausente de la novela, de una novela que va a buscar la «sociedad presente» en el sexenio? ¿Será resentimiento ante una ilusión perdida? o ¿será deseo de atenuar un fracaso histórico explicable por la falta de conciencia política del «pueblo»?

Está claro que la causa principal del fracaso de la República es la inmadurez del pueblo y lo dicen las mismas citas anteriores, tomadas en obras tanto de Pereda, Emilia Pardo Bazán como de Galdós. Dicho sea de paso, los narradores de este último no manifiestan desestimación de la acción del pueblo, los de doña Emilia y Pereda adoptan el tono condescendiente que les corresponde, mientras que choca el juicio de Palacio Valdés, adscrito un tiempo al republicanismo posibilista de Castelar, al evocar en Marta y María el furor del pueblo de Nieva contra María acusada de conspiración carlista: «La muchedumbre estaba compuesta en su casi totalidad por lo que durante el período revolucionario se llamó pueblo soberano, esto es, por todos los pilótelos y ganapanes de la ciudad, a los cuales se agregaban algunas personas dignas, aunque ociosas, y casi todas las comadres de los arrabales»14. En cuanto a expresión de desprecio, la cita no tiene desperdicio.

En 1909, cuando es ya miembro destacado de la coalición republicano-socialista con Gumersindo de Azcárate, Joaquín Costa, Melquíades Álvarez, Pablo Iglesias, Pérez Galdós vuelve en la quinta serie de los Episodios sobre los años del sexenio. En La Primera República, el historiador Tito Liviano, que sigue los acontecimientos del cantón de Cartagena discute con Mariclío, Madre alegórica de España. Esta subraya la incapacidad de los cantonalistas para entender la situación: «Nada valen los corazones valientes si las cabezas están vacías»; y comenta: «La idea federal es hermosa; es mi mayor encanto, la ilusión de mi vida [...]. Pero dudo ¡ay! que pueda implantarla de una manera positiva y duradera un pueblo que ayer, como quien dice, ha roto el cascarón del absolutismo».

Para que se entere Tito, añade la Madre de la Historia de España que no puede establecer este bello ideal «un país que hasta hace cuatro días no ha conocido la libertad, una raza que, aun siendo heterogénea, ha vivido amamantada con la leche de la unidad [...]. Considera -le dice a su historiador- que pesan sobre tu país el catolicismo y eso que llamáis el Papado, las viejas rutinas monárquicas y los enormes intereses inseparables de estas abrumadoras máquinas sociales. Tú que no puedes traspasar los límites fisiológicos de la existencia humana, no verás realizado el ideal federalista en toda su pureza; yo, que soy vieja eterna, espero ver algún día..., algún día, triunfante y dichoso el Anfictionado Español»15.

Está claro que para todos los novelistas y cabe añadir que para todos los intelectuales de las tres primeras décadas de la Restauración el fracaso de la Primera República se debe, ante todo, a la inmadurez política del pueblo español. Como he sugerido en la larga introducción, la literatura, más especialmente la novela, a la par que es para nosotros, lectores del siglo XXI, un documento en el que podemos ver la realidad socio-cultural de aquella época, era un modo de acción de los autores para influir en la conciencia de los lectores considerados como ciudadanos. No se me haga decir que considero la novela como una mera forma de propaganda. La obra de arte, incluso la del arte realista, es siempre, según Kant, un intento para ensanchar los límites de la condición humana. Todas las obras maestras del siglo XIX, responden, cual más cual menos, al siguiente criterio definido por Urbano González Serrano: «El arte goza de eterna primavera cuando alcanza lo bello permanente del fondo del alma humana, a partir de la representación de la sociedad en que brota»16. Para no entrar otra vez en esta importante cuestión problemática, ampliamente desarrollada en otra publicación17, remito al antes citado juicio de Azorín sobre la influencia de la obra galdosiana sobre la conciencia nacional. Cabe cerrar esta digresión necesaria, dejar el campo literario y pasar al de la Historia para hacer un esencial resumen de las consecuencias del fracaso del primer intento republicano y así corroborar la representación literaria evocada anteriormente y sobre todo pautar la parte externa del estudio titulado La República de las letras y del pensamiento.




