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"De sobremesa" de José Asunción Silva. Pintura, poesía y novela



La novela del escritor colombiano José Asunción Silva, que se publicó por primera vez en 1925, bajo el título de De sobremesa, 1887-1896 (50 ejemplares), se revela como un texto crítico que constituye un espacio para la reflexión del intelectual modernista sobre algunos aspectos del arte, la filosofía y, en definitiva, la estética de fin de siglo1. El vehículo de esa reflexión en la novela es José Fernández de Andrade, un personaje contradictorio y atormentado, desgarrado por sus conflictos internos y que ejecuta la duda a cada instante. Fernández, protagonista de la obra, lo es también de un discurso sobre el arte y el artista finisecular. Esa visión que nos transmite el personaje, vivida como experiencia propia, tiene un parentesco real con la idea que Charles Baudelaire, obsesionado desde muy joven por la misión de la poesía y del poeta y por el proceso de la búsqueda de la armonía y el ideal, nos transmite en sus meditaciones estéticas. Baudelaire era uno de los poetas verdaderos que Fernández reconocía y admiraba, como se desprende de sus palabras:

[...] una tentativa mediocre [se refiere a sus Cantos del más allá] para decir en nuestro idioma las sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados que en formas perfectas expresaron en los suyos Baudelaire y Rossetti, Verlaine y Swinburne2.



En su Salón de 1846, Baudelaire afirmaba que el primer objetivo de un artista es el de poner al hombre en lugar de la naturaleza y reaccionar frente a ella. Para el poeta francés la labor del artista verdadero parte de una percepción supranatural del dinamismo secreto de la vida. En su estudio L'artphilosophique se opone al didactismo como fin de las obras de arte, abogando por un arte puro y definiéndolo como una manera de crear una magia sugestiva, que contenga al mismo tiempo al objeto y al sujeto. Mundo, arte y artista se funden.

Para Baudelaire el elemento formal de la obra de arte no tiene un solo sentido ni depende de un único factor, sino que la obra artística debe sugerir algo que va más allá de lo formal y llega a revelar la belleza eterna que envuelve a los seres y a las cosas. Bajo este principio formuló su teoría de la dualidad del arte, cuya esencia contiene una parte individual y circunstancial y una parte eterna e ideal, en su obra Lepeintre et la vie moderne (1863). En el año 1859, el poeta ya se opone abiertamente al arte realista y al tipo de artista que lo produce y que empezaba a triunfar en esos momentos; Baudelaire por el contrario, defiende al artista imaginativo que intenta seguir el dictado de su propia intuición a través de su imaginación creadora, emparentada con el infinito. Por ello, el arte no puede ser didáctico, sino que ha de estar centrado en su propia esencia artística.

El intelectual tiene un papel definido en su mundo y ese papel es el que busca desesperadamente José Fernández y que Baudelaire también explícito. Su creencia es que el artista tiene que revelar por medio del lenguaje especial de la obra el encanto, las contradicciones y los valores del mundo en el que está inmerso3.

Cuando se refería al artista y a su relación con el mundo, Baudelaire situaba al artista frente a la «modernidad», concepto que busca y obtiene de la moda y de la historia por el procedimiento de extraer lo eterno de lo transitorio. La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno, lo inmutable:

Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es muy difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, respectivamente o conjuntamente, la época, la moda, la pasión [...]. La dualidad del arte es una consecuencia de la dualidad del hombre4.



José Fernández, el protagonista de Silva, es un poeta inmaduro que suscribiría estas ideas baudelerianas por lo que tienen de románticas y a la vez de modernas. Fernández siente la sed del ideal y una constante y desazonadora insatisfacción que le conduce a la necesidad de experimentar el exotismo y la voluptuosidad para poder soportar la insostenible monotonía, lo que le convierte en un dandi refinado y rebelde, como actitud existencial frente a la vulgaridad de lo mediocre humano, y también frente a la misma mediocridad de sus propios escritos.

