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ArribaAbajoTrayectoria y proyección de las lenguas amerindias

En 1850, los ona de la Tierra del Fuego eran 3.600. En 1905, 800. En 1925 ya no quedaban sino 70. El último ona murió el 28 de mayo de 1974. Con él desapareció la vigencia de una lengua, se extinguió la «visión del mundo» que la misma vehiculaba, se apagó el resplandor de una cultura sobre el continente americano. Por encima de la importancia numérica o de la transcendencia cualitativa de los ona, lo que importa plantear es la suerte de las culturas en contacto y la de las lenguas que les sirven de medio de expresión. El de los ona es, evidentemente, un caso extremo, determinable porque las circunstancias de tiempo y de transmisión de datos han hecho posible señalarlo con precisión. Pero, ¿cuántas lenguas se extinguieron desde que el primer europeo posó sus plantas en el continente americano como resultado del contacto entre dos pueblos con patrones diferentes, dos culturas con valores distintos?

Los estudios especializados dan cuenta de la supervivencia de un medio centenar, aproximadamente, de lenguas amerindias, o de expresiones dialectales vigentes en nuestros días. Las mismas están agrupadas en 20 grandes familias establecidas en base a criterios diversos: relaciones estructurales o de origen, parentescos de índole gramático-lexical o simple agrupación de orden regional geográfico (en este sentido, es bastante significativa la clasificación «lenguas andinas diversas», y aún más, por la arbitrariedad, el último apartado, «lenguas no clasificadas»). Ver Anexo n.º 1.

La ambigüedad proviene de la enorme diversidad de esas lenguas y del misterio que rodea el origen de las mismas. En efecto, hasta hoy día las explicaciones acerca de la proveniencia o de las raíces culturales de los pueblos amerindios continúan en el dominio de la hipótesis: ¿autógenas?, ¿asiáticas?, ¿oceánicas?, ¿africanas?, ¿rúnicas? ¿O una mezcla de todas esas posibilidades? En todo caso, comprobaciones realizadas por especialistas como Georges Dumezil señalan coincidencias notables entre el quechua y un dialecto hablado en la región euro-asiática de Anatolia, en la actual Turquía. Otras coincidencias morfo-sintácticas o fonológicas las han aproximado a otras lenguas   —50→   tan diversas como el finés, el vasco, el chino-tibetano, etc., siempre en el terreno de las suposiciones.

En cuanto a la diversidad, el mosaico de lenguas está bien recargado dentro del cuadro de las figuras mayores constituidas por las 20 familias (ver Anexo n.º 2). En todo caso, aparte de lo señalado a propósito de denominaciones poco claras, la unidad -y aún menos la uniformidad- no es lo que caracteriza a estos diferentes grupos. Así una categoría aparentemente precisa, como el de la familia «quechua-aymara» encierra, ya desde la enunciación, dos grandes ramas lingüísticas. Y de entre ellas el quechua, lengua del imperio más estructurado a la llegada de los españoles, posee una diversidad dialectal bastante amplia. En este sentido, un caso muy ejemplar es el del grupo «maya», que a su vez integra la gran familia «Penutian». Dentro de ese grupo se reconocen hoy día unas 28 expresiones dialectales, muy disímiles. Por ejemplo, la diferencia que separa el quiché (lengua del Popol Vuh) de otro dialecto prestigioso, el cakchikel, es equivalente a la existente entre el francés y el ruso, ambos integrantes de la familia lingüística «indoeuropea».

Es importante recordar algunas características esenciales de las lenguas autóctonas de América, para comprender la diferencia sustancial con las del mundo llamado «occidental». La diferenciación se impone puesto que son éstas las que han entrado en contacto con las amerindias, un contacto marcado por el conflicto de culturas y por las relaciones de dominación.

En primer lugar, todo lo que concierne a la «visión del mundo». Bernard Pottier señala a este respecto:

Le linguiste et l'ethnologue sont surtout frappés par l'existence de catégories de pensée, manifestées par des classes grammaticales, auxquelles nous ne sommes pas habitués. L'ethnolinguiste se préoccupe des relations entre les types d'expérience vécus et les taxinomies linguistiques. C'est le vieux débat sur le reflet dans la lengue des «visions du monde». Il s'agit semble-til beaucoup plus d'une question de degré d'intégration dans une langue de certaines distinctions, plutôt que d'innovations totales. La où le français dit «porter une cruche sur la tête», le tzeltal emploie un mot simple qui signifie «porter sur la tête». Pourquoi le français a-t-il un mot simple pour «eau congelée» (glace) et rien pour «eau froide» ou «eau chaude»?26



En segundo lugar, es preciso insistir en el carácter esencialmente oral de las lenguas amerindias, es decir sin alfabeto. Y digo esencialmente,   —51→   pues por lo menos dos de ellas poseían el signo transmisor: la maya y la azteca. Éste estaba basado en el sistema de glifos y de ideogramas grabados sobre piedra, madera, estuco, jade o dibujados en los códices fabricados en la corteza del amate. Los mayas y aztecas conservaron gracias a este sistema gran parte de su producción literaria. Pero la escritura no excluía la tradición oral, tanto más que aquélla era monopolio de la clase sacerdotal, en especial, y de una élite de nobles y dirigentes. Otra limitación, posterior ésta, la imposibilidad de descifrar en su totalidad los textos por falta de la clave para interpretar integralmente la escritura indígena. Esto pese a los avances realizados al respecto.

De todas esas lenguas, la de mayor difusión en nuestros días es el quechua, con 12.000.000 aproximadamente de locutores (Perú, Bolivia, Ecuador, norte de Argentina, sur de Colombia). Le siguen el guaraní 3.000.000 de hablantes, lengua nacional de un país, Paraguay (con extensión en Argentina y enclaves en Brasil y Bolivia). Alrededor del millón: el maya (Guatemala, sur de México, Salvador). La vigencia actual de esas lenguas está en concordancia con las características de lenguas generales o lenguas francas que poseyeron durante la colonia, es decir, lenguas vehiculares en vastos dominios de las posesiones españolas y portuguesas entre los siglos 16 y 19.

Ello nos lleva a plantear la trayectoria de las lenguas amerindias desde los comienzos de la conquista, a fines del siglo 15. Y cuando digo de las lenguas, me refiero a todo el complejo cultural que es vehiculado por ellas. Lo que interesa descubrir es el conjunto de resultantes de las diferentes situaciones de contacto que se producen como consecuencia de la presencia europea en el continente americano. Esta circunstancia corta un proceso civilizatorio al enfrentar dos sistemas de valores diferentes. Enfrentamiento dramático, el mismo trae como consecuencia, gracias a una superioridad tecnológica de los europeos, la imposición de las pautas del modelo «occidental» y cristiano en detrimento de los valores culturales amerindios. Y con ello la de la lengua del conquistador.

El conflicto que opone las dos concepciones de civilización se plantea como una contradicción fundamental a nivel ideológico, y más precisamente es encarado como la necesidad de imponer una «verdad» indiscutible: la existencia de un dios verdadero, único, el de los vencedores. Y en consecuencia, la indispensable «extirpación de la idolatría», la muerte de las «falsas divinidades» adoradas «diabólicamente por los infieles». Ésta es la justificación central que sirve de fachada a todo el proceso de suplantación cultural y de explotación económica de la colonia.

La lengua juega, naturalmente, un rol esencial en ese enfrentamiento, puesto que se trata de la materia en que se vacían los contenidos   —52→   ideológicos del proceso de condicionamiento. Y el de la resistencia al mismo.

La lengua conquistadora de Castilla acababa de conseguir, en 1492, su predominio en la península ibérica frente a los otros dialectos. Ese año del «descubrimiento» de América se consolida la reconquista del territorio con la expulsión de los árabes y judíos, y se publica la primera gramática de la lengua, por el Padre Antonio de Nebrija. Castilla, férreo corazón de España, lidera la lucha que conduce a la unidad nacional bajo la conducción de la Católica Soberana, doña Isabel de Castilla. No es mera casualidad que la victoria política coincida con la publicación de la primera gramática, y que ésta fuera la de la lengua castellana. La prueba en la península y el triunfo frente a los demás dialectos, la convierten automáticamente en el instrumento apropiado para emprender la «conquista espiritual», la evangelización, signo y justificativo de la conquista política. Un pasaje de la dedicatoria a los Reyes Católicos, hecha por el autor de la Gramática, don Antonio de Nebrija, es bastante significativo: «La lengua acompaña al Imperio...».

En una primera etapa, en castellano eran leídos los «requerimientos», las intimaciones a los indígenas para que se sometieran a la autoridad de la Corona de España y aceptaran al «único Dios verdadero». Ceremonia de buena conciencia, cumplida en la lengua desconocida por el auditor autóctono, para justificar la inminente masacre o el ineludible vasallaje.

La siguiente etapa, la de la evangelización, obliga a los conquistadores a replantear el problema de la lengua. Al comienzo de la tarea misionera se usa el castellano, en la óptica política que considera necesario afirmar la conquista con la imposición de la lengua, marca cultural y vehículo de la dominación. Inclusive la diversidad de lenguas autóctonas -y el menosprecio en que son tenidas inicialmente- parece justificar la utilización constrictiva de la lengua del vencedor.