Breve historia política, a modo de transición

La imprevista proclamación de la Primera República, el 11 de febrero de 1873, en plena agitación popular del sexenio, y su fracaso preparado ya desde el principio por los incontrolados movimientos cantonalistas, que le imponen a Castelar el uso de la fuerza, y dan pretexto a la reacción en enero de 1874 para armar el brazo de Pavía, y después el de Martínez Campos que abre las puertas a la restauración de la monarquía, constituyen para los republicanos una experiencia negativa desalentadora, que ante todo incita a la reflexión. La República no se improvisa y menos aún una República federal cuando no tiene siquiera un partido organizado capaz de vertebrar un movimiento que va a propagarse por un país que cuenta con el setenta por ciento de analfabetos.

Durante los primeros lustros de la Restauración, la imagen de la República resulta empañada por el fracaso del sexenio, y las fuerzas republicanas debilitadas por la recomposición partidista, después de 1875, entre los federales de Pi y Margall, los progresistas de Ruiz Zorrilla, los centralistas agrupados en torno a Salmerón y los posibilistas de Castelar. No puede olvidarse la actividad política cotidiana, por decirlo así, de los republicanos, pues es también una necesidad de compromiso. Burlarse de Cánovas y de Sagasta, censurar con violencia la corrupción del sistema del turno, denunciar el caciquismo, sugerir o afirmar que la monarquía es un anacronismo18, son actividades normales de la militancia enfrentada a diario con los acontecimientos políticos. Como también deben de serlo las disensiones, luchas internas, rivalidades personales que agitan las varias tendencias del republicanismo. No viene al caso evocar las relaciones, discrepancias y antagonismos de esos partidos, basta decir que a pesar de los esfuerzos de algunos, como Salmerón, Ruiz Zorrilla, etc., nunca se conseguirá en el siglo XIX la unión de las varias fracciones. Castelar, asqueado por los desmanes de 1873, no querrá nunca oír hablar de unión con federales y socialistas y además entra en el juego de los partidos turnantes para intentar conseguir desde dentro algunas migajas aparentemente democráticas, como el sufragio universal.

No obstante durante los primeros treinta años de la Restauración, progresa lentamente la influencia de los partidos republicanos, sobre todo de los centralistas, algunos de los cuales se imponen como diputados, concejales, etc. Pero habrá que esperar 1909, y la primera Conjunción republicano-socialista, preparada varios años antes por Salmerón, para que el republicanismo sea fuerza efectiva. Todo ello es historia conocida... Al respecto, los varios centenares de artículos periodísticos, entre los dos mil cuatrocientos publicados entre 1875 y 190119, que Leopoldo Alas, el autor de La Regenta, dedica a la política en todos sus aspectos son otros tantos testimonios de la incansable actividad de un republicano de toda la vida que se mantiene siempre en la brecha, sin dejar de ser uno de los más dinámicos actores de la república de la letras a la par que un sociólogo y un filósofo, incluso de la historia, que es el que aquí nos interesa. Todo un libro pudo dedicarse a «Clarín político», dando a político un sentido amplio, ancho y profundo... y a esta obra remito20.

Lo que me interesa hoy es mostrar que, para la minoría de adictos, la idea republicana sigue siendo durante toda la Restauración un ideal, un Norte en la corrupta niebla del sistema canovista. Más aún; lo que importa, alejándose de la historia externa, es seguir la idea republicana y ver cómo se profundiza, se hace pensamiento para darse una filosofía que a su vez genera una ideología, compartida en lo esencial por los intelectuales liberales de clase media, por lo menos los que piensan que están en correlación el desarrollo histórico y el progreso humano y, por lo tanto, social y político. Estos últimos son en la España de la época los más activos, intelectual y moralmente, los que van construyendo con gran dinamismo y con entusiasmo reflexivo, una sin fronteras república de las letras y del pensamiento. Es para cada uno, en primer lugar, un imperativo ético el de ensancharse a sí mismo por el saber para mejorarse moralmente y así ser más útil a la colectividad. La misión que se asignan, después del intento fracasado de reformas políticas y pedagógicas emprendidas desde arriba durante el sexenio por Fernando de Castro, Salmerón, Giner y otros, es la de alzar el nivel cultural de la nación para conseguir a largo plazo una sociedad más equilibrada y más justa. Es un ideal que, como todos, apunta a un porvenir todavía no visible, pero necesariamente inscrito en el desarrollo de la historia. Hemos visto que para el Galdós ya republicano de 1909, la República, y hasta el aficionado español será en un porvenir, tal vez lejano, una realidad. Pero este porvenir no es una fatalidad, se prepara, se construye.




