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De cuando Dios visitó a unos labriegos

Dicen que de vez en cuando a Dios nuestro Señor le da por visitar a la gente. Así fue cómo un día de tantos a Dios se le ocurrió ir a platicar con unos campesinos que se disponían a sembrar sus terrenos.

Era un día de lo más bonito. Las nubes navegaban por el cielo en figuras de santas muy chulas, de apóstoles ceñudos y de angelitos juguetones. Como apenas salía el sol, el firmamento se iluminaba con destellos gloriosos de un rojo que se tornaba en rosa, oro, guinda y en muchos otros tonos.

Jesús vestía túnica y sandalias e irradiaba calma y bondad. Se allegó primero hasta Matías Ornelas, alias el Malgenioso, y le habló. Buenos días, hijo. Buenos serán para usted, porque a mí me anda llevando el diablo con esta yunta de bueyes desgraciados que se caen de flojos. ¿Qué siembras, hijo, que andas tan enojado? Piedras, respondió el Malgenioso, y siguió labrando. Piedras cosecharás, sentenció Dios, y siguió adelante.

Seguido se enfrentó a Leonel Lovio, mal llamado el Cascarrabias, y le habló de este modo. Buenos días, hijo. Yo no soy su hijo, ¡viejo metiche! Lárguese de aquí y no me siga estorbando. ¿Qué siembras, hijo, que andas tan endemoniado? ¡Mierda! Mierda cosecharás, hijo, dijo Dios, y siguió su camino. No tardó mucho tiempo Dios Nuestro Señor en estar frente a Benito Flores, conocido como el Bueno, y así le habló. Buenos días, hijo. Buenos días, señor caminante, bienvenido seas a esta humilde propiedad. ¿Tienes hambre o sed, señor? Yo te asistiré en mi pobre casa. Gracias, pero voy de paso ¿Qué siembras, hijo? Siembro trigo, señor, el pan nuestro de cada día. Trigo cosecharás, hijo, así dijo Dios, y se perdió en la distancia. Pasaron varios meses, y para asombro de mucha gente y sorpresa de aquellos campesinos, sucedió lo increíble. De la siembra del Malgenioso empezaron a brotar piedras. Este se dio a la tarea de echar carretadas de piedras fuera de su terreno, pero entre más piedras sacaba, más piedras salían, hasta que toda su tierra se volvió un pedregal tan grande, que ciertamente se formó una loma de piedras. Para qué decir que el Malgenioso se tironeó de los pelos, de plano se arrancó las barbas hasta dejar su cara tan lisa como una nalga. Tanto se enojó que se sangró pies y manos de tanto pegarle a las piedras.

Pero, ¿qué sucedió con la siembra del Cascarrabias?

Pues, qué otra cosa iba a suceder: empezó a nacer mierda y más mierda de su suelo, tan hedionda que hasta las moscas le hacían el feo. Quiso limpiar su tierra sacando carretadas de caca, pero entre mas caca echaba en la carreta con su pala, más caca salía de aquellos veneros. El mismo Cascarrabias andaba convertido en un mono de mierda. Tantas maldiciones decía y tan horribles, que en su tierra se formó un cerro de caca, de tantas especies como colores. Lo peor es que ni el sol la secaba.

Ahora veamos la siembra de Benito el Bueno. Tanto trigo prodigaba aquella tierra que no bastaban cien carretas para llevar el trigo al molinero. Todos los vecinos de Benito el Bueno tuvieron comida abundante. Benito llenaba trojes y almacenes y el río aquel de trigo seguía creciendo hasta convertirse en una montaña.




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El Güero Paparruchas

Las piedras refractaban con fulgor intenso la fuerza de un sol que en su trayectoria desmembraba al cielo en dos, como hacha de fuego. Una docena de labriegos araba la tierra al paso de caballos bañados de sudor que tiraban de arados egipcios con puntas de hierro y manceras de madera. Sonaban las cadenas de las guarniciones y el rumor de terrones que se quiebran. Zanates y cuervos que revoloteaban a ras del suelo y bajaban a comer lombrices de la tierra recién abierta; llenaban los ámbitos de graznidos estridentes.

El Güero Paparruchas se acercaba al grupo montado en su caballo alazán. Ambos, jinete y animal, eran huesudos y largos. Miren, ahí viene el mentiroso. ¿Qué no irá a sembrar maíz, este Güero? Prefiere andar contando sus mentirillas. Pues sí, haciendo perder tiempo. Vamos a parar por un rato, cosa que le damos resuello a los caballos. A ver qué cuenta de nuevo este Paparruchas. ¡Quiubo, gente! Ya mero comemos elotes asados ¿eh? Vamos a ver, Güero, mientras bebemos agua, dinos qué historia inventaste ahora. No señor, oiga, yo soy muy verdadero. Para qué les digo lo que me acaba de suceder, si al cabo nadie me va a creer. Anda hombre, cuenta, yo sí te creo. Si no se ríen, les cuento la cosa tan increíble que me acaba de pasar. Acuérdense que lo que les voy a platicar es serio y muy cierto, por vida de Diosito santo. Demonio de Güero ya está jurando en vano.

Ahorita vengo del monte, ya hace tres días que se me perdió la vaca pinta y la he buscado día y noche por el campo. Todavía vengo asustado; yo la buscaba en la tierra; resulta que la encontré en una manera tan rara, que es para dudar que pasen cosas tan extrañas. ¡Ah! Güero hablador, ahora vas a decirnos que la encontraste bailando mambo. Se los dije, incrédulos, ya se están riendo. Ya estaba por parir la pinta cuando se fue al monte. Bueno, dije yo, ya volverás con becerro. No, qué iba a andar volviendo. Pos en la mañana le dije a mi alazán: anda tú, te voy a ensillar y nos vamos para el monte y a ver qué pasa con esa vaca. Con este calor del demonio debe estar amatorrada, porque lo que es en los llanitos, con este sol, amigo, no se encuentran ni liebres, ni cachoras, nada, nada. Por horas y horas, la busqué toda la mañana y anda vete vaca; ya no está viva; ni señas de la cría, ni de la madre. Pero qué extraño, no se ven zopilotes, perros ni coyotes, que se la estén comiendo. Aquí, amigos, viene lo bueno.

Vas a salir con que te espantó la vaca, condenado Güero. Ahora sal con que te correteó el animal. Va a decir que encontró a la vaca cantándole el «hilo que lulo» al becerrito.

No, miren, pongan atención, ya había perdido la esperanza de encontrarla, saqué el pañuelo para limpiarme el sudor de la cara, y cuando me secaba la frente, vi algo muy lejos y muy alto que venía volando. Pos qué diablos es eso, no parece pájaro. No, pájaro no es, no tiene alas. ¡Ay, jijo! ¡Es mi vaca! Se me vino derechito, derechito. ¡Cuidado, va a apachurrarnos! ¡Sssss! La vi de reojo. Venía riéndose la condenada vaca, riéndose a carcajadas. Hasta me tumbó el sombrero. Ahí va para arriba otra vez bien alto, luego ahí viene planeando, suavecito. ¡Diablo, viene para acá! Esta vez sí nos aplasta, alazán; jálale para la casa. Luego vi que aterrizó el animal, y pensé, «Con esta vaca me hago rico, de perdidas se la vendo a un circo».

¿Qué pasó, Güero, tenía alas la vaca? ¿Todavía se estaba riendo? Cada día estás más refinado, nadie me había dicho que una vaca volara. ¿También el becerro volaba tras ella? No, fíjense bien, la cosa tiene explicación, la verdad es que la vaca ya estaba muerta. Para acabalarla, de modo que era el espíritu el que volaba.

Bueno, ora verán, me acerqué con mucho cuidado, no vaya a ser... ¡Adió! Esta vaca está muerta. Parece tambora de tan hinchada, se le oyen ruidos adentro. Voy a asomarme ¡Ah! Con razón. Le di una patada en la panza y luego vi que se le salía un zopilote por la cola. Seguí dándole patadas, hasta que salió toda la zopilotada. Hubo un momento en que creí que la vaca paría zopilotes, eran siete. Luego di con lo que era: resulta que los pájaros éstos ya le habían comido las entrañas a la vaca y seguían picoteándole los huesos, cuando en esto llegó un coyote. Éste metió la cabeza por la cola y les pegó un aullido muy fuerte. ¡Amigo, con ese susto y sin poder salirse del cuero, volaron los zopilotes estando adentro y ahí van para el cielo con todo y carcaje a vuela que vuela! Pues nomás dígame, a ver, cualquiera en su sano juicio hubiera creído que era una vaca que volaba.

Te va a cargar el diablo con todo y guaraches, por embustero. Basta de paparruchas, ¡a trabajar! Ya me voy, raza, adiós. Adiós, mentiroso, a ver qué más inventas. Si en aquellos días hubiera sabido la importancia de lo que decían los viejos me la habría pasado oyéndolos.

En ese entonces, también yo creía que el Güero Paparruchas era el hombre más mentiroso del mundo. Todos los días regaba sus historias fabulosas por todos lados. No bien las platicaba cuando ya andaban de boca en boca, haciendo las delicias de chicos y grandes. Todo el mundo se regocijaba con sus relatos. Ahora, después de tantos años, el Güero Paparruchas se me ha vuelto un misterio. El Güero carecía en absoluto de instrucción formal; no sabía ni leer ni escribir, pero era un maestro consumado, como el que más, en el arte de platicar. Su prodigiosa memoria le había permitido almacenar toda anécdota o acontecimiento notable a través de sus cincuenta años. Todavía más, era tal su imaginación y el vuelo de su fantasía, que no importa qué platicara, todo lo adornaba con sumo interés y gracia. Este hombre era sencillamente un creador nato, un folklorista, que en otra circunstancia quizá hubiera podido convertirse en un extraordinario escritor. Sin embargo, como conductor y exponente de la tradición oral fue un gran contribuyente. En el pequeño pueblo de mi infancia, Santa María de las Piedras, se va diluyendo el recuerdo del Güero, yéndose en la memoria de los viejos que mueren. Pero sus relatos siguen en boca de jóvenes, cambiando de forma, pero no de esencia, alimentando así el río de las tradiciones que dan carácter a la cultura de un pueblo. El Güero murió hace muchos años. Ahora se me ocurre evocarlo, porque en todos los pueblos, a través de los tiempos, siempre se darán estos extraordinarios narradores que nunca se apasionan de la fama, ni sufren desvelos por anhelar vanos homenajes o inútiles reconocimientos.

Pero Cresencio, tú estás hablando del Güero Paparruchas. ¿Y qué de tu tata don Nacho? También tenía lo suyo, lo mismo los demás viejos. Eran como libros a los que jamás se les agotaban las páginas. Bueno, pues ni modo, se fueron. Ahora cuando alguien cuenta algo dice: como decía don Teófilo, don Lalo... Sí, qué viejos, lástima que no sean eternos.




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Ambrosio Ceniza

Ambrosio Ceniza no parecía tener sangre. Los ojos se le miraban secos y encuevados como perros del mal. Chaparro y dientón, parecía mono de hueso, forrado de cuero de un prieto aterronado. Aparentaba ser alto a fuerza de esquelético. Cualquiera en su sano juicio hubiera jurado que Ambrosio Ceniza no tenía panza, mucho menos tripas. Sin embargo, de la figura de Ambrosio Ceniza emanaba una energía siniestra. Por eso en cuanto llegó a Fireland fue respetado por la plebe sin siquiera hablar una sola palabra; bastaba con su mirada misteriosa de hombre muerto. Ambrosio Ceniza había llegado por el Desierto de Sonora, sin agua. Todos lo supieron sólo con verlo porque en ese campo, cual más, cual menos, se habían topado con el desierto para llegar a Gringuía.

Durante el verano, Fireland se convierte en estufa del demonio, y los trabajadores en leña. Ambrosio Ceniza llegó en una tarde que se iba achicharrada. Se dejó caer de espaldas en la tierra con los brazos en cruz y no despertó hasta otro día. Los demás mojados se miraron entre sí sin hacer el menor comentario.

Los extensos campos agrícolas que rodean Fireland y se extienden al Valle Imperial están prácticamente pegados a la frontera, muy vigilados por los border patrols, no obstante están saturados de espaldas mojadas. De otro modo se perderían cosechas y los agricultores tendrían que pagar sueldos altos, subirían las legumbres y demás productos del campo a precios muy elevados y tendrían más éxito los huelguistas.

Ambrosio Ceniza se instaló al aire libre, al pie de la labor, como sus compañeros. Vivían a la sombra de tres fresnos alineados. Preferían los árboles a entrar a aquellas casuchas tan reducidas y calientes, ya viejas y construidas de una madera tan corriente que no ofrecían mayor protección. Al fin que a un lado corría un canal con agua del Colorado y a cuyo amparo se habían criado aquellos fresnos que les daban consuelo, aunque a decir verdad eran sombras perforadas, porque las hojas se quemaban con los lengüetazos de lumbre a que estaban expuestas. La brigada a donde se allegó Ambrosio Ceniza constaba de más de 30 mojados. Empezaban a trabajar a las tres de la mañana y paraban a la una de la tarde porque para entonces ya la temperatura fluctuaba entre 120 grados hasta llegar a 125 o más. A esas horas empezaban a caer los insolados con las entrañas chamuscadas, los que seguían vivos quedaban «picados» pero a otros no les quedaba aliento para contar el percance a nadie más.

