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ArribaAbajoLibro III


ArribaAbajoDedicatoria

A don Pedro Portocarrero, del Consejo de Su Majestad y del de la Santa y General Inquisición


Se da solución a algunos reparos que se hicieron sobre los dos libros anteriores, y se hace la apología del castellano

De los dos libros pasados que publiqué para probar en ellos lo que se juzgaba de aqueste escribir, he entendido, muy ilustre Señor, que algunos han hablado mucho y por diferente manera. Porque unos se maravillan que un teólogo, de quien, como ellos dicen, esperaban algunos grandes tratados llenos de profundas cuestiones, haya salido al fin con un libro en romance. Otros dicen que no eran para romance las cosas que se tratan en estos libros, porque no son capaces de ellas todos los que entienden romance. Y otros hay que no los han querido leer, porque están en su lengua; y dicen que, si estuvieran en latín, los leyeran. Y de aquellos que los leen, hay algunos que hallan novedad en mi estilo, y otros que no quisieran diálogos, y otros que quisieran capítulos; y que, finalmente, se llegaran más a la manera de hablar vulgar y ordinaria de todos, porque fueran para todos más tratables y más comunes.

Y porque juntamente con estos libros publiqué una declaración del capítulo último de los Proverbios, que intitulé La perfecta casada, no ha faltado quien diga que no era de mi persona ni de mi profesión decirles a las mujeres casadas lo que deben hacer. A los cuales todos responderé, si son amigos, para que se desengañen; y, si no lo son, para que no se contenten. A los unos, porque justo es satisfacerlos; y a los otros, porque gusten menos de no estar satisfechos; a aquéllos, para que sepan lo que han de decir; a éstos, para que conozcan lo poco que nos dañan sus dichos.

Porque los que esperaban mayores cosas de mí, si las esperaban porque me estiman en algo, yo les soy muy deudor; mas, si porque tienen en poco éstas que he escrito, no crean ni piensen que en la Teología, que llaman, se tratan ningunas ni mayores que las que tratamos aquí, ni más dificultosas, ni menos sabidas, ni más dignas de serlo. Y es engaño común tener por fácil y de poca estima todo lo que se escribe en romance, que ha nacido o de lo mal que usamos de nuestra lengua, no la empleando sino en cosas sin ser, o de lo poco que entendemos de ella creyendo que no es capaz de lo que es de importancia. Que lo uno es vicio y lo otro engaño, y todo ello falta nuestra, y no de la lengua ni de los que se esfuerzan a poner en ella todo lo grave y precioso que en alguna de las otras se halla.

Así que no piensen, porque ven romance, que es de poca estima lo que se dice; mas, al revés, viendo lo que se dice, juzguen que puede ser de mucha estima lo que se escribe en romance, y no desprecien por la lengua las cosas, sino por ellas estimen la lengua, si acaso las vieron, porque es muy de creer que los que esto dicen no las han visto ni leído. Más noticia tienen de ellas, y mejor juicio hacen los segundos que las quisieran ver en latín, aunque no tienen más razón que los primeros en lo que piden y quieren. Porque, pregunto: ¿por qué las quieren más en latín? No dirán que por entenderlas mejor, ni hará tan del latino ninguno que profese entenderlo mas que a su lengua; ni es justo decir que, porque fueran entendidas de menos, por eso no las quisieran ver en romance, porque es envidia no querer que el bien sea común a todos, y tanto más fea cuanto el bien es mejor.

Mas dirán que no lo dicen sino por las cosas mismas que, siendo tan graves, piden lengua que no sea vulgar, para que la gravedad del decir se conforme con la gravedad de las cosas. A lo cual se responde que una cosa es la forma del decir, y otra la lengua en que lo que se escribe se dice. En la forma del decir, la razón pide que las palabras y las cosas que se dicen por ellas sean conformes, y que lo humilde se diga con llaneza, y lo grande con estilo más levantado, y lo grave con palabras y con figuras cuales convienen. Mas, en lo que toca a la lengua, no hay diferencia, ni son unas lenguas para decir unas cosas, sino en todas hay lugar para todas; y esto mismo de que tratamos no se escribiera como debía por sólo escribirse en latín, si se escribiera vilmente; que las palabras no son graves por ser latinas, sino por ser dichas como a la gravedad le conviene, o sean españolas o sean francesas.

Que si, porque a nuestra lengua la llamamos vulgar, se imaginan que no podemos escribir en ella sino vulgar y bajamente, es grandísimo error; que Platón escribió no vulgarmente ni cosas vulgares en su lengua vulgar, y no menores ni menos levantadamente las escribió Cicerón en la lengua que era vulgar en su tiempo; y, por decir lo que es más vecino a mi hecho, los santos Basilio y Crisóstomo y Gregorio Nacianceno y Cirilo, con toda la antigüedad de los griegos, en su lengua materna griega (que, cuando ellos vivían, la mamaban con la leche los niños y la hablaban en la plaza las vendedoras), escribieron los misterios más divinos de nuestra fe, y no dudaron de poner en su lengua lo que sabían que no había de ser entendido por muchos de los que entendían la lengua: que es otra razón en que estriban los que nos contradicen, diciendo que no son para todos los que saben romance estas cosas que yo escribo en romance. Como si todos los que saben latín, cuando yo las escribiera en latín, se pudieran hacer capaces de ellas, o como si todo lo que se escribe en castellano, fuese entendido de todos los que saben castellano y lo leen. Porque cierto es que en nuestra lengua, aunque poco cultivada por nuestra culpa, hay todavía cosas, bien o mal escritas, que pertenecen al conocimiento de diversas artes, que los que no tienen noticia de ellas, aunque las lean en romance, no las entienden.

Mas a los que dicen que no leen estos mis libros por estar en romance, y que en latín los leyeran, se les responde que les debe poco su lengua, pues por ella aborrecen lo que, si estuviera en otra, tuvieran por bueno.

Y no sé yo de dónde les nace el estar con ella tan mal; que ni ella lo merece, ni ellos saben tanto de la latina que no sepan más de la suya, por poco que de ella sepan, como de hecho saben de ella poquísimo muchos. Y de éstos son los que dicen que no hablo en romance porque no hablo desatadamente y sin orden, y porque pongo en las palabras concierto, y las escojo y les doy su lugar; porque piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo; y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio, así en lo que se dice como en la manera como se dice. Y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa, y las mide y las compone, para que, no solamente digan con claridad lo que se pretende decir, sino también con armonía y dulzura. Y si dicen que no es estilo para los humildes y simples, entiendan que, así como los simples tienen su gusto, así los sabios y los graves y los naturalmente compuestos no se aplican bien a lo que se escribe mal y sin orden, y confiesen que debemos tener cuenta con ellos, y señaladamente en las escrituras que son para ellos solos, como aquesta lo es.

Y si acaso dijeren que es novedad, yo confieso que es nuevo y camino no usado para los que escriben en esta lengua poner en ella número, levantándola del decaimiento ordinario. El cual camino quise yo abrir, no por la presunción que tengo de mí -que sé bien la pequeñez de mis fuerzas-, sino para que los que las tienen, se animen a tratar de aquí adelante su lengua como los sabios y elocuentes pasados, cuyas obras por tantos siglos viven, trataron las suyas; y para que la igualen en esta parte que le falta con las lenguas mejores, a las cuales, según mi juicio, vence ella en otras muchas virtudes. Y por el mismo fin quise escribir en diálogo, siguiendo en ello el ejemplo de los escritores antiguos, así sagrados como profanos, que más grave y elocuentemente escribieron.

Resta decir algo a los que dicen que no fue de mi cualidad ni de mi hábito el escribir del oficio de la casada, que no lo dijeran si consideraran primero que es oficio del sabio, antes que hable, mirar bien lo que dice. Porque pudieran fácilmente advertir que el Espíritu Santo no tiene por ajeno de su autoridad escribirles a los casados su oficio, y que yo, en aquel libro, lo que hago solamente es poner las mismas palabras que Dios escribe y declarar lo que por ellas les dice, que es propio oficio mío, a quien por título particular incumbe el declarar la Escritura.

Demás de que del teólogo y del filósofo es decir a cada estado de personas las obligaciones que tienen; y, si no es del fraile encargarse del gobierno de las casas ajenas, poniendo en ello sus manos, como no lo es sin duda ninguna, es propio del fraile sabio y del que enseña las leyes de Dios, con la especulación traer a luz lo que debe cada uno hacer, y decírselo. Que es lo que yo allí hago, y lo que hicieron muchos sabios y santos, cuyo ejemplo, que he tenido por blanco así en esto como en lo demás que me oponen, puede conmigo más para seguir lo comenzado que para retraerme de ello estas imaginaciones y dichos que, además de ser vanos, son de pocos. Y cuando fueran de muchos, el juicio sólo de V. M. y su aprobación es de mayor peso que todos. Con lo cual alentado, con buen ánimo proseguiré lo que resta, que es lo que los de Marcelo hicieron y platicaron después, que fue lo que ahora sigue.




ArribaAbajoIntroducción

Reanudan el diálogo en el soto, y el día de la festividad de San Pablo, por la tarde


El día que sucedió, en que la Iglesia hace fiesta particular al apóstol San Pablo, levantándose Sabino más temprano de lo acostumbrado, al romper del alba salió a la huerta, y, de allí, al campo que está a mano derecha de ella, hacia el camino que va a la ciudad, por donde, habiendo andado un poco rezando, vio a Juliano que descendía para él de la cumbre de la cuesta que, como dicho he, sube junto a la casa. Y maravillándose de ello, y saliéndole al encuentro, le dijo:

-No he sido yo el que hoy ha madrugado, que, según me parece, vos, Juliano, os habéis adelantado mucho más, y no sé por qué causa.

-Como el exceso en las cenas suele quitar el sueño -respondió Juliano-, así, Sabino, no he podido reposar esta noche, lleno de las cosas que oímos ayer a Marcelo, que, demás de haber sido muchas, fueron tan altas que mi entendimiento, por apoderarse de ellas, apenas ha cerrado los ojos. Así que, verdad es que os he ganado por la mano hoy, porque mucho antes que amaneciese ando por estas cuestas.

-Pues ¿por qué por las cuestas? -replicó Sabino-. ¿No fuera mejor por la ribera del río en tan calurosa noche?

-Parece -respondió Juliano- que nuestro cuerpo naturalmente sigue el movimiento del sol, que a esta hora se encumbra, y a la tarde se derrueca en la mar; y así es más natural el subir a los altos por las mañanas, que el descender a los ríos, a que la tarde es mejor.

-Según eso -respondió Sabino-, yo no tengo que ver con el sol, que derecho me iba al río si no os viera.

-Debéis -dijo Juliano- de tener que ver con los peces.

-Ayer -dijo Sabino- decía que yo era pájaro.

-Los pájaros y los peces -respondió Juliano- son de un mismo linaje, y así viene bien.

-¿Cómo de un linaje mismo? -dijo Sabino.

-Porque Moisés dice -respondió Juliano- que crió Dios en el quinto día, del agua, las aves y los peces.

-Verdad es que lo dice -dijo Sabino-, mas bien disimulan el parentesco, según se parecen poco.

-Antes se parecen mucho -respondió Juliano entonces-, porque el nadar es como el volar, y, como el vuelo corta el aire, así el que nada hiende por el agua; y las aves y los peces por la mayor parte nacen de huevos; y, si miráis bien, las escamas en los peces son como las plumas en las aves, y los peces tienen también sus alas, y con ellas y con la cola se gobiernan cuando nadan, como las aves cuando vuelan lo hacen.

-Mas las aves -dijo riendo Sabino- son por la mayor parte cantoras y parleras, y los peces todos son mudos.

-Ordenó Dios esa diferencia -respondió Juliano- en cosas de un mismo linaje para que entendamos los hombres que, si podemos hablar, debemos también poder y saber callar, y que conviene que unos mismos seamos aves y peces, mudos y elocuentes, conforme a lo que el tiempo pidiere.

-El de ayer a lo menos -dijo Sabino-, no sé si pedía, siendo tan caluroso, que se hablase tanto; mas yo, que lo pedí, sé que deseo algo más.

-¿Más decís? Y ¿qué hubo en aquel argumento que Marcelo no lo dijese?

-En lo que se propuso -dijo Sabino-, a mi parecer habló Marcelo como ninguno de los que yo he visto hablar. Y aunque le conozco, como sabéis, y sé cuánto se adelanta en ingenio, cuando le pedí que hablase, nunca esperé que hablara en la forma y con la grandeza que habló; mas lo más que digo es, no en los nombres de que trató, sino en uno que dejó de tratar; porque, hablando de los nombres de Cristo, no sé cómo no apuntó en su papel el nombre propio de Cristo, que es Jesús: que de razón había de ser o el principal o el primero.

-Razón tenéis -respondió Juliano- y será justo que se cumpla esa falta, que de tal nombre aun el sonido sólo deleita; y no es posible sino que Marcelo, que en los demás anduvo tan grande, tiene acerca de este nombre recogidas y advertidas muchas grandezas. Mas ¿qué medio tendremos que parece no buen comedimiento pedírselo, que estará muy cansado, y con razón?

-El medio está en vuestra mano, Juliano -dijo Sabino luego.

-¿Cómo en mi mano? -respondió.

-Con hacer vos -dijo Sabino- lo que no os parece justo que se pida a Marcelo; que estas cuestas y esta vuestra madrugada tan grande, no son en balde, sin duda.

-La causa fue -respondió Juliano- la que dije; y el fruto, el asentar en el entendimiento y en la memoria lo que oí con vos juntamente; y si, fuera de ello, he pensado en otra cosa, no toca a ese nombre, que nunca advertí hasta ahora en el olvido que de él se tuvo ayer. Mas atrevámonos, Sabino, a Marcelo; que, como dicen, a los osados la fortuna.

-En buena hora -dijo Sabino.

Y con esta determinación ambos se volvieron a la huerta, y en la casa supieron que no se había levantado Marcelo; y, entendiendo que reposaba, y no le queriendo desasosegar, se tornaron a la huerta, paseándose por ella por un buen espacio de tiempo; hasta que, viendo que Marcelo no salía y que el sol iba bien alto, Sabino, con algún recelo de la salud de Marcelo, fue a su aposento, y Juliano con él. Adonde, entrados, le hallaron que estaba en la cama; y preguntándole si se detenía en ella por alguna mala disposición que sintiese, y respondiéndoles él que solamente se sentía un poco cansado y que en lo demás estaba bueno, Sabino añadió:

-Mucho me pesara, Marcelo, que no fuera así, por tres cosas: por vos principalmente, y después por mí que os había dado ocasión, y lo postrero porque se nos desbarataba un concierto.

Aquí Marcelo, sonriéndose un poco, dijo:

-¿Qué concierto, Sabino? ¿Habéis por caso hallado hoy otro papel?

-No otro -dijo Sabino-, mas en el de ayer he hallado qué culparle, que entre los nombres que puso olvidó el de Jesús, que es el propio de Cristo, y así es vuestro lo el suplir por él. Y habemos concertado Juliano y yo que sea hoy, por hacer con ello, en este día suyo, fiesta a San Pablo, que sabéis cuán devoto fue de este nombre, y las veces que en sus escritos le puso, hermoseándolos con él como se hermosea el oro con los esmaltes y con las perlas.

-¡Bueno es -respondió Marcelo- hacer concierto sin la parte! Ese santo nombre dejóle el papel, no por olvido, sino por lo mucho que han escrito de él algunas personas; mas si os agrada que se diga, a mí no me desagradará oír lo que Juliano acerca de él nos dijere, ni me parece mal el respeto de San Pablo y de su día que, Sabino, decís.

-Ya eso está andado -respondió al punto Sabino- y Juliano se excusa.

-Bien es que se excuse hoy -dijo Marcelo- quien puso ayer su palabra y no la cumplió.

Aquí, como Juliano dijese que no la había cumplido por no hacer agravio a las cosas, y como pasasen acerca de esto algunas demandas y respuestas entre los dos, excusándose cada uno en lo más que podía, dijo Sabino:

-Yo quiero ser juez en este pleito, si me lo consentís, y si os ofrecéis a pasar por lo que juzgare.

-Yo consiento -dijo Juliano.

Y Marcelo dijo que también consentía, aunque le tenía por algo sospechoso juez, y Sabino respondió luego:

-Pues porque veáis, Marcelo, cuán igual soy, yo os condeno a los dos: a vos que digáis del nombre de Jesús, y a Juliano que diga de otro o de otros nombres de Cristo, que yo le señalaré o que él se escogiere.

Riéronse mucho de esto Juliano y Marcelo y, diciendo que era fuerza obedecer al juez, asentaron que, caída la siesta, en el soto, como el día pasado, primero Juliano y después Marcelo dijesen. Y en lo que tocaba a Juliano, que dijese del nombre que le agradase más. Y con esto, se salieron fuera del aposento Juliano y Sabino, y Marcelo se levantó.

Y después de haber dado a Dios lo que el día pedía, pasaron hasta que fue hora de comer en diversas razones, las más de las cuales fueron sobre lo que había juzgado Sabino, de que se reía Marcelo mucho. Y así, llegada la hora, y habiendo dado su refección al cuerpo con templanza y al ánimo con alegría moderada, poco después, Marcelo se recogió a su aposento a pasar la siesta, y Juliano se fue a tenerla entre los álamos que en la huerta había, estanza fresca y apacible; y Sabino, que no quiso escoger ni lugar ni reposo, como más mozo, decía que advirtió de Juliano que todo el tiempo que estuvo en la alameda, que fue más de dos horas, lo pasó sin dormir, unas veces arrimado y otras paseándose, y siempre metidos los ojos en el suelo y pensando profundísimamente. Hasta que él, pareciéndole hora, despertó al uno de su pensamiento y al otro de su reposo; y diciéndoles que su oficio era, no sólo repartirles la obra, sino también apresurarlos a ella y avisarlos del tiempo, ellos con él, y en el barco, se pasaron al soto y al mismo lugar del día de antes. Adonde, asentados, Juliano comenzó así:




ArribaAbajoHijo de Dios

De cuán propiamente se llama Cristo Hijo de Dios, por hallarse en Él todas las condiciones quese requieren para serlo


-Pues me toca el hablar primero, y está en mi elección lo de que tengo que hablar, paréceme tratar de un nombre que Cristo tiene, demás de los que ayer se dijeron de Él, y de otros muchos que no se han dicho, y éste es el nombre de Hijo, que así se llama Cristo por particular propiedad. Y si hablara de mi voluntad, o no hablara delante de quien tan bien me conoce, buscara alguna manera con que, deshaciendo mi ingenio y excusando mis faltas, y haciéndome opinión de modestia ganara vuestro favor. Mas, pues esto no sirve, y vuestra atención es cual las cosas lo piden, digamos en buen, punto, y con el favor que el Señor nos diere, eso mismo que Él nos ha dado a entender.

Pues digo que este nombre de Hijo se le dan a Cristo las divinas Letras en muchos lugares. Y es tan común nombre suyo en ellas, que por esta causa casi no lo echamos de ver cuando las leemos, con ser cosa de misterio y digna de ser advertida.

Mas entre otros, en el Salmo setenta y uno, adonde, debajo de nombre de Salomón, refiere David y celebra muchas de las condiciones y accidentes de Cristo, le es dado este nombre por manera encubierta y elegante. Porque donde leemos: «Y su nombre será eternamente bendito, y delante del sol durará siempre su nombre», por lo que decimos durar o perseverar, la palabra original a quien éstas responden dice propiamente lo que en castellano no se dice con una voz; porque significa el adquirir uno, naciendo, el ser y el nombre de hijo, o el ser hecho y producido, y no en otra manera que hijo. Por manera que dirá así: «Y antes que el sol, le vendrá por nacimiento el tener nombre de Hijo.» En que David no solamente declara que es hijo Cristo, sino dice que su nombre es ser Hijo. Y no solamente dice que se llama así por haberle sido puesto este nombre, sino que es nombre que le viene de nacimiento y de linaje y de origen; o, por mejor decir, que nace en Él y con Él este nombre, y no sólo que nace en Él ahora, o que nació con Él al tiempo que Él nació de la Virgen, sino que nació con Él aún cuando no nacía el sol, que es decir antes que fuese el sol o que fuesen los siglos.

Y ciertamente, San Pablo, en la epístola que escribe a los Hebreos, comparando a Cristo con los ángeles y con las demás criaturas, y diferenciándole de ellas y aventajándole a todas, usa de este nombre de Hijo y toma argumento de él para mostrar, no solamente que Cristo es Hijo de Dios, sino que, entre todos, le es propio a Él este nombre. Porque dice de esta manera: «Y hízole Dios tanto mayor que los ángeles, cuanto por herencia alcanzó sobre ellos nombre diferente. Porque, ¿a cuál de los ángeles dijo: Tú eres mi Hijo, yo te engendré hoy?» En que se debe advertir que, según lo que San Pablo dice, Cristo no solamente se llama Hijo, sino, como decíamos, se llama así por herencia, y que es heredad suya, y como su legítima, el ser llamado Hijo entre todos. Y que con ser así que en la divina Escritura llama Dios a algunos hombres sus hijos, como a los judíos en Isaías, cuando les dice: «Engendré hijos, y ensalcé los que me despreciaron después»; y en el otro Profeta que dice: «Llamé a mi Hijo de Egipto»; y, con ser también los ángeles nombrados hijos, como en el libro de Job, y en el libro de la Creación, y en otros muchos lugares, dice osadamente y a boca llena San Pablo, y como cosa averiguada y en que no puede haber duda, que Dios a ninguno, sino a sólo Cristo, lo llamó Hijo suyo.

Mas veamos este secreto, y procuremos, si posible fuere entender por qué razón o razones, entre tantas cosas a quien les conviene este nombre, le es propio a Cristo el ser y llamarse Hijo; y veamos también qué será aquello que, dándole a Cristo este nombre, nos enseña Dios a nosotros.

Aquí Sabino:

-Cuanto a la naturaleza divina de Cristo -dice-, no parece, Juliano, gran secreto el por qué Cristo, y sólo Cristo, se llama Hijo, porque en la divinidad no hay más de uno a quien le puede convenir este nombre.

-Antes -respondió Juliano- lo oscuro y lo hondo, y lo que no se puede alcanzar de este secreto, es eso mismo que, Sabino, decís; conviene saber: ¿cómo, o por qué manera y razón, la persona divina de Cristo, sola ella en la divinidad, es Hijo y se llama así, habiendo en la divinidad la persona del Espíritu Santo, que procede del Padre también, y le es semejante, no menos que el Hijo lo es? Y aunque muchos, como sabéis, se trabajan por dar de esto razón, no sé yo ahora si es razón de las que los hombres no pueden alcanzar; porque, a la verdad, es de las cosas que la fe reserva para sí sola. Mas no turbemos la orden sino veamos primero qué es ser hijo, y sus condiciones cuáles son, y qué cosas se le consiguen como anejas y propias; y veremos luego cómo se halla esto en Cristo, y las razones que hay en Él para que sea llamado Hijo a boca llena entre todos.

Y cuanto a lo primero, hijo, como sabéis, llamamos, no lo que es hecho de otro como quiera, sino lo que nace de la sustancia de otro, semejante en la naturaleza al mismo de quien nace, y semejante así que el mismo nacer le hace semejante y le pinta, como si dijésemos, de los colores y figuras del padre, y pasa en él sus condiciones naturales. Por manera que el mismo ser engendrado sea recibir un ser, no como quiera, sino un ser retratado y hecho a la imagen de otro. Y, como en el arte, el pintor que retrata en el hacer del retrato mira al original, y por la obra del arte pasa sus figuras en la imagen que hace, y no es otra cosa el hacer la imagen sino el pasar en ella las figuras originales, que se pasan a ella por esa misma obra con que se forma y se pinta, así en lo natural el engendrar de los hijos es hacer unos retratos vivos que, en la sustancia de quien los engendra, su virtud secreta, como en materia o como en tabla dispuesta, los va figurando semejantes a su principio. Y eso es el hacerlos: el figurarlos y el asemejarlos a sí.

Mas como, entre las cosas que son, haya unas de vida limitada y otras que permanecen sin fin, las primeras ordenó la naturaleza que engendrasen y tuviesen hijos para que en ellos, como en retratos suyos y del todo semejantes a ellos, lo corto de su vida se extendiese y lo limitado pasase adelante, y se perpetuasen en ellos los que son perecederos en sí; mas en las segundas, cuando los tienen, o las que de ellas los tienen, el tenerlos y el engendrarlos no se encamina a que viva el que es padre en el hijo, sino a que se demuestre en él y parezca y salga a luz y se vea.

Como en el sol lo podemos ver, cuyo fruto, o, si lo hemos de decir así, cuyo hijo es el rayo que de él sale, que es de su misma calidad y sustancia, y tan lucido y tan eficaz como él. En el cual rayo no vive el sol después de haber muerto, ni se le dio ni le produce él para fin de que quedase otro sol en él cuando el sol pereciese, porque el sol no perece; mas si no se perpetúa en él, luce en él y resplandece y se nos viene a los ojos; y así, le produce, no para vivir en él, sino para mostrarse en él y para que, comunicándole toda su luz, veamos en el rayo quién es el sol. Y no solamente le veamos en el rayo, mas también le gocemos y seamos particioneros de todas sus virtudes y bienes. Por manera que el hijo es como un retrato vivo del padre, retratado por él en su misma sustancia, hecho en las cosas que son eternas y perpetuas, para el fin de que el padre salga afuera en el hijo, y aparezca y se comunique.

Y así, para que uno se diga y sea hijo de otro, conviene, lo primero, que sea de su misma sustancia; lo segundo, que le sea en ella igual y semejante del todo; lo tercero, que el mismo nacer le haya hecho así, semejante; lo cuarto, que, o sustituya por su padre cuando faltare él, o, si durare siempre, le represente siempre en sí y le haga manifiesto y le comunique con todos. A lo cual se consigue que ha de ser una voluntad y un mismo querer el del padre y del hijo; que su estudio de él y todo su oficio ha de ser emplearse en lo que es agradable a su padre; que no ha de hacer sino lo que su padre hace porque, si es diferente, ya no le es semejante, y, por el mismo caso, en aquello no es hijo; que siempre mire a él como a su dechado, no sólo para figurarse de él, sino para volverle con amor lo que recibió con deleite, y para enlazarse en un querer puro y ardiente y recíproco el hijo y el padre.

Pues siendo esto así, y en la forma que dicho hemos, como de hecho lo es, claramente se ve la razón por que Cristo, entre todas las cosas, es llamado Hijo de Dios a boca llena. Pues es manifiesto que concurren en sólo Él todas las propiedades de hijo que he dicho, y que en ninguno otro concurren. Porque lo primero, Él sólo, según la parte divina que en sí contiene, nace de la sustancia de Dios, semejante por igualdad a Aquel de quien nace, y semejante porque el mismo nacer y la misma forma y manera como nace Dios, le asemeja a Dios y le figura como Él, tan perfecta y acabadamente que le hace una misma cosa con Él; como Él mismo lo dice: «Yo y el Padre somos una cosa», de que diremos después más copiosamente.

Pues según la otra parte nuestra que en sí tiene, ya que no es de la sustancia de Dios, mas, como Marcelo ayer decía, parécese mucho a Dios, y es casi otro Él por razón de los infinitos tesoros de celestiales y divinísimos bienes que Dios en ella puso; por donde Él mismo decía: «Felipe, quien a mí me ve, a mi Padre ve.» Demás de esto, el fin para que las cosas eternas, si tienen hijo, le tienen (que es para hacerse manifiestas en él y, como si dijésemos, para resplandecer por él en la vista de todos), Cristo sólo es el que lo puede poner por obra y el que de hecho lo pone. Porque Él sólo nos ha dado a conocer a su Padre, no solamente poniendo su noticia verdadera en nuestros entendimientos, sino también metiendo y asentando en nuestras almas con suma eficacia sus condiciones de Dios, y sus mañas y su estilo y virtudes. Según la naturaleza divina, hace este oficio; y, según que es hombre, sirvió y sirve en este ministerio a su Padre: que en ambas naturalezas es voz que le manifiesta, y rayo de luz que le descubre, y testimonio que le saca a luz, e imagen y retrato que nos le pone en los ojos.

En cuanto Dios, escribe San Pablo de Él que «es resplandor de la gloria, y figura de su Padre y de su sustancia.» En cuanto hombre, dice Él mismo de sí: «Yo para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad.» Y en otra parte también: «Padre, manifesté a los hombres tu nombre.» Y conforme a esto es lo que San Juan escribe de Él: «Al Padre nadie lo vio jamás; el Unigénito, que está en su seno, ése es el que nos dio nuevas de Él.» Y como Cristo es Hijo de Dios solo y singular en lo que hemos dicho hasta ahora, asimismo lo es en lo que resta y se sigue. Porque Él solo, según ambas naturalezas, es de una voluntad y querer con Él mismo. ¿No dice Él de sí: «Mi mantenimiento es el hacer la voluntad de mi Padre», y David de Él en el Salmo: «En la cabeza del libro está escrito de Mí que hago tu voluntad, y que tu ley reside en medio de mis entrañas»? Y en el huerto, combatido de todas partes, ¿qué dice?: «No lo que me pide el deseo, sino lo que Tú quieres, eso, Señor, se haga.»

Y por la misma manera, siempre hace y siempre hizo solamente aquello que vio hacer a su Padre. «No puede el Hijo, dice, hacer de sí mismo ninguna cosa más de lo que ve que su Padre hace.» Y en otra parte: «Mi doctrina no es mi doctrina, sino de Aquel que me envía.» Su Padre reposa en Él con un agradable descanso y Él se retorna todo a su Padre con una increíble dulzura, y van y vienen del uno al otro llamas de amor ardientes y deleitosas. Dice el Padre: «Este es mi querido Hijo, en quien me satisfago y descanso.» Dice el Hijo: «Padre, Yo te he manifestado sobre la tierra, ca perfeccionado he la obra que me encomendaste que hiciese.»

Y si el amor es obrar, y si en la obediencia del que ama a quien ama se hace cierta prueba de la verdad del amor, ¿cuánto amó a su Padre quien así le obedeció como Cristo? «Obedecióle, dice, hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz», que es decir no solamente que murió por obedecer, sino que, por servir a la obediencia, el que es fuente de vida dio en sí entrada a la muerte, y halló manera para morir el que morir no podía, y que se hizo hombre mortal siendo Dios, y que, siendo hombre libre de toda culpa, y por la misma razón ajeno de la pena de muerte, se vistió de todos nuestros pecados para padecer muerte por ellos; que puso en cárcel su valor y poder para que le pudiesen prender sus contrarios; que se desamparó, si se puede decir, a sí mismo para que la muerte cortase el lazo que anudaba su vida.

Y porque ni podía morir Dios, ni al hombre se le debía muerte, sino en pena de culpa, ni el alma, que vivía de la vista de Dios, según consecuencia natural podía no dar vida a su cuerpo, se hizo hombre, se cargó de las culpas del hombre, puso estanco a su gloria para que no pasase los límites de su alma ni se derramase a su cuerpo, exentándole de la muerte; hizo maravillosos ingenios sólo para sujetarse al morir, y todo por obedecer a su Padre, del cual Él sólo con justísima razón es llamado Hijo entre todas las cosas, porque Él solo le iguala y le demuestra, y le hace conocido e ilustre, y le ama y le remeda, y le sigue y le respeta, y le complace y le obedece tan enteramente, cuanto es justo que el Padre sea obedecido y amado. Esto quede dicho en común. Mas descendamos ahora a otras más particulares razones.

Tiene nombre de Hijo Cristo porque el hijo nace y porque le es a Cristo tan propio y, como si dijésemos, tan de su gusto el nacer, que sólo Él nace por cinco diferentes maneras, todas maravillosas y singulares. Nace, según la divinidad, eternamente del Padre. Nació de la madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente. El resucitar después de muerto a nueva y gloriosa vida para más no morir, fue otro nacer. Nace, en cierta manera, en la Hostia cuantas veces en el altar los sacerdotes consagran aquel pan en su cuerpo. Y últimamente nace y crece en nosotros mismos siempre que nos santifica y renueva. Y digamos por su orden de cada uno de estos nacimientos por sí.

-Grande tela -dijo al punto Sabino- me parece, Juliano, que urdís; y, si no me engaño, maravillosas cosas se nos aparejan.

-Maravillosas son, sin duda, las que se encierran en lo que ahora propuse -respondió Juliano-, mas ¿quién las podrá sacar todas a luz? Y en caso que alguno pueda, conocido tenéis, Sabino, que yo no seré. De la grandeza de Marcelo, si vos fuereis buen juez, era propiamente este argumento.

-Dejad -dijo Sabino- a Marcelo ahora, que ayer le cansamos y hoy se cansará. Y vos no sois tan pobre de lo que Marcelo con tanta ventaja tiene, que os sea necesaria su ayuda.

Marcelo entonces dijo, sonriéndose:

-Hoy el mandar es de Sabino, y nuestro el obedecer; seguid, Juliano, su voluntad, que el descanso que me ordena a mí, le recibo, no tanto en callar yo, como en oíros vos.

-Yo la seguiré -dijo.

Y tornó luego a callar, y deteniéndose un poco, comenzó a decir así:

-Cristo Dios nace de Dios, y es verdadera y propiamente Hijo suyo. Y así en la manera del nacer, como en lo que recibe naciendo, como en todas las circunstancias del nacimiento, hay infinitas cosas de consideración admirable. Porque aunque parecerá a alguno, como a los fieles parece, que a Dios, siendo como es en el vivir eterno y en la perfección infinito y cabal en sí mismo, ni le era necesario el tener Hijo, ni menos le convenía engendrarlo, pero considerando, por otra parte, como es la verdad, que la esterilidad es un género de flaqueza y pobreza, y que, por la misma causa, lo rico y lo perfecto y lo abundante y lo poderoso y lo bueno, conforme a derecha razón, anda siempre junto con lo fecundo, se ve luego que Dios es fecundísimo, pues no es solamente rico y poderoso, sino tesoro infinito de toda la riqueza y poder, o, por mejor decir, la misma bondad y poderío y riqueza infinita. De manera que, por ser Dios tan cabal y tan grande, es necesario que sea fecundo y que engendre, porque la soledad era cosa tristísima. Y porque Dios es sumamente perfecto en todo cuanto es, fue menester que la manera como engendra, y pone en ejecución la infinita fecundidad que en sí tiene fuese sumamente perfecta, de arte que, no sólo careciese de faltas, sino también se aventajase a todas las otras cosas que engendran, con ventajas que no se pudiesen tasar.

Porque, lo primero, es así que Dios, para engendrar a su Hijo, no usa de tercero de quien lo engendre con su virtud, como acontece en los hombres, mas engéndralo de sí mismo y prodúcelo de su misma sustancia con la fuerza de su fecundidad eficaz. Y porque es infinitamente fecundo Él mismo, como si dijésemos, se es el padre y la madre.

Y así, para que lo entendiésemos en la manera que los hombres podemos (que entendemos solamente lo que el cuerpo nos pinta), la sagrada Escritura le atribuye vientre a Dios; y dice en ella Él a su Hijo en el Salmo, según la letra latina: «Del vientre, antes que naciese el lucero, Yo te engendré.» Para que, así como en llamarle Padre la divina Escritura nos dice que es su virtud la que engendra, así, ni más ni menos, en decir que le engendra en su vientre, nos enseña que lo engendra de su sustancia misma, y que Él basta sólo para producir este bien. Lo otro, no aparta Dios de sí lo que engendra, que eso es imperfección de los que engendran así, porque no pueden poner toda su semejanza en lo que de sí producen, y así es otro lo que engendran. Y el hombre, aunque engendra hombre, engendra otro hombre apartado de sí; que, dado que se le parece y allega en algunas cosas, en otras se le diferencia y desvía, y al fin se aparta y divide y desemeja, porque la división es ramo de desemejanza y principio de disensión y desconformidad.

Por donde, así como fue necesario que Dios tuviese Hijo, porque la soledad no es buena, así convino también que el Hijo no estuviese fuera del Padre, porque la división y apartamiento es negocio peligroso y ocasionado y porque en la verdad, el Hijo, que es Dios, no podía quedar sino en el seno, y, como si dijésemos, en las entrañas de Dios, porque la divinidad forzosamente es una y no se aparta ni divide. Y así dice Cristo de sí que Él está en su Padre, y su Padre en Él. Y San Juan dice de Él mismo que está siempre en el seno de su Padre. Por manera que es Hijo engendrado, y está en el seno del que lo engendra. En que, por ser Hijo engendrado, se concluye que no es la misma persona del Padre que le engendró, sino otra y distinta persona; y por estar en el seno de Él, se convence que no tiene diferente naturaleza de Él ni distinta. Y así el Padre y el Hijo son distintos en personas para compañía y uno en esencia de divinidad para descanso y concordia.

Lo tercero, esta generación y nacimiento no se hace partidamente ni poco a poco, ni es cosa que se hizo una vez y quedó hecha y no se hace después, sino, por cuanto es en sí limitado todo lo que se comienza y acaba, y lo que es Dios no tiene límite, desde toda la eternidad el Hijo ha nacido del Padre y eternamente está naciendo, y siempre nace todo y perfecto, y tan grande como es grande su Padre. Por donde a este nacimiento, que es uno, la sagrada Escritura le da nombre de muchos. Como es lo que escribe Miqueas, y dice: «De ti, Belén, me saldrá capitán para ser rey en Israel, y sus manantiales desde ya antes, desde los días de la eternidad.» Sus manantiales dice, porque manó y mana y manará, o por mejor decir, porque es un manantial que siempre manó y que mana siempre. Y así parecen muchos, siendo uno y sencillo, que siempre es todo, y que nunca se comienza ni nunca se acaba.

Lo otro, en esta generación no se mezcla pasión alguna ni cosa que perturbe la serenidad del juicio; antes se celebra toda con pureza y luz y sencillez, y es como un manar de una fuente y como una luz que sale con suavidad del cuerpo que luce y como un olor que, sin alterarse, expiran de sí las rosas. Por lo cual la Escritura dice de este divino Hijo, en una parte: «Es un vapor de la virtud de Dios y una emanación de la claridad del Todopoderoso, limpia y sincera.» Y en otra: «Yo soy como canal de agua perpetua, como regadera que salió del río, como arroyo que sale del paraíso.» De arte que aquí no se turba el ánimo, ni el entendimiento se anubla.

