Escena
I
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DON NICOMEDES;
después, DON
PRUDENCIO, por el fondo.
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DON
NICOMEDES.- Mucho tarda. Pues yo ni resuelvo ni
aconsejo nada sin consultarle. Él es hombre de peso y de
mundo. Con tal que Carlos no llegue antes... (Mirando
el reloj; se pasea impaciente.) Ya lo dijo don
Prudencio y lo dijimos todos; pero la verdad es que no
creímos que fuera tan pronto.
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CRIADO.- (Por el fondo,
anunciando.) El señor don Prudencio.
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DON
NICOMEDES.- Que pase, que pase al instante.
(El CRIADO
sale; entra por el fondo DON
PRUDENCIO.) ¡Amigo don Prudencio!
¡Cuánto me alegro!
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DON
PRUDENCIO.- ¡Amigo don Nicomedes!...
¡Siempre tan famoso! Y la señora, tan buena,
¿eh? ¿Y los demás?...
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DON
NICOMEDES.- Todos perfectamente; es decir, bien de
salud, pero hay grandes novedades. Si ciertas cosas... pueden
llamarse novedades.
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DON
PRUDENCIO.- ¡Hola, hola! ¿Algo grave?
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DON
NICOMEDES.- Muy grave. Así es que, en cuanto
supe que había usted vuelto de su viaje...
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DON
PRUDENCIO.- ¡Gran viaje! Francia, Alemania,
Suiza, Italia... Año y medio. ¡Y qué movimiento
científico, qué actividad intelectual, qué
inmensa elaboración!... Pero, siga usted. Conque por
aquí...
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DON
NICOMEDES.- Sucesos muy tristes. Por eso
queríamos hablar con usted, conocer su opinión... Mi
mujer está indignada y afligida...
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DON
PRUDENCIO.- ¡Pobre señora!
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DON
NICOMEDES.- A la niña hemos tenido que mandarla
con su tía, porque era imposible que no se enterase..., y,
ya ve usted para las almas vírgenes hay cosas...
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DON
PRUDENCIO.- ¡Bien hecho! Hay que cuidar mucho el
ser purísimo que despierta del sueño de la inocencia.
Todo despertar es peligroso, señor don Nicomedes.
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DON
NICOMEDES.- ¡Pues en cuanto al pobre Anselmo...,
yo creo que le cuesta la vida! Pero siéntese usted,
siéntese usted, que el asunto es largo, difícil y
escabroso.
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DON
PRUDENCIO.- ¿Conque escabroso? Me lo figuraba.
¿Se trata de Carlos?
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DON
NICOMEDES.- De Carlos... y de su desdichada mujer.
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DON
PRUDENCIO.- Es decir, ¿que la calaverada dio
sus frutos?
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DON
NICOMEDES.- Y no de bendición, a Dios
gracias..., que yo sepa. Una complicación menos.
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DON
PRUDENCIO.- ¿De suerte que hemos tenido
complicaciones?
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DON
NICOMEDES.- ¿Complicaciones dice usted?
¡Escándalos, escándalos sin nombre!
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DON
PRUDENCIO.- Nombre ya tendrán, porque la
sociología, en la clasificación de los vicios
naturales, los tiene para todos los matices, desde los más
descoloridos hasta los de más encendida
coloración.
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DON
NICOMEDES.- Sí, señor; pero
¡qué nombre!
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DON
PRUDENCIO.- ¡Ah! Eso es distinto. Natural es que
la fonética tenga algo de onomatopeya; para los sentimientos
dulces, dulces sonidos; ásperas consonantes para las
asperezas de la vida. Prosiga, Mi buen amigo, que el nombre ya lo
sospecho.
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DON
NICOMEDES.- Bueno, es decir, malo. Ya llegaría
a noticia de usted que al fin y a la postre, se casaron Carlos y
Adelina.
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DON
PRUDENCIO.- Sí, algo supe, de un modo vago y
por manera indirecta. ¿Conque se casaron? Perfectamente.
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DON
NICOMEDES.- Al principio, sí, señor;
perfectamente. Carlos trabajaba con un ardor, con un entusiasmo...
¡Qué artículos, qué folletos, qué
discursos! Un campeón esforzadísimo de las ideas
modernas. Nada, que en un año se hizo célebre.
Además, su amigo, el opulento marqués de
Villa-Umbrosa, le saca diputado.
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DON
PRUDENCIO.- Me hago cargo: triunfos artificiales y
transitorios. Para el que no puede crear algo más
sólido, no están mal. Sí; el chico es, vamos
al decir, despierto, y si usted se empeña, brillante,
deslumbrador... Quizá poco fondo..., pero tampoco miden
muchas brazas de profundidad los que le aplauden.
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DON
NICOMEDES.- ¡Ay don Prudencio, no todos pueden
ser como usted!
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DON
PRUDENCIO.- Adelante; no hablemos de mí.
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DON
NICOMEDES.- Pues llegó el verano, y dijimos: a
veranear.
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DON
PRUDENCIO.- Naturalmente; si en el verano no se
veranea, ¿para cuándo quedan las excursiones
veraniegas?
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DON
NICOMEDES.- Pues por eso; y don Anselmo y Paquita, mi
mujer y yo y Adelina nos fuimos a Fuente-Cálida... Gran
establecimiento..., confortable..., a la moderna y muy de moda.
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DON
PRUDENCIO.- O he oído mal, o Carlos no
acompañó a su señora.
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DON
NICOMEDES.- No, señor; tenía que visitar
el distrito; y allá está todavía, sin
enterarse de nada. Pues, como digo, el Gran Hotel de
Fuente-Cálida... Dejamos el tren, tomamos dos coches y
fuimos a dar con...
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DON
PRUDENCIO.- ¿Con una piedra? ¿Un vuelco,
un accidente?
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DON
NICOMEDES.- No, señor; el vuelco fue más
tarde. Decía que fuimos a dar con una escogidísima
sociedad. Estaba Víctor, el amigo de don Anselmo; estaba el
marqués, el amigo de Carlos, y su señora; estaban...,
en fin, lo mejor de Madrid, desgraciadamente.
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DON
PRUDENCIO.- ¡Hombre! ¿A eso llama usted
una desgracia?
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DON
NICOMEDES.- Sí, señor; lo fue, porque
así el escándalo tuvo más resonancia.
¡Si hoy no se habla de otra cosa en la corte! ¡Como
Carlos es tan conocido! Hasta la Prensa, con los velos y las
iniciales de rúbrica, X, Y, Z, relata la indigna aventura
para regocijo de los aficionados y perversión de la moral y
de las buenas costumbres.
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DON
PRUDENCIO.- Perversas costumbres, sí,
señor. Pero ¿qué quiere usted? La falta de
ocupaciones serias. Yo, entre tanto, estudiando el universo-mundo,
procurando descubrir sus recónditos secretos, pugnando por
penetrar en... (VISITACIÓN se presenta en la
puerta de la derecha.) ¡Mi señora
doña Visitación!...
(Levantándose y yendo a su
encuentro.)
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VISITACIÓN.- ¡Amigo mío! Al
fin le tenemos con nosotros
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Escena
II
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VISITACIÓN,
DON NICOMEDES y
DON
PRUDENCIO.
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DON
PRUDENCIO.- ¡No pasan los años por usted!
Tan gallarda como siempre.
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VISITACIÓN.- Pues no será porque
me falten disgustos. ¿Le ha contado a usted Nicomedes...?
Bien, que usted ya sabría... No se habla de otra cosa.
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DON
PRUDENCIO.- No, señora. No he visto a nadie.
Sólo estuve en la Academia, y allí...
(Sonriendo.) Usted comprende... que de
otras cuestiones nos ocupamos.