Otro día cuando los espaldas mojadas volvieron de la labor vieron que el hombre seguía de espaldas, algunos se inclinaron a percibir su aliento, pues, su aspecto era cabalmente el de un muerto. Siguió así por unas horas. Lo despertaron las voces y se puso de pie dispuesto a bañarse en el canal. Cuando se desfajó su camisa de manta, quedó al descubierto un enorme cuchillo, metido en una funda muy vieja del mismo color de su piel. Todos se miraron entre sí con vagos presentimientos. Pasaban las horas y Ambrosio Ceniza no pronunciaba palabra, pero miraba con la misma dureza de aquel sol de Fireland que no conocía la piedad. A la hora de cenar, aquellos hombres torturados por tantos rigores cocinaron de sus modestos alimentos, y cada uno ofreció algo a Ambrosio Ceniza; éste lo aceptó todo, y todo lo comió con voracidad. A aquella gente le costaba trabajo creer que Ambrosio Ceniza había comido tanto. Se va a morir de indigestión; ¡ah! cómo tragó este vale. Ni se le levantó panza al amigo. ¿Pa' dónde se le iría la comida? Hasta quedó más flaco. Ese amigo está raro. Ambrosio Ceniza no dijo palabra ni para dar las gracias. Quedó dormido como una tumba.

La primera semana trabajó Ambrosio Ceniza sin desdoblar la espalda, hincadas las manos en el vientre de aquella tierra fogosa que daba nacimiento a sandías deliciosas y frescas. Mister Jimmy, el rubio supervisor, lo miraba con su característica sonrisa, plena de ingenuidad, y unos ojos azules que siempre miraban con ternura. Mister Jimmy era un joven de soberbia estatura, próximo a doctorarse en sociología en la Universidad de Arizona. Dedicaba los veranos a trabajar con su padre, Mister Jimmy Johnson, en los extensos sembradíos que poseían. Desde pequeño, el junior había visto morir a muchos mexicanos de insolación y de miseria, pero a ellos siempre les sobraba la mano de obra que precisaban.

Ambrosio Ceniza ganó la increíble cantidad de 50 dólares la primera semana. Fue conducido en unión de sus compañeros a proveerse de cosas que necesitaba. Volvió al campo con paquetes de tortillas, una olla y un pequeño costal con frijol. Así, con tacañería vivió otras cuatros semanas. Permanecía mudo, si acaso llegaba a mover los labios, sin embargo, imponía su figura prieta, seca y casi esquelética. De sus pequeños ojos hundidos y el cuchillo que portaba, pugnaba por surgir a borbotones la tragedia.

Cuando Ambrosio Ceniza reunió 200 dólares sucedió algo extraordinario, algo que llenó de asombro a sus compañeros. Como todos los sábados al anochecer, Eddy Pérez los había llevado en el camión de su patrón al supermarket. Ambrosio Ceniza compró una caja refrigeradora que conservaba cubos de hielo por muchas horas. Seguido se había proveído de alimentos caros en abundancia; para terminar obtuvo un saco repleto de trozos de hielo que vació en el icebox sobre el jamón y demás viandas. El siguiente día, domingo por más señas, los ilegales trabajaron 5 horas solamente, como solían. En otras palabras pararon a las 8 de la mañana. De ese modo tenían tiempo de descansar un día a la semana y de paso lavar sus prendas de vestir. Los trabajadores dispusieron de sus alimentos mañaneros: huevos fritos algunos, otros más ahorrativos nada más frijoles y quienes café con pan. Ambrosio Ceniza, por su parte sacó a rastras la caja de comida y hielo que había dejado en la casucha que compartía con otros camaradas. Una vez puesta bajo sombra procedió a abrirla. No hubo quien no pusiera toda su atención en aquel ceremoniaje, aunque todos fingieran ver sin interés. Ambrosio Ceniza, el hombre que apenas si había movido los labios por tantas semanas empezó a hablar hasta por los codos y no paró en horas, hasta que cayó dormido.

Lo primero que hizo al abrir la caja fue sacar un jamón de cinco libras que colocó a un lado sobre el césped. Extrajo también una bolsa grande llena de pan, luego cuatro recipientes de cartón encerado, de los cuales dos contenían leche y los otros jugo de naranja, en cantidades de medio galón, cada uno. Empezó su hablantinería:

-Aitá la chingadera, pues, fíjense cabrones ontán ora, aquí hay hasta pa' tirar pa'rriba.

Seguido, a modo de ritual arrojó al aire medio galón de leche y medio de jugo. Sus compañeros miraban azorados. Ambrosio Ceniza se había quitado la camisa y entre tanto hueso resaltaba su enorme cuchillo.

-Toa la pinchi vía me le pasao con unambre del carajo. No miacuerdo diún solo día en que no haiga tenío hambre, por ejo, cuando supe quiaquí come la gente, pos, yo dije voy pallá a como dé lugar, y me vine en chinga, chingao. Los zopilotes como que me querían comer, pero, pos, cuál ganas, de verme asina. ¡Aquí toy ya!, ¡chingao!

Ambrosio Ceniza desenvainó su cuchillo y lo hundió con furia en el trozo de jamón, le arrancó una cuarta parte que empezó a morder mirando con recelo en su derredor. Al principio comió como un perro, apurado y ahogándose. Después con más calma alternaba los mordiscones con tragos de leche y bocados de pan. Comío durante el día entero, cuando no tragaba soltaba la lengua. Su voz sonaba iracunda, a tiempo que hablaba daba pasos entre sus compañeros con el cuchillo en la mano derecha y el trozo de carne en la izquierda.

-Vi morir a mis padres y a mis hermanos. Quesque 'taban malos. Qué malos iban astar; de pura hambre se murieron, pal caso, con cualquier catarro caiban y hasta nunca. En mi pueblo ya naiden siacuerda qué quiere decir comer. ¡Ah!, pero aitán los caciques y los políticos; esos cabrones comen por todos. No se les cai la Revolución del hocico. Quesque semos libres y ricos con mucho petrolio y plata y quién sabe qué más, ¡chingao! Los del banco ejidal y los comisarios acabándonos diamolar, ¡chingao!

Ambrosio Ceniza sacó una gallina frita del icebox, la puso contra la horqueta del árbol, impulsó el brazo con vuelo y le sumió el cuchillo en el pecho, la rasgó hacia el pescuezo, luego hacia abajo partiéndola de en medio contra el trasero. Todavía le asestó dos cuchilladas para arrancarle los perniles. Juntó las piezas, las puso sobre su aparato hielero y siguió comiendo.

-Mi anduve unos años como perro sin dueño, trabajando por una baba, de sol a sol, ¡chingao! Cuando me daban trabajo, me lo daban como limosna, porque hasteso tienen; se los tiene uno quiagradecer como si jueran santos a los papases de uno. Te tienes que agachar y bailarles l'agua. Luego, pos, me dieron ganas de casarme, una porque me gustó mucho una prieta, otra porque yo quería tener mi jacal y, pos, porque el hombre debe de casarse pa' no andar detrás de las gallinas y otros animales. Luego, luego cuajé un chamaco. Estábamos recontentos yo y la vieja, a risa y risa por cualquier babosada. Pero ¡chingao! con lo qui ganaba nunca engañamos las tripas. Total que nos nació un chamaco que no cabía en la mano, flaco y muy feo, que ni parecía gente, y ahí ando a busque y busque la papa, hasta me carranciaba cosas pa' mantenerlo. ¡Chingao!, cómo quería a ese chilpayate. No, pos, se nos peló de cinco meses. Ahí taba la vieja a chille y chille y yo amarrándome un huevo pa' no reventar de tanta tristeza. No, pos, que ya venía el otro. Me maté llevándole comida a la vieja, que si esto y que si l'otro, quelites, nopales y todo lo que podía a como juera. ¿Pa' qué? A lore parir se me murieron los dos; quesque ella se había deshidratado, ¡chingao! Todavía así duré unos meses en el pueblo sin más familia quel cementerio. ¡Jodido! ¡Que rebuén queso hacen los gringos! Salí pa'cá porque ya no aguanté la burla. Iba a llegar un político chingón, de esos qui hablan muy bonito y en media hora arreglan los problemas de todos con la pura lengua. No, posque los lambiones empezaron a pintar todas las piedras con el nombre de ese amigo. ¡Todas! todas las piedras, pa' onde quiera que miraba uno, al taba el nombre del político. A luego, no conformes, se pusieron a rasurar los cerros pa' pintar el nombre del fregón donde quiera, ¡desgraciado! Hasta eso que era lo único que no nos quitaban, el paisaje de mi pueblo, nos lo dejaron hecho un solo desmadre. A luego subió el fregón al poder, se sentó en todo lo que pudo, mandó al diablo todo lo que prometió, le dio en la madre al que se puso perro, y nosotros... lo de siempre, en las mesmas. Bueno ¿y estas malditas pelotitas verdes, que serán? Son aceitunas. Yo creiba que eran duraznitos.

Pa esto que llegó un compadre al pueblo de güelta de los Estados Unidos. Cuando se emborrachaba hablaba inglés y arremedaba a los gringos, pero iba gordo y todos empezaron a decir qui allá el más pelao come mejor que cualquier pinchi rico de México, y hay vengo en chinga, y aquí 'toy, pues, tragando suelto. Pal otro domingo gua comprar pasteles y nieve de todos sabores porque tengo muchas ganas de comer nieve y pasteles.

La digestión pesada y la tarde con su cielo de fuego se combinaron para poner a dormir a Ambrosio Ceniza. Se durmió con una pechuga a medias entre los dedos de una mano y en la otra sujetando el cuchillo. Tan esquelético, parecía un muerto roncando a todo vapor. Los hombres se retiraron del dormido para comentar aquel suceso tan absurdo y para huir del revuelo de tanta mosca ansiosa de atragantarse, amén de la procesión interminable de hormigas pequeñas que se aprestaban a proveerse de la comida diseminada por el hambriento.

Todos, cual más, cual menos, se dieron cuenta cabal del proceder tan inusitado de Ambrosio. No se comentó a voz en cuello, pero en murmullos sí. Si acaso, el único comentario un tanto agudo lo hizo un hombre pequeño de color terroso que había nacido con anteojos oscuros. Pos sí, dice la verdá, el pobre loco ése. A nosotros nos lleva la retostada dihambre, pero qué tal los ricos: pa ellos nu hay ley. Pueden robar y matar si quieren, y de paso limpiarse con la constitución. Qué nuevas, contestó Tacho Rodríguez a tiempo que borroneaba mochomos con los dedos gordos de los pies. Naces pobre y te amolastes, pior si naces prieto, ora que si naces campesino, pos, ni qué averiguar, te jodistes. El prieto Salomón movió la cabeza. Déjalos, si no la pagan ellos, la pagarán sus hijos, o sus nietos, de perdida.

Eran las diez de la mañana, Mister Jimmy apoyaba la mano sobre la espalda del capataz Eddy Pérez, y sus ojos sobre las espaldas de aquellos que avanzaban decapitando sandías, convertidos en cuadrúpedos. Cómo quería a los mexicanos, Mister Jimmy junior, y cómo los admiraba además, por trabajadores y humildes. Cuando lo miraban cerca, le sonreían con timidez desde sus máscaras de polvo y sudor, y en alarde de energías se apresuraban todavía más, para dar un rendimiento sobrehumano. Eddy Pérez, por su parte, les había hecho aclaraciones:

-Órale batos, qui tamos pa danos en la madre, pónganle al jale y ebribori jepi, sino achar piojos potro lao. Ta güeno, pistellen agua, pero nuagan vedera más que pura madre, ¿okey?, ¡okey!

Jimmy junior notó que Ambrosio Ceniza, el hombre que se clavaba en la labor sin beber agua ni levantar la cabeza, había ido a beber dos veces en menos de media hora. En tono condescendiente, casi cariñoso, comentó:

-Yo pienso que Ambrosio toma cerveza durante la noche. Don't you think so?

Eddy le respondió con una mirada oblicua que pudo leerse, «Ya arreglaré yo a ese vato».

Por espacio de varios días, Ambrosio Ceniza dedicó las tardes a comer con feroz desesperación. Por más que tragaba y tragaba, tratando de contentar el hambre de sus ancestros, lo que engullía no le hacía mayor bulto, sin embargo, se le aflojó la piel de los cachetes y se le corrió en bolsas a modo de ronchas. Durante las horas de trabajo, se arrastraba Ambrosio Ceniza, poseído de dolores en todos los huesos e intensa fatiga. Además, a cada momento iba tras el agua con la lengua seca y se prendía con ganas de sorberse los mares todos. Su resistencia se desmoronaba a los ojos de todos, también a los de Mister Jimmy. Éste se acercaba a Eddy Pérez y le decía con voz suave, sonriente el azul límpido de su mirada: Aquel hombre skinny no puede trabajar. Eddy a su vez aprobaba con ladino gesto y una mirada dulce con que mimbaba a su patrón.

Eddy Pérez dio en afilar su cuchillo de palo en las espaldas de Ambrosio Ceniza, y de allí a picotearle los ojos, las costillas, la nuca. Hasta que aquella situación hizo crisis para consternación de todos aquellos quienes fueron testigos de tan extraordinario suceso.