Antes, y sea lo quinto, el entendimiento de Dios, espejado y clarísimo, es el que la celebra, como los santos antiguos lo dicen expresamente y como las sagradas Letras lo dan bien a entender. Porque Dios entiende, por cuanto todo Él es mente y entendimiento, y se entiende a sí mismo porque en Él sólo se emplea su entendimiento como debe. Y entendiéndose a sí, y siéndole natural, por ser suma bondad, el apetecer la comunicación de sus bienes, ve todos sus bienes, que son infinitos, y ve y comprende según qué formas los puede comunicar, que son también infinitas, y de sí y de todo esto que ve en sí dice una palabra que lo declara, esto es, forma y dibuja en sí mismo una imagen viva, en la cual pone a sí y a todo lo que ve en sí, así como lo ve menuda y distintamente; y pasa en ella su misma naturaleza entendida y cotejada entre sí misma y considerada en todas aquellas maneras que comunicarse puede, y, como si dijésemos, conferida y comparada con todo lo que de ella puede salir. Y esta imagen producida en esta forma es su Hijo.

Porque, como un grande pintor, si quisiese hacer una imagen suya que lo retratase, volvería los ojos a sí mismo primero, y pondría en su entendimiento a sí mismo, y, entendiéndose menudamente, se dibujaría allí primero que en la tabla y más vivamente que en ella, y este dibujo suyo, hecho, como decimos, en el entendimiento y por él, sería como un otro pintor y, si le pudiese dar vida, sería un otro pintor de hecho, producido del primero, que tendría en sí todo lo que el primero tiene y lo mismo que el primero tiene, pero allegado y hecho vecino al arte y a la imagen de fuera, así Dios, que necesariamente se entiende y que apetece el pintarse, desde que se entiende, que es desde toda su eternidad, se pinta y se dibuja en sí mismo; y después, cuando le place, se retrata de fuera. Aquella imagen es el Hijo; el retrato que después hace fuera de sí son las criaturas, así cada una de ellas como todas las allegadas y juntas. Las cuales, comparadas con la figura que produjo Dios en sí y con la imagen del arte, son como sombras oscuras y como partes por extremo pequeñas, y como cosas muertas en comparación de la vida.

Y como, insistiendo todavía en el ejemplo que he dicho, si comparamos el retrato que de sí pinta en la tabla el pintor con el que dibujó primero en sí mismo, aquél es una tabla tosca y unos colores de tierra y unas rayas y apariencias vanas que carecen de ser en lo secreto, y éste, si es vivo como dijimos, es un otro pintor, así toda esta criatura es una ligera vislumbre y una cosa vana y más de apariencia que de sustancia, en comparación de aquella viva y expresa y perfecta imagen de Dios. Y, por esta razón, todo lo que en este mundo inferior nace y se muere, y todo lo que en el cielo se muda y, corriendo siempre en torno, nunca permanece en un ser, en esta imagen de Dios tiene su ser sin mudanza y su vida sin muerte, y es en ella de veras lo que en sí mismo es cuasi de burlas. Porque el ser que allí las cosas tienen es ser verdadero y macizo, porque es el mismo de Dios; mas el que tienen en sí es trefe y baladí, y como decimos, en comparación de aquél es sombra de ser. Por donde ella misma dice de sí: «En mí está la manida de la vida y de la verdad, en mí toda la esperanza de la vida y de la virtud.»

En que, diciendo que está toda la vida en ella, manifiesta que tiene ella en sí el ser de las cosas, y diciendo que está la verdad, dice la ventaja que el ser de las cosas que tiene hace al que ellas mismas tienen en sí mismas: que aquél es verdad y éste, en su comparación, es engaño. Y para la misma ventaja dice también: «Yo moro en las alturas y me asiento sobre la columna de nube; como cedro del Líbano me empiné, y como en el monte Sión el ciprés; ensalcéme como la palma de Gades y como los rosales de Jericó, como la oliva vistosa en los campos y como el plátano a las corrientes del agua.» Y San Juan dice de ella, en el capítulo primero de su Evangelio que «todo lo hecho era vida en el Verbo»; en que dice dos cosas: que estaba en esta imagen lo criado todo, y que, como en ella estaba, no solamente vivía como en sí vive, sino que era la vida misma.

Y por la misma razón, esta viva imagen es sabiduría puramente, porque es todo lo que sabe de sí Dios, que es el perfecto saber, y porque es el dechado y, como si dijésemos, el modelo de cuanto Dios hacer sabe, porque es la orden y la proporción, y la medida y la decencia y la compostura y la armonía y el límite, y el propio ser y razón de todo lo que Dios hace y puede. Por lo cual San Juan, en el principio de su Evangelio, le llama Logos por nombre, que, como sabéis, es palabra griega que significa todo esto que he dicho. Y por consiguiente, esta imagen puso las manos en todo cuando Dios lo crió, no solamente porque era ella el dechado a quien miraba el Padre cuando hizo las criaturas, sino porque era dechado vivo y obrador y que ponía en ejecución el oficio mismo que tiene.

Que, aunque tornemos al ejemplo que he puesto otra y tercera vez, si la imagen que el pintor dibujó en sí de sí mismo tuviese ser que viviese, y si fuese sustancia capaz de razón, cuando el pintor se quisiese retratar en la tabla, claro es que no solamente menearía el pintor la mano mirando a su imagen, mas ella misma, por sí misma, le regiría el pincel, y se pasaría ella a sí misma en la tabla; pues así San Pablo dice de esta imagen divina que hizo el Padre por ella los siglos. Y ella ¿qué dice?: «Yo salí de la boca del Alto, engendrada primero que criatura ninguna; Yo hice que naciese en el cielo la luz que nunca se apaga, y como niebla me extendí por toda la tierra.»

Y, ni más ni menos, de aquesto se ve con cuánta razón esta imagen es llamada Hijo, y Hijo por excelencias, y solo Hijo entre todas las cosas. Hijo porque procede, como dicho es, del entendimiento del Padre, y es la misma naturaleza y sustancia del Padre, expresada y viva con la misma vida de Dios. Hijo por excelencia, no solamente porque es el primero y el mejor de los hijos de Dios, sino porque es el que más iguala a su Padre entre todos. Hijo solo, porque Él solo representa enteramente a su Padre, y porque todas las criaturas que hace Dios, cada una por sí, en este Hijo las parió, como si digamos, primero todas mejoradas y juntas, y así Él solo es el parto de Dios cabal y perfecto, y todo lo demás que Dios hace nació primero en este su Hijo.

Y de la manera que lo que en las criaturas tiene nombre de padre y de primera origen y de primero principio, lo tiene según que el Padre del cielo se comunica con Él, y la paternidad criada es una comunicación de la paternidad eternal, como el Apóstol significa do dice: «De quien se deriva toda la paternidad de la tierra y del cielo»; por la misma manera, cuanto en lo criado es y se llama hijo de Dios, de este Hijo le viene que lo sea; porque en Él nació todo primero, y por eso nace en sí mismo después, porque nació eternamente primero en Él.

¿Qué dice acerca de esto San Pablo?: «Es imagen de Dios invisible, primogénito de todas las criaturas, porque todas se produjeron por Él, así las de los cielos como las de la tierra, las visibles y las invisibles.» Dice que es imagen de Dios, para que se entienda que es igual a Él y Dios como Él. Y porque consideréis el ingenio del Apóstol San Pablo, y el acuerdo con que pone las palabras que pone, y cómo las ordena y las traba entre sí, dice que esta imagen es imagen de Dios invisible, para dar a entender que Dios, que no se ve, por esta imagen se muestra, y que su oficio de ella es, según que decíamos, sacar a luz y poner en los ojos públicos lo que se encubre sin ella. Y porque dice que era imagen, añade que es engendrado, porque, como está dicho, siempre lo engendrado es muy semejante. Y dice que es engendrado primero, o que es primogénito, no sólo para decir que antecede en tiempo el que es eterno en nacer, sino para decir que es el original universal engendrado, y como la idea eternamente nacida de todo lo que puede por el discurso de los tiempos nacer, y el padrón vivo de todo, y el que tiene en sí y el que deriva de sí a todas las cosas su nacimiento y origen. Y así, porque dice esto, añade luego a propósito de ello y para declararlo mejor: «Porque en Él se produjeron todas las cosas, así las de los cielos como las de la tierra, las visibles y las invisibles.» En Él, dice; que quiere decir: en Él y por Él. En Él primero y originalmente, y por Él después como por maestro y artífice.

Así que, comparándolo con todas las criaturas, Él solo sobre todas es Hijo; y comparándolo con la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, sola esta imagen es la que se llama Hijo con propiedad y verdad. Porque aunque el Espíritu Santo sea Dios como el Padre, y tenga en sí la misma divinidad y esencia que Él tiene, sin que en ninguna cosa de ella se diferencie ni desemeje de Él, pero no la, tiene como imagen y retrato del Padre, sino como inclinación a Él y como abrazo suyo; y así, aunque sea semejante, no es semejanza según su relación particular y propia, ni su manera de proceder tiene por blanco el hacer semejante, y, por la misma razón, no es engendrado ni es hijo.

Quiero decir que, como yo me puedo entender a mí mismo, y me puedo amar después de entendido, y como del entenderme a mí nace de mí una imagen de mí, y del amarme se hace también en mí un peso que me lleva a mí mismo, y una inclinación a mí que se abraza conmigo, así Dios desde su eternidad se entiende y se ama, y, entendiéndose, como dijimos, y comprendiendo todo lo que su infinita fecundidad comprende engendra en sí una imagen viva de todo aquello que entiende; y de la misma manera, amándose a sí mismo, y abrazando en sí a todo cuanto en sí entiende, produce en sí una inclinación a todo lo que ama así, y produce, como dicho hemos, un abrazo de todo ello.

Mas diferimos en esto: que en mí esta imagen y esta inclinación son unos accidentes sin vida y sin sustancia, mas en Dios, a quien no puede advenir por accidente ninguna cosa, y en quien, todo lo que es, es divinidad y sustancia, esta imagen es viva y es Dios, y esta inclinación o abrazo que decimos es abrazo vivo y que está sobre sí.

Aquella imagen es Hijo, porque es imagen, y esta inclinación no es hijo porque no es imagen, sino Espíritu, porque es inclinación puramente. Y estas tres personas, Padre y Hijo y Espíritu Santo, son Dios y un mismo Dios, porque hay en todos tres una naturaleza divina sola, en el Padre de suyo, en el Hijo recibida del Padre, en el Espíritu recibida del Padre y del Hijo. Por manera que esta única naturaleza divina, en el Padre está como fuente y original, y en el Hijo como en retrato de sí misma, y en el Espíritu como en inclinación hacia sí. Y en un cuerpo, como si dijésemos, y en un bulto de luz, reverberando ella en sí misma por inefable y diferente manera, resplandecen tres cercos. ¡Oh sol inmenso y clarísimo!

Y porque dije, Sabino, sol, ninguna de las cosas visibles nos representa más claramente que el sol las condiciones de la naturaleza de Dios y de esta su generación que decimos. Porque así como el sol es un cuerpo de luz que se derrama por todo, así la naturaleza de Dios, inmensa, se extiende por todas las cosas. Y así como el sol, alumbrando, hace que se vean las cosas que las tinieblas encubren y que, puestas en oscuridad, parecen no ser, así la virtud de Dios, aplicándose, trae del no ser a la luz del ser a las cosas. Y así como el sol de suyo se nos viene a los ojos, y, cuanto de su parte es, nunca se esconde porque es él la luz y la manifestación de todo lo que se manifiesta y se ve, así Dios siempre se nos pone delante y se nos entra por nuestras puertas si nosotros no le cerramos la puerta, y lanza rayos de claridad por cualquiera resquicio que halle. Y como al sol juntamente le vemos y no le podemos mirar (vémosle, porque en todas las cosas que vemos, miramos su luz; no le podemos mirar, porque, si ponemos en él los ojos, los encandila), así de Dios podemos decir que es claro y oscuro, oculto y manifiesto. Porque a Él en sí no le vemos y, si alzamos el entendimiento a mirarle, nos ciega; y vémosle en todas las cosas que hace, porque en todas ellas resplandece su luz.

Y (porque quiero llegar esta comparación a su fin) así como el sol parece una fuente que mana y que lanza claridad de continuo con tanta prisa y agonía que parece que no se da a manos, así Dios, infinita bondad, está siempre como bullendo por hacemos bien, y enviando como a borbollones bienes de sí sin parar ni cesar. Y, para venir a lo que es propio de ahora, así como el sol engendra su rayo (que todo este bulto de resplandor y de luz que baña el cielo y la tierra, un rayo sólo es que envía de sí todo el sol), así Dios engendra un solo Hijo de sí, que reina y se extiende por todo. Y como este rayo del sol que digo tiene en sí toda la luz que el sol tiene y esa misma luz que tiene el sol, y así su imagen del sol es su rayo, así el Hijo que nace de Dios tiene toda la sustancia de Dios, y esa misma sustancia que Él tiene, y es, como decíamos, la sola y perfecta imagen del Padre. Y así como en el sol, que es puramente luz, el producir de su rayo es un enviar luz de sí, de manera que la luz, dando luz, le produce, esto es, que le produce la luz figurándose y pintándose y retratándose, así el Padre Eterno, figurándose su ser en sí mismo, engendra a su Hijo. Y como el sol produce siempre su rayo, que no lo produjo ayer y cesó hoy de producirlo, sino siempre le produce y, con producirle siempre, no le produce por partes, sino siempre y continuamente sale de él entero y perfecto, así Dios siempre, desde toda su eternidad, engendró y engendra y engendrará a su Hijo, y siempre enteramente. Y como, estándose en su lugar, su rayo nos le hace presente, y, en él y por él, se extiende por todas las cosas el sol, y es visto y conocido por él, así Dios, de quien San Juan dice que no es visto de nadie, en el Hijo suyo que engendra nos resplandece y nos luce, y, como Él lo dice de sí, Él es el que nos manifiesta a su Padre. Y finalmente, así como el sol, por la virtud de su rayo, obra adonde quiera que obra, así Dios lo crió todo y lo gobierna todo en su Hijo, en quien, si lo podemos decir, están como las simientes de todas las cosas.

Mas oigamos en qué manera, en el libro de los Proverbios, Él mismo dice aquesto mismo de sí: «El Señor me adquirió en el principio de sus caminos. Antes de sus obras, desde entonces. Desde siempre fui ordenada, desde el comienzo, de enantes de los comienzos de la tierra. Cuando no abismos, concebida Yo; cuando no fuentes, golpes grandes de aguas. Enantes que se aplomasen los montes, primero Yo que los collados formada. Aún no había hecho la tierra, los tendidos, las cabezas de los polos del mundo. Cuando aparejaba los cielos, allí estaba Yo; cuando señalaba círculo en redondo sobre la haz del abismo. Cuando fortificaba el cielo estrellado en lo alto, y ponía en peso las fuentes del agua. Cuando Él ponía su ley a los mares, y a las aguas que no traspasasen su orilla. Cuando establecía el cimiento a la tierra. Y junto con Él estaba Yo componiéndolo; y un día y cada día era dulces regalos. Jugando delante de Él de continuo, jugando en la redondez de su tierra; y deleites míos con hijos de hombres.»

En las cuales palabras, en lo primero que dice, que la adquirió Dios en la cabeza de sus caminos, lo uno entiende que no caminara Dios fuera de sí, quiero decir, que no hiciera fuera de sí las criaturas que hizo, a quienes comunicó su bondad, si antes y desde toda la eternidad no engendrara a su Hijo que, como dicho tenemos, es la razón y la traza, y el artificio y el artífice de todo cuanto se hace. Y lo otro, decir que la adquirió, es decir que usó de ella Dios cuando produjo las cosas, y que no las produjo acaso o sin mirar lo que hacía, sino con saber y con arte. Y lo tercero, pues dice que Dios la adquirió, da bien a entender que ni la engendró apartada de sí, ni, engendrándola en sí, le dio casa aparte después, sino que la adquirió, esto es, que, nacida de Él, queda dentro del mismo.

Y dice con propiedad adquirir, que es allegar y ayuntar por menudo. Porque, como dijimos, no engendra a su Hijo el Padre entendiendo a bulto y confusamente su esencia, sino entendiéndola apuradamente y con cabal distinción, y con particularidad de todo aquello a que se extiende su fuerza. Y porque lo que digo adquirir, en el original es una palabra que hace significación de riquezas y de tesoro que se posee, podríamos decir de esta forma que Dios en el principio la atesoró, para que se entendiese que hizo tesoro de sí el Padre engendrando su Hijo. De sí, digo, y de todo lo que de Él puede salir, por cualquiera manera que sea, que es el sumo tesoro. Y, como decimos que Dios la adquirió en el principio de su camino, el original da licencia que digamos también, como dijeron los que lo trasladaron en griego, que Dios la formó principio y cabeza de su camino, que es decir que el Hijo divino es el príncipe de todo lo que Dios cría después, porque están en Él las razones de ello y su vida. Y ni más ni menos, en lo que se sigue: «Antes de sus obras, desde entonces»; se puede decir también: «Soy la antigüedad de sus obras.» Porque, en lo que de Dios procede, lo que va con el tiempo es moderno, la antigüedad es lo que eternamente procede de Él; y porque estas mismas obras presentes y que saca a luz a sus tiempos, que en sí son modernas, son en el Hijo muy ancianas y antiguas.

Pues en lo que añade: «Desde siempre fui ordenada», lo que dice nuestro texto ordenada, se debe entender que es palabra de guerra, conforme a lo que se hace en ella cuando se ponen los escuadrones en orden, en que tiene sobre todos su lugar el capitán. Y así, ordenada es aquí lo mismo que puesta en el grado más alto, y como en el tribunal y en el principado de todo; porque la palabra original quiere decir hacer príncipe. Y porque significa también lo que los plateros llaman vaciar, que es infundir en el molde el oro o la plata derretida para hacer la pieza principal que pretenden, entrando el metal en el molde y ajustándose a él, podremos decir aquí que la sabiduría divina dice de sí que fue vaciada por el Padre desde la eternidad, porque es imagen suya, que la pintó, no apartándola de sí, sino amoldándola en sí y ajustándose del todo con ella.

Y, en lo que dice después, acrecienta lo general que había dicho, especificándolo por sus partes en particular, y diciendo que la engendró cuando no había comienzos de tierra, ni abismos ni fuentes; antes que los montes se afirmasen con su peso natural, y que los collados subiesen, y que se extendiesen los campos, y que los quicios del mundo tuviesen ser. Y dice no solamente que había nacido de Dios antes que Dios hiciese estas cosas, sino que, cuando las hizo, cuando obró los cielos y fijó las estrellas y dio su lugar a las nubes y enfrenó el mar y fundó la tierra, estaba en el seno del Padre y junto con Él componiéndolas.

Y como decimos componiéndolas, da licencia el original que digamos alentándolas y abrigándolas y regalándolas y trayéndolas en los brazos, como el que llamamos ayo, o ama de cría, suele traer a su niño. Que como nacían en su principio tiernas y como niñas las criaturas entonces, respondiendo a esta semejanza, dice la divina Sabiduría de sí que no sólo las crió con el Padre, sino que se apropió a sí el oficio de ser como su aya de ellas o como su ama. Y, llevando la semejanza adelante, dice que era ella dulzuras y regocijos todos los días; esto es, que como las amas dicen a sus niños dulzuras, y se estudian y esmeran en hacerles regalos, y los muestran, y a los que los muestran les dicen que «miren ¡cuán lindos!», así se esmeraba ella, al criar de las cosas, en regalar las criadas y en hacer como regocijos con ellas, y en decir, como quien las toma en la mano y las muestra y enseña, que eran buenas, muy buenas. «Y vio, dice, Dios todo lo que hecho había, y era muy bueno.» Que a este regalo, que al mundo reciente se debía, miró, Sabino, también vuestro Poeta donde dice:


Verano era aquél, verano hacía
el mundo en general, porque templaron
los vientos en rigor y fuerza fría.
    Cuando primero de la luz gozaron
las fieras y los hombres, gente dura,
del duro suelo el cuello levantaron.
    Y cuando de las selvas la espesura
poblada de alimañas, cuando el cielo
de estrellas fue sembrado y hermosura.
    Que no pudiera el flaco y tierno suelo,
ni las cosas recientes producidas
durar a tanto ardor, a tanto hielo,
    si no fueran las tierras y las vidas,
templando entre lo frío y caluroso,
con regalo tan blando recibidas.



Y dice, según la misma forma e imagen, que hacía juegos de continuo delante del Padre, como delante de los padres hacen las amas que crían. Y concluye con esta razón, porque dice: «Y mis deleites, hijos de hombres», como diciendo que entendía en su regalo porque se deleitaba de su trato; y deleitábase de tratarlos porque tenía determinado consigo de, venido su tiempo, nacer uno de ellos.

Del cual nacimiento segundo que nació este divino Hijo en la carne, es bien que ya digamos, pues hemos dicho del primero; que aunque es también segundo en quilates, no por eso no es extraño y maravilloso por dondequiera que le miremos, o miremos el qué, o el cómo o el porqué.

Y diciendo de lo primero, el qué de este nacimiento o lo que en este nacimiento se hizo, todo ello es nuevo, no visto antes ni imaginado que podía ser visto, porque en él nace Dios hecho hombre. Y con tener las personas divinas una sola divinidad, y con ser tan uno todas tres, no nacieron hechas hombres todas tres, sino la persona del Hijo solamente. La cual así se hizo hombre, que no dejó de ser Dios, ni mezcló con la naturaleza del hombre la naturaleza divina suya, sino quedó una persona sola en dos distintas naturalezas: una que tenía Dios, y otra que recibió de los hombres de nuevo. La cual no la crió de nuevo ni la hizo de barro, como formó la primera, sino hízola de la sangre virgen de una Virgen purísima, en su vientre de ella misma, sin amancillar su pureza, y hizo que fuese la naturaleza del linaje de Adán y sin la culpa de Adán, y formó, de la sangre que digo, carne, y de la carne hizo cuerpo humano con todos sus miembros y órganos, y en el cuerpo puso alma de hombre dotada de entendimiento y razón, y con el entendimiento y con el alma y con el cuerpo ayuntó su persona, y derramó sobre el alma mil tesoros de gracia, y diole juicio y discurso libre, y hízola que viese y que gozase de Dios, y ordenó que la misma que gozaba de Dios con el entendimiento, sintiese disgusto en los sentidos, y que fuese juntamente bienaventurada y pasible.

Y toda esta compostura de cuerpo y infusión de alma y ayuntamiento de su persona divina, y la santificación y el uso de la razón, y la vista de Dios y la habilidad para sentir dolor y pesares que dio a lo que a su persona ayuntaba, lo hizo todo en un momento y en el primero en que se concibió aquella carne; y de un golpe y en un instante sólo, salió en el tálamo de la Virgen a la luz de esta vida un Hombre Dios, un niño ancianísimo, una suma santidad en miembros tiernos de infante, un saber perfecto en un cuerpo que aun hablar no sabía, y resultó en un punto, con milagro nunca visto, un niño y gigante, un flaco muy fuerte, un saber, un poder, un valor no vencible, cercado de desnudez y de lágrimas.

Y lo que en el vientre santo se concibió, corriendo los meses, salió de él sin poner dolor en él y dejándole santo y entero. Y como el que nacía era, según su divinidad rayo, como ahora decíamos, y era resplandor que manaba con pureza y sencillez de la luz de su Padre, dio también a su humanidad condiciones de luz, y salió de la madre como el rayo del sol pasa por la vidriera sin daño, y vimos una mezcla admirable: carne con condiciones de Dios y Dios con condiciones de carne, y divinidad y humanidad juntas, y hombre y Dios, nacido de padre y de madre, y sin padre y sin madre -sin madre en el cielo y sin padre en la tierra- y, finalmente, vimos junta en uno la universalidad de lo no criado y criado.

¿Qué dice San Juan? «El Verbo se hizo carne, y mora en nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su gloria, gloria cual convenía a quien es Unigénito del Padre Eterno.». Y Isaías, ¿qué dice? «El nacido nos ha nacido a nosotros, y el Hijo a nosotros es dado, y sobre su hombro su mando, y su nombre será llamado Admirable, Consejero, Dios, Valiente, Padre de la eternidad, Príncipe de paz.» El nacido, dice, no es nacido; esto es, el engendrado eternalmente de Dios ha nacido por otra manera diferente para nosotros; y el que es Hijo, en quien nació todo el edificio del mundo, se nos da nacido entre los del mundo como Hijo. Y aunque niño, es rey, y aunque es recién nacido, tiene hombros para el gobierno: que se llama Admirable por nombre, porque es una maravilla todo Él, compuesto de maravillas grandísimas. Y llámase también Consejero porque es el ministro y la ejecución del consejo divino, ordenado para la salud de los hombres. Y es Dios, y es Valiente, y Padre del nuevo siglo, y único autor de reposo y de paz.

Y lo que dijimos, que no tuvo padre humano en este segundo nacer, ayer lo probó bastantemente Marcelo. Y que, naciendo, no puso daño en su madre, ¿por ventura no lo vio Salomón cuando dijo: «Tres cosas se me esconden, y cuatro de que nada no sé; el camino del águila por el aire, el camino de la culebra en la peña, el camino de la nave en la mar, y el camino del varón en la Virgen?» En que, por comparación de tres cosas que, en pasando, nadie puede saber por dónde pasaron porque no dejan rastro de sí, significa que cuando salió este niño varón, que decimos, del sagrario virginal de su Madre, salió sin quebrar el sagrario y sin hacer daño en él ni dejar de su salida señal; como ni la deja de su vuelo el ave en el aire, ni la serpiente de su camino en la peña, ni en los mares la nave. Esto, pues, es el qué de este nacimiento santísimo.

El cómo se hizo, esto es de las cosas que no se pueden decir. Porque las maneras ocultas por donde sabe Dios aplicar su virtud para los efectos que quiere, ¿quién las sabe entender? Bien dice San Agustín que en estas cosas, y en las que son como éstas, la manera y la razón del hecho es el infinito poder del que lo hace. ¿En qué manera se hizo Dios hombre? Porque es de poder infinito. ¿Cómo una misma persona tiene naturaleza de hombre y naturaleza de Dios? Porque es de poder infinito. ¿Cómo crece en el cuerpo y es perfecto varón en el alma, tiene los sentidos de niño, y ve a Dios con el entendimiento, se concibe en mujer y sin hombre, sale naciendo de ella y la deja virgen? Porque es de poder infinito. No hiciera Dios por nosotros mucho, si no hiciera más de lo que nuestro sentido traza y alcanza.

¿Qué cosa es hacer mercedes a gentes de poco saber y de pecho angosto que, porque exceden a lo que ellos hicieran, ponen en duda si se las hacen? ¿Cómo se hizo Dios hombre? Digo que amando al hombre. ¿Por ventura es cosa nueva que el amor vista del amado al que ama, que le ayunte con él, que le transforme? Quien se inclina mucho a una cosa, quien piensa en ella de continuo, quien conversa siempre con ella, quien la remeda, fácilmente queda hecho ella misma. ¿Qué decía poco ha el Verbo de sí? ¿No decía que era su deleite el tratar con los hombres? Y no solamente tratar con ellos, mas vestirse de su figura aun antes que tomase su carne. Que con Adán habló en el paraíso en figura de hombre, como San León papa y otros muchos doctores santos lo dicen; y con Abraham cuando descendió a destruir Sodoma, y con Jacob en la lucha, y con Moisés en la zarza, y con Josué, el capitán de Israel. Pues salióle el trato a la cara y, haciendo del hombre, salió hecho hombre, y, gustando de disfrazarse con nuestra máscara, quedó con la figura verdadera a la fin, y pararon los ensayos en hechos.

¿Cómo está la deidad en la carne? Responde el divino Basilio: «Como el fuego en el hierro, no mudando lugares, sino derramando sus bienes; que el fuego no camina hacia el hierro, sino, estando en él, pone en él su cualidad, y, sin disminuirse en sí, le hinche todo de sí y le hace partícipe. Y el Verbo de Dios de la misma manera hizo morada en nosotros, sin mudar la suya y sin apartarse de sí. No te imagines algún descendimiento de Dios, que no se pasa de un lugar a otro lugar como se pasan los cuerpos; ni pienses que la deidad, admitiendo en sí alguna mudanza, se convirtió en carne, que lo inmortal no es mudable. Pues ¿cómo nuestra carne no le pegó su infección? Como ni el fuego recibe las propiedades del hierro. El hierro es frío y es negro, mas, después de encendido, se viste de la figura del fuego y toma luz de él y no le ennegrece, y arde con su calor y no le comunica su frialdad. Y, ni más ni menos, la carne del hombre: ella recibió cualidades divinas, mas no apegó a la divinidad sus flaquezas. ¿Qué? ¿No concederemos a Dios que obre lo que obra este fuego que muere?» Esto dice Basilio.

Y, porque los ejemplos dan luz, como el arca del Testamento era de madera y de oro, de madera que no se corrompía y de oro finísimo; ella, hecha de madera y vestida de oro por todas partes, de arte que era arca de madera y arca de oro, y era una arca sola, y no dos, así en este nacimiento segundo, el arca de la humanidad inocente salió ayuntada a la riqueza de Dios. La riqueza la cubría toda, mas no le quitaba el ser ni ella lo perdía, y, siendo dos naturalezas, no eran dos personas, sino una persona.

Y como en el monte de Siná, cuando daba Dios la ley a Moisés en lo alto, estaba rodeado de llamas del cielo y se vestía de la gloria de Dios que allí reposaba y hablaba, y en las raíces padecía temblores y humo, así Cristo, naciendo hombre, que es monte, en lo alto de su alma ardía todo en llamas de amor y gozaba de la gloria de Dios alegre y descansadamente, mas en la parte suya más baja temblaba y humeaba, dando lugar en sí a las penalidades del hombre. Y como el patriarca Jacob cuando, en el camino de Mesopotamia, ocupado de la noche, se puso a dormir en el campo, en el parecer de fuera era un mozo pobre que, tendido en la tierra dura y tomando reposo, parecía estar sin sentido, mas en lo secreto del alma contemplaba en aquella misma sazón el camino abierto desde la tierra hasta el cielo, y a Dios en él y a los ángeles que andaban por él, así, en este nacimiento, apareció por de fuera un niño flaco puesto en un pesebre, que no hablaba y lloraba, y en lo secreto vivía en Él la contemplación de todas las grandezas de Dios. Y como en el río Jordán, cuando se puso en medio de él el arca de la ley vieja para hacer paso al pueblo que caminaba al descanso, en la parte de arriba de él las aguas que venían se amontonaron creciendo, lo en la parte de abajo siguieron su curso natural y corrieron, así, naciendo en la naturaleza humana de Cristo Dios, y entrándose en ella, lo alto de ella siempre miró para el cielo, mas en lo inferior corrió como corremos todos, cuanto a lo que es padecer dolores y males.

Por donde, debidamente, en el Apocalipsis, San Juan, al Verbo nacido hombre le ve como cordero y como degollado cordero, que es lo sencillo y lo simple y lo manso de él, y lo muy sufrido que en él se descubría a la vista, y juntamente le vio que tenía siete ojos y siete cuernos, y que Él solo llegaba a Dios y tomaba de sus manos el libro sellado y le abría, que es lo grande, lo fuerte, lo sabio, lo poderoso que encubría en sí mismo y que se ordenaba para abrir los siete sellos del libro, que es el por qué se hizo este nacimiento, y la tercera y última maravilla suya; porque fue para poner en ejecución y para hacer con la eficacia de su virtud claro y visible el consejo de Dios, oculto antes y escondido y como sellado con siete sellos.

En el cual, siendo abierto, lo primero que se descubre es un caballo y caballero blancos con letra de victoria; y luego otro bermejo, que deshacía la paz del suelo y lo ponía en discordia; y otro en pos de éste, negro, que pone peso y tasa en lo que fructifica la tierra; y después otro descolorido y ceniciento, a quien acompañaban el infierno y la muerte; y en el quinto lugar se descubrieron los afligidos por Dios, que le piden venganza, y se les daba un entretenimiento y consuelo, y en el sexto se estremece todo y se hunde la tierra; y en el séptimo queda sereno el cielo y se hace silencio.

Porque el secreto sellado de Dios es el artificio que ordenó para nuestra santificación y salud. En la cual, lo primero, sale y viene a nuestra alma la pureza blanca de la gracia del cielo, con fuerza para vencer siempre; sucédele lo segundo el celo de fuego que rompe la mala paz del sentido y mete guerra entre la razón y la carne, a quien ya no obedece la razón, antes le va a la mano y se opone a sus desordenados deseos. A este celo se sigue el estudio de la mortificación triste y denegrido, y que pone en todo estrecha tasa y medida. Levántase aquí luego el infierno y hace alarde de sus valedores que, armados de sus ingenios y fuerzas, acometen a la virtud y la maltratan y turban, afligiendo muchas veces y derrocando por el suelo a los que la poseen, y haciendo de su sangre de ellos y de su vida su cebo.

Mas esconde Dios, después de esto, debajo de su altar a los suyos y, defendiéndoles el alma debajo de la paciencia de su virtud, adonde le sacrifican la vida, consuélalos y entretiénelos y, con particulares gozos, los rodea y los viste en cuanto se llega el tiempo de su buena y perfecta ventura. Y probados y aprobados así, alarga a su misericordia la rienda, y estremece todo lo que contra ellos se empinaba en el suelo, y va al hondo la tierra maldita, condenada a dar fruto de espinas. Después de lo cual, para todo en sosiego y en un silencio del cielo. Mas porque ninguna criatura, como San Juan dice, no podía abrir estos sellos ni poner en luz y en efecto esta obra, convino que el que los hubiese de abrir y de poner en ejecución su virtud, fuese cordero, que es flaco y sencillo, por una parte; y, por otra, tuviese siete ojos y siete cuernos, que son todo el saber y poder, y que se juntasen en uno la fortaleza de Dios con la flaqueza del hombre, para que, por ser hombre flaco, pudiese morir, y, por ser masa santa, fuese su morir aceptable, y por ser Dios fuese para nosotros su muerte vida y rescate.

De manera que nació Dios hecho carne, como Basilio dice, «para que diese muerte a la muerte que en ella se escondía; que, como las medicinas que son contra el veneno, ayuntadas al cuerpo, vencen lo venenoso y mortal, y como las tinieblas que ocupan la casa, metiendo en ella la luz, desaparecen, así la muerte que se apoderaba del hombre, juntándose Dios con él, se deshizo. Y como el hielo se enseñorea en el agua en cuanto dura la oscuridad de la noche, mas, luego que el sol sale y calienta, le deshace su rayo, así la muerte reinó hasta que Cristo vino; mas después que apareció la gloria saludable de Dios, y después que amaneció el Sol de Justicia, quedó sumida en su victoria la muerte, porque no pudo hacer presa en la vida. ¡Oh grandeza de la bondad y del amor de Dios con los hombres! Somos libertados, ¿y preguntamos cómo y para qué, debiendo gracias por beneficio tan grande? ¿Qué te hemos, hombre, de hacer? ¿No buscabas a Dios cuando se escondía en el cielo, no le recibes cuando desciende y te conversa en la tierra, sino preguntas en qué manera o para qué fin se quiso hacer como tú? Conoce y aprende: por eso es Dios carne, porque era necesario que esta carne tuya, que era maldita carne, se santificase; esta flaca se hiciese valiente; esta enajenada de Dios se hiciese semejante con Él; ésta, a quien echaron del paraíso, fuese puesta en el cielo.» Hasta aquí ha dicho Basilio.

Y, a la verdad, es así que, porque Dios quería hacer un reparo general de lo que estaba perdido, se metió Él en el reparo para que tuviese virtud. Y porque el Verbo era el artífice por quien el Padre crió todas las cosas, fue el Verbo el que se ayuntó con lo que se hacía para el reparo de ellas. Y porque, de lo que era capaz de remedio, el más dañado era el hombre, por eso lo que se ordenó para medicina de lo perdido fue una naturaleza de hombre. Y porque lo que se hacía para dar a lo enfermo salud había de ser en sí sano, la naturaleza que se escogió fue inocente y pura de toda culpa. Y porque el que era una persona con Dios convenía que gozase de Dios, por eso, desde que comenzó a tener ser aquella dichosa alma, comenzó también a ver la divinidad que tenía. Y porque, para remediar nuestros males, le convenía que los sintiese, así gozaba de Dios en lo secreto de su seno, que no cerraba por eso la puerta a los sentimientos amargos y tristes. Y porque venía a reparar lo quebrado, no quiso hacer ninguna quiebra en su Madre. Y porque venía a ser limpieza general, no fue justo que amancillase su tálamo en alguna manera. Y porque era Verbo que nació con sencillez de su Padre y sin poner en Él ninguna pasión, nació también de su Madre, hecho carne con pureza y sin dolor de ella. Y finalmente, porque en la divinidad es uno en naturaleza con el Padre y con el Espíritu Santo, y diferente en persona, cuando nació hecho hombre, en una persona juntó a la naturaleza de su divinidad la naturaleza diferente de su alma y su cuerpo. Al cual cuerpo y a la cual alma, cuando la muerte las apartó, consintiéndolo Él, Él mismo las tomó a juntar con nuevo milagro después de tres días, y hizo que naciese a luz otra vez lo que ya había desatado la muerte.

Del cual nacimiento suyo, que es el tercero de los cinco que puse al principio, lo primero que ahora decir debemos es que fue nacimiento de veras, quiero decir nacimiento que se llama así en la Sagrada Escritura. Porque, como ayer se decía, el Padre, en el Salmo segundo hablando de esta resurrección de su Hijo, como San Pablo lo declara, le dice: «Tú eres mi Hijo que en este día te engendré.» Porque así como formó la virtud de Dios, en el vientre de la Virgen y de su sangre sin mancilla, el cuerpo de Jesucristo con disposición conveniente para que fuese aposento del alma, ni más ni menos en el sepulcro, cuando se llegó la sazón al cuerpo, a quien las causas de la muerte habían agujereado y herido y quitado la sangre, sin la cual no se vive, y la muerte misma lo había enfriado y hecho morada inútil del alma, el mismo poder de Dios, abrazándolo y fomentándolo en sí, lo tornó a calentar, y le regó con sangre las venas, y le encendió la fornaza del corazón nuevamente, en que se tornaron luego a forjar espíritus que se derramaron por las arterias palpitando y bulliendo; y luego el calor de la fragua alzó las costillas del pecho, que dieron lugar al pulmón, y el alma se lanzó luego en él como en conveniente morada, más poderosa y eficaz que primero. Porque dio licencia a su gloria que descendiese por toda ella, y que se comunicase a su cuerpo y que la bañase del todo, con que se apoderó de la carne perfectamente, y redujo a su voluntad todas sus obras, y le dio condiciones y cualidades de espíritu; y, dejándole perfecto el sentir, la libró del mal padecer, y a cada una de las partes del cuerpo les conservó ella por sí, con perpetuidad no mudable, el ser en que las halló, que es el propio de cada una.

