De los cielos a los textos: el duelo hermenéutico en la «Libra astronómica y filosófica» de Carlos de Sigüenza y Góngora
Cristina Beatriz Fernández
Universidad Nacional de Mar de Plata
|
Sor Juana Inés de la Cruz |
Dentro del grupo de textos del siglo XVII que hoy, y no sin cierto anacronismo, llamaríamos científicos, se lleva la palma el número de escritos sobre la cuestión de los cometas2. Entre ellos se incluye la Libra astronómica y filosófica de Carlos de Sigüenza y Góngora, que me propongo analizar aquí. La Libra fue publicada en un momento crítico para la ciencia, como lo fue el siglo XVII, cuando se pasó de una concepción trascendente del mundo a una interpretación mecanicista de los fenómenos naturales, lo cual explica muchas de las que hoy nos parecerían contradicciones en la metodología seguida por este letrado para defender sus tesis astronómicas.
Antes de abordar el texto, conviene recordar que, sobre el tema específico de los cometas, la concepción oficial era la aristotélica, matizada por algunas apreciaciones de la Iglesia. Esta postura podría resumirse así: los cometas no habían sido creados, como todo lo demás, en la Creación, sino que Dios los mandaba ex profeso, cada tanto, para manifestar algún propósito particular. Se sostenía que no habían sido creados con los demás astros y criaturas porque, de ser así, tendrían su lugar y cierto ritmo regular en el universo, como todas las cosas. La hipótesis de la creación ex profeso trataba de justificar precisamente la irregularidad que representaban estos funestos astros en el ordenado concierto de las esferas celestiales. Como no provocaban ningún desorden en la Creación, fuera de su sola aparición, inexplicable e impredecible, Roma no llegó a considerarlos milagrosos, pero, en una mezcla de santa piedad y prudencia, optó por entender que, en función de su singularidad, algún sentido tenían que tener. Y continuando con una tradición ancestral en la que se contaban las prestigiosas autoridades de la antigüedad grecolatina, se los consideró como mensajeros de males.
Más allá de discusiones acerca del origen y la posición infra o supralunar de estos astros en el universo ptolemaico, la querella más sonora fue la provocada a la hora de decidir si estos visitantes funestos eran los causantes de los males o una simple señal de las desgracias por venir. Para los aristotélicos, los cometas eran nefastos para la salud de los hombres porque excitaban en éstos los humores secos y cálidos que producían las guerras y otras manifestaciones de violencia. Para los tomistas y escolásticos, los cometas no eran causantes de los males pero los anunciaban. Atribuirles una función sagrada era un recurso para conjurar el desorden que significaban en el ajustado mecanismo universal, ya que se presuponía que toda anomalía debía servir para algo, pues así lo exigía el carácter de necesidad y utilidad que orientaba el proceder del Creador. Adoptar una u otra de las posturas equivalía a posicionarse en un campo donde entraban en juego las autoridades de los antiguos, el saber teológico y matemático, las instituciones religiosas y el propio honor personal. Severo Sarduy ha dicho de la Cosmología que:
... esta ciencia, en la medida en que su objeto propio es el universo considerado como un todo, sintetiza, o al menos incluye, el saber de las otras: sus modelos, en cierto sentido, pueden figurar la episteme de una época...3. |
Esto se verifica especialmente en los escritos sobre la cuestión comética del siglo XVII. En estos textos, donde hay una cosmología incipiente -ya que el problema del origen de los cometas involucra el del universo-, la polémica permitía atravesar disciplinas dispares y se proyectaba, incluso, en una interpretación de la realidad natural y social.
En este contexto conviene situar la escritura de la Libra, para tener una visión medianamente certera de lo que significaba sostener una hipótesis como la que Sigüenza defendía, a saber: que los cometas no eran causa ni presagio de males. En una palabra, que no tenían sentido. Por supuesto, Sigüenza no era el primero que abogaba por esta hipótesis. Ya el prestigioso fray Diego Rodríguez, en su Discurso ethereológico de 1652, publicado en México, atacaba las teorías de Aristóteles y la idea de que los cometas fuesen entes maléficos4. No obstante, el hecho de que el controvertido profesor de la Universidad de México adhiriera a esta tesis es un indicio importante de la modernidad incipiente del pensamiento mexicano, pues significaba nada menos que des-semantizar el cosmos -si se me permite el término-, ya que se les negaba a estos astros el carácter de signos, al declarar vacío el lugar de un hipotético significado. Lo que efectúa Sigüenza es una deconstrucción de la lectura canonizada de los cielos: si es cierto que todo símbolo opera en función de una trascendencia, de una remisión a algo más allá de sí mismo5, Sigüenza pone precisamente en evidencia las arbitrariedades de la interpretación y corta el sistema de remisión de esos astros errantes a una presunta trascendencia.