La República de las letras y del pensamiento

Los actores de la construcción del futuro, van animados, ya se ha sugerido, por un sentido «progresista» de la Historia. La palabra está entre comillas, pues tiene un sentido filosófico, muy superior y más noble que el progresismo de los progresistas al uso, pues por muy respetables que sean los seguidores de Ruiz Zorrilla tiran más a populistas que a republicanos reflexivos. ¿Quiénes son esos hombres?

Los insuperables trabajos de Juan López Morillas21, de María Dolores Gómez Molleda22, Elías Díaz23 y de otros estudiosos autorizan la denominación de «intelectuales influidos por el krausismo» para designar a un grupo de hombres, Fernando de Castro (muerto en 1874), Francisco Giner de los Ríos, Nicolás Salmerón, Gumersindo de Azcárate, Bartolomé Cossío, Adolfo Buylla, Rafael María de Labra, Francisco de Paula Canalejas, Adolfo Buylla, Leopoldo Alas, Joaquín Costa, Urbano González Serrano, Sales y Ferré, Rafael Salilla, los hermanos Calderón, Adolfo Posada, Luis Morote, Rafael Altamira y otros muchos. Todos son escritores, todos de manera seguida u ocasional escriben en periódicos y revistas, los más son profesores de Universidad o de Instituto. Cada uno se da a conocer a lo largo de los años por numerosas publicaciones (libros o artículos) sobre cuestiones de su especialidad y sobre otros aspectos de la ciencia o de la cultura. En conjunto ofrecen un sinnúmero de publicaciones sobre temas pedagógicos, científicos, jurídicos, sociales, filosóficos, literarios. Dicho sea de paso, esa gran actividad de carácter científico- filosófico, insólita en los primeros lustros de la Restauración, se intensifica durante el período de crisis aguda denominada crisis de fin de siglo. Es importante añadir que en tomo al «grupo» hay una amplia zona de influencia, en la que se sitúan, de una manera u otra y más o menos cerca, muchos desconocidos hoy, pero también personalidades de primera fila, como Pérez Galdós tal vez Juan Valera y bien puede que Concepción Arenal.

Lo que merece destacarse, es que todos han interiorizado, en mayor o menos grado, las ideas fundamentales del krausismo secularizado, esas ideas-madres, como las llamó primero Goethe y en su estela González Serrano y Clarín, ideas legitimadoras del ser y del estar en el mundo, que han arraigado en ellos como convicciones profundas. La primera, la que justifica su asombrosa actividad intelectual, es la convicción racional de que el hombre es intelectual y moralmente un ser perfectible y, correlativamente, la convicción de que la Historia y el Derecho son realizaciones humanas en vías de mejora continua e infinita hacia una armonía individual y por tanto colectiva. No es inútil en la perspectiva de este estudio recordar que de estas ideas (de estas creencias) derivan una serie de valores: autenticidad ética, autenticidad religiosa, sentido de la sustantividad de la realidad en su trascendencia, etc.

Esta cuestión de la trascendencia, de la metafísica, es el límite infranqueable que les separa de los sistemas positivistas europeos; para ellos, la realidad es, y debe ser objeto de estudio de parte de la ciencia, de todas las ciencias, pero no es lícito decretar que no hay más realidad que la cognoscible, pues lo real tiene su parte de misterio. Consideran que es peligroso cualquier clase de mecanicismo: los hechos no permiten deducir que hay razas superiores y razas inferiores, que es posible detectar a los criminales natos, que el hombre está regido por un determinismo atávico. Para ellos, el espíritu es superior a la materia y el hombre dispone de inteligencia y voluntad para, merced a la instrucción y a la cultura, mejorarse y si cabe corregirse. De aquí, el inmenso papel concedido a la enseñanza... Desde el punto de vista filosófico, la ciencia y el experimentalismo son medios muy valorados por ellos y sus resultados escrupulosamente estudiados y difundidos con fervor; pero su idiosincrasia les preserva del cientificismo, esa indebida extrapolación que a partir de los exaltados resultados de la ciencia induce una peligrosa filosofía mesiánica que pretende deparar explicación para todo y que conduce, por ejemplo, a dar como ley de la naturaleza el «darwinismo social» o el colonialismo... La república a la que apuntan y que preparan es la que sabrá superar los antagonismos gracias a la igualdad de posibilidades para cada uno. «La ciencia es buena», dicen todos con Clarín, pero no para erigir sistemas filosóficos extrapolados, como pueden serlo el comtismo, o el spencerismo, sino para fortalecer las ideas-madres, que mientras más enriquecidas por el conocimiento más fuertes serán para enfrentarse con las cosas de mundo.