Como de costumbre, aquel sábado atardecido regresaban los mojados del supermarket. Al llegar al campo, como era rutina, rodearon a Ambrosio Ceniza, para ver un tanto de soslayo aquel ritual con que desenvolvía quesos y jamones. En esta ocasión estaban intrigadísimos por un bulto largo que no sabían que pudiera ser. Eddy Pérez, como era el que los transportaba, solía quedarse entre los espaldas mojadas por algunos minutos. Ahora estaba a un lado del icebox, junto a Ambrosio Ceniza, con un bote de cerveza en la mano, la vista atenta a los movimientos del hombre esquelético. Ambrosio Ceniza se quitó la camisa, de entre las costillas desenfundó el cuchillo a tiempo que escupía un horrendo, ¡chingada madre! Quien más, quien menos, se quedaron congelados con el grito de Eddy Pérez, cuando Ambrosio Ceniza hundió el cuchillo en el bulto y desgarró el forro. La cuchillada descubrió un hacha de un hierro disfrazado de plata. Empuñando el mango con suma agilidad mandó Ambrosio un tremendo hachazo. Sintió que se le hundiría en el cuello, cada uno de los mirones. El hachazo descargó sobre la caja de hielo. Ambrosio Ceniza siguió golpeando su icebox con tanta rabia que no tardó en hacerla trizas. Seguido empezó a tirar comida a dos manos. Ya volaba un embutido, ya una gallina frita, todo lo desparramaba. Por unos segundos permaneció estático con los brazos caídos, seguido habló con los dientes apretados y la voz ronca:

-Con questa es la tierra de la justicia, ¿eh? El mismo pinchi cuento eterno, darse en la madre pa otros cabrones, como el Mister Jimmy ése. Comida pal que trabaja... sí, pero pa' que se joda como animal. Ya me largo, pues, pa mi pueblo, a comer aire o tierra... cerca de mis muertos.

Ambrosio Ceniza se fue caminando por donde había llegado, al filo del crepúsculo se lo hartaba la noche. No tardaría en medir su arrojo con el desierto inmisericorde. No volvía solo, lo acompañaban los ojos pelones de sus compañeros caídos en el sopor de la tristeza. Lo acompañaba también, el pensamiento y la nostalgia de muchos hombres expatriados por la desesperación del hambre.




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Huachusey

Timoteo no era tan pobre, después de todo, era dueño de un burro. El esqueleto del burro de Timoteo no era secreto para nadie. Aquel animal analfabeto parecía radiografía. Quién iba a pensar que Timoteo saldría de su pueblo mexicano, Las Ánimas, y que en ese burro flaco se pasearía por todos los Estados Unidos. Así fue. Un día amaneció con la ventolera y sin más ni más agarró camino y se fue. Antes le dijo a su burro: «Anda, vamos, tú y yo tenemos mucho que conocer».

Primero llegó a un pueblo de nombre Tucsón. Quiso saber de quién era un hotel muy alto y muy bonito. Para luego le preguntó a un güero:

-¿De quién es este changarro, oiga?

-What'd you say?

-¡Ah! de modo que este hotel es de Huachusey. Qué hombre tan rico debe de ser ¡caramba!

En Los Ángeles entró con todo y burro a Disneyland. Tanto gozó de ver las maravillas que vio, que abrazó a su burro y de paso a una joven platinada que estaba a su lado.

-¿A poco también esto es de Huachusey?

-What'd you say?- respondió la mujer.

-Luego, dije, con seguridad que esto es de Huachusey. ¡Qué rico es!

Timoteo entró a San Francisco montado en su burro flaco. Cuando iba sobre el puente Golden Gate, como había mucha neblina, creyó que era puente entre la tierra y el cielo. Asombrado preguntó por el dueño. Una muchacha más rubia que el trigo maduro, de ojos grandes y muy azules, lo miró extrañada con una sonrisa amable y a su vez le preguntó:

-What'd you say?

-Qué hombre tan poderoso es Huachusey, todo es de él.

Así dijo Timoteo, y siguió en su burro rumbo a Nueva York. Cuando llegó a Nueva York preguntó que si de quién era un edificio muy, muy alto, que se llama Empire State. Un viejo sordo, con perfil de gavilán, poniéndose una corneta en la oreja le gritó:

-What'd you say?

-Diablo de gringo tan reterrico, pos también esto es de él. ¡Qué va! no cabe duda que es muy rico, Huachusey.

En un pueblo que se llama Boston, le dieron ropa y comida a media plaza. Timoteo le preguntó a uno de los que repartían cosas a mucha gente pobre, que si quién era el que daba.

-What'd you say?

-¡Ah! con que es él; ya era hora que diera algo, tiene tanto, tanto, tanto. Qué bueno que es generoso Huachusey. Dios le dé más.

De cada cosa que le llamaba la atención, preguntaba Timoteo por el dueño, y todos le contestaban igual: Huachusey.

Las largas caminatas iban haciendo más y más flaco al burro de Timoteo. Si se le hubiera caído el cuero, habría quedado en los puros huesos. Un día, Timoteo le dijo a su burro: «Vámonos, mi flacucho, a nuestro pueblo Las Ánimas, ya tenemos mucho que platicar».

Al cruzar por un pueblo muy grande que se llama Chicago, Timoteo notó un revuelo de mucha gente. Se acercó y vio a mujeres y a hombres llorando muy afligidos. En la calle yacían muertos a balazos muchachos y muchachas que sangraban. Timoteo le preguntó a un policía que parecía estatua de concreto, que si quién los había matado.

-What'd you say? -dijo el guardián.

-Qué raro -pensó Timoteo- tan rico este hombre y anda de matón. Si no lo viera no lo creería. A unos les da y a otros los mata. Huachusey...

Por tanto trajín y desvelos, Timoteo se tornó preocupado y sombrío. Huachusey se le había convertido en un dilema, que por más y más que meditaba no podía comprender. «Qué raro hombre es este Huachusey: rico, generoso y a veces cruel...».

Después de muchos días de caminar, pasaba Timoteo por un pueblo llamado San Antonio, rumbo a Las Ánimas. A su burro ya no le quedaba cuero y se le había acabado la carne. Timoteo volvía montado en un esqueleto. Fue allí en San Antonio, donde Timoteo se topó con un funeral donde marchaban en procesión gentes de todos lugares y de todos los tiempos. Oía cánticos y rezos y el llanto apagado que las pisadas le arrancan a la tierra, camino del cementerio.

Timoteo vio que iba hacia él una mujer alta y descarnada que pisaba más arriba de la tierra y se cubría con velo de telaraña.

-¿Sabes quién murió?- le preguntó a la mujer, y antes de que ella hablara, Timoteo agregó- es él, Huachusey. Despertó sonriendo y haciendo planes. Le habían llevado un gran desayuno a la cama. Quiso decir algo y se le quedó entre los dientes una palabra congelada. Ya Huachusey, duerme, duerme, tu mañana será ayer.

Timoteo abrió los brazos en cruz y rezó, los ojos llenos de lágrimas. Luego enfiló rumbo a su pueblo, sin darse cuenta que recién se lo habían borrado del mapa.

Han pasado muchos años y todavía se recuerda esta historia a través de los pueblos de Aztlán. Hay quienes la cuentan en versos que oyeron de sus abuelos:



Cruzando bosques y pueblos
por allá va un mexicano
trota que trota en su burro flaco
se ríe de los desiertos
y no le importa el invierno.

¿Y de quién es ese hotel?
Amigo, es de Huachusey
¿De quién los caminos pavimentados?
Pos son del mismo pelao el mentado Huachusey

¡Ah, qué rico debe ser!
Es dueño de Disneyland.
Oiga, el puente ese de quién es,
Pos diga a cuál puente pues.
El que cruza aquel chamaco
¿Ud. dice el Golden Gate?
Pos de quién debía de ser
sino del mismo gabacho
al que nombran Huachusey.

¿Y de quién son estos campos
que cruzan estos caminos?
Son del mismo dueño, amigo
¡Ay, qué rico es ese gringo!

Por allá va el mexicano
cruzando por Nueva York.
Que no se me raje el burro
quiero ver a ese señor.

Todos los barcos son de él
y también los aeroplanos
tiene tiendas y cantinas
y muchos miles de carros.

¡Ah, qué hombre ese Huachusey
tan rico y tan afamado!

Ya me voy para mi tierra
tengo hambre y estoy cansado
ya me duelen mis tripitas.
¡Ay qué rico americano!

Paloma de las alas negras
pos qué es aquello que veo.
Están enterrando a un hombre
allá en aquel cementerio.

¡Ay cómo lloran por él!
Si quieres saber su nombre se llamaba Huachusey.




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Río Santacruz

La Prensa, el cuarto poder, lo apoda con un dejo humorístico, más burla que otra cosa, «El río Renegado», sí, el río espalda mojada, el río ilegal, porque al adentrarse a los EE. UU. desde Nogales, Sonora, no muestra documentos que lo ameriten legalmente a cruzar la frontera. Es un río mexicano que se les mete sin licencia a territorio de Estados Unidos.

En apariencia, río Santacruz es sólo un tajo que afea el territorio por donde cruza como la infame cicatriz que marca el rostro de algún violento. No hay fuentes que lo doten del agua espejeante en que se contemplan los narcisos, ni a su lecho se allegan lindas doncellas a humedecer sus bikinis urgidos del líquido que refresca. Río Santacruz es un cauce arenoso que yace sobre un mundo desértico, si acaso coloreado a intervalos por breves manchones verdes. Los ignorantes lo creen muerto o dormido para siempre. Sin embargo, late; está vivo; desde lo hondo se desplazan sus corrientes. A la vera de sus márgenes se asientan extensos campos agrícolas. Los agricultores perforan pozos y acondicionan en ellos los aparatos de bombeo con que substraen el agua vivificadora que transforma sus dominios en emporios. Río Santacruz provee, da vida y solidez a la producción agrícola regional.

Otros rezagados, espaldas mojadas, ilegales, también contribuyen a irrigar tales campos con el río de sudor que producen sus cuerpos extenuados por la ardua labor cotidiana y la deshidratación constante. Son ríos ambos, renegados, en apariencia secos y que no obstante rebozan sandías, melones, lechugas, algodonales, maíz, etc., hasta quedar ellos chupados como bagazos. Riegan con sus corrientes profundas, que no muestran a la superficie porque salen de lo más profundo de sus veneros.

Llegan a pasar años sin que río Santacruz dé razón de su presencia. Cuando aparece de mera casualidad, desbordante, avasallador, y es maldecido por tantos, los viejos peones chicanos, rubios los bigotes por la nicotina, comentan con voz pausada, «Río Santacruz está reclamando lo que le pertenece».

Sobre estos parajes que ambientan a río Santacruz confluyen tantas dimensiones. Sin aunarse, se entrecruzan. En un mismo lugar a un mismo tiempo se suceden estadios que convergen y no obstante distan como de uno a otro universo. Paralelo a Santacruz, tiende su pista una supercarretera, amplia y recta. Sobre la pista se tiende un tráfico interminable de autos que anulan, con su velocidad y confort, el rigor del desierto y la amenaza mortal de un sol que requema con su fuego. Terrible fuego que descarna a las liebres y las vuelve chistosas, con sus brinquitos de niños espinados, orejas que se antojan alas, y ojos que resaltan como pelotas de golf. Del golf que practican en cotos alfombrados de césped los habitantes pudientes de las colonias que de trecho en trecho bordean el tajo seco de río Santacruz. Río Santacruz, reducido a sendero de perros y coyotes que se andan con la cabeza gacha, medio encandilados por la reverberación, confusos y sedientos como políticos en desgracia. Desgracia de peones mexicanos que pululan con azadas, palas y sobre tractores a lo ancho de los campos que aumentan las vegas del Santacruz. Centenares de peones que pagan tributo al sol con extenuación y sacrificios, doliéndose entre la meditación y el dolor, de cara a los crepúsculos dorados, de lo que pudo haber sido y quedó sólo en infame vasallaje, merced al capricho y la crueldad de aquellos que se gozan de la traición. Son renegados y espaldas mojadas que se allegan en éxodo a los EE. UU. en busca de la proteína que salvará a los suyos de una muerte lenta por el cáncer del hambre. Son los huérfanos de justicia que se abrazan a una tierra afiebrada con ruegos de protección. Por la misma morada de río Santacruz discurren los border patrols, La Migra. Los reptiles ya curtidos aguantan, pero los tiernos que salen cuando no hay más sombra que la del mismo sol, dan carreritas y se voltean de lomo, pernean y se quedan ahí con el hociquito abierto. Por aquí los seres viven las sequías intensas, muriéndose. En lugar de beber agua, beben aire seco y caliente.

A su paso por Tucson, río Santacruz se ha reducido a zanjón, ahondado a base de maquinaria. Son los especuladores que andan a la greña por robarle terreno para lucrar a sus expensas. En sus antiguos espacios se yerguen hoteles de lujo y soberbios rascacielos. Ahí se encuentran y se acomodan ricos huéspedes que así de paso gozan de lujos y de placeres. Bailan, conversan, conciertan negocios, comen, cogen y cogen las copas rebosantes de champaña y beben a placer. El río Santacruz, natural de estos lares, sobrevive humillado tildado de intruso por amos efímeros que al cabo serán ceniza histórica que el tiempo ha de barrer sin dejar huella.

Sobre la cauda de años que arrastra río Santacruz por los caminos circulares que el tiempo marca, hay décadas y siglos que van en retroceso hacia el misterio del olvido que ha ido quedando en los milenios que se vuelven una espiral en reversa. Espiral que succiona toda memoria, allí donde lindan los años con añales cuyas cifras para ennumerarlos no caben en ninguna testa.