La entrada en
combate de Sigüenza se debió, por otra parte, a lo que
consideró una cuestión de honor personal. El cometa
en cuestión había aparecido en 1680 -era, por cierto,
el mismo al que Halley y
Newton le prestarían
tanta atención-, sembrando el terror a ambos lados del
Atlántico. En 1681 Sigüenza publicó un folleto,
el Manifiesto filosófico contra los cometas despojados
del imperio que tenían sobre los tímidos. Ya
dentro de los límites del Virreinato, el folletito
ocasionó una controversia notable. Martín de la
Torre, otro matemático, contestó con el
Manifiesto cristiano en favor de los cometas mantenidos en su
natural significación, refutado por el hoy perdido
escrito de Sigüenza, Belerofonte matemático contra
la quimera astrológica. Otro enconado opositor de
Sigüenza fue Josef de Escobar Salmerón y Castro, quien
publicó un Discurso cometológico y
relación del nuevo cometa, al cual Sigüenza no se
dignaría responder considerándolo poco serio. Pero el
opositor más prestigioso que tuvo el profesor criollo fue el
padre Eusebio Kino6,
de la Compañía de Jesús, en su
Exposición astronómica del cometa. En este
libro, Kino llamaba a los cometas «señales horribles»
de la
«justa indignación»
de
la Providencia7,
defendiendo la misma tesis que sostenía Santo Tomás:
la de los cometas como heraldos de desgracias. Sigüenza le
contestó en su furibunda Libra astronómica y
filosófica, que, a pesar de tener la licencia para ser
publicada desde 1682, no quiso dar a luz para no enfrentarse a un
miembro tan prestigioso de la Orden. De hecho, el texto fue editado
recién en 1690, gracias a uno de sus amigos,
Sebastián de Guzmán y Córdoba, quien
aprovechó la aparición de un nuevo cometa en 1689
para hacerlo.
La
participación de Sigüenza en el debate adquiere un
matiz bastante belicoso ya desde el mismo título del libro:
LIBRA/ ASTRONOMICA,/ Y PHILOSOPHICA/ EN QUE/ D. Carlos de Sigúenza y Gongora/ Cosmographo, y
Mathematico Regio en la/ Academia Mexicana,/ EXAMINA/ no solo lo
que á su MANIFIESTO PHILOSOPHICO/ contra los Cometas opuso/
el R. P. EUSEBIO FRANCISCO
KINO de la Compañía de/ Jesus; sino lo que el mismo
R. P. opinó, y pretendio haver/ demostrado en su EXPOSICION
ASTRONOMICA/ del Cometa del año de 16818.
Como se puede apreciar, a pesar de la denominación de
«libra», es decir, balanza, en la que supuestamente
serían sopesados los argumentos de uno y otro polemista, el
empleo de una frase como «pretendió haber demostrado»
adjudica un matiz de valoración negativa al escrito del
padre Kino, enunciando la falacia de la tesis adversa al modalizar
la acción de demostrar con un verbo -pretender- que le
confiere un matiz de falsedad, de acción no terminada o, al
menos, de simple apariencia. El objetivo de la Libra, a
pesar de su equitativo título, va a ser, entonces, el de
cualquier discurso argumentativo: persuadir, convencer al lector u
oyente de que la postura propia es la más adecuada, lograr
su adhesión a la causa defendida.