Fue necesario que la tarea evangelizadora cobrara amplitud para que, en función de la experiencia, los misioneros propugnaran otro criterio, llamado «teológico» por algunos autores. Éste consistía en utilizar las lenguas indígenas de mayor uso o expansión geográfica, a los efectos de pregonar la doctrina cristiana y obtener la conversión de los «infieles». Los evangelizadores se dieron cuenta muy pronto de que los indígenas eran menos reacios al endoctrinamiento si se les predicaba en una lengua autóctona. Esta mayor receptividad era constatada inclusive en caso de que ese idioma no fuera el del grupo, sino alguno que de manera más o menos generalizada funcionara como «lengua franca» en vastos sectores del continente antes de la llegada de los europeos. Los monarcas españoles que en el siglo 16 son los artífices   —53→   del proceso colonial, aceptan el criterio «teológico», especialmente sostenidos por los jesuitas. En 1536, un Rescripto Real de Carlos V recomienda a los evangelizadores el aprendizaje de la lengua de los indios para ejercer la misión en América. Su hijo y sucesor, Felipe II, confirma y refuerza la anterior orientación, mediante una Cédula Real dictada en 1573. Las lenguas más utilizadas fueron, en consecuencia, las vehiculares como el náhuatl y algunos dialectos mayas en norte y meso-América; el quechua, el guaraní-tupí y el aymara, en América del Sur.

Con la adopción de esta nueva política evangelizadora en los dominios del Nuevo Mundo, se abre una realidad lingüística que no deja de presentar enormes contradicciones.

Por un lado, la actitud asumida resulta de gran eficacia en la tarea evangelizadora, en lo que los misioneros llamaron la «extirpación de la idolatría». Con lo cual se fomentaba eficazmente un proceso de suplantación cultural a través de la imposición de los valores religiosos cristianos, socavando así poderosamente los fundamentos de las culturas amerindias, tan enraizadas en elementos de connotación religiosa. La pérdida de los mitos ancestrales, la desviación de las creencias, la utilización torcida, tramposa de los cantos rituales o su extinción, contribuían sin duda a la afirmación del predominio hispánico. Los indígenas, habituados a los sismos de la naturaleza, habrían sentido como que esa sensación de inseguridad, de temblor y terror se adentraba en sus conciencias, en sus entrañas. La lengua aborigen vehicula así el germen de la destrucción de los valores de que es portadora.

Frente a esta innegable situación de potencial autodestrucción, las lenguas autóctonas han conocido sin embargo transformaciones positivas -y es la gran contradicción-, ya en lo que concierne a la extensión de la difusión, ya en la adquisición de estatutos de mayor consistencia del que habían conocido antes del contacto. Hay dos casos paradigmáticos.

El primero se refiere al quechua, la lengua de mayor presencia en la región andina, ya en época de la llegada de los españoles. Vigencia que estaba en relación directa con su condición de lengua del imperio incaico, la organización política de mayor consistencia, tanto por su ordenamiento administrativo jerarquizado, como por su poderío económico-militar de signo agresivo y conquistador. Sin embargo, el quechua -que además conocía fragmentaciones dialectales- no era la única lengua vigente en el incanato. El aymara -principal dialecto aru- y el puquina ocupaban vastas extensiones del espacio político incaico. La conquista, y sobre todo la evangelización, produce un gran trastorno y una redistribución geográfica fundamental en el plano lingüístico. En efecto, el puquina (que ocupaba la región austral: una parte de Perú actual, Bolivia   —54→   y norte de Chile) desaparece hacia mediados del siglo 17. Gran parte de su espacio pre-hispánico es ocupado por el aymara. Y el quechua, que se concentraba en torno a la zona capital del imperio, conoce una expansión formidable en el siglo 16 y siguientes, que lo proyectan a su actual difusión: Perú y parte de Bolivia, Ecuador, Colombia, Argentina y Chile actuales. Es indudable que la evangelización ha jugado un rol capital en el proceso de la redistribución lingüística en la región andina, contribuyendo a la extinción del puquina, al desplazamiento del aymara y a la formidable difusión del quechua. Son razones de orden político-religioso las que determinan, de manera preponderante, las citadas transformaciones lingüísticas.

El segundo caso concierne al guaraní-tupí. Constituido por un conjunto de expresiones dialectales, cubría un espacio geográfico vasto cuando llegaron los europeos; espacio que se extendía del Amazonas por el norte, al Río de la Plata por el sur; del océano Atlántico por el este a los contrafuertes andinos por el oeste. Ocupación discontinua puesto que era la lengua de una nación sin estado, que justamente se reconocía a través del parentesco de factores culturales: la lengua, las creencias religiosas, los elementos de la organización social y de la cultura material. Dividida en tres grandes familias, las diferencias dialectales eran mucho menos pronunciadas que en el dominio quechua o maya. Esas familias eran: a) el ñe'engatú (la lengua hermosa), de implantación amazónica, la de mayor arcaísmo. b) El tupí-tupinambá practicado en la costa atlántica, que fue lengua general en el actual Brasil; en él se conservan múltiples documentos (recogidos especialmente por los viajeros franceses del siglo 16). c) El avañe'ê (la lengua del hombre), que agrupaba las expresiones dialectales habladas en el Paraguay, sur del Brasil, norte de Argentina y parte de Bolivia. Bastante cohesionada, esta última rama ha dejado a su vez una abundante literatura impresa en las Misiones jesuíticas del Paraguay. Normalizado por los misioneros jesuitas, el llamado guaraní paraguayo, una de las expresiones dialectales de esta familia, es la única que ha sobrevivido como lengua general de una comunidad nacional, constituyendo un caso peculiar en el continente americano. Vale la pena ver, someramente, el proceso que lleva a este resultado, en el que las contradicciones se multiplican.

Caso típico de colonización marginal, en zona pobre, la Provincia del Paraguay conoce una trayectoria caracterizada por el aislamiento y la relativamente escasa presencia de españoles peninsulares, desanimados por las pocas posibilidades de enriquecimiento rápido. Estas circunstancias empujan a un proceso de mestizaje generalizado, que no excluía la violencia o el rapto para apropiarse de mujeres. Pero la relación regular fue el resultado de un pacto entre españoles e indígenas,   —55→   en el cual la mujer aborigen fue una de las «monedas de cambio», dentro de una tradición propia a la cultura guaraní, aunque la esencia de la institución haya sido tergiversada en la nueva situación. Consecuencia, el hijo mestizo pasó a ocupar un lugar en la sociedad de la Provincia, por falta de peninsulares. El caso es de excepción en el contexto de la colonia latinoamericana, en donde, por lo general, el mestizo era despreciado, y en la que su única posibilidad de integración social era la de siervo, a través de la «encomienda». Tan cierto es esto que el mestizo -término peyorativo- era designado en Paraguay con la eufemística denominación de «mancebo de la tierra». ¿Qué huellas dejó esta situación en el plano de la comunicación? Que el «mancebo de la tierra», criado esencialmente por la madre india, hablaba la lengua materna, el guaraní. Y poco a poco el ámbito del mestizaje se fue ampliando, pasando de lo meramente biológico a la condición socio-económica. El mestizo es aceptado, integrado en la sociedad colonial, lo cual empuja a un movimiento progresivo de integración por parte del indio, unido a aquél por los estrechos vínculos del parentesco y de la cultura/lengua. En los siglos 16 y 17 se pueden encontrar múltiples protestas de funcionarios españoles denunciando esa «estafa» del «emblanquecimiento» de mestizos -que bueno, era «aún tolerable»-y ¡hasta de indios!

La segunda etapa en el proceso de conservación de la lengua autóctona en condiciones especiales, la cumplen los jesuitas. Conocida es la experiencia social por ellos realizada, durante más de un siglo y medio, en las Misiones o Reducciones del Paraguay. Aquí también la ambigüedad es la norma. Autoritarios y paternalistas, los padres de la Compañía de Jesús no aceptaron la nefasta institución de la «encomienda», que reducía al indio a semi-esclavitud. Con un sistema de producción colectivista, no distante del de los guaraní, y con una incentivación de la religiosidad propia a estos indígenas -aunque desviándola-, los jesuitas obtuvieron la adhesión de centenas de miles de aborígenes. Con todo lo cual consiguieron realizar un modelo de explotación de gran eficacia y rendimiento económico. Sistema estricto, sin duda, pero con mayor humanidad que lo practicado en la provincia civil.

Y lo más interesante es que en todo el ámbito y el espacio temporal de las Misiones, no utilizaron otra lengua sino el guaraní. Desconfiados al comienzo, convencidos luego de las virtudes y de las posibilidades -inclusive para obtener el aislamiento- lo adoptaron, lo estudiaron y lo normalizaron. Vale decir, lo adaptaron al sistema del alfabeto, dotándolo de una gramática y de un diccionario. A los efectos de la normalización, apelaron a un sistema de unificación o «koiné», tomando como base o centro un dialecto, el de los itatines, de acuerdo con las investigaciones de Bartomeu Meliá, pero al mismo tiempo incorporando   —56→   múltiples expresiones dialectales, y naturalmente, abriéndola a la influencia del español, sobre todo a los efectos religiosos.

