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¿De nuevo Al filo del agua?

Margo Glantz





Agustín Yáñez nació en Jalisco en 1904 y murió en el D. F. en 1980. Fue, además de escritor, profesor y político. Estudió leyes en la Universidad de Guadalajara y filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; fue profesor de la Escuela Normal para Señoritas de Guadalajara (1923-1929), así como de la Preparatoria Nacional (1932-1953), la Universidad Femenina (1946-1950) y la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (1942-1953 y 1959-1962), para citar sólo algunas de las muchas tareas docentes que desempeñó. De sus cargos administrativos, me contento con mencionar que fue jefe del Departamento de Bibliotecas y Archivos Económicos de la Secretaría de Hacienda (1934-1952), coordinador de Humanidades de la UNAM (1945), gobernador de Jalisco (1953-1959), subsecretario de la Presidencia (1962-1964), secretario de Educación Pública (1964-1970), presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (1977-1980). Además fue miembro y presidente del Seminario de Cultura Mexicana (1949-1951). Entró a El Colegio Nacional y a la Academia Mexicana de la Lengua que también presidió (1973-1980) y recibió el Premio Nacional de Letras en 1973. Se interesó en la historia y trabajó sobre fray Bartolomé de las Casas y sobre Antonio López de Santa Anna, dirigió las obras completas de Justo Sierra, publicó numerosos ensayos, dirigió la revista Banderas de Provincias en Guadalajara y publicó cuentos y novelas: destacan Espejismo de Juchilán (1940), Flor de juegos antiguos (1942), Melibea, Isolda y Alda en tierras cálidas (1946), Los sentidos del aire (1948), Archipiélago de mujeres (1943), Pasión y convalecencia (1943), Al filo del agua (1947), La creación (1959), La tierra pródiga (1960), Ojerosa y pintada (1960), Las tierras flacas (1962), Perseverancia final (1967) y Las vueltas del tiempo (1973).

Su obra es extensa; paradójicamente, Yáñez es recordado en especial por su novela Al filo del agua y quizá, exagerando, porque cuando fue titular de la Secretaría de Educación Pública alteró los calendarios escolares para adecuarlos al sistema imperante en el norte de América. Reiteraré el lugar común y en este ensayo pasaré a ocuparme de la novela que lo hizo famoso. Es más, sólo me referiré a uno de sus aspectos, el religioso.

Es bien sabido que el título de su novela más conocida hace referencia a la Revolución mexicana y que el pueblo protagonista de su novela, Yahualica, es un pueblo perdido, «¡[...] un oscuro pueblo de sombras escabullidas, de puertas cerradas, de olor y aire misteriosos!», un pueblo en el que algunos de sus habitantes desempeñan los cargos habituales durante el porfiriato y que a menudo reconocemos en las novelas de ese periodo, por ejemplo en la tetralogía de Emilio Rabasa. Allí está el director político, el práctico en medicina y farmacia -¿Madame Bovary?-, el abogado del pueblo, todos, «con fama de liberales», posibles herejes, masones, amén de sanguinarios, ladrones, brujos. Pero lo que priva en el pueblo, lo que predomina, es un sombrío patrón de vida, una versión particular de la religión católica, idéntica a la que imperaba durante la Colonia y que conocemos explicitada en los sermones, catecismos, manuales, distribución de las horas del día impresos para apuntalar la vida monástica, precisar con minucia los ejercicios espirituales y determinar la estricta organización de las procesiones de semana santa. Hay una vinculación definitiva entre el pueblo de la novela de Yáñez y cualquier pueblo colonial, también sombrío, del centro de México, antes de la Reforma liberal, un pueblo enlutado, semejante a aquellos por donde los jesuitas pasaban catequizando y amenazando a la población con los castigos del infierno. Un pueblo

[...] en el que [cuando] el Cura y sus ministros pasan con trajes talares y los hombres van descubriéndose, los hombres y las mujeres enlutados, los niños les besan la mano. Cuando llevan el Santísimo, revestidos, un acólito -revestido- va tocando la campanilla y el pueblo se postra; en las calles, en la plaza. Cuando las campanas anuncian la elevación y la bendición, el pueblo se postra en las calles, en la plaza. Cuando a campanadas lentas, lentísimas, tocan las doce, las tres y la oración, se quitan el sombrero los hombres en las calles y en la plaza.