De manera que, sin mantenimiento, da sustancia a la carne y tiene vivo el calor del corazón sin cebarle, y sustenta los espíritus sin que se evaporen o se consuman del uso. Y así desarraigó de allí todas las raíces de muerte, y desterróla del todo y destruyóla en su reino, y cuando se tenía por fuerte. Y traspasó su gloria por la carne, que, como dicho he, la tenía apurada y sujeta a su fuerza; y resplandecióle el rostro y el cuerpo, y descargóla de su peso natural, y diole alas y vuelo, y renació el muerto más vivo que nunca, hecho vida, hecho luz, hecho gloria, y salió del sepulcro, como quien sale del vientre, vivo, y para vivir para siempre, poniendo espanto a la naturaleza con ejemplo no visto.

Porque en el nacimiento segundo que hizo en la carne, cuando nació de la Virgen, aunque muchas cosas de él fueron extraordinarias y nuevas, en otras se guardó en él la orden común: que la materia de que se formó el cuerpo de Cristo fue sangre, que es la natural de que se forman los otros; y, después de formado, la Virgen, con la sangre suya y con sus espíritus, hinchó de sangre las venas del cuerpo del Hijo y las arterias de espíritu como hacen las otras madres; y su calor de ella, conforme a lo natural, abrigó a aquel cuerpo tiernísimo y se lanzó todo por él y le encendió fuego de vida en el corazón, con que comenzó a arder en su obra, como hace siempre la madre.

Ella de su sustancia le alimentó, según lo que se usa, en cuanto le tuvo en su vientre, y Él creció en el cuerpo por todo aquel tiempo por la misma forma que crecen los niños. Y así como hubo en esta generación mucho de lo natural y de lo que se suele hacer, así lo que fue engendrado por ella salió con muchas condiciones de las que tienen los que por vía ordinaria se engendran: que tuvo necesidad de comer para reparo de lo que en Él gastaba el calor y obraba en el mantenimiento su cuerpo, y le cocía, y le coloraba, y le apuraba hasta mudarle en sí mismo, y sentía el trabajo, y conocía el hambre, y le cansaba el movimiento excesivo, y podía ser herido y lastimado y llagado; y, como los nudos con que se ataba aquel cuerpo los había anudado la fuerza natural de su madre, podían ser desatados con la muerte, como de hecho lo fueron.

Mas en este nacimiento tercero todo fue extraordinario y divino: que ninguna fuerza natural pudo dar calor al cuerpo helado en la huesa, ni fue natural el tomar a él la sangre vertida, ni los espíritus que discurren por el cuerpo y le avivan se los pudo prestar ningún otro tercero; el poder sólo de Dios y la fuerza eficaz de aquella dichosa alma, dotada de gloriosísima vida, encendió maravillosamente lo frío, y hinchó lo vacío, y compuso lo maltratado, y levantó lo caído, y ató lo desatado con nudo inmortal, y dio abastanza en un ser a lo mendigo y mudable. Y como ella estaba llena de la vida de Dios, y sujeta a Él, y vestida de Él, y arraigada en Él con firmeza que mudar no se puede, así hizo lleno de vida a su cuerpo, y le bañó todo de alma, y le penetró enteramente, y le puso debajo de su mano de tal manera que nadie se le puede sacar; y le vistió finalmente de sí, de su gloria, de su resplandor, desde la cabeza a los pies, lo secreto y lo público, el pecho y la cara, que de sí lanzaba más claros resplandores que el sol. Por donde mucho antes David, hablando de este hecho, decía: «En resplandores de santidad, del vientre y de la aurora, el rocío de tu nacimiento contigo.» Que aunque ayer por la mañana lo declarasteis, Marcelo, y con mucha verdad, del nacimiento de Cristo en la carne, bien entendéis que con la misma verdad se puede entender de este nacimiento también.

Porque el Espíritu Santo, que lo ve todo junto, junta muchas veces en unas palabras muchas y diferentes verdades. Pues dice que nació Cristo cuando resucitó del vientre de la tierra, en el amanecer de la aurora, por su propia virtud, porque tenía consigo el rocío de su nacimiento, con que reverdecieron y florecieron sus huesos. Y esto en resplandores de santidad, o, como podemos también decir, en hermosuras santísimas, porque se juntaron en Él entonces y enviaron sus rayos e hicieron públicas sus hermosuras tres resplandores bellísimos: la divinidad, que es la lumbre; el alma de Cristo, santa y rodeada de luz; el cuerpo, también hermoso y como hecho de nuevo, que echaba rayos de sí. Porque el resplandor infinito de Dios reverberaba su hermosura en el alma, y el alma, con este resplandor hecha una luz, resplandecía en el cuerpo que, vestido de lumbre, era como una imagen resplandeciente de los resplandores divinos.

Y aún dice que entonces nació Cristo con resplandores de santidad o con bellezas, santas, porque, cuando así nació del sepulcro, no nació solo Él, como cuando nació de la Virgen en carne, sino nacieron juntamente con Él y en Él las vidas y las santidades y las glorias resplandecientes de muchos, lo uno porque trajo consigo a vida de luz y a libertad de alegría las almas santas, que sacó de las cárceles; lo otro y más principal, porque, como ayer de vos, Marcelo, aprendí, en el misterio de la última cena, y cuando caminaba a la cruz, ayuntó consigo por espiritual y estrecha manera a todos los suyos, y, como si dijésemos, fecundóse de todos y cerrólos a todos en sí para que, en la muerte que padecía en su carne pasible, muriese la carne de ellos mala y pecadora, y por eso condenada a la muerte, y para que, renaciendo Él glorioso después, renaciesen también ellos en Él a vida de justicia y de gloria.

Por donde, por hermosa semejanza, a propósito de este nacimiento, dice Él de sí mismo: «Si el grano de trigo puesto en la tierra no muere, quédase él; mas si muere, produce gran fruto.» Porque así como el grano sembrado, si atrae para sí el humor de la tierra y se impregna de su jugo y se pudre, saca en sí a luz cuando nace mil granos, y sale ya no un grano solo, sino una espiga de granos, así y por la misma manera Cristo, metido muerto en la tierra, por virtud de la muerte allegó la tierra de los hombres a sí y, apurándola en sí y vistiéndola de sus cualidades, salió resucitando a la luz, hecho espiga, y no grano.

Así que no nació un rayo solo la Mañana que amaneció del sepulcro este Sol, mas nacieron en Él una muchedumbre de rayos y un amontonamiento de resplandores santísimos, y la vida y la luz y la reparación de todas las cosas, a las cuales todas abrazó consigo muriendo, para sacarlas, resucitando, todas vivas en sí. Por donde aquel día fue de común alegría, porque fue día de nacimiento común. El cual nacimiento hace ventaja al primero que Cristo hizo en la carne, no solamente en que, como decimos, en aquél nació pasible y en éste para más no morir, y no solamente en que lo que se hizo en éste fue todo extraordinario y maravilloso, y hecho por solas las manos de Dios, y en aquél tuvo la naturaleza su parte, y no solamente en que fue nacimiento, no de uno solo, como el primero, sino de muchos en uno, mas también le hace ventaja en que fue nacimiento después de muerte, y gloria después de trabajos, y bonanza después de tormenta gravísima. Que a todas las cosas la vecindad y el cotejo de su contrario las descubre más y las hace salir. Y la buena suerte es mayor cuando viene después de alguna desventura muy grande.

Y no solamente es más agradable este nacimiento porque sucede a la muerte, sino, en realidad de verdad, la muerte que le precede le hace subir en quilates, porque en ella se plantaron las raíces de esta dichosa gloria, que fueron el padecer y el morir. Que porque cayó se levantó, y porque descendió torna a subir en alto, y porque bebió del arroyo alzó la cabeza y porque obedeció hasta la muerte vivió para enseñorearse del cielo. Y así, cuanto fueron mayores los fundamentos y más firmes las raíces, tanto hemos de entender que es mayor lo que de estas raíces nace. Y a la medida de aquellos tantos dolores, de aquel desprecio no visto, de aquellas invenciones de penas, de aquel desamparo, de aquel escarnio, de aquella fiera agonía, entendamos que la vida a que Cristo nació por ello, es por todo extremo altísima y felicísima vida.

Mas ¡cuán no comprensibles son las maravillas de Dios! El que nació, resucitando, tan claro, tan glorioso, tan grande, y el que vive para siempre dichoso en resplandores y en luz, halló manera para tornar a nacer cada día encubierto y disimulado en las manos del sacerdote en la Hostia, como saboreándose en nacer este solo Hijo, este propiamente Hijo, este Hijo que tantas veces y por tantas maneras es Hijo. Porque el estar Cristo en su Sacramento, y el comenzar a ser cuerpo suyo lo que antes era pan y, sin dejar el cielo y sin mudar su lugar, comenzar de nuevo a ser allí adonde antes no era, convirtiendo toda la sustancia del pan en su santísima carne, mostrándose la carne como si fuese pan, vestida de sus accidentes, es como un nacer allí en cierta manera. Así que parece que Cristo nace allí, porque comienza a ser de nuevo allí, cuando el sacerdote consagra. Y parece que la Hostia es como el vientre adonde se celebra este nacimiento, y que las palabras son como la virtud que allí le pone, y que es, como la sustancia, toda la materia y toda la forma del pan que en Él se convierte. Y es señal y prueba de que este nacimiento lo es en la forma que digo, el llamar a Cristo Hijo la sagrada Escritura en este mismo caso y artículo. Porque bien sabéis que en el Salmo setenta y dos leemos así: «Y habrá firmeza en la tierra, en las cumbres de los collados.» Adonde la palabra firmeza, según la verdad, significa el trigo. Que la Escritura lo suele llamar firmeza, porque da firmeza al corazón, como David en otro Salmo lo dice. Y bien sabéis que muchos de los nuestros, y aun algunos de los que nacieron antes que viniese Cristo, entienden este paso de este sagrado pan del altar.

Y bien sabéis que las palabras originales, por quien nosotros leemos firmeza, son éstas: PISATH-BAR, que quieren puntualmente decir partecilla o puñado de trigo escogido; y que BAR, como significa trigo escogido y mondado, también significa hijo. Y así dice el Profeta que en el reino del Mesías, y cuando floreciere su ley, entre muchas cosas singulares y excelentes, habrá también un puñado o una partecilla de trigo y de hijo, esto es, que será el hijo lo que parecerá un limpio y pequeño trigo, porque saldrá a luz en figura de él, y le veremos así hecho y amoldado como si fuese un panecito pequeño.

Y no solamente este consagrarse Cristo en el pan es un cierto nacer, mas es como una suma de sus nacimientos los otros en que hace retrato de ellos, y los dibuja y los pinta. Porque así como en la Divinidad nace como palabra que la dice el entendimiento divino, así aquí se consagra y comienza a ser de nuevo en la Hostia por virtud de la palabra que el sacerdote pronuncia. Y como en la resurrección nació del sepulcro con su carne verdadera, pero hecha a las condiciones del alma y vestida de sus maneras y gloria, así consagrado en la Hostia está la verdad de su cuerpo en realidad de verdad, mas está como si fuera espíritu, todo en la Hostia toda, y en cada parte de ella todo también. Y como cuando nació de la Virgen salió bienaventurado en la más alta parte del alma, y pasible en el cuerpo, y sujeto a dolores y muerte -y en lo secreto era la verdadera riqueza, y en la apariencia y en lo que de fuera se veía era un pobre y humilde-, así aquí por de fuera parece un pequeño pan despreciado, y en lo escondido es todos los tesoros del cielo. Según lo que parece, puede ser partido y quebrado y comido; mas según lo que encubre, no puede ni el mal ni el dolor llegar a Él.

Y como cuando nació de Dios se forjaron en Él, como en sus ideas, las criaturas en la manera que he dicho, y cuando nació en la carne la recibió para limpiar y librar la del hombre, y cuando nació del sepulcro nos sacó a la vida a todos juntamente consigo, y en todos sus nacimientos siempre hubo algún respeto a nuestro bien y provecho, así en este de la consagración de su cuerpo tuvo respeto al mismo bien. Porque puso en él no solamente su cuerpo verdadero, sino también el místico de sus miembros, y, como en los demás nacimientos suyos nos ayuntó siempre a sí mismo, también en éste quiso contenemos en sí, y quiso que, encerrados en Él y pasando a nuestras entrañas su carne, nos comunicásemos unos con otros, para que por Él viniésemos todos a ser, por unión de espíritu, un cuerpo y un alma.

Por lo cual, el pan caliente que estaba de continuo en el templo y delante del arca de Dios (que tuvo figura de este pan divinísimo) le llama pan de faces la Sagrada Escritura, para enseñar que este pan verdadero, a quien aquella imagen miraba, tiene faces innumerables, quiero decir que contiene en sí a sus miembros y que, como en la Divinidad abraza en sí por eminente manera todas las criaturas, así en la humanidad y en este Sacramento santísimo, donde se encierra, encierra consigo a los suyos. Y así, hizo en éste lo que en los demás nacimientos hizo, que fue nuestro bien, que consiste en andar siempre juntos con Él, o, por decir lo que parece más propio, trajo a efecto y puso como en ejecución lo que se pretendía en los otros.

Porque aquí, hecho mantenimiento nuestro, y pasándose en realidad de verdad dentro de nuestras entrañas, y juntando con nuestra carne la suya, si la halla dispuesta, mantiene el alma y purifica la carne, y apaga el fuego vicioso, y pone a cuchillo nuestra vejez, y arranca de raíces el mal, y nos comunica su ser y su vida, y, comiéndole nosotros, nos come Él a nosotros y nos viste de sus cualidades y, finalmente, casi nos convierte en sí mismo. Y trae aquí a fruto y a espiga lo que sembró en los demás nacimientos primeros. Y como dice en el salmo David: «Hizo memorial de sus maravillas el Señor misericordioso y piadoso: dio a los que le temen manjar.»

Porque en este manjar, que lo es propiamente para los que le temen, recapituló todas sus grandezas pasadas que en Él hizo ejemplo clarísimo de su infinito poder, ejemplo de su saber infinito y de su misericordia y de su amor con los hombres; ejemplo jamás oído ni visto. Que no contento ni de haber nacido hombre por ellos, ni de haber muerto por ponerlos en vida, ni de haber renacido para subirlos a la gloria, ni de estar juntos siempre y a la diestra del Padre para su defensa y amparo, para su regalo y consuelo, y para que le tengan siempre no solamente presente, sino le puedan abrazar consigo mismos, y ponerlo en su pecho y encerrarlo dentro de su corazón, y como chuparle sus bienes y atraerlos a sí, se les presenta en manjar y, como si dijésemos, les nace en figura de trigo para que así le coman y traguen y traspasen a sus entrañas, adonde encerrado y ceñido con el calor del espíritu, fructifique y nazca en ellos en otra manera, que será ya la quinta y la última de las que prometimos decir, y de que será justo que ya digamos si, Sabino, os parece.

Y calló.

Y Sabino dijo, sonriéndose:

-Huelgo, Juliano, que me conozcáis por mayor. Y bien decía yo que urdíais grande tela, porque, sin duda, habéis dicho grandes cosas hasta ahora, sin lo que os resta, que no debe ser menos; aunque en ello tengo una duda aun antes que lo digáis.

-¿Qué? -respondió Juliano-. ¿No entendéis que nace en nosotros Cristo cuando Dios santifica nuestra alma?

-Bien entiendo -dijo Sabino- que San Pablo dice a los Gálatas: «Hijuelos míos, que os torno a parir hasta que se forme Cristo en vosotros», que es decir que, así como el alma que era antes pecadora se convierte al bien y se va desnudando de su malicia, así Cristo se va formando en ella y naciendo. Y de los que le aman y cumplen su voluntad dice Cristo que son su Padre y su Madre. Pero, como cuando el ánima que era mala se santifica, se dice que nace en ella Jesucristo, así también se dice que ella nace en Él; por manera que es lo mismo, a lo que parece, nacer nosotros en Cristo y nacer Cristo en nosotros, pues la razón por que se dice es la misma; y de nuestro nacimiento en Jesucristo ayer dijo Marcelo lo que se puede decir. Y así no parece, Juliano, que tenéis más que decir en ello. Y esta es mi duda.

Juliano entonces dijo:

-En eso que dudáis, Sabino, habéis dado principio a mi razón; porque es verdad que esos nacimientos andan juntos, y que siempre que nacemos nosotros en Dios, nace Cristo en nosotros; y que la santidad y la justicia y la renovación de nuestra alma es en medio de ambos nacimientos. Mas aunque por andar juntos parecen uno, todavía el entendimiento atento y agudo los divide, y conoce que tienen diferentes razones. Porque el nacer nosotros en Cristo es propiamente, quitada la mancha de culpa con que nuestra alma se figuraba como demonio, recibir la gracia y la justicia que cría Dios en nosotros, que es como una imagen de Cristo, y con que nos figuramos de su manera. Mas nacer Cristo en nosotros es no solamente venir el don de la gracia a nuestra alma, sino el mismo espíritu de Cristo venir a ella y juntarse con ella, y, como si fuese alma del alma, derramarse por ella; y derramado y como embebido en ella, apoderarse de sus potencias y fuerzas, no de paso ni de corrida ni por un tiempo breve, como acontece en los resplandores de la contemplación y en los arrobamientos del espíritu, sino de asiento y con sosiego estable, y como se reposa el alma en el cuerpo. Que Él mismo lo dice así: «El que me amare será amado de mi Padre, y vendremos a él y haremos asiento en él.»

Así que nacer nosotros en Cristo es recibir su gracia y figurarnos de ella; mas nacer en nosotros Él, es venir Él por su espíritu a vivir en nuestras almas y cuerpos. Venir, digo, a vivir, y no sólo a hacer deleite y regalo. Por lo cual, aunque ayer Marcelo dijo de cómo nacemos nosotros en Dios, queda lugar para decir hoy del nacimiento de Cristo en nosotros. Del cual, pues hemos ya dicho que se diferencia y cómo se diferencia del nuestro, y que propiamente consiste en que comience a vivir el espíritu de Cristo en el alma, para que se entienda esto mismo mejor, digamos, lo primero, cuán diferentemente vive en ella cuando se le muestra en la oración; y después diremos cuándo y cómo comienza Cristo a nacer en nosotros, y la fuerza de este nacer y vivir en nosotros, y los grados y crecimiento que tiene.

Porque, cuanto a lo primero, entre esta venida y ayuntamiento del espíritu de Cristo a nosotros, que llamamos nacimiento suyo, y entre las venidas que hace al alma del justo y las demostraciones que en el negocio de la oración le hace de sí, de las diferencias que hay, la principal es, que en esto que llamamos nacer, el espíritu de Cristo se ayunta con la esencia del alma y comienza a ejecutar su virtud en ella, abrazándose con ella sin que ella lo sienta ni entienda, y reposa allí como metido en el centro de ella, como dice Isaías: «Regocijate: y alaba hija de Sión, porque el Señor de Israel está en medio de ti.» Y reposando allí como desde el medio, derrama los rayos de su virtud por toda ella, y la mueve secretamente y con su movimiento de Él y con la obediencia del alma a lo que es de Él movida, se hace por momentos mayor lugar en ella, y más ancho y más dispuesto aposento.

Mas en las luces de la oración y en sus gustos, todo su trato de Cristo es con las potencias del alma, con el entendimiento, con la voluntad y memoria, de las cuales, a las veces, pasa a los sentidos del cuerpo y se les comunica por diversas y admirables maneras, en la forma que les son posibles estos sentimientos a un cuerpo. Y de la copia de dulzores que el alma siente y de que está colmada, pasan al compañero las sobras. Por donde esas luces o gustos, o este ayuntamiento gustoso del alma con Cristo en la oración, tiene condición de relámpago; digo que luce y se pasa en breve. Porque nuestras potencias y sentidos, en cuanto esta vida mortal dura, tienen precisa necesidad de divertirse a otras contemplaciones y cuidados, sin los cuales ni se vive ni se puede ni debe vivir.

Y júntase también con esta diferencia otra diferencia: que en el ayuntamiento del espíritu de Cristo con el nuestro, que llamamos nacimiento de Cristo, el espíritu de Cristo tiene vez de alma respecto de la nuestra, y hace en ella obra de alma, moviéndola a obrar como debe en todo lo que se ofrece, y pone en ella ímpetu para que se menee, y así obra Él en ella y la mueve, que ella, ayudada de Él, obra con Él juntamente. Mas en la presencia que de sí hace en la oración a los buenos por medio de deleite y de luz, por la mayor parte, el alma y sus potencias reposan, y Él solo obra en ellas por secreta manera un reposo y un bien que decir no se puede. Y así, aquel primer ayuntamiento es de vida, mas este segundo es de deleite y regalo; aquél es el ser y el vivir, éste es lo que hace dulce el vivir; allí recibe vivienda y estilo de Dios el alma, aquí gusta algo de su bienandanza; y así, aquello se da con asiento y para que dure, porque, si falta, no se vive; mas esto se da de paso y a la ligera, porque es más gustoso que necesario, y porque en esta vida, que se nos da para obrar, este deleite, en cuanto dura, quita el obrar y le muda en gozar. Y sea esto lo uno.

Y cuanto a lo segundo que decía, digo de esta manera: Cristo nace en nosotros cuando quiera que nuestra alma, volviendo los ojos a la consideración de su vida, y viendo las fealdades de sus desconciertos, y aborreciéndolos, y considerando el enojo merecido de Dios, y doliéndose de él, ansiosa por aplacarle, se convierte con fe, con amor, con dolor a la misericordia de Dios y al rescate de Cristo. Así que Cristo nace en nosotros entonces. Y dícese que nace en nosotros, porque entonces entra en nuestra alma su mismo espíritu, que, en entrando, se entraña en ella, y produce luego en ella su gracia, que es como un resplandor y como un rayo que resulta de su presencia, y que se asienta en el alma y la hace hermosa. Y así comienza a tener vida allí Cristo, esto es, comienza a obrar en el alma y por el alma lo que es justo que obre Cristo, porque lo más cierto y lo más propio de la vida es la obra.

Y de esta manera, Él que es en sí siempre, y Él que vive en el seno del Padre antes de todos los siglos, comienza, como digo y cuando digo, a vivir en nosotros; y Él que nació de Dios perfecto y cabal, comienza a ser en nosotros como niño. No porque en sí lo sea, o porque en su espíritu, que está hecho alma del nuestro, haya en realidad de verdad alguna disminución o menoscabo, porque el mismo que es en sí, ese mismo es el que en nosotros nace tal y tan grande, sino porque, en lo que hace en nosotros, se mide con nuestro sujeto, y aunque está en el alma todo Él, no obra en ella luego que entra en ella todo lo que vale y puede, sino obra conforme a como se le rinde y se desnuda de su propiedad, para el cual rendimiento y desnudez Él mismo la ayuda; y así decimos que nace entonces como niño. Mas cuanto el alma, movida y guiada de Él, se le rinde más y se desnuda más de lo que tiene por suyo, tanto crece en ella más cada día, esto es, tanto va ejecutando más en ella su eficacia y descubriéndose más y haciéndose más robusto, hasta que llega en nosotros, como dice San Pablo, «a edad de perfecto varón, a la medida de la grandeza de Cristo», esto es, hasta que llega Cristo a ser, en lo que es y hace en nosotros y con nosotros, perfecto cual lo es en sí mismo.

Perfecto, digo, cual es en sí, no en igualdad precisa, sino en manera semejante. Quiero decir que el vivir y el obrar que tiene en nuestra alma Cristo, cuando llega a ser en ella varón perfecto, no es igual en grandeza al vivir y al obrar que tiene en sí, pero es del mismo metal y linaje. Y así, aunque reposa en nuestra alma todo el espíritu de Cristo desde el primer punto que nace en ella, no por eso obra luego en ella todo lo que es y lo que puede, sino primero como niño, y luego como más crecido, y después como valiente y perfecto. Y de la manera que nuestra alma en el cuerpo, desde luego que nace en él, nace toda, mas no hace, luego que en él nace, prueba de sí totalmente, ni ejercita luego toda su eficacia y su vida, sino después y sucesivamente, así como se van enjugando con el calor los órganos con que obra, y tomando firmeza hábil para servir al obrar, así es lo que decimos de Cristo, que aunque pone en nosotros todo su espíritu cuando nace, no ejercita luego en nosotros toda su vida, sino conforme a como, movidos de Él, le seguimos y nos apuramos de nosotros mismos, así Él va en su vivir continuamente subiendo. Y como cuando comienza a vivir en nuestra alma se dice que nace en ella, así se dice que crece cuando vive más; y cuando llega a vivir allí al estilo que vive en sí, entonces es lo perfecto.

De suerte que, según esto, tiene tres grados este nacimiento y crecimiento de Cristo en nosotros. El primero de niño, en que comprendemos la niñez y la mocedad, lo principiante y lo aprovechante, que decir solemos; el segundo, de más perfecto; el último, de perfecto del todo. En el primero nace y vive en la más alta parte del alma; en el segundo, en aquella y en la que llamamos parte inferior; en el tercero, en esto y en todo el cuerpo del todo. Al primero podemos llamar estado de ley por las razones que diremos luego; el segundo es estado de gracia; y el tercero y último, estado de gloria.

Y digamos de cada uno por sí, presuponiendo primero que en nuestra alma, como sabéis, hay dos partes: una divina, que de su hechura y metal mira al cielo y apetece cuanto de suyo es (si no la estorban o oscurecen o llevan) lo que es razón y justicia; inmortal de su naturaleza, y muy hábil para estar sin mudarse en la contemplación y en el amor de las cosas eternas. Otra de menos quilates, que mira a la tierra y que se comunica con el cuerpo, con quien tiene deudo y amistad, sujeta a las pasiones y mudanzas de él, que la turban y alteran con diversas olas de afectos; que teme, que se acongoja, que codicia, que llora, que se engríe y ufana, y que, finalmente, por el parentesco que con la carne tiene, no puede hacer sin su compañía estas obras.

Estas dos partes son como hermanas nacidas de un vientre, en una naturaleza misma, y son de ordinario entre sí contrarias, y riñen y se hacen guerra. Y siendo la ley que esta segunda se gobierne siempre por la primera, a las veces, como rebelde y furiosa, toma las riendas ella del gobierno y hace fuerza a la mejor, lo cual le es vicioso, así como le es natural el deleite y el alegrarse y el sentir en sí los demás afectos que la parte mayor le ordenare; y son propiamente la una como el cielo, y la otra como la tierra, y como un Jacob y un Esaú concebidos juntos en un vientre, que entre sí pelean, como diremos más largamente después.

Esto así dicho, decimos ahora que cuando el alma aborrece su maldad, y Cristo comienza a nacer en ella, pone su espíritu, como decíamos, en el medio y en el centro, que es en la sustancia del alma, y prende luego su virtud en la primera parte de ella, la parte que de estas dos que decíamos es la más alta y la mejor. Y vive Cristo allí en el primer estado de este nacimiento, ejercitando en aquella parte su vida, esto es, alumbrándola y enderezándola y renovándola y componiéndola y dándole salud y fuerzas para que con valor ejercite su oficio. Mas a la otra parte menor, en este primer estado, el espíritu de Cristo, que en lo alto del alma vive, no le desarraiga sus bríos, porque aún no vive en esta parte baja; mas aunque no viva en ella como señor pacífico, dale ayo y maestro que gobierne aquella niñez, y el ayo es la parte mayor en que él ya vive, o él mismo, según que vive en ella, es el ayo de esta parte menor, que desde su lugar alto le da leyes por donde viva, y le hace que se conozca, y le va a la mano si se mueve contra lo que se le manda, y la riñe y la aflige con amenazas y miedos; de donde resulta contradicción y agonía, y servidumbre y trabajo.

Y Cristo, que vive en nosotros, y desde el lugar donde vive, en este artículo se ha con esta menor parte como Moisés, que le da ley, y la amonesta y la riñe, y la amenaza y la enfrena, mas aún no la libra de su flaqueza ni la sana de sus malos movimientos, por donde a este grado o estado le llamamos de ley. En que, como Moisés en el tiempo pasado gozaba del habla de Dios, y en la cumbre del monte conversaba con Él, y recibía su gracia, y era alumbrado de su lumbre, y descendía después al pueblo carnal e inquieto y sujeto a diferentes deseos, y que estaba a la falda de la sierra, adonde no veía sino el temblor y las nubes, y, descendiendo a él, le ponía leyes de parte de Dios, y le avisaba que pusiese a sus deseos freno, y él se los enfrenaba cuanto podía con temores y penas, así la parte más alta nuestra, luego al principio que Cristo en ella nace, santificada por Él y viviendo por su espíritu como subida en el monte con Dios, al pueblo que está en la falda, esto es, a la parte inferior, que, por los muchos movimientos de apetitos y pasiones diferentes que bullen en ella, es una muchedumbre de pueblo bullicioso y carnal e inclinado a hacer lo peor, le escribe leyes y le enseña lo que le conviene hacer o huir, y le gobierna las riendas, a veces alargándolas, y a veces recogiéndolas hacia sí, y finalmente la hinche de temor y de amenazas.

Y como contra Moisés se rebeló por diferentes veces el pueblo, y como siempre con dificultad puso al yugo su mal domada cerviz, de donde nacieron contradicciones en ellos y alborotos y ejemplos de señalados castigos, así esta parte baja, en el estado que digo, oye mal muchas veces las amonestaciones de su hermana mayor, en que ya Cristo vive, y luchan las dos a veces, y despiertan entre sí crueles peleas. Mas como Moisés, para llevar aquella gente al asiento de su descanso, les persuadió primero que saliesen de Egipto, y los metió en la soledad del desierto, y los guió haciendo vueltas por él por largo espacio de tiempo, y con quitarles el regalo y el amparo de los hombres y darles el amparo de Dios en la nube, en la columna de fuego, en el maná que les llovían los cielos y en el agua que les manaba la piedra, los iba levantando hacia Dios, hasta que al fin pasaron con Josué, su capitán, el Jordán y limpiaron de enemigos la tierra, y reposaron en ella hasta que vino últimamente Cristo a nacer en su carne, así su espíritu, que ha nacido ya en lo que es principal en el alma, para reducir a su obediencia la parte que resta, que tiene las condiciones y flaquezas y carnalidades que he dicho, desde la razón donde vive, como otro Moisés, induciéndola a que se despida de los regalos de Egipto, y lavándola con las tribulaciones, y destetándola poco a poco de sus toscos consuelos, y quitándole de los ojos cada día más las cosas que ama, y haciéndola a que ame la pobreza y la desnudez del desierto, y dándole allí su maná, y pasando a cuchillo a muchas de sus enemigas pasiones, y acostumbrándola al descanso y reposo santo, va creciendo en ella y aprovechando y mitigando sus bríos, y haciéndola cada día más hábil para poner su vida en su carne, y al fin la pone y, como si dijésemos, se encarna en ella y la hinche de sí como hizo a la mayor y primera, y no le quita lo que le es natural, como son los sentimientos medidos, y el poder padecer y morir, sino desarráigale lo vicioso, si no del todo, a lo menos casi del todo.

Y este es el grado segundo que dijimos, en el cual el espíritu de Cristo vive en las dos partes del alma: en la primera, que es la celestial, santificándola, o, si lo hemos de decir así, haciéndola como Dios; y en la segunda, que mira a la carne, apurándola y mortificándola de lo carnal y vicioso, y, en vez de la muerte que ella solía dar con su vicio al espíritu, Cristo ahora pone en ella a cuchillo casi todo lo que es contumaz y rebelde. Y como se hubo con sus discípulos cuando anduvo con ellos, que los conversó primero y, dado que los conversaba, duraban en ellos los afectos de carne, de que los corregía poco a poco por diferentes maneras, con palabras, con ejemplos, con dolores y penas; y finalmente, después de su resurrección, teniéndolos ya conformes y humildes y juntos en Jerusalén, envió sobre ellos en abundancia su espíritu, con que los hizo perfectos y santos, así, cuando en nosotros nace, trata primero con la razón y fortifícala para que no la venza el sentido y, procediendo después por sus pasos contados, derrama su espíritu como dice Joel «sobre toda la carne», con que se rinde y se sujeta al espíritu.

Y cúmplese entonces lo que en la oración le pedimos, «que se haga su voluntad, así como en el cielo, en la tierra», porque manda entonces Dios en el cielo del alma, y en lo terreno de ella es obedecido casi ni más ni menos, y baña el corazón de sí mismo, y hace ya Cristo en toda el alma oficio enteramente de Cristo, que es oficio de ungir, porque la unge desde la cabeza a los pies, y la beatifica en cierta manera. Porque, aunque no le comunica su vista, comunícale mucho de la vida que le ha de durar para siempre, y sostiénela ya con el vivir de su espíritu, con que ha de ser después sostenida sin fin. Y este es el mantenimiento y el pan que por consejo suyo pedimos a Dios cada día cuando decimos «y nuestro pan», como si dijésemos «el de después» -que eso quiere decir la palabra del original griego epiosión-, «dánosle hoy», esto es, aquel pan nuestro: nuestro, porque nos le promete; nuestro, porque sin él no se vive; nuestro, porque sólo él hinche nuestro deseo. Así que este pan y esta vida que prometida nos tienes, acorta los plazos, Señor, y dánosla ya, y viva ya tu Hijo en nosotros del todo, dándonos entera vida, porque Él es el pan de la vida.

De manera que, cuando viene a este estado el nacimiento de Cristo en nosotros, y cuando su vida en mí ha subido a este punto, entonces Cristo es lisamente en nosotros el Mesías prometido de Dios, por la razón sobredicha. Y el estado es de gracia, porque la gracia baña a casi toda el alma; y no es estado de ley ni de servidumbre ni de temor, porque todo lo que se manda se hace con gusto: porque en la parte que solía ser rebelde y que tenía necesidad de miedo y de freno, vive ya Cristo que la tiene casi pura de su rebeldía.

Y es estado de Evangelio, porque el nacer y vivir Cristo en ambas las partes del alma, y la santificación de toda ella con muerte de lo que era en ella vejez, es el efecto de la buena nueva del Evangelio, y el reino de los cielos que en él se predica, y la obra propia y señalada y que reservó para sí solo el Hijo de Dios y el Mesías que la ley prometía. Como Zacarías en su cántico dice: «Juramento que juró a Abraham, nuestro padre, de darse a nosotros, para que, librándonos de nuestros enemigos, le sirvamos sin miedo, le sirvamos en santidad y justicia y en su presencia la vida toda.»

Y es estado de gozo, por cuanto reina en toda el alma el espíritu, y así hace en ella sin impedimento sus frutos, que son, como San Pablo dice, «caridad y gozo, y paz, y paciencia, y larga esperanza en los males.» Por donde, en persona de los de este grado, dice el Profeta Isaías: «Gozando me gozaré en el Señor, y regocijaráse mi alma en el Dios mío, porque me vistió vestiduras de salud y me cercó con vestidura de justicia; como a esposo me hermoseó con corona, y como a esposa adornada con sus joyeles.»

Y también, en cierta manera, es estado de libertad y de reino, porque es el que deseaba San Pablo a los Colosenses en el lugar donde escribe: «Y la paz de Dios alce bandera y lleve la corona en vuestros corazones.» Porque en el primer grado estaba la gracia y paz de Dios, como quien residía en frontera y vecina a los enemigos, encerrada y recatada y solícita; mas ahora ya se espacia y se alegra y se extiende como señora ya del campo.

Y ni más ni menos, es estado de muerte y de vida; porque la vida que Cristo vive en los que llegan aquí, da vida a lo alto del alma, y da muerte y degüella a casi todos los afectos y pasiones malas del cuerpo, de que dice el Apóstol: «Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo, sin duda, ha muerto cuanto al pecado, mas el espíritu vive por virtud de la justicia.»

Y finalmente, es estado de amor y de paz, porque se hermanan en él las dos partes del alma que decimos, y el sentido ama servir a la razón, y Jacob y Esaú se hacen amigos, que fueron imagen de esto, como antes decía. Porque, Sabino, como sabéis, Rebeca, mujer de Isaac, concibió de un vientre estos dos hijos, que, antes que naciesen, peleaban entre sí mismos; por donde ella, afligida, consultó el caso con Dios, que le respondió que tenía en su vientre dos linajes de gentes contrarias, que pelearían siempre entre sí, y que el menor en salir a luz vencería al que primero naciese.

Llegado el tiempo, nació primero un niño bermejo y velloso; y, después de él y asido de su pie de él, nació luego otro de diferente calidad del primero. Este postrero fue llamado Jacob, y el primero Esaú. Su inclinación fue diferente, así como su figura lo era. Esaú, aficionado a la caza y al campo; Jacob, a vivir en su casa. En ella compró un día, por cierto caso, a su hermano el derecho del mayorazgo, que se le vendió por comer. Poco después, con artificio, le ganó la bendición de su padre, que creyó que bendecía al mayor. Quedaron por esta causa enemigos; aborrecía de muerte Esaú a Jacob; amenazábale siempre. El mozo santo, aconsejado de la madre, huyó la ocasión, desamparó la casa del padre, caminó para Oriente, vio en el camino el cielo sobre sí abierto, sirvió en casa de su suegro por Lía y por Raquel, y casado, tuvo abundancia de hijos y de hacienda; y, volviendo con ella a su tierra, luchó con el ángel, y fue bendecido de él; y, enflaquecido en el muslo, mudó el andar con el nombre, y luego le vino al encuentro Esaú, su hermano, ya amigo y pacífico.