Todavía un tanto ceñido a Nogales, recrean al Santacruz breves colonias de álamos y ramajes nutridos. Seguido se adentra rumbo a Tucson entre sembradíos, plantaciones de nueces y extensos páramos baldíos.

Tan nítido y brillante es el lecho de río Santacruz, que más que de arena parece estar alfombrado de microsoles. Pero si pones los oídos sobre su corazón, podrías oír voces y ruidos, como si fuera un caracol que enclaustra murmullos y secretos arcaicos de cuando el mundo era un bebé.

Se da el caso que, entre Nogales y Tucson, recién se ha formado un pueblo de puros viejos, miles de viejos retirados con más dinero que un exfuncionario. Aparte del viejerío acaudalado, es rarísimo tropezar con un niño en Green Valley. Ahora que en Tubac y Tumacacori sí hay demasiados buquis, pueblos éstos que están a un pelo de rana de las colonias de carcamanes. Llegan estos ancianos de quién sabe de dónde y mandan fincar unos palacetes de cuentos de árabes. Se encantan de río Santacruz y de sus márgenes. Lo ven quieto como si fuera pasivo de por vida, y adquieren sus riberas en propiedades. En esto, que llegan a llegar las nubes presurosas, haciendo un escándalo de los mil rocanroleros y en un momento echan agua, como para reponer las cuotas atrasadas, y todavía más por adelantado. Entonces vuelven a gritarle a río Santacruz, tanto los diarios, la tele, la radio y las personas callejeras, que es un espalda mojada, un río renegado. Los vejetes ricachones se dicen inundados, sin parar en la cuenta los incautos, que son ellos los que se han posesionado de lo que no les pertenece y que es de río Santacruz, signado por natura, nada menos.

Lo mismo pasa en Tucson, ciudad bonita que crece y crece. Escarban el cauce de río Santacruz hasta sangrarles las mismas tripas. En puntos claves revisten sus bordes con piedras y cemento. Luego cacaraquean que ya lo tienen maniatado. ¡Sí, Chuy, no te vayas a rayar! Le construyen y le construyen alrededor; ya nomás falta que le finquen en el mismo contenimiento. No, pues pasa lo que tiene que pasar; les da un llegón el río y les pega donde más les duele. Almacenes, condominios, residencias, fábricas, y párale de contar, se vienen abajo. Otra vez los insultos, acusaciones, reclamos. Que río renegado, río espalda mojada, dañino, arbitrario, licencioso, intruso extranjero, delincuente, asesino, bla, bla, bla.

Como las olas del mar, se suceden las tolvaneras, cuyo polvo va saturándolo todo. Así va extendiéndose en una sola voz la noticia escandalosa. ¡Río Santacruz ha vuelto y anda haciendo desgarriate y medio! No sólo está vivo, sino que se ha levantado en rebelión abierta. Como loco rabioso arrastra con todo lo que obstruye su paso. Ricos y pobres tiemblan angustiados. Se le persigue enérgicamente, con saña. Por cielo y tierra lo acosan las autoridades. La ciudadanía exige su arresto. Hay que doblegar a río Santacruz y aplicarle el castigo que merece. Es necesario reducir sus ímpetus criminales a un eterno confinamiento. Río renegado, río espalda mojada, burlador de las leyes de países ajenos a su condición de extranjero, pernicioso y delincuente.

Ya lo persiguen con denuedo. Es inútil, no le ajustan cadenas, esposas ni grilletes. No le daña bala ni puñal. Se escurre, se cuela, se diluye, se evapora, se filtra, discurre sarcástico, impune. ¡Cómo se carcajea burlesco! Disminuye ya su caudal. Esperan a que reduzca su volumen, que desaparezca su corriente. De inmediato le caerán sin darle tiempo a que huya a guarecerse a su sede subterránea. Escudriñarán los rebalses, ramajes, bancos de arena suelta, sin parar en que esté el cínico a medio cauce, ya de cara al sol a lapsos, o de la infinita procesión de estrellas, cuando la noche es reina.

Acaban de arrestar a río Santacruz. Atado de todas sus extremidades con esposas y cadenas, lo llevan bien preso. Lo aprehendió La Migra, los border patrols mentados. Se dice que también la Guardia Nacional tomó acción en la cacería. Son más de cien guardias los que lo conducen. Lucen hermosos con sus rifles nuevecitos, sanos, bien alimentados, pulcros como el Mister Clean. Tienen la sonrisa a flor de labio; se tratan entre sí con mucha deferencia. Cuando se dirigen al prisionero lo llaman Mister Sanacrows, con acento muy gracioso.

Ya se amoló río Santacruz, de medio a medio. Lo han metido a una celda que no cedería ni a bombazos atómicos. Mientras que comparece ante los tribunales, las computadoras hacen de las suyas: a base de números, de letras y quién sabe cuántas rayas más, lo han fichado con murallas de signos.

Eres un delincuente, río Santacruz: te declaramos prisionero de los EE. UU. por infringir las leyes de migración que rigen bajo su gobierno. Serás sentenciado al castigo que amerita tu osadía.

A río Santacruz se le acusaba de muertes y atropellos. Había arrasado con viviendas y moradores. Erosionaba terrenos cuyos propietarios confiaban en ellos como valores susceptibles de trocarse en cifras de muchos dólares. Se burlaba de algún curioso que se asomara a contemplar su paso, engulléndoselo. En zonas agrícolas había hecho desmadre y medio, mandando sembradíos al demonio sin ningún respeto a la privacidad de honorables ciudadanos. Cuando su furia llegaba al colmo, echaba a rodar los puentes monumentales que, a base de técnicas avanzadas y materiales superresistentes, habían construido sapientísimos ingenieros. Todos los comentarios confluían en los desmanes perpetrados por río Santacruz. Los diarios lo denunciaban con gruesos titulares. La chismografía en boca de comadres y de mitoteros reconstruía con acentuada exageración las hazañas de río Santacruz. Flotaba un placer morboso que llegaba al clímax de la excitación cuando en grupos se regodeaba la chusma en detalles trágicos y chuscos sobre el ímpetu inmisericorde de río Santacruz.

Lo más imperdonable es que es un delincuente intruso, es un ilegal, un espalda mojada, un mexicano sin la debida documentación para entrar a los EE. UU. ¡Río Santacruz es un renegado! Por su pura voluntad arbitraria cruza por los Nogales desde Sonora y se planta en Gringolandia, como Juan en su casa. Hay que echarlo, que se le arreste, merece un castigo escarmentador y, a la postre, la deportación bajo la consigna estricta de que no vuelva ¡nunca jamás!

Lo que hizo reventar la paciencia de las autoridades de migración y demás fue la manera en que actuó río Santacruz el día primero de octubre de 1983. Se pitorreó de todo mundo y así nomás, por sus meros calzones, se llevó entre las patas todo lo que topó mal puesto. El saldo: 13 muertos, edificios por valor de millones y millones quedaron en la ruina. Lo que no derrumbó hasta el desmadre, lo dejó desmejodido. Familias enteras quedaron en la vil chilla, quienes con una mano de bikini y la otra de sostén, espantados; cuales echando madres a manga tendida, amén de los que clamaron por justicia con el puño demandante en gesto sacrílego ante Dios, como si fuera Él, Nuestro Señor, cualquier chavalillo pendejo.

Desde Nogales, pasando por Tumacácori, Tubac, Amado, Green Valley, por el meritito corazón de Tucsón, y de ramalazo por Marrana, quedó el zumbido de río Santacruz martirizando los oídos de los damnificados. Alfombras y muebles de viejos jubilados de Valle Verde, enlodados hasta la madre; éstos, encabronados hasta el dolor de hígado e hinchazón del páncreas. Gozaban hasta mearse en los calzones los mirones hidromaniáticos de Tucson. Pingos mariguanos cantaban y aplaudían a cada vez que río Santacruz arrastraba con almacenes, condominios, simples residencias o algún cristiano sonámbulo. Lloran tristes hasta la muerte los que velan al hermano ahogado; o se duelen de pérdidas cuantiosas los que supieron que el azar lo mismo quita que da. Los de Marrana un solo llanto, nomás ven flotar sus chácharas. El pan de cada día se ha perdido de vista.

¡Yo, el mero mero, ordeno que me traigan prisionero a río Santacruz para juzgarlo! ¡Yo, el juez supremo, lo quiero muerto, retratado, de preferencia tráiganlo vivito y coleando!

Ya amainó; se fueron las nubes de huida; iban riendo como loquitas. Pareció que había llovido a la inversa; lucía el cielo recién lavado, el azul más nítido, el aire puro y fresco.

De camiones de color verde tenebroso, descendían individuos uniformados de verde miedo. Eran centenares; se tomaban de las manos y así peinaban el cauce, las márgenes y aún más allá. Tropezaban con las piedras picudas que el agua bronca recién descubre cuando corta a la tierra con sus filosas corrientes a modo de brusca cesárea. Se dieron de mano y hasta de trompa contra piedras ahuevadas por el rodar eterno del tiempo y del agua. Nada detenía el avance, ni las espinas carniceras de los arbustos, ni los latigazos sanguinarios de los hierbazales, ni tobosos cornudos, ni víboras colmilludas, ni siquiera los hambrientos lodazales que pretendían engullirse a los bípedos rabiosos de verde apariencia.

No habrá espacio para el descanso, nadie comerá. ¡Que nadie beba hasta no tener a río Santacruz encadenado! Al través de la luz, por entre las sombras, por sobre la atmósfera o por debajo de la tierra, daremos con ese demonio ¡río Santacruz! ¡Que se ponga en movimiento la guardia! ¡Aaatención: Migra, no vuelvas al cuartel hasta que traigas prisionero a río Santacruz! ¿Entendido?

Lo hallaron al momento en que el vejete Cronos cruzaba espinado con chollas; brincaba en una pata sobre las meras diez de la mañana. Estaba en un recodo sito entre Tubac y Tumacácori. Dormía encuerado sobre un banco de arena, rodeado de gran variedad de arbustos: romeríos, cardos, mezquites tiernos, ramas y cosas raras de las que el agua arrastra. De tan mimetizado como estaba con su piel de creciente, sus barbas de raíces, sus dientes de arena, su humanidad fluida, no fue reconocido de inmediato. Ya lo peinaban sin verlo, cuando en esto, un guardia se topó con él y, a tiempo que caía de narices, gritó: ¡Aquí está el cabrón, ándense con tiento!

Reposaba río Santacruz el placer de los sueños en el sueño, de espaldas, con los brazos y piernas extendidos. De almohada le servía una tortuga solícita; a modo de colchón una alfombra de sapos sustentaba su físico. Entre el largo cabello, las barbas, los dedos de los pies, el vello del pubis y de los sobacos, circundaban viborillas del grosor de los mismos pelos. Una decena de pájaros de patas y picos extralargos, de los llamados tildillos, le pizcaban semillas y parásitos de entre la cabellera, las orejas, las arcas, los pies, el ombligo; también le revolvían los testículos a caza de insectos. No obstante, río Santacruz sonreía. Amplios paréntesis delimitaban la sonrisa en su rostro, en una expansión plena de sensualidad y picardía. Al fin lo encadenaron. Despertó sonriendo. Río Santacruz, en nombre del supremo gobierno de los EE. UU., te declaramos preso.

Ya está en el banquillo de los acusados río Santacruz. El juez, Your Honor Mister Constitution, lo observa, mientras el abogado acusador lee un catálogo de crímenes adjudicados al reo de faz de piedra laja con pelos. El relampagueo de las luces de las cámaras desde todos los ángulos, ametralla a río Santacruz. Lo han vestido de calzones playeros, sandalias y camisa multicolor de mangas cortas; lo corona una gorra mínima a guisa de barquichuelo.

Que hable tu abogado defensor, río Santacruz, sugiere:

- Your Honor Mister Constitution. Me defenderé yo solo; no necesito vejigas para flotar. Que se vayan los leguleyos a hacer leña al monte. Desembucha ya, viejo juez, a ver, dime, pues, ¿qué te pica?

Por todas tus tropelías, abusos y desmanes, por ser extranjero violador de nuestras leyes, por soberbio, grosero y reincidir en tu criminal empeño, te condeno a mil años de prisión, con derecho a apelación por libertad condicionada hasta los 999 años de encierro.

Río Santacruz se convulsiona hasta las lágrimas. Coinciden en su gesto la risa y el llanto. Trema la sala entera.

-Yo, río Santacruz, no conozco más leyes que las de mis abuelos, Los Tiempos. Nací bajo la voluntad del Supremo, sin límites que obstruyeran mi paso. Los auténticos derechos humanos y leyes naturales verdaderas no vedan el aire, ni el espacio, ni los alimentos, a las criaturas que viven y deambulan por la faz de la tierra. Las leyes con que ustedes me condenan por espalda mojada, son leyes muy crueles, sin más razón que la sinrazón de la fuerza y los caprichos arbitrarios de los que ignoran a Dios y a la naturaleza. Me dicen que invado propiedades ajenas. Yo sólo reclamo lo que me pertenece, pues, que mis cauces zigzaguean de uno al otro lado. Que nadie vede mis corrientes, ni trace alambradas en lo que son mis rumbos naturales. Por mí florece la agricultura y come mucha gente; no mato, muere en mis aguas el imprudente. En verdad he sido yo el progreso de estas tierras, pero me pagan con prisión y desagradecimiento. Vayan y pídanle documentos a los sahuaros, a las choyas, a los ocotillos, coyotes, venados, víboras, y responderán igual que yo. Soy legítimo morador de estas tierras; pongo de testimonio al Sol. Por estas tierras se han ceñido mis pasos, desde muchos años antes de que ustedes nacieran.

