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De lo que hoy se llama Romanticismo

Ermanno Caldera





Así, en 1839, titulaba Lista un artículo, en el cual expresaba su total hostilidad hacia el movimiento romántico que tildaba de «antimonárquico, antirreligioso y antimoral» y donde no veía otra cosa que «horrores, costumbres patibularias, crímenes y suicidios»; de manera que no dudaba en afirmar terminantemente: «Nada es más opuesto al espíritu, a los sentimientos y a las costumbres de una sociedad monárquica y cristiana, que lo que ahora se llama romanticismo»1.

Juicios tan severos después de un solo lustro de experiencia activa de la literatura romántica, de parte de quien fue considerado el venerado maestro de la mayoría de los escritores románticos no pueden no dejar alguna perplejidad sobre la aceptación del romanticismo en España. Perplejidad destinada a aumentar si nos detenemos sobre tantas críticas y ataques y reservas que puntean la difusión del romanticismo en una polémica interminable que delata la presencia de una hostilidad latente y nunca apagada.

La realidad es que, a pesar de tantos éxitos indiscutibles y de la adhesión de una gran parte de la cultura y de la inteligencia hispánicas, el romanticismo español, aunque no fracasó como sostiene Peers, no conoció nunca ese triunfo avasallador que acalla todas las oposiciones como ocurrió en Francia después de la batalla de Hernani o en Italia después de la publicación de Los Novios de Manzoni. Siempre hubo una parte hostil que rehusó o el movimiento en su totalidad, o el nombre o ciertos aspectos, de todas maneras contribuyendo a corroerlo o desestimarlo.

Lo cual se vio en seguida cuando Böhl intentó sencillamente dar a conocer algunas ideas de Schlegel y despertó una animosidad del todo desproporcionada. Bajo malos auspicios había puesto el romanticismo el pie en España y, sobre todo, bajo el signo de una batalla ideológica que tal vez le marcaría para siempre. Una batalla, hay que añadir, absolutamente anómala en el panorama del romanticismo europeo, ya que, en primer lugar, no se libraba entre partidarios del romanticismo y el clasicismo, sino más bien entre románticos e iluministas; y, en segundo lugar, parecía desmentir el principio fundamental, que años después Hugo difundiría en toda Europa, de que «el romanticismo es el liberalismo en literatura», puesto que el romántico Böhl se proponía como paladín del antiguo régimen y sus contrincantes se presentaban como portaestandartes de la innovación ilustrada contra el oscurantismo conservador2.

Tampoco se puede afirmar que los articulistas del Europeo, sobre todo -claro está- Monteggia y López Soler, contribuyesen por su parte a darle claridad al asunto. Verdad es que resultan más enterados de los problemas y más al tanto de los múltiples matices que caracterizan al movimiento; que ya usan el término universalmente aceptado de romántico en lugar de romanesco; que se refieren a la polémica clásico-romántica y repiten las argumentaciones más en boga entre los literatos del resto de Europa. Sin embargo, la equidistancia que los dos ostentan respecto a clasicismo y romanticismo (a pesar de una evidente predilección por el segundo) les quita a sus ensayos ese ardoroso poder de persuasión, esa fuerza que nace del convencimiento de poseer la verdad que de costumbre caracteriza los manifiestos de un movimiento literario. Y el romanticismo de que tratan aparece en fin nada más que como un nuevo género literario, que se suma a los ya existentes, particularmente a ese clasicismo que posee una par dignidad, ya que, como afirma López Soler, tanto un género como el otro pueden ser cultivados «según el carácter particular y la inclinación de los escritores»3. Muy lejos estamos del tono revolucionario que había caracterizado la Lettera semiseria di Grisostomo y que asomaría con vehemencia en la Préface del Cromwell huguiano.

