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De poetisa a poeta: la aventura intelectual

Carina Blixen





Ricardo Gullón sintetizó la noción del estilo de los modernistas con la imagen del «paso adelante» y la «aventura intelectual». Señaló que los hispanoamericanos fueron «los primeros en advertir que la modernidad implicaba una actitud diferente, un ser distinto, unos modos de situarse frente a la vida y el arte que no podían coincidir con los de sus predecesores»1. En un análisis en el que observa las maneras y las vías en que el flujo de ideas, obras e instituciones de la cultura occidental inciden en la creación de lo que llama el «ambiente intelectual» del Novecientos, Real de Azúa propuso el «signo de lo controversial y lo caótico» como marca epocal2. Por su parte, Arturo Sergio Visca, en el ensayo que abre su Antología de poetas modernistas menores, no cita a Real de Azúa, aunque señala también a la diversidad como un rasgo del fin de siglo y encuentra un elemento compartido por los escritores: «Todos viven la convicción de que en esos años en que un siglo muere y otro nace han surgido un nuevo modo de sentir la vida y una sensibilidad nueva complejísima y refinada»3.

Escritores y críticos, en esos años entre dos siglos, elaboran imágenes y metáforas para referirse a sí mismos que, en un lenguaje compartido, crean un sentido de exclusión y excepcionalidad. Carlos Reyles (1868-1938) publicó en 1897 la novela El extraño, paradigmática de la gestación de la nueva estética. Dice Carla Giaudrone que la novela «produjo la airada reacción del escritor y crítico español Juan Valera (1824-1905) [...] inaugurando la polémica sobre el progreso con relación al arte y el afrancesamiento de los escritores hispanoamericanos modernos»4. La narración de Reyles creó una imagen de escritor a través de su protagonista, Julio Guzmán, que piensa su diferencia y se protege escribiendo:

En su aislamiento sentía vagamente el vacío de no tener ninguna tarea que le pusiera en relación con los demás hombres, y al mismo tiempo repugnancia y miedo de llenarlo. Repugnancia de confundirse con la plebe, miedo de caer en la lucha, miedo de que lo pisotearan, miedo de dolor. «Para obrar es necesario enrudecerse, y yo no he hecho otra cosa que afinarme», reflexionaba, y la nítida y justa conciencia de su desemejanza, lo hacía retirarse de los cristales, coger la pluma y, si no contento, al menos resignado, meterse de nuevo en sí, como el caracol en su concha cuando hace frío5.



Esta idea romántica del poeta como ser solitario y «desemejante» convive con la visión del mismo como un «orfebre» que perfecciona su joya día a día. Si volvemos al protagonista de El Extraño, en la narración se cuenta que:

Todas las mañanas trabajaba dos horas en los Zafiros, a los que no había agregado ninguna composición desde mucho tiempo atrás; perfeccionaba las viejas. Algunos versos, muy pocos ya, veíanse señalados con lápiz azul: eran los que había necesidad de limar aún, y sobre ellos se estaba horas enteras, puliendo el vocablo, afinando el concepto, hasta que llegasen a ser sus rimas lo que él quería que fueran: frascos preciosos de esencias sutiles6.



El mismo Guzmán se precia de ser capaz de percibir la belleza de la forma más allá de la fealdad del asunto.

-Para nosotros los curiosos esto es una preciosidad artística, nada más, porque la hermosura de la línea, la verdad de los gestos, la armonía del conjunto nos embarga el ánimo, nos absorbe y no vemos otra cosa que la belleza; lo feo del asunto desaparece, muere o se presenta al espíritu en tan último término que no solo no lo perturba, sino que ni lo distrae siquiera. Pues bien, hay frases que son para mí lo que esta joya; para otros suciedades no más: ¿quién interpreta con más elevación?7



«Desemejante», «orfebre», «curioso»: rasgos del artista que la narración de Reyles pone en circulación. Unos años después, Alberto Nin Frías recurrirá, en un artículo sobre «El ideal religioso y la literatura que vendrá», a una imagen más dramática: «El artista es el Luzbel a quien las preocupaciones sociales y las mezquindades del mundo precipitaron a la vida solitaria»8. Los textos citados de escritores y críticos perfilan una idea del escritor revulsiva y poderosa pues aúna el afán de conocer, el placer de la experimentación, la laboriosidad, el aislamiento, la grandeza y la demonización.