Ya encierran a río Santacruz bajo muros de piedra y puertas de hierro. Lo encadenan y vigilan guardias armados con metralletas. De pronto, pesa sobre la atmósfera una humedad que sofoca. Todo mundo traspira hasta empaparse la ropa. La gente resuella como los perros, y los perros respiran como personas borrachas. Se mojan pisos y documentos. Se deslavan cabelleras teñidas; escurre el maquillaje de los rostros. En ojos intrigados, hay alarma y extrañeza. Salen de sus cubículos los empleados carcelarios; se integran corros inquisitivos a media calle; chillan los cláxones de los autos las histerias de sus dueños. Por sobre la férrea construcción trasciende de techos y paredes sólidas una nubecilla misteriosa. Cobra figura antes de diluirse en el espacio. ¡Río Santacruz se escapa! ¡Se escapaaa!

Pese a los centenares de guardias que vigilan, aunque pretendan impedir su paso, volverá río Santacruz, porque así lo han dispuesto sus antepasados, sus abuelos milenarios: Los Tiempos.




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Juanrobado

En aquel mar de naranjas se mueven más de cien mexicanos. Debajo de los árboles improvisan viviendas. Acondicionan cajas de madera para guarecerse de la intemperie. Cuando llueve se resguardan como ratas. Trabajan a sus cuerpos como si se tratara de máquinas ajenas, hasta dejarlos como vil bagazo. Lo hacen para contentar al capataz que los vigila, y merecer así los billetes que les otorga un tal patrono, lana que no hallan en su misma patria por causas que hasta los gatos comentan. Es leyenda que allí han muerto mojados, extenuados por la labor, más que ardua, cruel. También los tuerce el asedio ponzoñoso del sol, ese sol que recuece hasta los tuétanos. Se dice entre murmullos y alguna palabra altisonante, sin que se sepa a ciencia cierta, que entre esos surcos, bajo los naranjos, han parido a sus escuincles algunas mujeres que siguen a sus hombres como soldaderas.

Cuando está en fruto el naranjal, saturado de múltiples esferas doradas, se ve desde arriba como un mar de oro burbujeante, o quizá como una noche verde, muy verde, plagada de estrellas anaranjadas.

Desde hace cosa de un mes, Juanrobado pizca naranjas. Sus brazos huesudos se mueven certeros. ¡órale, naranjas zanjas, acá mangas y remangas! Se suceden las cajas llenas de jugosos cítricos. Allá andan la bola de mojarrines encaramados en escaleras. Se retuercen y se estiran como changos. ¡Pícale, Juanrobado! ¡Malditos cestos! dijo el de los canastos. ¡Échale maíz al gallo! ¡Llénale el buche de grano en grano! ¡Pero, pues, mueve el esqueleto, más, más, más! ¡Ocho horas, diez...!

Acá en la finiquera se siente el calorcito, pa' que lo sepas. Si se te duerme la paloma te vuelves empanada, camarada. Ten cuidado, bato garabato; desde que amanece, te pega el sol con el puño cerrado. Lo ves y no tienes otra cosa más que echarle de la madre. Tú que le entras al jale y el sudor que te chorrea, y entonces sí, es una sola exprimidera de la retostada. Tuerce la camisa fuerte, así para que se medio seque, ora el pañuelo. ¡Oye! ¡oye! no, los pantalones no te quites por respeto a las viejas. Míralas como dejan el alma entre los naranjales. Todavía tienen que hacer tortillas y a media noche corretear a la cigüeña, como que están más amoladas la rucas. ¿Tú, qué piensas? ¿La migra? No'mbre. ¡Aquí te hace los mandados y te come los pilones. Dicen que todo esto es del hermano de un coyote grande, con dientes de lobo y cola de perro. Pa' que no se les pierdan algunas cosechas, los batos de la migra se hacen como que no «huachan», ya tú sábanas, carnal carnaval. Si acaso alguien te ha dicho que pizcar naranjas es jugar al trompo, ¡Chale! Te está vacilando ese cuate. No vayas a creer que este jale tan gacho es igual que agarrarles las toronjas a las chavas.

Juanrobado no tiene pelos en la cara. Como buen indio, es de natural prieto, requemado además por la tatema, más flaco que una bicicleta. Por eso tiene aires de chamaco, pero ya le peina a los treinta. Sobre su gran tristeza le hormiguea siempre una sonrisa. Sus compañeros le hacen bromas. A veces se pasan de la raya, pero él sonríe de continuo: «¡Órale!, Juanrobado, ya sé cómo vinites. Como el peso anda flotando y se resbala y no vale una tiznada de tan liviano, pos, ticites una alfombra de billetes y te vinites volando. ¿De dónde eres, Juanrobado? De Santa María Todo el Mundo. Dice que es de Santa María Todo el Mundo». De tarde le dan tortillas y frijolones graneados. Hay algo que lo hace aparecer más desvalido que los otros, no obstante que a todos los ha meado la chucha.

Un domingo de tantos se volvió un desmerequetengue entre los naranjos. Se hizo de parranda. Con la tragadera de cerveza, cantaron los amigos de la tandaraleola y de paso pusieron hasta las manitas a Juanrobado. Cómo lloró el infeliz huacho. Parecía un desgraciado huérfano recién destetado por la calaca.

«¡Cartas, Raza, cartas! ¡Para ti, para ti, al alba! Juanrobado, carta de Santa María Todo el Mundo». Leyó palabra por palabra juntando las sílabas trabajosamente. Cuando terminó se fue a esconder sus lágrimas.

«Al fin sabemos de ti Juan. ¡Cómo te extrañamos! Los niños lloran por ti; también yo. Creíamos que te había pasado algo. Con los 50 dólares que nos mandaste compramos tantas cosas. Juan, a Lucita la volvió a ver el doctor, dice que no pasará de tres meses. Se la lleva el mal ese de la sangre que tú ya sabes, Juan. No hace más que recordarte, insiste en que le traigas una muñeca rubia con ojos azules que diga, "mamá". En estos días cumple seis años; sueña en tu llegada. ¡Vente, Juan, venta ya! Vale más tu presencia que todos los dólares del mundo. Contigo podemos vivir hasta en la más negra de las miserias, sin ti no, Juan. Te queremos mucho y te esperamos».

Esa noche, el viento y las hojas de los naranjos se platicaron cuentos de princesas. Mientras los demás yacían extenuados, Juanrobado cabalgaba a las estrellas. Todo el cielo se impregnó de azahares. Cintilaban el amor y las sonrisas en destellos delentejuelas. Un arroyo cristalino puso a cantar a las piedras. Por cada lágrima que se desprendía de los ojos de Juanrobado, nacía un lucero.

Juanrobado había cruzado el territorio a trote. Ni el tupido ramoso de los montes había mermado su paso. Ni los páramos espinosos testos de serpientes lo habían detenido en su carrera. Tampoco las barreras sobrepuestas de murallas arenosas lo habían doblegado. Por su misma patria cruzó ignorado ante una humanidad henchida de indiferencia. Como a un extranjero que sufriera el mal de la lepra, evadían su presencia y le cerraban las puertas. Su hambre y su desamparo inspiraban pavor, como si se tratara de una enfermedad mortal y contagiosa. Lo habían robado desde antes que naciera, esclavos fueron sus padres, esclavos sus abuelos y esclavos todos aquellos que habían plantado las raíces de su ser en el tiempo. Por más que el concepto libertad y democracia fuera pregonado con tan insistente monotonía, la realidad cruda y sangrienta subsistiría disfrazada.. A los fuertes el poder, la abundancia y la impunidad para sus crímenes y robos; la miseria, el olvido, y el castigo injusto si protestan, para los débiles. Lloró esa noche Juanrobado hasta que se le pusieron los ojos colorados como las naranjas redondas y suaves que baña el sereno. Sabía en lo más hondo que también él era esclavo y que sus descendientes rodarían a su vez por la pendiente del dolor, la ignorancia y el desamparo.

«Tengo que irme. Ya no aguanto. Ora mesmo me pelo pa mi pueblo. ¡Ay, mi probe vieja y los escuincles! Mi niña, Lucita, con sus ojos grandes y tristes y, pos, quiere una muñeca, güera dice, quesque con los ojos azules. Orita mesmo me güelvo pa' mi tierra».Ya trota y trota, a medio trayecto un viejo chicano lo sube a su auto. Así con aire acondicionado sí se vale. No hay como andar en auto. Para andar a pata ahí están los animales. ¡Qué lindo ronroneo! A la ru ru ru, duérmete niño, duérmete ya.

Ahora a la inversa, alla va Juanrobado con rumbo a la frontera. Es dueño de una fortuna: 150 dólares que le arrancó al áureo océano a cambio de jornadas animalescas. ¡Nunca había sido dueño de tanto dinero! Juanrobado sonreía. ¡Qué puntadas las de sus compañeros! Ya se ve él cruzando territorios, montado en una alfombra mágica hecha de pesos flotantes. Desde arriba los verdores apelmazados de Nayarit y Sinaloa, y el brusco contraste de las llanuras de Sonora. Una alfombra mágica hecha de pesos. Esa tierra del valle del Yaqui, todoparidora, generadora de dones alimenticios que ignoran las panzas de los pobres. Seguido ¡el desierto! determinador de rostros tatemados y de miradas que se extravían en los confines de los horizontes encenizados. En su alfombra de pesos flotadores volaría más alto aún que esas tolvaneras que borran siluetas de peregrinos, sepultan todos los rastros. Así no tendría que sufrir los chubascos que bombardean a la tierra con diluvios efímeros y rayos que retumban como cañonazos. De arriba divisaría las ciudades consteladas de luciérnagas, sin oír los aullidos dolorosos de las ambulancias, sin respirar el vaho de la gasolina, y sin que le lastimaran el alma con la frialdad del hierro que emanan.

Además... arriba en el cielo no se sufre hambre... ni punza el egoísmo de los que ignoran la desgracia ajena. ¡Qué ocurrencias las de sus compañeros! Que el peso vale tan poco, que es tan flotante y leve, que los espaldas mojadas pueden tejerse alfombras con ellos y volar por sobre la frontera en busca de dólares, para que sus familiares no perezcan de hambre. Una alfombra mágica... Quien tuviera una alfombra mágica... maj...

Juan y su mujer tejen afanosamente rodeados de sus seis chiquillos. La atmósfera se impregna de volátiles verdes. Son raros. Los mocosos corretean, brincan y los agarran. Alumbran como lámparas. Ríen y gritan los niños: «¡Son billetes! ¡Son pesos!». En su empeño por asirlos, los aprietan: éstos se desmayan sin aliento, sus ayes se ahogan, las bocas semiabiertas. Con las últimas devaluaciones han quedado extenuados; sufren derrames internos, sangran. Los entes luminosos emigran en parvadas como golondrinas, pero aletean como mariposas. Lucita, plena de amor, trae en brazos a su muñeca rubia de ojos azules. Ella permanece quieta. Tejen con extraordinaria rapidez los cónyuges: tan sólo con deslizar las manos van dando forma a su obra, más que pisar el suelo caminan por el aire. Tanta felicidad y gozo los torna fosforescentes. Sus trajes son áureos, de plata los dientes. Todo el ambiente irradia un júbilo anaranjado en contraste con el verde de los mar-pesos. De un enorme promontorio temblante de billetes que pugnan por flotar y deslizarse, tejen una alfombra.

Una alfombra mágica hecha de pesos flotantes. ¡Ya está! ¡Arriba todo mundo!


Alfombrita, alfombrilla
alfombrita devaluada
sube y vuela como un águila

-¡Qué bonito! ¡Qué lindo! Juan. ¡Papá, papá! Dinos donde trabajaste en los EE. UU. Aquellas rayas torcidas son ríos y aquellos hilos, carreteras. ¡Miren! ¡Qué azules esos montes y esas sierras! ¡Se cayeron los astros! Tontuelos, esas son luciérnagas. No, vieja, no, es una ciudad, ja, ja, ja.

-Alfombrita devaluada alfombrita alfombrilla llévanos hasta Gringuía.

-¡El mar! ¡El mar! ¿Que pasó aquí, papá? ¡Cuántos soldados! No, mis muchachitos, son pitahayas y sahuaros. ¡Miren el desierto! Yo lo crucé a pie: es de arena y es de fuego.

-¡Cuánta alfombra! ¡Cuánta, cuánta, cuánta alfombra mágica! Son espaldas mojadas que vuelan hacia los EE. UU. ¿Por qué, papá? Porque los pesos flotan y uno puede volar encima de ellos, pero no sirven para comprar comida. Además, se deslizan de entre las manos.

-¡Miren! Miren, un mar de oro. Ahí trabajé yo en esos naranjales. Ahí, ahí, ahí.

-¡Papá! Papá, a Lucita se le cayó su muñeca rubia. No llores mi niña, no llores.

-Alfombrita devaluada alfombrilla alfombrita ¿dónde quedó la muñeca de Lucita? ¿Dónde quedó la muñeca? La muñeca, la muñeca, la muñeccaaa.

-Señor, señor, despierte, ya llegamos. ¿Qué le pasa? Ya estamos en la frontera.

-Perdón... ¡qué sueño tan extraño!