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VISITACIÓN.- Ya, ya.
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DON
PRUDENCIO.- De forma que todo lo ignoraba, y, en
rigor, continúo ignorándolo.
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DON
NICOMEDES.- Pues bien: acabaré mi lastimosa
relación. Porque a don Prudencio hay que decírselo
todo, ¿verdad? (A su
mujer.)
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VISITACIÓN.- ¡Pues no faltaba
más (Se sientan todos.)
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DON
PRUDENCIO.- Quedamos en que llegaron todos ustedes a
Fuente-Cálida. ¿Son aguas sulfarosas? Y perdone usted
la interrupción.
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DON
NICOMEDES.- Sí, señor; sufurosas.
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DON
PRUDENCIO.- La temperatura será muy elevada,
¿eh?
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VISITACIÓN.- Mucho; ya lo creo.
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DON
PRUDENCIO.- Bien; siga usted.
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DON
NICOMEDES.- Adela causó sensación, como
ahora se dice. Todo el día rodeada de pollos... y de
señores formales. La verdad es que Adelina estaba
hermosísima, espléndida, deslumbradora, don
Prudencio, deslumbradora. ¡Qué cuerpo, qué
ojos, qué cabecita tan mona!...
(Entusiasmándose a pesar
suyo.)
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VISITACIÓN.- No tanto, hombre; no
exageres. ¿Ahora vas tú a entusiasmarte con
aquélla...? Estaba guapa; pero en mis tiempos las hubo mucho
más hermosas.
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DON
NICOMEDES.- Pero aquéllas... ya pasaron.
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VISITACIÓN.- Y Adela también
pasará.
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DON
PRUDENCIO.- ¿Y qué pasó con ser
tan bella Adelina?
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DON
NICOMEDES.- Lo que pasa siempre.
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VISITACIÓN.- Siempre, no. Hoy
estás fatal,. Mire usted, don Prudencio, lo diré yo,
porque éste no acabaría nunca. Sucedió que una
mañana, a eso de las cinco y media, cuando ya había
algunos bañistas en el jardín, se vio bajar... Causa
rubor el decirlo; yo no puedo con estas cosas; además, se
trata de mi sobrino, que es un loco, pero que no se lo
merecía... Vamos, Nicomedes, di tú lo que se vio
bajar.
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DON
NICOMEDES.- Pues, en plata: se vió bajar a un
caballerete por el balcón del cuarto de Adelina.
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DON
PRUDENCIO.- ¡Hombre, hombre!
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VISITACIÓN.- ¿Verdad que esto es
escandaloso, que parece increíble?
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DON
PRUDENCIO.- Escandaloso, sí; increíble,
no. Eso sucede, no diré todos los días, pero
sí algunas noches. Y en la literatura hasta parece que el
arte ha fabricado ex profeso las puertas para que sorprendan los
maridos, las ventanas para que escapen los amantes. ¿Eh?
¿Puse el dedo en la llaga?
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VISITACIÓN.- Pues ahí tiene usted
cómo estamos: con esa llaga en el alma.
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DON
NICOMEDES.- Llegamos, y empezó nuestra vida
balnearia.
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DON
PRUDENCIO.- Sin embargo, no hay que precipitarse.
Todavía no hay una prueba de que Adelina...
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DON
NICOMEDES.- Dadas las circunstancias, hay evidencia,
señor don Prudencio.
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DON
PRUDENCIO.- ¡Ah! Si hay evidencia, es distinto;
entonces, sin duda alguna, es evidente. Pero ¿en qué
se fundan ustedes? Porque antes que dictemos un fallo, preciso es
evidenciar los hechos.
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VISITACIÓN.- Cuenta cómo fue, y ya
verá don Prudencio que no hay explicación más
plausible.
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DON
NICOMEDES.- No, mujer; plausible no será.
Querrás decir explicación más probable,
más verosímil, más satisfactoria.
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VISITACIÓN.- No, pues satisfactoria no es
tampoco.
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DON
PRUDENCIO.- Entendido; el nombre importa poco. Veamos
cómo fue.
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DON
NICOMEDES.- A las diez de la noche, fíjese
usted bien, subieron Paquita y Adelina a sus habitaciones, dejando
a don Anselmo jugando al tresillo con unos amigos.
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VISITACIÓN.- Sí; pero di antes a
don Prudencio cómo estaban las habitaciones, porque esto es
muy importante.
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DON
PRUDENCIO.- ¡Sí, es importante!
¡Ah! Triste condición la condición humana.
Estos detalles, pormenores diríamos mejor, del mundo
físico, estas pequeñeces de la materia, influyen por
manera decisiva en las más trascendentales crisis del mundo
moral. ¿Por qué misteriosa atracción lo
más ruin engrana con lo más excelso? ¡Problema
insoluble! ¡Por una puerta penetra una venganza!¡Por
una ventana se vuelca un alma al abismo de la deshonra! ¡En
un jirón de papel está un cielo de venturas o un
infierno de dolores! ¡Ah señora doña
Visitación! ¡Ah señor don Nicomedes!
¡Cuánto podría decir a este respecto! Pero
veamos cómo estaban las habitaciones de Paquita y de
Adelina.
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DON
NICOMEDES.- Pues estaba en comunicación, por
una puerta, el cuarto de Paquita y de don Anselmo con el cuarto de
Adelina. Ya usted comprende: dos habitaciones corridas; la
disposición ordinaria en todos los establecimientos de esta
clase.
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DON
PRUDENCIO.- Perfectamente: se abre la puerta, se pasa;
se cierra la puerta, se incomunican.
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VISITACIÓN.- Sí; porque don
Anselmo quiso tener muy cerca a su hija política; por eso
tomaron cuartos inmediatos. Como no estaba Carlos.
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DON
PRUDENCIO.- Muy bien. Continúe usted con esas
explicaciones locales o topográficas, llamémoslas
así, si ustedes permiten: explicaciones que, en efecto, me
parecen necesarias para apreciar debidamente los hechos.
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DON
NICOMEDES.- Hay más: el cuarto de Adelina
componíase de una sala, con balcón al jardín,
y de una alcoba, con puerta a dicha sala. Y vea qué
previsión la del pobre don Anselmo; siempre decía:
«Adelina, no basta que cierres la puerta que da al corredor;
cierra también por dentro la de tu alcoba.
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DON
PRUDENCIO.- No hay puertas que guarden a la mujer, por
bien que se cierren, si ella abre de par en par las del
corazón a los asaltos de la impureza.
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VISITACIÓN.- Es verdad, mucha verdad.
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DON
PRUDENCIO.- Prosigamos.
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DON
NICOMEDES.- Pues a las once y media de la noche
subió don Anselmo a su cuarto. Paquita estaba sola, porque
Adelina había ya pasado al suyo. Se encerraron marido y
mujer, y no más. Calma aparente; silencio no interrumpido
toda la noche, y, al ser de día, un galán que abre el
balcón del cuarto de Adelina, que cabalga en la barandilla,
que se agarra a las ramas de un árbol, que baja a tierra y
desaparece; y en el fondo, un grupo de bañistas que pregona
la liviandad de una mujer y la deshonra de un hombre.
(Pequeña pausa.)
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VISITACIÓN.- Y ahora, ¿qué
dice usted?
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DON
PRUDENCIO.- Nada; medito, porque conviene no proceder
de ligero.
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VISITACIÓN.- No; quien procedió de
ligero fue el amante, que bajó con la ligereza de una
ardilla.
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DON
PRUDENCIO.- Sin embargo, yo pregunto: ¿Por
qué no salió ese hombre por la puerta del
corredor?
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VISITACIÓN.- Porque no podía,
porque don Anselmo estaba en ella llamando a Adelina, según
costumbre de todas las mañanas, para que le
acompañase.