Al contrario, quizás haya contribuido, el célebre Préface, a estimular a Durán a la composición de ese Discurso en el cual el autor hace alarde de una moderación abiertamente en contraste (un contraste a todas luces no exento de intencionalidad) con la virulencia que Hugo, sólo en el año anterior, vertiera en su ensayo4. El romanticismo de Durán es esencialmente el que no poca fortuna había propugnado Böhl: monárquico, cristiano, conservador, orientado hacia la salvaguardia de los valores tradicionales de la nación española y la restauración de sus glorias literarias. Conceptos de claro abolengo romántico sí recorrían el ensayo, como la afirmación, varias veces repetida, de que «el teatro debe ser en cada país la expresión poética o ideal de sus necesidades morales, y de los goces adecuados a la manera de existir, sentir y juzgar de sus habitantes», plenamente en armonía con las teorías de Volksgeist; o el concepto de verdad poética que no solamente reemplaza la secular retórica verosimilitud sino que también resuelve el contraste entre clasicismo y romanticismo en términos de no-poesía y poesía («siendo el drama español [léase: romántico] más eminentemente poético que el clásico...»)5. Por otro lado, mantiene la clasificación, que ya hemos notado en El Europeo, de los dos movimientos como géneros literarios y no renuncia totalmente al concepto de romanticismo español perenne que arraiga desde la Edad Media, aunque más tarde lo atempera en el historicismo -este sí de marca romántica- que informa su propuesta de una «unión de lo pasado con lo presente»6.

Pero su deseo de moderación le lleva a una aceptación muy desconfiada y, por así decirlo, provisional, del propio término romanticismo que emplea casi pidiendo venia, «para evitar perífrasis y rodeos»7. En realidad, Durán prefiere usar -como hemos visto hace poco- el término español, abriendo de esta manera el camino a una serie de reivindicaciones (románticas, por supuesto, a pesar de que sus autores lo nieguen) del espíritu nacional.

Sin embargo, todas estas vacilaciones, aunque a menudo afecten tan sólo la superficie terminológica, unidas a la desconfianza y al rechazo que a veces asoma casi violentamente («Ya no se trata -afirma refiriéndose a cierta producción teatral contemporánea, seguramente del repertorio importado de Francia- de dramas clásicos ni románticos: la moda consiste en celebrar los más innobles y patibularios espectáculos»)8, debieron contribuir no poco, por surgir de un texto y de un personaje de tanta autoridad, a despistar a los que, en lo sucesivo, se acercarían al movimiento romántico y a sus primeros manifestaciones indígenas.

Es verdad que en los primeros años, inmediatamente después del regreso de los emigrados, la adhesión al romanticismo aparece más viva y sobre todo más explícita. Son los años del prefacio al Moro Expósito (1834), donde Alcalá Galiano, convertido a la nueva corriente que con tanta acrimonia contrastara en la década anterior durante la querelle caldéronienne, formula el ideal de un romanticismo abierto y libre; los años de la polémica despertada por el Don Álvaro (1835), en que los mantenedores del moderantismo resultan derrotados por los paladines de un romanticismo más revolucionario, capitaneados nuevamente por el ardoroso Alcalá Galiano («Quien niegue o dude que estamos en revolución, que vaya al teatro del Príncipe...»)9; los años de Trovador y de la llamada a escena del joven García Gutiérrez.

Son sobre todo los años del Artista, de cuyas páginas brotan las cruentas sátiras esproncedianas contra el pastor Clasiquino y sus acólitos, y la célebre definición de Ochoa: «El romántico es un joven, cuya alma, llena de brillantes ilusiones, quisiera ver reproducidas en nuestro siglo las santas creencias, las virtudes, la poesía de los tiempos caballerescos; cuya imaginación se entusiasma [...] con las proezas de los antiguos españoles...»10.

Sin embargo, no tarda la polilla de la duda y la desconfianza en roer nuevamente los cimientos mismos del movimiento. Ya en 1834, el año del estreno del romanticismo en España, el propio Espronceda pide que la libertad se junte con el orden, dejando entrever, a pesar de la sustancial inocencia de la proposición, la persistencia de una mentalidad clasicista11.

Luego empiezan los distingos, las propuestas eclécticas, la demanda de un justo medio, que a menudo pueden determinar desconcierto, sobre todo en ciertas proposiciones extremadas, como la de Gil y Zarate que, en 1839, para salir del impasse propone un teatro que reúna los aspectos positivos de la dramaturgia griega, española inglesa y alemana12; o la de Donoso Cortés el cual, ya en 1838, no ceja en afirmar que «la perfección consiste en ser clásico y romántico a un mismo tiempo»13.