Cabe precisar que «los intelectuales influidos por el krausismo» no son los únicos movidos por la idea del progreso; a su lado y manteniendo con ellos controversias filosóficas y políticas a veces acaloradas pero siempre fructuosas, están los hegelianos, como Rafael Montoro, como Castelar, autor, en 1870, del famoso discurso, luego libro, La fórmula del progreso; y están los neokantianos patrocinados por el dinámico José del Perojo, entusiasta mediador en España de la más moderna cultura alemana y francesa y el que convence al brillante crítico Manuel de la Revilla de abandonar el idealismo krausista para ponerse, según Perojo, a la altura de los tiempos; también están otros intelectuales, más o menos agnósticos, más o menos adeptos de un positivismo asistemático, como Pedro Dorado Montero o el doctor Luis Simarro, etc. Todos obran cada cual a su modo en y por la República de las letras y del pensamiento.

Se comprende que las descarnadas ideas y alusiones que preceden son sólo la piel de sustanciosas complejidades, que han dado lugar a serios estudios, a los cuales es imprescindible remitir24. Tampoco es posible dar cuenta aquí del recorrido intelectual, moral y filosófico seguido por esos hombres durante las primeras décadas de la Restauración, tampoco lo es hacer el balance de las aportaciones a la ciencia y a la cultura española de su incansable actividad. Establecen comercio con todos los adelantos científicos, filosóficos o literarios de Europa, y mantienen diálogo con todos los autores notables de fuera. Diálogos de sordos, en general, pues lo que dicen ellos no llega al oído de los correligionarios del Norte. No tiene importancia si se ven en Europa como los parientes pobres de la república del pensamiento. Lo que importa es su misión: «El verdadero españolismo consiste en importar los elementos dignos de aclimatarse en nuestro suelo, y en estudiar cuidadosamente, para asimilárnoslo, cuanto fuera se produce que merece la pena de verlo y aprenderlo»25. Y cumplen. Gracias a González Serrano, la psicología, la psicofisiología, etc. son ciencias reconocidas en España; Sales y Ferré es el fundador de la sociología; Rafael Salillas da carta de naturaleza a la antropología; Rafael Altamira renueva el espíritu y el método de la investigación y de la enseñanza de la historia, y por lo que se refiere a ciencias médicas basta citar el nombre de Ramón y Cajal. Todos saben de pedagogía, pero algunos, Giner, Posada, Cossío, Altamira, y largo etcétera, profundizan la reflexión sobre tan importante materia; Posada, Buylla, Giner hacen viajes (privados) a Francia, a Italia para enterarse directamente del funcionamiento de los centros de enseñanza. Como se sabe, Clarín, es el gran mediador de la cultura europea en España: Conoce a Zola y su obra mejor que cualquier crítico de París y del naturalismo exclusivo, de escuela, sabe escoger lo que conviene para enriquecer al arte realista español. Considera a Renan como un padre espiritual de más allá de los Pirineos, como Giner lo es acá. Es el primero en hablar en España de Bergson y se enorgullece de comprenderlo mejor que el pensador parisino Fouillée; el primero en llamar la atención sobre Nietzsche, filósofo fascinante pero peligroso... Gracias al provinciano de Oviedo toda la España lectora sabe de las obras de todos los escritores notables de Francia, etc., etc. Es uno de los pocos españoles que han leído El Capital, etc.26

Bajo la superficie de la «balsa de aceite» (Clarín)... adulterada de la modorra canovista, la república de la letras y del pensamiento va tejiendo una red de relaciones «ideales», por la cual se vehiculan todas las ideas nuevas filosóficas, científicas, pedagógicas, políticas, así como juicios críticos sobre obras científicas o literarias, españolas y europeas. Estas relaciones no son clandestinas, al contrario, están abiertas a todos y hasta van en busca del último posible lector de periódico arrinconado en cualquier Coteruco. Un desquite de las ideas, como gérmenes de una evolución absolutamente necesaria para ir hacia un cambio que no sea revolución o si lo es que aparezca lo más natural que se pueda. Es la puesta en práctica de una posición compartida, la que formuló un día Nicolás Salmerón, el tercer y efímero Presidente de la efímera Primera República: «La revolución sólo puede admitirse cuando la reclama la opinión y la sanciona la justicia, y es entonces una empresa nacional». A eso se emplean, más que otros, esos intelectuales en los que el krausismo español ha dejado «como un rastro perfumado, el sello de una especie de unción filosófica que engendraba el ánimo constante y fuerte del bien, el instinto de la propaganda, de la vida ideal, de abnegación, pura y desinteresada»27.