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DON
PRUDENCIO.- ¡Malo, malo! ¿Y Adelina no
contestó?
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VISITACIÓN.- ¡Qué
había de contestar! Luego dijo que dormía. Y, sin
embargo, don Anselmo oyó ruido en la sala.
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DON
PRUDENCIO.- Peor, mucho peor. Y entonces...
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VISITACIÓN.- Y entonces fue cuando el
galancete dio el salto, ¿comprende usted?
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DON
PRUDENCIO.- ¿Y tardó mucho rato en abrir
Adela?
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DON
NICOMEDES.- Un buen rato. Dijo luego que el día
antes, al salir, se llevó la llave; que como entró
por el cuarto de Paquita, no la hubo menester, y que cuando
llamó don Anselmo, con la prisa, no la encontraba.
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DON
PRUDENCIO.- No está mal ideado.
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VISITACIÓN.- Excusas. ¡Perder la
llave! ¿Es esto verosímil? Bien la encontró
para dar entrada al galán.
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DON
PRUDENCIO.- En efecto, los indicios son
gravísimos
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VISITACIÓN.- ¡Qué indicios!
Su bondad de usted le ciega; pruebas, pruebas contundentes. Y si
no, dígame usted: ¿de dónde procedía el
caballero del descendimiento? ¿De otro cuarto? No; el de
Adelina estaba en un ángulo del edificio. ¿De fuera?
La puerta estaba cerrada, ella lo afirma, y cerrado estaba el
balcón; todos lo vieron. ¿De la habitación de
Paquita? ¡Ah! La pobre mujer se hubiera visto muy
comprometida a no haber pasado toda la noche con su esposo; pero la
pasó, y esto la salva.
|
DON
PRUDENCIO.- Muy bien analizados los hechos y muy bien
enumeradas las hipótesis. Primera hipótesis, no;
segunda hipótesis, tampoco; tercera hipótesis,
desechada. Sólo queda una: luego ésa es la buena.
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DON
NICOMEDES.- ¿La buena dice usted, don
Prudencio?
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DON
PRUDENCIO.- Hablo desde el punto de vista de la
lógica inductiva.
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VISITACIÓN.- Pues aplique usted esa
lógica a los antecedentes de la niña y de la madre, y
a ver qué resulta.
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DON
PRUDENCIO.- Me estrechan ustedes de un modo que, por
triste que sea, hay que rendirse a la evidencia.
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DON
NICOMEDES.- Sí, señor, sí;
deplorable, pero ineludible.
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DON
PRUDENCIO.- ¿Y después?
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VISITACIÓN.- ¡Calle usted, por
Dios, que aún se me enciende el rostro!
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DON
NICOMEDES.- El escándalo fue monumental:
cuchicheos, miradas, preguntas...; en suma, aquel mismo día,
Anselmo y Paquita, ella y nosotros, nos volvimos, a Madrid.
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DON
PRUDENCIO.- ¿Y Adelina?
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VISITACIÓN.- Sin darse por entendida; tan
fresca, preguntando con el mayor cinismo la causa del regreso.
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DON
PRUDENCIO.- Y ahora ¿qué se hace?
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DON
NICOMEDES.- Pues eso es lo que queríamos
consultar con usted, porque todo pesa sobre nosotros.
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DON
PRUDENCIO.- Pues ¿y don Anselmo? Porque a
él me parece que le corresponde...
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VISITACIÓN.- El pobre señor no
está para nada, ni vive en este mundo.
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DON
PRUDENCIO.- Y, díganme ustedes, ¿ sabe
quién fue... el del descendimiento, como dice doña
Visitación?
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DON
NICOMEDES.- Se sospecha.
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VISITACIÓN.- Se sabe.
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DON
NICOMEDES.- No tanto.
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VISITACIÓN.- Diga usted que sí.
Todos están conformes en que fue...
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DON
PRUDENCIO.- ¿Quién?
(Bajando la voz.)
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VISITACIÓN.- El marqués de
Vega-Umbrosa.
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DON
PRUDENCIO.- ¡El amigo íntimo!
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VISITACIÓN.- ¡El protector de
Carlos! Le hizo hombre, le hizo diputado, le hizo rico... ¡y
le ha hecho célebre!
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DON
PRUDENCIO.- Comprendo la situación de don
Anselmo.
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DON
NICOMEDES.- Silencio, que viene hacia aquí.
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Escena
III
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VISITACIÓN,
DON PRUDENCIO,
DON NICOMEDES y
DON ANSELMO. DON ANSELMO viene lentamente, abatido,
pálido y sumido en profunda meditación.
|
DON
ANSELMO.- ¡Y hoy llega!... ¡Hoy llega mi
Carlos!.. Lo dice su carta. ¡Y nada sabe todavía!
|
DON
PRUDENCIO.- ¡Querido amigo!... ¡Mi
respetable don Anselmo!
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DON
ANSELMO.- (Como despertando de un
sueño.) ¿Quién?...
¿Qué?... ¿Qué quiere usted?
|
DON
PRUDENCIO.- ¡Cómo! ¿Ya se
olvidó usted de su buen amigo?
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DON
ANSELMO.- ¡Ah, sí!... Dispense usted, don
Prudencio... La vista, la vista que dice: «¡No quiero
ver!» (Con profunda
intención.)
|
DON
PRUDENCIO.- Y la salud..., ¿qué tal?
|
DON
ANSELMO.- Ya usted ve... Para lo que es la vida..., la
salud no es mala.
|
DON
PRUDENCIO.- Sí, señor; y crea usted que
tomo parte muy verdadera en sus penas.
|
DON
ANSELMO.- ¡En mis penas!
¿Cuáles?... ¿De qué penas habla
usted?
|
VISITACIÓN.- ¡Vaya! ¡Te vas a
hacer el reservado con don Prudencio!
|
DON
ANSELMO.- ¿De qué reservas hablas
tú, lengua de azogue? (A su
hermana.)
|
DON
PRUDENCIO.- No he creído cometer una
imprudencia al darme por entendido... de una desgracia que nadie
ignora. Sin embargo, ruego a usted que me dispense si el respetuoso
afecto que usted me inspira ha podido tomar formas de
indiscreción.
|
DON
ANSELMO.- ¡Ah!... ¿Ya le habéis
contado?... (A DON
NICOMEDES y VISITACIÓN.)
¡Bravo!... ¡Seguís pregonando la deshonra de la
familia!... ¡Soberbio!... ¡Por algo es bueno tener
parientes en estos casos..., y amigos de los parientes..., y
diablos que los lleven a todos!
|
VISITACIÓN.- ¡Si ya lo
sabía!
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DON
ANSELMO.- ¿Ya lo sabía usted?...
¿Le han referido...? ¡Bien!... ¡Muy bien!...
¡Más..., más todavía!...
|
DON
PRUDENCIO.- Sí, señor; me lo ha referido
más de una persona.
|
DON
ANSELMO.- Bueno; pues si lo sabe usted..., gracias por
el interés. Basta, y hablen ustedes de otra cosa.
(Se deja caer en una silla.)
|
VISITACIÓN.- Claro, porque hablando de
otra cosa, dejará de ser lo que ha sido.
|
DON
ANSELMO.- ¡Porque hablando siempre «de
esto» acabaré por volverme loco!
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DON
NICOMEDES.- Déjale, Visitación; no le
hostigues. (En voz baja.)
|
VISITACIÓN.- Pues no se le puede dejar.
(En voz alta.) Porque Carlos llega hoy
mismo, y hay que ver lo que se hace, y es él el que lo ha de
resolver.
|
DON
ANSELMO.- ¡Es verdad!... ¡Carlos!...