Este cura, vestido a la antigua usanza, viola flagrantemente las leyes liberales que preconizan la separación de la Iglesia y el Estado, aplica con fervor, y al pie de la letra, las máximas de san Ignacio de Loyola: «Mirando y considerando cómo me hallaré el día del juicio, pensar cómo entonces querría haber deliberado acerca de la cosa presente, y la regla que entonces querría haber tenido, tomarla agora, porque entonces me halle con entero placer y gozo!». Los niños de Yahualica lo repiten, son los descendientes exactos de sus antepasados coloniales cuando en la escuela diariamente recitaban una vieja máxima: «Por el placer de morir sin pena bien vale la pena vivir sin placer». Los practicantes de los ejercicios espirituales de esa cuaresma fatídica, anterior a la debacle, los numerosos personajes de la novela creada por Yáñez, «meditaron en el pecado, el lunes, todo el día; el martes, en la muerte; el miércoles, en el juicio; el jueves, en el infierno; el viernes, en la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y en la parábola del Hijo Pródigo, que fue objeto -ésta- de la última distribución de la noche».

A lo mejor Al filo del agua es una novela que habla de la Revolución, de su irrupción en un pueblo perdido en la sierra y visitado de tiempo en tiempo por familias que se desplazan desde la capital del estado, Guadalajara, o de otras de sus ciudades prominentes, quizá Zapotlán el Grande. Lo visitan, sobre todo, «arrieros humildes que a lomo de burro [andan] por tierras fragosas bajo toda inclemencia, en días lluviosos, parando en hospedajes míseros, atravesando regiones y villorrios desolados».

El punto de contacto con el exterior, son, en realidad, los arrieros, un contacto periférico, primitivo, esos míseros descendientes de los expeditos sistemas de posta previos a la Conquista, de quienes tan buena cuenta nos dan los cronistas. Son enlaces comerciales rudimentarios, también vagos ecos de lo que pasa en la provincia, tan distante de la metrópoli como este «pueblo de mujeres enlutadas» de Guadalajara. Los arrieros atraviesan la historia colonial, deambulan por los caminos llamados precisamente así, «caminos de arrieros», por donde apenas cabe una mula, y, han sido reseñados en el siglo XVII en Los infortunios de Alonso Ramírez de Carlos de Sigüenza y Góngora; en Astucia de Luis G. Inclán, que recibe licencia de impresión en pleno imperio de Maximiliano, y, por fin, aparecen con nitidez en algunas novelas y memorias de Mariano Azuela. Su paso por el pueblo lo deja incólume, no toca en absoluto su vieja estructura colonial. La única actividad social verdaderamente importante, a la que se libran con fervor los pueblerinos es la práctica ineludible de los ejercicios espirituales de cuaresma; las casas de encierro, parecidas a la de Atotonilco, son los lugares públicos preferidos, además de la iglesia. Las grandes festividades de la semana mayor colorean de vida al pueblo y llenan sus calles de gente, las campanadas son su único ruido, además de su único reloj. «Al filo del agua -explica Yáñez en su introducción, casi epígrafe, del libro- es una expresión campesina que significa el momento de iniciarse la lluvia, y -en sentido figurado, muy común- la inminencia o el principio de un suceso».

La eficacia con que los excelentes padres Martínez y Reyes sustituyen o, mejor, reconstruyen los antiguos métodos de encierro de la sociedad colonial, se violenta, se hace efectiva, por primera vez -parece sugerir nuestro autor-, cuando, llegan los extranjeros (los «fuereños») que, además de los humildes arrieros, caen por el pueblo, también por semana santa, y lo trastornan. Entre los fuereños están los que regresan de vacaciones desde el norte, ahora los llamaríamos braceros, o los que alguna vez moraron en el pueblo y residen en Guadalajara y regresan a pasar las fiestas con sus parientes; los que por razones de violencia han salido de su retiro provinciano, o quienes han salido del pueblo para visitar las grandes urbes, centros de pecado, y regresan alterados a desquiciar al pueblo, o quienes encerrados en sus casas leen lecturas prohibidas y se perturban por esas lecturas enviadas por el diablo. Son ellos quienes preparan la Revolución. ¿Piensa Yáñez que ningún cambio verdaderamente profundo se realizó durante la guerra de Independencia o los movimientos de la Reforma que culminaron con la exclaustración? Tal vez esta relectura apresurada del libro de Yáñez nos obligue a formular otras preguntas: ¿Acabaría verdaderamente la Revolución con ese espíritu de encierro? ¿No estamos otra vez «al filo del agua»... de volver a Yahualica?





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