Además del afán desinteresado de saber, primera condición para alcanzar un conocimiento auténtico, van movidos por un deseo altruista de hacer compartir ese saber, de difundirlo y también, también por la esperanza de que un día el pueblo español sea «un pueblo adulto».

Ellos, y ellos solos, son los que dicen, una y otra vez, y demuestran que «la cuestión de España» es la instrucción y la educación de los españoles, como titula Clarín varios artículos28. Galdós, en 1881, dedica La desheredada a los «verdaderos médicos» de las «dolencias sociales»: «los maestros de escuela» y en sus últimas novelas el personaje recurrente es la maestra, como Floriana, que los dioses han creado para un fin sin fin: «la educación de los pueblos»29.

Cuando Francisco Giner, decepcionado en 1873 por el fracaso del intento de reformar el sistema educativo, se aparta de la política, decide consagrar su vida a la juventud y, en 1876, funda la Institución Libre de Enseñanza, escuela privada, considerada hoy como una de las más prestigiosas experiencias pedagógicas de la España contemporánea, y cuyo fin era «hacer hombres». «Hacer hombres» implica una concepción antropológica, una concepción y una práctica pedagógica y una finalidad. Sobre los dos primeros aspectos remito a la abundante bibliografía ya bien conocida. En cuanto a la finalidad, dimana de la convicción de que cualquier intento de transformación de la sociedad pasa por el enriquecimiento intelectual y moral del hombre. El proyecto, dadas las condiciones del país en el siglo XIX, podría parecer ambicioso, utópico, si Giner y sus colaboradores no se hubieran asignado etapas bastante precisas. A medio plazo, se proponen formar una élite capaz de dirigir el país. Hasta tal punto que el institucionismo es, como muestra María Dolores Gómez Molleda en sus libros antes citado, un reformismo social, político, económico que, de momento, sólo puede obrar en el limitado sector de la enseñanza. Merced a la paciente acción de Giner y de sus colaboradores, las ideas de la Institución se difunden gracias a la creación de organismos o instituciones, como la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, creada en 1906, pero cuyo proyecto bien elaborado había propuesto Clarín en 189430; la Dirección de Enseñanza Primaria (1911), con Rafael Altamira a la cabeza; le Residencia de Estudiantes (1910); etc. En cuanto a los hombres formados por la Institución Libre de Enseñanza o por Universidades que difunden su espíritu (entre las cuales hay que destacar a la de Oviedo con Alas, Buylla, Posada, Arambura, Sela, Altamira) son muy numerosos. Para dar idea del acierto del proyecto gineriano basta citar, para excusar comentarios, a algunas personalidades prestigiosas procedentes de la Institución: Julián Besteiro, Manuel y Antonio Machado, Fernando de los Ríos, José Castillejos, Luis de Zulueta, Manuel Azaña, Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de Ayala, Alberto Jiménez Fraud, Gregorio Marañón, Eugenio d'Ors, Américo Castro, Salvador de Madariaga, y otros muchos. La Institución Libre de Enseñanza, por ser «una tendencia a la reforma práctica de la vida, de la cultura y del modo de ser español»31, fue por su irradiación por el espacio y por el tiempo, una eficaz manifestación cultural dentro de lo que llamamos república del pensamiento.