Pues conforme a esta imagen, son de un parto las dos partes del alma y riñen en el vientre, porque de su naturaleza tienen apetitos contrarios, y porque, sin duda, después nacen de ellas dos linajes de gentes enemigas entre sí: las que siguen en el vivir el querer del sentido, y las que miden lo que hacen por razón y justicia. Nace el sentido primero, porque se ve su obra primero; tras él viene luego el uso de la razón. El sentido es teñido de sangre y vestido de los frutos de ella, y ama el robo, y sigue siempre sus pasiones fieras por alcanzarlas, mas la razón es amiga de su morada, adonde reposa contemplando la verdad con descanso. Aquí le vienen a las manos la bendición y el mayorazgo. Mas enójanse los sentidos y descubren sus deseos sangrientos contra el hermano, que, guiado de la sabiduría para vencerlos, los huye y corta las ocasiones del mal; y enajénase el hombre de los padres y de la casa, y, puestos los ojos en el Oriente, camina a él la razón, a la cual en este camino se le aparece Dios y le asegura su amparo, y con esto le mueve y guía a servir muchos años y con mucho fruto por Raquel y por Lía; hasta que, finalmente, acercándose ya a su verdadera tierra, viene a abrazarse con Dios y como a luchar con el ángel, pidiéndole que le santifique y bendiga y ponga en paz sus sentidos; y sale con su porfía al fin, y con la bendición muere el muslo, porque en el morir del sentido vicioso consiste el quedar enteramente bendito; y cojea luego el hombre, y es Israel. Israel, porque se ve en él y se descubre la eficacia de la vida divina que ya posee; cojo, porque anda en las cosas del mundo con sólo el pie de la necesidad, sin que le lleve el deleite. Y así, en llegando a este punto el sentido, sirve a la razón y se pacifica con ella y la ama, y gozan ambas, cada una según su manera, de riquezas y bienes, y son buenos hermanos Esaú y Jacob, y vive, como en hermanos conformes, el espíritu de Cristo que se derrama por ellos. Que es lo que se dice en el Salmo: «Cuán bueno es, y cuán lleno de alegría, el morar en uno los hermanos, como el ungüento bueno sobre la cabeza, que desciende a la barba, a la barba del sacerdote, y desciende al gorjal de su vestidura; como rocío en Hermón, que desciende sobre los montes de Sión. Porque allí instituyó el Señor la bendición, las vidas por los siglos.» Porque todo el descanso y toda la dulzura y toda la utilidad de esta vida entonces es: cuando estas dos partes nuestras, que decimos hermanas, viven también como hermanas en paz y concordia.

Y dice que es suave y provechosa esta paz, como lo es el ungüento oloroso derramado, y el rocío que desciende sobre los montes de Hermón y de Sión, porque en el hecho de la verdad, el Hijo de Dios que nace y que vive en estas dos partes, y que es unción y rocío, como ya muchas veces decimos, derramándose en la primera de ellas, y de allí descendiendo a la otra y bañándola, hace en ellas esta paz provechosa y gustosa. De las cuales partes la una es bien como la cabeza, y la otra como la barba áspera y como la boca o la margen de la vestidura; y la una es verdaderamente Sión, adonde Dios se contempla, y la otra Hermón, que es asolamiento, porque consiste su salud en que se asuele en ella cuanto levanta el demasiado y vicioso deseo.

Y cierto, cuando Cristo llega a nacer y vivir en alguno de esta manera, aquel en quien así vive dice bien con San Pablo: «Vivo yo, ya no yo, pero vive en mí Jesucristo.» Porque vive y no vive: no vive por sí, pero vive porque en él vive Cristo, esto es, porque Cristo, abrazado con él y como infundido por él, le alienta y le mueve, y le deleita y le halaga, y le gobierna las obras y es la vida de su feliz vida. Y de los que aquí llegaron dice propiamente Isaías: «Alegráronse con tu presencia como la alegría en la siega, como se regocijaron al dividir del despojo.» De la siega dice que es señalada alegría porque se coge en ella el fruto de lo trabajado, y se conoce que la confianza que se hizo del suelo no salió vacía, y se halla, como por la largueza de Dios, mejorado y acrecentado lo que parecía perdido. Y así es alegría grandísima la de los que llegan aquí, porque comienzan a coger el fruto de su fe y penitencia, y ven que no les burló su esperanza, y sienten la largueza de Dios en sí mismos y un amontonamiento de no pensados bienes.

Y dice del dividir los despojos, porque entonces alegran a los vencedores tres cosas: el salir del peligro, el quedar con honra, el verse con tanta riqueza. Y las mismas alegran a los que ahora decimos; porque, vencido y casi muerto del todo lo que en el sentido hace guerra, y esto porque el espíritu de Cristo nace y se derrama por él, no solamente salen de peligro, sino se hallan improvisamente dichosos y ricos. Y por eso dice que se alegran en su presencia, porque la presencia suya en ellos, que es el nacer y vivir de Cristo en toda su alma, les acarrea este bien, que es el que añade luego, diciendo: «Porque el yugo de pesadumbre y la vara de su hombro y el cetro del ejecutor en él, lo quebrantaste como en el día de Madián.»

Que a la ley dura que puso el pecado en nuestra carne y a lo que heredamos del primer hombre y que es hombre viejo en nosotros, lo llama bien «yugo de pesadumbre» porque es carga muy enlazada a nosotros y que mucho nos enlaza; y «vara de su hombro» porque con ella, como con vara de castigo, nos azota el demonio. Y dice «de su hombro», por semejanza de los verdugos y ministros antiguos de justicia, que traían al hombro el manojo de varas con que herían a los condenados. Y es «cetro de ejecutor», y en nosotros, porque, por medio de la mala inclinación del viejo hombre, que reside en nuestra carne, ejecuta el enemigo su voluntad en nosotros. Lo cual todo quebranta Cristo cuando de lo alto del alma extiende su vida a la parte baja de ella, y viene como a nacer en la carne.

Y quebrántalo, «como en el día de Madián». Que ya sabéis en qué forma alcanzó victoria Gedeón de los madianitas, sin sus armas y con sólo quebrar los cántaros y resplandecer la luz que encerraban y con tocar las trompetas. Porque comenzar Cristo a nacer en nosotros no es cosa de nuestro mérito, sino obra de su mucha virtud, que primero, como luz metida en el medio del alma, se encierra allí, y después se descubre y resplandece, quebrantando lo terreno y carnal del sentido. A cuyo resplandor, y al sonido que hace la voz de Cristo en el alma, huyen los enemigos y mueren. Y como en el sueño que entonces vio uno de los del pueblo contrario, un pan de cebada y cocido entre la ceniza, que se revolvía por el real de los enemigos, tocando las tiendas, las derrocaba, así aquí Cristo, que es pan despreciado al parecer y cocido en trabajos, revolviéndose por los sentidos del alma, pone por el suelo los asientos de la maldad que nos hacen guerra; y, finalmente, los abrasa y consume, como dice luego el Profeta: «Que toda la presa o pelea peleada con alboroto, y la vestidura revuelta en las sangres, será para ser quemada, será mantenimiento de fuego.» Y dice bien «la pelea peleada con alboroto», cuales son las contradicciones que los deseos malos, cuando se encienden, hacen a la razón, y las polvaredas que levantan, y su alboroto y su ruido.

Y dice bien «el vestido revuelto en la sangre», que es el cuerpo y la carne que nos vestimos, manchada con la sangre de sus viciosas pasiones, porque todo ello, en este caso, lo apura el santo fuego que Cristo en el Evangelio dice que vino a poner en la tierra. Y lo que el mismo profeta en otro capítulo escribe, también pertenece a este negocio, porque dice de esta manera: «Porque el pueblo en Sión habitará en Jerusalén. No llorará, llorando; apiadando, se apiadará de ti. A la voz de tu grito, en oyéndola, te responderá. Y daros ha el Señor pan estrecho y agua apretada, y no volará más tu maestro, y a tu maestro tus ojos le contemplarán, y tus orejas oirán a las espaldas tuyas palabra que te dirá: este es el camino, andad en él, no inclinéis a la derecha o a la izquierda.» Que es imagen de esto mismo que digo, adonde el pueblo que estaba en Sión hace ya morada en Jerusalén.

Y la vida de Cristo, que vivía en el alcázar del alma, se extiende por toda la cerca de ella y la pacifica; y el que residía en Sión, hace ya su morada en la paz; y cesa el lloro que es lloro, porque se usa ya con ellos de la piedad, que es perfecta. Y como vive ya Cristo en ellos, óyelos en llamando, o, por mejor decir, lo que Él pide en ellos, eso es lo que piden, porque está en ellos su maestro metido, que no se les aparta ni ausenta, y que, en hablando ellos, los oye, y dales entonces Dios pan estrecho y agua apretada, porque verdaderamente les da el pan y el agua que dan vida verdadera: su cuerpo y su espíritu, que se derrama por ellos y los sustenta. Mas dáselo con brevedad y estrechez: lo uno, porque, de ordinario, mezcla Dios con este pan que les da, adversidad y trabajos; lo otro, porque es pan que sustenta en medio de los trabajos y de las apreturas el alma; y lo último, porque en esta vida este pan vive como escondido y como encogido en los justos. Que, como dice de ellos San Pablo: «Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, mas cuando Él apareciere que es vuestra vida, entonces le pareceréis a Él en la gloria.» Porque entonces acabará de crecer en los suyos Cristo perfectamente y del todo, cuando los resucitare del polvo inmortales y gloriosos, que será el grado tercero y el último de los que arriba dijimos. Adonde su espíritu y vida de Él se comunicará de lo alto del alma a la parte más baja de ella, y de ella se extenderá por el cuerpo, no solamente quitando de él lo vicioso, sino también desterrando de él lo quebradizo y lo flaco, y vistiéndolo enteramente de sí.

De manera que todo su vivir, su querer, su entender, su parecer y resplandecer será Cristo, que será entonces varón perfecto enteramente en todos los suyos, y será uno en todos, y todos serán hijos cabales de Dios por tener en sí el ser y el vivir de este Hijo, que es único y solo Hijo de Dios, y lo que es Hijo de Dios en todos los que se llaman sus hijos. Y así como Cristo nace en todas estas maneras, así también en las Escrituras sagradas hebreas es llamado Hijo con cinco nombre diversos.

Porque, como sabéis, Isaías le llama Ieled, y David, en el Salmo segundo, le llama Bar, y en el Salmo setenta y uno le llama Nin, y de David y de Isaías es llamado Ben, y llámale Sil Jacob en la bendición de su hijo Judas, en el libro de la Creación de las cosas.

De manera que como Cristo nace cinco veces así también tiene cinco nombres de Hijo, que todos significan lo mismo que Hijo, aunque con sonidos diferentes y con origen diversa. Porque Ieled es, como si dijésemos, el engendrado; Bar, el criado, apurado, escogido; Nin, el que se va levantando; Ben, el edificio; y Sil, el pacífico o el enviado. Que todas son cualidades que generalmente se dicen bien de los hijos, por donde los hebreos tomaron nombres de ellas para significar lo que es hijo; porque el hijo es engendrado y criado y sacado a luz, y es como lo apurado y lo ahechado que sale del mezclarse los padres, y el que se levanta en su lugar cuando ellos fallecen, sustentando su nombre, y es como un edificio; por donde, aun en español, a los hijos y descendientes les damos nombre de casa, y es la paz el hijo, y como el nudo de concordia entre el padre y la madre.

Mas dejando lo general, con señalada propiedad son estos nombres de sólo aqueste Hijo que digo. Porque Él es el engendrado según el nacimiento eterno, y el sacado a luz según el nacimiento de la carne, y lo apurado y lo ahechado de toda culpa según ella misma, y el que se levantó de los muertos, y el edificio que encierra en la hostia, donde se pone, a todos sus miembros, y el que nace en el centro de sus almas, de donde envía poco a poco por todas sus partes de ellas la virtud de su espíritu, que las apura y aviva y pacifica y abastece de todos sus bienes. Y finalmente, Él es el Hijo de Dios, que sólo es hijo de Dios en sí y en todos los demás que lo son. Porque en Él se criaron y por Él se reformaron, y por razón de lo que de Él contienen en sí son dichos sus hijos. Y eso es ser nosotros hijos de Dios: tener a este su divino Hijo en nosotros. Porque el Padre no tiene sino a Él solo por Hijo, ni ama como a hijos sino a los que en sí le contienen y son una misma con Él, un cuerpo, un alma, un espíritu. Y así, siempre ama a solo Él en todas las cosas que ama.

Y acabó Juliano aquí, y dijo luego:

-Hecho he, Sabino, lo que me pediste, y dicho lo que he sabido decir; mas si os tengo cansado, por eso proveíste bien que Marcelo sucediese luego; que con lo que dijere nos descansará a todos.

-A Sabino -dijo entonces Marcelo- yo fío que no le habéis cansado, mas habéisme puesto en trabajo a mí, que, después de vos, no sé qué podré decir que contente. Sólo hay este bien, que me vengaré ahora, Sabino, de vos en quitaros el buen gusto que os queda.

Dijo Marcelo esto, y quería Sabino responderle, mas estorbóselo un caso que sucedió, como ahora diré.

En la orilla contraria de donde Marcelo y sus compañeros estaban, en un árbol que en ella había, estuvo asentada una avecilla de plumas y de figura particular, casi todo el tiempo que Juliano decía, como oyéndole, y, a veces, como respondiéndole con su canto, y esto con tanta suavidad y armonía, que Marcelo y los demás habían puesto en ella los ojos y los oídos. Pues al punto que Juliano acabó, y Marcelo respondió lo que he referido, y Sabino le quería replicar, sintieron ruido hacia aquella parte; y, volviéndose, vieron que lo hacían dos grandes cuervos que, revolando sobre el ave que he dicho y cercándola alrededor, procuraban hacerle daño con las uñas y con los picos. Ella, al principio, se defendía con las ramas del árbol, encubriéndose entre las más espesas. Mas creciendo la porfía, y apretándola siempre más a do quiera que iba, forzada se dejó caer en el agua gritando y como pidiendo favor. Los cuervos acudieron también al agua y, volando sobre la haz del río, la perseguían malamente, hasta que al fin el ave se sumió toda en el agua, sin dejar rastro de sí. Aquí Sabino alzó la voz y, con un grito, dijo:

-¡Oh la pobre, y cómo se nos ahogó!

Y así lo creyeron sus compañeros, de que mucho se lastimaron. Los enemigos, como victoriosos, se fueron alegres luego. Mas como hubiese pasado un espacio de tiempo, y Juliano con alguna risa consolase a Sabino, que maldecía los cuervos, y no podía perder la lástima de su pájara, que así la llamaba, de improviso, a la parte adonde Marcelo estaba, y casi junto a sus pies, la vieron sacar del agua la cabeza, y luego salir del arroyo a la orilla, toda fatigada y mojada. Como salió, se puso sobre una rama baja que estaba allí junto, adonde extendió sus alas y las sacudió del agua, y después, batiéndolas con presteza, comenzó a levantarse por el aire cantando con una dulzura nueva. Al canto, como llamadas otras muchas aves de su linaje, acudieron a ella de diferentes partes del soto. Cercábanla y, como dándole el parabién, le volaban al derredor. Y luego juntas todas y como en señal de triunfo, rodearon tres o cuatro veces el aire con vueltas alegres, y después se levantaron en alto poco a poco hasta que se perdieron de vista.

Fue grandísimo el regocijo y alegría que de este suceso recibió Sabino. Mas decíame que, mirando en este punto a Marcelo, le vio demudado en el rostro y turbado algo y metido en gran pensamiento, de que mucho se maravilló; y que riéndole preguntar qué sentía, viole que, levantando al cielo los ojos, como entre los dientes y con un suspiro disimulado, dijo:

-Al fin, Jesús es Jesús.

Y que luego, sin dar lugar a que ninguno le preguntase más, se volvió a él y le dijo:

-Atended, pues, Sabino, a lo que pedisteis.




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De cómo Cristo es llamado Cordero, y por qué le conviene este nombre


El nombre de Cordero, de que tengo de decir, es nombre tan notorio de Cristo, que es excusado probarlo. Que ¿quién no oye cada día en la misa lo que refiere el Evangelio haberle dicho el Bautista: «Éste es el Cordero de Dios, que lleva sobre sí los pecados del mundo?»

Mas si esto es fácil y claro, no lo es lo que encierra en sí toda la razón de este nombre, sino escondido y misterioso, mas muy digno de luz. Porque Cordero, pasándolo a Cristo, dice tres cosas: mansedumbre de condición, y pureza e inocencia de vida, y satisfacción de sacrificio y ofrenda, como San Pedro juntó casi en este propósito hablando de Cristo: «El que, dice, no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; que, siendo maldecido, no maldecía, y, padeciendo, no amenazaba; antes se entregaba al que juzgaba injustamente; el que llevó a la cruz sobre sí nuestros pecados.» Cosas que encierran otras muchas en sí y en que Cristo se señaló y aventajó por maravillosa manera.

Y digamos por sí de todas tres.

Pues, cuanto a lo primero, Cordero dice mansedumbre, y esto se nos viene a los ojos luego que oímos Cordero, y con ello la mucha razón con que de Cristo se dice, por el extremo de mansedumbre que tiene, así en el trato como en el sufrimiento; así en lo que por nosotros sufrió como en lo que cada día nos sufre.

Del trato, Isaías decía: «No será bullicioso ni inquieto ni causador de alboroto.» Y Él de sí mismo: «Aprended de mí, que soy manso, y de corazón humilde.» Y respondió bien con las palabras la blandura de su acogimiento con todos los que se llegaron a Él por gozarle cuando vivió nuestra vida: con los humildes, humilde; con los más despreciados y más bajos, más amoroso; y con los pecadores que se conocían, dulcísimo. La mansedumbre de este Cordero salvó a la mujer adúltera que la ley condenaba, y, cuando se la puso en su presencia la malicia de los fariseos y le consultó de la pena, no parece que le cupo en la boca palabra de muerte, y tomó ocasión para absolverla el faltarle acusador, pudiendo sólo Él ser acusador y juez y testigo. La misma mansedumbre admitió a la mujer pecadora, hizo que se dejase tocar de una infame, y consintió que le lavasen sus lágrimas, y dio limpieza a los cabellos que le limpiaban sus pies. Esa misma puso en su presencia los niños que sus discípulos apartaban de ella, y, siendo quien era, dio oídos a las largas razones de la samaritana, y fue causa que no desechase de sí a ninguno, ni se cansase de tratar con los hombres, siendo Él quien era, y siendo su trato de ellos tan pesado y tan impertinente como sabemos.

Mas ¿qué maravilla que no se enfadase entonces, cuando vivía en el suelo, el que ahora en el cielo, donde vive tan exento de nuestras miserias y declarado por Rey universal de todas las cosas, tiene por bueno de venirse en el Sacramento a vivir con nosotros, y lleva con mansedumbre verse rodeado de mil impertinencias y vilezas de hombres, y no hay aldea de tan pocos vecinos adonde no sea casi como uno de sus vecinos en su iglesia nuestro Cordero, blando, manso, sufrido a todos los estados?

Y aunque leemos en el Evangelio que castigó Cristo a algunas personas con palabras, como a San Pedro una vez, y muchas a los fariseos, y con las manos también, como cuando hirió con el azote a los que hacían mercado en su templo; mas en ninguna encendió su corazón en fiereza ni mostró semblante bravo, sino en todas, con serenidad de rostro, conservó el sosiego de mansedumbre, desechando la culpa y no desdiciendo de su gravedad afable y dulce. Que como en la divinidad, sin moverse, lo mueve todo, y sin recibir alteración, riñe y corrige; y, durando en quietud y sosiego, lo castiga y altera, así en la humanidad, que como más se le allega, así es la criatura que más se le parece, nunca turbó la dulzura de su ánimo manso el hacer en los otros lo que el desconcierto de sus razones o de sus obras pedía; y reprendió sin pasión, y castigó sin enojo, y fue aun en el reñir un ejemplo de amor.¿Qué dice la Esposa?: « Su garganta suavísima, y amable todo Él y todas las cosas.»

-Y aquella voz - dijo Sabino aquí-, ¿paréceos, Marcelo, que será muy amable: «ld, malditos de mi Padre, al fuego eterno aparejado para el demonio»? ¿O será voz que se podrá decir sin braveza u oír sin espanto? Y si tan manso es el trato todo de Cristo, ¿qué le queda para ser León, como en la Escritura se dice?

-Bien decís -respondió Marcelo-. Mas en lo primero, creo yo muy bien que les será muy espantable a los malos aquella tan horrible sentencia, y que el parecer ante el juez, y el rostro y el mirar del juez les será de increíble tormento. Mas también habéis de entender que será sin alteración del alma de Cristo, sino que, manso en sí, bramará en los oídos de aquéllos, y, dulce en sí mismo y en su rostro, les encandilará con terriblez y fiereza los ojos. Y, a la verdad, lo que más me declara el infinito mal de la obstinación del pecado es ver que trae a la mansedumbre y al amor y a la dulzura de Cristo a términos de decir tal sentencia, y que pone en aquella boca palabras de tanto amargor; y que quien se hizo hombre por los hombres y padeció lo que padeció por salvarlos, y el que dice que su deleite es su trato, y el que, vivo y muerto, mortal y glorioso, ni piensa ni trata sino de su reposo y salud, y el que todo cuanto es, ordena a su bien, los pueda apartar de sí con voz tan horrible; y que la pura fuerza de aquella no curable maldad mudará la voz al Cordero. Y siendo lo ordinario de Dios con los malos esconderles su cara, que es alzar la vista de su favor, y dejarlos para que sus designios con sus manos los labren, conforme a lo que decía el Profeta: «Ascondiste de nosotros tu cara, y con la mano de nuestra maldad nos quebrantaste», aquí el celo del castigo merecido le hace que la descubra, y que tome la espada en la mano y en la boca tan amarga y espantable sentencia.

Y a lo segundo del León, que, Sabino, dijistes, habéis de entender que, como Cristo lo es, no contradice, antes se compadece bien con él, ser para con nosotros Cordero. Porque llámase Cristo y es León por lo que a nuestro bien y defensa toca, por lo que hace con los demonios enemigos nuestros y por la manera como defiende a los suyos. Que, en lo primero, para librarnos de sus manos, les quitó el mando y derrocóles de su tiranía usurpada; y asolóles los templos e hizo que los blasfemasen los que poco antes los adoraban y servían, y bajó a sus reinos oscuros y quebrantóles las cárceles y sacóles mil prisioneros; y entonces y ahora y siempre se les muestra fiero, y los vence y les quita de las uñas la presa. A que mira San Juan para llamarle León, cuando dice: «Venció el león de Judá.»

Y en lo segundo, así como nadie se atreve a sacar de las uñas del león lo que prende, así no es poderoso ninguno a quitarle a Cristo de su mano los suyos. ¡Tanta es la fuerza de su firme querer! «Mis ovejas, dice Él, ninguno me las sacará de las manos.» E Isaías en el mismo propósito: «Porque dice el Señor: Así como cuando brama el león y el cachorro del león sobre su presa, no teme para dejarla; si le sobreviene multitud de, pastores, a sus voces no teme ni a su muchedumbre se espanta; así el Señor descenderá y peleará sobre el monte de Sión, sobre el collado suyo.» Así que ser Cristo León le viene de ser para nosotros amoroso y manso Cordero; y porque nos ama y sufre con amor y mansedumbre infinita, por eso se muestra fiero con los que nos dañan, y los desama y maltrata. Y así, cuando a aquéllos no sufre, nos sufre; y cuando es con ellos fiero, con nosotros es manso.

Y hay algunos que son mansos para llevar las importunidades ajenas, pero no para sufrir sus descomedimientos; y otros que, si sufren malas palabras, no sufren que les pongan las manos; mas Cristo, como en todo, así en esto perfecto Cordero, no solamente llevó con mansedumbre nuestro trato importuno, mas también sufrió con igualdad nuestro atrevimiento injurioso. «Como Cordero dice Isaías, delante del que le trasquila.»

¿Qué no sufrió de los hombres por amor de los hombres? ¿De qué injuria no hicieron experiencia en Él los que vivían por Él? Con palabras le trataron descomedidas, con testimonios falsísimos; pusieron sus manos sacrílegas en su divina persona; añadieron a las bofetadas azotes, y a los azotes espinas, y a las espinas clavos y cruz dolorosa, y, como a porfía, probaron en hacerle mal sus descomulgados ingenios y fuerzas. Mas ni la injuria mudó la voluntad, ni la paciencia y mansedumbre hizo mella el dolor. Y si, como dice San Agustín, mi Padre, es manso el que da vado a los hechos malvados y que no resiste al mal que le hacen, antes le vence con el bien, Cristo, sin duda, es el extremo de mansedumbre. Porque ¿contra quién se hicieron tantos hechos malvados?, ¿o en cúyo daño se esforzó más la maldad?, ¿o quién le hizo menos resistencia que Cristo, o la venció con retorno de beneficios mayores? Pues a los que le huyen busca, y a los que le aborrecen abraza, y a los que le afrentan y dan dolorosa muerte, con esa misma muerte los santifica, los lava con esa misma sangre que enemigamente le sacan. Y es puntualmente en este nuestro Cordero, lo que en el Cordero antiguo, que de él tuvo figura, que todos le comían y despedazaban y con todo él se mantenían: la carne y las entrañas y la cabeza y los pies. Porque no hubo cosa en nuestro Bien adonde no llegase el cuchillo y el diente: al costado, a los pies, a las manos, a la sagrada cabeza, a los oídos y a los ojos, y a la boca con gusto amarguísimo; y pasó a las entrañas el mal, y afligió por mil maneras su ánima santa, y le tragó con la honra la vida.

Mas con cuanto hizo, nunca pudo hacer que no fuese Cordero, y no Cordero solamente, sino provechoso Cordero, no solamente sufrido y manso, sino, en eso mismo que tan mansa e igualmente sufría, bienhechor utilísimo. Siempre le espinamos nosotros, y siempre Él trabaja por traernos a fruto. Y como Dios, en el Profeta de sí mismo dice: «Adán es mi ejemplo desde mi mocedad.» Porque como en la manera que fue por Dios sentenciado y mandado que Adán trabajase y labrase la tierra, y la tierra labrada y trabajada le fructificase abrojos y espinas, así con su mansedumbre nos sufre y nos torna a labrar, aunque le fructifiquemos ingratitud.

Y no sólo en cuanto anduvo en el suelo, mas ahora en el cielo, glorioso y Emperador sobre todo y Señor universal declarado, nos ve que despreciamos su sangre y que, cuanto es por nosotros, hacemos sus trabajos inútiles y pisamos, como el Apóstol dice, su riquísima satisfacción y pasión, y nos sufre con paciencia, y nos aguarda con sufrimiento, y nos llama y despierta y solicita con mansedumbre y amor entrañable.

Y a la verdad, porque es tan amoroso, por eso es tan manso, y porque es excesivo el amor, por eso es la mansedumbre en exceso. Porque la caridad, como el Apóstol dice, de su natural es sufrida, y así conservan una regla y guardan una medida misma el querer y el sufrir. De manera que, cuando no hubiera otro camino, por este solo del amor entendiéramos la grandeza de la mansedumbre de Cristo; porque cuanto nos quiere bien, tanto se ha con nosotros mansa y sufridamente; y quiérenos cuanto ve que su Padre nos quiere, el cual nos ama por tan rara y maravillosa manera, que dio por nuestra salud la vida de su unigénito Hijo. Que, como el Apóstol dice: «Así amó al mundo Dios, que dio su Hijo unigénito, para que no perezca quien creyere en Él.» Porque dar aquí es entregar a la muerte. Y en otro lugar: «Quien no perdonó a su Hijo propio, antes le entregó por nosotros, ¿qué cosa, de cuantas hay, dejó de darnos con Él?»

Así que es sin medida el amor que Cristo nos tiene, y por el mismo caso la mansedumbre es sin medida, porque corren a las parejas lo amoroso y lo manso. Aunque, si no lo fuera así, ¿cómo pudiera ser tan universal Señor y tan grande? Porque un señorío y una alteza de gobierno semejante a la suya, si cayera, o en un ánimo bravo, o mal sufrido y colérico, intolerable fuera, porque todo lo asolara en un punto. Y así la misma naturaleza de las cosas pide y la razón del gobierno y mando, que cuanto uno es mayor señor y gobierna a más gentes, y se encarga de más negocios y oficios, tanto sea más sufrido y más manso. Por donde la Divinidad, universal emperatriz de las cosas, sufre y espera y es mansa, lo que no se puede encarecer con palabras. Y así ella usó de muchas, cuando quiso declarar esta su condición a Moisés, que le dijo: «Soy piadoso, misericordioso, sufrido, de larguísima espera, muy ancho de narices y que extiendo por mil generaciones mi bien.» Y del mismo Moisés, que fue su lugarteniente, y cabeza puesta por Él sobre todo su pueblo, se escribe que fue mansísimo sobre todos los de su tiempo. Por manera que la razón convence que Cristo tiene mansedumbre de Cordero infinita: lo uno, porque es su poderío infinito, y lo otro, porque se parece a Dios más que otra criatura ninguna, y así le imita y retrata en esta virtud, como en las demás, sobre todos.

Y si es Cordero por la mansedumbre, ¿cuán justamente lo será por la inocencia y pureza? Que es lo segundo de tres cosas que decir propuse.

Que dice San Pedro «Redimidos, no con oro y plata que se corrompe, sino con la sangre sin mancilla del Cordero inocente.» Que en el fin porque lo dice, declara y engrandece la suma inocencia de este Cordero nuestro. Porque lo que pretende es persuadirnos que estimemos nuestra redención y que, cuando ninguna otra cosa nos mueva, a lo menos, por haber sido comprados con una vida tan justa y lavados del pecado con una sangre tan pura, porque tal vida no haya padecido sin fruto, y tal sangre no se derrame de balde, y tal inocencia y pureza, ofrecida por nosotros a Dios, no carezca de efecto, nos aprovechemos de Él y nos conservemos en Él y, después de redimidos, no queramos ser siervos. Dice Santiago que «es perfecto el que no tropieza en las palabras y lengua». Pues de nuestro Cordero dirá que «ni hizo pecado, ni en su boca fue hallado engaño», como dice San Pedro. Cierta cosa es que lo que Dios en sus criaturas ama y precia más es santidad y pureza, porque el ser puro uno es andar ajustado con la ley que le pone Dios y con aquello que su naturaleza le pide, y eso mismo es la verdad de las cosas, decir cada uno con lo que es y responder el ser con las obras. Y lo que Dios manda, eso ama; y porque de ello se contenta, lo manda; y al que es el ser mismo, ninguna cosa le es más agradable o conforme a lo que con su ser responde, que es lo verdadero y lo cierto, porque lo falso y engañoso no es. Por manera que la pureza es verdad de ser y de ley, y la verdad es lo que más agrada al que es puro ser.

Pues si Dios se agrada más de la humanidad santa de Cristo, concluido queda que es más santa y pura que todas las criaturas, y que se aventaja en esto a todas tanto, cuantas son y cuan grandes son las ventajas con que de Dios es amada. ¿Qué? ¿No es ella el Hijo de su amor, que Dios llama, y en él de quien únicamente se complace, como certificó a los discípulos en el monte, y el Amado, por cuyo amor y para cuyo servicio hizo lo visible y lo invisible que crió? Luego, si va fuera de toda comparación el amor, no la puede haber en la santidad y pureza, ni hay lengua que la declare ni entendimiento que comprenda lo que es.

Bien se ve que no tiene su grandeza medida, en la vecindad que con Dios tiene, o por decir verdad, en la unidad o en el lazo estrecho de unión con que Dios consigo mismo le enlaza. Que si es más claro lo que al sol se avecina más ¿qué resplandores no tendrá de santidad y virtud el que está y estuvo desde su principio, y estará para siempre, lanzado y como sumido en el abismo de esa misma luz y pureza? En las otras cosas resplandece Dios, mas con la humanidad que decimos está unido personalmente; las otras lléganse a Él, mas ésta tiénela lanzada en el seno; en las otras reverbera este sol, mas en ésta hace un sol de su luz. En el sol, dice, puso su morada, porque la luz de Dios puso en la humanidad de Cristo su asiento, con que quedó en puro sol transformada. Las otras centellean hermosas, ésta es de resplandor un tesoro; a las otras les adviene la pureza y la inocencia de fuera, ésta tiene la fuente y el abismo de ella en sí misma; finalmente, las otras reciben y mendigan virtud, ésta, riquísima de santidad en sí, la derrama en las otras. Y pues todo lo santo y lo inocente y lo puro nace de la santidad y pureza de Cristo, y cuanto de este bien las criaturas poseen es partecilla que Cristo les comunica, claro es, no solamente ser más santo, más inocente, más puro que todas juntas, sino también ser la santidad y la pureza y la inocencia de todas, y, por la misma razón, la fuente y el abismo de toda la pureza e inocencia.

Pero apuremos más aquesta razón, para mayor claridad y evidencia. Cristo es universal principio de santidad y virtud de donde nace toda la que hay en las criaturas santas, y bastante para santificar todas las criadas, y otras infinitas que fuese Dios continuamente criando. Y, ni más ni menos, es la víctima y sacrificio aceptable y suficiente a satisfacer por todos los pecados del mundo, y de otros mundos sin número. Luego fuerza es decir que ni hay grado de santidad ni manera de ella, que no le haya en el alma de Cristo; ni menos pecado, ni forma, ni rastro, de que del todo Cristo no carezca. Y fuerza es también decir que todas las bondades, todas las perfecciones, todas las buenas maneras y gracias que se esparcen y podrían esparcir en infinitas criaturas que hubiesen, están ayuntadas y amontonadas y unidas, sin medida ni cuenta, en el manantial de ellas, que es Cristo, y que no se aparta tanto el ser del no ser, ni se aleja tanto de las tinieblas la luz, cuanto de Él mismo toda especie, todo género, todo principio, toda imaginación de pecado, hecho o por hacer, o en alguna manera posible, está apartado y lejísimo. Porque necesario es, y la ley no mudable de la naturaleza lo pide, que quien cría santidades, las tenga, y quien quita los pecados, ni los tenga ni pueda tenerlos. Que como la naturaleza a los ojos, para que pudiese recibir los colores, cría limpios de todos ellos; y el gusto, si de suyo tuviese algún sabor infundido, no percibiría todas las diferencias del gusto, así no pudiera ser Cristo universal principio de limpieza y justicia, si no se alejara de Él todo asomo de culpa, y si no atesorara en sí toda la razón de justicia y limpieza.

Que porque había que quitar en nosotros los hechos malos que oscurecen el alma, no puede haber en Él ningún hecho desconcertado y oscuro. Y porque había de borrar en nuestras almas los malos deseos, no pudo haber en la suya deseo que no fuese del cielo. Y porque reducía a orden y a buen concierto nuestra imaginación varia y nuestro entendimiento turbado, el suyo fue un cielo sereno, lleno de concierto y de luz. Y porque había de corregir nuestra voluntad malsana y enferma, era necesario que la suya fuese una ley de justicia y salud. Y porque reducía a templanza nuestros encendidos y furiosos sentidos, fueron necesariamente los suyos la misma moderación y templanza. Y porque había de poner freno y desarraigar finalmente del todo nuestras malas inclinaciones, no pudo haber en Él ni movimiento ni inclinación que no fuese justicia. Y porque era limpieza y perdón general del pecado primero, no hubo ni pudo haber, ni en su principio ni en su nacimiento, ni en el discurso de sus obras y vida, ni en su alma, ni en sus sentidos y cuerpo, alguna culpa, ni su culpa de Él ni sus reliquias y rastros. Y porque, a la postre, y en la nueva resurrección de la carne, la virtud eficaz de su gracia había de hacer no pecables los hombres, forzoso fue que Cristo no sólo careciese de toda culpa, mas que fuese desde su principio impecable. Y porque tenía en sí bien y remedio para todos los pecados, y para en todos los tiempos, y para en todos los hombres, no sólo en todos los que son justos, mas en todos los demás que no lo son, y lo podrían ser si quisiesen, no sólo en los que nacerán en el mundo, mas en todos los que podrían nacer en otros mundos sin cuento, convino y fue menester que todos los géneros y especies del mal actual -lo de original, lo de imaginación, lo del hecho, lo que es y lo que camina a que sea, lo que será y lo que pudiera ser por el tiempo, lo que pecan los que son y lo que los pasados pecaron, los pecados venideros y los que, si infinitos hombres nacieran, pudieran suceder y venir; finalmente, todo ser, todo asomo, toda sombra de maldad o malicia- estuviese tan lejos de Él, cuanto las tinieblas de la luz, la verdad de la mentira, de la enfermedad la medicina, están lejos.

Y convino que fuese un tesoro de inocencia y limpieza, porque era y había de ser el único manantial de ella, riquísimo. Y, como en el sol, por más que penetréis por su cuerpo, no veréis sino una apurada pureza de resplandor y de lumbre, porque es de las luces y resplandores la fuente, así en este Sol de justicia, de donde manó todo lo que es rectitud y verdad, no hallaréis, por más que lo divida y penetre el ingenio, por más que desmenuce sus partes, por más agudamente que las examine y las mire, sino una sencillez pura y una rectitud sencilla, una pureza limpia, que siempre está bullendo en pureza, una bondad perfecta entrañada en cuerpo y en alma, y en todas las potencias de ambos, en los tuétanos de ellos, que por todos ellos lanza rayos de sí. Porque veamos cada parte de Cristo, y veremos cómo cada una de ellas no sólo está bañada en la limpieza que digo, mas sirve para ella y la ayuda.

En Cristo consideramos cuerpo y consideramos alma; y en su alma podemos considerar lo que es en sí para el cuerpo, y los dones que tiene en sí por gracia de Dios, y el estar unida con la propia persona del Verbo.

Y cuanto a lo primero del cuerpo, como unos cuerpos sean de su mismo natural más bien inclinados que otros, según sus composturas y formas diferentes, y según la templanza diferente de sus humores (que unos son de suyo coléricos, otros mansos, otros alegres y otros tristes, unos honestos y vergonzosos, otros poco honestos y mal inclinados, modestos unos y humildes, otros soberbios y altivos), cosa fuera de toda duda es que el cuerpo de Cristo, de su misma cosecha, era de inclinaciones excelentes, y en todas ellas fue loable, honesto, hermoso y excelente. Que se convence, así de la materia de que se compuso como del artífice que le fabricó.

Porque la materia fue la misma pureza de la sangre santísima de la Virgen, criada y encerrada en sus limpias entrañas. De la cual habemos de entender que, aun en la ley de sangre, fue la más apurada, y la más delgada y más limpia, y más apta para criarla, y más ajena de todo afecto bruto, y de más buenas calidades de todas. Porque, allende de lo que el alma puede obrar y obra en los humores del cuerpo, que sin duda los altera y califica según sus afectos, y que, por esta parte, el alma santísima de la Virgen hacía santidad en su sangre, y sus inclinaciones celestiales de ella, y los bienes del cielo sin cuento que en sí tenía la espiritualizaban y santificaban en una cierta manera, así que, allende de esto, de suyo era la flor de la sangre, quiero decir, la sangre más ajena de las condiciones groseras del cuerpo, y más adelgazada en pureza que en género de sangre, después de la de su Hijo, jamás hubo en la tierra.