Ya está, Juanrobado, en la ciudad fronteriza, nimbado de los fogonazos del mediodía. Antes de pasar la cerca divisoria, de regreso a México, estando todavía en territorio norteamericano, le vuelve a la mente con nitidez de relámpago el deseo de su niña: la muñeca rubia de ojos azules. ¡Dios mío!

-¿Cuánto costará una muñeca?

Los clientes de la gran tienda fronteriza contemplan al mexicano con extrañeza. Tiembla de miedo, asustado de las palabras inglesas, aquel lujo, aquella inmensidad de cosas bellas, de gentes tan elegantes, y el juego de espejos que lo repiten todo hasta el infinito. Juanrobado encuentra a la muñeca de su niña enferma: «¡Es la misma que vio en sueños!». La empleada méxicoamericana le sentencia: «Son 75 dólares señor. Es lo que cuesta esta muñeca». Juan se queda petrificado; piensa un instante y en otro contempla a la beldad de porcelana. De pronto la abraza, la acaricia ¡la besa! La gente se detiene y lo observa. Algunos cuchichean y ríen. Otros mueven la cabeza: «¡Vaya espectáculo!». No en vano afirman ciertos señores que el mexicano no va a Gringuía espoleado por la miseria, sino que se aventura en tierra extranjera con la obsesión fija de conquistar a las deidades rubias y gozar a plenitud de sus blondas bellezas. Ahí está la prueba. Ese loco desarrapado está acariciando a una muñeca. Los momentos se eternizan: «¡Son 75 dólares, señor!». Juan no escucha. Sólo viaja en su alfombra mágica tejida con pesos, y habla incoherencias. Se acerca un policía de ésos que vigilan en las tiendas. Juan extrae de la cintura un pañuelo mugroso, le deshace los nudos y cuenta billetes con manos temblorosas y una excitación que le convierte a los ojos en extrañas criaturas. Ahora se la dan envuelta, sale embargado de ternura.

Ya cruza la línea fronteriza, Juanrobado, entre un gentío que multiplica sus pasos, tal un hormiguero alborotado. Le aletea el corazón como paloma recién decapitada. ¿Quién lo detiene? Por el cielo, por debajo de la tierra o sangrando sus pies por las superficies afiladas, derrumbará los horizontes. Ni ríos, ni montañas, ni tempestades detendrán su marcha de regreso hasta Santa María Todo el Mundo. Ya en su casa, desnuda de toda protección, abrazará a los suyos con todo el universo de cariño que encierra su querencia. A su niña moribunda le dirá con aire victorioso: «¡Mijita del alma aquí está tu muñeca!».

Ya da Juanrobado el primer paso en tierra de México. La emoción le perfora las sienes a fuetazos. Llega a su turno hasta un celador. El tal viste uniforme de color verde claro con botones dorados, gorra militar a la alemana y botas resonantes. Sus gestos son enérgicos, autoritaria la voz, y sus determinaciones tan sólidas como marrazos.

-A ver, tú, ¿qué traes?

-Una muñeca para mi niña, señor.

-No pasa, es contrabando. Te digo que no pasa.

-Pero ... señor. Es que ... es que. Por favorcito, señor, mi niña está enfermita.

-Círculate, pues. La ley es la ley. Ya te dije que no pasa. Pícale. ¿Qué esperas? Estos son testarudos con ganas. Qué saben de la constitución, ignorantes.

Por esas calles de Dios repletas de humanidad, se fue yendo Juanrobado, lento el paso, hasta que se diluyó su figura allá en el mismo azul en que se ocultan las esperanzas.




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El bolerito bilingüe

Allá por los cuarenta, a la edad de 16 años, ya calaba yo la esencia humana en los rostros ajenos y no se me escapó la honda desdicha que embargaba al bolerito.

Entre la parvada de lustrabotas que invadían la West Congress, aquí en Tucsón, más o menos a la altura del cine Plaza y la serie de cantinas contiguas a cuyas banquetas concurrían los precoces obreritos, podía distinguirse a Carlitos desde lejos, quizá porque era el más pequeño.

En la memoria es fácil relegar al pretérito. Ahora mismo lo veo: es un chamaquito de algunos 7 años. Es de cuerpo esmirriado, prieto, de ojos pequeños y el pelo alborotado a modo de cepillo. No, esos pantalones ya no dan para más, resentidos por el tiempo y el mucho uso. A leguas se ve que necesitas una chamarra, Carlitos. En casa de herrero cuchara de palo: calza zapatos viejos y desteñidos. Carlitos es hablantín, muy comunicativo. La risa, sonora como un piano, se le refleja en los ojos. Ríe como lo haría un pájaro. Ve nomás, ¡caray!, se le achican los ojos hasta dejar dos rayas solamente. Sin embargo, no lo veo feliz:

-Shine, mister? ¿Le boleo sus zapatos señor? ¿Sí? ¡Ándele! Por un nicle se los limpio, por un dime se los dejo pintaditos como nuevos, nomás un ratito, ándele... Shine, mister? I'll leave your shoes shiny like a mirror. Say yes, OK? ¿Le boleo sus zapatos, señor?, ¡ah!, pos, si es usted.

-Quiubo, Carlitos, cómo te trata la vida, pues.

-Apenas he ganado 90 centavos. Me iré hasta que junte tres dólares... aquí está bien, nomás ponga el pie sobre el cajón. Ahora echo pintura en esta tapadera.

-Los bordes de las suelas píntalos con betún negro.

-Si todos me pagaran con peseta como usted, pos, me iba temprano. Ya me duelen las patas de tanto caminar.

-Oyes, oyes, los calcetines no me pintes. Y se dice pies, no patas, que yo sepa no eres gato ni gallo.

-¡Ay!, perdóneme, se me fue la mano.

-Qué haces con lo que ganas, Carlitos, te lo dejas caer por debajo de las narices de puros dulces, o lo vas juntando para cuando vayas a la escuela.

-Tengo cuatro hermanitos. Ponga el pie bien fuerte, porque ahí le voy con el trapo.

-Tu papá, Carlitos, ¿en qué trabaja?, o no tiene empleo.

-A veces me voy del otro lado de la calle Stone y me meto a las tiendas. ¡Listo!, ora suba el otro pie.

-Cuando tu papá tenga un trabajo bien pagado no tendrás que cargar ese cajón en la espalda. Porque si le sigues, te va a salir chica joroba y entonces te va a dar más trabajo conseguir novia.

-De las tiendas casi siempre me corren, pero a veces me va bien. También entro a las cantinas. Un día, un señor que estaba borracho me pagó 50 centavos, nomás por una trapeada.

-¿Y no te corrió el cantinero?

-¡No me vio! Estaba yo hincado, así como ahorita y, pos, él detrás de la barra. También viejas entran a emborracharse en las cantinas. A una le limpié los zapatos por un veinte, ¡hijole!, traía minifalda y, pos, se le miraban las piernas.

- Bueno, Carlos, ¿piensas pasarte la vida midiendo calles y limpiándole las chanclas a cuanto desgraciado se le antoje? O qué no se te ocurre otra cosa menos... como te dijera, menos tristona, pues. A ver, platícame, ¿qué te gustaría ser cuando seas grande?

-Pos, algo muy suave, como trabajar en un banco o en una tienda, con corbata, usté sabe, para ganar mucho dinero y comprar una casa muy bonita, pa mi áma y mis hermanitos.

-Me los dejaste como nuevos, ¡mira nomás! Cómo te arrastra para dar bola, Carlitos. ¿No te lastimas de estar tanto tiempo hincado, a pinte y pinte y trapee y trapee?

-Ya estoy impuesto. ¿Usted en qué trabaja, oiga?

-Trabajo con albañiles, de peón, acarreándoles ladrillos y cemento, todo el santo día.

-¿Es muy duro eso?

-Muy, muy duro Carlitos, y muy triste. Ahí te matan y te tratan peor que a un perro. Allí como quien dice te alquilas del pescuezo para abajo; la cabeza te sirve nomás para traer el sombrero encasquetado. No te respetan. Lo que es para los contratistas y la bola de formans lambiscones ahí no es uno más que un burro de carga: un burro, no vayas más lejos, ya has de saber tú que un burro viene a ser en realidad un caballo analfabeto. Pero sabes qué, yo también quisiera ser algo suave, como dices tú. Como trabajar en un banco. Fíjate que no. Por favor, guárdame el secreto, no se lo platiques a nadie, ¡por vida de tu santa madre que te parió! A mí, Carlitos, me gustaría ser escritor.

-¿De esos que escriben libros?

-Ya ves, hasta tú te ríes de mí. Por soñar no se paga, un sueño bonito es como una mano que te acaricia la frente con mucha ternura.

-¿Usted sí tiene papá?

-Sí, y también mamá, hermanos y hermanas, viven en Sonora en un pueblito que se llama El Claro. Yo aquí vivo solo; pero cuando junte suficiente dinero, volveré a reunirme con ellos...

Carlitos se cruzó por el cuello y debajo del brazo derecho el cinturón del que colgaba el cajón en que guardaba los enseres para lustrar zapatos. Un cajón demasiado grande y pesado para su edad y cuerpo flacucho. Como una hormiga que lleva un grano de trigo a cuestas, zigzagueó entre los peatones. Ofrecía sus servicios con insistencia suplicante:

-Por un dime le boleo los zapatos, señor. ¿Sí? Shoe shine! Shoe shine!

Varios meses después, en pleno verano, fui testigo de un suceso extraordinario. El protagonista principal era Carlitos, nada menos. Era una de esas tardes que flotan en un crepúsculo tejido de reminiscencias y ensueños dorados. Yo me sentía nimbado de ilusiones y de una profunda melancolía. En viernes, el centro de Tucsón, como todos los viernes, se poblaba de un número muy crecido de personas que cruzaban las calles, entraban y salían de las tiendas. A la altura del Kress, la orquesta del Salvation Army ponía la nota alegre en el ambiente con un himno de bienaventuranza. Un par de mujeres, puestas en rumbos opuestos, estiraban un recipiente en una mano y con la otra sonaban una campanilla. Pedían para los pobres, aquellos que andaban de paso, hambrientos y sin techo. Yo observaba en tantos rostros un mosaico de emociones, que iba desde la alegría explosiva y los gritos coléricos hasta la tristeza callada y los matices intermedios de la indiferencia y el cansancio. Hurgaba en otras almas la razón de mi propio ser, o buscaba quizá en las multitudes, los entes que habitarían las novelas en que uniría las corrientes impetuosas de mi fantasía, dado a escribir desde que muriera un día, hasta que los gallos cantaran el nacimiento de otro. En la esquina de Stone y Congress, donde solía sentarse aquel indio ciego que se abrazaba de un acordeón e impregnaba los ánimos con canciones mexicanas muy sentidas, hice alto para oír la música y observar el paso de dos muchachas muy bonitas que hablaban y sonreían. En ese entonces estaba tan encendido de anhelos que buscaba los sueños antes de inventarlos, para saberme el más feliz, en ese mi universo etéreo. Oscurecía; sin embargo, para mi sorpresa, a media cuadra frente a una joyería, creí divisar una figura conocida. ¿Será posible que a estas horas ande Carlitos con su cajón a cuestas, por estas calles de Dios? Voy a ver si es él.

-Carlitos, ¿qué haces por aquí todavía a estas horas? Mira nomás cómo traes la cara de fatiga: larga y con los ojos caídos. No hombre, no la amueles, vete a descansar; ahí mañana será otro día. ¡Oyes! ¿Por qué lloras, hombre? ¿Qué te pasa? A ver, platícame.

-No, pos, que mi hermanita la Mary Helen necesita medicina. Dice mi 'amá que si no tenemos diez dólares, mi hermanita no se aliviará pronto. Tiene mucha calentura. Yo no quiero que se muera mi hermanita.

¡Chihuahua!, me sentí inútil y torpe. No traía ni cinco centavos en mi compañía. Aun así hurgaba entre los bolsillos del pantalón y la camisa, para ver si por milagro se topaban mis dedos con algún dinero. ¡Quién tuviera diez dólares! Desde hacía un mes estaba desempleado con la angustia de no enviarle dinero a mi familia. Cómo socorrer al obrerito, mi amigo, que ahora sufre y enseña la desesperanza a flor de su mirada. Sucedió, entonces, algo tan extraordinario que no olvidaré jamás. Carlitos entró a la joyería y yo lo seguí. Como si lo viera en este mismo instante.

¡Caray! Ese gordo cincuentón, colorado, de ojos acuosos de un verde muy claro, cabeza pelona, boca breve y nariz superlarga, tiene en la diestra un anillo que vale 8000 dólares. Frente a él está un mexicano alto y grueso de unos 40 años, prieto y bigotón. Viste al estilo norteño: botas, sombrero atejanado y chamarra de cuero. Tiene un gran fajo de dólares en la mano. Da la imagen de un potentado, un político o algún gran coyote. A su lado está una muchacha muy joven y muy bonita que sonríe y mira con timidez. El caso es que ni el mexicano sabe hablar inglés, ni el joyero, español. Carlitos se acerca al vendedor y le dice:

-Can I shine your shoes, sir? Get out! This is no place for you. Come on. Get out! Señor, ¿puedo bolear sus zapatos? Se los dejo nuevecitos.

Carlitos da la media vuelta y enfila hacia la salida. Los dos tipos se miran entre sí:

-He speaks English!

-¡Habla español! Ven, chavalo, para que nos sirvas de intérprete. Dile a este amigo que nos enseñe algunos anillos de diamantes para que mi novia escoja uno. ¡Ah!, y, pues, que diga los precios.

