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De nobles y bandoleros: «La Duquesa de Benamejí» (1932), de Manuel y Antonio Machado

Antonio Cruz Casado

La colaboración teatral de los hermanos Machado1 se concretó en siete piezas originales de muy diversa factura, tarea que les ocupa el espacio cronológico de unos seis años, los que van de 1926 a 1932, teniendo en cuenta además que en torno al mismo período realizaron variadas adaptaciones del teatro español del siglo de oro así como del romántico europeo, por lo general previas a estos años2. Su última aportación, El hombre que murió en la guerra, se estrenó en 1941, tras la muerte de Antonio.

La duquesa de Benamejí3, representada por primera vez en el Teatro Español de Madrid, el Sábado de Gloria4, 26 de marzo de 1932, es, de acuerdo con lo expuesto, la última obra que ven estrenar conjuntamente Manuel y Antonio. Cuando el 18 de abril de 1941 se represente El hombre que murió en la guerra, hará ya más de dos años que el mayor de los Machado, Antonio, reposa para siempre en la acogedora tierra francesa de Collioure.

Su último libro de versos, Nuevas canciones, parece que ya no alcanza la importancia de los primeros. Editado en la primavera de 1924, había recibido poca atención inmediata por parte de la crítica de su momento5. En realidad, el libro puede ser considerado un texto que prolonga algunas secciones de colecciones anteriores. Formado por poesías breves y reflexiones que tienden hacia lo filosófico, pasó a integrar sus poesías completas quizás con más pena que gloria. De ello se hace eco, con cierta indignación, el iznajeño Cristóbal de Castro, al escribir en La Esfera del 7 de junio de 1924: «Un nuevo libro de Antonio Machado. Otoño literario y espiritual, sazón jugosa, gravedad lírica, cierto senequismo racial. Y por si el libro fuera poco, el hombre, sencillo y modesto, sin arrogancias, sin esquinas, retirado a provincias, substraído a la concurrencia y a la rivalidad periodística, política, teatral... ¿Para cuándo mejor el juicio? Pues ya lo ves: silencio, inhibición. Es una vergüenza, una lástima, un contra Dios, que decimos los andaluces»6. En ese mismo artículo, Castro asigna unas características raíces modernistas al tipo de teatro que cultivan, entre otros, los Machado: «Tenía que surgir la reacción [contra la influencia extranjera]. Y surgió el Teatro Poético. Enrique López Alarcón y yo, "modernos y antiguos" estrenamos en el Español Gerineldo, poema de Amor y Caballería, tejido con el hilo de oro del Romancero. Marquina, desviando su modernismo ocasional, inició en Las hijas del Cid la escenificación poética de leyendas e historias. Villaespesa aportó su ofrenda lírica en La leona de Castilla y Aben Humeya. Y, en fin, grande, magnífico, danunziano, Valle-Inclán, con Cuento de abril, La marquesa Rosalinda y Voces de gesta lleva el Teatro Poético a las cumbres del Siglo de Oro»7.

Sin embargo, La duquesa de Benamejí, que puede adscribirse a esta tendencia dramática, presenta numerosos rasgos de índole romántica, a lo que no son ajenas las adaptaciones previas que ambos hermanos habían realizado, ya Manuel por su parte en colaboración con algún otro dramaturgo, ya el propio Antonio en colaboración con su hermano Manuel y con Francisco Villaespesa, entre las que se encuentran El aguilucho (1920), de Edmond Rostand, que es una obra tardía, de finales de siglo (1900), sobre el desgraciado heredero de Napoleón Bonaparte, y Hernani (1925), de Víctor Hugo, la pieza fundacional del romanticismo francés. Dentro del mismo ambiente de aprecio por el romanticismo se pueden mencionar otras piezas del teatro del momento, como Manon Lescaut, en la versión de Luis Fernández Ardavín y Valentín de Pedro8, estrenada en fecha muy cercana a La duquesa de Benamejí, concretamente el 11 de abril de 1932, en el Teatro Cómico de Madrid, la adaptación de otra novela famosa, Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, realizada por los mismos dramaturgos9 en 1930, o el Romance de Lola Montes, también de Luis Fernández Ardavín, estrenada en 1936, cuya acotación inicial sitúa parte de su acción en la España de «1840. Tiempos del Tempranillo y Merimée»10.