Porque se ha de entender que todas las santificaciones y purificaciones y limpiezas de la ley de Moisés, el comer estos manjares y no aquéllos, los lavatorios, los ayunos, el tener en cuenta en los días, todo se ordenó para que adelgazando y desnudando de sus afectos brutos la sangre y los cuerpos, y de unos en otros apurándose siempre más, como en el arte del destilar acontece, viniese últimamente una doncella a hacer una sangre virginal por todo extremo limpísima, que fuese material del cuerpo, purísimo sobre todo extremo, de Cristo. Y todo aquel artificio viejo y antiguo fue como un destilatorio que, de un licor puro sacando otro más puro, por medio de fuego y vasos diferentes, llegue a la sutileza y pureza postrera.

Así que la sangre de la Virgen fue la flor de la sangre, de que se compuso todo el cuerpo de Cristo. Por donde, aun en ley de cuerpo y por parte de su misma materia, fue inclinado al bien perfectamente y del todo. Y no sólo esta sangre virginal le compuso mientras estuvo en el vientre sagrado, mas, después que salió de él, le mantuvo, vuelta en leche en los pechos santísimos. De donde la divina Virgen, aplicando a ellos a su Hijo de nuevo, y enclavando en Él los ojos y mirándole, y siendo mirada de él, dulcemente encendida o, a la verdad, abrasada en nuevo y castísimo amor, se la daba, si decir se puede, más santa y más pura. Y como se encontraban por los ojos las dos almas bellísimas, y se trocaban los espíritus que hacen paso por ellos con los del Hijo, deificada la Madre más, daba al Hijo más deificada su leche. Y como en la Divinidad nace luz del Padre, que es luz, así también cuanto a lo que toca a su cuerpo, nace, de pureza, pureza.

Y si esto es cuanto a la materia de que se compone, ¿qué podremos decir por parte del Artífice que le compuso? Porque, como los otros cuerpos humanos los componga la virtud del varón, que la madre con su calor contiene en su vientre, en este edificio del santísimo cuerpo de Cristo, el Espíritu Santo hizo las veces de esta virtud, y formó por su mano Él, y sin que interviniese otro ninguno, este cuerpo. Y si son perfectas todas las obras que Dios hace por sí, ésta que hizo para sí, ¿qué será? Y si el vino que hizo en las bodas fue vino bonísimo, porque sin medio de otra causa le hizo del agua Dios por su poder, a quien toda la materia, por indispuesta que sea, obedece enteramente sin resistencia, ¿qué pureza, qué limpieza, qué santidad tendrá el cuerpo que fabricó el infinitamente Santo, de materia tan santa?

Cierto es que le amasó con todo el extremo de limpieza posible, quiero decir, que le compuso, por una parte, tan ajeno de toda inclinación o principio o estreno de vicio, cuanto es ajena de las tinieblas la luz; y, por otra, tan hábil, tan dispuesto, tan hecho, tan de sí inclinado a todo lo bueno, lo honesto, lo decente, lo virtuoso, lo heroico y divino, cuanto, sin dejar de ser cuerpo en todo género de pasibilidad, se sufría.

Y de esto mismo se ve cuánto era, de su cosecha, pura su alma, y de su natural inclinada a toda excelencia de bien, que es la otra fuente de esta inocencia y limpieza de que platicamos ahora. Porque, como sabéis, Juliano, en la filosofía cierta, las almas de los hombres, aunque sean de una especie todas, pero son más perfectas en sí y en su sustancia unas que otras, por ser de su natural hechas para ser formas de cuerpos, y para vivir en ellos, y obrar por ellos, y darles a ellos el obrar y el vivir. Que como no son todos los cuerpos hábiles en una misma manera para recibir este influjo y acto del alma, así las almas no son todas de igual virtud y fuerza para ejecutar esta obra, sino medida cada una para el cuerpo que la naturaleza le da.

De manera que, cual es la hechura y compostura y habilidad de los cuerpos, tal es la fuerza y poderío natural para ellos del alma, y según lo que en cada cuerpo y por el cuerpo puede ser hecho, así cría Dios hecha y trazada y ajustada cada alma. Que estaría como violentada si fuese al revés. Y si tuviese más virtud de informar y dar ser de lo que el cuerpo, según su disposición, sufre ser informado, no sería nudo natural y suave el del alma y del cuerpo, ni sería su casa del alma la carne fabricada por Dios para su perfección y descanso, sino cárcel para tormento y mazmorra. Y como el artífice que encierra en oro alguna piedra preciosa la conforma a su engaste, así Dios labra las ánimas y los cuerpos de manera que sean conformes, y no encierra ni engasta ni enlaza en un cuerpo duro, y que no puede ser reducido a alguna obra, un alma muy virtuosa y muy eficaz para ella, sino, pues los casa, aparéalos, y pues quiere que vivan juntos, ordena cómo vivan en paz. Y como vemos en la lista de todo lo que tiene sentido, y en todos sus grados, que, según la dureza mayor o menor de la materia que los compone, y según que está organizada y como amasada mejor, así tienen unos animales naturalmente ánima de más alto y perfecto sentido (que de suyo y en sí misma la ánima de la concha es más torpe que la del pez, y el ánima de las aves es de más sentido que las de los que viven en el agua; y, en la tierra, la de las culebras es superior al gusano, y la del perro a los topos, y la de los caballos al buey, y la de los simios a todos), y pues vemos en una especie de cuerpos humanos tantas y tan notables diferencias de humores, de complexiones, de hechuras, que, con ser de una especie todos, no parecen ser de una masa, justamente diremos, y será muy conforme a razón, que sus almas, por aquella parte que mira a los cuerpos, están hechas en diferencias diversas, y que son de un grado en espíritu, y más o menos perfectas en razón de ser formas.

Pues si hay este respecto y condición en las almas, la de Cristo, fabricada de Dios para ser la del más perfecto cuerpo, y mas dispuesto y más hábil para toda manera de bien que jamás se compuso, forzosamente diremos que de suyo y de su naturaleza misma está dotada sobre todas las otras de maravillosa virtud y fuerza para toda santidad y grandeza, y que no hubo género ni especie de obras, o morales o naturales, perfectas y hermosas, a que, así como su cuerpo de Cristo era hábil, así no fuese de suyo valerosa su alma. Y como su cuerpo estaba dispuesto y fue sujeto naturalmente apto para todo valor, así su alma por la natural perfección y vigor que tenía, aspiró siempre a todo lo excelente y perfecto.

Y como aquel cuerpo era de suyo honestísimo y templado de pureza y limpieza, así el alma que se crió para él era de su cosecha esforzada a lo honesto. Y como la compostura del cuerpo era para mansedumbre dispuesta, así el alma de su misma hechura era mansa y humilde. Y como el cuerpo por el concierto de sus humores era hecho para gravedad y mesura, así el alma de suyo era alta y gravísima. Y como de sus calidades era hábil el cuerpo para lo fuerte y constante, así el alma de su vigor natural era hábil para lo generoso y valiente. Y finalmente, como el cuerpo era hecho para instrumento de todo bien, así el alma tuvo natural habilidad para ser ejecutora de toda grandeza, esto es, tuvo lo sumo en la perfección de toda la latitud de su especie.

Y si, por su natural hechura, era aquesta sacratísima alma tan alta y tan hermosa, tan vigorosa y tan buena, ¿qué podremos decir de ella con lo que en ella la gracia sobrepone y añade? Que si es condición de los bienes del cielo, cualesquiera que ellos sean, mejorar aun en lo natural su sujeto, y la semilla de la gracia, en la buena tierra puesta, da ciento por uno, en naturales no sólo tan corregidos, sino tan perfectos de suyo y tan santos, ¿qué hará tanta gracia? Porque ni hay virtud heroica, ni excelencia divina, ni belleza de cielo, ni dones y grandezas de espíritu, ni ornamento admirable y nunca visto, que no resida en su alma y no viva en ella sin medida ni tasa.

Que, como San Juan dice: «No le dio Dios con mano limitada su espíritu.»Y como el Apóstol dice: «Mora en Él la plenitud de la Divinidad toda.» E Isaías: «Y reposará sobre Él el espíritu del Señor.» Y en el Salmo: «Tu Dios te ungió, oh Dios, con unción de alegría sobre todos tus particioneros.» Y con grande razón puso más en Él que juntos en todos, pues eran particioneros suyos, esto es, pues había de venir por Él a ellos, y habían de ser ricos de sus migajas y sobras. Porque la gracia y la virtud divina que el alma de Cristo atesora, no sólo era mayor en grandeza que las virtudes y gracias finitas, y hechas una, de todos los que han sido justos, y son ahora y serán adelante, mas es fuente de donde manaron ellas, que no se disminuye enviándolas, y que tiene manantiales tan no agotables y ricos, que en infinitos hombres más, y en infinitos mundos que hubiese, podría derramar en todos y sobre todos excelencia de virtud y justicia, como un abismo verdadero de bien.

Y como este mundo criado, así en lo que se nos viene a los ojos como en lo que nos encubre su vista, está variado y lleno de todo género y de toda especie y diferencias de bienes, así esta divina alma, para quien y para cuyo servicio esta máquina universal fue criada, y que es, sin ninguna duda, mejor que ella y más perfecta, en sí abraza y contiene lo bueno todo, lo perfecto, lo hermoso, lo excelente y lo heroico, lo admirable y divino. Y como el divino Verbo es una imagen del Padre viva y expresa, que contiene en sí cuantas perfecciones Dios tiene, así esta alma soberana que, como a Él más cercana y enlazada con Él, y que, no sólo de continuo, mas tan de cerca le mira y se remira en Él, y se espeja, y, recibiendo en sí sus resplandores divinos, se fecunda y figura y viste, y engrandece y embellece con ellos, y traspasa a sí sus rayos cuanto es a la criatura posible, y le, remeda y se asemeja, y le retrae tan al vivo que, después de Él, que es la imagen cabal, no hay imagen de Dios como el alma de Cristo. Y los querubines más altos, y todos juntos y hechos uno los ángeles, son rascuños imperfectos, y sombras oscurísimas, y verdaderamente tinieblas en su comparación.

¿Qué diré, pues, de lo que se añade y sigue a esto, que es el lazo que con el Verbo divino tiene, y la personal unión? Que ella sola, cuando todo lo demás faltara, es justicia y riqueza inmensa. Porque ayuntándose el Verbo con aquella dichosa alma, y por ella también con el cuerpo, así la penetra toda y embebe en sí mismo, que con suma verdad no sólo mora Dios en Él, mas es Dios aquel hombre, y tiene aquella alma en sí todo cuanto Dios es: su ser, su saber, su bondad, su poder. Y no solamente en sí lo tiene, mas tan enlazado y tan estrechamente unido consigo mismo, que ni puede desprenderse de Él o desenlazarse, ni es posible que, mientras de Él presa estuviere, o con Él unida en la manera que digo, no viva y se conserve en suma perfección de justicia. Que, como el hierro que la fragua enciende, penetrado y poseído del fuego, y que parece otro fuego, siempre que está en la hornaza es y parece así, y, si de ella no pudiese salir, no tendría, ni tener podría, ni otro parecer ni otro ser, así lanzada toda aquella feliz humanidad y sumida en el abismo de Dios, y poseída enteramente y penetrada por todos sus poros de aquel fuego divino, y firmado con no mudable ley que ha de ser así siempre, es un hombre que es Dios, y un hombre que será Dios cuanto Dios fuere; y cuanto está lejos de no lo ser, tanto está apartada de no tener en su alma toda inocencia y rectitud y justicia.

Que como ella es medianera entre Dios y su cuerpo (porque con él se ayunta Dios por medio del alma) y como los medios comunican siempre con los extremos y tienen algo de la naturaleza de ambos, por eso el alma de Cristo que, como forma de la carne, dice con ella y se le avecina y allega, como mente criada para unirse y enlazarse con Dios, y para recibir en sí y derivar de sí en su cuerpo, así natural como místico, los influjos de la divinidad, fue necesario que se asemejase a Dios, y se levantase en bondad y justicia más ella sola que juntas las criaturas. Y convino que fuese un espejo de bien, y un dechado de aquella suma bondad, y un sol encendido y lleno de aquel sol de justicia, y una luz de luz, y un resplandor de resplandor, y un piélago de bellezas cebado de un abismo bellísimo. Y rodeado y enriquecido con toda aquesta hermosura, y justicia y inocencia y mansedumbre, nuestro santo Cordero como tal, y para serlo cabalmente y del todo, se hizo nuestro único y perfecto sacrificio, aceptando y padeciendo, por darnos justicia y vida, muerte afrentosa en la cruz. En que se ofrece a la lengua infinito; mas digamos sólo el cómo fue sacrificio, y la forma de esta expiación. Que cuando San Juan de este Cordero dice que «quita los pecados del mundo», no solamente dice que los quita, sino que, según la fuerza de la propia palabra, así los quita de nosotros, que los carga sobre sí mismo y les hace como suyos, para ser Él castigado por ellos y que quedásemos libres. De manera que cuanto al cómo fue sacrificio, decimos que lo fue no solamente padeciendo por nuestros pecados, sino tomando primero a nosotros y a nuestros pecados en sí, y juntándolos consigo y cargándose de ellos, para que, padeciendo Él, padeciesen los que con Él estaban juntos, y fuesen allí castigados. En que es gran maravilla que, si padeciéramos en nosotros mismos, doliéranos mucho y valiéranos poco. Y más: como acaece a los árboles que son sin fruto en el suelo do nacen, y trasplantados de él fructifican, así nosotros, traspasados en Cristo, morimos sin pena, y fuenos fructuosa la muerte. Que la maldad de nuestra culpa había pasado tan adelante en nosotros, y extendídose y cundido tanto en el alma, que lo tenía estéril todo y inútil, y no se quitaba la culpa sino pagando la pena, y la pena era muerte.

De manera que, por una parte, nos convenía morir, y por otra, siendo nuestra, era inútil la muerte. Y así fue necesario no sólo que otro muriese, sino también que muriésemos nosotros en otro que fuese tal y tan justo que, por ser en él, tuviese tanto valor nuestra muerte, que nos acarrease la vida. Y como esto era necesario, así fue lo primero que hizo el Cordero en sí, para ser propiamente nuestro sacrificio. Que, como en la ley vieja, sobre la cabeza de aquel animal con que limpiaba sus pecados el pueblo, en nombre de él ponía las manos el sacerdote y decía que cargaba en ella todo lo que su gente pecaba, así Él, porque era también sacerdote, puso sobre sí mismo las culpas y las personas culpadas, y las ayuntó con su alma, como en lo pasado se dijo por una manera de unión espiritual e inefable con que suele Dios juntar muchos en uno, de que los hombres espirituales tienen mucha noticia. Con la cual unión encerró Dios en la humanidad de su Hijo a los que, según su ser natural, estaban de ella muy fuera, y los hizo tan unos con Él, que se comunicaron entre sí y a veces, sus males y sus bienes y sus condiciones; y, muriendo Él, morimos de fuerza nosotros; y, padeciendo el Cordero, padecimos en Él y pagamos la pena que debíamos por nuestros pecados. Los cuales pecados, juntándonos Cristo consigo por la manera que he dicho, los hizo como suyos propios, según que en el Salmo dice: «Cuán lejos de mi salud las voces de mis delitos.» Que llama delitos suyos los nuestros, porque, de hecho, así a ellos como a los autores de ello, tenía sobre los hombros puestos, y tan allegados a sí mismo y tan juntos, que se le pegaron las culpas de ellos, y le sujetaron al azote y al castigo y a la sentencia contra ellos dada por la justicia divina. Y pudo tener en Él asiento lo que no podía ser hecho ni obrado por Él. En que se consideran con nueva maravilla dos cosas: la fuerza del amor y la grandeza de la pena y dolor. El amor, que pudo en un sujeto juntar los extremos de justicia y de culpa; la pena, que nacería en un alma tan limpia cuando se vio, no solamente vecina, sino tan por suya tanta culpa y torpeza. Que sin duda, si bien se considera, veremos ser ésta una de las mayores penas de Cristo, y, si no me engaño, de dos causas que le pusieron en agonía y en sudor de sangre en el huerto, fue ésta la una.

Porque, dejando aparte el ejército de dolores que se le puso delante, y la fuerza que en vencerlos puso, de que dijimos arriba, ¿qué sentimiento sería -¡qué digo, sentimiento!-, qué congoja, qué ansia, qué basca cuando el que es en sí la misma santidad y limpieza, y el que conoce la fealdad del pecado cuanto conocida ser puede, y el que la aborrece y desama cuanto ama su justicia y cuanto a Dios mismo, a quien ama con amor infinito, vio que tanta muchedumbre de culpas (cuantas son todas las que desde el principio hasta el fin cometen los hombres), tan graves, tan enormes, tan feas, y con tantos modos y figuras torpes y horribles, se le entraban por su casa y se le avecinaban al alma, y la cercaban y rodeaban y cargaban sobre ella, y verdaderamente se le apegaban y hacían como suyas, sin serlo ni haberlo podido ser?

¡Qué agonía y qué tormento tan grande, quien aborreció tanto este mal, y quien veía a los ojos cuánto de Dios aborrecido era y huido, verse de él tan cargado; y verse leproso el que en ese mismo tiempo era la salud de la lepra; y como vestido de injusticia y maldad el que en ese mismo tiempo es justicia; y herido y azotado y como desechado de Dios, el que en esa misma hora sanaba las heridas nuestras, y era el descanso del Padre! Así que fue caso de terrible congoja el unir consigo Cristo, purísimo, inocentísimo y justísimo, tantos pecadores y culpas, y el vestirse tal rey, de tanta dignidad, de nuestra vejez y vileza.

Y eso mismo que fue hacerse Cordero de sacrificio, y poner en sí las condiciones y cualidades debidas al Cordero que, sacrificado, limpiaba, fue en cierta manera un gran sacrificio. Y disponiéndose para ser sacrificado, se sacrificaba de hecho con el fuego de la congoja que de tan contrarios extremos en su alma nacía; y, antes de subir a la cruz, le era cruz esa misma carga que para subir a ella sobre sus hombros ponía. Y subido y enclavado en ella, no le rasgaban tanto ni lastimaban sus tiernas carnes los clavos, cuanto le traspasaban con pena el corazón la muchedumbre de malvados y de maldades que ayuntados consigo y sobre sus hombros tenía; y le era menos tormento el desatarse su cuerpo que el ayuntarse en el mismo templo de la santidad tanta y tan grande torpeza. A la cual, por una parte, su santa ánima la abrazaba y recogía en sí para deshacerse por el infinito amor que nos tiene; y, por otra, esquivaba y rehuía su vecindad y su vista, movido de su infinita limpieza, y así peleaba y agonizaba y ardía, como sacrificio aceptísimo; y en el fuego de su pena consumía eso mismo que con su vecindad le penaba, así como lavaba con la sangre que por tantos vertía esas mismas mancillas que la vertían, a que, como si fueran propias, dio entrada y asiento en su casa. De suerte que, ardiendo Él, ardieron en Él nuestras culpas, y bañándose su cuerpo de sangre, se bañaron en sangre los pecadores, y muriendo el Cordero, todos los que estaban en Él, por la misma razón, pagaron lo que el rigor de la ley requería. Que como fue justo que la comida de Adán, porque en sí nos tenía, fuese comida nuestra, y que su pecado fuese nuestro pecado, y que, emponzoñándose él, nos emponzoñásemos todos, así fue justísimo que, ardiendo en la ara de la cruz y sacrificándose este dulce Cordero, en quien estaban encerrados y como hechos uno todos los suyos, cuanto es de su parte quedasen abrasados todos y limpios.

De lo cual, Juliano, veréis con cuánta razón se llama Cristo Cordero, que fue lo que al principio declarar propuse. Y según lo mucho que hay que decir, he declarado algún tanto. Pasemos, si os parece, al nombre de Amado, que, pues tan agradable le fue a Dios el sacrificio de nuestro santo Cordero, sin duda fue amado y lo es por extraordinaria manera.

Viendo Marcelo que daban muestras los dos de gustar que pasase adelante, cobrando un poco de aliento, prosiguió diciendo:




ArribaAbajoAmado

Trátase del nombre el Amado, que se te da a Cristo en la Sagrada Escritura, y explícanse las finezas de amor con que los suyos le aman


Y porque, Sabino, veáis que no me pesa de obedeceros, y porque no digáis, como soléis, que siempre os cuesta lo que me oís muchos ruegos, primero que diga del nombre que señalasteis, quiero decir de un otro nombre de Cristo, que las últimas palabras de Juliano, en que dijo ser Él lo que Dios en todas las cosas ama, me le trajeron a la memoria, y es el Amado, que así le llama la Sagrada Escritura en diferentes lugares.

-Maravilla es veros tan liberal, Marcelo -dijo Sabino entonces-, mas proseguid en todo caso, que no es de perder una añadidura tan buena.

-Digo, pues -prosiguió luego Marcelo-, que es llamado Cristo el Amado en la Santa Escritura, como parece por lo que diré. En el libro de los Cantares, la aficionada Esposa le llama con este nombre casi todas las veces; Isaías, en el capítulo quinto, hablando de Él mismo y con Él mismo, le dice: «Cantaré al Amado el cantar de mi tío a su viña.» Y acerca del mismo profeta, en el capítulo veintiséis, donde leemos: «Como la que concibió, al tiempo del parto vocea herida de sus dolores, así nos acaece delante tu cara.» La antigua traslación de los griegos lee de esta manera: «Así nos aconteció con el Amado.» Que, como Orígenes declara, es decir que el Amado, que es Cristo concebido en el alma, la hace sacar a luz y parir, lo que causa grave dolor en la carne, y lo que cuesta, cuando se pone por obra, agonía y gemidos, como es la negación de sí mismo. Y David, al Salmo cuarenta y cuatro, en que celebra los loores y los desposorios de Cristo, le intitula Cantar del Amado. Y San Pablo le llama el hijo del amor, por esta misma razón. Y el mismo Padre celestial, acerca de San Mateo, le nombra su Amado y su Hijo. De manera que es nombre de Cristo éste, y nombre muy digno de Él, y que descubre una su propiedad muy rara y muy poco advertida.

Porque no queremos decir ahora que Cristo es amable o que es merecedor del amor, ni queremos engrandecer su muchedumbre de bienes con que puede aficionar a las almas, que eso es un abismo sin suelo y no es lo propio que en este nombre se dice. Así que no queremos decir que se le debe a Cristo amor infinito, sino decir que es Cristo el Amado, esto es, el que antes ha sido y ahora es y será para siempre la cosa más amada de todas. Y, dejando aparte el derecho, queremos decir del hecho y de lo que pasa en realidad de verdad, que es lo que propiamente importa este nombre, no menos digno de consideración que los demás nombres de Cristo. Porque así como es sobre todo lo que comprende el juicio la grandeza de razones por las cuales Cristo es amable, así es cosa que admira la muchedumbre de los que siempre le amaron, y las veras y las finezas nunca oídas de amor con que los suyos le aman. Muchos merecen ser amados y no lo son, o lo son mucho menos de lo que merecen, mas a Cristo, aunque no se le puede dar el amor que se debe, diosele siempre el que es posible a los hombres. Y si de ellos levantamos los ojos y ponemos en el cielo la vista, es amado de Dios todo cuanto merece, y así es llamado debidamente el Amado, porque ni una criatura sola, ni todas juntas las criaturas, son de Dios tan amadas, y porque Él solo es el que tiene verdaderos amadores de sí. Y aunque la prueba de este negocio es el hecho, digamos primero del dicho, y, antes que vengamos a los ejemplos, descubramos las palabras que nos hacen ciertos de esta verdad, y las profecías que de ella hay en los libros divinos.

Porque lo primero, David, en el Salmo en que trata del reino de este su Hijo y Señor, profetiza como en tres partes esta singularidad de afición con que Cristo había de ser de los suyos querido. Que primero dice: «Adorarle han los reyes todos, todas las gentes le servirán.» Y después añade: «Y vivirá, y daránle del oro de Sabá, y rogarán siempre por Él; bendecirle han todas las gentes.» Y a la postre concluye: «Y será su nombre eterno, perseverará allende del sol su nombre; bendecirse han todos en Él, y daránle bienandanzas.» Que como esta afición que tienen a Cristo los suyos es rarísima por extremo, y David la contemplaba alumbrado con la luz de profeta, admirándose de su grandeza y queriendo decirla, usó de muchas palabras porque no se decía con una. Que dice que la fuerza del amor para con Cristo, que reinaría en los ánimos fieles, les derrocaría por el suelo el corazón adorándole, y los encendería con cuidado vivo para servirle, y les haría que le diesen todo su corazón hecho oro, que es decir hecho amor, y que fuese su deseo continuo rogar que su reino creciese, y que se extendiese más y allende su gloria, y que les daría un corazón tan ayuntado y tan hecho uno con Él, que no rogarían al Padre ninguna cosa que no fuese por medio de Él, y que del hervor del ánimo les saldría el ardor a la boca que les bulliría siempre en loores, a quien ni el tiempo pondría silencio, ni fin el acabarse los siglos, ni pausa el sol cuando él se parare, sino que durarían cuanto el amor que los hace, que sería perpetuamente y sin fin. El cual mismo amor les sería causa a los mismos para que ni tuviesen por bendito lo que Cristo no fuese, ni deseasen bien, ni a otro ni a sí, que no naciese de Cristo, ni pensasen haber alguno que no estuviese en Él, y así juzgasen y confesasen ser suyas todas las buenas suertes y las felices venturas.

También vio estos extremos de amor, con que amarían a Cristo los suyos, el patriarca Jacob, estando vecino a la muerte, cuando profetizando a José, su hijo, sus buenos sucesos, entre otras cosas le dice: «Hasta el deseo de los collados eternos.» Que por cuanto le había bendecido, y juntamente profetizado que en él y en su descendencia florecerían sus bendiciones con grandísimo efecto, y por cuanto conocía que al fin había de perecer toda aquella felicidad en sus hijos, por la infidelidad de ellos, al tiempo que naciese Cristo en el mundo, añadió, y no sin lástima, y dijo: «Hasta el deseo de los eternos collados.» Como diciendo que su bendición en ellos tendría suceso hasta que Cristo naciese.

Que así como cuando bendijo a su hijo Judas le dijo que mandaría entre su gente y tendría el cetro del reino hasta que viniese el Silo, así ahora pone límite y término a la prosperidad de José en la venida del que llama deseo. Y como allí llama a Cristo Silo por encubierta y rodeo, que es decir el enviado o el hijo de ella, o el dador de la abundancia y de la paz, que todas son propiedades de Cristo, así aquí le nombra el deseo de los collados eternos, porque los collados eternos aquí son todos aquellos a quienes la virtud ensalzó, cuyo único deseo fue Cristo. Y es lástima, como decía, que hirió en este punto el corazón de Jacob con sentimiento grandísimo, que viniese a tener fin la prosperidad de sus hijos cuando salía a la luz la felicidad deseada y amada de todos, y que aborreciesen ellos para su daño lo que fue el suspiro y el deseo de sus mayores y padres, y que se forjasen ellos por sus manos su mal en el bien que robaba para sí todos los corazones y amores.

Y lo que decimos deseo aquí, en el original es una palabra que dice una afición que no reposa y que abre de continuo el pecho con ardor y deseo. Por manera que es cosa propia de Cristo, y ordenada para sólo Él, y profetizada de Él antes que naciese en la carne, el ser querido y amado y deseado con excelencia como ninguno jamás ha sido ni querido ni deseado ni amado. Conforme a lo cual fue también lo de Ageo, que hablando de aqueste general objeto de amor y de este señaladamente querido, y diciendo de las ventajas que había de hacer el templo segundo, que se edificaba cuando él escribía, al primer templo que edificó Salomón y fue quemado por los caldeos, dice, por la más señalada de todas, que «vendría a él el deseado de todas las gentes, y que le henchiría de gloria.» Porque así como el bien de todos colgaba de su venida, así le dio por suerte Dios que los deseos e inclinaciones y aficiones de todos se inclinasen a Él. Y esta suerte y condición suya, que el Profeta miraba, la declaró llamándole el deseado de todos.

Mas ¿por ventura no llegó el hecho a lo que la profecía decía, y Él, de quien se dice que sería el deseado y amado, cuando salió a luz no lo fue? Es cosa que admira lo que acerca de esto acontece, si se considera en la manera que es. Porque lo primero puédese considerar la grandeza de una afición en el espacio que dura, que esa es mayor la que comienza primero, y siempre persevera continua, y se acaba o nunca o muy tarde. Pues si queremos confesar la verdad, primero que naciese en la carne Cristo, y luego que los hombres o luego que los ángeles comenzaron a ser, comenzó a prender en sus corazones de ellos su deseo y su amor. Porque, como altísimamente escribe San Pablo, cuando Dios primeramente introdujo a su Hijo en el mundo, se dijo: «Y adórenle todos sus ángeles.» En que quiere significar y decir que, luego y en el principio que el Padre sacó las cosas a luz y dio ser y vida a los ángeles, metió en la posesión de ello a Cristo, su Hijo, como a heredero suyo y para quien se crió, notificándoles algo de lo que tenía en su ánimo acerca de la Humanidad de Jesús, señora que había de ser de todo y reparadora de todo, a la cual se la propuso como delante los ojos, para que fuese su esperanza y su deseo y su amor.

Así que, cuanto son antiguas las cosas, tan antiguo es ser Jesucristo amado de ellas, y, como si dijésemos, en sus amores de Él se comenzaron los amores primeros, y en la afición de su vista se dio principio al deseo, y su caridad se entró en los pechos angélicos, abriendo la puerta ella antes que ningún otro que de fuera viniese. Y en la manera que San Juan le nombra «Cordero sacrificado desde el origen del mundo», así también le debemos llamar bien amado y deseado desde luego que nacieron las cosas; porque así como fue desde el principio del mundo sacrificado en todos los sacrificios que los hombres a Dios ofrecieron desde que comenzaron a ser, porque todos ellos eran imagen del único y grande sacrificio de este nuestro Cordero, así en todos ellos fue este mismo Señor deseado y amado. Porque todas aquellas imágenes, y no solamente aquellas de los sacrificios, sino otras innumerables que se compusieron de las obras y de los sucesos y de las personas de los padres pasados, voces eran que testificaban este nuestro general deseo de Cristo, y eran como un pedírsele a Dios, poniéndole devota y aficionadamente tantas veces su imagen delante. Y como los que aman una cosa mucho, en testimonio de cuánto la aman, gustan de hacer su retrato y de traerlo siempre en las manos, así el hacer los hombres tantas veces y tan desde el principio imágenes y retratos de Cristo, ciertas señales eran del amor y el deseo de Él que les ardía en el pecho. Y así las presentaban a Dios para aplacarle con ellas, que las hacían también para manifestar en ellas su fe para con Cristo y su deseo secreto.

Y este deseo y amor de Cristo, que digo que comenzó tan temprano en hombres y en ángeles, no feneció brevemente; antes se continuó con el tiempo y persevera hasta ahora, y llegará hasta el fin y durará cuando la edad se acabare, y florecerá fenecidos los siglos, tan grande y tan extendido cuanto la eternidad es grande y se extiende, porque siempre hubo y siempre hay y siempre ha de haber almas enamoradas de Cristo. Jamás faltarán vivas demostraciones de este bienaventurado deseo; siempre sed de Él, siempre vivo el apetito de verle, siempre suspiros dulces, testigos fieles del abrasamiento del alma. Y como las demás cosas, para ser amadas, quieran primero ser vistas y conocidas, a Cristo le comenzaron a amar los ángeles y los hombres sin verle y con solas sus nuevas. Las imágenes y las figuras suyas, o, diremos mejor aún, las sombras oscuras que Dios les puso delante y el rumor sólo suyo y su fama, les encendió los espíritus con increíbles ardores. Y por eso dice divinamente la Esposa: «En el olor de tus olores corremos, las doncellicas te aman.» Porque sólo el olor de este gran bien, que tocó en los sentidos recién nacidos y como donceles del mundo, les robó por tal manera las almas, que las llevó en su seguimiento encendidas. Y conforme a esto es también lo que dice el Profeta: «Esperamos en Ti; tu nombre y tu recuerdo, deseo del alma; mi alma te deseó en la noche.» Porque en la noche, que es, según Teodoreto declara, todo el tiempo desde el principio del mundo hasta que amaneció Cristo en él como luz, cuando a malas penas se divisaba, llevaba a sí los deseos; y su nombre, apenas oído, y unos como rastros suyos impresos en la memoria, encendían las almas.

Mas ¿cuántas almas?, pregunto. ¿Una o dos, o a lo menos no muchas? Admirable cosa es los ejércitos sinnúmero de los verdaderos amadores que Cristo tiene y tendrá para siempre. Un amigo fiel es negocio raro y muy dificultoso de hallar. Que, como el Sabio dice: «El amigo fiel es fuerte defensa; el que le hallare, habrá hallado un tesoro.» Mas Cristo halló y halla infinitos amigos, que le aman con tanta fe, que son llamados los fieles entre todas las gentes, como con nombre propio y que a ellos solos conviene. Porque en todas las edades del Siglo y en todos los años de él, y podemos decir que en todas sus horas, han nacido y vivido almas que entrañablemente le amen. Y es más hacedero y posible que le falte la luz al sol, que faltar en el mundo hombres que le amen y adoren. Porque este amor es el sustento del mundo, y el que le tiene como de la mano para que no desfallezca. Porque no es el mundo más de cuanto se hallare en él que quien por Cristo se abrase.

Que en la manera como todo lo que vemos se hizo para fin y servicio y gloria de Cristo, según que dijimos ayer, así en el punto que faltase en el suelo quien le reconociese y amase y sirviese, se acabarían los siglos, como ya inútiles para aquello a que son. Pues si el sol, después que comenzó su carrera, en cada una vuelta suya produce en la tierra amadores de Cristo, ¿quién podrá contar la muchedumbre de los que amaron y aman a Cristo?

Y aunque Aristóteles pregunta si conviene tener uno muchos amigos, y concluye que no conviene -pero sus razones tienen fuerza en la amistad de la tierra, adonde, como en sujeto no propio, prende siempre y fructifica con imperfección el amor-, mas esa es la excelencia de Cristo, y una de las razones por donde le conviene ser amado con propiedad: que da lugar a que le amen muchos como si le amara uno solo, sin que los muchos se estorben y sin que Él se embarace en responderse con tantos. Porque si los amigos, como dice Aristóteles, no han de ser muchos, porque para el deleite bastan pocos, porque el deleite no es el mantenimiento de la vida, sino como la salsa de ella, que tiene su límite, en Cristo esta razón no vale, porque sus deleites, por grandes que sean, no se pueden condenar por exceso.

Y si teniendo respeto al interés, que es otra razón, no nos convienen porque hemos de acudir a sus necesidades, a que no puede bastar la vida ni la hacienda de uno si los amigos son muchos, tampoco tiene esto lugar, porque su poder de Cristo, haciendo bien, no se cansa, ni su riqueza repartida se disminuye, ni su alma se ocupa aunque acuda a todos y a todas sus cosas. Ni menos impide aquí lo que entre los hombres estorba: que (y es la tercera razón) no se puede tener amistad con muchos si ellos también entre sí no son amigos. Y es dificultoso negocio que muchos entre sí mismos y con un otro tercero, guarden verdadera amistad. Porque Cristo, en los que le aman, Él mismo hace el amor y se pasa a sus pechos de ellos y vive en sus almas, y por la misma razón hace que tengan todos una misma alma y espíritu. Y es fácil y natural que los semejantes y los unos se amen. Y si nosotros no podemos cumplir con muchos amigos, porque acontecería en un mismo tiempo, como el mismo filósofo dice, ser necesario sentir dolor con los unos y placer con los otros, Cristo, que tiene en su mano nuestro dolor y placer, y que nos le reparte cuando y como conviene, cumple a un mismo tiempo dulcísimamente con todos. Y puede Él, porque nació para ser por excelencia el Amado, lo que no podemos los hombres, que es amar a muchos con estrechez y extremo. Que el amor no lo es, si es tibio o mediano, porque la amistad verdadera es muy estrecha, y así nosotros no valemos sino para con pocos. Mas Él puede con muchos, porque tiene fuerza para lanzarse en el alma de cada uno de los que le aman, y para vivir en ella y abrazarse con ella cuan estrechamente quisiere.

De todo lo cual se concluye que Cristo, como a quien conviene el ser amado entre todos, y como aquél que es el sujeto propio del amor verdadero, no solamente puede tener muchos que le amen y con estrecha amistad, mas debe tenerlos, y así de hecho los tiene porque son sus amadores sin cuento. ¿No dice en los Cantares la Esposa: «Sesenta son sus reinas y ochenta sus aficionadas, y de las doncellicas que le aman no hay cuento»? Pues la Iglesia ¿qué le dice cuando le canta que se recrea entre las azucenas, rodeado de danzas y de coros de vírgenes?

Mas San Juan, en su revelación, como testigo de vista, lo pone fuera de toda duda, diciendo que vio «una muchedumbre de gente que no podía ser contada, que delante del trono de Dios asistían ante la faz del Cordero, vestidos de vestiduras blancas y con ramos de palma en las manos.» Y si los aficionados que tiene entre los hombres son tantos, ¿qué será si ayuntamos con ellos a todos los santos ángeles, que son también suyos en amor y en fidelidad y en servicio? Los cuales, sin ninguna comparación, exceden en muchedumbre a las cosas visibles, conforme a lo que Daniel escribía: que asisten a Dios, y le sirven millares de millares, y de cuentos y de millares. Cosa, sin duda, no solamente rara y no vista, sino ni pensada ni imaginada jamás, que sea uno amado de tantos, y que una naturaleza humana de Cristo ábrase en amor a todos los ángeles, y que se extienda tanto la virtud de este bien, que encienda afición de sí casi en todas las cosas.