Esta idea de república del pensamiento animada por los más activos intelectuales del momento se refuerza si se considera que entre los diferentes componentes se establece un diálogo permanente a través de la prensa, de los intercambios de obras, de las relaciones epistolares o meramente de los contactos personales. Hasta tal punto que la reflexión de cada uno es siempre recibida, discutida, matizada, a veces impugnada y finalmente en cierta manera asimilada por los demás. Casi podría decirse que el «grupo», aunque compuesto de individualidades totalmente independientes, cobra categoría de entidad, de persona moral propia, es decir de algo moral superior a los individuos y con el que todos se sienten intuitivamente relacionados. Es cosa curiosa observar que, a partir de un núcleo de ideas y valores compartidos, la puesta en común de un saber que cada cual contribuye a elaborar, y todo ello animado por unas relaciones cordiales de estimación recíproca (que no borra las discrepancias, a veces recias) consigue crear por encima del ideario un espíritu superior que funciona como (o que genera) una ideología. El dinamismo de la ideal República de las letras y de las ideas apunta a una futura República social y política, en la que los valores reconocidos sean ante todo culturales, es decir morales e intelectuales. La República será realmente lo que debe ser cuando sea la República de los mejores.




La República de los mejores

Es que esta pasmosa actividad intelectual de que hacen muestra ya desde los primeros años de la Restauración, procede del sentimiento de cierta superioridad cultural y moral, a no ser que ese mismo dinamismo genere tal sentimiento; de todas formas, lo fortifica. A pesar de las circunstancias, muy poco favorables (represión moral, incomprensión, ineptitud del medio, etc.) al reconocimiento de la obra de la minoría que constituyen, aflora, cada vez más en ellos, una conciencia hegemónica, que se afirmará con relativa claridad cuando tengan que enfrentarse con las duras realidades sociales del fin de siglo, que son, en un primer momento, sentidas como amenazas.

Por ser ellos, tan vez sin confesárselo, una avanzadilla en el campo de las letras y del pensamiento, obran como si tuvieran la misión de preparar el futuro, pero un futuro que sería la proyección, en cierta manera, de sí mismos o mejor dicho de sus aspiraciones. Todos son hombres de la clase media intelectual y la sociedad a la que aspiran no puede ser la de los estamentos tradicionales, sino una colectividad solidaria, en la que reina igualdad de derecho y de condición para todos, a fin de que el papel rector sea asumido por los más capaces intelectual y moralmente. Se comprende que vivan como amenazas a su ideal de armonismo social las convulsiones de fin de siglo: despertar del mundo obrero (ideología socialista y revolución social), agitación de las clases neutras (egoísmo mercantil, asomos de dictadura, «gérmenes de prefascismo»), rupturas regionalistas (amenaza de la unidad de la Nación),... pérdida de Cuba.

¿Quién (o mejor quiénes) debe(n) dirigir el país? Dada la ineptitud de las llamadas «clases directoras» de la Restauración, es una cuestión capital que se plantean, no sólo ellos, los intelectuales, sino todos los ciudadanos conscientes de la realidades. Para los intelectuales «progresistas», está claro: los más ilustrados, los de mayor y mejor cultura, los que tienen más talento y, desde luego, los que han hecho suya la ética, son los que deben regir la colectividad. Pero ¿cómo conciliar la teoría de los «grandes hombres», pues de estos se trata, con la democracia, que es la progresiva conquista de los tiempos?

Clarín, por su adhesión a Castelar, a quien ve en la España del momento como el gran hombre de la democracia, ha reflexionado mucho sobre este problema, que a veces vive con cierto malestar32. Una primera etapa de reflexión se la propicia la lectura, en 1893, de Los héroes de Carlyle. Este pensador, según Clarín, consigue conciliar «la selección espiritual necesaria para el progreso y aun para la salvación y conservación de la sociedad humana, y la democracia, indeclinable prurito moderno, necesidad bien o mal recibida, pero evidente». Lo que Carlyle imagina, dice Clarín «es el triunfo de los mejores dentro de la democracia misma, no anulándose ésta, sino elevándose hasta el punto ideal de entregar su poder, suyo, sin duda, en manos de los que más saben, esto es, de los más virtuosos y expertos, [...], en manos de los héroes, que ahora ya pueden ser muchos»33. Al parecer, le seduce la explicación, pero no sabemos hasta qué punto la hace suya34. En cambio, está claro que expresa su propia concepción en el prólogo que escribe, en 1900, para Ariel de José Enrique Rodó:

La democracia niveladora, aspirando al monótono imperio de las medianías iguales, la democracia mal entendida, la combate Rodó con fuertes razones y elocuencia, sin que por eso deje que le venzan doctrinas aristocráticas [...]. La democracia es ya un hecho vencedor, es algo definitivo, y además, bien interpretada, es legítima, es lo que piden el progreso y la justicia; se puede y se debe pues, conciliarla con la idea de Carlyle, con la misión providencial del heroísmo impulsando la marcha de la vida. La democracia debe ser la igualdad en las condiciones, igualdad de medios para todos, a fin de que la desigualdad que después determina la vida nazca de la diferencia de las facultades, no del artificio social; de otro modo, la sociedad debe ser igualitaria, pero respetando la obra de la naturaleza que no lo es. Mas no se crea que la desigualdad que después determinan las diferencias de méritos, de energías, supone en los privilegiados por la Naturaleza el goce de ventajas egoístas, de lucro y vanidad, no; los superiores tiene cura de almas, y superioridad debe significar sacrificios. Los mejores deben predominar para mejor servir a todos35.