Para la mujer no se manejaban las mismas nociones. Se mantiene en la época una ambigüedad en su nominación que resulta muy llamativa. «Poetisa» es la mujer que compone poesía. «Femenino de poeta» dice el Diccionario de uso del español de María Moliner, que establece para «poeta»: «hombre que compone poesía». Sin embargo hoy no se usa la palabra «poetisa». El término tiene algo de provinciano, anacrónico, vetusto. Se usa «poeta» para la mujer y el hombre. Tal vez porque se ha agudizado la conciencia que hay de algo desvalorizador al calificar de «poetisa» a una mujer: la manifestación de una distinción y de una diferencia que describe y al mismo tiempo minimiza.

Esto que parece el resultado de un proceso de desplazamiento de sentido ocurrido en los últimos tiempos, estaba presente en la conciencia de María Eugenia Vaz Ferreira. En una oportunidad le manda versos a Alberto Nin Frías y le escribe: «yo siento por ellos una pasión intermitente... tan pronto me considero primer poeta de América, como la más insoportable poetisa del Uruguay...»9. La «poetisa» era un modelo que estaba muy a mano: para describirlo habría que evocar un ambiente de salón provinciano, de «juegos florales», de patio de escuela y casa con carpetitas y retratos. En las pocas cartas preservadas dirigidas a Nin Frías, María Eugenia realiza apreciaciones sobre su persona que coinciden con los testimonios de diversos allegados, sobre su inteligencia, sensibilidad y carácter desconcertante, que revelan una lucidez del todo ajena a la «poetisa»: «... a pesar de mi carácter independiente y despreocupado, o tal vez por eso mismo tengo por la respetabilidad femenina, como yo la entiendo, una susceptibilidad casi enfermiza»10.

La imagen de la «poetisa» estaba delineada en las presentaciones de las poetas mujeres que los hombres hacían en las revistas de la época. Una reseña al libro Lirios (1902) de Ernestina Méndez Reissig en la revista Vida Moderna (marzo, 1902) empieza: «Estos libros no resisten el análisis; es preciso leerlos con absoluta sinceridad, sin prevención alguna; abrirles el alma de par en par, para que en ella penetre la poesía intensa y sugestiva, que brota de sus versos ingenuos, llenos de infantil candor». En agosto del mismo año, en la misma revista, María Morrison Masini publica un poema, cuyo título: «Sin savia», admite ser leído como autocrítica no intencionada. Así se la presenta:

La delicada poetisa que inaugura su colaboración en Vida Moderna, tiene justo derecho a la consagración que solo alcanzan los intelectuales elegidos. MMM es muy joven aún. Dotada de un refinado temperamento artístico, que le hace comprender el vario laberinto de la vida con la clarovidencia de un apóstol de escuela positiva, no la engañan las altas regiones cuando el vuelo de su imaginación ardiente la lleva a huir del prosaico y monótono nivel del mecanismo diario, ni olvida la sublimidad de la verdadera poesía, la eterna poesía de la abnegación en la nobilísima tarea de maestra de escuela, a la que dedica la fuerza de sus más puros entusiasmos. Ha colaborado ya en varios periódicos literarios de aquí y de Buenos Aires; y si sus versos son sinceros, valientes, sentidos, la prosa irreprochable de sus numerosos cuentos y novelas cortas, la colocan entre los más castizos escritores del país.