A partir de 1840 menudean las exhortaciones a escribir obras esencialmente españolas:


Nuestra naciente musa
en cantos inmortales
libre a lo menos y española sea



pedía en ese mismo año Miguel Agustín Príncipe14. Y Santos López Pelegrín postulaba obras «españolas en sus sentimientos, en su estructura y en su versificación»15. Cierto Lúculo, articulista del Iris, no dudaba, al año siguiente, en distinguir entre «dos géneros sumamente distintos entre sí, el género español y el género romántico»16; en tanto que, en la Revista de Teatros, Juan del Peral remataba el concepto al afirmar que «el exagerado drama romántico ha sido una llamarada que ha brillado por un momento» y proponiendo en cambio un drama «esencialmente español»17.

Claro está que, a estas alturas, el concepto mismo del romanticismo está comprometido, de manera que, a pesar de que la producción literaria siga imponiéndose en todos los campos con delineaciones que no dudamos en clasificar como románticas, las definiciones del movimiento romántico español resultan todavía más difíciles a partir de esas fechas. Mucha fortuna adquiere la búsqueda de lo español, de lo castizo como elemento caracterizador, que separa el romanticismo español del de las otras naciones. Lo que, por otro lado, sería perfectamente lógico a no ser que se insiste sobre esta caracterización para indicar un movimiento totalmente diferente, que nada tiene en común con otras formas nacionales. A finales del siglo Enrique Funes, en su exaltación del Don Álvaro toda fundada en la anotación de los motivos hispánicos y cristianos que recorren el drama, no dudaba en oponerle radicalmente a las obras del contemporáneo romanticismo francés (el «romanticismo malo», como ya decían los españoles contemporáneos de Hugo y Dumas):

¿Qué tenía que ver aquel romanticismo del Don Álvaro, tan hermoso y tan español, con La Torre de Nesle ni con el Tirano de Padua, ni menos con Antony?18



El insistir sobre estas diferencias (que en fin no son tan marcadas como afirma Funes) ha favorecido la opinión, bastante difundida, de que en realidad no ha habido un movimiento romántico español: opinión que se ha visto reforzada a menudo por los que intentan «trazar unas coordenadas extraídas de lo sucedido en otros países, y exigir que lo nuestro encaje en ellas so pena de residenciarlo como extravagante y anacrónico»19.

En conformidad con estos principios, hay quien acepta en cambio los términos romántico y romanticismo con tal de asociarlos a la idea de un romanticismo que desde siempre late en los corazones españoles. Una idea de la cual se hizo ilustre intérprete, a mediados de este siglo, Peers y que ya había seducido a varios escritores románticos: desde cierto articulista de la Revista Española que en 1835 invitaba a romantizar la escena española, ya que, decía, «romántica es nuestra historia, romántico nuestro cielo»20, a la célebre afirmación de Hartzenbusch para el cual «el nuevo sistema [...] para nosotros es harto viejo»21. Una idea en fin que arranca de la interpretación (que se remonta hasta los Schlegel y que encontró el favor de Benedetto Croce) de clasicismo y romanticismo como momentos del espíritu humano y que ya no comparte ninguna de los estudiosos del romanticismo, aunque creo bastante difundida todavía fuera del cerco de los especialistas.

Se trata de una visión metahistórica que subrepticiamente asoma también en muchas tentativas de ampliar los límites cronológicos tradicionales del romanticismo y que tal vez denuncia una falta de perspectiva histórica que deforma y desvía. No se trata, desde luego, de retomar los frustrados intentos de establecer fechas exactas de inicio y fin del movimiento, pero claro está que si salimos de ciertos ámbitos cronológicos -que por el romanticismo español corresponden aproximadamente al segundo cuarto del siglo- corremos el riesgo de despistarnos totalmente o al menos de anular el valor clasificatorio de unas periodizaciones que no son verdades absolutas pero que tienen la función de favorecer la comprensión mutua: en otras palabras, de saber de qué estamos hablando. Poner de relieve atisbos o huellas que preanuncian o continúan la sensibilidad romántica no puede autorizarnos a remover las fronteras tradicionales del movimiento, ya que anticipaciones y desbordamientos son fenómenos fisiológicos de cualquier movimiento cultural.