Ahora bien, esta
construcción argumentativa no se debe solamente a la pluma
de Sigüenza, sino que la figura de otro letrado, el editor
Sebastián de Guzmán y Córdoba, juega un papel
importantísimo, enmarcando y dirigiendo el discurso. En
efecto, en el «Prólogo a quien leyere», fechado
en 1690, Guzmán y Córdoba hace el habitual
panegírico del autor, reseña muchas de sus obras
inéditas y lo ubica entre los hombres dignos de
mérito de «la nación
española»
(243), declarando que su
propósito al publicar el texto es darle al lector «en nuestra lengua castellana lo que falta en
ella»
(244), es decir, un buen tratado sobre esta
cuestión de los cometas. Esta mención de la
nación española y de la lengua castellana sirven para
contener el texto dentro de los límites de las instituciones
virreinales -recordemos que Guzmán era fiscal de la corte
virreinal-, y entra en una sutil contradicción con las
proposiciones del propio Sigüenza, quien se refiere, a vuelta
de página, a «nuestra criolla
nación»
(250). El prólogo de otro letrado y
el recurso a la unidad de la lengua, convierten el texto en una
manifestación más de la cultura del imperio, pero
hacen también de la escritura un lance de honor, cuando
Guzmán termina su prólogo retando a los miembros de
la República de las letras -que ya se perfilan como el
destinatario privilegiado de la Libra- en los siguientes
términos:
(246) |
De este
párrafo escrito por el prologuista de la Libra se
puede extraer toda una teoría sobre la función del
letrado que coincide con la que Sigüenza desarrolla a lo largo
de su escrito: el objetivo de la «literaria
república» es la búsqueda de la
«verdad», y los que participen en esta
filosófica contienda deben ser capaces de arriesgar su
propio nombre y crédito, como en un duelo o un lance de
honor cualquiera. Esta vinculación del texto con la persona
del autor se confirma en la razón que aduce Sigüenza
para imprimir con la Libra su Manifiesto, el
origen de la polémica: «porque
todo lo que es mío esté debajo de un mismo
contexto»
(252). La figura del letrado adquiere
así un matiz eminentemente moral, y en el apoyo brindado por
otro miembro de la clase letrada la contienda supera el
ámbito estrictamente individual para convertirse en
sectorial, a la vez que se revela el papel del grupo letrado como
emisor y destinatario de sus propios discursos.
A este
prólogo le sigue lo que sería la primera de las
partes escritas por Sigüenza, titulada «Motivos que hubo
para escribirla». Aquí Sigüenza refuerza esa
teoría del honor personal comprometido en el ejercicio
literario, y denuncia verse en «la
urgencia forzosa de defenderme a mí mismo»
(247).
Pero en esta defensa de su honor, Sigüenza se ve desfavorecido
por el prestigio de que gozaba uno de los miembros más
conspicuos de la Compañía de Jesús, con la
cual Sigüenza mantenía relaciones cordiales y la
permanente esperanza de ser reincorporado. Para no agraviar a las
instituciones, provoca un audaz deslinde entre el padre Kino y la
Compañía, diciendo que lo tratará «como matemático y sujeto
particular»
(247). En este mismo texto introductorio,
Sigüenza pone de relieve el tema que, enmascarado tras la
justa comética, va a desarrollarse entre líneas en su
argumentación: la socorrida cuestión de la
inferioridad de los criollos.
Esta cuestión de la inferioridad moral e intelectual de los criollos había hecho correr bastante tinta, y era uno de los temas más seriamente analizados por los tratadistas contemporáneos. Muchos, como el dominico Juan de la Puente, argüían que el clima americano y el influjo de las constelaciones dañaban el carácter de los españoles aquí nacidos, quienes terminaban por adoptar los vicios de los indios. Otros se oponían a esta teoría, sosteniendo que el clima benigno del Nuevo Mundo atemperaba la disposición colérica que los criollos heredaban de sus antepasados ibéricos. La disputa se había tornado muy dura dentro de los claustros de las órdenes religiosas, donde los criollos difícilmente llegaban a las más altas jerarquías por creérselos comprometidos con los intereses económicos de sus parientes terratenientes e incapaces, en consecuencia, de defender con imparcialidad a los indios. No obstante, los criollos estaban avanzando en algunos sectores, entre ellos la Universidad, en la que se habían logrado imponer como clara mayoría9. Estas polémicas entre «gachupines» y criollos llegaban a penetrar en el seno de las familias, donde los parientes peninsulares siempre tenían mejores posibilidades que sus familiares criollos, quienes eran, en muchos casos, descendientes de los propios conquistadores10.
El manejo que hace
Sigüenza de esta cuestión a lo largo de toda la
Libra es muy hábil y se sostiene en dos recursos
fundamentales: 1/ comprometer a la Orden como juez del debate, pero
también como parte, al vincularla al grupo criollo, y 2/
desnudar a Kino del hábito de jesuita
-metafóricamente hablando- para tratarlo como sujeto
particular. Ya vimos cómo evidenciaba su postura respecto de
lo segundo. En cuanto a lo primero, Sigüenza lo logra al
elogiar al Rector del Colegio Máximo de San Pedro y San
Pablo llamándolo «gloria de
nuestra criolla nación»
(250). Al alinear nada
menos que al Rector del Colegio de los Jesuitas en su bando, en
función de su proto-nacionalismo criollo, los padres de la
Orden, a quienes Sigüenza convoca como árbitros de la
disputa, quedan colocados en un platillo de la libra. Kino se ve
así doblemente desautorizado, porque el hecho de no ser
tratado como jesuita se acentúa con esta inversión de
signo de la extranjería del predicador. Ya no es una ventaja
ser europeo, sino una marca de diferencia con la elite intelectual
novohispana, universitaria y jesuítica, a la cual
Sigüenza destina su argumentación y de la que se
convierte, casi, en portavoz, al decir que no sólo cuenta
con las «aprobaciones de varones doctísimos» en
México sino que su tesis es compartida por muchos autores de
la Compañía.