¡Carlos!... ¿Qué debo hacer?...
|
DON
PRUDENCIO.- Puede usted elegir entre varios
caminos.
|
DON
NICOMEDES.- Es cierto; varios caminos tienes
todavía.
|
DON
ANSELMO.- ¿Y qué caminos son esos?
¿Hay más que uno en cuestiones de honra?
¿Puedo yo consentir que mi Carlos sea la befa de las gentes?
¿Tan a menos ha venido nuestro buen nombre que hasta mi
familia me propone acomodamientos indignos?
|
DON
PRUDENCIO.- ¡Por Dios, don Anselmo,
cálmese usted!
|
VISITACIÓN.- No, hijo; si no te
proponernos nada. Ya tú verás lo que más os
conviene.
|
DON
ANSELMO.- No se trata de conveniericias, sino de
dignidad, de que no señalen a mi Carlos con el dedo.
¡A mi Carlos tan bueno! ¡Tan noble!... ¡Tan
leal... y manchado por esa mujer!... (Hace un
movimiento como para ir a buscarla; le rodean y le
detienen.)
|
DON
PRUDENCIO.- Esas manchas, se borran con el tiempo.
|
DON
ANSELMO.- Se borran, sí, como todas las
manchas; pero no con limosnas del olvido, sino lavándolas
bien. Las de podredumbre de la materia, con agua que corre; las de
podredumbre del alma, con sangre que brota.
|
DON
NICOMEDES.- ¡Vamos, hombre, valor!
|
DON
PRUDENCIO.- Valor, sí; pero, sobre todo,
prudencia.
|
DON
ANSELMO.- ¡Valor!... Yo lo tengo, por él,
por mi hijo. Pero ¡prudencia!... ¡Ah! Esa mujer me hace
perderla.
|
DON
PRUDENCIO.- ¡Pero, don Anselmo, si esto estaba
previsto!
|
VISITACIÓN.- Calaveradas de un muchacho
sin experiencia. Hubiera tenido la tuya para escoger
compañera digna, y no se vería como hoy se ve.
|
DON
ANSELMO.- Sí, tienes razón, hermana
mía. Mi Paquita, mi único consuelo. Sin ella, crean
ustedes que yo no sé lo que hubiera hecho.
¿Dónde está? ¡Que venga! Llámenla
ustedes aquí, a mi lado...
|
VISITACIÓN.- Sí, hombre,
sí... La llamaremos. (Acercándose a la
puerta de la derecha.) ¡Paquita!
¡Ven!... ¡Paquita!... ¡Te llama tu marido!...
¡Pronto, hija mía!...
|
DON
ANSELMO.- ¿Viene ya?... ¿Qué
hace?... ¡No quiero que esté con Adelina! ¡A
ver!... ¡Que venga al momento!...
|
VISITACIÓN.- Ya está
aquí.
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Escena
IV
|
|
VISITACIÓN,
DON ANSELMO, DON PRUDENCIO, DON NICOMEDES y PAQUITA.
|
PAQUITA.- ¿Qué tienes?...
¿Por qué me llamabas? ¡Esa agitación!...
¡Dios mío!
|
DON
ANSELMO.- No, mujer; no es nada; no te asustes...
Es... lo de siempre... Ya sabes.
|
PAQUITA.- ¡Ah, sí!... ¡Pero
estoy tan nerviosa!
|
DON
ANSELMO.- ¡Y qué pálida te has
puesto!
|
PAQUITA.- ¡Me llamaron de un modo!...
¡No sé lo que sentí!... ¡Ni lo que
pensé!
|
DON
ANSELMO.- Pues eso es lo que no quiero, que te
asustes, que sufras. ¡Que sufran otros, los que tienen por
qué sufrir..., los que deben sufrir, si tienen
conciencia!
|
PAQUITA.- ¡Calla, Anselmo! ¡Calla,
por Dios!
|
DON
ANSELMO.- ¡La paz del alma, el propio
contentamiento, la felicidad, para la mujer honrada! El dolor
constante, la espina siempre en el corazón, el castigo, al
fin, para la que olvida sus deberes y mancha la honra que un hombre
leal le confió. ¡Esa es, ésa, la justicia!
|
VISITACIÓN.- Dice bien tu marido. Eres
demasiado buena, Paquita.
|
DON
PRUDENCIO.- Es inútil lo que ustedes le digan;
no podrá evitarlo; es buena porque es buena.
|
DON
ANSELMO.- ¿Lo ves, hija mía? Todos dicen
lo mismo que yo, hasta don Prudencio, que es un sabio.
|
DON
PRUDENCIO.- ¡Don Anselmo!... (Con
excesiva modestia.)
|
PAQUITA.- ¡No más! ¡Por Dios
se lo suplico! Son ustedes injustos con Adelina.
|
DON
ANSELMO.- No digas eso; no la nombres.
|
PAQUITA.- ¡Lo digo porque es verdad!
Porque Adelina... ¡vale mil veces más que yo!
|
VISITACIÓN.- Yo sí que digo:
¡Jesús mil veces!
|
DON
PRUDENCIO.- Señora, permítame que le
replique que su modestia... exagera... hasta lo absurdo.
¡Compararse usted con un ser desdichado!... ¡Ah
Paquita!
|
DON
ANSELMO.- ¡Eso sí que no lo tolero!
¡Compararte con aquella...! ¡Ah! ¡Si a ella te
parecieses..., pobre de ti..., y pobre de mí!...
|
DON
NICOMEDES.- ¡Anselmo! ¡Anselmo!...
¡Que te exaltas demasiado!
|
DON
ANSELMO.- ¡Pues que no profane nuestro
cariño!¡Que no se ponga a la par de esa criatura, que
ha de ser nuestra ruina! Que la compadezca, bueno... Pero
¡que se empeñe en glorificarla!...
|
PAQUITA.- ¡No, Anselmo! no más, no
más...
|
DON
ANSELMO.- ¡No, Paquita, mi dicha, mi tesoro!
¡Perdóname!... ¡Te hablé con enojo!
¡Hice mal! ¡No me guardes temor!
(Abrazándola.)
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VISITACIÓN.- ¡Qué mujer!
|
DON
NICOMEDES.- ¡Una santa!
|
DON
PRUDENCIO.- ¡Incomparable, amiga mía,
incomparable!
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VISITACIÓN.- Oigan ustedes, ¿No es
un coche que para?
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DON
NICOMEDES.- Creo que sí.
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DON
PRUDENCIO.- Lo es, no me cabe duda, porque lo he
visto. (Después de asomarse al
balcón.)
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DON
ANSELMO.- ¿Será Carlos?
|
PAQUITA.- (A DON ANSELMO.)
¡Virgen Santísima! ¿Será él?
|
DON
NICOMEDES.- Él debe de ser.
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DON
PRUDENCIO.- Indudablemente, porque el tren llega a
las..., y son las... y calculando el tiempo...
(Mirando el reloj.)
|
VISITACIÓN.- Pues no calcule nada, don
Prudencio, porque es Carlos. (Todos se dirigen hacia
el fondo.)
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PAQUITA.- ¡Ah!... ¡Dios
mío!... ¡Qué angustia!...
|
DON
ANSELMO.- ¿Angustias?... Sí, para
ella... ¡Ahí... ¡El plazo siempre se cumple,
Paquita!
|
PAQUITA.- No le digas nada... Espera... Yo te lo
suplico...
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VISITACIÓN.- Déjale; él
sabrá lo que hace. (A PAQUITA.)
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DON
ANSELMO.- Es mi sangre, y yo no sufro que la echen al
lodo.
|
PAQUITA.- ¡Por el amor que le tienes a
él, a Carlos, a tu hijo! (Sujetándole
entre sus brazos.)
|
DON
ANSELMO.- ¡No!