Al final de la presentación no puede faltar la prosapia patricia (la de un padre de la Patria) que la autorice: «MMM es nieta del constituyente don Ramón Masini». El mecanismo que la noción de «poetisa» supone es el de desplazamiento: en este caso de la obra hacia una actitud de servicio: la «verdadera poesía» en la mujer reside en la «abnegación» con que sirve a los niños y a la sociedad como maestra, no en lo que escribe. En otros, será de la obra a los rasgos, físicos y/o espirituales, de la mujer. Se puede continuar con los ejemplos: Ricardo Sánchez hace una bibliográfica al libro de Ernestina Méndez Reissig -asidua colaboradora de las revistas del novecientos- Lágrimas (Dornaleche y Reyes, 1900) que es un modelo de paternalismo:

Pero no hay regla sin excepción y la excepción en este caso la constituye la delicada niña y gentil poetisa (subrayado en el original), Ernestina Méndez Reissig, que avanza fuera del círculo de sus íntimos, con la publicación del simpático folleto intitulado: Lágrimas en que el verso sentimental alterna con la suave y sencilla prosa11.



La misma poeta es presentada en la revista Apolo (junio-julio 1906) como una «poetisa tierna, emotiva; tal el alma de Bécquer, con quien tiene afinidades sentimentales». Para medir el peso de esa convención podría aportarse otro ejemplo. Una mujer que escribe poesía combativa puede considerarse un fenómeno a destacar. Esther Parodi Uriarte publica el poema «Rojos» «Para Ángel Falco, admirativamente» (Del libro en prensa Holocausto). Bajo el título de «Una poetisa roja», Falco, poeta y anarquista, la someta a una presentación absolutamente convencional y burguesa (Revista Apolo Año II N.º 9, nov. 1907).

En las reseñas de las revistas del Novecientos es común encontrar la palabra literato-literata usada con un sentido despectivo. De María Torres Frías, quien publicó Hojas de rosas (Salta, 1902) se dice: «... es una verdadera poetisa, que nada tiene que ver con las literatas que tanto abundan en el medio ambiente americano...». Algunos años después, Victoria Ocampo, escritora y tenaz promotora de la literatura «moderna», hizo referencia al mismo sentido de la palabra. Escribió en su Autobiografía II: «Literato es una palabra que solo se toma en sentido peyorativo en nuestro medio [...] Si se trata de una mujer [...] está al borde de la perversión y en el mejor de los casos es una insoportable marisabidilla, mal entrazada»12. ¿Sería «la literata» la mujer que pretendía saber y por lo tanto era una pretenciosa? La contraposición poetisa-literata del primer juicio no funciona en el hermoso testimonio que Osvaldo Crispo Acosta dejara sobre María Eugenia Vaz Ferreira. El crítico señala una de las desavenencias entre María Eugenia y su mundo: «Para los más fue la poetisa, la literata, ella que tal vez solo hubiera querido ser, en toda la plenitud de su alma sincera, la mujer de gran corazón y gran inteligencia que asomaba entre sus risas»13. En la melancolía con que consigna esta dualidad reside una de las claves del desacomodo de María Eugenia y de la trampa de la poetisa. No es dramática la situación de ser vista como tal, pero es una limitación a su posibilidad de ser libremente. Un cerco probablemente imperceptible para la mayoría, pero previsiblemente insoportable para el carácter libre y fuerte de María Eugenia Vaz Ferreira.

Delmira y María Eugenia no llevaron la vida que la sociedad burguesa les tenía destinada y ocuparon el lugar de la «poetisa» de una manera ambigua, molesta, cargada de contrasentidos. En Las poetas fundacionales del Cono Sur, Elena Romiti estudió la manera en que Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou, en la década del veinte, colocaron a Delmira Agustini en el lugar de la fundadora al mismo tiempo en que concibieron la figura de la «poetisa» como una estrategia de supervivencia y ocultamiento. Dice Romiti:

La imagen pública de la poetisa inaugural requería del componente de la inocencia que conectaba con una concepción de la creación literaria o poiesis que tradicionalmente en Occidente derivaba del ingenio y no de la técnica, esto es de la naturaleza y la inspiración irracional, nunca de estrategias de construcción de imagen propias de la modernidad14.