Y porque dije casi en todas, podemos, Juliano, decir que las que ni juzgan ni sienten, las que carecen de razón y las que no tienen ni razón ni sentido, apetecen también a Cristo y se le inclinan amorosamente, tocadas de este su fuego, en la manera que su natural lo consiente. Porque lo que la Naturaleza hace (que inclina a cada cosa al amor de su propio provecho sin que ella misma lo sienta), eso obró Dios, que es por quien la naturaleza se guía, inclinando al deseo de Cristo aun a lo que no siente ni entiende. Porque todas las cosas guiadas de un movimiento secreto, amando su mismo bien, le aman también a Él y suspiran con su deseo y gimen por su venida, en la manera que el Apóstol escribe: «La esperanza de toda la criatura se endereza a cuándo se descubrirán los hijos de Dios: que ahora está sujeta a corrupción fuera de lo que apetece, por quien a ello le obliga y la mantiene con esta esperanza. Porque cuando los hijos de Dios vinieren a la libertad de su gloria, también esta criatura será libertada de su servidumbre y corrupción. Que cosa sabida es que todas las criaturas gimen y están como de parto hasta aquel día.» Lo cual no es otra cosa sino un apetito y un deseo de Jesucristo, que es el autor de esta libertad que San Pablo dice y por quien todo vocea. Por manera que se inclinan a Él los deseos generales de todo, y el mundo con todas sus partes le mira y abraza.

Conforme a lo cual, y para significación de ello, decía en los Cantares la Esposa que «Salomón hizo para sí una litera de cedro, cuyas columnas eran de plata, y los lados de la silla de oro, y el asiento de púrpura, y, en medio, el amor de las hijas de Jerusalén.» Porque esta litera, en cuyo medio Cristo reside y se asienta, es lo mismo que este templo del universo, que, como digo, Él mismo hizo para sí en la manera como para tal Rey convenía, rico y hermoso, y lleno de variedad admirable, y compuesto, y, como si dijésemos, artizado con artificio grandísimo. En el cual se dice que anda Él como en litera, porque todo lo que hay en él le trae consigo, y le demuestra y le sirve de asiento. En todo está, en todo vive, en todo gobierna, en todo resplandece y reluce. Y dice que está en medio, y llámale por nombre el amor encendido de las hijas de Jerusalén, para decir que es el amor de todas las cosas, así las que usan de entendimiento y razón, como las que carecen de ella y las que no tienen sentido. Que a las primeras llama hijas de Jerusalén, y en orden de ellas le nombra amor encendido, para decir que se abrasan amándole todos los hijos de paz, o sean hombres o ángeles. Y las segundas demuestra por la litera, y por las partes ricas que la componen -la caja, las columnas, el recodadero y el respaldar, y la peana y asiento- respecto de todo lo cual dice que este amor está en medio, para mostrar que todo ello le mira, y que, como al centro de todo, su peso de cada uno le lleva a Él los deseos de todas las partes derecha y fielmente, como van al punto las rayas desde la vuelta del círculo.

Y no se contentó con decir que Cristo tiene el medio y el corazón de esta universalidad de las cosas, para decir que le encierran todas en sí, ni se contentó con llamarle amor de ellas, para demostrar que todas le aman, sino añadió más, y llamóle amor encendido con una palabra de tanta significación como es la original que allí pone, que significa, no encendimiento como quiera, sino encendimiento grande e intenso y como lanzado en los huesos, y encendimiento cual es el de la brasa, en que no se ve sino fuego. Y así diremos bien aquí: el amor abrasado o el amor que convierte en brasa los corazones de sus amigos, para encarecer así mejor la fineza de los que le aman.

Porque no es tan grande el número de los amadores que tiene este Amado, con ser tan fuera de todo número como dicho tenemos, cuanto es ardiente y firme y vivo, y por maravilloso modo entrañable el amor que le tienen. Porque, a la verdad, lo que más aquí admira es la viveza y firmeza y blandura, y fortaleza y grandeza de amor con que es amado Cristo de sus amigos. Que personas ha habido, unas de ellas naturalmente bienquistas, otras que, o por su industria o por sus méritos, han allegado a sí las aficiones de muchos, otras que, enseñando sectas y alcanzando grandes imperios, han ganado acerca de las naciones y pueblos reputación y adoración y servicio. Mas, no digo uno de muchos, pero ni uno de otro particular íntimo amigo suyo, fue jamás amado con tanto encendimiento y firmeza y verdad, como Cristo lo es de todos sus verdaderos amigos, que son, como dicho hemos, sin número.

Que si, como escribe el Sabio, «el amigo leal es medicina de vida, y hállanle los que temen a Dios; que el que teme a Dios hallará amistad verdadera, porque su amigo será otro como él», ¿qué podremos decir de la leal y verdadera amistad de los amigos que Cristo tiene y de quien es amado, si han de responder a lo que Él ama a Dios, y si le han de ser semejantes a otros tales como Él? Claro es que, conforme a esta regla del Sabio, quien es tan verdadero y tan bueno ha de tener muy buenos y muy verdaderos amigos; y que quien ama a Dios y le sirve según que es hombre, con mayor intención y fineza que todas las criaturas juntas, es amado de sus amigos más firme y verdaderamente que lo fue jamás criatura ninguna. Y claro es que el que nos ama y nos recuesta, y nos solicita y nos busca, y nos beneficia y nos allega a sí y nos abraza con tan increíble y no oída afición, al fin no se engaña en lo que hace ni es respondido de sus amigos con amor ordinario.

Y conócese aquesto aún por otra razón: porque Él mismo se forja los amigos y les pone en el corazón el amor en la manera que Él quiere. Y cuanto de hecho quiere ser amado de los suyos, tanto los suyos le aman, pues cierto es que quien ama tanto como Cristo nos ama, quiere y apetece ser amado de nosotros por extremada manera. Porque el amor solamente busca y solamente desea el amor. Y cierto es que, pues nos hace que le seamos amigos, nos hace tales amigos cuales nos quiere y desea, y que, pues enciende este fuego, le enciende conforme a su voluntad, vivo y grandísimo.

Que si los hombres y los ángeles amaran a Cristo de su cosecha, y a la manera de su poder natural, y según su sola condición y sus fuerzas, que es decir al estilo tosco suyo y conforme a su aldea, bien se pudiera tener su amor para con Él por tibio y por flaco. Mas si miramos quién los atiza de dentro, y quién los despierta y favorece para que le puedan amar, y quién principalmente cría el amor en sus almas, luego vemos no solamente que es amor de extraordinario metal, sino también que es incomparablemente ardentísimo, porque el Espíritu Santo mismo, que es de su propiedad el amor, nos enciende de sí para con Cristo, lanzándose por nuestras entrañas, según lo que dice San Pablo: «La caridad de Dios nos ha sido derramada por los corazones por el Espíritu Santo, que nos han dado.»

Pues ¿qué no será, o cuáles quilates le faltarán, o a qué fineza no allegará el amor que Dios en el hombre hace, y que enciende con el soplo de su Espíritu propio? ¿Podrá ser menos que amor nacido de Dios y, por la misma razón, digno de Él, y hecho a la manera del cielo, adonde los serafines se abrasan? O ¿será posible que la idea, como si dijésemos, del amor, y el amor con que Dios mismo se ama críe amor en mí que no sea en firmeza fortísimo, y en blandura dulcísimo, y en propósito determinado para todo y osado, y en ardor fuego, y en perseverancia perpetuo y en unidad estrechísimo? Sombra son sin duda, Sabino, y ensayos muy imperfectos de amor, los amores todos con que los hombres se aman, comparados con el fuego que arde en los amadores de Cristo, que por eso se llama por excelencia el Amado, porque hace Dios en nosotros, para que le amemos, un amor diferenciado de los otros amores, y muy aventajado entre todos.

Mas ¿qué no hará por afinar el amor de Cristo en nosotros quien es Padre de Cristo, quien le ama como a único Hijo quien tiene puesta en sólo Él toda su satisfacción y su amor? Que así dice San Pablo de Dios, que Jesucristo es su Hijo de amor, que es decir, según la propiedad de su lengua, que es el Hijo a quien ama Dios con extremo. Pues si nace de este divino Padre que amemos nosotros a Cristo, su Hijo, cierto es que nos encenderá a que le amemos, si no en el grado que Él le ama, a lo menos en la manera que le ama Él. Y cierto es que hará que el amor de los amadores de Cristo sea como el suyo, y de aquel linaje y metal único, verdadero, dulce, cual nunca en la tierra se conoce ni ve: porque siempre mide Dios los medios con el fin que pretende. Y en que los hombres amen a Cristo, su Hijo, que les hizo Hombre, no sólo para que les fuese Señor, sino para que tuviesen en Él la fuente de todo su bien y tesoro; así que en que los hombres le amen, no solamente pretende que se le dé su debido, sino pretende también que, por medio del amor, se hagan unos con Él y participen sus naturalezas humana y divina, para que de esta manera se les comuniquen sus bienes. Como Orígenes dice: «Derrámase la abundancia de la caridad en los corazones de los santos para que por ella participen de la naturaleza de Dios, y para que, por medio de este don del Espíritu Santo, se cumpla en ellos aquella palabra del Señor: Como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, sean éstos así unos en nosotros: conviene a saber, comunicándoseles nuestra naturaleza por medio del amor abundantísimo que les comunica el Espíritu.»

Pregunto, pues: ¿qué amor convendrá que sea el que hace una obra tan grande? ¿Qué amistad la que llega a tanta unidad? ¿Qué fuego el que nos apura de nuestra tanta vileza, y nos acendra y nos sube de quilates hasta allegamos a Dios? Es, sin duda, finísimo, y, como Orígenes dice, abundantísimo, el amor que en los pechos enamorados de Cristo cría el Espíritu Santo. Porque lo cría para hacer en ellos la mayor y más milagrosa obra de todas, que es hacer dioses a los hombres, y transformar en oro fino nuestro lodo vil y bajísimo. Y como si en el arte de alquimia, por sólo el medio del fuego, convirtiese uno en oro verdadero un pedazo de tierra, diríamos ser aquel fuego extremadamente vivo y penetrable y eficaz y de incomparable virtud, así el amor con que de los pechos santos es amado este Amado, y que en Él los transforma, es sobre todo amor entrañable y vivísimo, y es, no ya amor, sino como una sed y una hambre insaciable con que el corazón que a Cristo ama se abraza con Él y se entraña y, como Él mismo lo dice, le come y le traspasa a las venas.

Que para declarar la grandeza de él y su ardor, el amar los santos a Cristo llama la Escritura comer a Cristo. «Los que me comieren, dice, aún tendrán hambre de mí.» Y: «Si no comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros.» Que es también una de las causas por que dejó en el Sacramento de la Hostia su cuerpo, para que en la manera que con la boca y con los dientes, en aquellas especies y figuras de pan, comen los fieles su carne y la pasan al estómago y se mudan en ella ellos, como ayer se decía, así en la misma manera en sus corazones, con el fuego del amor, le coman y le penetren en sí, como de hecho lo hacen los que son sus verdaderos amigos, los cuales, como decíamos, abrasándose en Él, andan si lo debemos decir así, desalentados y hambrientos por Él.

Porque, como dice el Macario: «Si el amor que nace de la comunicación de la carne divide del padre y de la madre y de los hermanos, y toda su afición pone en el consorte, como es escrito: por tanto, dejará el hombre al padre y a la madre, y se juntará con su mujer y serán un cuerpo los dos, pues si el amor de la carne así desata al hombre de todos los otros amores, ¿cuánto más todos los que fueren dignos de participar con verdad aquel don amable y celestial del espíritu quedarán libres y desatados de todo el amor de la tierra, y les parecerán todas las cosas de ella superfluas e inútiles, por causa de vencer en ellos y ser rey en sus almas el deseo del cielo? Aquello apetecen, en aquello piensan de continuo, allí viven, allí andan con sus discursos, allí su alma tiene todo su trato, venciéndolo todo y levantando bandera en ellos el amor celestial y divino, y la afición del espíritu.»

Mas veremos evidentemente la grandeza no medida de este amor que decimos, si miráremos la muchedumbre y la dificultad de las cosas que son necesarias para conservarle y tenerle. Porque no es mucho amar a uno si, para alcanzar y conservar su amistad, es poco lo que basta. Aquel amor es verdaderamente grande y de subidos quilates, que vence grandes dificultades. Aquél ama de veras que rompe por todo, que ningún estorbo le puede hacer que no ame; que no tiene otro bien sino al que ama; que, con tenerle a él, perder todo lo demás no lo estima; que niega todos sus propios gustos por gustar del amor solamente; que se desnuda todo de sí para no ser más de amor, cuales son los verdaderos amadores de Cristo.

Porque para mantener su amistad es necesario, lo primero, que se cumplan sus mandamientos. «Quien me ama a Mí, dice, guardará lo que Yo le mando», que es, no una cosa sola, o pocas cosas en número, o fáciles para ser hechas, sino una muchedumbre de dificultades sin cuento porque es hacer lo que la razón dice, y lo que la justicia manda y la fortaleza pide, y la templanza y la prudencia y todas las demás virtudes estatuyen y ordenan. Y es seguir en todas las cosas el camino fiel y derecho, sin torcerse por el interés, ni condescender por el miedo, ni vencerse por el deleite, ni dejarse llevar de la honra, y es ir siempre contra nuestro mismo gusto, haciendo guerra al sentido. Y es cumplir su ley en todas las ocasiones, aunque sea posponiendo la vida. Y es negarse a sí mismo, y tomar sobre sus hombros su cruz y seguir a Cristo esto es, caminar por donde Él caminó y poner en sus pisadas las nuestras. Y, finalmente, es despreciar lo que se ve y desechar los bienes que con el sentido se tocan, y aborrecer lo que la experiencia demuestra ser apacible y ser dulce, y aspirar a sólo lo que no se ve ni se siente, y desear sólo aquello que se promete y se cree, fiándolo todo de su sola palabra.

Pues el amor que con tanto puede, sin duda tiene gran fuerza. Y sin duda es grandísimo el fuego a quien no amata tanta muchedumbre de agua. Y sin duda lo puede todo, y sale valerosamente con ello, este amor que tienen con Jesucristo los suyos. ¿Qué dice el Esposo a su Esposa?: «La muchedumbre del agua no puede apagar la caridad, ni anegarla los ríos.» Y San Pablo, ¿qué dice?: «La caridad es sufrida, bienhechora; la caridad carece de envidia, no lisonjea ni tacañea, no se envanece, ni hace de ninguna cosa caso de afrenta; no busca su interés, no se encoleriza; no imagina hacer mal ni se alegra del agravio, antes se alegra con la verdad; todo lo lleva, todo lo cree, todo lo sufre.» Que es decir que el amor que tienen sus amadores con Cristo no es un simple querer ni una sola y ordinaria afición, sino un querer que abraza en sí todo lo que es bien querer, y una virtud que atesora en sí juntas las riquezas de las virtudes, y un encendimiento que se extiende por todo el hombre y le enciende en sus llamas.

Porque decir que es sufrida, es decir que hace un ánimo ancho en el hombre, con que lleva con igualdad todo lo áspero que sucede en la vida, y con que vive entre los trabajos con descanso, y en las turbaciones quieto, y en los casos tristes alegre, y en las contradicciones en paz, y en medio de los temores sin miedo. Y que, como una centella, si cayese en la mar, ella luego se apagaría y no haría daño en el agua, así cualquier acontecimiento duro, en el alma a quien ensancha este amor, se deshace y no empece. Que el daño, si viniere, no conmueve esta roca, y la afrenta, si sucediere, no desquicia esta torre, y las heridas, si golpearen, no doblan a este diamante. Y añadir que es liberal y bienhechora, es afirmar que no es sufrida para ser vengativa, ni calla para guardarse a su tiempo, ni ensancha el corazón con deseo de mejor sazón de venganza, sino que, por imitar a quien ama, se engolosina en el hacer bien a los otros. Y que vuelve buenas obras a aquellos de quienes las recibe muy malas. Y porque este su bien hacer es virtud y no miedo, por eso dice luego el Apóstol que no lisonjea ni es tacaña, esto es, que sirve a la necesidad del prójimo, por más enemigo que le sea, pero que no consiente en su vicio ni le halaga por de fuera y le aborrece en el alma, ni le es tacaña e infiel. Y dice que no se envanece, que es decir que no hace estima de sí, ni se hincha vanamente, para descubrir en ello la raíz del sufrimiento y del ánimo largo que tiene este amor.

Que los soberbios y pundonorosos son siempre mal sufridos, porque todo les hiere. Mas es propiedad de todo lo que es de veras amor, ser humildísimo con aquello a quien ama. Y porque la caridad que se tiene con Cristo, por razón de su incomparable grandeza, ama por Él a todos los hombres, por el mismo caso desnuda de toda altivez al corazón que posee y le hace humilde con todos. Y con esto dice lo que luego se sigue, que no hace de ninguna cosa caso de afrenta. En que no solamente se dice que el amor de Jesucristo en el alma, las afrentas y las injurias que otros nos hacen, por la humildad que nos cría y por la poca estima nuestra que nos enseña, no las tiene por tales, sino dice también que no se desdeña ni tiene por afrentoso o indigno de sí ningún ministerio, por vil y bajo que sea, como sirva en él a su Amado en sus miembros.

Y la razón de todo es lo que añade tras esto: que no busca su interés, ni se enoja de nada. Toda su inclinación es al bien, y por eso el dañar a los otros aun no lo imagina; los agravios ajenos y que otros padecen son los que solamente le duelen, y la alegría y felicidad ajena es la suya. Todo lo que su querido Señor le manda hace, todo lo que le dice lo cree, todo lo que se detuviere le espera, todo lo que le envía lo lleva con regocijo, y no halla ninguno, si no es en sólo Él, a quien ama.

Que como un grande enamorado bien dice: «Así como en las fiebres el que está inflamado con calentura aborrece y abomina cualquier mantenimiento que le ofrecen, por más gustoso que sea, por razón del fuego del mal que le abrasa y se apodera de él y le mueve, por la misma manera, aquellos a quien enciende el deseo sagrado del Espíritu celestial, y a quien llaga en el alma el amor de la caridad de Dios, y en quienes se enviste, y de quien se apodera el fuego divino que Cristo vino a poner en la tierra, y quiso que con presteza prendiese, y lo que se abrasa, como dicho es, en deseos de Jesucristo, todo lo que se precia en este siglo, él lo tiene por desechado y aborrecible, por razón de fuego de amor que le ocupa y enciende. Del cual amor no los puede desquiciar ninguna cosa, ni del suelo, ni del cielo, ni del infierno. Como dice el Apóstol: ¿Quién será poderoso para apartarnos del amor de Jesucristo?, con lo que se sigue. Pero no se permite que ninguno halle al amor celestial del espíritu si no se enajena de todo lo que este siglo contiene, y se da a sí mismo a sola la inquisición del amor de Jesús, libertando su alma de toda solicitud terrenal, para que pueda ocuparse solamente en un fin, por medio del cumplimiento de todo cuanto Dios manda.»

Por manera que es tan grande este amor que desarraiga de nosotros cualquiera otra afición, y queda él señor universal de nuestra alma; y como es fuego ardentísimo, consume todo lo que se opone, y así destierra del corazón los otros amores de las criaturas, y hace él su oficio por ellos, y las ama a todas mucho más y mejor que las amaban sus propios amores. Que es otra particularidad y grandeza de este amor con que es amado Jesús, que no se encierra en sólo Él, sino en Él y por Él abraza a todos los hombres y los mete dentro de sus entrañas con una afición tan pura, que en ninguna cosa mira a sí mismo; tan tierna, que siente sus males más que los propios; tan solícita, que se desvela en su bien; tan firme, que no se mudará de ellos si no se muda de Cristo.

Y como sea cosa rarísima que un amigo, según la amistad de la tierra, quiera por su amigo padecer muerte, es tan grande el amor de los buenos con Cristo que, porque así le place a Él, padecerán ellos daños y muerte, no sólo por los que conocen, sino por los que nunca vieron, y no sólo por los que los aman, sino también por quien los aborrece y persigue. Y llega este Amado a ser tan amado, que por Él lo son todos. Y en la manera como, en las demás gracias y bienes, es Él la fuente del bien que se derrama en nosotros, así en esto lo es. Porque su amor, digo el que los suyos le tienen, nos provee a todos y nos rodea de amigos que, olvidados por nosotros, nos buscan; y, no conocidos, nos conocen; y, ofendidos, nos desean y nos procuran el bien, porque su deseo es satisfacer en todo a su Amado, que es el Padre de todos. Al cual aman con tan subido querer cual es justo que lo sea el que hace Dios con sus manos, y por cuyo medio nos pretende hacer dioses, y en quien consiste el cumplimiento de todas sus leyes, y la victoria de todas las dificultades, y la fuerza contra todo lo adverso, y la dulzura en lo amargo, y la paz y la concordia, y el ayuntamiento y abrazo general y verdadero con que el mundo se enlaza.

Mas ¿para qué son razones en lo que se ve por ejemplos? Oigamos lo que algunos de estos enamorados de Cristo dicen, que en sus palabras veremos su amor y, por las llamas que despiden sus lenguas, conoceremos el infinito fuego que les ardía en los pechos. San Pablo, ¿qué dice?: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, por ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución, o la espada?» Y luego: «Cierto soy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni los poderíos, ni lo presente ni lo porvenir, ni lo alto ni lo profundo, ni, finalmente, criatura ninguna nos podrá apartar del amor de Dios en Nuestro Señor Jesucristo.» ¡Qué ardor! ¡Qué llama! ¡Qué fuego!

Pues el del glorioso Ignacio ¿cuál era? «Yo escribo, dice, a todos los fieles, y les certifico que muero por Dios con voluntad y alegría. Por lo cual os ruego que no me seáis estorbo vosotros. Ruéganos mucho que no me seáis malos amigos. Dejadme que sea manjar de las fieras, por cuyo medio conseguiré a Jesucristo. Trigo suyo soy, y tengo de ser molido con los dientes de los leones para quedar hecho pan limpio de Dios. No pongáis estorbo a las fieras; antes las convidad con regalo, para que sean mi sepultura y no dejen fuera de sí parte de mi cuerpo ninguna. Entonces seré discípulo verdadero de Cristo, cuando ni mi cuerpo fuere visto en el mundo. Rogad por mí al Señor que, por medio de estos instrumentos, me haga su sacrificio. No os pongo yo leyes como San Pedro o San Pablo, que aquellos eran apóstoles de Cristo, y yo soy una cosa pequeña; aquéllos eran libres como siervos de Cristo, yo hasta ahora solamente soy siervo. Mas si, como deseo, padezco, seré siervo libertado de Jesucristo y resucitaré en Él del todo libre. Ahora, aprisionado por Él, aprendo a no desear cosa alguna vana y mundana. Desde Siria hasta Roma voy echado a las bestias. Por mar y por tierra, de noche y de día, voy atado a diez leopardos que, bien tratados, se hacen peores. Mas sus excesos son mi doctrina, y no por eso soy justo. Deseo las fieras que me están aguardando, y ruego verme presto con ellas, a las cuales regalaré y convidaré que me traguen de presto, y que no hagan conmigo lo que con otros, que no osaron tocarlos. Y si ellas no quisieren de su voluntad, yo las forzaré que me coman. Perdonadme, hijos, que yo sé bien lo que me conviene. Ahora comienzo a aprender a no apetecer nada de lo que se ve o no se ve, a fin de alcanzar al Señor. Fuego y cruz y bestias fieras, heridas, divisiones, quebrantamientos de huesos, cortamientos de miembros, desatamiento de todo el cuerpo, y cuanto puede herir el demonio venga sobre mí, como solamente gane yo a Cristo. Nada me servirá toda la tierra, nada los reinos de este siglo. Muy mejor me es a mí morir por Cristo, que ser rey de todo el mundo. Al Señor deseo, al Hijo verdadero de Dios, a Cristo Jesús, al que murió y resucitó por nosotros. Perdonadme, hermanos míos, no me impidáis el caminar a la vida, que Jesús es la vida de los fieles. No queráis que muera yo, que muerte es la vida sin Cristo.»

Mas veamos ahora cómo arde San Gregorio el teólogo. «¡Oh luz del Padre! dice, ¡oh palabra de aquel entendimiento grandísimo, aventajado sobre toda palabra! ¡Oh luz infinita de luz infinita! Unigénito, figura del Padre, sello del que no tiene principio, resplandor que juntamente resplandece con Él, fin de los siglos, clarísimo, resplandeciente, dador de riquezas inmensas, asentado en trono alto, celestial, poderoso, de infinito valor, gobernador del mundo, y que das a todas las cosas fuerza que vivan. Todo lo que es y lo que será, Tú lo haces. Sumo artífice, a cuyo cargo está todo. Porque a Ti ¡oh Cristo! se debe que el sol en el cielo con sus resplandores quite a las estrellas su luz, así como en comparación de tu luz son tinieblas los más claros espíritus. Obra tuya es que la luna, luz de la noche, vive a veces y muere, y torna llena después, y concluye su vuelta. Por Ti, el círculo que llamamos Zodiaco, y aquella danza, como si dijésemos, tan ordenada del cielo, pone sazón y debidas leyes al año, mezclando sus partes entre sí, y templándolas, como sin sentir, con dulzura. Las estrellas, así las fijas como las que andan y tornan, son pregoneros de tu saber admirable. Luz tuya son todos aquellos entendimientos del cielo que celebran la Trinidad con sus cantos. También el hombre es tu gloria, que colocaste en la tierra como ángel tuyo pregonero y cantor. ¡Oh lumbre clarísima, que por mí disimulas tu gran resplandor! ¡Oh inmortal, y mortal por mi causa! Engendrado dos veces. Alteza libre de carne, y a la postre, para mi remedio, de carne vestida. A Ti vivo, a Ti hablo, soy víctima tuya; por Ti la lengua encadeno, y ahora por Ti la desato: pídote, Señor, que me des callar y hablar como debo.»

Mas oigamos algo de los regalos de nuestro enamorado Augustino. «¿Quién me dará, dice, Señor, que repose yo en Ti? ¿Quién me dará que vengas, Tú, Señor, a mi pecho y que le embriagues, y que olvide mis males y que abrace a Ti sólo, mi bien? ¿Quién eres, Señor, para mí (dame licencia que hable), o quién soy yo para Ti, que mandas que te ame y, si no lo hago, te enojas conmigo, y me amenazas con grandes miserias, como si fuese pequeña el mismo no amarte? ¡Ay triste de mí! Dime, por tus piedades, Señor y Dios mío quién eres para mí. Di a mi alma: Yo soy tu salud. Dilo como lo oiga. Ves delante de Ti mis oídos del alma; Tú los abre, Señor, y dile a mi espíritu: Yo soy tu salud, Correré en pos de esta voz y asiréte. No quieras, Señor, esconderme tu cara. Moriré para no morir si la viere. Estrecha casa es mi alma para que a ella vengas, más ensánchala Tú. Caediza es, mas Tú la repara. Cosas tiene que ofenderán a tus ojos: sélo y confiésolo. Mas ¿quién la hará limpia, o a quién vocearé sino a Ti? Límpiame, Señor, de mis encubiertas, y perdona a tu siervo sus demasías.»

No tiene este cuento fin, porque se acabará primero la vida que el referir todo lo que los amadores de Cristo le dicen para demostración de lo que le aman y quieren. Baste por todos los que la Esposa dice, que sustenta la persona de todos. Porque si el amor se manifiesta con palabras, o las suyas lo manifiestan, o no lo manifiestan ningunas. Comienza de esta manera: «Béseme de besos de su boca; que mejores son tus amores que el vino.» Y prosigue diciendo: «Llévame en pos de Ti, y correremos.» Y añade: «Dime, oh amado del alma, adónde sesteas y adónde apacientas al medio día.» Y repite después: «Ramillete de flores de mirra el mi Amado para mí, pondréle entre mis pechos.»

Y después, siendo alabada de Él, le responde: «¡Oh, cómo eres hermoso, Amado mío, y gentil y florida nuestra cama, y de cedro los techos de nuestros retretes.» Y compárala al manzano, y dice cuánto deseó estar asentada a su sombra y comer de su fruta. Y desmáyase luego de amor, y, desmayándose, dice que la socorran con flores porque desfallece, y pide que el Amado la abrace, y dice en la manera cómo quiere ser abrazada. Dice que le buscó en su lecho de noche y que, no le hallando, levantada, salió de su casa en su busca, y que rodeó la ciudad acuitada y ansiosa, y que le halló, y que no le dejó hasta tornarle a su casa. Dice que en otra noche salió también a buscarle, que le llamó por las calles a voces, que no oyó su respuesta, que la maltrataron las rondas, que les dijo a todos los que oyeron sus voces: «¡Conjúroos, oh hijas de Jerusalén, si sabréis de mi Amado, que le digáis que desfallezco de amor!» Y, después de otras muchas cosas, le dice: «Ven, Amado mío, y salgamos al campo, hagamos vida en la aldea, madrugaremos por la mañana a las viñas; veremos si da fruto la viña, si está en cierne la uva, si florecen los granados, si las mandrágoras esparcen olor. Allí te daré mis amores; que todos los frutos, así los de guarda como los de no guarda, los guardo yo para Ti.» Y finalmente, abrasándose en vivo amor toda, concluye y le dice: «¿Quién te me dará a Ti como hermano mío mamante los pechos de mi madre? Hallaríate fuera, besaríate, y no me despreciaría ninguno, no haría befa de mí; asiría de Ti, meteríate en casa de mi madre, avezaríasme, y daríate yo del adobado vino y del arrope de las granadas; tu izquierda debajo de mi cabeza, y tu derecha me ceñiría en derredor.»

Pero excusadas son las palabras adonde vocean las obras, que siempre fueron los testigos del amor verdaderos. Porque hombre jamás, no digo muchos hombres, sino un hombre solo, por más amigo suyo que fuese, ¿hizo las pruebas de amor que hacen y harán innumerables gentes por Cristo en cuanto los siglos duraren? Por amor de este Amado y por agradarle, ¿qué prueba no han hecho de sí infinitas personas? Han dejado sus naturales, hanse despojado de sus haciendas, hanse desterrado de todos los hombres, hanse desencarnado de todo lo que se parece y ve; de sí mismos mismos, de todo su querer y entender, hacen cada día renunciación perfectísima. Y, si es posible enajenarse un hombre de sí, y dividirse de sí misma nuestra alma, y en la manera que el espíritu de Dios lo puede hacer y nuestro saber no lo entiende, se enajenan y se dividen amándole. Por Él les ha sido la pobreza riqueza, y paraíso el desierto, y los tormentos deleite, y las persecuciones descanso; y para que viva en ellos su amor, escogen el morir ellos a todas las cosas, y llegan a desfigurarse de sí, hechos como un sujeto puro sin figura ni forma, para que el amor de Cristo sea en ellos la forma, la vida, el ser, el parecer, el obrar y, finalmente, para que no se parezca en ellos más de su amado. Que es sin duda el que sólo es amado por excelencia entre todo.

¡Oh grandeza de amor! ¡Oh el deseo único de todos los buenos! ¡Oh el fuego dulce por quien se abrasan las almas! Por Ti, Señor, las tiernas niñas abrazaron la muerte, por Ti la flaqueza femenil holló sobre el fuego. Tus dulcísimos amores fueron los que poblaron los yermos. Amándote a Ti, oh dulcísimo bien, se enciende, se apura, se esclarece, se levanta, se arroba, se anega el alma, el sentido, la carne.

Y paró Marcelo aquí, quedando como suspenso; y, poco después, bajando la vista al suelo y encogiéndose todo:

-Gran osadía -dice- mía es querer alcanzar con palabras lo que Dios hace en el alma que ama a su Hijo, y la manera cómo es amado y cuánto es amado. Basta para que se entienda este amor, saber que es don suyo amarle; y basta para conocer que en el amarle consiste nuestro bien todo, para conocer que el amor suyo, que vive en nosotros, no es una grandeza sola, sino un amontonamiento de bienes y de dulzuras y de grandezas innumerables, y que es un sol vestido de resplandores que, por mil maneras, hermosean el alma.

Y para ver que se nombra debidamente Cristo el Amado, basta saber que le ama Dios únicamente. Quiero decir, que no solamente le ama mucho más que a otra cosa ninguna, sino que a ninguna ama sino por su respeto; o, para decirlo como es, porque no ama sino a Cristo en las cosas que ama. Porque su semejanza de Cristo, en la cual, por medio de la gracia, que es imagen de Cristo, se transforma nuestra alma, y el mismo espíritu de Cristo que en ella vive, y así la hace una cosa con Cristo, es lo que satisface a Dios en nosotros. Por donde sólo Cristo es el Amado, por cuanto todos los amados de Dios son Jesucristo, por la imagen suya que tienen impresa en el alma, y porque Jesucristo es la hermosura con que Dios hermosea, conforme a su gusto, a todas las cosas, y la salud con que les da la vida, y por eso se llama Jesús, que es el nombre de que diremos ahora.

Y calló Marcelo, y habiendo tomado algún reposo, tornó a hablar de esta manera, puestos en Sabino los ojos:




ArribaJesús

Qué significa y cómo le conviene sólo a Cristo el nombre de Jesús, y de cómo es su nombre propio en cuanto hombre


-El nombre de Jesús, Sabino, es el propio nombre de Cristo; porque los demás que se han dicho hasta ahora, y otros muchos que se pueden decir, son nombres comunes suyos, que se dicen de Él por alguna semejanza que tiene con otras cosas, de las cuales también se dicen los mismos nombres. Los cuales y los propios difieren: lo uno, en que los propios, como la palabra lo dice, son particulares de uno, y los comunes competen a muchos; y lo otro, que los propios, si están puestos con arte y con saber, hacen significación de todo lo que hay en su dueño, y son como imagen suya, como al principio dijimos; mas los comunes dicen algo de lo que hay, pero no todo.

Así que, pues Jesús es nombre propio de Cristo, y nombre que se le puso Dios por la boca del ángel, por la misma razón no es como los demás nombres que le significan por partes, sino como ninguno de los demás, que dice todo lo de Él y que es como figura suya que nos pone en los ojos su naturaleza y sus obras, que es todo lo que hay y se puede considerar en las cosas.

Mas conviene advertir que Cristo, así como tiene dos naturalezas, así también tiene dos nombres propios: uno según la naturaleza divina en que nace del Padre eternamente, que solemos en nuestra lengua llamar Verbo o Palabra; otro según la humana naturaleza, que es el que pronunciamos Jesús. Los cuales ambos son, cada uno conforme a su cualidad, retratos de Cristo perfectos y enteros. Retratos, digo, enteros, que cada uno en su parte dice todo lo que hay en ella cuanto a un nombre es posible. Y digamos de ambos y de cada uno por sí.

Y presupongamos primero que, en estos dos nombres, unos son los originales y otros son los traslados. Los originales son aquellos mismos que reveló Dios a los Profetas, que los escribieron en la lengua que ellos sabían, que era sira o hebrea. Y así, en el primer nombre que decimos Palabra, el original es Dabar; y en el segundo nombre, Jesús, el original es Jehosuah; pero los traslados son estos mismos nombres en la manera como en otras lenguas se pronuncian y escriben.

Y porque sea más cierta la doctrina, diremos de los originales nombres. De los cuales, en el primero, Dabar, digo que es propio nombre de Cristo, según la naturaleza divina, no solamente porque es así de Cristo que no conviene ni al Padre ni al Espíritu Santo, sino también porque todo lo que por otros nombres se dice de Él, lo significa sólo éste. Porque Dabar no dice una cosa sola, sino una muchedumbre de cosas; y dícelas comoquiera y por doquiera que le miremos, o junto a todo él, o a sus partes cada una por sí, a sus sílabas y a sus letras. Que lo primero, la primera letra, que es D, tiene fuerza de artículo, como el en nuestro español; y el oficio del artículo es reducir a ser lo común, y como demostrar y señalar lo confuso, y ser guía del nombre, y darle su cualidad y su linaje, y levantarle de quilates y añadirle excelencia. Que todas ellas son obras de Cristo, según que es la palabra de Dios; porque Él puso ser a las cosas todas, y nos las sacó a luz y a los ojos, y les dio su razón y su linaje, porque Él en sí es la razón, y la proporción y la compostura y la consonancia de todas, y las guía Él mismo, y las repara si se empeoran, y las levanta y las sube siempre y por sus pasos a grandísimos bienes.

Y la segunda letra, que es B, como San Jerónimo enseña, tiene significación de edificio, que es también propiedad de Cristo, así por ser el edificio original y como la traza de todas las cosas (las que Dios tiene edificadas y las que puede edificar, que son infinitas), como porque fue el obrero de ellas. Por donde también es llamado Tabernáculo en la Sagrada Escritura, como Gregorio Niseno dice: «Tabernáculo es el Hijo de Dios unigénito, porque contiene en sí todas las cosas, el cual también fabricó tabernáculo de nosotros.»

Porque, como decíamos, todas las cosas moraron en Él eternamente antes que fuesen, y, cuando fueron, Él las sacó a luz y las compuso para morar Él en ellas. Por manera que, así como Él es casa, así ordenó que también fuese casa lo que nacía de Él, y que de un tabernáculo naciese otro tabernáculo, de un edificio otro, y que lo fuese uno para el otro, y a veces. Él es tabernáculo porque nosotros vivimos en Él; nosotros lo somos porque Él mora en nosotros. «Y la rueda está en medio la rueda, y los animales en las ruedas y las ruedas en los animales», como Ezequiel escribía. Y están en Cristo ambas las ruedas, porque en Él está la divinidad del Verbo y la humanidad de su carne, que contiene en sí la universidad de todas las criaturas ayuntadas y hechas una, en la forma que otras veces he dicho.

La tercera letra de Dabar es la R, que, conforme al mismo doctor San Jerónimo, tiene significación de cabeza o principio; y Cristo es principio por propiedad. Y Él mismo se llama principio en el Evangelio, porque en Él se dio principio a todo, porque, como muchas veces decimos, es el original de ellas, que no solamente demuestra su razón, y figura su ser, sino que les da el ser y la sustancia haciéndolas. Y es principio también, porque en todos los linajes de preeminencias y de bienes tiene Él la preeminencia y el lugar más aventajado, o, por decir la verdad, en todos los bienes es Él la cabeza de aquel bien, y como la fuente de donde mana y se deriva y se comunica a los demás que lo tienen. Como escribe San Pablo, «que es el principio y que en todo tiene las primerías.» Porque en la orden del ser, Él es el principio de quien les viene el ser a los otros; y en el orden del buen ser, Él mismo es la cabeza que todo lo gobierna y reforma. Pues en el vivir, Él es el Manantial de la vida; en el resucitar, el primero que resucita su carne, y el que es virtud para que las demás resuciten; en la gloria, el Padre y el océano de ella; en los reyes, el Rey de todos, y en los sacerdotes, el Sacerdote sumo que jamás desfallece; entre los fieles, su Pastor; en los ángeles, su Príncipe; en los rebeldes o ángeles o hombres, su Señor poderoso; y finalmente, Él es el principio por donde quiera que le miremos.