(Dirigiéndose a la puerta del
fondo.)
|
PAQUITA.- ¡Por el amor que me tienes a
mí! (Deteniéndole.)
|
DON
ANSELMO.- ¡Que no! Lo único que no puedo
concederte.
|
PAQUITA.- ¡Pues yo te digo que no es
posible..., que no es justo..., que es impío que sacrifiques
a esa criatura!...
|
DON
ANSELMO.- ¡Ahora lo verás!... ¡Y no
me enloquezcas!... ¡Y, sobre todo, que no venga!...
¡Que no la vea!...
|
DON
NICOMEDES.- Ya llega.
|
DON
PRUDENCIO.- Ya le tenemos.
|
Escena
V
|
|
VISITACIÓN,
PAQUITA, DON ANSELMO, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO; CARLOS por el fondo; después,
ADELINA, por la
derecha.
|
DON
ANSELMO.- ¡Carlos!
|
CARLOS.- ¡Padre mío!
(Abrazándole.)
¡Vencedor!... ¡Ya soy diputado!
|
DON
ANSELMO.- ¡Mi Carlos!
|
CARLOS.- ¿Y mi Adelina?...
¿Cómo no la veo?... ¿Dónde
está?...
|
ADELINA.-
(Entrando.) ¡Es él!...
¡Es él!... ¡Carlos!
|
CARLOS.- ¡Adelina!
(Abrazándose. DON ANSELMO hace un movimiento para
precipitarse entre los dos; los demás personajes,
PAQUITA sobre todo, le
contienen y casi le sujetan. Toda esta escena, que es muy
rápida, queda encomendada a los actores.)
|
ADELINA.- ¡Cuánto tiempo!...
¡Si me parece imposible!
|
CARLOS.- ¡Cuánto tiempo, tesoro
mío!...
|
DON
ANSELMO.- ¡Basta!., ¡Déjale!...
(A ADELINA.)
|
CARLOS.- ¡Padre!...
|
DON
ANSELMO.- ¿Tú en sus brazos?...
¡Ya nunca!... ¡Suelta tú!... (A
CARLOS.)
¡Y tú, vete!... (A ADELINA.)
|
ADELINA.- ¡Por Dios!...
¡Padre!...
|
DON
ANSELMO.- ¡Mientes!... ¡No lo soy
tuyo!
|
CARLOS.- ¡Es mi Adelina!
|
ANSELMO.- ¡Por tu desdicha!
|
ADELINA.- ¡Soy suya!
|
DON
ANSELMO.- ¡Para su mal!
|
CARLOS.- (A ADELINA.)
¿Qué dijo?
|
ADELINA.- (A CARLOS.)
¿Qué ha dicho?
|
CARLOS.- (Volviéndose a los
demás.) ¡Delira!
|
DON
ANSELMO.- ¡Ojalá; (Se cubre
el rostro con las manos.)
|
CARLOS.- ¡Pues entonces yo soy el que
está delirando!... ¡Hablad!... ¡Decid!...
¡Habla tú! (A ADELINA.)
¿Qué es esto?
|
ADELINA.- ¡No lo sé, Carlos!
|
CARLOS.- ¿No es ésta mi casa?...
Sí, lo es... Por allí..., a nuestro cuarto...
(A ADELINA.) Y
aquél..., el balcón donde te he visto tantas veces
esperándome... Y en ese sofá me siento junto a ti...
¡Y tú eres mi Adelina!... ¡Y tú, mi
padre!... Y a todos vosotros os conozco bien... Luego no
sueño... ni deliro... Entonces ese desgraciado perdió
la razón... ¡Padre!
(Precipitándose a
él.)
|
DON
ANSELMO.- Sí, Como digo: los dos solos. Y
vosotros, dejadnos.
|
VISITACIÓN.- Dice bien. Vamos,
Nicomedes... Don Prudencio, venga usted con nosotros... Paquita,
llévate a... Adelina.
|
CARLOS.- ¿Qué dice?... ¿Que
tú también?...
|
ADELINA.- (Señalando a
CARLOS.)
¡Yo, no!... ¿Por qué?... ¡Yo, con
él!...
|
DON
ANSELMO.- Sí, con él; pero luego.
¡Más que quisieras!...
|
VISITACIÓN.- ¡Hay que obedecer a
Anselmo!... Tú sabes que hay que obedecerle. Salgamos.
|
CARLOS.- ¿Hay que obedecerle?...
¡Entonces está en su juicio!
|
DON
NICOMEDES.- Lo está, Carlos. Todos lo estamos,
y tú también, ¡y más que nunca lo
necesitas hoy! ¡Créeme, Carlos! ¡valor!
|
ADELINA.- ¡Perdone usted,
Visitación!... ¡Perdona, Paquita!... ¡Pero yo no
puedo separarme de Carlos!... ¿No oyeron ustedes lo que dijo
don Anselmo?... (Desprendiéndose de
PAQUITA.)
¡Yo... nada soy..., pero tengo que defender su honra!...
¡La de mi Carlos!
|
CARLOS.- ¡Eso!... ¡Eso!...
|
DON
ANSELMO.- ¡Tarde la defiendes!
|
CARLOS.- ¡Ah!... ¿Qué has
dicho?... ¡Padre!... ¡La vida diera porque no lo fueses
en este instante!
|
DON
ANSELMO.- ¿Amenazas a mí?
|
CARLOS.- No...; amenazas..., no... Es que no
sé lo que digo..., ni lo que pienso..., ni lo que quiero...
Idos sí; sólo con él... Saberlo todo, para
salir de este infierno o para hundirme en él para siempre.
¡A no ser que alguno quiera quedarse para repetir lo que
él ha dicho, y ése... que se quede..., yo se lo
suplico de rodillas..., que se quede..., que otro hombre repita lo
que dijo mi padre!... ¡Si no comprendo ahora mayor dicha en
el mundo!
|
ADELINA.- ¡Pero yo a tu lado!
|
CARLOS.- No; tú también...,
vete... Luego, sí; luego, los dos. ¡Te lo juro!
Él y yo, ahora. Tú y yo, luego. No esperarás
mucho. Ahora..., ¡salid!... ¡Llevadla!...
|
VISITACIÓN.- Ya nos vamos; no te enojes.
(VISITACIÓN, DON NICOMEDES y DON PRUDENCIO, por la
izquierda.)
|
DON
PRUDENCIO.- Pero hay que estar cerca.
|
VISITACIÓN.- Sí...
Adiós..., y calma, calma, hijo mío.
(Salen.)
|
PAQUITA.- Ven conmigo.
|
ADELINA.- (A CARLOS.)
¿Tú lo mandas?
|
CARLOS.- Sí, y pronto.
|
PAQUITA.- Vamos, no temas; confía en
mí.
|
ADELINA.- ¡Ay Paquita de mi vida!...
¡Yo tenía el presentimiento de algo!...
(Se va llorando por la derecha.)
|
PAQUITA.- ¡Pobre criatura! Yo te
salvaré.
|
CARLOS.- ¡Al fin, solos!
|
Escena
VI
|
|
CARLOS y
DON ANSELMO.
|
DON
ANSELMO.- Espera un momento, que mis ideas se
confunden y no sabría decirte... lo que tengo que
decirte.
|
CARLOS.- Sí, esperemos, porque yo
t,ampoco comprendería nada de lo que tú me
dijeses.
|
DON
ANSELMO.- (Aparte.)
¡Es él!... ¡Es mi Carlos!... Y ahora...,
¿qué debo hacer, Dios mío?
|
CARLOS.- (Aparte.)