El problema de la
clase criolla es tan evidente a lo largo de toda la Libra,
que para David Brading, el patriotismo de Sigüenza alcanza su
más polémica manifestación en este
texto11.
De hecho Sigüenza menciona la necesidad de defenderse por
hallarse «en mi patria»
, en una
posición prestigiosa que sólo debe a «mi estudio»
y por la cual percibe
«salario del rey»
y dice que
«no sólo a mí, sino a mi
patria y a mi nación, desacreditaría con el
silencio»
(368). De esta manera convierte su defensa
personal en una cuestión de patriotismo y un servicio al
rey, otorgándole a su persona la representación de
todo un grupo y transformando la supuesta ofensa de Kino en un
problema suprapersonal. En consecuencia, como bien ha sostenido
Saúl Sibirsky, «reviste a las
letras y al proceder científico de subjetividad y de
responsabilidad civil»12
.
Esta
dimensión social que adquiere el debate estelar, se agudiza
con la controvertida cuestión de los mecenas y las
autoridades que son convocados para labrar una posición de
prestigio al emisor del texto. Sigüenza descalifica la que
irónicamente llama «tan cortesana
política»
seguida por Kino, quien dedicó su
Exposición al virrey, siendo que Sigüenza
había dedicado el Manifiesto, al cual la
Exposición rebatía, a la virreina
-María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, la amiga de Sor
Juana-. Es decir, que además de diferir en su contenido, el
Manifiesto y la Exposición peleaban un
espacio social significativo desde sus paratextos: la casa
virreinal.
Pero el problema del enfrentamiento de las personas involucradas como mecenas o destinatarios privilegiados de los textos no termina ahí. La misma Sor Juana Inés de la Cruz es introducida en la disputa, pues le dedicó un elogioso soneto a Kino después de que éste le obsequiara un ejemplar de su libro. Este soneto de Sor Juana será utilizado por Kino contra Sigüenza. En efecto, en el «Prólogo del autor» de su Vida del P. Francisco J. Saeta, Kino, enterado del enojo de Sigüenza, defiende su Exposición diciendo que ésta cuenta con
... sus aprobaciones de los doctísimos Padres Francisco Jiménez y Francisco Florencia, y, con especialidad, la muy erudita, muy capaz y religiosísima Madre Juana Inés de la Cruz, profesa de la Orden de San Jerónimo, en su ingeniosísimo y doctísimo tomo impreso, con particulares versos, la abonan, amparan y defienden, al parecer, lo bastante13. |
Este soneto que Sor Juana dedicó a Kino -el 205 según la edición de Méndez Plancarte-, no dice nada en concreto acerca de las tesis de Kino, más bien parece un elogio circunstancial hecho en agradecimiento por el volumen obsequiado o por encargo. En suma, el poema parece ser un gesto cortesano intrascendente, aunque posteriormente Kino lo utilizaría como garantía de autoridad de sus propias ideas.
En conclusión, este duelo literario que Sigüenza dice estar desarrollando en la Libra, adquiere, sobre todo desde sus paratextos, dimensiones muy superiores a las de un simple debate entre dos matemáticos. No resulta fácil diseñar el mapa que el debate va configurando. De un lado están el prestigio internacional de Kino y la supuesta adhesión de los padres que aprobaron su libro; del otro, la posición de letrados como Sebastián de Guzmán y Córdoba, que hacen causa común con el erudito mexicano, y el intento de Sigüenza de inclinar en su favor a la Compañía de Jesús. En el medio, la pareja de los virreyes y un soneto circunstancial de Sor Juana.