Curioso es que esto no ocurre casi nunca con los demás fenómenos literarios; por otro lado, el que se verifique en cambio con el romanticismo es un importante testimonio de su indisoluble vinculación con la época que estamos viviendo. Aunque nos separe más de siglo y medio, seguimos disfrutando de la herencia de la gran revolución cultural e ideológica que supuso el advenimiento del romanticismo, del cual nos viene la idea de la centralidad del hombre, del individualismo, de la libertad, de la democracia, de la autonomía personal que se refleja en la autonomía de la obra de arte y, además, ese vago sentido de insatisfacción que caracteriza al hombre de hoy y le lleva a menudo a esa angustia existencial de que fueron protagonistas, a veces sólo por adecuarse a una moda, los románticos. Pero si esta indudable continuidad es elemento fundamental para reivindicar la revalorización de un movimiento que no disfruta todavía del interés que merece entre los hispanistas, no nos autoriza a olvidar que sobre esta comunidad de fondo se levantan las obvias diferencias que tienen su explicación en la distancia histórica (que es algo más que la simple distancia cronológica).

Por eso mismo no es lícito juzgar o tratar del romanticismo con la perspectiva y las premisas ideológicas de un hombre moderno. Un crítico que, como ocurrió en un congreso, le achaque a Zorrilla el haber construido la figura de Doña Inés según conceptos opuestos a las teorías feministas (en otros términos, no haber sido politically correct) comete, a mi parecer, un grave error de planteamiento histórico. Lo mismo puede afirmarse a propósito de esa compañía teatral que hace varios años puso en escena un Don Álvaro ridiculizado.

Se trata de una postura que tiene por supuesto varios antecedentes, algunos de los cuales ilustres como el de Azorín, a principios de este siglo. En 1916, en sus Rivas y Larra, razón social del romanticismo en España, manifestaba hacia Rivas y Bretón una hostilidad y, en sustancia, una incomprensión que justamente se remontan al hecho de no enmarcarlos en la situación cultural y psicológica de sus tiempos. Azorín lee el Don Álvaro con la mentalidad de un siglo después y encuentra en él una serie de absurdidades intercaladas por cuadros castizos (otra vez la obsesión por lo español) «llenos de color y de animación»22. Es verdad que en su furor iconoclasta sume el drama romántico en un juicio negativo que, además de incluir a Zorrilla («Nada más incongruente y superficial que Zorrilla») y García Gutiérrez («El Trovador [...] es una obra forzada, incongruente, digna de un mozalbete inexperto»), abarca también a Calderón cuya Vida es sueño «no pasa de ser un embrión -magnífico- de una obra suprema» en tanto que El mágico prodigioso «se reduce a un guirigay de confusiones, embrollos y ocurrencias desatinadas»23.

Juicios igualmente negativos envuelven los romances del Duque de Rivas y destruyen a Bretón de los Herreros:

¡Ay, no queremos acordarnos de Marcela y de otras muchas comedias de Bretón que hemos leído! ¿Cómo pudo mantenerse todo esto? ¿Qué sociedad era aquella que mantenía todo esto?24



Como se conoce, Azorín no hace el menor esfuerzo para comprender el contexto social y cultural del romanticismo, al cual simplemente reprocha una mentalidad diferente de la de su época (en efecto, sólo salva a Larra, el más «noventayochista» de los románticos), llegando a afirmar rotundamente:

Nuestro romanticismo ha sido superficial y palabrero25.



Azorín no se da cuenta de que cae en el mismo error de perspectiva, que ahora nos parece imperdonablemente grosero, de Nicolás Moratín, el cual se burlaba del monólogo de Rosaura en La vida es sueño: don Nicolás no comprendía que Calderón pertenecía a otro ámbito cultural, muy lejano del racionalismo de su época, y que como tal había que juzgarlo, haciendo un esfuerzo de reconstrucción histórica.