Esta gestión cumplida en las Misiones, unida a la de la Provincia hispánica, da coherencia a un sistema de comunicación lingüística que se proyecta hasta nuestros días, con todas las ambigüedades y las contradicciones que un proceso semejante implica. En este sentido cabe destacar, en primer lugar, la instauración de la comunicación diglósica: ciertos sectores de la misma son exclusivos a la lengua del grupo dominante (político, económico, religioso), quedando el guaraní prácticamente amputado de esos dominios. En segundo lugar, es preciso hablar de la resemantización de un gran numero de palabras y conceptos, a manera de vaciar la lengua autóctona de ciertos significados, condicionándola así, empujándola hacia su función de colonizada. En tercer lugar, hay que tener en cuenta que la oralidad tradicional del guaraní sufrió un proceso de «reducción». Meliá señala tres formas de esta etapa reductora27. 1) Mediante la escritura, que al pasar de la variedad fonética a la uniformidad fonológica, anula realizaciones dialectales y desdibuja los contrastes entre el sistema nuevo y el del «reductor». 2) La gramática, que impone la categorización a partir de la propia lengua, tendiéndose a crear una lengua standard, cuyo propósito final es la de «enseñar» a los indios las «verdades cristianas». 3) El diccionario, que «no es sólo una nomenclatura, sino un sistema de valores, el registro y la semantización que se les asigna ya está dependiendo de los procesos históricos, políticos, sociales, religiosos. Así las palabras consideradas como 'neutras' son registradas sin dificultad, mientras que aquellas fuertemente semantizadas en la vida socio-religiosa llegan a estar ausentes o aparecen con un sentido traslaticio».

Con todo, reducida y diglósica, la lengua autóctona subsiste hasta nuestros días como idioma indígena; porque ha mantenido intacta su estructura, y el porcentaje de las contaminaciones lexicales del castellano no es más «destructor» de lo que se considera normal en un proceso evolutivo de cualquier lengua viva.

Como se ve, desde los comienzos, la supervivencia del guaraní se debe a esa ineludible ley lingüística: la capacidad de adaptación. Ésta le ha permitido convertirse en lo que señalaba más arriba: único caso de lengua indígena que tiene carácter de «lengua nacional» por su difusión generalizada en el ámbito de un país latinoamericano. En Paraguay, 95% de la población habla guaraní o lo entiende perfectamente; 50% es monolingüe guaraní, 5% monolingüe español; 45% es bilingüe, en una   —57→   relación que se inclina más hacia la lengua autóctona, sobre todo en el seno de la población campesina, largamente mayoritaria en el país (67% de la total).

De acuerdo con los datos precedentes, el guaraní constituye la lengua mayoritaria en él Paraguay. Sin embargo, esta condición no va sin contradicciones. En efecto, el Artículo 5 de la Constitución Nacional le reconoce como «idioma nacional», juntamente con el castellano; el párrafo siguiente de la misma disposición establece que la «lengua oficial» es el español. El matiz semántico entre ambas caracterizaciones -nacional/oficial- habla de la condición de lengua dominada que tiene el guaraní. Condición que es confirmada por el hecho de que no se alfabetiza en guaraní, aunque se lo enseñe a nivel de liceo y universidad. Ni tampoco se le reconoce el estatuto de lengua hábil para vehicular la «Obra de Arte». No existe, es cierto, una discriminación abierta con respecto a la lengua autóctona, o una marca de degradación social evidente ni en el campo ni en la ciudad (la burguesía paraguaya la usa sin complejos, aunque el patrón la utiliza para explotar mejor al peón). Sin embargo, existe una serie de índices que sellan su condición de lengua dominada. Una prueba flagrante es el hecho de que la ascensión social, económica y cultural se realiza a través del español. Aunque también es verdad que algunos resortes de la voluntad popular funcionan especialmente a través de la lengua autóctona: los sacerdotes, los dirigentes políticos o aún los médicos rurales están prácticamente obligados a conocerla y a manejarla bien.

¿Qué pasa con la otra lengua indígena, el quechua, la de mayor difusión continental? Para poderla comparar a la situación del guaraní, es decir en el contexto de un estado, haré una referencia concreta al Perú.

En mayo de 1975 el quechua fue declarado lengua oficial -al mismo título que el español- por la Ley 21.156, dictada por el general Velazco Alvarado, considerado como un mandatario «populista» en la caracterización de los regímenes políticos de América Latina. Las razones son obvias: afirmar la implantación del quechua y paliar la desconsideración social de la lengua autóctona y de los quechua-hablantes. O como dicen los considerandos de la Ley: «promover a superiores niveles de vida compatibles con la dignidad humana a los sectores menos favorecidos de la población a fin de remover las estructuras culturales del país y, de ese modo, procurar la integración de los peruanos y fortalecer la conciencia nacional».

¿Cuál es en ese momento la situación lingüística del Perú? De los 16.000.000 de habitantes, entre seis y ocho millones son bilingües en distinto grado, y alrededor de 1.600.000 son monolingües quechua-hablantes. Es decir que aproximadamente el 50% de la población del país se encuentra en situación lingüística semejante a la del Paraguay.   —58→   Con una variante, sin embargo: la de que esa mitad de la población se halla cortada de la otra, por la falta de comunicación, sin duda, pero además por la desconsideración en que son tenidos los quechua-hablantes. Apelo a la constatación de tres especialistas:

«Habría que tener presente cuán profundamente alienada es la conducta de un alto porcentaje de los quechua-hablantes, monolingües y bilingües quechua-español». Luego de matizar la afirmación con las variables existentes, los autores prosiguen: «Si bien es falaz e inexacto que todos los quechua-hablantes monolingües o bilingües sienten vergüenza de usar su lengua materna, tampoco refleja la realidad sostener que todos sientan estar identificados y orgullosos de conocerla y estén dispuestos a emplearla libremente [...] A causa del estado de marginación, y como corolario de una política colonial prolongada, grupos de hombres y mujeres quechua-hablantes ya monolingües, ya bilingües, han quedado en una suerte de tierra de nadie, alejados de su lengua materna e inhábiles para expresarse en la lengua oficial (español). El yugulamiento de la capacidad expresiva en el propio idioma, por temor a la discriminación o a revelar el estigma, es la causa de una escuela del silencio y de una personalidad a veces individual, a veces también colectiva, que perdía conciencia de su identidad cultural».28



Se trata de un típico ejemplo de alienación asumida por el hablante de la lengua autóctona, aunque los autores -partidarios fervientes de la Ley que reivindica el quechua- encuentren excepciones «estimulantes» en el campo y como «vínculo afectivo con la familia».

La desconsideración atribuida a la lengua autóctona, la vergüenza asumida como resultado de la discriminación colonial, diferencia sustancialmente el status del quechua en Perú del que tiene el guaraní en Paraguay.

Ahora bien, la lengua es portadora de valores, que en el caso de las sociedades con tradición oral, se manifiestan y potencian especialmente por la vía elocutiva. De allí que, volviendo al dominio guaraní, se impone considerar la suerte de la producción literaria guaraní y en guaraní.

Dos constataciones previas. La primera referente a la ya aludida ausencia de la escritura en el seno de la sociedad guaraní. A propósito de esta característica, Pierre Clastres dice con justeza:

Los pueblos sin escritura no son menos adultos que las sociedades letradas. Su historia es tan profunda como la nuestra y, a menos de ser racistas, no existe ninguna razón de juzgarlas incapaces de reflexionar   —59→   sobre su propia experiencia y de inventar soluciones apropiadas a sus problemas.29



Es decir que la ausencia del alfabeto no es signo de inferioridad, ni de lo contrario. Más sencillamente, la oralidad manifiesta -y era el caso en la sociedad guaraní- una forma de transmisión adecuada a las condiciones y exigencias de un grupo social más cohesionado, o menos numeroso, en el cual la palabra viva y el contacto directo son los medios más adecuados para establecer la comunicación. La falta de alfabeto no significa ausencia de literatura. La sociedad guaraní posee una, de tradición oral, que ha sobrevivido al proceso condicionador de la colonia y de la etapa republicana independiente. Pero no es ésa la que aparece y se difunde (sino muy recientemente, como se verá más adelante).

Y aquí viene la segunda constatación: tal como ocurre con la sociedad mestiza y con su expresión lingüística, desde los comienzos, la producción literaria adopta el signo colonial. En los tres casos se trata de un gesto de supervivencia como resultado de las constricciones compulsivas de la dominación. Es así como se produce y publica, a partir de los inicios jesuíticos en el siglo 17, una literatura en guaraní. El citado Bartomeu Meliá la caracteriza con estas palabras:

Las tres reducciones lingüísticas -escritura, gramática y diccionario- sirven de soporte a la reducción literaria propiamente dicha. La lista de escritos en guaraní de los siglos 16 y 17, es un claro índice de la reducción de estilos y de temas: catecismos, sermones, rituales y libros de piedad. En su mayor parte traducciones. La letra prestada se resuelve en una literatura prestada.30



Era literatura de signo cristiano escrita en guaraní, no literatura guaraní. Se utilizó la lengua autóctona, términos y conceptos de la religión indígena, reinterpretados, para sustituir ésta por los principios de la «fe verdadera», la de los conquistadores. Se produjo así un vaciamiento de los valores auténticos, una tergiversación con propósitos de suplantación cultural. La escritura sirvió para dar solidez a la dominación, y se inicia un largo proceso colonial en la literatura paraguaya, que subsiste hasta nuestros días.

Y aquí volvemos a encontrar la justificación que sustenta la conquista, la raíz ideológica del proceso colonial: la religión, la necesidad de ganar la voluntad de los «infieles» de las tierras descubiertas para convertirlos a la «fe verdadera»; la obsesiva «extirpación de la idolatría».