La Libra astronómica y filosófica tiene en total siete partes, subdivididas en parágrafos, además del prólogo. La primera de ellas es la ya mencionada «Motivos que hubo para escribirla». Las seis restantes se ocupan de defender la tesis del propio Sigüenza y de desacreditar la de Kino. Esto se logra, en gran medida, mediante la remisión permanente al texto del jesuita y al Manifiesto del propio Sigüenza, para confrontar las tesis allí enunciadas. De modo que en la Libra hay un permanente juego de intertextualidad, en el sentido de copresencia entre dos o más textos que le diera Gerard Genette14. Entre los textos convocados el primero es el «Manifiesto filosófico contra los cometas, despojados del imperio que tenían sobre los tímidos», el cual volvió a imprimirse como la segunda parte de la Libra. Su presencia es en cierto modo redundante, porque es permanentemente citado en los otros apartados en forma mediatizada, a través de las citas de párrafos de Kino que se referían al Manifiesto. Pero el hipotexto más importante de la Libra es la Exposición de Kino, ya que el libro de Sigüenza es un hipertexto que deriva directamente de él, le debe su existencia, puesto que se construye a medida que lo va refutando. En efecto, la tercera y la cuarta parte, que son el meollo de este tratado de Sigüenza, se construyen en base a la cita o la glosa y el posterior comentario del libro de Kino. La tercera parte se titula «Expónense las respuestas del padre Kino en su Exposición Astronómica y se les hace instancia». Como el título indica, en ella se refutan una por una las objeciones que Kino había puesto al Manifiesto. Es un trabajo minucioso donde la búsqueda programática de la verdad queda confiada a la destreza en desarmar las estructuras argumentativas montadas por el adversario. En la cuarta parte, aquella en que «Pónese en las balanzas de la libra astronómica y filosófica, lo que es propio del reverendo padre en su Exposición Astronómica», Sigüenza pasa de la postura defensiva a la ofensiva, desbaratando las tesis propias de Kino. En la quinta parte, de orden más bien técnico, se repite la desacreditación de las tesis de Kino, pero ahora en el marco del lenguaje formal de las matemáticas y la astronomía. Se trata de probar que Kino no puede demostrar matemáticamente lo que sostenía, así como en la tercera y la cuarta parte se trataba de evidenciar cómo no había sabido argumentar verbalmente su postura. Al final de la Libra tenemos una descalificación doble del jesuita: en el orden estrictamente científico y en el más amplio de la lógica y el discurso. La sexta parte examina, para demolerlos, los fundamentos de la astrología. El texto con el que se dialoga, el hipotexto, es aquí el Manifiesto cristiano en favor de los cometas mantenidos en su natural significación, de Martín de la Torre. En ella Sigüenza sigue un procedimiento parecido, citando entre comillas a de la Torre y refutándolo, tal como hiciera con Kino, aunque de una forma menos virulenta. Esta parte parece ser una suerte de compendio del perdido Belerofonte matemático contra la quimera astrológica. La última parte es la exposición de sus observaciones sobre el cometa, de sus cálculos sobre la longitud de la ciudad de México y termina con la invitación a otros astrónomos y matemáticos del mundo a intercambiar información. Por último, mencionaré que el texto estaba enmarcado por una «epístola dedicatoria» de Sebastián de Guzmán y Córdoba, y una serie de aprobaciones y licencias que los editores de la edición que utilizo, lamentablemente, no consideraron importante imprimir15.
Como en este estadio del desarrollo científico todavía no eran el experimento o la prueba fáctica la demostración irrefutable de la certeza de la propia hipótesis, sino que las reglas de la lógica y de la retórica jugaban un papel crucial a la hora de determinar lo verdadero, me parece útil esbozar someramente algunas de las estrategias y procedimientos que Sigüenza utiliza para desmantelar la argumentación de Kino, teniendo en cuenta que el texto del primero se organiza fagocitando el del segundo, mostrando el endeble reverso de la lógica del jesuita.
Entre las
estrategias que utiliza el mexicano para desmontar la
argumentación del padre europeo, tiene un papel
preponderante la crítica al sistema de las citas de
autoridad, aunque el mismo Sigüenza las utiliza cuando le
convienen. Como es sabido, el paso del método de las
autoridades a la deducción lógica se hizo en forma
gradual, comenzándose por cambiar las autoridades que se
citaban y sustituyendo, por ejemplo, a los Padres de la Iglesia por
los autores clásicos16.
La ambigua conducta de Sigüenza al respecto confirma el que
nos hallemos en una etapa de transición en cuanto a las
formas de representar y exponer el conocimiento. Por ejemplo,
critica que Kino recurra a la Biblia para extrapolar conclusiones
sin tener en cuenta la historicidad de los relatos bíblicos
(261) -adhiriendo a la exégesis historicista de la escuela
de escrituristas españoles y novohispanos que privilegiaba
el sentido literal del libro sagrado-17;
o afirma que los cometas no causarán daño «aunque más autoridades se traigan para
probarlo»
(257). Su postura llega a un elogio de la
razón frente a la repetición de lo canonizado en las
siguientes frases:
(277) |
E incluso recurre
al tópico del mundo como lugar contradictorio al aseverar
«que no hay cosa, por anómala y
despreciada que sea, que no tenga su apoyo en algún
autor»
(289). En la misma línea, critica el uso y
abuso que hace Kino de los antiguos, pero lo hace mediante la
manifiesta adhesión a una jerarquía ortodoxa que
podría parecer en contradicción con otras
afirmaciones suyas, pero que le sirve para debilitar al adversario.