En los años en que la pieza que nos ocupa se estaba elaborando Antonio Machado mantenía relaciones amorosas, al parecer más platónicas que carnales, con la escritora Pilar de Valderrama, señora casada y oculta entonces (y lo ha estado hasta no hace mucho tiempo) bajo el seudónimo de Guiomar. La correspondencia de Antonio con la dama madrileña nos deja ver la inquietud teatral del poeta, manifestada tanto en las noticias sobre representaciones dramáticas a las que asiste, como en las referidas a su propia creación. No hay, sin embargo, en la misma, menciones concretas de esta obra, a pesar de que el período de las cartas editadas abarca desde 1928 hasta 1936 aproximadamente. Sí hay diversas referencias a otras obras teatrales, fragmentos de La Lola se va a los puertos11 y de La prima Fernanda, así menciones de proyectos o esbozos, alguno de los cuales quizá pueda referirse de forma un tanto enmascarada a la obra que analizamos. Así, y con relación a las obras que ve representar en Madrid, escribe Machado a su amada: «¿Has visto la Anfisa de Andreyev? A mí me parece una obra portentosa, magnífica de verdad humana, aunque perversa y cruel. A mi juicio, no la representan bien, sobre todo el galán me parece un desdichado. Pero la obra es estupenda. Me alegraría que la vieras y me dijeras tu opinión» (p. 1696); «¿Vas esta noche al estreno de Benavente?12 -le escribe en otra ocasión- Me dicen que la Doña Hormiga de los Quintero es una obra de plomo, de una pesadez inaudita. Mientras gusten esas cosas estamos perdidos» (p. 1729). Las quejas sobre la impermeabilidad del público a las innovaciones escénicas son frecuentes, como ocurre en la siguiente reflexión: «Yo vengo del teatro Fontalba, de ver una comedia muy graciosa (Topaze) aunque mal traducida, a la compañía de Rivero de Rosas. Debo tener el original francés, lo buscaré para dártelo y que lo veas. El teatro estaba casi vacío. Es triste tanta falta de curiosidad en el público (por todo lo que no sean comedias de los Quintero o de Arniches). Además, noto que el público de hoy es más zafio que el de hace quince años. Tal vez sea lo cómico de buena ley lo que ha sufrido más en estos últimos tiempos. En Francia, en cambio, se conserva la vena cómica de Molière» (p. 1734).

Con respecto a su propio teatro le comenta en una ocasión: «Manuel y yo hemos comenzado una nueva comedia, titulada El loco amor. Ya te consultaré sobre ella. El tema es el eterno de Calixto [sic] y Melibea, Fernán y Dorotea, etc.» (p. 1744). Algunas fechas más adelante añade: «Veremos si aprovecho estos días para mis trabajos. Ya tenemos casi terminada nuestra "Nueva Cleopatra". Esperamos a Lola [Membrives] para leérsela, aunque no nos entusiasma demasiado la próxima temporada. Por mi parte, nada me importaría no estrenar. Preferiría consagrarme a mis versos a mi diosa. Me hastía y disgusta la vida del teatro y la lucha con la torpeza de los cómicos» (p. 1751). Como quiera que carecemos de noticias más concretas sobre El loco amor y la que él llama Nueva Cleopatra, que pueden ser la misma pieza, y como la creación siguiente a La prima Fernanda, estrenada en 1931, es La duquesa de Benamejí, quizás pudiera pensarse que tales denominaciones fueran designaciones originarias de nuestra obra, teniendo en cuenta que el amor loco, el que sobrepasa todos los límites y llega incluso a la muerte, es motivo importante en el drama13; por lo que respecta a la «nueva Cleopatra», tenemos menos elementos para la identificación, aunque el papel de Cleopatra, como mujer fatal que arrastra a los hombres a la muerte, tiene algún parecido con el de Reyes, la Duquesa, por la que se sienten atraídos varios hombres, entre ellos el bandolero Lorenzo Gallardo, atracción que lo conducirá al cadalso.