Delmira Agustini reprodujo en sus libros gran parte de los juicios convencionales y prejuiciosos que recibió, salió airada a defender a sus críticos en una pseudo polémica con Alejandro Sux, a la que me refiero más adelante, y tuvo un sentido profesional a la altura de sus cogeneracionales. En sus primeras poesías hay una conciencia muy clara de la condición excepcional del poeta: En «¡Poesía!» (Rojo y Blanco, 27.9.1902) dice en dos versos: «¿Acaso puede al esplendente cielo / Subir altivo el infeliz gusano?». «La fantasía» (La Alborada, 14.12.1902) es: «Un camino ignorado para el vulgo / Y que solo conocen los poetas» «Flor nocturna» (La Alborada, 28.12.1902) metaforiza la figura del poeta: «¡Hastiada siempre de lumbre! / ¡Siempre de sombras sedienta!». En este poema y en ¡Artistas! (La Alborada, 22.2.1903) dedicado a María Eugenia Vaz Ferreira es posible señalar cómo la poeta construye literariamente una actitud de incomprensión e insatisfacción en su medio. Coloca a su «Flor Nocturna»: «¡Lejos de envidias y odios! / ¡Lejos de traiciones negras!». Ve tras los pasos de María Eugenia a «dos sombras inclementes»: «Son la envidia y la calumnia, dos hermanas maldecidas».

Delmira participó en su poesía del mito del artista incomprendido y lo hizo, como María Eugenia, asumiendo el desafío de crear una voz propia. Ambas participaron de la gran «aventura intelectual» de los creadores modernistas. No estuvieron a la zaga, no quedaron en la confortable trampa de «la poetisa». El poema citado dedicado a María Eugenia funciona como un espejo: un paso en el camino de interiorización que realiza en su poesía. Quiero recuperar, a través del recuerdo de Esther de Cáceres (1903-1971) otro momento en que las dos grandes poetas aparecen unidas. Contó Cáceres que asistió a las clases de literatura que daba María Eugenia Vaz Ferreira en la Universidad de Mujeres en 1915 y que en su memoria competía la voz de su profesora hablando de la poesía de Delmira con las murmuraciones tenaces que sucedieron a su trágico final. Después vinieron Juana de Ibarbourou, las poetas del 45 y en los últimos años los feminismos, pero el gesto de María Eugenia fue el primero y fundamental15.


Los costos de la aventura intelectual

En lugar de la pregunta foucaultiana de cómo se construye una mujer en el novecientos, preguntaría cómo se destruye. Esto obligaría a una visión más interior, que tuviera en cuenta los demonios personales en relación con el medio. La respuesta más inmediata y obvia es «queriendo ser distinta» del estereotipo que la sociedad patriarcal le asignaba. Las feministas, las mujeres integradas a un trabajo, encontraron en una solidaridad de grupo o clase las fuerzas para su lucha. Pero ¿qué sucedía con la mujer aislada, con la intelectual no programática, absorbida por una búsqueda individual realizada en soledad?

Aunque es evidente la injusticia de la relación subordinada de la mujer al hombre en el Novecientos, señalar este hecho no alcanza para explicar la naturaleza de sus vínculos en la vida cotidiana. En esta dimensión, el poder masculino fue y sigue siendo doblegado a través de sutiles formas de perversión e inversión. Muchas veces las mujeres ejercieron un poder real, oculto tras las formalidades del dominio que se ejercita hacia fuera: la locura, la histeria, las dolencias pudieron ser vehículo para ejercitar un control tortuoso, del que se es victimario y víctima a un tiempo.