En efecto, no desautoriza el uso de las citas en Kino, sino que
cuestiona la preeminencia concedida a los autores clásicos,
lo cual equivale a «darles a los profanos
autores la misma autoridad que a los sagrados
oráculos»
(263). Esta jerarquización de las
autoridades también es empleada en otro pasaje, donde Kino
prefiere una opinión de Séneca a la de
Aristóteles, lo cual Sigüenza reprueba en un miembro de
la Compañía.
Él mismo
recurre a las citas de autoridades cuando éstas sirven para
sus propósitos, por ejemplo cuando dice que San
Agustín «confirma»
sus
opiniones (308) o cuando ofrece «comprobar»
su opinión citando a
«varios autores no idiotas, ni
bajos, ni plebeyos, sino muy altos, muy
nobles, muy doctos»
(264).
Unas
páginas más adelante, Sigüenza opone la
opinión de Kino a la de miembros de la
Compañía, en una frase que comienza diciendo:
«¿Cómo no será falsa
la absoluta aserción del muy verídico
padre?»
(301). Al calificar a Kino como «verídico»
mientras dice que su
opinión es «falsa»
,
fractura uno de los principales pilares de la argumentación,
a saber: la presupuesta solidaridad entre la persona y sus actos.
En efecto, en todo discurso argumentativo se considera a la persona
como el soporte de una serie de cualidades, el autor de una serie
de actos y juicios, un ser que da cohesión a un grupo de
fenómenos que la rodean18.
Entonces, a pesar de la posterior calificación de «verídico»
que destina a Kino,
el denominar «falsa»
a su
opinión, connota, mediante ese presupuesto de solidaridad,
la poca confianza que el adversario merece.
Otra estrategia
relevante es la construcción del lector o del auditorio de
su argumentación, para utilizar la terminología de
Perelman. Al respecto puede
notarse un cambio notable entre el auditorio del
Manifiesto y el de la Libra. En el primero
anunciaba: «pretendo ocurrir a las voces
inadvertidas del vulgo»
(253), y explicaba que ese texto
no era más que un «compendio»
(253). Se trataba,
evidentemente, de una suerte de texto de divulgación. En
cambio, la Libra, en donde se juzga la producción
de otro letrado, se dirige a un auditorio de élite. En el
Manifiesto decía que no citaría autoridades,
«porque no quiero latines en lo que
pretendo vulgar»
(256). En la Libra, por el
contrario, revela un profundo conocimiento no sólo del tema
específico de los cometas sino de textos religiosos,
clásicos, filosóficos, etc. Su auditorio es en este caso la clase
letrada, no sólo de la Nueva España sino del «orbe literario»
entero, como puede
percibirse en la invitación que hace a científicos de
otras regiones a compartir sus observaciones, y en el hecho de
destinar las suyas a los «grandes
matemáticos de la Europa»
(258). Esta
disociación del estilo en cada uno de los textos, en
función del auditorio que el orador tiene en mente, estaba
legislada ya por la antigua retórica, muchos de cuyos
tratadistas, como Aristóteles o Cicerón,
proponían una adecuación del discurso al auditorio,
al que dividían en dos categorías fundamentales: la
de los vulgares y la de los hombres cultos19.
Estos hombres cultos son los que constituyen el verdadero auditorio
de la Libra, pues, a pesar de apelaciones concretas al
padre Kino (289) y de la declarada sumisión a la
Compañía de Jesús como árbitro de la
contienda, Sigüenza emplaza permanentemente al «erudito y desapasionado lector»
(305),
al «lector discreto»
(310),
para oficiar como jurado del debate.
Un buen modo de
desacreditar a Kino, es alinearlo en las filas de aquellos
hermeneutas fatalistas que predicaban el carácter funesto de
los cometas, como podemos ver cuando Sigüenza inquiere:
«¿a quién le manifiesta
Dios sus inescrutables secretos en la creación de un
cometa?»
(258), calificando semejantes predicciones de
«impiedades»
y diciendo que
equivalen a «querer averiguarle a Dios
sus motivos»
(254). De esta manera, revierte la probable
acusación de herejía o poca fe que pendía
sobre la cabeza de aquellos que intentaban vaciar el cosmos de un
significado trascendente, leyendo el proceder de augures como Kino
a la luz del pecado de soberbia, desplazando la predicción
comética del terreno teológico para confinarla en el
astrológico, al cual se ocupa de defenestrar diciendo que la
astrología se apoya en «fundamentos debilísimos»
y
llamándola «fábrica»
(256), vale decir,
artificio, y no conocimiento revelado por Dios a los mortales.