En efecto, la literatura de los guaraní, de signo oral, está compuesta por un conjunto de textos esencialmente religiosos: la teogonía, la cosmogonía,   —60→   las hazañas de los héroes civilizadores, los grandes mitos, los ritos actualizadores y las oraciones, que ponen en relación al hombre con sus dioses. Pueblo profundamente creyente, la vida social de los guaraní estaba marcada por la religiosidad. Tanto más que no se trataba de una religión cristalizada o jerarquizada, sino de un sentimiento que impregna tanto los hechos y fenómenos de la naturaleza, como los actos, aun los más cotidianos del comportamiento. De cada fenómeno, de cada acto emana, en forma espontánea y natural, un aliento que guarda relación y está en correspondencia con una esfera de lo sagrado. Una religión en la que, además, conviven los dioses y los hombres. La máxima aspiración del guaraní es la de alcanzar la inmortalidad, atributo supremo de los dioses y de sus elegidos, que potencialmente son todos los hombres. Inmortalidad alcanzable en esta vida, pues en algún lugar accesible existe la Tierra sin Mal, la de la perfección eterna, la de la inmortalidad, que equipara al hombre con los dioses.

La exaltada religiosidad de los guaraní, enfrentada naturalmente a la ideología de justificación religiosa de la conquista, explica pues que los jesuitas, tan preocupados por la lengua autóctona, hayan tenido mucho cuidado en evitar la transcripción de un solo testimonio de la literatura oral guaraní, portadora privilegiada del mensaje de «idolatría». Esto ocurría al mismo tiempo que se aplicaban a la creación de una literatura en guaraní, al servicio de la suplantación cultural. Gestión tanto más perjudicial si se considera que la cultura guaraní tenía esa manifestación en el receptáculo de la lengua como expresión principal y excelsa. Y esto por el hecho de que la práctica del seminomadismo, en el ámbito de la cultura material, impedía a los guaraní la producción de obras en otros géneros artísticos, como la arquitectura o la pintura. La palabra, el canto y la danza podían ser transportadas consigo cuando se producían las migraciones religioso-económicas que caracterizaban a la sociedad indígena.

La literatura guaraní subsiste de manera subterránea, como el aliento escondido que sostiene la especificidad de una cultura amenazada por una situación de contacto que, por la circunstancia de fenómenos como el de las Misiones, aparece en relación armónica con la dominante. Lo cual reduce pero no anula los efectos del choque de dos culturas en situación de desigual relación de fuerzas. Pese a la condición de cultura dominada, ese aliento mítico va prolongando la voz clandestina de los guaraní, que sigue corriendo como el canto inagotable de esos grandes ríos subterráneos, que de repente afloran con inusitada fuerza, pese -o quizá gracias- a la larga contención. En 1914 se publican, traducidos al alemán, los primeros testimonios conocidos de la auténtica, literatura de los guaraní, recogidos por un etnógrafo, Kurt Nimuendajú Unkel, adoptado por el grupo apapokuva de la frontera paraguayo-brasileña,   —61→   vertido al español y al guaraní paraguayo por Juan Francisco Recalde en 1944, y publicados en reducida edición mimeográfica. El corpus más importante es el recogido por León Cadogan, con piezas recolectadas entre los mbya de la región del Guairá, en Paraguay. Al igual de lo acontecido con el anterior, Cadogan fue adoptado por los mbya, quien así pudo recibir el testimonio de la tradición mítica, esotérica por autodefensa, de parte de un grupo que había sabido conservar su identidad social, preservar la pureza de la palabra ancestral, gracias a un tardío contacto (los mbya nunca hicieron parte de las Misiones). Ayvú rapytá (El fundamento del lenguaje humano, 1959) y Yvyrá ñe'ery (Del árbol fluye la palabra, 1971), reúnen textos esenciales, por su contenido y por su belleza, para comprender la riqueza de esta literatura cuyo resplandor y cuyo fuego no habían podido ser apagados ni apaciguados por casi cinco siglos de dominación y de discriminación etnocidiaria. En 1980 apareció Literatura Guaraní del Paraguay (Editor: R. Bareiro Saguier, Biblioteca Ayacucho, Caracas), que reúne toda la producción oral transcrita y traducida hasta la fecha. Esa literatura merece el siguiente juicio a uno de los más grandes especialistas en la materia: «A la sorprendente profundidad de sus discursos une la forma de un lenguaje notable por su riqueza poética»31. Con lo cual Clastres alude a la producción literaria de estos «teólogos de la selva», según su expresión, aludiendo a la densidad y a la sutileza del pensamiento religioso, expresado en un lenguaje de alta calidad poética.

La literatura en guaraní, en la actualidad ha perdido su condición de servicio, pero sigue siendo marcada por el signo de la dominación colonial. En efecto, como no ha superado el complejo de inferioridad colonial, se limita a ser vehículo de la expresión folclórica, o a lo sumo vehicula un teatro de impacto popular evidente. La «Obra de Arte» sigue escribiéndose en castellano, lengua de prestigio cultural. Con lo cual el escritor paraguayo, que conoce perfectamente el guaraní pero no escribe en esa lengua, asume plenamente la condición de escritor colonizado.

La existencia de múltiples textos prestigiosos recogidos en el seno de las otras culturas amerindias de gran difusión, nos induciría a pensar que en esos dominios no ocurrió lo que en el ámbito guaraní. Esta impresión se deriva, principalmente, de la conservación de los códices, es decir los libros en papel fabricado en la fibra del amate, producido en el mundo maya y azteca. En efecto, se conservan tres principales, uno de procedencia azteca y dos mayas. Para comenzar a desengañarse con respecto a la anterior idea, basta escuchar a los numerosos cronistas,   —62→   que cuentan la fruición con la que los sacerdotes, en su afán de «desterrar la idolatría», destruyeron cantidades enormes de libros, sometiendo a persecuciones y matando a sacerdotes indígenas. El cronista y obispo Diego de Landa, en su Relación de las cosas del Yucatán se refiere a los autos de fe que el mismo ordenara:

Hallámosle gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa que no tuviera supersticiones y falsedades del demonio se los quemamos todos, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena.32



A su vez el arzobispo de México, Juan de Zumárraga, se jactaba en una carta de haber destruido 20.000 libros y 500 templos. El Concilio realizado en Lima en 1583 ordenó la destrucción de los quipus; pocos años después son prohibidas las fiestas y especialmente el canto en quechua.

Frente a esta actitud etnocidiaria existió también la de los que hicieron mucho por salvaguardar los testimonios de las culturas autóctonas. En México es ejemplar la labor de dos frailes, Andrés de Olmos y, sobre todo, Bernardino de Sahagún. Cuando Sahagún es obligado a suspender su tarea entusiasta, por orden real, un grupo de indígenas formado por él prosiguió con la transcripción de los cantares y de los anales nahuatls. Además, los testimonios recogidos por Sahagún no fueron, felizmente, destruidos, aunque su publicación se hizo no hace mucho tiempo, lo cual marca igualmente el dominio náhuatl con el signo de la amputación, aunque menos agudo que el guaraní, porque algunos cronistas indígenas transcribieron en la lengua autóctona y valiéndose del alfabeto, o directamente en castellano, muchos testimonios de esa cultura. Lo mismo aconteció con respecto a la poesía, género de gran tradición pre-hispánica en la región.

Es en el dominio maya en el que se conservaron varios textos fundamentales de la cultura amerindia: dos textos mítico-históricos, el maravilloso Popol Vuh y el Chilam Balam, y una pieza de teatro, el Rabinal Achí, entre los más prestigiosos. Hay una treintena de obras menos conocidas conservadas.

Ignorados en diversos archivos de América y Europa permanecieron durante varios siglos los textos escritos, después de la conquista española, en lenguas mayenses y caracteres latinos, que constituyen una de las más importantes manifestaciones del pensamiento y la forma de vida de los mayas.33



Con estas palabras, una especialista da cuenta del mismo fenómeno   —63→   de tardía difusión de los textos de la literatura maya, que sólo comenzaron a ser conocidos en la segunda mitad del siglo 19. Pese a que el Popol Vuh, por ejemplo, escrito en quiché hacia 1500 -el manuscrito inicial se perdió- fue transcrito en español hacia 1700, y quedó durmiendo en largo olvido entre polvorientos papeles en la sacristía de una iglesia de aldea.

La literatura quechua conocida sufre la misma postergación o está marcada por el signo de la procedencia ambigua. Por ejemplo se discute sobre el origen indígena o no del drama Ollantay, conocido en el siglo 19, en una versión hecha por Manuel Palacios en 1835. La mayoría de los textos llegaron a través de la tarea de los cronistas-recopiladores, indígenas, mestizos o españoles de la época colonial. A este respecto es interesante comparar la suerte diferente deparada a dos obras compuestas por la misma época, a comienzos del siglo 17. Los Comentarios Reales del gran escritor mestizo Garcilaso el Inca, fue editado en 1609 y difundido sin trabas (salvo la prohibición que se impuso en 1780, luego de fracasada la gran sublevación indígena de Túpac Amaru). Garcilaso, educado en la metrópoli, es un destacado representante del renacimiento literario español. Su obra no choca contra la ideología colonial, pese a ser una evocación del antiguo incanato, seguramente porque ha sabido adaptar los contenidos profundos del imperio derrotado a ciertas modalidades y patrones cristianos. No ocurre lo mismo con la obra Nueva Corónica y Buen Gobierno, del cronista indígena Huamán Poma de Ayala, cuyo pensamiento, expresado en un español «quechuizado» y con dibujos, resulta altamente subversivo para el colonizador. Su manuscrito, terminado en 1617, se «extravía» largamente y sólo reaparece a comienzos de este siglo... en Suecia, siendo publicado por primera vez, en París, en 1936.