El tema del bandido generoso y enamorado, fundamental en La duquesa de Benamejí, de clara raigambre romántica, no es nuevo en las tablas del teatro español y mucho menos en el terreno de la novela. Tanto los pliegos de cordel como la novela por entregas del infatigable Manuel Fernández y González, reeditada con frecuencia en el siglo XIX y en el primer tercio de nuestro siglo, habían mantenido la atención del público hacia los facinerosos y bandoleros andaluces que, desde el siglo XVIII hasta bien entrado el XX, habían tenido en jaque a la justicia española, llamando la atención, al mismo tiempo, de numerosos lectores y lectoras que se sentían prendidos en la trama de amor, aventuras y riesgo de las historias de bandidos.

Precisamente esta zona que hoy nos acoge fue uno de los núcleos más importantes en la geografía real y en la legendaria del bandolerismo andaluz. José María El Tempranillo, quizás el más famoso y romántico de todos los bandidos andaluces, probable prototipo de algunos aspectos del Lorenzo Gallardo de la obra machadiana, había nacido en la aldea lucentina de Jauja; Juan Caballero, otro bandido de principios del XIX, vio la luz en Estepa, y, varias décadas antes Diego Corrientes, de Utrera, moría ahorcado y su cuerpo sería descuartizado para escarmiento de muchos otros que sintiesen la llamada de la sierra; en torno a los años iniciales del XIX, estos mismos contornos son testigos de las correrías de los Siete Niños de Écija. El más antiguo de todos ellos es el «guapo» Francisco Esteban, de Lucena, un contrabandista que muere a principios del siglo XVIII y que dejó huella en los romances de ciego y en el teatro14. Por cierto que esta localidad de Benamejí no es tampoco ajena al fenómeno del bandolerismo, tanto en su aspecto histórico como legendario, tal como puede verse en el hecho de que el segundo de la partida de José María El Tempranillo, Luis Borrego, viniese a vivir durante algún tiempo a este lugar, tal como recuerda Teodomiro Ramírez de Arellano: «Su conducta morigerada -dice- le llevó hasta ser alcalde segundo de aquella villa» . «Fue un día a Córdoba -añade Julio Caro Baroja, de quien tomamos la noticia- y quedó muerto de accidente en la plazuela de los Aguayos»15.

Por su parte, el prolífico Fernández y González publica en 1874 su novela en dos tomos El chato de Benamejí. Vida y milagros de un gran ladrón, edición16 que no hemos visto por el momento.

Hay, por lo tanto, alguna tradición cultural en torno a este pueblo que presta coherencia y hace creíble la acción de la obra de los Machado en Benamejí o en su contorno, con la necesaria deformación literaria para no incurrir en algún detalle que pudiera molestar a los nobles que llevan el patronímico del lugar, los Marqueses de Benamejí; precisamente la Marquesa de Benamejí de los primeros años del siglo es objeto de la dedicatoria de un poema por parte de un poeta andaluz poco conocido hasta ahora, el iznajeño Miguel de Castro, cuya obra estamos estudiando. Se trata del poema «Madrigal de los claveles»17 que incluye la dedicatoria «A la marquesita de Benamejí», del libro Cancionero de Galatea (1913):

   Tan rojos son tus claveles

como lenguas de lebreles.

Claveles de hojas süaves.

Claveles de tus vergeles,

que huelen como tú sabes

y saben como tú hueles.

   Prender te he visto en el velo

claveles de terciopelo

con ensangrentado broche;

y en mis horas de desvelo,

como hogueras de la noche

los miré arder en tu pelo.

   ¡Claveles de Andalucía!...

Yo sé, cordobesa mía,

que entre tu pecho, deshecho

muere un clavel cada día...

¡Quién lograra esa agonía

de un clavel sobre tu pecho!


Los hermanos Machado cambian el conocido título nobiliario por el de Duquesa y sitúan parte de la acción en los alrededores de este lugar, durante los años de la reacción fernandina, tras la expedición de los cien mil hijos de San Luis, al mando del Duque de Angulema, como veremos.