Otro recurso
importante es el vocabulario de marcada connotación
histriónica que emplea para poner de relieve el
carácter seudocientífico de la «sangrienta opinión»
que le
merecen los cometas al padre Kino. Dice que va a quitarles a estos
astros «la máscara»
«para que no nos espanten»
(254), que Kino ha «disfrazado
[al
cometa] con máscara de apostema
celeste»
(319), que lo presenta «con nueva tramoya»
, «con catadura fiera en traje de
monstruo»
, como un «espantajo»
(319). Todo lo cual acusa
al adversario de haber empleado recursos dramáticos en el
tratamiento de un tema tan serio.
En su afán de hacer caer en contradicción a su adversario, Sigüenza emplea el consabido recurso de adoptar momentáneamente sus opiniones y llevarlas hasta un punto en que se contradigan o caigan en el ridículo. De este procedimiento no se salva ni Aristóteles, cuando el mexicano trata de refutar su explicación, según la cual los cometas se producían por exhalaciones de la tierra que se inflamaban en la región del aire. Sigüenza, jugando con la similitud, recuerda que ese mismo es el supuesto origen de las estrellas errantes, con la sola diferencia de que estas son más pequeñas, y que si ellas no se interpretan como presagio de males, tampoco ha de ser interpretado como tal el cometa. Por supuesto, el presupuesto que orienta este razonamiento es que la analogía en el origen implica una analogía en el devenir de estos entes, confirmando la capacidad predictiva que se sigue de conocer el origen de las cosas. Adopta la tesis del Príncipe y la extrema hasta el punto de decir:
(254) |
De esta forma, hace incurrir a la tesis adversa en el ridículo. Lo mismo ocurre cuando se opone a otra tesis, según la cual los cometas se producían al consumirse por el fuego sustancias malignas que estaban en el aire, y que por lo tanto eran ellos también malignos. Apelando nuevamente al procedimiento analógico, Sigüenza desnuda la falacia que subyace en este razonamiento, al decir que si los cometas desempeñasen esa función purificadora, no podrían ser nocivos, pues
(256) |
A pesar de este
recurso a la analogía, Sigüenza se separa de la
tendencia a encontrar analogías ocultas entre todas las
cosas, o, al menos, a descubrir analogías superficiales y
simplistas. Según la apocalíptica explicación
de Kino, el cielo producía cada vez con más
frecuencia estos fenómenos anómalos porque nos
acercábamos al fin de los tiempos. El universo, como un
hombre viejo y enfermo, mostraba su decadencia en la
exhibición de estos «defectos» o
«corrupciones» celestes. Sigüenza cuestiona esta
analogía tan burda entre micro y macrocosmos, mediante el
sencillo expediente de mostrar cómo esa semejanza se puede
repetir entre el hombre/microcosmos y cualquier animal. De ese modo
atribuye al mismo tema de la analogía -los cielos
se alteran cuando envejecen- más de un foro posible
-los hombres cambian sus cuerpos cuando envejecen, pero los
animales también-, con lo cual destruye la relación
en la que se fundaba la analogía: la correspondencia
única entre micro y macrocosmos20.
Además, aprovecha para desacreditar el calendario
apocalíptico que expone Kino: declara su creencia en el
juicio final, en tanto que dogma de fe, pero acota que el
Señor puede ejecutarlo «cuando
fuere su voluntad sin atarse a estas analogías
fantásticas»
(266). Así, se convierte en
mejor defensor de la postura de la Iglesia que el propio jesuita, y
convierte los errores científicos de su adversario en
errores de fe.
El manejo de la
etimología es también una herramienta importante en
el proceso de argumentación. En un determinado pasaje, Kino
menciona un libro editado por «un docto
profesor de matemáticas de la Bredense Academia»
(261), donde se decía que la palabra mazaroth que
aparece en la Biblia, a la cual se identificaba con un signo
ominoso, significaba cometa. A esto Sigüenza contesta:
(261) |
Como se ve, hay
una reivindicación típicamente barroca del propio
saber del letrado -quien mientras dice que ignora muestra lo que
sabe- y una equiparación con el profesor europeo, en
función de la universalidad del conocimiento. A
continuación Sigüenza localiza la palabra en las
Escrituras y desarrolla un erudito proceso filológico
tendiente a probar que «erró en su
traducción el profesor bredense»
(262). Al socavar
los fundamentos etimológicos de la argumentación de
Kino la desestabiliza e, incluso, llega a ponerlo en entredicho con
las disposiciones del Concilio de Trento referentes a la
canonización de la «Vulgata», en la cual se daba
otra traducción del término en cuestión. De
paso, al decir que respeta esa versión de la Biblia porque
es la que la Iglesia manda leer a «nosotros los españoles»
(262),
hace de su divergencia frente a Kino y al profesor bredense citado
una defensa de la religión imperial, aprovechando la ambigua
situación del criollo en su relación de
subordinación al poder real.