La señalada marginación, sobre todo de las obras prestigiosas, no impidió el cultivo permanente de una literatura más popular, generalmente de transmisión oral -especialmente a través de la música- que testimonia la continuidad vital de las culturas amerindias, pese a la marginación. Y aquí se incluye a las culturas menos conocidas o prestigiosas, que justamente gracias a esta circunstancia se mantuvieron más fieles a la tradición ancestral, a la autenticidad de la cultura originaria.

Ahora bien, existe otra vía por la cual las culturas amerindias se prolongan o se proyectan en el seno de las sociedades mestizas -y aquí hablo sobre todo del mestizaje cultural- de América. Esta vía es la que evoca o propone una imagen del indígena o de los elementos de su mundo. La primera proyección es la que el romanticismo latinoamericano propone. Sin duda, es la más alienada, puesto que se basa en la imagen prestada, falsa, estereotipada e idealizada del indio, que   —64→   llega como influencia de la moda europea que instituye la efigie del «buen salvaje» como figura literaria. La corriente se llamó indianismo, y significativamente floreció especialmente en las regiones en que el indio prácticamente había desaparecido. Personajes copiados de los modelos acuñados por B. de Saint Pierre o René de Chateaubriand, Walter Scott o Fenimore Cooper, pueblan las páginas de las novelas indianistas, en la segunda mitad del siglo 19.

Una transformación en el enfoque se va operando a partir de fines de ese siglo, y la imagen del indio se carga de un mensaje de denuncia acerca de las condiciones miserables a que la explotación lo ha conducido. Una acre protesta ante las condiciones de degradación física y moral de que es víctima el antiguo señor de esas tierras llena las páginas de la literatura indigenista, que surge en las primeras décadas de nuestro siglo, y se afirma en los años 30-40. Una posición ideológica de sociólogos y ensayistas precede y acompaña esta corriente literaria de gran auge en el momento en que una novela ético-realista se compromete abiertamente con los problemas sociales, económicos y políticos del continente latinoamericano. La miseria real, la condición sub-humana del indio oprimido, vejado, disminuido, despojado, sustituye a la anterior imagen idealizada del «buen salvaje» en este nuevo enfoque maniqueísta que enfrenta el indígena siempre bueno y víctima, al patrón, siempre malo y explotador. Visión compasiva, caritativa, indignada y solidaria, sin duda, pero por lo general exterior. En efecto, los autores indigenistas hablan desde fuera de esa cultura a las que, con buena voluntad evidente intentan defender. Y en un juego inconsciente de contradicción, lo que finalmente proponen es que el indígena ultrajado y expoliado deje de sufrir esas ofensas y acceda a la condición del «blanco», se integre armónicamente en el ámbito de la cultura dominante, en el seno de la «sociedad nacional», dentro del concierto igualitario pregonado por los principios de las declaraciones republicanas. Voluntarismo e ingenuidad que ignoran, por un lado, las difíciles condiciones o posibilidades de una inserción semejante en sociedades dependientes y pauperizadas; y por el otro, ignoran las especificidades culturales de los grupos indígenas, para los cuales la aceptación desemejante propuesta implica la pérdida irreparable de la identidad.

Fue necesario que los signos de la escritura cambien, en correspondencia con las transformaciones de las condiciones históricas, para que la literatura se plantee nuevos enfoques sobre la realidad social y sobre el compromiso del escritor. El concepto de realidad se modificó, se amplió, y lo meramente exterior y aparente fue trascendido para dar lugar a una noción más profunda, más compleja y sutil. Pasó así a hacer parte de la realidad un conjunto de elementos menos evidentes, pero tan reales, como son las angustias o los sueños, las frustraciones o las   —65→   esperanzas del hombre nacido en esas latitudes. Todo lo que se esconde tras la fachada de las evidencias o certidumbres de la superficie. Y esto, también afectó la imagen del indio vilipendiado, cuya redención social era reclamada en tono admonitorio, acusador y sombrío.

Una serie de escritores asumen, a través de la escritura, los valores profundos de las culturas indígenas. Escriben en español, es cierto, pero conocedores -casi todos- de las lenguas autóctonas que sirven de soporte en cada caso a esas culturas, utilizan recursos y técnicas prestadas de las mismas, que terminan por cambiar el signo del idioma dominante, literariamente hablando.

Miguel Ángel Asturias es el primero en utilizar esos valores en obras de gran densidad artística. La más intensa en este sentido es Hombres de maíz (1949), que hunde los significados en la mitología maya-quiché, alimentándose en la fuente del libro sagrado, Popol Vuh, pero al mismo tiempo actualizando el conflicto, volviéndolo contemporáneo, sin por ello dejar de ser antiguo. Una manera de unir, de reanudar el tiempo intemporal de una cultura. El mayor logro de Asturias, al nivel del significante, es el de haber conseguido recuperar en su escritura la fuerza original, el papel taumatúrgico que posee la palabra en esa cultura indígena. El de utilizar un aliento elocutivo torrencial, incontenible, en el que la palabra se engendra y reproduce a sí misma, como origen y como fin, sin pasar por el tamiz de una consecución lógica a la occidental.

Se plantea así, a partir de Miguel Ángel Asturias, una corriente que se nutre de las esencias culturales indígenas, en sus valores auténticos, no sólo al nivel del significado, sino también del significante. Escritura profundamente renovadora de la narrativa en lengua española, se erige en algo así como una «revancha» en la que la lengua dominada hace explotar, desde adentro, el idioma triunfante del conquistador. Dos son los autores principales o ejemplares en esta empresa literaria «subversiva», ambos conocedores profundos de las lenguas autóctonas: el peruano José María Arguedas (el quechua), y el paraguayo Augusto Roa Bastos (el guaraní).

Para dar una idea de la aportación de José María Arguedas, apelaré a algunos resultados y comprobaciones del investigador Martin Lienhard34. En un meduloso estudio el crítico sostiene que la obra del autor peruano realiza una tarea de desajuste de una estructura narrativa altamente significativa de occidente, la novela, a partir de una «subversión» operada en función de esquemas y funciones propias a la lengua y a la cultura dominadas. Destaco a continuación algunos de los recursos más notables señalados por Lienhard.

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Arguedas, situado en una zona de agudo conflicto o choque entre dos universos, rechaza la jerarquización del pensamiento occidental en detrimento del «Mítico». Y al integrar en su obra indiscriminadamente ambas visiones, está acordando al pensamiento mágico-religioso el mismo nivel que al racional-occidental. Dice el crítico:

El pensamiento salvaje deja de ser un pintoresco rasgo distintivo de los llamados «primitivos», para reivindicar un lugar jerárquico idéntico al del pensamiento occidental moderno que se autoproclama «científico» [...] El intento de José María Arguedas de introducir en la literatura culta (escrita) y en castellano, elementos de saber mágico-mitológico, es un intento de contraataque, de recuperación del terreno cultural indígena perdido a favor de la cultura del invasor y de la escritura.



Lienhard demuestra la introducción de la «voz colectiva», característica de la tradición quechua, en la narrativa en lengua española. Y lo hace a través de un indicio gramatical: una particular frecuencia de la primera persona plural en las formas verbales. Indicio confirmado o reforzado mediante otro procedimiento:

La realidad del hecho colectivo es una serie de elementos textuales de más amplitud: la traducción literaria de algunos símbolos significativos del pensamiento andino, colocados en lugares «estratégicos» del texto y dotados de una gran fuerza de irradiación.



Se trata de símbolos mágico-poéticos que subvierten el orden del discurso narrativo. El recurso citado guarda relación con lo que el crítico llama la «escritura mítica», la capacidad de transmitir «la materia de las cosas». Y a esa capacidad se refiere el mismo Arguedas cuando dice:

Escribir con la pata de las hormigas, con los troncos de los árboles y con las flores que sacan jugo hasta de los infiernos, con la garganta de los animales diversos, tan misteriosos que andan por las cordilleras y los bosques de Latinoamérica, animales y flores que han recibido polvo venido de todas las tierras y de todos los tiempos.



Lo que significa en palabras del comentarista:

El objetivo mítico de la narrativa para Arguedas, es precisamente el que ve realizado en el arte oral: ser capaz de convertir, gracias a la magia de la palabra (entendida en su sentido literal), una habitación no sólo en modelo del mundo, sino en el mismo mundo [...] La oralidad quechua ha sido siempre para Arguedas el lugar por excelencia donde se da esa coincidencia entre el signo verbal y la realidad.



El narrador pretende ir aún más lejos en su intento de introducir la oralidad. Por ejemplo, llevar la proliferación del diálogo hasta sus últimas consecuencias, a riesgo de la inteligibilidad del discurso narrativo,   —67→   y esto con el propósito de restituir ese «torrente» a su dueño auténtico: la colectividad, boca de la oralidad.

En otra variante de la misma idea, Arguedas se propone lo que el narrador oral: «un intento casi mágico de convertir la escritura en un lugar donde quepan el narrador y su cordón de espectadores-auditores». Como es imposible obtener la reproducción de lenguaje oral en la escritura, el autor trata de conseguir «un lenguaje escrito que constituya, a los ojos-oídos del lector un equivalente del lenguaje oral».

Lienhard resume el propósito final de esta empresa inspirada en la tradición indígena:

El mero intento de acercarse a la tradición oral colectiva y quechua, en pleno siglo 20, en una novela escrita en español, significa un desafío violento a las estructuras de la novela burguesa decimonónica [...] Este intento de destrucción de las estructuras novelescas clásicas de origen europeo o norteamericano mediante la contribución de antiguas (y modernas) tradiciones orales y colectivas, supera ampliamente el marco de la experimentación de nuevas formas narrativas importadas y cobra, dentro de la coyuntura política que vive el Perú en los años sesenta, un valor alegórico evidente: la lucha literaria total contra el invasor y por la emancipación cultural nacional prefigura la lucha de liberación en el campo decisivo, económico y político.