¿Qué pasó con el «destino biológico» de estas mujeres? Sabemos del miedo de la madre de Delmira de que quedara embarazada y arruinara su desarrollo como poeta. No sabemos si a María Eugenia ello le pesó especialmente en su opción por la soltería. La palabra «solterona», que ya casi no se usa, estaba cargada de un sentido despectivo muy fuerte. No parece casualidad que la protagonista del cuento «La virgen muerta» de Manuel Medina Betancourt sea una mujer de 40 años, fea, con plata, y muy lectora. Es la «solterona»: el narrador no le da ninguna chance en el amor16. La renuncia al «destino biológico» era uno de los costos previstos con que se podía pagar el lanzarse a la aventura intelectual.

Rafael Gutiérrez Girardot ha analizado la contraposición entre el lugar de trabajo del burgués y su «recinto interior» a partir del concepto de intérieur elaborado por Walter Benjamin:

Para el burgués, el espacio de vida entra en contraposición por primera vez con el lugar de trabajo. El primero se constituye en el intérieur. La oficina es su complemento. El burgués, quien en la oficina tiene en cuenta la realidad, pide del intérieur que lo distraiga en sus ilusiones. Esta necesidad es tanto más urgente por cuanto no tiene la intención de ampliar sus reflexiones sobre el negocio hacia reflexiones sociales. Reprime las dos en la configuración de su mundo circundante privado. De allí emergen las fantasmagorías del intérieur17.



Para el artista hombre esa contraposición entre espacio de vida y de trabajo, se resuelve de manera distinta al común de los burgueses, pues su producción destruye o anula esa división. La mujer escritora al crear multiplica ese recinto íntimo que le es propio. No importa dónde escriba el artista: en el café, en su escritorio, en su cama, en la cocina. Cuando Virginia Woolf, en el ensayo citado, dice que «una mujer debe tener dinero y un cuarto propio» se entiende que lo que le falta a la mujer es la posibilidad de ser respetable por dedicarse a lo que libremente elige como trabajo y realización personal.

¿Cómo vivirían interiormente las escritoras esa divergencia entre una realidad que las infantilizaba o recortaba y la experiencia de la creación? Tal como la enfrentaban Delmira y María Eugenia, esta última conllevaba una vivencia de riesgo, de libertad, de absoluto que disonaba estruendosamente con su contexto inmediato. Por ejemplo, se puede rescatar del recuerdo de sus contemporáneos, una María Eugenia Vaz Ferreira que se acerca a la figura de la beata. En una de las cartas a Alberto Nin Frías ella dice de sí:

mis ideas intelectuales y sentimentales son complicadas y confusas, en cambio las religiosas (a partir de algunas divagaciones que no me permitiré escribir) que es lo que en los casos normales influye en el concepto que se tenga de la muerte, son de una pureza y sencillez tal que Ud. se asombraría. Soy de un misticismo salvaje18.



Tiene una manera lúcida, nada convencional de referirse a una forma de religiosidad que exteriormente adopta, y exagera, las formas prescritas. Ese «misticismo salvaje» es extremoso para la práctica habitual de la religión. Parece un refugio a una razón demasiado exigente, demasiado implacable. Pero nada de esa religiosidad hay en su poesía, fundamentalmente escéptica. Si uno cree en la raigal honestidad del artista, tiene que pensar que la María Eugenia verdadera es la desolada que aparece en sus poesías y no la beata que cumple con los ritos.

Tal vez valga la pena preguntarse de qué liberó y qué responsabilidades les creó a Delmira y María Eugenia su situación de escritoras. Es posible pensar que la idea de «excepcionalidad» en la que tanto abundan las crónicas sobre sus poesías y personas fuera una especie de refugio: una manera de no someterse ni romper el sistema de reglas opresivo. Ambas lograron que sus formas de actuar fueran consideradas «extravagancias» propias de su talento.







 
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