¡Es él!... ¡Es mi padre..., a quien tanto
quiero!... ¡Si todo esto parece mentira!... ¡Y debe ser
mentira!... Será cualquier cosa, lo que menos piense yo...,
pero no lo que yo pienso.
|
DON
ANSELMO.- Perdóname, Carlos... No pude
contenerme; fui... demasiado brusco. La hiel de todos estos
días me subió a los labios..., y como yo no entiendo
de aderezar frases..., sin saber lo que decía..., la
ofendí delante de ti..., delante de todos... Hice mal...
Perdóname, hijo mío.
|
CARLOS.- ¡No digas eso, por Dios!
¡Pedirme tú perdón! ¡Qué idea! Yo
soy quien se precipitó, quien pronunció palabras
duras... Pero fue aquello tan inesperado..., ¡tan
repentino!... ¡Volvía yo tan alegre!... ¡Forjaba
tantas ilusiones de amor, de gloria, de felicidad!... ¡Era
tan espléndido mi horizonte!... ¡Venía con los
brazos abiertos para ti, para Adelina! ¡Cómo voy a
apretaros contra mi corazón, decía yo, subiendo por
estas escaleras, casi sin aliento!... Y luego..., de pronto...,
oigo no sé qué..., palabras de seguro que he
comprendido mal..., pero que me sonaron a deshonra y muerte, y
entonces yo también amenacé, insulté,
¡blasfemé!... Sueños..., locuras...,
delirios... Nada..., vamos, nada... ¡Perdóname
tú, perdóname, padre mío! (Se
abrazan, profundamente conmovidos.)
|
DON
ANSELMO.- ¡Carlos!
|
CARLOS.- ¡Padre!
|
DON
ANSELMO.- No hablemos más de eso.
|
CARLOS.- No; eso, no; hablemos. Yo no
comprendí nada; explícamelo todo.
|
DON
ANSELMO.- Tú, ¿a quién quieres
más en este mundo? ¿No es a mí? Pues
¿qué te importa lo demás?
|
CARLOS.- A ti y a Adelina. Me importas
tú; pero me importa ella.
|
DON
ANSELMO.- Pides mucho: será preciso que te
contentes con menos.
|
CARLOS.- ¿Pido mucho? Pido lo mío:
el cariflo de mi padre; el cariño de mi esposa. No me
contento con menos, ni con menos te contentaste tú. Ya
tenías el amor filial de tu Carlos, inmenso,
purísimo, entrañable, cuando diste tu nombre y afecto
a Paquita.
|
DON
ANSELMO.- No se trata de mi mujer, sino de tu Adela.
No hay para qué compararlas ni admito comparaciones
humillantes.
|
CARLOS.- ¡Otra vez!
|
DON
ANSELMO.- Sí.
|
CARLOS.- ¿Y de humillaciones hablas?
|
DON
ANSELMO.- Por no hablar de afrentas.
|
CARLOS.- ¿Quién las sufre?
|
DON
ANSELMO.- ¡Tú!..., y yo, que sufro cuando
tú sufres.
|
CARLOS.- ¿Y quién las hace?
|
DON
ANSELMO.- La única de esta clase que
heredó la costumbre.
|
CARLOS.- ¡Su nombre..., que no sé
quién es!
|
DON
ANSELMO.- ¡Pues... ella!
|
CARLOS.- ¡No sé quién es
ella! ¡Cómo se llama es lo que has de decirme sin
reticencias, sin vacilaciones, de una vez! Cuando el réprobo
muere..., de una vez se hunde en el infierno. ¡No seas
más cruel con tu hijo que la justicia de Dios con el
condenado! ¡Un nombre, una prueba, y el abismo!... ¡Ea!
¡Ya espero!...
|
DON
ANSELMO.- ¿Lo quieres?
|
CARLOS.- Pero ¿cómo quieres que te
diga que sí? ¡El nombre de esa mujer, y el de la
afrenta, y el del acusador..., y dónde está, y
cuál es el camino más corto para ir a su
corazón y arrancárselo!... ¿Lo dices o no?
|
DON
ANSELMO.- Sí; la mujerse llama Adelina.
|
CARLOS.- ¡Sigue!
|
DON
ANSELMO.- ¡Y el nombre de la afrenta no lo
diré yo, porque lo dice Madrid entero, y no sé
cómo no te zumba en los oídos!
|
CARLOS.- ¡Sigue!
|
DON
ANSELMO.- Y el acusador soy yo, ¡tu propio
padre!... ¡Y aquí está!... ¡Y el camino a
su corazón es bien corto..., y yo lo acortaré
más! (Acercándose mucho a CARLOS.) ¡Llega a
él, ingrato, que nada encontrarás que no sea
tuyo!
|
CARLOS.- (Cayendo en un
sillón, llorando.) ¡Ay Dios mio!
¡Dios mío!... ¡Lo que dice!... ¡Y cuando
él lo dice es que lo cree!... ¡No..., Pues no...,
aunque lo crea!... ¡Aunque lo crea, no es verdad!...
¡No es verdad!... ¡No es verdad!...
|
DON
ANSELMO.- ¡Carlos!... ¡Hijo
mío!...,¡Vuelve en ti!... ¡Valor!...
¡Resignación!... ¡Qué diablo, un hombre
por algo es hombre!
|
CARLOS.- (Con voz
ronca.) ¿Lo serías tú en mi
caso?
|
DON
ANSELMO.- ¿Yo?... ¿En tu caso?...
¡Y Paquita!... ¡Ah!... ¡Es distinto!...
¡Tú eres casi un niño!... ¡Yo..., ya
verías si era un hombre!
|
CARLOS.- Pues yo también voy a serlo.
(Haciendo un esfuerzo supremo.)
Cuéntamelo todo, pero todo. Minuciosamente,
¿comprendes?... Fríamente, ¿oyes? Y con calma,
con mucha calma... Yo también la tendré... Ya
verás... ¡Ea, siéntate junto a mí y
habla!
|
DON
ANSELMO.- No sé cómo...
|
CARLOS.- (Con cruel
ironía.) Pues hasta aquí bien has
sabido. Para lo poco que falta no necesitas gran esfuerzo. Y, en
todo caso, no temas: yo te ayudaré. Adelina tiene... Hay que
hablar con claridad perfecta... Adelina tiene... Lo que tú
no has dicho voy a decirlo yo... Adelina tiene... un amante.
¿No es cierto?
|
DON
ANSELMO.- Sí.
|
CARLOS.- Ahora, la prueba, porque estas cosas
necesitan prueba. Tratándose de otro que no fueras
tú..., era inútil. No la pediría.
|
DON
ANSELMO.- ¿Por qué?
|
CARLOS.- Porque le partiría el
corazón sin pedírsela. Pero eres tú, y, al
fin, hay que hacer alguna diferencia entre un padre... y un
calumniador miserable. ¡Conque la prueba!
|
DON
ANSELMO.- ¡Qué más prueba que el
escándalo que dieron... ella y él..., y que nos hizo
venir a todos huyendo de la ignominia
|
CARLOS.- ¿Un escándalo?
|
DON
ANSELMO.- Sí. ¿Comprendes?
|
CARLOS.- No. Yo no sé lo que es un
escándalo, ¡Se abusa tanto de esa palabra! Para
ciertas personas todo es escándalo, más por el
apetito que Por el sabor... Conque precisa los hechos.
|
DON
ANSELMO.- ¡Carlos! ¡Me repugna!
|
CARLOS.- No importa. Yo te ayudaré.
¿No te dije que te ayudaría? ¿Cuándo
fue?
|
DON
ANSELMO.- De madrugada..., casi al amanecer.
|
CARLOS.- ¡Sí..., el amanecer,
sí!... esta noche pasada también he visto amanecer...
No dormía; pensaba en ella... (Pequeña
pausa.) ¿Y qué sucedió?