La obra de Augusto Roa Bastos aparece, frente a la de José María Arguedas, más discreta. Es decir, más en consonancia con la larga tradición de mestizaje cultural existente en Paraguay. Por ello mismo, más «serena», menos reivindicativa, puesto que tiene el apoyo seguro de la «preeminencia» de la lengua autóctona. Y quizá por todo esto, con un impacto de mayor «eficacia» literaria, sin que esto implique un juicio de valor, sino la constatación de dos situaciones próximas pero diferentes.

A Augusto Roa Bastos, como a Arguedas, le preocupa, se le impone mejor, el tema capital de la oralidad. Con la lucidez reflexiva que le caracteriza, el autor lo plantea, dentro del contexto de su realidad mestiza:

Como escritor que no puede trabajar la materia imaginaria sino a partir de la realidad, siempre creí que para escribir es necesario leer antes un texto no escrito, escuchar y oír antes los sonidos de un discurso oral informulado aún pero presente ya en los armónicos de la memoria. Contemplar, en suma, junto con la percepción auditiva, ese tejido de signos no precisamente alfabéticos sino fónicos y hasta visuales que forman un texto imaginario. Mi iniciación en la literatura se debió al influjo de esta creencia [...] Las estrías (de la transculturación y del sincretismo) reverberan en la cultura y en la lengua mestizas; indican la presencia de ese texto ausente o por lo menos eclipsado   —68→   que sigue subsistiendo sin embargo en la oralidad. Y es este elemento de la cultura oral el que provee la base de un equilibrio posible entre escritura y oralidad para los textos de imaginación. En ella pues, en la lengua de la cultura oral, está inscrito, es de ella de donde emerge, ese texto primero que se lee y que se oye a la vez en sus elementos de significación fónica más que alfabética; un texto arcaico y libre, latente en la subjetividad individual de cada hablante, en su afectividad emocional impregnada por los sentimientos de la vida social.35



Hay otro dominio en el que los dos autores coinciden, el de la utilización subterránea de la lengua autóctona. Creo importante plantearlo en el marco de este trabajo, y lo hago a través de la trayectoria seguida por Roa Bastos, que es más clara y que me es más accesible, por compartir el bilingüismo con el autor.

Desde los orígenes de su tarea literaria, Roa Bastos -que como poeta, ha escrito en guaraní- se preocupa de plantear y plantearse la dicotomía que significa la presencia conflictiva de ambas lenguas. Instalado en la situación establecida por el proceso colonial -asumida ya inconscientemente por el escritor paraguayo-, Roa Bastos escribe en español. Pero con la lucidez que le otorga la posesión, o mejor el ser poseído por la lengua autóctona, sabe que no puede escapar al universo cultural del guaraní, que es como la materia placentaria en que está inmerso el paraguayo. La tarea de integración de ambas esferas en la escritura será preocupación constante a lo largo de toda su obra; un acicate, un desafío, pero sobre todo una presencia irrenunciable, obsesiva. Es así como por los caminos de esa búsqueda intensa es posible distinguir el acento original que posee la voz de Roa Bastos, en la que se reconocen las inflexiones profundas de un habla constelada de imágenes, cercana de las cosas, como si las fuera inventando a medida que las nombra. Una lengua metafórica con su carga de olores, de sones abruptos, de susurros entre el ramaje. Una lengua henchida de silencios que prolongan los significados por entre las raíces trenzadas de las alusiones, de las elipsis, de los desvíos y atajos, de los implícitos. Un lenguaje con «expresiones vacías» que convocan a los sentimientos en la consecución del sentido. Un lenguaje de sonidos guturales y entrecortados, como los latidos con que la pausa intervocálica -fonema de utilización frecuente- hace explotar, despedaza cálidamente la frase guaraní. Una escritura, en suma, que está marcada por los estratos subterráneos del idioma indígena,   —69→   en una curva que va de las incorporaciones más evidentes a los más sutiles y alambicados recursos de integración lingüística. Es interesante seguir más de cerca el proceso.

Su primer libro de cuentos se inscribe en la línea de las interpolaciones en el texto, la intercalación de términos o expresiones guaraníes en el texto español, traduciéndolos luego en un glosario. Procedimiento prontamente abandonado. En su segundo libro, la novela Hijo de hombre, el autor apela a otro recurso, la metaforización de la expresión incorporada. Desaparecen prácticamente las interpolaciones; la expresión guaraní es «reducida» poéticamente en el ámbito contextual, utilizando no el término sino el halo de la voz, el aliento de la lengua. Varios libros de cuentos posteriores afirman y amplían el procedimiento mediante el cual los elementos del idioma autóctono son integrados subrepticiamente a la prosa narrativa del autor. Es así como la frase castellana se resquebraja y, por las grietas que revientan desde los soterrados, oscuros estratos, van apareciendo briznas, tufos, pedruscos quemados por el fuego de la lengua profunda, empujados desde adentro hasta los labios de la escritura. La condición de lengua con un alto grado de signos «motivados» (explicables) del guaraní, facilita la tarea aludida.

El procedimiento descrito se amplifica en su última novela, Yo el Supremo, mediante dos recursos principales. El primero aprovecha los resortes del habla popular, los giros, expresiones e idiotismos; la metaforización, atajos, síncopas, amplificaciones, abundamientos, desvíos y retorcimientos que le presta la lengua autóctona al habla popular, para convertir el concepto en imagen, la razón en poesía.

El segundo es más complejo y se basa en una elaboración intelectual consciente del autor, aprovechando la estructura del guaraní: su condición de idioma polisintético o aglutinante, que le permite -con gran ductilidad- construir las unidades sémicas en función de un elemento central, o radical, modificado por la adición múltiple de prefijos y sufijos. El autor aprovecha lúcidamente esta característica del guaraní para obtener «la deformación paródica, alterando la relación entre significante y significado». Ello con el propósito de «contribuir a la organización fónica, mejor dicho polifónica del texto», en primer lugar; y en segundo término, con el fin de «aproximar la escritura a la forma de la lengua hablada, que es la pertinencia del discurso narrativo: el texto es dialógico, puesto que está fundado en un sistema de contradicciones y oposiciones». Este movimiento dialéctico, hecha de una síntesis de complementarios que se niegan y al mismo tiempo se ligan para integrarse en un segundo sentido complejo, se propone «rescatar la palabra viva, la palabra oral, de la fijeza cadavérica de la escritura». Y el autor -a quien pertenece la serie de citas- concluye mostrando la trama de   —70→   ese tejido que le permite conseguir su propósito de «inficionar» la escritura en castellano: «Los cambios se producen por adición, supresión e interpolación; por acoplamiento, aglutinación. He seguido en esto el sistema de cambios o transformaciones de la lengua guaraní, por el cual dos o más palabras forman una nueva, alterando radicalmente la relación entre significante y significado y designando una nueva realidad»36. Es así como Roa Bastos ha logrado forjar el metal de una lengua literaria propia, en cuya aleación profunda el guaraní da la temperatura de la fusión. Una voz que con el componente esencial del idioma indígena suena con tonalidades múltiples y en un registro de resonancia nueva en castellano.

Al subvertir los estamentos de la lengua dominante, el español, o los géneros tradicionales y prestigiosos en ella cultivados, la obra de autores como José María Arguedas y Augusto Roa Bastos está sin duda realizando una operación, consciente o no, de «revancha». Una respuesta al largo proceso colonial marcado por la marginación, el menosprecio o la amenaza de extinción sufrido por las lenguas autóctonas. Una revancha que, al mismo tiempo, constituye un acto de amor, de fecundación de la lengua conquistadora. En efecto se trata de un enriquecimiento evidente de ésta, a la que se incorporan matices e inflexiones inéditas que amplían considerablemente el registro expresivo y las posibilidades semánticas del español.

¿Y las lenguas autóctonas, su futuro? ¿Y la literatura que en ellas se produce, en nuestros días?

Un trabajo emprendido con la colega Jacqueline Baldran37 nos condujo a la constatación de la existencia de una cuantiosa literatura indígena en nuestros días, escrita, cantada, dicha en las diferentes lenguas amerindias aún vigentes. Los textos, recogidos por especialistas en las distintas lenguas y áreas culturales, dan testimonio de varios aspectos y características de esas manifestaciones (y aquí no se hace la etnocéntrica distinción entre «altas culturas» y las otras; «altas» -se refiere a la azteca, maya y quechua- porque son más semejantes y próximas a las occidentales).

En primer lugar, la condición de producción multívoca, como una emanación del aliento comunitario y una expresión de su voluntad vital, de una innegable afirmación de identidad. Por ello son, al mismo tiempo, un testimonio del pasado; un signo indeleble grabado en la   —71→   memoria colectiva, en las creencias ancestrales.

En segundo lugar, al tiempo que expresan la voluntad tenaz de supervivencia, esos textos muestran -a diferentes grados- las heridas de la dominación, las huellas de la contaminación y, lo que es más inquietante, los peligros de la desaparición, las amenazas de muerte, por violencia o por asfixia, en la desigual relación de fuerzas que enfrentan esas culturas en su contacto con la «civilización».

Lo que se puede concluir en este dominio es que la perennidad de la palabra profunda, entrañable, medular, esencial, está por encima de la eventual desaparición de la cultura.