Y hay que añadir que en errores parecidos caen muchos estudiosos modernos de la literatura medieval o barroca que ostentan una sustancia indiferencia con respecto a la época romántica.

Una indiferencia que le merece a Alborg un juicio muy severo:

«...resulta tan irritante -declara el ilustre historiador- que obras como el Macías, de Larra, o el Don Álvaro del duque de Rivas, o El Trovador, de García Gutiérrez, o Los Amantes de Teruel, de Hartzenbusch -valgan sólo como ejemplos-, sean coceadas como productos baladíes por quienes las han leído al trote y no han sido capaces de entenderla».



Una indiferencia rayana con la ignorancia, quiero agregar, si pudo pasar que en un congreso internacional una comunicación sobre Mesonero Romanos fue colocada en la sesión dedicada al siglo XVIII.

Ni faltan estudiosos que, si no se mofan de lo que, hemos visto, Peral llamaba «el exagerado drama romántico» o de «exageraciones» parecidas en otra clase de obras, juzgan los productos del romanticismo español como algo ingenuo y digno de una sonrisa de compasión. La ingenuidad es en realidad de quien no se da cuenta de que, repito, está aplicando parámetros actuales a obras ya lejanas en el tiempo.

Porque claro está que si nos lanzamos en busca de «exageraciones» o simplemente de manifestaciones que choquen contra nuestra sensibilidad artística y cultural, no se salva ninguna de las obras maestras del pasado; entonces podríamos no sólo compartir las rudas burlas de Moratín y los juicios reductivos de Azorín sobre La vida es sueño, sino que podríamos también reírnos de las «ingenuidades» del Cantar de mío Cid o de la admiración de Santillana por la vaquera de la Finojosa.

Por tanto hay que pedir al lector y al crítico de hoy que, en primer lugar, no se fije impropiamente en el eventual «furibundo», como lo definía Lista, con su predilección por los tonos apasionados o por ciertos términos como sangre o muerte, porque esto sería como repetir las burlas que, a partir de Quevedo y hasta la generación del 27, se acumularon sobre las osadías estilísticas de Góngora y sobre sus corales, aljófares, cristales y así sucesivamente.

Que, además, no se ría de tanta muerte, tanto suicidio, tanto amor fracasado, porque de ello ya se burlaron comediógrafos y costumbristas románticos, a sabiendas de que se trataba de aspectos que se habían convertido en modas, aunque brotaban de exigencias interiores y de presupuestos teoréticos mucho más profundos. Y era de la moda que se mofaban, no, claro está, de sus motivaciones.

La verdad es que hay que socavar debajo de la superficie: por consiguiente, me parece destinado al fracaso o por lo menos a la imprecisión cualquier intento de prevenir a una definición del romanticismo a través de la elencación de unos y otros aspectos exteriores, como el llanto, el suicidio, el amor infeliz, el fracaso existencial.

Ni el romanticismo ni algún otro movimiento puede reducirse a contenidos. También Edipo se suicida, también Tibulo y Garcilaso sufren por amores no correspondidos, también en las novelas sentimentales se juntan inextricablemente amor y muerte; pero nadie se atrevería a clasificar a estas obras y a sus autores como románticos, a no ser que se quiera volver a ese tema del romanticismo perenne al que se ha aludido anteriormente. Cierto no se puede negar que en las obras que solemos definir románticas, la presencia de esos temas resulte masiva, de manera que no está fuera de lugar entrever en ellos el indicio de una posible pertenencia al movimiento. Sin embargo, se trata de indicios que exigen otras pruebas mucho más comprometidas. Exigen el testigo de un trasfondo ideológico que los motive y justifique y que, dentro de lo posible nos explique su conversión en poesía.

Porque esto hay que tener sumamente en cuenta: que el romanticismo, como todos los movimientos literarios, es sobre todo, como diría De Sanctis, forma26.

¿Qué es pues lo que hoy se llama romanticismo?

Sería absurdo e improcedente, después de lo dicho anteriormente, intentar una nueva definición de romanticismo que se fuera a engrosar el número de las 11.396 que indica la Princeton Encyclopedia for Poetry and Poetics27. Si el romanticismo en general es un movimiento extremamente articulado y complejo, que por lo tanto se sustrae a cualquier intento definitorio, con mayor razón esto vale para el romanticismo español, objeto, como hemos visto, de tantas variadas interpretaciones.