Otra manera,
aunque algo indirecta, de argumentar contra las tesis de Kino, es
objetar los procedimientos de transcripción textual
empleados por el padre, es decir, cuestionar su honestidad como
sujeto intelectual. Así, Sigüenza siempre cita a Kino
entre comillas, y si lo glosa avisa que están «Reducidas a compendio fidelísimamente,
las palabras del reverendo padre»
(262). En
contraposición, denuncia la poca confiabilidad de los
resúmenes que su adversario hizo del Manifiesto,
amparándose en su autoridad como sujeto/génesis del
discurso. Su trabajo consiste, entonces, en verificar la fidelidad
de su adversario al primer hipotexto de la disputa, el
Manifiesto, ya que al invalidar la glosa del contrincante
se desestructura la argumentación sostenida en ella. Esto le
permite acusar a Kino de alterar la evidencia sobre la que se
está discutiendo, formando «a la
medida de sus fuerzas un enemigo a quien pudiera vencer con
facilidad»
(278), ante lo cual se compromete a destruir
«la máscara que a mi argumento le
puso»
(278). Este proceder lo extiende a las glosas que
hace Kino de otros autores, mientras, en lo concerniente a
sí mismo, pone de manifiesto el hecho de no citar autores
que no conoce de primera mano (272) e invita permanentemente a su
lector a la confrontación de los textos que cita.
Las objeciones de
índole gramatical no son menos importantes. Kino
decía en cierto pasaje que «a los
cometas casi siempre se les sigue algún fatal y triste
acontecimiento»
(269). Sigüenza critica esta
restricción que implica el adverbio «casi» a la
proposición universal de que los cometas traían
desgracias y pone en evidencia la falacia lógica de su
adversario: «Ni sé yo cómo
será universalmente cierta una cosa que tal vez,
según afirma, se falsifica»
. Del mismo modo, hace
notar la contradicción entre el texto y los paratextos del
libro de Kino, quien en la dedicatoria de su libro al virrey le
auguraba felicidades anunciadas por el cometa y luego se dedicaba a
demostrar su carácter nefasto (332). Esta crítica a
la lógica y a la gramática de Kino, se convierte
también en una crítica de estilo, es decir, que se
traslada al orden de la elocutio. Sigüenza encuentra condenable que
su adversario haya elegido una forma tan confusa de exponer sus
argumentos mediante lo que llama una «extraordinaria gramática»
(362) y lo acusa de usar «cortinas de
misterios y ceremonias»
en la exposición del tema
que hace en sus cartas, a las que llama «oráculos délficos»
por
su ambigüedad (331).
Muchos otros son
los procedimientos utilizados para desbaratar la postura de Kino.
Entre ellos, juegan un papel importante criterios más
modernos, como el empleo de simples métodos
cuantitativos para demostrar que no hay correspondencia entre el
número de desgracias y el de cometas, o el cuestionamiento
del instrumental astronómico poco preciso empleado por Kino,
llegando a acusarlo de haber «fingido» observaciones.
No obstante, la garantía de las suyas propias consiste en un
juramento «por el carácter de mi
sacerdotal dignidad»
(345), con lo cual Sigüenza
recupera el juramento como forma de la evidencia a la que se
podía aludir en la instancia de la probatio o exposición de las
pruebas que reconocía la antigua
retórica21.
En síntesis, podemos notar cómo la búsqueda de la verdad se realiza mediante la confrontación de textos y argumentos, desarmando las estrategias persuasivas del adversario en una disputa libresca que pretende descubrir el sentido del universo. La operación hermenéutica llevada a cabo en estos textos en torno a la cuestión comética cambia de signo, si la confrontamos con la hermenéutica tradicional, de vocación medieval y cristiana. En efecto, el montaje argumentativo de Sigüenza, en el que se incluyen desde las tradicionales citas de autoridades hasta las más modernas mediciones astronómicas, lleva a poner en evidencia que el significado del mundo, en última instancia, es el vacío, y que ni los astros ni los cielos tienen nada que decirnos.