En cuanto a las lenguas autóctonas cabe evocar los dos casos más citados en este trabajo.

La Ley que en 1975 oficializó el quechua en el Perú, luego de despertar un explicable entusiasmo, no consiguió, en un lapso de quince años de vigencia, modificar sustancialmente el status de la lengua autóctona. Tanto más que, en 1976, Velazco Alvarado fue destituido de la Presidencia de la República, y con él desapareció la política lingüística que pretendía «remover las estructuras culturales del país». Se requiere un buen lapso para que un texto legislativo pueda influir en un proceso socio-histórico como es la lengua.

Queda el ejemplo del guaraní paraguayo, y su proceso evolutivo en función de su capacidad de adaptación a la realidad socio-lingüística mestiza del país. Desde hace unos años existe una progresiva afirmación de la lengua, favorecida, sin duda, por medidas administrativas «proteccionistas», aunque éstas hayan sido dictadas por el gobierno con un criterio más bien demagógico.

Hay que tener en cuenta una verdad incontestable: el guaraní no alcanzará la plenitud de su status social sino cuando recupere totalmente su dignidad, es decir, cuando los guaraní-hablantes hayan perdido el complejo de inferioridad que les inhibe para producir una obra literaria equiparable a la que se escribe en la otra lengua, el español.

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Apéndice Nº 1

Imagen



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Apéndice N.º 2

Principales grupos lingüísticos amerindios


(Se citan sólo algunos nombres de las lenguas más conocidas).

A. Eskimo (no pertenecen a las lenguas tradicionalmente dichas «amerindias»).

B. Na-Dene: Athacaspáh (navajo, apache), tlingit, haida.

C. Macro-algonquián: algonquián (cheyenne, cree, mic-mac), yurok natchez, wiyot...

D. Macro-siuán: siux, iroqués, caddo, yuchi.

E. Hokán: yumán, seri washo, harok jicaque...

F. Penutian: yokuts, miwok, coos, sahaptin (nariz horadada), chinok mixe, zoque, maya, urú (?)...

G. Azteca-tanoán: kiowa, tewa, paiute, hopi (pueblo), yaqui, tarahumara, huichol, náhuatl.

H. Oto-mangueán: otomí, mazateco, mixteco, chinanteco, zapoteco, chatino.

I. Macro-chibchan: chibcha (cuna, guaymí, dorasco), miskito, xinca, waica, paez, choco, warao...

J. Gê-bororo-carajá: gê (craho, cayapó, chavante), caingang, machacalí, botocudo, bororó, carajá.

K. Macro-panoán: pano (cashibo, cashinawa), tacana, mataco, maká, maskoy, guaykurú (toba), nambicuara...

L. Macrocaribe: caribe (wayna, maquiritare), peba, yagua, bora...

M. Quechua-aymara: quechua, aymara, jaqaru.

N. Lenguas andinas diversas: chon (ona), araucano, alakaluf, cahuapana, zaparo...

Ntilde;. Jívaro.

O. Macro-tucanoan: tucano, catuquina, puinave.

P. Arawak: guajiro, achagua, campa, piro, machiguenga, paressi, amuesha...

Q. Tupí: tupí, guaraní, chiriguano, guarayo, oyampí, cocama, omagua, guayakí, sirionó, arikem, yuruna, tuparí, ramarama, mondé...

R. Lenguas ecuatoriales diversas: timote, cariri, piaroa, zamuco, guahibo, cayuvaya, trumai.

S. Lenguas no clasificadas: keres, yuki, salish (kalispel, chehalis), kwakiuti, tarasco.





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ArribaAbajoCésar Vallejo y el mestizaje cultural

El primer presupuesto en el enfoque de un tema como el de este trabajo es la razón que me indujo a abordarlo. La poesía de Vallejo es de ruptura; como tal, me interesa saber en qué medida esa quiebra pasa por el mestizaje cultural, sobre todo teniendo en cuenta que esa obra se escribe en un país en el que el encuentro de culturas se produce en forma asaz conflictiva. Considerando, además, que Vallejo, campesino de origen, no ignoraba los componentes esenciales de la cultura aborigen, aunque no hablara el quechua.

Pero antes de abordar propiamente el tema creo necesario decir, en dos palabras, lo que entiendo por mestizaje cultural. Esencialmente se trata, en el caso de América Latina, de la confluencia indígena-española, de la inserción de la tradición hispánica -o de otras, llegadas con el elemento africano o con las olas inmigratorias europeas-, en el tronco de la cultura aborigen. Esta interferencia modifica sustancialmente la situación de base (lengua, tradición, representaciones religiosas y de la naturaleza, etc.). Las modificaciones son tanto más significativas cuanto que ha sido la lengua del conquistador español-portugués la que se ha impuesto como idioma del prestigio social y cultural, como instrumento de dominación, en suma.

En la historia de las letras latinoamericanas existe una búsqueda de identidad que se orienta por dos carriles principales: el lingüístico y el temático. Como resultado del encuentro cultural más dramático de la historia moderna, en que la concepción racionalista y la técnica del Renacimiento se enfrentan con el mundo mágico de los indios, se intenta la apropiación de un lenguaje y la concreción de un contenido en un idioma en cierta medida prestado y dentro de un contexto político balcanizado.

La vía temática es la primera en definirse a través de una literatura de contenido americano, proclamada por el programa de «independencia literaria» de los románticos, o practicada un siglo después en la novela social posterior a la Revolución mexicana. El camino lingüístico tiende a obtener una quiebra de la pureza idiomática peninsular y a buscar una «lengua nacional» (Sarmiento y otros autores del siglo XIX), o a minar conscientemente la escritura con barbarismos (el Modernismo) o con localismos (el criollismo). De mayores alcances son el negrismo del Caribe o la tarea de autores como Asturias, Arguedas o Roa Bastos,   —76→   que elaboran su obra sobre el esquema de las estructuras lingüísticas aborígenes.

Hasta ahora la crítica vallejiana no ha encarado, que yo sepa, el factor autóctono en el análisis de su obra poética. El propósito de este trabajo es el de buscar trazas de ese elemento en la poesía de Vallejo y formular una hipótesis de trabajo para el enfoque de facetas poco estudiadas del escritor peruano.

Para ello comenzaré por referirme a algunos aspectos de la biografía del poeta, interesantes por lo que pueden ayudar a ver manifestaciones de su visión del mundo. Especialmente importantes son los de la infancia transcurrida en Santiago de Chuco, capital de provincia en los Andes, en donde predominan las tradiciones conservadoras hispánicas, con la utilización de un español más castizo y arcaico que en la costa y en los centros urbanos. Pero al mismo tiempo, es patente y capital el medio ambiente rural, la presencia del indio, de las comunidades indígenas, labores agrícolas, vida agraria del campesino aborigen. Se verá más adelante la presencia subterránea de estos elementos, que en poemas como «Telúrica y magnética» aflora abiertamente a la superficie.

La juventud del poeta transcurre en Trujillo, capital costeña en la que impera una «aristocracia» hispánica muy cerrada. En el grupo bohemio al que perteneció Vallejo se rendía culto a los manes modernistas: cosmopolitismo y comienzo de la aventura vanguardista. Sin duda el ambiente de Trujillo estaba en radical oposición con el de Santiago de Chuco; habría sido el primer choque evidente en la concepción vallejiana acerca de ambas culturas. Posteriormente Vallejo va a Lima, en donde predominaba el hibridismo cultural, con predominancia de la tradición «hispánica» (criolla), conservadora, en la cual eran grandes sacerdotes Riva Agüero y Ricardo Palma (exaltación del pasado virreinal). Más tarde, cuando Vallejo ya estaba integrado a la vida parisina, dirá: «Yo no puedo vivir sino en Santiago de Chuco o en París». Oposición terruño-capital cosmopolita.

Al nivel de la lengua es interesante rastrear la evolución operada en los distintos libros. En Heraldos negros existe una utilización de palabras quechuas (especialmente en el «Terceto autóctono» de las «Nostalgias imperiales»). Pero este vocabulario pertenecía a la lengua corriente del Perú en esos momentos, no a Vallejo en particular; la temática indigenista estaba en el ambiente, como manifestación del mundo-novismo modernista. En los tres sonetos del citado «Terceto» es posible comprobar que el empleo de tales palabras está hecho, en gran medida, con el criterio modernista (exotismo, eufonía, estetismo) de intercalar vocablos raros en una escritura muy elaborada. Muchas de las palabras en quechua están puestas en bastardilla (caja, huaino), y se puede apreciar -hecho más interesante- la utilización de palabras autóctonas   —77→   transformadas en verbos: «que velan tahuasando en el sendero...».

En Trilce se borra el elemento localista, quechuista. Los peruanismos, algunos de origen quechua, son usados con el mismo sentido con que lo usa cualquier escritor peruano. Lo que en este libro predomina es el tecnicismo, el neologismo o el arcaísmo («impresión de que Trilce está hecho a base de diccionario», afirma Américo Ferrari).

En Poemas humanos, además del universalismo existe el movimiento opuesto de vuelta hacia la tierra natal, el terruño, el «lugar». Los dos elementos convergen: el elemento de mestizaje cultural propiamente sería el universalismo («afecto universal»), que trasciende tanto lo español como lo indio, pero que tiene como movimiento complementario y paralelo el llamado del terruño.