¡Ea, pronto!
|
DON
ANSELMO.- Era el balcón del cuarto de tu
esposa.
|
CARLOS.- Ya sé... ¡En todas sus
cartas me decía que a él se asomaba para verme
llegar!... Acaba, porque..., dentro de poco..., ¡no
podré más!... ¡Acaba!
|
DON
ANSELMO.- Y un hombre...
|
CARLOS.- (Cogiéndole por un
brazo.) ¿Quién?
|
DON
ANSELMO.- Lo ignoro.
|
CARLOS.- Alguno de mis amigos, ¡de
seguro!
|
DON
ANSELMO.- Quizá.
|
CARLOS.- ¡El más íntimo, de
fijo!
|
DON
ANSELMO.- No es imposible!
|
CARLOS.- ¡Imposible no lo es nada!
¡Nada!... ¡Ni el que yo te escuche!... ¿Y
qué? ¿Ese hombre..., que...?
|
DON
ANSELMO.- Bajó por el balcón, huyendo de
mí..., que a todo esto llamaba a Adelina, sin que Adelina
quisiera abrirme.
|
CARLOS.- (Apretándole el
brazo.) ¿Y no rompiste la puerta.?
|
DON
ANSELMO.- (Sin poder sufrir el
dolor.) ¡Carlos!
|
CARLOS.- (Besándole la mano
y acariciándole el brazo.)
Perdóname..., perdóname... Yo la hubiera roto. Pero
tú es distinto; tú no la amas.
(Pausa.) ¿Qué
más?
|
DON
ANSELMO.- ¿Más quieres
todavía?
|
CARLOS.- La prueba que me dijiste.
|
DON
ANSELMO.- ¿No ves el escándalo, aun sin
haberlo visto?
|
CARLOS.- El escándalo..., sí; la
prueba..., no.
|
DON
ANSELMO.- Terco eres en defender a Adelina.
|
CARLOS.- No tanto como tú en
acusarla.
|
DON
ANSELMO.- Un galán que a deshora pregona desde
un balcón infamias de una mujer, ¿nada demuestra?
|
CARLOS.- Que hay un infame, sí; que hay
una adúltera, no.
|
DON
ANSELMO.- ¿Pues de dónde venía,
desdichado?
|
CARLOS.- Eso has de decírmelo tú,
que yo no estaba allí.
|
DON
ANSELMO.- Pues ya te lo digo; y si no, di de
dónde.
|
CARLOS.- De alguna habitación
inmediata.
|
DON
ANSELMO.- Sólo había una.
|
CARLOS.- Pues de ésta.
|
DON
ANSELMO.- Era la mía.
|
CARLOS.- ¿La tuya?
|
DON
ANSELMO.- Y la de Paquita.
|
CARLOS.- (Mirando
fijamente.) ¡Ah!
|
DON
ANSELMO.- ¿Por qué me miras
así?
|
CARLOS.- (Huyendo la vista de su
padre.) Yo... no te miro, padre...; miro al
espacio..., al vacío..., adonde se mira cuando no se ve.
|
DON
ANSELMO.- (Cogiéndole por un
brazo.) ¡En tu mirada hay el brillo de una
esperanza insensata y horrible!
|
CARLOS.- Horrible..., sí, porque hace
rato lo es cuanto me rodea: pero insensata, ¿por
qué?
|
DON
ANSELMO.- Porque yo pasé toda la noche junto a
la que es guardadora fiel de mi honra, ¿comprendes?
|
CARLOS.- Sí..., pero ¿dices
verdad?
|
DON
ANSELMO.- ¡Lo juro! Ya no me miras como antes...
¿Por qué callas? ¿En qué piensas?
|
CARLOS.- En que es preciso acabar.
(Se levanta con ímpetu y se va a la
derecha.)
|
DON
ANSELMO.- ¿Adónde vas?
|
CARLOS.- A llamarla. ¡Adelina!...
¡Adelina!...
|
ADELINA.- (Desde
dentro.) ¡Carlos!
|
Escena
VII
|
|
CARLOS,
DON ANSELMO, ADELINA y PAQUITA.
|
CARLOS.- Adelina, una pregunta, una sola, pero
en ella nos va la vida de los dos.
|
ADELINA.- Otra pregunta, Carlos! Sé la
tuya; oye la mía.
|
CARLOS.- La mía, ¿la sabes?
|
ADELINA.- Sí.
|
CARLOS.- ¿Quién te la dijo?
|
ADELINA.- (Señalando a
PAQUITA.)
¡Ella!
|
CARLOS.- Pues bien: contesta. ¿Es verdad
lo que afirma mi padre?
|
ADELINA.- Debe serlo, puesto que lo afirma
él. Yo no sé nada.
|
CARLOS.- ¡Que es verdad y que nada sabes!
¡No te comprendo!
|
ADELINA.- Será verdad lo que él
dice; Pero yo ignoro como fue.
|
CARLOS.- ¿Lo ignoras?
|
DON
ANSELMO.- (A ADELINA.)
¡Miserable!
|
CARLOS.- (A su
padre.) ¡Todavía no! (A
ADELINA.)
Ahora, Pregunta, tú.
|
ADELINA.- ¿Para qué? Ya
contestaste.
|
CARLOS.- (Con arranque del
corazón.) ¡Fue defenderte, Adelina!
|
ADELINA.- «¡Todavía
no!», has dicho..., y eso es dudar... Y eso es lo que yo
quería saber..., si dudabas de mí...
(Se cubre el rostro con las manos y
llora.)
|
PAQUITA.- (Acercándose a
ADELINA.)
Sois injustos..., con la pobre Adelina...
|
DON
ANSELMO.- (A PAQUITA.) ¡No
sabes decir más que eso!
|
PAQUITA.- (Abrazando a
ADELINA.)
En efecto, no sé más.
|
CARLOS.- Dejadme solo con ella.
|
DON
ANSELMO.- Pero tendrás calma?
|
CARLOS.- Tanta como tuve contigo.
|
DON
ANSELMO.- Pues ven, Paquita.
|
PAQUITA.- (En voz baja, a
ADELINA.)
No temas, yo volveré.
|
CARLOS.- ¡Pronto!
|
DON
ANSELMO.- Sí; vamos. (Coge a
PAQUITA, y la lleva a la
izquierda. Aparte.) ¡Pobre hijo
mío!
|
PAQUITA.- (Aparte.)
Lo que debe hacerse..., debe hacerse.
|
Escena
VIII
|
|
ADELINA y
CARLOS. ADELINA en el sofá, llorando;
CARLOS la contempla; pasea
con agitación; al fin, se para junto a ella.
|
CARLOS.- Adelina, no llores; cálmate, y
hablemos en razón. (Pausa.)