El ambiente andaluz viene dado por las indicaciones del lugar de la acción que es, en el acto primero, una «(Sala baja de un palacio campestre cerca de una serranía andaluza. Al fondo, puerta y amplios ventanales, por los cuales se ve un jardín, y, más lejano, un paisaje de olivares iluminados por la luna)», (p. 5) , por la forma de expresión de los personajes, sobre todo de aquellos que proceden del pueblo, y por las referencias a otros topónimos andaluces, como Benamejí, el más frecuente, pero también Quesada, Úbeda, Puente Genil18 o Lucena; así, ya en el principio, los criados hablan del adorno de la sala, y mencionan, además de los candelabros de plata, los característicos velones de Lucena, también recordados en una composición poco conocida de Antonio19. Al respecto dice José Miguel:

«Y se me hace a mí que su mercé, con esos candelabros de plata, está mirando con una miajita de desprecio mis velones. Pues ya sabe usté que son de los mejores de Lucena»,

(p. 5).



Lorenzo Gallardo es oriundo de Quesada (Jaén), tal como comenta el abate don Antonio, en conversación con la duquesa:

«No es culpa suya, duquesa. Gallardo es el apellido de su familia, honrados y humildes labradores de Quesada, de quienes, gracias a Lorenzo, sabemos hoy algo»,

(p. 9).



Este topónimo se documenta también en la poesía de Antonio20, que durante algún tiempo había vivido, como sabemos, en Baeza.

Las referencias a los Siete Niños de Écija, bandoleros andaluces, en la escena costumbrista del acto primero, situada en el contexto de la recepción de la duquesa a sus amigos, nos sirve además para situar con alguna aproximación el momento histórico en que se desarrolla la acción. Uno de ellos, don Tadeo, comenta:

«He sido amenazado, señor duque, amenazado directamente. Como tuve parte en el proceso y sentencia de los Niños de Écija, el pasado año...»

(pp. 10-11).



La indicación de «el pasado año», hay que tomarla con mucha cautela, quizás con el sentido de «en años pasados», puesto que la fecha que se suele indicar como final de esa partida de bandoleros es la de 1818: se dice al respecto que en torno al lunes, 18 de agosto de 1817, sufren pena de muerte en la horca algunos de sus componentes, como Pablo Aroca, Antonio Fernández y Luis López; acabado el suplicio, como era habitual, sus restos son descuartizados y repartidos por los caminos como ejemplaridad21. Pero, a continuación, prosiguen la conversación otros interlocutores, en el drama, y uno de ellos dice:

«M. DELUME.- Pero es inconcebible que la tropa y las autoridades no hayan acabado con esa plaga..., muy pintoresca, sin duda, pero detestable.

P. FRANCISCO.- (Avinagrado y provocativo). Y ¿cree usted, señor francés, que si los hubieran tenido enfrente habría ustedes paseado España a tan poca costa? Pues sepa usted que muchos de ellos, Esteban Lara, Cristóbal Moreno, sin ir más lejos, entre los Niños de Écija, han sido admirables soldados de la Fe»22.

(p. 11).



Aquí se refiere el personaje a la llegada a España de los Cien mil hijos de San Luis, que vienen al mando del Duque de Angulema a restaurar el absolutismo del rey Fernando VII, hecho que sucede en abril de 1823. El bandido más representativo de esa época es José María el Tempranillo, cuya vida se extiende desde 1805 a 1833; el indulto real de este personaje se sitúa en 1832.

Si existe poca definición en el momento histórico de la acción, sí está perfectamente marcado el ambiente andaluz de la obra, como indicábamos antes, tanto en la fiesta inicial, con los cantares de la gitana Rocío (pp. 14-15), o en la buenaventura que este personaje echa a la duquesa. Hay en el texto algo de ese sentimiento trágico andaluz de la existencia que se advierte en otros autores de la época, muy visible en García Lorca, por ejemplo, y que se presenta de forma rotunda en esta muestra machadiana. Aunque la obra se subtitula simplemente drama, hay en ella numerosos elementos trágicos y termina con la muerte de los principales protagonistas: Rocío la gitana, Reyes la duquesa, y también el héroe masculino, Lorenzo Gallardo, que sale de escena camino del patíbulo. Si a ello unimos el componente romántico, ya señalado, nos encontramos con una pieza vigorosa donde se mezclan el amor y la muerte, romanticismo vital que se potencia con variados recursos formales, como la mezcla de prosa y verso, que se había utilizado en alguno de los dramas más característicos del romanticismo español y de lo que tenemos un buen ejemplo en Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas.