Analizando la obra poética de Vallejo globalmente dentro de los enfoques lengua/contenido, se puede ver:

a) En lo que respecta a la lengua, Vallejo desconocía el quechua. No podía pues realizar una ruptura usando las estructuras, los ritmos y el clima espiritual del idioma aborigen, tal como lo hace por ejemplo su compatriota José María Arguedas. En Vallejo parece predominar la tradición hispánica. Pero, ¿cuál es esa tradición en su lenguaje poético? Vemos la evolución de una lengua impregnada de arcaísmos a una reconstrucción personal, a una reinvención de un lenguaje, ya por el poder de la fuerza poética, ya por la manifestación de un trasfondo escondido en el inconsciente colectivo, puesto en evidencia por el poeta (especialmente las acumulaciones desgarrantes). Todo esto revela un profundo malestar ante el lenguaje, provocado por la condición de escritor colonizado, es decir la de quien debe expresarse en la lengua heredada de los padres colonizadores, que ha sido impuesta en detrimento de otra, como un sello del colonialismo que necesariamente provoca la sustitución cultural (Albert Memmi dice: «el colonialismo crea colonizados como crea colonizadores, necesariamente»). Esta situación de incomodidad le hace exclamar: «Yo soy un huérfano del lenguaje» (Carta a Ernesto More). Entonces, la angustiosa y angustiada búsqueda vallejiana tiende a dominar la lengua española, a agotarla, como expresión de desgarramiento y de desarraigo del escritor colonizado (no olvidar la empresa del mestizo Garcilaso en un perfecto español arcaizante). El uso de arcaísmos, que lo emparenta al Inca Garcilaso, es un primer intento de originalidad. El segundo es el que cumple en Trilce -en cierta medida paralelo al anterior-, al realizar el esfuerzo de creación en base al diccionario. Esta actitud crítica ante la lengua lo conduce al tercer momento de la búsqueda: desintegrar y reconstruir la lengua, en un esfuerzo que recuerda la empresa de otro escritor colonizado, James Joyce. Intentar una explosión del idioma desde el interior del mismo, con los recursos que éste da, llevando la expresión a   —78→   situaciones límites.

) En cuanto a la segunda vía, la del tema, no sería fácil afirmar que existe en Vallejo un contenido «nacionalista» de quiebra. Pero para entender el cosmopolitismo o universalismo de nuestro poeta es necesario tener presente de dónde parte el camino que lo conduce al mismo. En su poema «Telúrica y Magnética» (en Poemas humanos), cuyo título es ya una declaración de principios, Vallejo lanza una especie de programa a este respecto. Pero antes de entrar a analizar este programa, quisiera transcribir un fragmento del ensayo de José Ángel Valente, «El lugar del canto», que nos ayudará a comprender mejor este asunto. «El lugar no tiene representación porque su realidad y su representación no se diferencian. El lugar es el punto o el centro sobre el que se circunscribe el universo. La patria tiene límites o limita; el lugar, no. Por eso tal vez fuera necesario ser más lugareño y menos patriota para fomentar la universalidad»38.

Vallejo parece adherir a estas reflexiones en la frase clave del citado poema:


Sierra de mi Perú, Perú del mundo,
y Perú al pie del orbe; yo me adhiero.



Del lugar, «la Sierra» (Santiago de Chuco), se pasa al «Perú del mundo», «al pie del orbe». Esta identificación entre lugar y universo pasando por la patria merece aprobación del poeta. Analizando el resto del poema vemos que el Perú rural de Santiago de Chuco, es decir el lugar con todos sus componentes, es el que entusiasma a Vallejo. Al mismo tiempo que rechaza la simbolización convencional de la patria, la del prestigio barato. «¿Cóndores? ¡Me friegan los cóndores!», existe una entrañable puesta en valor de los elementos de la tierra, campesinos: «¡Papales, cebadales, alfalfares, cosa buena!». Exalta las cosas más humildes y cotidianas: habla del «brazo de la siembra», de la siega, de los mugidos, de los útiles, del olor del maíz que camina, acumulando en rápida sucesión metafórica sensaciones múltiples: oigo, huelo y movimiento:


¡Cuaternarios maíces, de opuestos natalicios,
los oigo por los pies cómo se alejan,
los huelo retornar cuando la tierra
tropieza con la técnica del cielo!



La «impuesta noción de patria» -al decir de Valente- está simbolizada en este poema por una evocación infantil del lugar: «¡Oh patrióticos asnos de mi vida!», o la «cristalizada retórica» de la nación, por otro símbolo de su sierra: «¡Vicuña, descendiente nacional de mi   —79→   mono!».

En fin, todo el programa está formulado a través de sensaciones vitales que evocan el «lugar del canto», en las que existe una delectación epicúrea -gozosa siempre-, como en estos versos:


¡Cuya o cuy para comerlos fritos
con el bravo rocoto de los templos!



es casi una receta culinaria.

Otras veces ese programa está dado por la nostálgica evocación de la infancia, alma del lugar:


Lluvia a base del mediodía,
bajo el techo de tejas donde muerde
la infatigable altura
y la tórtola corta en tres su trino.



Nuevamente acumulación de sensaciones gozosas, pese al tono evocativo.

La conclusión del poema es bastante significativa en esta identificación del lugar/universo:


¡Lo entiendo todo en dos flautas
y me doy a entender en una quena!



Es uno de los raros momentos en que Vallejo no tiene problemas con la expresión: una quena le basta, así como dos flautas para entender. «¡Y lo demás, me las pelan!...».

En la citada frase de Vallejo: «Yo no puedo vivir sino en Santiago de Chuco o en París», está explícitamente formulada esta reunión de lo universal cosmopolita con el lugar, la Tierra.

Volviendo a la consideración de esa visión del mundo marcada por el lugar, evocada al comienzo, se puede decir que, en el plano del mestizaje, la cultura aborigen presente en la poesía de Vallejo es la de la tierra, la agricultura: «papales, cebadales, maizales, cosa buena», elevada a mito universal (tierra = madre-madre tierra, para los incas): alimento, tierra, madre, origen, conocimiento.

No está de más evocar que esta presencia del campesino andino, del labriego de la región de Santiago de Chuco, de las tradiciones serranas, de la comunidad indígena, es la que explica inicialmente su simpatía -presente en la poesía- por Rusia y por España, países esencialmente campesinos. Y lo que, en gran medida, decide su opción política. Para Vallejo -como para Mariátegui- en el comunismo existe, en cierta forma, una vuelta a la comunidad indígena. El campesino es modelo de humanidad, como se ha visto en «Telúrica y magnética», como se puede ver en muchos otros poemas, como «Gleba» o en largos pasajes de «España, aparta de mí este cáliz».

Concluyo con la formulación de una hipótesis.

¿Hasta qué punto un autor es consciente de las motivaciones profundas   —80→   de su obra? ¿Hasta dónde está poniendo en evidencia los resortes de un inconsciente colectivo?

En este sentido, cabe preguntarse el papel que en la obra de Vallejo -desconocedor del quechua por un lado, mas por el otro no ignorante de la cultura indígena- representan algunas características de la cultura indígena. Voy a referirme a algunos elementos presentes en la obra.

1) Cuando en cierta medida convierte al indio en prototipo: «indio después del hombre y antes de él», está poniendo en situación de privilegio, de alguna manera, al factor humano de esa cultura.

2) La noción del tiempo circular, la anulación de la cronología, el tiempo que siempre recomienza, es una noción típicamente indígena, es el tiempo mítico de las llamadas sociedades primitivas. Es la noción de permanencia en lo eterno (elemento interno implícito en el mito).

3) La dualidad que le hace sentirse «huérfano del lenguaje», que le lleva a dudar de su posibilidad expresiva: «combatido por dos aguas encontradas que jamás han de istmarse»; angustia ante el desencuentro de esas «dos aguas», que le conducen a bloqueos expresivos, como cuando dice, en una suprema expresión del conflicto lingüístico: «¡Entonces...! ¡Claro... Entonces... ni palabra!». O estas otras exclamaciones altamente significativas: «Quiero escribir, pero me sale espuma / quiero decir muchísimo y me atollo» («Intensidad y altura»). O también: «Quedéme a calentar la tinta en que me ahogo».

Sigo preguntándome en qué medida esa sensación de ahogo, de atollamiento, de encebollamiento no es -en parte considerable- el resultado de la imposibilidad de conciliar las culturas encontradas en nuestro mundo mestizo, además de lo que Ferrari apunta al hablar de «una estructura gramatical y un vocabulario que tienden a implicar más que a explicar». Hasta qué punto esta necesidad -tan difícil- de «implicar» no obedece a la necesidad de «resolver a nivel simbólico las contradicciones» resultantes de un encuentro cultural en conflicto. Hasta qué punto en el «cogollo» de la «pirámide escrita» están presentes los elementos de una y otra cultura.

Y me detengo para no ir tan lejos en la hipótesis y plantear por ejemplo, la posibilidad de que los «contrarios inconciliables» de su poesía y las «yuntas», «parejas de significados en conflicto» -que señala acertadamente Ferrari39-, sean en alguna medida el resultado de la indeterminación, de la dualidad propia de las culturas míticas, amerindias (mito de los gemelos). Sé que esta suposición causará sobresalto a más de un ortodoxo exégeta imbuido de la ideología occidentalista.   —81→   Pero en el análisis de las motivaciones profundas de una obra literaria, esta suposición es tan válida como la de atribuir a la poesía de Vallejo un exclusivo origen cultural europeo.

Lo que sí me interesa señalar es la mentalidad colonial que rige gran parte de nuestra crítica: nunca se ha encarado la posibilidad de estudiar la poesía de César Vallejo dentro de una visión del mundo propia de un mestizo cultural, como fue el poeta peruano.



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