La cita es larga; pero además de no necesitar comentario, permite comprender al intelectual Clarín, tanto al político y al filósofo como al crítico literario. Sobre todo, representa la concepción de casi todos los intelectuales «progresistas» del último tercio de siglo XIX.

En 1895, cuando se habla de marasmo y de la necesidad de poner orden en la sociedad y en la política, cuando algunos se preguntan si es oportuno acudir a un «hombre providencial», a una «dictadura ilustrada», el republicano Joaquín Costa propone en el marco del Ateneo de Madrid una encuesta titulada: «Tutela de pueblos en la Historia». Aunque el debate quiera guardar las apariencias de una discusión teórica, está bien claro que los espíritus están polarizados por la situación que se vive en la actualidad, a saber la necesidad de una forma tutelar de gobierno es decir de una «dictadura ilustrada». Sorprende notar que Costa entra en el juego al presentar la obra de Isabel la Católica como un modelo, pues, según él, en bien de su pueblo supo emplear «el alto poder que le estaba confiado». El mismo Altamira, con muchos circunloquios habla de la necesidad de una «elaboración de la doctrina jurídica de la dictadura tutelar».

Ante lo cual se indigna Clarín36 y Francisco Giner interviene para recordar los principios de siempre, la moral de siempre, las ideas de siempre: «Toda superioridad no es, en suma, un título de mayores derechos, sino de mayores obligaciones»37. Rechaza, una vez más, el individualismo aristocrático del héroe romántico exaltado por Renan, Nietzsche, etc. así como la visión carlyliana del misterio del héroe superior a su tiempo y recuerda «la unidad del principio absoluto de Krause», del cual dimana el corolario de que «una institución, una clase social, un individuo no pueden representar solos todo el organismo social». Giner no niega la función de los hombres eminentes, pero la coloca en su debido puesto, es decir, en la relación unitaria entre la superioridad reflexiva que representan y la conciencia real o potencial del pueblo. No la niega, al contrario, pues esta función de las minorías superiores (no ya del «héroe»), es una misión «al servicio del gobierno social», «sin otra fuerza, sin otra sanción que la interna adhesión al espíritu publico. Sólo así se podrá llegar a la armonía social». ¿Una utopía aquella lejana República basada en la armonía? Sí, incluso para los «progresistas» del siglo XIX, pero para ellos, como dijo Urbano González Serrano «la utopía de hoy será mañana realidad». Convicción que para nosotros se ha hundido en las aguas muertas de la historia...

Después del fracaso del primer intento de República, durante el último tercio del siglo XIX y la parte del XX preservada de la barbarie, los intelectuales que creían en el papel redentor de la idea y del pensamiento trabajaron para elevar el nivel de la cultura general, pues pensaban que si los hombres habían de ser los mismos, todo sería igual o peor. La misión altruista de los intelectuales «progresistas», particularmente los que, «influidos por el krausismo», compartían el mismo ideal humano y social, siguió siendo «hacer hombres», para preparar el advenimiento de la «España soñada».

En 1931, otro discípulo de don Francisco, en su proyecto de discurso de recepción en la Real Academia (que no pudo pronunciar por causa de dictadura) seguía escribiendo: «Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad». Y para terminar, una anécdota, que es fácil alzar al nivel de símbolo histórico y en la que se puede ver una intuición premonitoria. El veinte o veintiuno de noviembre de 1900, Leopoldo Alas asiste a la conferencia de Extensión Universitaria que Aniceto Sela da en el Centro Obrero de Oviedo y al ver a esos obreros socialistas tan deseosos de aprender medita: «Si el socialismo lleva a ella ese espíritu de organización, de iglesia, que recuerda vagamente lo que leemos de los primeros cristianos, la República vencerá de seguro»38.







 
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