El verso se emplea en la obra para potenciar los fragmentos más líricos y los de mayor dramatismo; es un buen recurso, también conocido por otros autores, que presta un intimismo o un dramatismo más acentuado a la acción, tal como ocurre en la escena en la que Reyes queda sola, acto I, tras ordenar la captura del bandido Lorenzo Gallardo, y expresa su angustia, su desasosiego, en un monólogo entrecortado:

«No sé... No quiero... ¡Qué bella
estrella! ¿O es un lucero
acaso?... ¿Será mi estrella?
¿La mía?... No sé... No quiero...
¿Qué tiene esta noche?, ¿qué
tiene esta sombra?..., ¿qué tiene
hoy este silencio?... ¿De
donde suspirando viene
este aire cargado con
los aromas de la sierra?
¡Y esta humedad de la tierra
que me llega al corazón!...

(p. 19)



Igual ocurre en la escena siguiente, que pone ante los ojos del espectador la entrevista de Lorenzo y Reyes; el primero muestra su disponibilidad a los deseos de la Duquesa y evoca un suceso ocurrido en los alrededores de Benamejí, incidente que marcó el inicio de la pasión que siente el bandolero por la noble:

REYES
   Recordar...
LORENZO
Un día en Benamejí.
REYES
Usted...

(Empezando a reconocerlo).

LORENZO
   Sí, duquesa, sí;
el niño del Olivar.

(p. 20).



Se refiere entonces a un accidente que sufrió entonces la joven al caerse del caballo y del que la auxilia el muchacho.

He aquí con qué pasión evoca el bandido la escena antigua:

El niño del Olivar,
que ve a su reinita en tierra,
y que se azora y se aterra
y va a romper a llorar,
porque el cielo se le cierra.
Y de pronto piensa: ¡no!,
no está muerta, y si lo está,
le daré la vida yo.
Ningún chiquillo creyó
nunca en la muerte, ¿verdá?
Y cogiéndola en sus brazos
del suelo, con ansia loca,
con el aliento en su boca,
con caricias, con abrazos,
los dedos en su cabello
-mala muerte al que pensara
mal de aquello-,
restregando la carita fría
con la suya ardiente,
y en el oído «¡nenita!,
¡nenita!, ¡despierta!, ¡siente!»,
corazón con corazón,
estrujados, confundidos,
sin saber ya de quien son
los latidos;
en una ola la envuelve
de calor y de poder,
y la vida vuelve, vuelve.

(pp. 21-22).



Recuerda luego su entrada en el seminario, y su falta de vocación que le obliga a colgar los hábitos, algo que también se cuenta de José María el Tempranillo, en un testimonio coetáneo recogido por Prosper Merimée. Lorenzo Gallardo dice:

   Me marché
lejos de Benamejí.
Latines cursé en Baeza,
con escasa vocación
de vestir por la cabeza,

(p. 23).



Merimée escribe hacia 1830, con relación al Tempranillo: «Apenas lleva cinco o seis años recorriendo los caminos reales. Sus padres le tenían destinado para la Iglesia, y estudiaba Teología en la Universidad de Granada; pero su vocación no era muy grande, como va a verse, pues se introducía por la noche en casa de una señorita de buena familia... El amor -dicen- hace disculpar muchas cosas»23. También se hace eco de la apostura del bandido andaluz: «Me han descrito a José María como un mocetón de veinticinco a treinta años, bien formado, de fisonomía abierta y risueña, dientes blancos como perlas y unos ojos extraordinariamente expresivos. Viste habitualmente el traje de majo, de grandísima riqueza. Su ropa está siempre resplandeciente de blancura, y sus manos honrarían a un elegante de París o de Londres»24. En su conocida novela Carmen vuelve a ocuparse del aspecto físico del bandolero: «Pelo rubio, ojos azules, boca grande, hermosa dentadura, manos pequeñas; la camisa fina, una chaquetilla de terciopelo con botones de plata, polainas de cuero blanco, caballo bayo...»25.