Lo más viable, para conseguir una clave interpretativa más segura, es ir más allá del sencillo descubrimiento de temas y motivos, e individuar las motivaciones profundas que los determinan. Hoy, la labor de acercarse al romanticismo español para fijarse en sus componentes y, además, recorrer la larga cáfila de sus interpretaciones resulta enormemente facilitada por la disponibilidad de algunas obras, por así decirlo, enciclopédicas, que ofrecen una visión pormenorizada y al mismo tiempo de conjunto, del movimiento y sus problemas aludo sobre todo a Romanticismo español de Ricardo Navas Ruiz y al recentísimo y exhaustivo Panorama crítico del romanticismo español de Leonardo Romero Tobar, además del siempre fundamental tomo IV de la Historia de J. L. Alborg. Partiendo de ahí y de un número ya muy relevante de análisis de sendos aspectos, podemos intentar descubrir lo que en fin late en el fondo de nuestros románticos, cuáles son los impulsos que los arrastran a la composición de sus obras y que las unen con vínculos que salvan las fronteras entre géneros literarios y peculiaridades personales.

En primer y quizás único lugar, yo creo que habrá que destacar ese deseo irreprimible de apoderarse del tiempo y el espacio, que empuja a tantos escritores y, desde luego, a tantas criaturas literarias a derribar las barreras temporales y ambientales que se oponen a su ansia de liberación y de absoluto.

Quizás el prototipo de estas figuras sea Don Álvaro que intenta borrar el pasado viviendo un presente intenso y proyectándose hacia un porvenir de ensueño; que quiere superar los límites estrechos que separan las clases sociales; que busca su rescate de homo faber suae fortunae en una carrera existencial constantemente dominada por su voluntad, y vence la superioridad del Sino con una muerte «autónoma», con la cual se demuestra dueño no sólo del tiempo sino también del espacio, como parece sugerir la solemne trágica amplitud del paisaje que corona su suicidio. Pero pisan sus huellas tantos otros héroes, como, por aducir uno de los ejemplos más ilustres, el estudiante de Salamanca que, al perseguir un ser que pertenece a otro mundo, corre una carrera loca entre un horroroso trastorno espacial y temporal.

En esta misma situación se colocan El Trovador y Los Amantes de Teruel, El diablo mundo y El señor de Bembibre, El Pirata y El cosaco y El mendigo, Muérete ¡y verás! y Don Juan Tenorio.

En esta última obra, que por varios motivos resume y concentra los caracteres fundamentales de la dramaturgia romántica española, el juego del espacio y tiempo es tan marcado que huelga cualquier comentario. Lo que sí en cambio importa poner de relieve es que el protagonista consigue al fin amor y felicidad, en tanto que en muchas de las obras anteriores el fracaso esperaba al héroe al final de su angustiosa carrera; el cual fracaso nos reconduce a otro aspecto muy propio del romanticismo no solamente español, es decir la conciencia del abismo que separa la realidad del sueño.

El personaje romántico lucha por apoderarse del tiempo y el espacio porque los siente como opresión (el plazo, el ambiente social, los límites físicos) y cadena para su ansia de libertad física y metafísica; pero sabe también que lucha contra fuerzas superiores: el Destino, la Sociedad, el mundo material, la vida y la muerte. Desde el principio sabe que posiblemente fracasará, que será derrotado (siempre vive en el margen de la esquizofrenia, que justamente se manifiesta como modificación del sentido del tiempo y del espacio y, al mismo tiempo, se acompaña a un agudo deseo de amor); lo que por otro lado le confiere un sentido de grandeza que justifica y ennoblece su innata voluptas dolendi.

Que, en cambio, en el Tenorio, el fracaso resulte superado gracias a la intervención divina y, hay que añadir, en el mundo trascendente, no aleja de ninguna manera a la obra de Zorrilla de un riguroso contexto romántico, ya que las motivaciones profundas son exactamente las mismas que animaban al Don Álvaro.