-Sir, he wants to see some diamond rings so his girl can pick the one she likes. He says to tell him how much they cost.

-Tell him that these three are the prettiest. This one costs $5 000, this one $7 000. This one is a beauty. I'll let him have it for $8 000.

-Señor, dice que estos tres son los mejores, que el más bonito vale $8 000, el otro 7 y el más barato 5 mil.

-Mi amor, me gusta mucho éste.

-Es para ti, mi vida. Dile al amigo que si no le rebaja algo a éste.

-He wants to know if you'll give him a discount on the ring his girl is trying on.

-Tell him the prices are fixed; that beautiful ring is on sale for $8 000 but it actually costs $10 000. Tell him, kid, that he already is getting a bargain and I cannot lower it any more.

-Señor, dice que el anillo vale más de $10 000 y que ahora tiene un precio especial, que no puede rebajarle más.

-Dile que me lo llevo, que ahorita mismo le pago. ¿Te gusta, mi alma?

-Eres un encanto. Gracias, mi amor, ¡gracias!

-He says he'll take it. He'll pay cash. Great, great! Wonderful! Wonderful!

Lo demás son sonrisas, apretones, de mano y ademanes de suma cortesía. Carlitos permanece unos segundos en espera, pero es evidente que ya no hace falta su presencia, lo ignoran. Se acomoda su cajón en la espalda y sale. Oye la voz subida del galán acaudalado que lo detiene.

-Toma, chamaco, por tu trabajo; te lo mereces.

El vendedor se queda absorto al ver los 10 dólares que recibe Carlitos. El mexicano le hace una seña para que él también recompense al pequeño traductor. El hombre calvo, con sonrisa forzada y mano dura, le da otros 10 dólares. ¡No es posible! ¡No es posible tanta dicha! Carlitos aprieta 20 dólares en su mano, corre iluminado de contento. El cajón de bolero le brincotea contra la espalda. Va riendo, loco de alegría, ahora es dueño del mundo. No sólo tiene para las medicinas de su hermanita, también para comprar comida, una tela bonita para su mamá, dulces y camisas para sus hermanitos, y quizá para un par de zapatos porque los que trae tienen agujeros.

De aquellos días de 1946, han pasado ya 36 años. ¡Caray! Cómo pasa el tiempo. Ahora me pregunto, ¿qué habrá sido de Carlitos? ¿Será un próspero empleado de banco o dependiente de una tienda como él quería? Ojalá y los trabajos rudos no hayan humillado su espíritu ni lacerado su físico. Quiera Dios y no haya caído en el vicio del alcohol o en el de las drogas, como tantos jóvenes inteligentes que van en lucha abierta en busca del triunfo y topan con realidades sordas y rudas como murallas de cemento. No sé qué habrá pasado con Carlitos. Lo único que sí sé es que aquel niño de 7 años, que igual se expresaba en inglés que en español y hacía con mucha gracia las veces de intérprete, pudo haber sido alguien muy digno y muy brillante, porque para eso tenía de sobra tantas facultades...




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Que no mueran los sueños

Se sentía un frío que hacía bailar el esqueleto y tronar los dientes. Con el vapor cobraba figura el aliento. Semejaba una humareda escapada por la boca a causa de algún incendio interno. A las cinco de la mañana de aquel lunes de noviembre de 1948, esperaba al camión que me llevaría a pizcar algodón al vecino pueblo de Marana. Tucsón lucía aun coronado de astros. Más de ellos había puesto Dios en el universo que números para contarlos. A los que desaparecían del cosmos mientras el alba se adentraba a la tierra vestida de nácar los apresaba entre mis manos con pasión de jardinero, pues aunque fueran luceros lucían preciosos como flores celestes. Quería poner en sus manos, en prueba de amor, un ramo de estrellas iridiscentes. En la contraesquina del cementerio Holy Hope, mero en la calle Prince, me levantó el vehículo extrañamente cubierto con lonas para resguardo de los viajeros. No bien subí, se puso en marcha el aparato; yo rebotaba buscando asiento.

-Me pisaste un callo, bato.

-Órale pues, fíjate por dónde vas.

-No te sientes en mí, carnal.

-Aquí hay campo, ése, aliviánate.

Por sobre la oscuridad sentí la presencia de viejos mustios de rostros surcados y de jóvenes soñolientos que recién se iniciaban en la dura brega por el pan. No supe en esos instantes que dentro de una hora escasa se derrumbaría sobre mí todo un universo que yo en vano con mis manos torpes y temblorosas trataría desesperadamente de armar de nuevo.

Tucsón, por esas calendas, pasaría apenas de 40 000 habitantes. La mayoría de los jóvenes de ascendencia mexicana vivíamos la juventud en medio de grandes penurias y sinsabores. Los había afortunados, sí, pero como para contarlos con los dedos de las manos. En ese entonces tenía yo como devoción el ir ocasionalmente a recorrer escaparates para contemplar a mis anchas aquellos trajes de gala con sacos cruzados y áureos botones. Era el tipo de traje que vestían los jóvenes cuando se allegaban en parejas a los bailes de «La Selva» y de «El Casino», ellos apuestos y gallardos, hermosísimas ellas como princesas de magia. ¡Ah! si pudiera algún día comprarme un traje azul marino, zapatos brillantes, camisa blanca y una corbata que irradiara elegancia. Me vestiría entonces como un príncipe, iría a un baile, y con sólo ver a la más hermosa de las muchachas y abrirle mi corazón, lograría conquistarla.

Ciertamente, por aquellos días luminosos de nuestra primavera, muchos de nosotros, jóvenes soñadores, éramos poco menos que nada, carecíamos de instrucción y de dinero; sólo teníamos empleos eventuales, rudos y humillantes. Pobres muchachas tucsonenses de aquellos años, tantas y tan bonitas, tan románticas y tan buenas, pero con tan pésimos pretendientes en derredor que los buenos partidos matrimoniales eran mera ilusión. Éramos toda una legión de galanes marginados, sin más salida posible del infame círculo de la miseria que la alternativa de ser carne de cañón en una de tantas guerras. Algunas de las muchachas más guapas de la raza otorgaron su preferencia a jóvenes soldados anglosajones estacionados en los centros militares locales. Las hubo bienaventuradas que dieron con la fuente del amor y la prosperidad al lado de los hombres rubios y barbados. Así, a la par que ganaban en el juego de la vida, de la dicha y la dignidad, conjuraban la sombra maldita de la incertidumbre y de la pobreza. Sin embargo, para otras tantas la misma ruleta se les tornó en la otra cara: la del llanto en la derrota amarga. Más tarde, ya sin trajes marciales, y muy a pesar de sus blondas apariencias, resultaron más de uno de los tales caballeros áureos en ser vulgares, ordinarios, y tan pobres e iletrados como nosotros mismos lo éramos. Lo más tragicómico del caso es que en alguna ocasión en que pretendíamos comprar sueños echando a los pantanos nuestros sueldos menguados, cuando nos allegábamos a los prostíbulos fronterizos, bastaba con que franqueáramos las puertas para que las pirujas nos vieran como a apestados y nos corrieran de sus recintos titulándonos de parásitos:

-Ya llegó el piojillo, ¡al demonio de aquí, pelados! Queremos gente con lana, no muertos de hambre desgraciados.

¡Lárguense! Las frustraciones y la amargura llegaban al hervor y reventaban en desplantes sangrientos de prepotencia vana: patadas y puñetazos a granel en los bailes al aire libre de «El Pascua» por un «quítame estas pajas», o un «órale, ¿qué me miras? pos, ¿qué te debo?» En la pista de baile de la iglesia Santa Margarita rodó hasta el cura una noche de tantas, cuando se dio en la madre con unos pachucos porque le dijeron que querían volarle a su hermana. En el «Blue Moon», y más tarde en «El Casino», la pista de baile se volvía cuadrilátero de gladiadores que pringaban el aire de ayes, madrazos y chisguetes de sangre, todo por rencores pendientes, la disputa por la hembra, o la misma rabia almacenada.

Cuántas veces fuimos desatentos y ásperos con las muchachas por resentidos y amargados. Ellas, espantadas, intuían en nosotros al macho arbitrario que se cobraría en sus humanidades la crueldad de una sociedad racista que nos exprimía dejándonos como a bagazos de caña: secos, sin vitalidad, frustrados. Eran entonces múltiples los estereotipos enajenantes que nos endilgaban y tan persistentes en sus señalamientos falsos que nosotros mismos llegábamos a creernos predestinados a ser holgazanes, borrachos, y pésimos maridos. Quizá por eso tantas jóvenes bellísimas de nuestra comunidad hispana nos veían con entera desconfianza. A nuestra ternura y bonhomía las eclipsaba nuestra conducta de desesperados y sólo se nos entreveían los vicios y la villanía. Agréguese a esto el que nuestra gente encumbrada, aunque mínima, nos miraba despectiva y despóticamente, con ridículas ínfulas de aristócratas.

Mientras tanto, construíamos con nuestras manos y sudor la ciudad de Tucsón, casa por casa. Tal empresa no era fácil. Teníamos como capataces no a los más sabios, sino a los más crueles. Al sudor se mezclaba la sangre. Arrancábamos metales de las duras entrañas de las minas aledañas; limpiábamos la basura de los callejones; forjábamos con nuestro esfuerzo y propia vida el futuro risueño de una ciudad rica. Irónicamente, todo lo hacíamos con música de fondo. Más allá de sábados y domingos oíamos las sinfonolas, orquestas y mariachis repetir las canciones tan sentidas que nos decían entre el reminiscente chocar de copas «Pa' qué me sirve la vida», «Me importa madre», «Se me fue mi amor», «Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza», «Que me sirvan las otras por Pénjamo». De esta manera, pues, rodaba la bola y rodaba sobre tardes y mañanas. Así las cosas, nos adentrábamos con frecuencia por la puerta falsa de los ensueños y bebíamos «pisto» y «birria» hasta enloquecer, para reír con ojos lacrimosos y maldecir a un destino tan injustamente predestinado.

En la «Casa Blanca» pagué en abonos el traje azul de saco cruzado, también los zapatos, la camisa blanca y la corbata. Un sábado del mes de noviembre de 1948, me disfracé de príncipe y me fui al baile de «El Casino». Entré sorteando la concurrencia y me planté mero en un extremo. Ni yo mismo me reconocía. No podía entender, tampoco, quién había prendido aquella sonrisa en mis labios y había dado brillo a mis dientes y a mis ojos. Contemplaba la alegría y el colorido donde quiera que ponía la vista. No cabía de gozo. Se me iba el alma tras de aquellas muñecas, tan llenas de hermosura y gracia.

Ella me vio primero, antes de que yo la viera. Su sonrisa y la mía se unieron en una misma sonrisa. Vestía de rojo, negros sus ojos y sus cabellos; su boca una rosa, más viva aún que el mismo color de las amapolas; su cuello y el nacimiento de sus senos lucían albos; su rostro genuina creación del Hacedor Supremo. Empezó a tocar la orquesta del maestro Durazo. A los acordes del danzón «Juárez» me adelanté a solicitarle la pieza. Mi brazo derecho abarcó su contorno, al tacto su breve cintura, sus caderas sobre columnas paradisíacas anunciábanse en relieves. El imán de su misterio y hermosura me ciñó la piel a su piel, al calor de su cuerpo. Su mano diestra y mi izquierda entrecruzaron los dedos. ¡Dios mío! ¡Qué divina! Ambos corazones latieron en dúo; ambas mejillas se unieron.

Esa noche se combinaron el orfebre y el poeta. Toda suerte de preciosas piedras: perlas, esmeraldas, oro y plata, jade y turquesas, tornáronse en palabras engarzadas en aretes y collares, que yo con mis dientes y mis labios prendía en ella. Me preguntó mi nombre, me dijo el de ella. Sonó su voz como el tañer del agua clara que acaricia los bordes del arroyo y hace cantar las piedras: Yo me llamo Manuel. Yo, Marta. ¡A qué te dedicas?, me preguntó expectante. Soy estudiante universitario y literato, mentí, ¿y tú? Ahora soy turista en este lugar, pero vivo en la ciudad de Chihuahua. Mi padre es dueño de ranchos ganaderos, también tiene propiedades en la ciudad, fábricas, tú sabes; en los EE. UU. es socio de empresas financieras. Mi papá es un hombre de negocios, pero yo soy una romántica empedernida. ¡Ay! me ganan los sentimientos. Mi papá me dice que debo ser menos sensible y más práctica, pero al corazón ¿quién le gana?

Sin ningún rubor le seguí mintiendo a ella tan sincera. Acababa de inventarme un sueño que yo mismo creí en aquel momento, sin la más mínima duda. ¿Acaso no me chamuscaba las pestañas de turbio en turbio y de claro en claro para arrancarles sus secretos a los grandes maestros de las letras? Además, era ella tan extraordinariamente hermosa que bien valía todo un universo de fantasías, y de mentiras un mundo entero. Por horas y horas bailamos y nos platicamos grandezas. Ella me hablaba de su estirpe aristocrática, de sus amistades de alta alcurnia y de sus múltiples pertenencias: autos, ranchos, tiendas, hoteles de lujo, comidas exóticas, paseos a ciudades de leyenda. Yo la contemplaba alelado, presa de un enamoramiento instantáneo que me comprometía ante los más solemnes juramentos. Le hablé de libros imaginarios, de padres solventes, de triunfos académicos y de un futuro todavía más brillante que el mismo lucero de la mañana. Le platiqué con enfático convencimiento que tenía a un familiar cercano en la Casa Blanca, ministro él de asuntos hispánicos en el gobierno estadounidense, que mis hermanos en México eran médicos y abogados notables de mucho prestigio y fama. Ella persistía en sumar riquezas cuantiosas. Resultó ser, para mi consternación, descendiente de Terrazas, aquél que afirmaba que él no era de Chihuahua sino que Chihuahua era de él. El mismo del que sus coterráneos rezaban «después de Dios, Terrazas».