De Lorenzo Gallardo no hay un retrato físico pormenorizado, pero de él dice un personaje masculino, en el que no caben grandes elogios del mismo sexo: «Gallardo es el apellido de su familia, honrados y humildes labradores de Quesada, de quienes, gracias a Lorenzo, sabemos hoy algo. Y ocurre que Lorenzo honra su apellido por su buena facha». (p. 9).

El hecho es que Lorenzo abandona los hábitos y se hace soldado, siempre recordando a su amor infantil; al respecto dice:

Pasé por Benamejí
mal vestido y peor armado;
y al verla en el ventanal
de su palacio encantado,
el curita renegado
pensaba en ser general.

(p. 23).



Más tarde se hace bandido, siguiendo el prototipo del bandido generoso, como Diego Corrientes26, aunque también ese rasgo se aplica con frecuencia a José María27. Dice Lorenzo:

   Donde sobra quito,
doy donde falta, y así,
aunque guardo para mí
lo poco que necesito,
pienso ganar, Excelencia,
la vida por donde voy
sembrando alarmas, y estoy
siempre en paz con mi conciencia.

Del bandido de Jauja, Merimée cuenta diversas anécdotas: «Me han asegurado que siempre deja a los viandantes dinero suficiente para llegar a la ciudad más cercana, y que jamás ha negado a nadie permiso para quedarse con una joya de especial valor para el interesado por ser un recuerdo»28.

La actitud de Lorenzo Gallardo es la de un héroe romántico, una especie de pirata esproncediano o condottiero renacentista:

    Ir me gusta
por el atajo a la muerte, -dice-
al fin, donde todos vamos
y a quien, por diversos modos,
en la moneda de todos,
que es nuestra vida, pagamos.
Mas la vida, larga o corta,
tiene el valor que le dan
nuestros alientos: importa
ser en ella capitán.
Y yo he sabido elegir
la profesión más honrosa,
que no hay elección dudosa
entre mandar y servir.
Gente leal me acompaña,
la libertad me asegura
un rincón de la montaña.
Fuera no hay sino aventura,
riesgo y peligro, tablero
donde al fin se perderá
todo, lo sé; mas será
porque jugármelo quiero.

(pp. 24-25)



Añade luego con el mismo tono e idéntico sentido:

Nada tengo que temer
entre zarzales y pinos.
Donde las nieblas desfilan
por gargantas cenicientas,
en picachos donde afilan
su cuchillo las tormentas,
libre vivo. Allí se ven
desiertos los horizontes;
allí se cabalga bien
envuelto en nubes y montes.

(p. 25).



A la idea romántica de la libertad y el constante desafío a la muerte se sobrepone el amor. Así termina el bandido:

Verte he querido y probar
que no te pude olvidar,
reina de Benamejí.

(p. 25).



Reyes, la duquesa, promete que irá a visitarlo en su refugio en el monte, con la condición de que la dejará volver libre, cuando ella quiera. A esto responde, Lorenzo, con el tono habitual lírico de la escena, reforzado en esta ocasión con el empleo de diversas figuras retóricas como la hipérbole amorosa, la metáfora mitológica o la prosopopeya de las piedras y las aves:

Libre y segura, señora;
y cuando llegue montada
en su caballo la aurora
hasta la roca pelada
dará flores; en el cielo
las águilas detendrán
para mirarla su vuelo;
mis gentes se postrarán
a sus pies.

(p. 26).



Tanto amor es indicio claro de tragedia, presagio de muerte, anuncio que se cumple, como ya hemos indicado, en el desenlace de la pieza y que afecta a los principales personajes de la misma; su análisis alargaría en exceso el tiempo de que disponemos en esta ocasión. Pero, como puede comprobarse en los fragmentos escogidos, la mención de Benamejí es bastante frecuente en la comedia y campea en el título, de tal manera que, junto con las conocidas referencias lorquianas, incluidas en el Romancero gitano, llenas también de tragedia y lirismo29, el drama de los Machado es una interesante aportación que merece el recuerdo y el conocimiento de todos los interesados en la cultura literaria de este pueblo andaluz.