Quisiera añadir, per incidens, que es aquí donde se conoce la importancia de remontarse a las motivaciones primarias para evitar caer en errores de perspectiva como el que ha llevado a algún crítico a negar, o al menos a limitar, la pertenencia del Tenorio al romanticismo...

Un sentimiento del tiempo y del espacio (pero sobre todo del primero) tan acusado creo que puede convertirse en el carácter más propio, en la síntesis podríamos decir, del romanticismo español, a pesar de que, como es lógico, no les sea desconocido a los demás movimientos europeos. Ni hay que extrañar que arraigue tan poderosamente en España, considerado que se trataba de un motivo sí importado, de claro abolengo kantiano e idealista, que sin embargo disfrutaba del sustento de una larga e intensa tradición indígena. En la cual no era difícil encontrar tanto el fracaso del «desengaño» como la solución trascendente: Quevedo, para aducir ejemplos significativos, o Luis de León.

Y ese sentimiento fundamental es el que informa los demás aspectos característicos: no sólo el contraste entre la realidad y sueño, al cual ya se ha aludido, sino también la pareja opositiva amor-muerte, que, si bien lo pensamos, no es más que la trasposición o ejemplificación de ese contraste.


Fratelli a un tempo stesso, Amore e Morte,
ingenerò la sorte,



cantaba en 1833 Giacomo Leopardi, lanzando un mensaje que pronto recogerían todos los románticos. No tardaron en recogerlo tampoco los españoles, que ya al año siguiente llevaban a la escena esa Conjuración de Venecia, donde amor y muerte alcanzaban una significativa simbolización en el coloquio amoroso entre Laura y Rugiero que se desarrolla en la lóbrega oscuridad de un panteón al lado de la tumba de dos amantes infelices.

A partir de este momento, el motivo se convierte en una constante de lo más granado del romanticismo español, hasta pervenir, como hemos visto, a cierta solución en el Tenorio. Ahora bien: la conclusión de la obra de Zorrilla nos atestigua que al fin todo se reconduce al gran problema del tiempo. Un tiempo que don Juan consigue vencer gracias al amor y por el cual en cambio otros, como, sobre todo, el esproncediano Don Félix de Montemar, acabarán derrotados. De todas formas, claro está que tanto el esqueleto de Espronceda como la Sombra de Zorrilla son una manera, negativa o positiva, de pasar más allá de los umbrales del tiempo humano.

El aspecto estructural y lingüístico de esta particular postura ante las categorías del espacio y el tiempo es la connotación.

Quizá pueda extrañar tal relación entre problemática espacio-temporal y un aspecto aparentemente exterior como la connotación. Sin embargo, para comprender mejor esa forma de dependencia, habrá que reflexionar un momento sobre el cambio que se produjo entre teatro neoclásico y teatro romántico. Un cambio que pone de relieve justamente su elemento más evidente y caracterizador en el pasaje desde el respeto de las unidades de tiempo y lugar a su abierta, constante y programática violación.

Si el primero encontraba su justificación más profunda (quiero decir más auténtica que la escueta obediencia a normas retóricas) en una interpretación de la realidad espacio-temporal preordenada y fija, la segunda sacaba su motivación de la definición de tiempo y espacio como categorías interiores. La estructura fundamental de los dos teatros quedaba pues sustentada por fuertes cimientos filosóficos y psicológicos.

No es difícil, partiendo de ahí, reconocer que la estructura del drama romántico favorece un desarrollo de la trama y de los personajes mucho más vario y matizado, a lo cual no puede corresponder una intensa variedad de matices también en el lenguaje.

A personajes macizos y a una sola dimensión oponían los románticos las múltiples facetas de seres que, como Don Álvaro o Don Juan, se colocan en una infinidad de perspectivas.

Connotar al personaje -todos los personajes, incluso el autor-protagonista de las líricas- fue el gran descubrimiento del romanticismo que por este camino se oponía abiertamente a la rigurosa denotatividad racionalista de la ilustración y el neoclasicismo.

Que era, por otro lado, el redescubrimiento del hombre, ser naturalmente polifacético, colocado en un perenne devenir de fragmentos espaciales y temporales.





 
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