Mira que sólo llora de ese modo quien es culpable.
|
ADELINA.- O quien es desdichada.
|
CARLOS.- Pues defiéndete.
|
ADELINA.- Yo siempre pensé, Carlos
mío, que eras tú quien había de defenderme. Yo
sola, ¿qué puedo?
|
CARLOS.- La verdad y la honradez lo pueden
todo.
|
ADELINA.- Eso creí yo siempre; pero ahora
veo que no.
|
CARLOS.- No eludas mis preguntas; no busques
subterfugios; no evites explicaciones. Mira que toda la sangre que
hay en mis venas o ha subido a mi cerebro y lo enloquece, o ha
caído en mi corazón y lo ahoga. Mira que cuanto puede
amar un hombre he amado yo a la Adelina de mi alma. Recuerda que
cuando unos y otros arrojaban recuerdos de infamia sobre tu
familia, yo solo te defendí, sacándote entre mis
brazos del lodazal de tu raza, sin reparo a que el vicio salpicara
mi frente.
|
ADELINA.- Sí, ya lo sé: eres muy
bueno.
|
CARLOS.- No; Bueno no; es que te amo; es que por
ti aliento, por ti trabajo, por ti lucho para conquistar gloria y
riqueza; es que sin ti la vida es insípida; la virtud, un
sonido más o menos armonioso; la esperanza, un eterno
espejismo.
|
ADELINA.- ¡Así me amabas! ¡Ya
lo sabía yo! Y ahora, entre todos, han hecho que no me
quieras! Dios mío, ¿por qué? ¿Por
qué?
|
CARLOS.- ¡No, todavía no! Pero ten
en cuenta que con tanto cariño corno el mío, con
tanta fe como tenía en ti, con todo esto que te he dicho, no
se puede jugar impunemente. Que cuando un hombre ama como yo, y
está pronto a sacrificarlo todo, hasta el afecto de su
padre, y sufre de ¿a manera que yo sufro desde que
entré por esa puerta maldita, no se contenta con palabras,
ni con lágrimas, ni con desmayos, ni con suspiros,
Adelina.
|
ADELINA.-
(Aterrada.) ¡Carlos!
|
CARLOS.- Porque estas cosas ni tranquilizan ni
convencen, y lo mismo las hace la mujer honrada que la mujer
astuta. Pueden ser verdaderos gritos de dolor, ya lo sé;
pero también puede ser todo eso comedia bien estudiada y
mejor fingida. ¡Y yo quiero que me digas la verdad desnuda, o
para arrojar tu acardenalado cuerpo a los que andan allí
fuera, diciéndoles: «Teníais
razón», o para presentarme a ellos
estrechándote entre mis brazos y gritándoles:
«¡Imbéciles, cobardes, calumniadores...!
Mentíais, mentíais!... ¡Esta, ésta es mi
Adelina de siempre! ¡Mi Adelina del alma!»
|
ADELINA.- ¡Carlos..., Carlos
mío..., mira que me ahoga la angustia, que no puedo
más!
|
CARLOS.- ¡Que no puedes más!...
¡Ah!... ¡Qué cómodo es eso!.. ¡Pues
no has de poder!
|
ADELINA.- ¡Todos, todos contra
mí..., y tú también!... ¡Ay madre
mía! ¡Ay Dios mío!
|
CARLOS.- ¡Tu madre!... ¡Sí,
tu madre es tuya!... Pero no digas: «¡Dios
mío!», que si eres lo que dicen, tú no tienes
Dios, ¡tú no tienes más que tu vergüenza y
mi deshonra! Repara que estoy perdiendo el juicio, que necesito, y
por última vez te lo digo, explicaciones claras, pruebas
patentes, la verdad, la evidencia. No..., no te retuerzas los
brazos... (Separándolos.) Eso
no me convence... Lo que has de decirme es: esto fue así y
así..., y de este modo... Y eso que dicen no es verdad...,
por esta y esta razón..., y en aquello mienten..., y la
prueba de que mienten es esta otra... ¿Comprendes?...
¿Comprendes lo que quiero?
|
ADELINA.- Sí..., sí lo
comprendo... Yo haré lo que quieras... Yo diré lo que
tú me mandes.
|
CARLOS.- ¡No; eso, no; la verdad, nada
más que la verdad!
|
ADELINA.- ¡Sí, la verdad!
|
CARLOS.- ¡Bueno, pues separa tus cabellos,
que quiero verte la cara!... (Separándole los
cabellos.) ¡Levanta los ojos..., que quiero
verlos también!... (Levantándole la
cabeza.) ¡Deja quieta los brazos..., y
habla..., habla ahora, o no hablarás ya nunca!
|
ADELINA.- ¿Pues cómo quieres que
empiece?
|
CARLOS.- Diciéndome todo lo que
pasó aquella noche.
|
ADELINA.- Yo subí con Paquita...
Pasé por su cuarto... y entré en el mío.
|
CARLOS.- ¿Y no había nadie?
|
ADELINA.- Nadie; bien seguro que no había
nadie.
|
CARLOS.- ¿Y después?
|
ADELINA.- Cerré la ventana.
|
CARLOS.- ¡La cerraste! No olvides lo que
has dicho. Nadie pudo entrar por ella. Por este lado ya no puedes
fingir historias ridículas de asaltos, nocturnos. ¡Lo
has dicho!
|
ADELINA.- Pero si es verdad, ¿por
qué no he de decirlo?
|
CARLOS.- ¡Adelina, Adelina..., o eres muy
torpe o muy inocente..., y, en este caso, yo soy un miserable
contigo!... Sigue... Después...
|
ADELINA.- Entré en mi alcoba,
cerré la puerta por dentro, recé por ti y por mi
madre... y me dormí pensando: «Mañana
vendrá mi Carlos.» Y por la mañana me
despertó la voz de tu padre..., al principio,
cariñosa...; al fin, colérica.
|
CARLOS.- ¿Y qué más?
|
ADELINA.- Más..., no sé. Me
trajeron aquí... No me quisieron decir el motivo. Todos me
miraban de un modo..., que me daba miedo. Sólo Paquita me
decía palabras cariñosas. Y yo pensaba:
«¿Qué me importa?... Él vendrá, y
yo sólo necesito su cariño; no tengo otro
cariño en la vida, ni otro apoyo...; pero su cariño
lo tengo...» ¡Y ahora he visto que no, que
también lo he perdido! ¡Ay Carlos de mí alma!
¡Di que no!... ¡Di que me quieres!... ¡Carlos!...
¡Carlos!...
|
CARLOS.- Pero ¿no comprendes que hay
motivo para que yo enloquezca?
|
ADELINA.- Para que enloquezcas, sí, para
que dejes de quererme, no.
|
CARLOS.- ¿No tienes más que
decirme, Adelina?
|
ADELINA.- ¡Sí!
|
CARLOS.- ¡Pues dilo!
|
ADELINA.- ¡Que eres mi Carlos!...
¡Que te amo! (Queriendo abrazarle; él la
rechaza.)
|
CARLOS.- ¿No oyes que una voz, dentro de
mí, me grita: «¿Y si te
engaña?»
|
ADELINA.- ¡Yo!
|
CARLOS.- ¿No ves que lo que me cuentas es
inverosímil? ¿No sabes que todos te acusan, hasta mi
padre? ¿No tienes ante los ojos los «hechos»
brutales, implacables, pero clarísimos, que te acusan
también? ¿Ignoras que para el mundo entero eres
objeto de escándalo, y yo objeto de burla, y que nuestros
nombres andan ya en las-listas de -la deshonra y en los pregones de
la infamia? ¡Adelina, por Dios vivo, que me confieses tu
culpa!... Quizá te mataré, si tengo valor...,
¡pero no dejaré de amarte, te lo juro!...
¡Más, te amaré más!... ¡Pero
confiesa!... (Acercándose a ella, y
frenético.)
|
ADELINA.- ¡Carlos, no me mires de ese
modo!...
|
CARLOS.- ¡Te espanta la mirada de tu
Carlos! ¡Mala señal!
|
ADELINA.- ¡No te acerques tanto! ¡Me
das miedo! (Huyendo.)
|
CARLOS.- ¿Huyes de mí? ¡Mala
señal!
|
ADELINA.- ¡Carlos!... ¡Carlos!...
¡Perdón!...
|
CARLOS.- ¡Ahí! ¡Ya
empiezas!... ¿Conque perdón?... Ya..., ya lo veo...,.
¡Para vosotras, seres débiles, manojos de nervios,
ruin arcilla, no hay más que el dolor físico!...
(Sin tocarla todavía, pero muy
cerca.)
|
ADELINA.- ¡Carlos! (Cae de
rodillas.)
|
CARLOS.- ¡Adelina!
(Cogiéndola de un brazo.)
|