Y aun también la R significa (según el mismo doctor) el espíritu. Que aunque es nombre que conviene a todas las tres Personas, y que se apropia al Espíritu Santo por señalar la manera como se espira y procede, pero dícese Cristo espíritu, demás de lo común, por cierta particularidad y razón: lo uno, porque el ser esposo del alma es cosa que se atribuye al Verbo, y el alma es espíritu, y así conviene que Él lo sea y se lo llame, para que sea alma del alma y espíritu del espíritu; lo otro, porque, en el ayuntamiento que con ella tiene, guarda bien las leyes y la condición del espíritu: que se va y se viene, y se entra y se sale, sin que sepáis cómo ni por dónde, como San Bernardo, hablando de sí mismo, lo dice con maravilloso regalo. Y quiero referir sus palabras para que gustéis su dulzura. «Confieso, dice, que el Verbo ha venido a mí muchas veces, aunque no es cordura el decirlo. Mas con haber entrado veces en mí, nunca sentí cuándo entraba. Sentíle estar en mi alma, acuérdome que le tuve conmigo, y alguna vez pude sospechar que entraría, mas nunca le sentí ni entrar ni salir. Porque, ni aun ahora puedo alcanzar de dónde vino cuando me vino, ni adónde se fue cuando me dejó, ni por dónde entró o salió de mi alma, conforme a aquello que dice: No sabréis de dónde viene ni adónde se va. Y no es cosa nueva, porque Él es a quien dicen: Y la huella de tus pisadas no será conocida. Verdaderamente Él no entró por los ojos, porque no es sujeto a color; ni tampoco por los oídos, porque no hizo sonido; ni menos por las narices, porque no se mezcló con el aire; ni por la boca, porque ni se bebe ni se come; ni con el tacto le sentí, porque no es tal que se toca. ¿Por dónde, pues, entró? O, por ventura, no entró, porque no vino de fuera, que no es cosa alguna de las que están por de fuera. Mas ni tampoco vino de dentro de mí, porque es bueno, y yo sé que en mí no hay cosa que buena sea. Subí, pues, sobre mí, y hallé que este Verbo aún estaba más alto. Descendí debajo de mí, inquisidor curioso, y también hallé que aún estaba más abajo. Si miré a lo de afuera, vile aún más fuera que todo ello. Si me volvía para dentro, halléle dentro también. Y conocí ser verdad lo que había leído: Que vivimos en Él, y nos movemos en Él, y somos en Él. Y dichoso aquel que a Él vive y se mueve. Mas preguntará alguno: Si es tan imposible alcanzarle y entenderle sus pasos, ¿de dónde sé yo que estuvo presente en mi alma? Porque es eficaz y vivo este Verbo, y así, luego que entró, despertó mi alma que se dormía. Movió y ablandó y llagó mi corazón, que estaba duro y de piedra y mal sano. Comenzó luego a arrancar y a deshacer, y a edificar y a plantar, a regar lo seco y a resplandecer en lo oscuro, a traer lo torcido a derechez y a convertir las asperezas en caminos muy llanos, de arte que bendicen al Señor mi alma y todas mis entrañas a su santísimo Nombre. Así que, entrando el Verbo esposo algunas veces a mí, nunca me dio a conocer que entraba con ningunas señas; no con voz, no con figura, no con sus pasos.

»Finalmente, no me fue notorio por ningunos movimientos suyos, ni por ningunos sentidos míos el habérseme lanzado en lo secreto del pecho. Solamente, como he dicho, de lo que el corazón me bullía entendí su presencia. De que huían los vicios, y los afectos camales se detenían, conocía la fuerza de su poder. De que traía a luz mis secretos, y los discutía y redargüía, me admiré de la alteza de su sabiduría. De la enmienda de mis costumbres, cualquiera que ella sea, experimenté la bondad de su mansedumbre. De la renovación y reformación del espíritu de mi alma, esto es, del hombre interior, percibí como pude la hermosura de su belleza. Y de la vista de todo esto juntamente, quedé asombrado de la muchedumbre de sus grandezas sin cuento. Mas porque todas estas cosas, luego que el Verbo se aparta, como cuando quitan el fuego a la olla que hierve, comienzan con una cierta flaqueza a caerse torpes y frías, y por aquí, como por señal, conocía yo su partida, fuerza es que mi alma quede triste, y lo esté hasta que otra vez vuelva y torne, como solía, a calentarse mi corazón en mí mismo, y conozca yo así su tornada.» Esto es de Bernardo.

Por manera que el nombre Dabar en cada una de sus letras significa alguna propiedad de las que Cristo tiene. Y si juntamos las letras en sílabas, con las sílabas lo significa mejor; porque las que tiene son dos, da y bar, que juntamente quieren decir el Hijo, o éste es el hijo, que, como Juliano ahora decía, es lo propio de Cristo, y a lo que el Padre aludió cuando, desde la nube y en el monte de la gloria, de Cristo dijo a los tres escogidos discípulos: «Este es mi Hijo», que fue como decir: Es Dabar, es el que nació eterna e invisiblemente de Mí, nacido ahora rodeado de carne y visible.

Y como haya muchos nombres que significan el hijo en la lengua de esta palabra, a ella con misterio le cupo este sólo, que es bar que tiene origen de otra palabra que significa el sacar a luz y el criar, porque se entienda que el hijo que dice y que significa este nombre es hijo que saca a luz y que cría; o, si lo podemos decir así, es hijo que ahija a los hijos y que tiene la filiación en sí de todos. Y aun si leemos al revés este nombre, nos dirá también alguna maravilla de Cristo. Porque bar, vuelto y leído al contrario es rab; y rab es muchedumbre y ayuntamiento, o amontonamiento de muchas cosas excelentes en una, que es puntualmente lo que vemos en Cristo, según que es Dios y según que es Hombre. Porque en su divinidad están las ideas y las razones de todo, y en su humanidad las de todos los hombres, como ayer en sus lugares se dijo.

Mas vengamos a todo el nombre junto por sí, y veamos lo que significa, ya que hemos dicho lo que nos dicen sus partes; que no son menos maravillosas las significaciones de todo él que las de sus letras y sílabas. Porque Dabar en la Sagrada Escritura dice muchas y diferentes grandezas. Que lo primero, Dabar significa el Verbo que concibe el entendimiento en sí mismo, que es una como imagen entera e igual de la cosa que entiende. Y Cristo, en esta manera, es Dabar, porque es la imagen que de sí concibe y produce, cuando se entiende, su Padre. Y Dabar significa también la palabra que se forma en la boca, que es imagen de lo que el ánimo esconde. Y Cristo también es Dabar así, porque no solamente es imagen del Padre escondida en el Padre y para solos sus ojos, sino es imagen suya para todos, e imagen que nos le representa a nosotros, e imagen que le saca a luz y que le imprime en todas las cosas que cría. Por donde San Pablo convenientemente le llama «sello del Padre», así por que el Padre se sella en Él y se dibuja del todo, como porque imprime Él como sello, en todo lo que cría y repara, la imagen de Él que en sí tiene. Y Dabar también significa la ley y la razón, y lo que pide la costumbre y el estilo, y, finalmente, el deber en lo que se hace, que son todas cualidades de Cristo, que es, según la divinidad, la razón de las criaturas, y el orden de su compostura y su fábrica, y la ley por quien deben ser medidas, así en las cosas naturales como en las que exceden lo natural, y es el estilo de la vida y de las obras de Dios, y el deber a que tienen de mirar todas las cosas que no quieren perderse, porque lo que todas hacer deben es el allegarse a Cristo y el figurarse de Él y el ajustarse siempre con Él.

Y Dabar también significa el hecho señalado que de otro procede, y Cristo es la más alta cosa que procede de Dios, y en lo que el Padre enteramente puso sus fuerzas, y en quien se traspasó y comunicó cabalmente. Y, si lo debemos decir así, es la grandísima hazaña y la única hazaña del Padre, preñada de todas las demás grandezas que el Padre hace, porque todas las hace por Él. Y así es luz nacida de luz, y fuente de todas las luces, y sabiduría de sabiduría nacida, y manantial de todo el saber, y poderío y grandeza y excelencia, y vida e inmortalidad, y bienes sin medida ni cuenta, y abismo de noblezas inmensas, nacidas de iguales noblezas y engendradoras de todo lo poderoso y grande y noble que hay. Y Dabar dice todo esto que he dicho, porque significa todo lo grande y excelente y digno de maravilla que de otro procede. Y significa también (y con esto concluyo) cualquiera otra cosa de ser, y por la misma razón el ser mismo y la realidad de las cosas; y así, Cristo debidamente es llamado por nombre propio Dabar, porque es la cosa que más es de todas las cosas, y el ser primero y original de donde les mana a las criaturas su ser, su sustancia, su vida, su obra.

Y esto cuanto a Dabar. Que justo es que digamos ya de Jesús, que, como decimos, también es nombre de Cristo propio, y que le conviene según la parte que es Hombre. Porque así como Dabar es nombre propio suyo según que nace de Dios, por razón de que este nombre solo, con sus muchas significaciones, dice de Cristo lo que otros muchos nombres juntos no dicen, así Jesús es su propio nombre según la naturaleza humana que tiene, porque, con una significación y figura que tiene sola, dice la manera del ser de Cristo Hombre, y toda su obra y oficio, y le representa y significa más que otro ninguno. A lo cual mirará todo lo que desde ahora dijere.

Y no diré del número de las letras que tiene este nombre, ni de la propiedad de cada una de ellas por sí, ni de la significación singular de cada una, ni de lo que vale en razón de aritmética, ni del número que resulta de todas, ni del poder ni de la fuerza que tiene este número, que son cosas que las consideran algunos y sacan misterios de ellas, que yo no condeno; mas déjolas, porque muchos las dicen, y porque son cosas menudas y que se pintan mejor que se dicen. Sola una cosa de estas diré, y es que el original de este nombre Jesús, que es Jehosuah, como arriba dijimos, tiene todas las letras de que se compone el nombre de Dios, que llaman de cuatro letras, y demás de ellas tiene otras dos.

Pues, como sabéis, el nombre de Dios, de cuatro letras, que se encierra en este nombre, es nombre que no se pronuncia, o porque son vocales todas, o porque no se sabe la manera de su sonido, o por la religión y respeto que debemos a Dios, o porque, como yo algunas veces sospecho, aquel nombre y aquellas letras hacen la señal con que el mudo que hablar no puede, o cualquiera que no osa hablar, significa su afecto mudez con un sonido rudo y desatado y que no hace figura, que llamamos interjección en latín, que es una voz tosca, y, como si dijésemos, sin rostro y sin facciones ni miembros. Que quiso Dios dar por su nombre a los hombres la señal y el sonido de nuestra mudez, para que entendiésemos que no cabe Dios ni en el entendimiento ni en la lengua, y que el verdadero nombrarle es confesarse la criatura por muda todas las veces que le quisiere nombrar, y que el embarazo de nuestra lengua y el silencio nuestro, cuando nos levantamos a Él, es su nombre y loor, como David lo decía. Así que es nombre inefable y que no se pronuncia este nombre.

Mas, aunque no se pronuncia en sí, ya veis que en el nombre de Jesús, por razón de dos letras que se le añaden, tiene pronunciación clara y sonido formado y significación entendida, para que acontezca en el nombre lo mismo que pasó en Cristo, y para que sea, como dicho tengo, retrato el nombre del ser. Porque, por la misma manera, en la persona de Cristo se junta la divinidad con el alma y con la carne del hombre; y la palabra divina, que no se leía, junta con estas dos letras, se lee, y sale a luz lo escondido, hecho conversable y visible, y es Cristo un Jesús, esto es, un ayuntamiento de lo divino y humano, de lo que no se pronuncia y de lo que pronunciarse puede, y es causa que se pronuncie lo que se junta con ello. Mas en esto no pasemos de aquí, sino digamos ya de la significación del nombre de Jesús, cómo él conviene a Cristo, y cómo es sólo de Cristo, y cómo abraza todo lo que de Él se dice, y las muchas maneras como esta significación le conviene.

Jesús, pues, significa salvación o salud; que el ángel así lo dijo. Pues si se llama salud Cristo, cierto será que lo es; y, si lo es, que lo es para nosotros, porque para sí no tiene necesidad de salud el que en sí no padece falta, ni tiene miedo de padecerla. Y si para nosotros Cristo es Jesús y salud, bien se entiende que tenemos enfermedad nosotros, para cuyo remedio se ordena la salud de Jesús. Veamos, pues, la cualidad de nuestro estado miserable, y el número de nuestras flaquezas, y los daños y males nuestros, que de ellos conoceremos la grandeza de esta salud y su condición, y la razón que tiene Cristo para que el nombre Jesús, entre tantos nombres suyos, sea su propio nombre.

El hombre, de su natural, es movedizo y liviano y sin constancia en su ser, y, por lo que heredó de sus padres, es enfermo en todas las partes de que se compone su alma y su cuerpo. Porque en el entendimiento tiene oscuridad, y en la voluntad flaqueza, y en el apetito perversa inclinación, y en la memoria olvido, y en los sentidos, en unos engaño y en otros fuego, y en el cuerpo muerte, y desorden entre todas estas cosas que he dicho, y disensiones y guerra, que le hacen ocasionado a cualquier género de enfermedad y de mal. Y lo que peor es, heredó la culpa de sus padres, que es enfermedad en muchas maneras, por la fealdad suya que pone, y por la luz y la fuerza de la gracia que quita, y porque nos enemista con Dios, que es fiero enemigo, y porque nos sujeta al demonio y nos obliga a penas sin fin. A esta culpa común añade cada uno las suyas, y, para ser del todo miserables, como malos enfermos, ayudamos el mal, y nos llamamos la muerte con los excesos que hacemos. Por manera que nuestro estado, de nuestro nacimiento, y por la mala elección de nuestro albedrío, y por las leyes que Dios contra el pecado puso, y por las muchas cosas que nos convidan siempre a pecar, y por la tiranía cruel y el cetro durísimo que el demonio sobre los pecadores tiene, es infelicísimo y miserable estado sobre toda manera, por dondequiera que le miremos. Y nuestra enfermedad no es una enfermedad, sino una suma sin número de todo lo que es doloroso y enfermo.

El remedio de todos estos males es Cristo, que nos libra de ellos en las formas que ayer y hoy se ha dicho en diferentes lugares; y porque es el remedio de todo ello, por eso es y se llama Jesús, esto es, salvación y salud. Y es grandísima salud, porque la enfermedad es grandísima; y nómbrase propiamente de ella, porque, como la enfermedad es de tantos senos y enramada con tantos ramos, todos los demás oficios de Cristo, y los nombres que por ellos tiene, son como partes que se ordenan a esta salud, y el nombre de Jesús es el todo, según que todo lo que significan los otros nombres, o es parte de esta salud que es Cristo, y que Cristo hace en nosotros, o se ordena a ella, o se sigue de ella por razón necesaria.

Que si es llamado Pimpollo Cristo, y si es, como decíamos, el parto común de las cosas, ellas sin duda le parieron para que fuese su Jesús y salud. Y así Isaías, cuando les pide que lo paran y que lo saquen a luz, y les dice: «Rociad, cielos, desde lo alto, y vosotras, nubes, lloved al justo», luego dice el fin para que le han de parir, porque añade: «Y tú, tierra, fructificarás la salud.» Y si es Faces de Dios, eslo porque es nuestra salud, la cual consiste en que nos asemejemos a Dios y le veamos, como Cristo lo dice: «Esta es la vida eterna, conocerte a Ti y a tu Hijo.» Y también si le llamamos Camino y si le nombramos Monte, es camino porque es guía, y es monte porque es defensa; y cierto es que no nos fuera Jesús si no nos fuera guía y defensa, porque la salud ni se viene a ella sin guía ni se conserva sin defensa.

Y de la misma manera es llamado Padre del siglo futuro, porque la salud que el hombre pretende no se puede alcanzar si no es engendrado otra vez. Y así, Cristo no fuera nuestro Jesús si primero no fuera nuestro engendrador y nuestro padre. También es Brazo y Rey de Dios y Príncipe de paz: brazo para nuestra libertad, rey y príncipe para nuestro gobierno; y lo uno y lo otro, como se ve, tienen orden a la salud: lo uno que se le presupone, y lo otro que la sustenta. Y así, porque Cristo es Jesús, por el mismo caso es brazo y es rey. Y lo mismo podemos decir del nombre de Esposo; porque no es perfecta la salud sola y desnuda si no la acompaña el gusto y deleite. Y esta es la causa por que Cristo, que es perfecto Jesús nuestro, es también nuestro esposo, conviene a saber, es el deleite del alma y su compañía dulce, y será también su marido, que engendrará de ella y en ella generación casta y noble y eterna, que es cosa que nace de la salud entera, y que de ella se sigue. De arte que, diciendo que se llama Cristo Jesús, decimos que es esposo y rey, y príncipe de paz y brazo, y monte y padre, y camino y pimpollo; y es llamarle, como también la Escritura le llama, pastor y oveja, hostia y sacerdote, león y cordero, vid, puerta, médico, luz, verdad y sol de justicia, y otros nombres así.

Porque si es verdaderamente Jesús nuestro, como lo es, tiene todos estos oficios y títulos, y, si le faltaran, no fuera Jesús entero ni salud cabal, así como nos es necesaria. Porque nuestra salud, presupuesta la condición de nuestro ingenio, y la cualidad y muchedumbre de nuestras enfermedades y daños, y la corrupción que había en nuestro cuerpo, y el poder que por ella tenía en nuestra alma el demonio, y las penas a que la condenaban sus culpas, y el enojo y la enemistad contra nosotros de Dios, no podía hacerse ni venir a colmo si Cristo no fuera pastor que nos apacentara y guiara, y oveja que nos alimentara y vistiera, y hostia que se ofreciera por nuestras culpas, y sacerdote que interviniera por nosotros y nos desenojara a su Padre, y león que despedazara al león enemigo, y cordero que llevara sobre sí los pecados del mundo, y vid que nos comunicara su jugo, y puerta que nos metiera en el cielo, y médico que curara mil llagas, y verdad que nos sacara de error, y luz que nos alumbrara los pies en la noche de esta vida oscurísima, y, finalmente, sol de justicia que en nuestras almas, ya libres por Él, naciendo en el centro de ellas, derramara por todas las partes de ellas sus lucidos rayos para hacerlas claras y hermosas. Y así el nombre de Jesús está en todos los nombres que Cristo tiene, porque todo lo que en ellos hay se endereza y encamina a que Cristo sea perfectamente Jesús. Como escribe bien San Bernardo, diciendo:

«Dice Isaías: Será llamado admirable, consejero, Dios, fuerte, padre del siglo futuro, príncipe de paz. Ciertamente, grandes nombres son éstos; mas ¿qué se ha hecho del nombre que es sobre todo nombre, el nombre de Jesús, a quien se doblan todas las rodillas? Sin duda hallarás este nombre en todos estos nombres que he dicho, pero derramado por cierta manera, porque de él es lo que la Esposa amorosa dice: Ungüento derramado tu nombre. Porque de todos estos nombres resulta un nombre, Jesús, de manera que no lo fuera ni se lo llamara si alguno de ellos le faltara por caso. ¿Por ventura cada uno de nosotros no ve en sí, y en la mudanza de sus voluntades, que se llama Cristo admirable? Pues eso es ser Jesús. Porque el principio de nuestra salud es, cuando comenzamos a aborrecer lo que antes amábamos, dolernos de lo que nos daba alegría, abrazarnos con lo que nos ponía temor, seguir lo que huíamos, y desear con ansia lo que desechábamos con enfado. Sin duda, admirable es quien hace tan grandes maravillas. Mas conviene que se muestre también consejero en el escoger de la penitencia y en el ordenar de la vida, porque acaso no nos lleve el celo demasiado, ni le falte prudencia al buen deseo. Pues también es menester que experimentemos que es Dios, conviene a saber, en el perdonar lo pasado, porque no hay sin este perdón salud, ni puede nadie perdonar pecados sino es sólo Dios. Mas ni aun esto basta para salvarnos, si no se nos mostrare ser fuerte, defendiéndonos de quien nos guerrea, para que no venzan los antiguos deseos, y sea peor que lo primero lo postrero. ¿Paréceos que falta algo para quien es, por nombre y por oficio, Jesús? Sin duda faltara una cosa muy grande, si no se llamara y si no fuera padre del siglo futuro, para que engendre y resucite a la vida sin fin a los que somos engendrados para la muerte de los padres de este presente siglo. Ni aun esto bastara si, como príncipe de paz, no nos pacificara a su Padre, a quien hará entrega del reino.»

De lo cual todo, San Bernardo concluye que los nombres que Cristo tiene son todos necesarios para que se llame enteramente Jesús, porque, para ser lo que este nombre dice, es menester que tenga Cristo y que haga lo que significan todos los otros nombres. Y así, el nombre de Jesús es propio nombre suyo entre todos. Y es suyo propio también porque, como el mismo Bernardo dice, no le es nombre postizo, sino nacido nombre, y nombre que le trae embebido en el ser; porque, como diremos en su lugar, su ser de Cristo es Jesús, porque todo cuanto en Cristo hay es salvación y salud. La cual, demás de lo dicho, quiso Cristo que fuese su nombre propio para declararnos su amor. Porque no escogió para nombrarse ningún otro título suyo de los que no miran a nosotros, teniendo tantas grandezas en sí, cuanto es justo que tenga en quien, como San Pablo dice, reside de asiento y como corporalmente toda la riqueza divina, sino escogió para su nombre propio lo que dice los bienes que en nosotros hace y la salud que nos da, mostrando clarísimamente lo mucho que nos ama y estima, pues de ninguna de sus grandezas se precia ni hace nombre sino de nuestra salud.

Que es lo mismo que a Moisés dijo en el Éxodo cuando le preguntaba su nombre, para poder decir a los hijos de Israel que Dios le enviaba; porque dice allí así: «De esta manera dirás a los hijos de Israel: El Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abraham y Dios de Isaac y Dios de Jacob, me envía a vosotros; que éste es mi nombre para siempre, y mi apellido en la generación de las generaciones.» Dice que es su nombre Dios de Abraham, por razón de lo que hasta ahora ha hecho y hará siempre por sus hijos de Abraham, que son todos los que tienen su fe. Dios que nace de Abraham, que gobierna a Abraham, que lo defiende, que lo multiplica, que lo repara y redime y bendice, esto es, Dios que es Jesús de Abraham.

Y dice que este nombre es el nombre propio suyo, y el apellido que Él más ama, y el título por donde quiere ser conocido y de que usa y usará siempre, y señaladamente en la generación de las generaciones, esto es, en el renacer de los hombres nacidos y en el salir a la luz de la justicia los que habían ya salido a esta visible luz llenos de miseria y de culpa, porque en ellos propiamente, y en aquel nacimiento, y en lo que le pertenece y se le sigue, se muestra Cristo a la clara Jesús. Y como en el monte (cuando Moisés subió a ver la gloria de Dios, porque Dios le había prometido mostrársela, cuando le puso en el hueco de la peña, y le cubrió con la mano y le pasó por delante), cuanto mostró a Moisés de sí lo encerró en estas palabras que le dijo: «Yo soy amoroso entrañablemente, compasivo, ancho de narices, sufrido y de mucha espera, grande en perdón, fiel y leal en la palabra, que extiendo mis bienes por mil generaciones de hombres.» Como diciendo que su ser es misericordia, y de lo que se precia es piedad, y que sus grandezas y perfecciones se resumen en hacer bien, y que todo cuanto es y cuanto quiere ser es blandura y amor. Así, cuando se mostró visible a los ojos, no subiendo nosotros al monte, sino descendiendo Él a nuestra bajeza, todo lo que de sí nos descubre es Jesús. Jesús es su ser, Jesús son sus obras, y Jesús es su nombre, esto es, piedad y salud.

Más. Quiso Cristo tomar por nombre propio a la salud, que es Jesús, porque salud no es un solo bien, sino una universalidad de bienes innumerables. Porque en la salud están las fuerzas, y la ligereza del movimiento, y el buen parecer, y la habla agradable, y el discurso entero de la razón, y el buen ejercicio de todas las partes y de todas las obras del hombre. El bien oír, el buen ver y la buena dicha y la industria, la salud la contiene en sí misma. Por manera que salud es una preñez de todos los bienes. Y así, porque Cristo es esta preñez verdaderamente, por eso este nombre es el que más le conviene, porque Cristo, así como en la divinidad es la idea y el tesoro y la fuente de todos los bienes, conforme a lo que poco ha se decía, así, según la humanidad, tiene todos los reparos y todas las medicinas y todas las saludes que son menester para todos.

Y así, es bien y salud universal, no sólo porque a todos hace bien, ni solamente porque tiene en sí la salud que es menester para todos los males, sino también porque en cada uno de los suyos hace todas las saludes y bienes. Porque, aunque entre los justos hay grados, así en la gracia que Dios les da como en el premio que les dará de la gloria, pero ninguno de ellos hay que no tenga por Cristo no sólo todos los reparos que son necesarios para librarse del mal, sino también todos los bienes que son menester para ser ricos perfectamente. Esto es, que no hay de ellos ninguno a quien al fin Jesús no les dé salud perfecta en todas sus potencias y partes, así en el alma y sus fuerzas, como en el cuerpo y sus sentidos.

Por manera que en cada uno hace todas las saludes que en todos, limpiando la culpa, dando libertad del tirano, rescatando del infierno, vistiendo con la gracia, comunicando su mismo espíritu, enviando sobre ellos su amparo, y, últimamente, resucitando y glorificando los sentidos y el cuerpo. Y lo uno y lo otro (las muchas saludes que Cristo hace en cada uno de los suyos, y la copia universal que en sí tiene de salud Jesús), dice David maravillosamente en el verso cuarto del Salmo ciento nueve, que yo declaré ayer por una manera, y vos, Juliano, poco ha lo declarasteis en otra; y consintiéndolas la letra todas, admite también la tercera, porque le podemos muy bien leer así: «Tu pueblo, noblezas en aquel día; tu ejército, noblezas en los resplandores santos; que más que el vientre y más que la mañana hay en Ti rocío de tu nacimiento.»

Porque dice que en el día que amanecerá cuando se acabare la noche de este Siglo oscurísimo -que es verdaderamente día porque no camina a la noche, y día porque resplandecerá en Él la verdad, y así será día de resplandores santísimos, porque el resplandor de los justos, que ahora se esconde en su pecho de ellos, saldrá a luz entonces y se descubrirá en público, y les resplandecerá por los ojos y por la cara y por todos los sentidos del cuerpo-, pues en aquel día, que es día, todo el pueblo de Cristo será noblezas. Que llama pueblo de Cristo a los justos solos, porque en la Escritura ellos son los que se llaman pueblo de Dios, dado que Cristo es universal Señor de todas las cosas.

Y a los mismos que llama pueblo, llama después ejército o escuadrón, o, puntualmente, como suena la letra original, poderío de Cristo, según que en el español antiguo llamaban poderes al ayuntamiento de gentes de guerra. Y llama a los justos así, no porque ellos hacen a Cristo poderoso, como en la tierra los muchos soldados hacen poderosos los reyes, sino porque son prueba del grandísimo poder de Cristo todos juntos y cada uno por sí: del poder, digo, de su virtud, y de la eficacia de su espíritu, y de la fuerza de sus manos no vencidas, con que los sacó de la postrera miseria a la felicidad de la vida.

Pues este pueblo y escuadrón de Cristo lucido, dice que todo es noblezas; porque cada uno de ellos es no una nobleza, sino muchas noblezas; no una salud, sino muchas saludes, por razón de las no numerables saludes que Cristo en ellos pone por su nobleza infinita, cercándolos de salud y levantando por todas sus almenas de ellos señal de victoria. Lo cual puede bien hacer Jesucristo por lo que se sigue, y es: que tiene en sí rocío de su nacimiento, más que vientre y más que aurora. Porque rocío llama la eficacia de Cristo y la fuerza del espíritu que da, que en las divinas Letras suele tener nombre de agua; y llámale rocío de nacimiento, porque hace con él que nazcan los suyos a la buena vida y a, la dichosa vida; y nómbrale su nacimiento, porque lo hace Él, y porque, naciendo ellos en Él, Él también nace en ellos. Y dice: «Más que vientre y más que aurora», para significar la eficacia, y la copia de este rocío. La eficacia, como diciendo que con el rocío de Jesús, que en sí tiene, saca los suyos a luz de vida bienaventurada, muy más presto y muy más cierto que sale el sol al aurora, o que nace el parto maduro del vientre lleno. Y la copia, de esta manera: que tiene Cristo en sí más rocío de Jesús, para serlo, que cuanto llueve por las mañanas el cielo, y cuanto envían las fuentes y sus manantiales, que son como el vientre donde se conciben y de donde salen las aguas. Y así son, como suena la palabra original, la madre de ellas. Y, en castellano, la canal por donde el río corre, decimos que es la madre del río.

Pero vamos más adelante. La salud es un bien que consiste en proporción y en armonía de cosas diferentes, y es una como música concertada que hacen entre sí los humores del cuerpo. Y lo mismo es el oficio que Cristo hace, que es otra causa por que se llama Jesús. Porque no solamente, según la divinidad, es la armonía y la proporción de todas las cosas, mas también según la humanidad es la música y la buena correspondencia de todas las partes del mundo.

Que dice así el Apóstol que «pacifica con su sangre, así lo que está en el cielo como lo que reside en la tierra.» Y en otra parte dice también que quitó de por medio la división que había entre los hombres y Dios, y en los hombres entre sí mismos, unos con otros, los gentiles con los judíos, y que hizo de ambos uno. Y por lo mismo es llamado «piedra (en el Salmo) puesta en la cabeza del ángulo.» Porque es la paz de todo lo diferente, y el nudo que ata en sí lo visible con lo que no se ve, y lo que concierta en nosotros la razón y el sentido, y es la melodía acordada y dulce sobre toda manera, a cuyo santo sonido todo lo turbado se aquieta y compone. Y así es Jesús con verdad.

Demás de esto, llámase Cristo Jesús y Salud, para que por este su nombre entendamos cuál es su obra propia y lo que hace señaladamente en nosotros; esto es, para que entendamos en que consiste nuestro bien y nuestra santidad y justicia, y lo que hemos de pedirle que nos dé, y esperar de Él que nos lo dará. Porque así como la salud en el enfermo no está en los refrigerantes que le aplican por defuera, ni en las epítimas que en el corazón le ponen, ni en los regalos que para su salud ordenan los que le aman y curan, sino consiste en que, dentro de él, sus cualidades y humores, que excedían el orden, se compongan y se reduzcan a templanza debida, y, hecho esto en lo secreto del cuerpo, luego, lo que parece de fuera, sin que se le aplique cosa alguna, se templa y cobra su buen parecer y su color conveniente, así es salud Cristo, porque el bien que en nosotros hace es como esta salud: bien propiamente, no de sola apariencia ni que toca solamente en la sobrehaz y en el cuero, sino bien secreto y lanzado en las venas, y metido y embebido en el alma, y bien, no que solamente pinta las hojas, sino que propia y principalmente mundifica la raíz y la fortifica. Por donde decía bien el Profeta: «Regocíjate, hija de Sión, derrama loores, porque el Santo de Israel está en medio de ti.» Esto es, no alderredor de ti, sino dentro de tus entrañas, en tus tuétanos mismos, en el meollo de tu corazón, y verdaderamente de tu alma en el centro.

Porque su obra propia de Cristo es ser salud y Jesús, conviene a saber, componer entre sí y con Dios las partes secretas del alma, concertar sus humores e inclinaciones, apagar en ella el secreto y arraigado fuego de sus pasiones y malos deseos; que el componer por de fuera el cuerpo y la cara, y el ejercicio exterior de las ceremonias -el ayunar, el disciplinar, el velar, con todo lo demás que a esto pertenece-, aunque son cosas santas si se ordenan a Dios, así por el buen ejemplo que reciben de ellas los que las miran, como porque disponen y encaminan el alma para que Cristo ponga mejor en ella esta secreta salud y justicia que digo; mas la santidad formal y pura, y la que propiamente Cristo hace en nosotros, no consiste en aquello.

Porque su obra es salud, que consiste en el concierto de los humores de dentro, y esas cosas son posturas y refrigerantes o fomentaciones de fuera, que tienen apariencia de aquella salud y se enderezan a ella, mas no son ella misma como parece. Y, como ayer largamente decíamos, todas esas son cosas que otros muchos, antes de Cristo y sin Él, las supieron enseñar a los hombres y los indujeron a ellas, y les tasaron lo que habían de comer, y les ordenaron la dieta, y les mandaron que se lavasen y ungiesen, y les compusieron los ojos, los semblantes, los pasos, los movimientos; mas ninguno de ellos puso en nosotros salud pura y verdadera que sanase lo secreto del hombre y lo compusiese y templase, sino sólo Cristo que por esta causa es Jesús.

¡Qué bien dice acerca de esto el glorioso Macario! «Lo propio, dice, de los cristianos no consiste en la apariencia y en el traje y en las figuras de fuera, así como piensan muchos, imaginándose que para diferenciarse de los demás les bastan estas demostraciones y señales que digo, y, cuanto a lo secreto del alma y a sus juicios, pasa en ellos lo que en los del mundo acontece, que padecen todo lo que los demás hombres padecen, las mismas turbaciones de pensamientos, la misma inconstancia, las desconfianzas, las angustias, los alborotos. Y diferéncianse del mundo en el parecer y en la figura del hábito y en unas obras exteriores bien hechas; mas en el corazón y en el alma están presos con las cadenas del suelo, y no gozan en lo secreto, ni de la quietud que da Dios ni de la paz celestial del espíritu, porque ni ponen cuidado en pedírsela, ni confían que le placerá dársela. Y ciertamente la nueva criatura, que es el cristiano perfecto y verdadero, en lo que se diferencia de los hombres del siglo es en la renovación del espíritu y en la paz de los pensamientos y afectos, en el amar a Dios y en el deseo encendido de los bienes del cielo, que esto fue lo que Cristo pidió para los que en Él creyesen: que recibiesen estos bienes espirituales. Porque la gloria del cristiano, y su hermosura y su riqueza, la del cielo es, que vence lo que se puede decir, y que no se alcanza sino con trabajo y con sudor y con muchos trances y pruebas, y principalmente con la gracia divina.» Esto es de San Macario.

Que es también aviso nuestro, que, por una parte, nos enseña a conocer en las doctrinas y caminos de vivir que se ofrecen, si son caminos y enseñanzas de Cristo; y, por otra, nos dice, y como pone delante de los ojos, el blanco del ejercicio santo y aquello a que hemos de aspirar en él, sin reposar hasta que lo consigamos. Que cuanto a lo primero, de las enseñanzas y caminos de vida, hemos de tener por cosa certísima que la que no mirare a este fin de salud, la que no tratare de desarraigar del alma las pasiones malas que tiene, la que no procurare criar en el secreto de ella orden, templanza, justicia, por más que de fuera parezca santa, no es santa, y por más que se pregone de Cristo, no es de Cristo; porque el nombre de Cristo es Jesús y Salud, y el oficio de ésta es sobresanar por de fuera. La obra de Cristo propia es renovación del alma y justicia secreta; la de ésta son apariencias de salud y justicia. La definición de Cristo es ungir, quiero decir que Cristo es lo mismo que unción, y de la unción es ungir, y la unción y el ungir es cosa que penetra a los huesos, y este otro negocio que digo es embarnizar, y no ungir. De sólo Cristo es el deshacer las pasiones; esto no las deshace, antes las sobredora con colores y demostraciones de bien. ¿Qué digo no deshace? Antes vela con atención sobre ellas, para, en conociendo a do tiran, seguirlas y cebarlas y encaminarlas a su provecho. Así que la doctrina o enseñamiento que no hiciere, cuanto en sí es, esta salud en los hombres, si es cierto que Cristo se llama Jesús, porque la hace siempre, cierto será que no es enseñamiento de Cristo.

Dijo Sabino aquí:

-También será cierto, Marcelo, que no hay en esta edad en la Iglesia enseñamientos de la cualidad que decís.

-Por cierto lo tengo, Sabino -respondió Marcelo-, mas halos habido y puédelos haber cada día, y, por esta causa, es el aviso conveniente.

-Sin duda conveniente -dijo Juliano- y necesario. Porque si no lo fuera, no nos apercibiera Cristo en el Evangelio, como nos apercibe, acerca de los falsos profetas; porque falsos profetas son los maestros de estos caminos, o, por decir lo que es, esos mismos enseñamientos vacíos de verdad son los profetas falsos, por de fuera como ovejas en las apariencias buenas que tienen, y, dentro, robadores lobos por las pasiones fieras que dejan en el alma como en su cueva.

-Y ya que no haya ahora -tomó Marcelo a decir- mal tan desvengonzado como ese, pero sin duda hay algunas cosas que tiran a él y le parecen. Porque, decidme, Sabino, ¿no habréis visto alguna vez, u oído decir, que, para inducir al pueblo a limosna, algunos les han ordenado que hagan alarde y se vistan de fiesta y, con pífano y tambor, y disparando los arcabuces en competencia los unos de los otros, vayan a hacerla? Pues esto ¿qué es sino seguir el humor vicioso del hombre, y no desarraigarle la mala pasión de vanidad, sino aprovecharse de ella y dejársela más asentada, dorándosela con el bien de la limosna de fuera? ¿Qué es sino atender agudamente a que los hombres son vanos, y amigos de presunción, e inclinados a ser loados y aparecer más que los otros, porque son así, no irles a la mano en estos sus malos siniestros, ni procurar librarlos de ellos, ni apurarles las almas reduciéndolas a la salud de Jesús, sino sacar provecho de ellos para interés nuestro o ajeno, y dejárselos más fijos y firmes? Que no porque mira a la limosna, que es buena, es justo y bueno poner en obra, y traer a ejecución, y arraigar más con el hecho la pasión y vanidad de la estima misma que vivía en el hombre. Ni es tanto el bien de la limosna que se hace como es el daño que se recibe en la vanidad de nuestro pecho, y en el fruto que se pierde, y en la pasión que se pone por obra. Y, por el mismo caso, se afirma más, y queda no solamente más arraigada, sino, lo que es mucho peor, aprobada y como santificada con el nombre de piedad, y con la autoridad de los que inducen a ello, que a trueque de hacer por de fuera limosneros los hombres, los hacen más enfermos en el alma de dentro, y más ajenos de la verdadera salud de Cristo: que es contrario derechamente de lo que pretende Jesús, que es salud.