Terminó el baile al filo de la madrugada. Ella marchó con sus amigas, yo a pie rumbo a mi humildísima morada: dos sillas paticojas, una mesa agónica de mírame y no me tientes, una cama zamba hundida de en medio a modo de columpio, amén de cobijas hebrudas como caldo de queso. De la maldita cocina y el desgarriate de trastos engusanados no quiero ni acordarme.

Antes de llegar a mi alojamiento me había topado con la alborada y fui testigo dichoso de un nacimiento de sol más sublime que el más portentoso de los espectáculos. Tucsón, coronado de montañas con la majestad de un antiguo rey del Anáhuac en tierras de Aztlán, surgió risueño y esplendoroso. Doblaron las campanas de la Catedral de San Agustín. Una procesión de feligreses, la nueva raza mestiza, se adentró al santo recinto a dar gracias al Todopoderoso por la luz, el agua, los alimentos, la alegría del alma y el orgullo de vivir en un pueblo cuyas raíces se fincan muy hondo en la edad de antepasados indígenas y de los primeros europeos avecindados en la Pimería Alta. Los miles de sahuaros centenarios que guardan a Tucsón, desde sus linderos saludaron al rey sol con la misma devoción de la orgullosa y antigua realeza incaica.

Al son de mis pasos seguía gozando la mañana. Las cosas, antaño ignoradas por obvias, ahora cobraban singularidad y brillo, me sonreían. A la generosidad de árboles y plantas correspondía a mi paso con otras tantas sonrisas. ¿Quién le enseñó a cantar a éstos? me dije, al oír a los pájaros quebrar la escala de notas en un número tan crecido, cuyas tonalidades parecieran un universo en explosión, atomizándose en una gloriosa diversidad de trinos. Las piedras, marcas de linderos, proyectiles o muros en potencia, me inspiraron ternura, tal si fueran espíritus encantados de una humanidad irredenta en continua espera.

Ya dentro de mi claustro, sonriente, me predispuse a seguir hilvanando sueños sobre la almohada. Aun en la misma sede de la inconsciencia seguí soñando.

Aquel lunes de noviembre de 1948 nos conducía el camión a los algodonales de Marana. El ronroneo del motor, el calor que emanaba de la humanidad que permanecía en la oscuridad y el respirar acompasado de los que cabalgaban un sueño, me ensimismó, y floté a la vera de mis propios sentimientos. «¿Cómo es que ella, tan rica y distinguida, se había enamorado de mí?» La recordaba apretándome las manos, mirándome a los ojos, ansiosa. Sus brazos, su actitud nerviosa, su afán posesivo y aquella ternura infinita que emanaba de su mirar, seguían en mis retinas sucediéndose en imágenes a través de múltiples espejos. Todo lo poseía, no obstante parecía demandar protección de manera desesperada.

«¿Por qué, si tenía, con seguridad absoluta, toda una legión de pretendientes, se prendaba de mí, un rudo obrero sin fortuna ni futuro? ¡Ah! pero es que yo le había mentido cínicamente. Le dije que era poeta, estudiante de familia acomodada, y ella se lo creyó. ¿Me perdonaría cuando se enterara que soy un don nadie, siendo ella una muchacha preciosa, de familia tan inmensamente rica? Con el tiempo le demostraría que poseo sensibilidad e inteligencia y me aceptaría seguramente. ¿Acaso no vale más la nobleza y el talento que la riqueza? ¿No son oro puro, acaso, los buenos sentimientos y las monedas sólo vil materia? La veré el sábado próximo; ahora lunes llegaré a los campos algodoneros y me sangraré las manos con el filo de las cajillas que contienen el oro blanco; me dolerán las vértebras, el espinazo arqueado. Me mataré pizcando de la alborada al crepúsculo aunque me dé fiebre y algún día con los años seré próspero y digno de ella». Había pasado un domingo en éxtasis, excitado hasta la locura. Deseaba amarla en cuerpo y alma. «¡Qué llegue pronto el sábado! ¡Qué llegue pronto para verla!»

Por fin estamos en los plantíos de algodón. Ahora sale el sol como un ojo acucioso. Sus pestañas brillantes y doradas abanican el cielo. Vuela una parvada de pájaros purpurados desgranando trinos de plata. Cantan aves, árboles y plantas: loor a Tonatiuh sobre el Aztlán, primitiva sede del Anáhuac.

Bajamos del armatoste, nos atamos los largos talegos a la cintura para arrastrarlos a modo de cauda por entre las piernas y llenarlos del moterío blanco que cubre las matas en hileras, cuyas franjas paralelas proyéctanse hasta el otro extremo. Contemplo el algodonal como el poeta a su más sentido poema, como a un campo tapizado de azahares y de nupciales velos. Palpo los cúmulos níveos, suaves como senos de novias virginales; siento en la cóncava avidez de mis manos la pasión de mis labios. Muevo mis brazos con suma agilidad, pero sigue mi pensamiento inmerso en los ojos de ella, convertidos por mi fantasía tal como son los inmensos océanos.

Entre centenares de pizcadores veo a mi lado dos bultos misteriosos. Son dos damas que visten pantalón, blusas de mangas largas y cuello alto; portan guantes, unos cucuruchos alados y negros anteojos de corte basto. Ahora me enderezo para descansar los goznes rígidos de mi espina dorsal, y miro a mi lado. Lo mismo hace una de las damas de vestimenta rara: Nos quedamos sin aliento, estupefactos. «¡Es ella! ¡La dama de mis más caros sueños! ¡Mi Dulcinea!» Hay pánico en su cara. ¡Casi se desmaya! Es tan grande la sorpresa que a ella la sostiene su compañera y a mí solamente este corazón que se me fragmenta, me duele y retumba como tambor prisionero en torácico claustro. Ella, desposeída, inflamadas las manos, la espalda torturada, y el sueño nocturno de los esclavos como una loza de mármol. Ella, araña de plata, tejedora con hilos de estrellas, remotos y vanos.

Huyó ella y huí yo. Entre el algodonal quedaron a flote lo restos de un sueño que se había dado de alas contra los muros inmisericordes de la realidad, como un pájaro adueñado del cielo que navegara a ciegas.

¡Qué días los de aquella semana, intensos de angustia y soledad! Ni siquiera la rudeza inhumana con que me entregué a trabajar sin descanso lograba disipar la obsesión con que contemplaba su cara de angustia, toda desencanto. No volvió a aparecer en el mismo campo donde ambos, ella y yo, nos matábamos trabajando diez horas diarias por unos cuantos centavos. Sin embargo, traté de identificarla a ella entre la humanidad que me rodeaba buscándola en los pequeños grupos que se dirigían a la balanza con sus costales a cuestas, trabando comentarios y bromeando con el pesador, recibiendo el pago por cada pesada y yendo a los vendedores de golosinas y refrescos, todo en medio de una algarabía en que se tejían en una sola trenza las voces de ancianos, jóvenes y niños, con la sonrisa y la palabra amable en los rostros cansados. Otras veces creí distinguirla entre los cuerpos inclinados que estrujaban las matas de algodón, arrancándoles los copos de fibras blancas. Alguna vez herí mis ojos con el fulgor del mediodía y tuve la seguridad de avizorar a dos damas arropadas a la usanza de los árabes que deambulan en pleno Sahara; hasta ellas caminé apresurado a ritmo de tamborileo, sólo para topar con dos ancianas que respondieron a mi saludo con sonrisas desdentadas. ¡Qué confusión! No lograba entender nada de nada. La buscaba con la misma premura del que ha puesto la vida al filo de su última esperanza. ¿Dónde, dónde estaba? Doña «Soledad» que por años había sido mi mejor aliada, se tornaba en mi peor enemiga, se portaba cruel, me trataba con saña. Mi primera gran ilusión había prendido como un incendio, para quedar así de improviso convertida en cenizas, reducida a la nada.

Volví el siguiente sábado al baile del Casino. Iba a buscarla y la encontré. Allí estaba, más hermosa que toda la plata que irradia la luna sobre ríos, mares, llanos y montañas. Vestía de verde como algún verso de Lorca y era su boca una rosa perenne. Le supliqué con la mirada, y ella, con un gesto suave, cortó las venas de mi última esperanza. Para qué prolongar la ironía de un engaño tan grande. Juro que había tristeza en su rostro, en sus labios tremaba insinuada una amarga sonrisa. Alcancé a ver que salía a bailar con un joven apuesto; yo me di la media vuelta en pos de la puerta falsa.

Bebí licor con la sed preñada de ansias de un espalda mojada que se extraviara en laberínticos arenales de algún desierto borrado del agua que presta vida y alientos. Todo había sido un sueño. Un sueño que hacía ya tiempo se gestaba en mi alma. El sueño de un poeta rodeado de quimeras, tantas como hay flores luminosas en el cielo, la luna entre ellas con su eterna cauda de miradas nostálgicas. Yo escribía versos a un amor tan intenso y etéreo, que demandaba por fuerza mi conciencia una compañera tangible con la que se diera la síntesis de dos cuerpos y dos almas acrisolados en una entidad única. Yo había atestiguado ya la sublimidad humana trascendida en letras en la obra piramidal de novelistas y poetas de rango universal. Por sobre el testimonio entrañado en la poesía, exigía mi corazón, velado por la gracia de la fantasía, una prueba concreta del amor y su existencia verdadera. No la potencia de mi espíritu solamente ansiaba la revelación de tal misterio, sino que mi juventud tan nueva y susceptible a la sorpresa me reclamaba a gritos la consumación del amor con la pasión y el imperativo con que la carne del varón se entrega a la carne de la hembra. Por eso me enamoré con locura de ella sin guardarme de riesgos o tragedias, porque ya desde siempre vivía enamorado del amor como sólo puede enamorarse un poeta que ha sabido de la soledad y convivido con las penas. Suele ser el amor tan grande como ha sido su ausencia y la ilusión de su espera.

Seguía bebiendo. ¡Otra vez a las andadas! Me puse a forjar más y más sueños. En adelante nutriría a la realidad con esfuerzo aunque en ello me fuera la vida. Estudiaría con tesón; trabajaría sin descanso, lucharía contra todo y contra todos para que mis sueños no cayeran pulverizados al primer tropiezo. Llegaría a tener una esposa amada y los hijos nuestros serían verdaderos universitarios, no impostores de personalidades vanas, ni limosneros de una felicidad interesada. Naufragó mi mente trastornada en los remansos de una laguna de alcohol, me hundía; desvarié en voz alta; ardía como cirio. «¿Acaso es la realidad la madre de los ensueños?» «Sí, y si es ésta raquítica y anémica, los pare y los condena a una muerte instantánea».

Bebí y seguí bebiendo. Entreví en mi delirio a muchos hombres sudorosos extenuados por la fatiga; escarbaban con picos, accionaban palas; entre ellos reconocía rostros de mis compañeros alienados que se desgañitaban gritando en un espacio en que la claridad se saturaba de maldiciones y de polvaredas. ¿Cómo pudieran sobrevivir los sueños? Pues, haciendo de la realidad una hembra fuerte y sana, que les dé vida y los nutra para que cristalicen y no se diluyan como las nubes que el sol se traga. Grité y grité; los que me rodeaban reían convulsos de mi locura. ¿Qué es la realidad? Díganme, infelices, ¿Qué es la realidad? Que venga un desgraciado y me la explique. Se me volvía la cabeza una olla de grillos con rabia. Las preguntas y las respuestas se sucedían en una danza ridícula. Un desfile de palabras rebeldes salían a lomo de ideas borrachas; se pandeaban de reír a carcajadas entre hipos y sarcásticas muecas. Ella estaba viva y cerca, era real y bailaba en la pista mejilla contra mejilla con un joven apuesto de verdadera importancia. Seguramente que lo abrazaba con ansias, viéndolo de cerca con sus ojos hermosos; pensando quizá que era él, al fin, su príncipe de oro. En mí la rabia y la tristeza me arrancaban ya improperios, ya lágrimas. Algo acababa de morir en lo profundo de mi espíritu al mismo tiempo que algo misterioso emergía desde las raíces más potentes de mi alma.

Regresé a pie con el alba. Era el cielo un reguero de cenizas entre las que brillaban como brasas moribundas unas cuantas estrellas. Antes de llegar a mi posada se alzó el sol frente a mí con toda su potestad arbitraria. Embargado de coraje, todavía con los ojos húmedos, lo vi de frente y le grité mostrándole la diestra con el puño cerrado: ¡Lucharé contra ti, desalmado, y contra todos los de tu ralea! No se me morirá otro sueño como mueren los niños indefensos. No sólo eso, ayudaré a forjar sueños a muchos jóvenes, duros como el hierro, para que los caprichos infames no se los maten. Para que sean fuertes sus cuerpos y sus mentes y no los despoje ni los aplaste ningún ambiente malsano, para que aprendan a luchar y no se les mueran sus sueños como niños a los que el hambre mata. Que no mueran, no, que no mueran los sueños...








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