José Fernández es un caótico, hipersensible y voluptuoso continente de las ideas estéticas de Baudelaire, con sus precedentes románticos del arte y del ideal; también es un ser hombre-poeta que se debate entre el pensamiento y la poesía, al que la búsqueda del ideal y su tendencia espiritual y mística lo alejan del tópico decadentismo. Su percepción del mundo, pero sobre todo su manera de aspirar a intervenir en él, es la de un poeta, no la de un filósofo. Su vocación poética se congela en el fruto de dos libros de poemas, uno temprano y otro juvenil, que sus amigos alaban, pero que no le reportan felicidad alguna al artista porque no cree en lo que los textos tienen de verdad. La angustia de José nace del conocimiento intenso y profundo que tiene de sí mismo y que solicita de las cosas. Pero no es capaz de articular su conocimiento utilizando el lenguaje racional de la filosofía; ese deseo de templanza mata su calidad de poeta que vive y lo convierte en un ser atormentado y complejo, incapaz de dar a su vida un sentido auténtico, no la convierte en arte, aunque ese sería su fin inalcanzable5. Su vida es una crisis continua; como poeta no renuncia a nada; tiene todo y necesita todo, sus sueños y sus fantasmas interiores y la vida real. Funde vida y arte, y la confusión se acrecienta de tal modo que se funde la forma y lo que está bajo ella, procede como un poeta, justo al revés que el filósofo, que va delimitando paulatinamente y mediante el esfuerzo, los límites para poder distinguir la unidad6.

De Sobremesa en una novela sin acción con una compleja reflexión acerca de la crisis del intelectual. Su planteamiento es el de una novela-diario que sirve para manifestar el hecho de que se ha escrito para defender un estado real de soledad, de aislamiento del mundo que aparece sustituido por los marcos artísticos que rodean y aprisionan el texto. El acto de escribir un diario manifiesta un inteligente interés por explorar la realidad mediante el ejercicio de la escritura. Recordemos que el momento elegido para el inicio de esa lectura del diario es la noche, que no se trata de una lectura espontánea ni decidida por el propio protagonista, sino que es inducido a ella por parte de sus amigos. La lectura de su diario7 significa una confesión en voz alta en el contexto de una reflexión que se produce con una distancia temporal con respecto a los hechos objeto de tratamiento. El lector, como los oyentes, no puede vivir la narración como abierta y sorprendente, puesto que el narrador acude al texto contenido en el diario necesariamente como una historia del tiempo pasado, no una historia viva.

Fernández, en su sobremesa, no habla, lee un texto que previamente había escrito. Manifiesta la voluntad de retención en el acto de escribir. Escribir es lo contrario de hablar, acto en que las palabras se desprenden de nosotros. Escribir significa la voluntad de perdurabilidad y de liberación, pero al hablar se logra solo un fin utilitario de carácter inmediato nunca perdurable. La búsqueda de algo permanente, por medio de la reflexión sobre lo transitorio, es lo que empuja al personaje de Silva a escribir. Para toda escritura verdadera se necesita previamente un gran silencio, lo que equivale a una disponibilidad del alma que constituye una necesidad de los poetas formulada como intimidad de los poetas al principio de la novela.

El comportamiento de Fernández es el comportamiento de un perplejo. La vida es una actividad incesante aun en su quietud y ha de tener un mínimo grado de transparencia. Pero sobre todo, es necesaria la forma para la vida; una forma que la contenga y que la soporte para realizarse en su seno8. El concepto de transparencia se confunde con la idea de forma y sucede que en algunos individuos, los perplejos, no se produce la transparencia ni la visión. El individuo perplejo es acosado por el pensamiento y privado dolorosamente de la visión. El pensamiento, aun con su gran riqueza, no nos libera de la perplejidad.

La perplejidad solo puede ser superada mediante la contemplación de la armonía entre la vida propia y el mundo o lo demás. La no superación de la perplejidad supone la incapacidad de la elección y de la decisión. Sin embargo, un perplejo como Fernández es un privilegiado, puesto que su situación no se deriva de una carencia, sino de la sola ansiedad para la elección. El perplejo conoce pero no tiene su conocimiento en cuenta. Carece de presente, su personaje está inmovilizado por el temor y no es capaz de afrontar el riesgo de decir sí o no. En definitiva sabe lo que busca, pero no puede tocarlo aunque conoce los medios de llegar a él. Esta apreciación puede derivarse de la conducta de José Fernández en la novela. El personaje se debate en un conflicto entre sus ideas y sus sentimientos como artista o sobre el arte y la vida misma, ajena a su visión artística y es empujado a mantener un ritmo de vida descaradamente real aunque nunca vulgar.