Y, aunque pudiéramos señalar otros ejemplos, bástenos por todos los semejantes el dicho, y vengamos a lo segundo que dije, que Cristo, llamándose Jesús y Salud, nos demuestra a nosotros el único y verdadero blanco de nuestra vida y deseo. Que es más claramente decir que, pues el fin del cristiano es hacerse uno con Cristo, esto es, tener a Cristo en sí, transformándose en Él, y pues Cristo es Jesús, que es salud, y pues la salud no es el estar vendado o fomentado o refrescado por de fuera el enfermo, sino el estar reducidos a templada armonía los humores secretos, entienda el que camina a su bien que no ha de parar antes que alcance esta santa concordia del alma, porque, hasta tenerla, no conviene que él se tenga por sano, esto es, por Jesús. Que no ha de parar, aunque haya aprovechado en el ayuno, y sepa bien guardar el silencio, y nunca falte a los cantos del coro, y aunque ciña el cilicio, y pise sobre el hielo desnudos los pies, y mendigue lo que come y lo que viste paupérrimo, si entre esto bullen las pasiones en él, si vive el viejo hombre y enciende sus fuegos, si se atufa en el alma la ira, si se hincha la vanagloria, si se ufana el propio contento de sí, si arde la mala codicia; finalmente, si hay respetos de odios, de envidias, de pundonores, de emulación y de ambición. Que si esto hay en él, por mucho que le parezca que ha hecho y que ha aprovechado en los ejercicios que referí, téngase por dicho que aún no ha llegado a la salud, que es Jesús.

Y sepa y entienda que ninguno, mientras que no sanó de esta salud, entra en el cielo ni ve la clara vista de Dios. Como dice San Pablo: «Amad la paz y la santidad, sin la cual no puede ninguno ver a Dios.» Por tanto, despierte el que así es, y conciba ánimo fuerte, y puestos los ojos en este blanco que digo y esperando en Jesús, alargue el paso a Jesús. Y pídale a la Salud que le sea salud, y en cuanto no lo alcanzare, no cese ni pare, sino, como dice de sí San Pablo, «Olvidando lo pasado y extendiendo con el deseo las manos a lo porvenir, corra y vuele a la corona que les está puesta delante.»

Pues qué, ¿es malo el ayuno, el cilicio, la mortificación exterior? No es sino bueno; mas es bueno como medicinas que ayudan, pero no como la misma salud; bueno como emplastos, pero como emplastos que ellos mismos son testigos que estamos enfermos; bueno como medio y camino para alcanzar la justicia, pero no como la misma justicia; bueno unas veces como causas, y otras como señales de ánimo concertado o que ama el concierto, pero no como la misma santidad y concierto del ánimo. Y como no es ella misma, acontece algunas veces que se halla sin ella, y es entonces hipocresía y embuste, a lo menos es inútil y sin fruto sin ella.

Y como debemos condenar a los herejes que condenan contra toda la razón esta muestra de santidad exterior, la cual ella en sí es hermosa y dispone el alma para su verdadera hermosura, y es agradable a Dios y merecedora del cielo cuando nace la hermosura de dentro; así, ni más ni menos, debemos avisar a los fieles que no está en ella el paradero de su camino, ni menos es su verdadero caudal, ni su justicia, ni su salud; la que de veras sana y ajusta su alma, y la que es necesaria para la vida que siempre dura, y la que, finalmente, es propia obra de Cristo Jesús. Que sería negocio de lástima que, caminando a Dios, por haber parado antes de tiempo, o por haber hecho hincapié en lo que sólo era paso, se hallasen sin Dios a la postre; y, proponiéndose llegar a Jesús, por no entender qué es Jesús, se hallasen miserablemente abrazados con Solón o con Pitágoras, o, cuando más, con Moisés; porque Jesús es salud, y la salud es la justicia secreta y la compostura del alma que, luego que reina en ella, echa de sí rayos que resplandecen de fuera, y serenan y componen y hermosean todos los movimientos y ejercicios del cuerpo.

Y como es mentira y error tener por malas, o por no dignas de premio, estas observancias de fuera, así también es perjuicio y engaño pensar que son ellas mismas la pura salud de nuestra alma, y la justicia que formalmente nos hace amables en los ojos de Dios, que esa propiamente es Jesús, esto es, la salud que derechamente hace dentro de nosotros, y no sin nosotros, Jesús. Que es lo que hemos dicho, y por quien San Pablo, hablando de Cristo, dice que «fue determinado ser hijo de Dios en fortaleza, según el espíritu de la santificación en la resurrección de los muertos de Jesucristo.» Que es como si más extendidamente dijera que el argumento cierto y la razón y señal propia por donde se conoce que Jesús es el verdadero Mesías, Hijo de Dios prometido en la ley, como se conoce por su propia definición una cosa, es porque es Jesús; esto es, por la obra de Jesús que hizo, que era obra reservada por Dios, y por su ley y profetas, para sólo el Mesías. Y ésta ¿qué fue? Su poderío, dice, y fortaleza grande. Mas ¿en que la ejercitó y declaró? En el espíritu, dice, de la santificación; conviene a saber: en que santifica a los suyos, no en la sobrehaz y corteza de fuera, sino con vida y espíritu. Lo cual se celebra en la resurrección de los muertos de Jesucristo, esto es, se celebra resucitando Cristo sus muertos, que es decir, los que murieron en Él cuando Él murió en la cruz, a los cuales Él después, resucitado, comunica su vida. Que como la muerte que en Él padecimos es causa que muera nuestra culpa cuando, según Dios, nacemos, así su resurrección, que también fue nuestra, es causa que, cuando muere en nosotros la culpa, nazca la vida de la justicia, como ayer mañana dijimos.

Así que, según que decía, el condenar la ceremonia es error, y el poner en ella la proa y la popa de la justicia es engaño. El medio de estos extremos es lo derecho, que la ceremonia es buena cuando sirve y ayuda a la verdadera santificación del alma, porque es provechosa, y cuando nace de ella es mejor porque es merecedora del cielo, mas que no es la pura y la viva salud que Cristo en nosotros hace, y porque se llama Jesús.

Digo más. No se llama Jesús así porque solamente hace la salud que decimos, sino porque es Él mismo esa salud. Porque aunque sea verdad, como de hecho lo es, que Cristo en los que santifica hace salud y justicia por medio de la gracia que en ellos pone asentada y como apegada en su alma, mas sin eso, como decíamos ayer, Él mismo, por medio de su espíritu, se junta con ella y, juntándose, la sana y agracia; y esa misma gracia que digo que hace en el alma, no es otra cosa sino como un resplandor que resulta en ella de su amable presencia. Así que Él mismo por sí, y no solamente por su obra y efecto, es la salud.

Dice bien San Macario. Y dice de esta manera: «Como Cristo ve que tú le buscas y que tienes en Él toda tu esperanza siempre puesta, acude luego Él y te da caridad verdadera, esto es, dásete a sí; que, puesto en ti, se te hace todas las cosas paraíso, árbol de vida, preciosa perla, corona, edificador, agricultor, compasivo, libre de toda pasión, hombre, Dios, vino, agua vital, oveja, esposo, guerrero y armas de guerra, y, finalmente, Cristo, que es todas las cosas en todos.» Así que el mismo Cristo abraza con nuestro espíritu el suyo y, abrazándose, le viste de sí, según San Pablo dice: «Vestíos de nuestro Señor Jesucristo.» Y, vistiéndole, le reduce y sujeta a sí mismo, y se cala por él totalmente.

Porque se debe advertir que, así como toda la masa es desalada y desazonada de suyo, por donde se ordenó la levadura que le diese sabor, a la cual con verdad podremos llamar, no sólo la sazonadora, sino la misma sazón de la masa, por razón de que la sazona no apartada de ella, sino junta con ella, adonde ella por sí cunde por la masa y la transforma y sazona, así, porque la masa de los hombres estaba toda dañada y enferma, hizo Dios un Jesús, digo una humana salud que, no solamente estando apartada, sino juntándose, fuese salud de todo aquello con quien se juntase y mezclase, y así Él se compara a levadura a sí mismo. De arte que, como el hierro que se enciende del fuego, aunque en el ser es hierro y no fuego en el parecer es fuego y no hierro, así Cristo, ayuntado conmigo y hecho totalmente señor de mí, me apura de tal manera de mis daños y males, y me incorpora de tal manera en sus saludes y bienes, que yo ya no parezco yo, el enfermo que era, ni de hecho soy ya el enfermo, sino tan sano, que parezco la misma salud que es Jesús.

¡Oh bienaventurada salud! ¡Oh Jesús dulce, dignísimo de todo deseo! ¡Si ya me viese yo, Señor, vencido enteramente de Ti! ¡Si ya cundieses, oh salud, por mi alma y mi cuerpo! ¡Si me apurases ya de mi escoria, de toda esta vejez! ¡Si no viniese, ni pareciese, ni luciese en mí sino Tú! ¡Oh, si ya no fuese quien soy! Que, Señor, no veo cosa en mí que no sea digna de aborrecimiento y desprecio. Casi todo cuanto nace de mí, son increíbles miserias; casi todo es dolor, imperfección, malatía y poca salud.

Y como en el libro de Job se escribe: «cada día siento en mí nuevas lástimas; y, esperando ver el fin de ellas, he contado muchos meses vacíos, y muchas noches dolorosas han pasado por mí. Cuando viene el sueño me digo: ¿si amanecerá mi mañana? Y cuando me levanto, y veo que no me amanece, alargo a la tarde el deseo. Y vienen las tinieblas, y vienen también mis ages y mis flaquezas, y mis dolores más acrecentados con ellas. Vestida está y cubierta mi carne de mi corrupción miserable; y de las torpezas del polvo que me compone, están ya secos y arrugados mis cueros. Veo, Señor, que se pasan mis días, y que me han volado mucho más que vuela la lanzadera en la tela; acabados casi los veo, y aún no veo, Señor, mi salud. Y si se acaban, acábase mi esperanza con ellos. Miémbrate, Señor, que es ligero viento mi vida, y que si paso sin alcanzar este bien, no volverán jamás mis ojos a verle. Si muero sin Ti, no me verán para siempre en descanso los buenos. Y tus mismos ojos, si los enderezares a mí, no verán cosa que merezca ser vista.» Yo, Señor, me desecho, me despojo de mí, me huyo y desamo, para que no habiendo en mí cosa mía, seas Tú sólo en mí todas las cosas: mi ser, mi vivir, mi salud, mi Jesús.

Y dicho esto, calló Marcelo, todo encendido en el rostro; y, suspirando muy sentidamente, tornó luego a decir:

-No es posible que hable el enfermo de la salud, y que no haga significación de lo mucho que le duele el verse sin ella. Así que me perdonaréis, Juliano y Sabino, si el dolor, que vive de continuo en mí, de conocer mi miseria, me salió a la boca ahora y se derramó por la lengua.

Y tornó a callar, y dijo luego:

-Cristo, pues, se llama Jesús porque Él mismo es salud; y no por esto solamente, sino también porque toda la salud es sólo Él. Porque siempre que el nombre que parece común se da a uno por su nombre propio y natural, se ha de entender que aquel a quien se da tiene en sí toda la fuerza del nombre; como, si llamásemos a uno por su nombre Virtud, no queremos decir que tiene virtud como quiera, sino que se resume en él la virtud. Y por la misma manera, ser Salud el propio nombre de Cristo, es decir que es por excelencia salud, o que todo lo que es salud y vale para salud está en Él. Y como haya en la salud, según los sujetos, diferentes saludes (que una es la salud del alma y otra es la del cuerpo, y en el cuerpo tiene por sí salud la cabeza y el estómago y el corazón y las demás partes del hombre), ser Cristo por excelencia salud y nuestra salud, es decir que es toda la salud, y que Él todo es salud, y salud para todas enfermedades y tiempos. Es toda la salud porque, como la razón de la salud, según dicen los médicos, tiene dos partes (una que la conserva y otra que la restituye; una que provee lo que la puede tener en pie, otra que receta lo que la levanta si cae); y como así la una como la otra tienen dos intenciones solas a que enderezan como a blanco sus leyes: aplicar lo bueno y apartar lo dañoso; y como en las cosas que se comen para salud, unas son para que críen sustancia en el cuerpo, y otras para que le purguen de sus malos humores; unas que son mantenimiento, otras que son medicina; así esta salud, que llamamos Jesús, porque es cabal y perfecta salud, puso en sí estas dos partes juntas: lo que conserva la salud, y lo que la restituye cuando se pierde; lo que la tiene en pie, y lo que la levanta caída; lo que cría buena sustancia, y lo que purga nuestra ponzoña.

Y como es pan de vida, como Él mismo se llama, se quiso amasar con todo lo que conviene para estos dos fines: con lo santo, que hace vida, y con lo trabajoso y amargo, que purga lo vicioso. Y templóse y mezclóse, como si dijésemos, por una parte, de la pobreza, de la humildad, del trabajarse, del ser trabajado, de las afrentas, de los azotes, de las espinas, de la cruz, de la muerte (que cada cosa para el suyo, y todas son tósigo para todos los vicios), y, por otra parte, de la gracia de Dios, y de la sabiduría del cielo, y de la justicia santa, y de la rectitud, y de todos los demás dones del Espíritu Santo, y de su unción abundante sobre toda manera, para que, amasado y mezclado así, y compuesto de todos aquestos simples, resultase de todos un Jesús de veras y una salud perfectísima que allegase lo bueno y apartase lo malo, que alimentase y purgase. Un Pan verdaderamente de vida, que, comido por nosotros con obediencia y con viva fe, y pasado a las venas, con lo amargo desarraigase los vicios y con lo santo arraigase la vida. De arte que, comidas en Él sus espinas, purgasen nuestra altivez; y sus azotes, tragados en Él por nosotros, nos limpiasen de lo que es muelle y regalo; y su cruz, en Él comida de mí, me apurase del amor de mí mismo; y su muerte, por la misma manera, diese fin a mis vicios. Y al revés, comiendo en Él su justicia, se criase justicia en mi alma, y, traspasando a mi estómago su santidad y gracia, se hiciese en mí gracia y santidad verdadera, y naciese en mí sustancia del cielo, que me hiciese hijo de Dios, comiendo en Él a Dios hecho hombre, que, estando en nosotros, nos hiciese a la manera que es Él, muertos al pecado y vivos a la justicia, y nos fuese verdadero Jesús.

Así que es Jesús porque es toda la salud. Es también Jesús porque es salud todo Él. Son salud sus palabras; digo, son Jesús sus palabras, son Jesús sus obras, su vida es Jesús y su muerte es Jesús. Lo que hizo, lo que pensó, lo que padeció, lo que anduvo, vivo, muerto, resucitado, subido y asentado en el cielo, siempre y en todo es Jesús. Que con la vida nos sana y con la muerte nos da salud, con sus dolores quita los nuestros, y, como Isaías dice, «Somos hechos sanos con sus cardenales.» Sus llagas son medicina del alma, con su sangre vertida se repara la flaqueza de nuestra virtud. Y no sólo es Jesús y Salud con su doctrina, enseñándonos el camino sano y declarándonos el malo y peligroso, sino también con el ejemplo de su vida y de sus obras hace lo mismo. Y no sólo con el ejemplo de ellas nos mueve al bien y nos incita y nos guía, sino con la virtud saludable que sale de ellas, que la comunica a nosotros, nos aviva y nos despierta y nos purga y nos sana.

Llámase, pues, con justicia Jesús, quien, todo Él, por dondequiera que se mire, es Jesús. Que como del árbol de quien San Juan en el Apocalipsis escribe se dice que estaba plantado por ambas partes de la ribera del río de agua viva que salía de la silla de Dios y de su cordero, y que sus hojas eran para salud de las gentes, así esta santa humanidad, arraigada a la corriente del río de las aguas vivas, que son toda la gracia del Espíritu Santo, y regada y cultivada con ellas, y que rodea sus riberas por ambas partes, porque las abraza y contiene en sí todas, no tiene hoja que no sea Jesús, que no sea vida, que no sea remedio de males, que no sea medicina y salud.

Y llevaba también este árbol, como San Juan allí dice, doce frutas, en cada mes del año la suya, porque, como decíamos, es Jesús y Salud, no para una enfermedad sola, o para una parte de nosotros enferma, o para una sazón o tiempo tan solamente, sino para todo accidente malo, para toda llaga mortal, para toda apostema dolorosa, para todo vicio, para todo sujeto vicioso, ahora y en todo tiempo es Jesús. Que no solamente nos sana el alma perdida, mas también da salud al cuerpo enfermo y dañado. Y no los sana solamente de un vicio, sino de cualquiera vicio que haya habido en ellos, o que haya, los sana. Que a nuestra soberbia es Jesús, con su caña por cetro; y con su púrpura, por escarnio vestida, para nuestra ambición es Jesús. Su cabeza, coronada con fiera y desapiadada corona, es Jesús en nuestra mala inclinación al deleite; y sus azotes y todo su cuerpo dolorido, en lo que en nosotros es carnal y torpe, es Jesús. Eslo, para nuestra codicia, su desnudez; para nuestro coraje, su sufrimiento admirable; para nuestro amor propio, el desprecio que siempre hizo de sí.

Y así la Iglesia, enseñada del Espíritu Santo y movida por Él, en el día en que cada año representa la hora cuando esta Salud se sazonó para nosotros en el lugar de la cruz, como presentándola delante de Dios y mostrándosela enclavada en el leño, y conociendo lo mucho que esta ofrenda vale y lo mucho que puede delante de Él, ¿qué bien o qué merced no le pide? Pídele, como por derecho, salud para el alma y para el cuerpo. Pídele los bienes temporales y los bienes eternos. Pídele para los papas, los obispos, los sacerdotes, los clérigos, para los reyes y príncipes, para cada uno de los fieles según sus estados. Para los pecadores penitencia, para los justos perseverancia, para los pobres amparo, para los presos libertad, para los enfermos salud, para los peregrinos viaje feliz y vuelta con prosperidad a sus casas.

Y porque todo es menos de lo que puede y merece esta Salud, aun para los herejes, aun para los paganos, aun para los judíos ciegos que la desecharon, pone la Iglesia delante de los ojos de Dios a Jesús muerto, y hecho vida en la cruz para que les sea Jesús. Por lo cual la esposa, en los Cantares, le llama racimo de copher, diciendo de esta manera: «Racimo de copher mi Amado a mí en las viñas de Engadí.» Y ordenó, a lo que sospecho, la providencia de Dios que no supiésemos de copher qué árbol era o qué planta, para que, dejándonos de la cosa, acudiésemos al origen de la palabra, y así conociésemos que copher, según aquello de donde nace, significa aplacamiento y perdón y satisfacción de pecados. Y, por consiguiente, entendiésemos con cuánta razón le llama racimo de copher a Cristo la Esposa, diciéndonos en ello por encubierta manera que no es una salud Cristo sola, ni un remedio de males particular, ni una limpieza o un perdón de pecados de un solo linaje, sino que es un racimo que se compone, como de granos, de innumerables perdones, de innumerables remedios de males, de saludes sin número, y que es un Jesús en quien cada una cosa de las que tiene es Jesús. ¡Oh salud, oh Jesús, oh medicina infinita! Pues es Jesús el nombre propio de Cristo, porque sana Cristo y porque sana consigo mismo, y porque es toda la salud, y porque sana todas las enfermedades del hombre, y en todos los tiempos y con todo lo que en sí tiene, porque todo es medicinal y saludable, y porque todo cuanto hace es salud.

Y por llegar a su punto toda esta razón, decidme, Sabino: ¿vos no entendéis que todas las criaturas tienen su principio de nada?

-Entiendo -dijo Sabino- que las crió Dios con la fuerza de su infinito poder, sin tener sujeto ni materia de qué hacerlas.

-¿Luego -dice Marcelo- ninguna de ellas tiene de su cosecha y en sí alguna cosa que sea firme y maciza, quiero decir, que tenga de sí, y no recibido de otro, el ser que tiene?

-Ninguna -respondió Sabino-, sin duda.

-Pues decidme -replicó luego Marcelo-: ¿puede durar en un ser el edificio que o no tiene cimientos o tiene flacos cimientos?

-No es posible -dijo Sabino- que dure.

-Y no tiene cimiento de ser, macizo y suyo, ninguna de las cosas criadas -añadió luego Marcelo-; luego todas ellas, cuanto de sí es, amenazan caída y, por decir lo que es, caminan cuanto es de suyo al menoscabo y al empeoramiento, y, como tuvieron principio de nada, vuélvense, cuanto es de su parte, a su principio y descubren la mala lista de su linaje, unas deshaciéndose del todo, y otras empeorándose siempre. ¿Qué se dice en el libro de Job? De los ángeles dice: «Los que le sirven no tuvieron firmeza, y en sus ángeles halló torcimiento.» De los hombres añade: «Los que moran en casas de lodo, y cuyo apoyo es de tierra, se consumirán de polilla.» Pues de los elementos y cielos, David: «Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra, y son obras de tus manos los cielos; ellos perecerán y Tú permanecerás, y se envejecerán todos, como se envejece una capa.» En que, como vemos, el Espíritu Santo condena a caída y a menoscabo de su ser a todas las criaturas. Y no solamente da la sentencia, sino también demuestra que la causa de ello es, como decimos, el mal cimiento que todas tienen. Porque si dice de los ángeles que se torcieron y que caminaron al mal, también dice que les vino de que su ser no era del todo firme. Y si dice de los hombres que se consumen, primero dijo que eran sus cimientos de tierra. Y los cielos y tierra, si dice que envejecen, dice también cómo se envejecen, que es como el paño, de la polilla que en ellos vive, esto es, de la flaqueza de su nacimiento y de la mala raza que tienen.

-Todo es como decís, Marcelo -dijo Sabino-; mas decidnos lo que queréis decir por todo ello.

-Dirélo -respondió-, si primero os preguntare: ¿No asentamos ayer que Dios crió todas las criaturas, a fin de que viviese en ellas y de que luciese algo de su bondad?

-Así se asentó -dijo Sabino.

-Pues -añadió Marcelo- si las criaturas, por la enfermedad de su origen, forcejan siempre por volverse a su nada y, cuanto es de suyo, se van empeorando y cayendo para que dure en ellas la bondad de Dios, para cuya demostración las crió, necesario fue que ordenase Dios alguna cosa que fuese como el reparo de todas y su salud general, en cuya virtud durase todo el bien, y lo que enfermase, sanase. Y así lo ordeno, que, como engendró desde la eternidad al Verbo, su Hijo, que como ahora se decía, es la traza viva y la razón y el artificio de todas las criaturas, así de cada una por sí como de todas juntas, y como por Él las trajo a la luz y las hizo así cuando le pareció, y en el tiempo que Él consigo ordenado tenía, le engendró otra vez hecho hombre Jesús, o hizo hombre Jesús en el tiempo, aquel a quien por toda la eternidad comunica el ser Dios, para que Él mismo, que era la traza y el artífice de todo según que es Verbo de Dios, fuese, según que es hombre, hecho una persona con Dios, el reparo y la medicina, y la restitución y la salud de todas las cosas; y para que Él mismo, que por ser, según su naturaleza divina, el artificio general de las criaturas, se llama, según aquella parte, en hebreo Dabar, y en griego Logos, y en castellano Verbo y Palabra, ese mismo, por ser, según la naturaleza humana que tiene, la medicina y el restaurativo universalmente de todo, sea llamado Jesús en hebreo, y en romance Salud.

De manera que en Jesucristo, como en fuente o como en océano inmenso, está atesorado todo el ser y todo el buen ser: toda la sustancia del mundo; y, porque se daña de suyo, y para cuando se daña, todo el remedio y todo el Jesús de esa misma sustancia; toda la vida y todo lo que puede conservar eternamente la vida sana y en pie. Para que, como decía San Pablo, «en todo tenga las primerías», y sea «el alfa y el omega, el principio y el fin»; el que las hizo primero, y el que, deshaciéndose ellas y corriendo a la muerte, las sana y repara. Y, finalmente, está encerrado en Él el Verbo y Jesús, esto es, la vida general de todos y la salud de la vida. Porque de hecho es así, que no solamente los hombres, mas también los ángeles que en el cielo moran, reconocen que su salud es Jesús; a los unos sanó, que eran muertos, y a los otros dio vigor para que no muriesen.

Esto hace con las criaturas que tienen razón, y a las demás que no la tienen les da los bienes que pueden tener; porque su cruz lo abraza todo, y su sangre limpia lo clarifica, y su humanidad santa lo apura, y por Él tendrán nuevo estado y nuevas cualidades, mejores que las que ahora tienen, los elementos y cielos, y es en todos y para todos Jesús. Y de la manera que ayer, al principio de estas razones, dijimos que todas las cosas, las sensibles y las que no tienen sentido, se criaron para sacar a luz este parto (que dijimos ser parto de todo el mundo común, y que se nombra por esta causa Fruto o Pimpollo), así decimos ahora que el mismo para cuyo parto se hicieron todas, fue hecho, como en retorno, para reparo y remedio de todas ellas, y que por esto le llamamos la Salud y el Jesús.

Y para que, Sabino, admiréis la sabiduría de Dios: para hacer Dios a las criaturas no hizo hombre a su Hijo, mas hízole hombre para sanarlas y rehacerlas. Para que el Verbo fuese el artífice bastó sólo ser Dios, mas para que fuese el Jesús y la salud convino que también fuese hombre. Porque para hacerlas, como no las hacía de alguna materia o de algún sujeto que se le diese -como el escultor hace la estatua del mármol que le dan, y que él no lo hace-, sino que, como decíais, la fuerza sola de su no medido poder las sacaba todas al ser, no se requería que el artífice se midiese y se proporcionase al sujeto, pues no le había. Y, como toda la obra salía solamente de Dios, no hubo para qué el Verbo fuese más que sólo Dios para hacerla; mas para reparar lo ya criado y que se desataba de suyo, porque el reparo y la medicina se hacía en sujeto que era, fue muy conveniente, y conforme a la suave orden de Dios necesario, que el reparador se avecinase a lo que reparaba y que se proporcionase con ello, y que la medicina que se ordenaba fuese tal, que la pudiese actuar el enfermo, y que la Salud y el Jesús, para que lo fuese a las cosas criadas, se pusiese en una naturaleza criada que, con la persona del Verbo junta, hiciese un Jesús. De arte que una misma persona en dos naturalezas distintas, humana y divina, fuese criador en la una y médico y redentor y salud en la otra; y el mundo todo, como tiene un Hacedor general, tuviese también una salud general de sus daños, y concurriesen en una misma persona este formador y reformador, esta vida y esta salud de vida, Jesús.

Y como en el estado del paraíso, en que puso Dios a nuestros primeros padres, tuvo señalados dos árboles, uno que llamó del saber y otro que servía al vivir, de los cuales en el primero había virtud de conocimiento y de ciencia, y en el segundo fruta que, comida, reparaba todo lo que el calor natural gasta continuamente la vida; y como quiso que comiesen los hombres de éste, y del otro del saber no comiesen, así en este segundo estado, en un supuesto mismo, tiene puestas Dios estas dos maravillosísimas plantas: una del saber, que es el Verbo, cuyas profundidades nos es vedado entenderlas, según que se escribe: «Al que escudriñare la majestad, hundirálo la gloria»; y otra del reparar y del sanar, que es Jesús, de la cual comeremos, porque la comida de su fruta y el incorporar en nosotros su santísima carne, se nos manda, no sólo no se nos veda. Que Él mismo lo dice: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida.» Que como sin la luz del sol no se ve, porque es fuente general de la luz, así sin la comunicación de este grande Jesús, de este que es salud general, ninguno tiene salud.

Él es Jesús nuestro en el alma, Él lo es en el cuerpo, en los ojos, en las palabras, en los sentidos todos, y sin este Jesús no puede haber en ninguna cosa nuestra Jesús; digo, no puede haber salud que sea verdadera salud en nosotros. En los casos prósperos, tenemos Jesús en Jesús, en lo miserable y adverso, tenemos Jesús en Jesús; en el vivir, en el morir, tenemos Jesús en Jesús. Que, como diversas veces se ha dicho, cuando nacemos en Dios por Jesús, nacemos sanos de culpas; cuando, después de nacidos, andamos y vivimos en Él, Él mismo nos es Jesús para los rastros que el pecado deja en el alma; cuando perseveramos viviendo, Él también extiende su mano saludable y la pone en nuestro cuerpo malsano, y templa sus infernales ardores, y lo mitiga y desencarna de sí, y casi le transforma en espíritu. Y finalmente, cuando nos deshace la muerte, Él no desampara nuestras cenizas, sino, junto y apegado con ellas, al fin les es tan Jesús, que las levanta y resucita, y, las viste de vida que ya no muere, y de gloria que no fallece jamás.

Y tengo por cierto que el profeta David, cuando compuso el Salmo ciento dos, tenía presente a esta salud universal en su alma; porque, lleno de la grandeza de esta imagen de bien, y no le cabiendo en el pecho el gozo de que contemplarla sentía, y considerando las innumerables saludes que esta salud encerraba, y mirando en una tan sobrada y no merecida merced la piedad infinita de Dios con nosotros, reventándole el alma en loores, habla con ella misma y convídala a lo que es su deseo, a que alabe al Señor y le engrandezca, y le dice: «Bendice, oh alma mía, al Señor.» Di bienes de Él, pues Él es tan bueno. Dale palabras buenas, siquiera en retorno de tantas obras suyas tan buenas. Y no te contentes con mover en mi boca la lengua y con enviarle palabras que diga, sino tómate en lenguas tú y haz que tus entrañas sean lenguas, y no quede en ti parte que no derrame loor: lo público, lo secreto, lo que se descubre y lo íntimo; que, por mucho que hablen, hablarán mucho menos de lo que se debe hablar. Salga de lo hondo de tus entrañas la voz, para que quede asentada allí y como esculpida perpetuamente su causa; hablen los secretos de tu corazón loores de Dios para que quede en él la memoria de las mercedes que debe a Dios, a quien loa, para que jamás se olvide de los retornos de Dios, de las formas diferentes, con que responde a tus hechos. Tú te convertías en nada, y Él hizo nueva orden para darte su ser. Tú eras pestilencia de ti y ponzoña para tu misma salud, y Él ordenó una salud, un Jesús general contra toda tu pestilencia y ponzoña; Jesús, que dio a todos tus pecados perdón; Jesús, que medicinó todos los ages 111 y dolencias que en ti de ellos quedaron; Jesús, que, hecho deudo tuyo, por el tanto de su vida sacó la tuya de la sepultura; Jesús, que tomando en sí carne de tu linaje, en ella libra a la tuya de lo que corrompe la vida; Jesús, que te rodea toda apiadándose de ti toda; Jesús, que en cada parte tuya halla mucho que sanar, y que todo lo sana; Jesús y salud, que no solamente da la salud, sino salud blanda, salud que de tu mal se enternece, salud compasiva, salud que te colma de bien tus deseos, salud que te saca de la corrupción de la huesa, salud que, de lo que es su grande piedad y misericordia, te compone premio y corona; salud, finalmente, que hinche de sus bienes tu arreo, que enjoya con ricos dones de gloria tu vestidura, que glorifica, vuelto a vida, tu cuerpo; que le remoza y le renueva y le resplandece y le despoja de toda su flaqueza y miseria vieja, como el águila se despoja y remoza.

Porque dice: Dios, a la fin, es deshacedor de agravios y gran hacedor de justicias. Siempre se compadece de los que son saqueados, y les da su derecho; que si tú no merecías merced, el engaño con que tu ponzoñoso enemigo te robó tus riquezas, voceaba delante de él por remedio. Desde que lo vio se determinó remediarlo, y les manifestó a Moisés y a los hijos de su amado Israel su consejo, el ingenio de su condición, su voluntad y su pecho, y les dijo: soy compasivo y clemente, de entrañas amorosas y pías, largo en sufrir, copioso en perdonar; no me acelera el enojo, antes el hacer bienes y misericordias me acucia; paso con ancho corazón mis ofensas, no me doy a manos en el derramar mis perdones; que no es de mí el enojarme continuo, ni el barajar siempre con vosotros no me puede aplacer. Así lo dijiste, Señor, y así se ve por el hecho que no has usado con nosotros conforme a nuestros pecados, ni nos pagas conforme a nuestras maldades. Cuan lejos de la tierra está el cielo, tan alto se encumbra la piedad de que usas con los que por suyo te tienen. Ellos son tierra baja, mas tu misericordia es el cielo. Ellos esperan como tierra seca su bien, y ella llueve sobre ellos sus bienes. Ellos, como tierra, son viles; ella, como cosa del cielo, es divina. Ellos perecen como hechos de polvo; ella como el cielo es eterna. A ellos que están en la tierra los cubren, y los oscurecen las nieblas; ella, que es rayo celestial, luce y resplandece por todo. En nosotros se inclina lo pesado como en el centro; mas su virtud celestial nos libra de mil pesadumbres. Cuanto se extiende la tierra y se aparta el nacimiento del sol de su poniente, tanto alejaste de los hombres sus culpas. Habíamos nacido en el poniente de Adán; traspusístenos, Señor, en tu Oriente, Sol de justicia. Como padre que ha piedad de sus hijos, así, Tú, deseoso de darnos largo perdón, en tu Hijo te vestiste para con nosotros de entrañas de padre. Porque, Señor, como quien nos forjaste, sabes muy bien nuestra hechura cuál sea. Sabes, y no lo puedes olvidar; muy acordado estás que soy polvo. Como yerba de heno son los días del hombre: nace, y sube, y florece, y se marchita corriendo. Como las flores ligeras parece algo, y es nada; promete de sí mucho, y para en un flueco que vuela; tócale a malas penas el aire, y perece sin dejar rastro de sí.

Mas cuanto son más deleznables los hombres, tanto tu misericordia, Señor, persevera más firme. Ellos se pasan, mas tu misericordia sobre ellos dura desde un siglo hasta otro siglo y por siempre. De los padres pasa a los hijos y de los hijos a los hijos de ellos, y de ellos, por continua sucesión, en sus descendientes, los que te temen, los que guardan el concierto que hiciste, los que tienen en sus mientes tus fueros. Porque tienes tu silla en el cielo, de donde lo miras; porque la tienes afirmada en él, para que nunca te mudes; porque tu reino gobierna todos los reinos, para que todo lo puedas. Bendígante, pues, Señor, todas las criaturas, pues eres de todas ellas Jesús. Tus ángeles te bendigan: tus valerosos, tus valientes ejecutores de tus mandamientos, tus alertos a oír lo que mandas; tus ejércitos te bendigan, tus ministros que están prestos y aprestados para tu gusto. Todas las obras tuyas te alaben; todas cuantas hay por cuanto se extiende tu imperio, y con todas ellas, Señor, alábete mi alma también.

Y como dice en otro lugar: Busqué para alabarte nuevas maneras de cantos. No es cosa usada, ni siquiera hecha otra vez la grandeza tuya que canta; no la canté por la forma que suele. Hiciste Salud de tu brazo, hiciste de tu Verbo Jesús; lo que es tu poder, lo que es tu mano derecha y tu fortaleza, hiciste que nos fuese medicina blanda y suave. Sacaste hecho Jesús a tu Hijo en los ojos de todos; pusístelo en público. Justificaste para con todo el mundo tu causa. Nadie te argüirá de que nos permitiste caer, pues nos reparaste tan bien. Nadie se te querellará de la culpa, para quien supiste ordenar tan gran medicina. ¡Dichoso, si se puede decir, el pecar que nos mereció tal Jesús!

Y esto llegue hasta aquí. Vos, Sabino, justo es que rematéis esta plática como soléis.

Y calló, y Sabino dijo:

-El remate que conviene, vos le habéis puesto, Marcelo, con el salmo que habéis referido; lo que suelo haré yo, que es deciros los versos.

Y dijo luego:



Alaba, ¡oh alma!, a Dios; y todo cuanto
    encierra en sí tu seno
celebre con loor su nombre santo,
   de mil grandezas lleno.

Alaba, ¡oh alma!, a Dios, y nunca olvide
   ni borre tu memoria
sus dones, en retorno a lo que pide
    tu torpe y fea historia.

Que Él solo por sí solo te perdona
   tus culpas y maldades,
cura lo herido y desencona
    de tus enfermedades.

Él mismo de la huesa, a la luz bella
    restituyó tu vida;
cercóla con su amor, y puso en ella
    riqueza no creída.

Y en eso que te viste y te rodea
    también pone riqueza;
así renovarás lo que te afea,
    cual águila en belleza.

Que al fin hizo justicia y dio derecho
    al pobre saqueado;
tal es su condición, su estilo y hecho,
   según lo ha revelado.

Manifestó a Moisés sus condiciones
    en el monte subido;
lo blando de su amor y sus perdones
    a su pueblo escogido.

Y dijo: «Soy amigo, y amoroso,
    soportador de males;
muy ancho de narices, muy piadoso
    con todos los mortales.»

No riñe, y no se amansa; no se aíra,
    y dura siempre airado.
No hace con nosotros ni nos mira
    conforme a lo pecado.

Mas cuanto al suelo vence, y cuanto excede
    el cielo reluciente,
su amor tanto se encumbra, y tanto puede
    sobre la humilde gente.

Cuan lejos de do nace el sol, fenece
    el soberano vuelo,
tan lejos de nosotros desparece
    por su perdón el duelo.

Y con aquel amor que el padre cura
    sus hijos regalados,
la vida tu piedad y el bien procura
    de tus amedrentados.

Conoces a la fin que es polvo y tierra
   el hombre, y torpe lodo;
contemplas la miseria que en sí encierra,
    y le compone todo.

Es heno su vivir, es flor temprana,
    que sale y se marchita:
un flaco soplo, una ocasión liviana
    la vida y ser le quita.

La gracia del Señor es la que dura,
    y firme persevera,
la vida tu piedad, y el bien procura
    en quien en Él espera.

En los que su ley guardan y sus fueros
   con viva diligencia,
en ellos, en los nietos y herederos
    por larga descendencia.

Que así do se rodea el sol lucido
    estableció su asiento,
que ni lo que será, ni lo que ha sido,
    es de su imperio exento.

Pues lóente, Señor, los moradores
    de tu rica morada,
que emplean valerosos sus ardores
    en lo que más te agrada.

Y alábete el ejército de estrellas
    que en alto resplandecen,
que siempre en sus caminos claras, bellas,
    tus leyes obedecen.

Alábente tus obras todas cuantas
    la redondez contiene;
los hombres y los brutos y las plantas,
    y lo que las sostiene.

Y alábete con ellos noche y día
    también el alma mía.

Y calló.

Y con este fin, le tuvieron las pláticas De los nombres de Cristo, cuya es toda la gloria por los siglos de los siglos. Amén.