Fernández necesita de la acción9 más que de la claridad, necesita el riesgo, se siente deslumbrado por el pensamiento que no penetra en su alma, sino que lo mantiene en un estado de suspensión o deslumbramiento, de multiplicidades. Su actitud es la de quien mira a un lado y no se fija en parte alguna, no se detiene. Sus conocimientos son parciales, sin conexión entre sí, por ello ansía crear un plan, pero para ello necesita un centro real y sólido. Helena se revela como el centro necesario para ese plan. Su vida se debate entre la inquietud y la soledad causada por la ausencia de toda certidumbre. Su existencia fluye dócil y sin meta, y su justificación es la espera de la revelación del sentido de la vida -encarnada en Helena- que haga posible la revelación de la parte de sí mismo que se escapa. Ella, la santa, la salvadora, la muerta, la soñada, le descubre una parte de sí que desconocía, una parte mística y voluptuosa a la vez. El solo elemento necesario que se impone a Fernández es Helena. Le viene de afuera como una verdad constituida y se ofrece sin posibilidad de que intervengan en ella. Su amor por la aparición ideal llamada Helena está forjado en un fracaso de la realidad inmediata, es un amor que se afirma en la imaginación y que verifica y fortalece las ideas previas. Es el amor a la idea. La objetividad encierra y limita, y es necesario disolverla y hacer que nada permanezca como verdad inalterable. Se adopta la idealidad como ansia o esperanza retórica de realización.

Esta experiencia del amor absoluto se opone al amor como ejercicio de la carnalidad que está presente en la trayectoria vital de Fernández y que camina hacia su disolución, como amor a las mujeres transformado en misoginia. Helena se opone a las demás, su materialidad etérea es opuesta a las demás carnalidades femeninas, y su muerte no es contemplada por el personaje aunque sucede en la supuesta realidad histórica; en cambio las otras mujeres mueren, sin fenecer, se terminan como adyuvantes del personaje, y permanecen vivas objetivamente.

El amor sin transparencia se transforma en libido furiosa y destructora; la furia carnal se salva solo si se transforma en amor con un objeto propio de amor. Fernández vive su dispersión vital también y de una manera muy importante en el aspecto sexual10 y le salva únicamente la persecución de la pureza del ideal al que aspira. Su intento de recogerse en la soledad de la abstinencia sexual es un intento de alcanzar el don o la gracia de la creación artística (a Helena), de alcanzar el amor, de la acción o de la visión de su propia vida, venciendo así su perplejidad fecunda pero desasosegante.

La literatura y la pintura se unen aquí, en la necesidad de explicar la relación que con el mundo tiene Fernández y cuál es su experiencia del amor y del arte.

Los retratos femeninos que ofrece la novela, así como la recreación de sus ambientes, nos ofrecen la posibilidad de relacionar la materia pictórica de este fin de siglo con la literatura, y nos ayudan también a recrear el ambiente de la obra. Literatura y pintura, y aun música, relacionadas en un mismo fragmento de arte. Recreemos las imágenes de la literatura y encontraremos un tratado del arte que le es contemporáneo.

Entre dichos retratos de mujer presentados en la novela existen dos modelos fundamentales, que se corresponden estéticamente con el gusto (frente al arte de Rafael) de los primitivos, con el prerrafaelismo: son las mujeres que pertenecen al tipo de santas, y las otras mujeres, las reales, identificadas aquí como prototipo de Venus, por las continuas alusiones a representaciones artísticas de Venus o de modelos clásicos o cuatrocentistas de mujer amada y carnal, que las introducen en el texto. Son retratos en los que destaca la boca roja, los senos, las orejas y las joyas, por ejemplo. Entre estas últimas hay dos, María Legendre y Consuelo, que son rescatadas por Fernández de un marido infiel y de los recuerdos de un amor de infancia, Consuelo, y de un origen sórdido, María Legendre, mujer de un natural, sorprendente y refinado gusto estético. Estos dos personajes se apartan de las mujeres frívolas, viciosas o prostitutas que el protagonista también conoce.

Las dos son más que un episodio carnal en la trayectoria sentimental del personaje en busca de la amada ideal, y cuando se refiere a ellas introduce datos estéticos de carácter relevante. Su buen gusto y su ingenuidad adquieren un significado de pureza, si no moral sí estética.

María Legendre es amante de aristócratas y protectora de poetas, es una «delicada criatura ataviada e idealizada por proveedores artistas», cuyo apartamento sobre el Parque Monceau está amueblado «con un refinamiento de gusto inverosímil», que se resume del modo siguiente:

La salita con las paredes tendidas de una sedería japonesa, amarilla como una naranja madura, y con bordados de oro y plata hechos a mano, amueblada sobriamente con muebles que habrían satisfecho las exquisiteces del esteta más exigente [...] [en] el cuarto de baño, donde lucía una tina de cristal opalescente como los vidrios de Venecia, junto a las mesas de tocador, todas de cristal y de nikel, sobre la decoración pompeyana de las paredes [se refiere a un mosaico] y del piso, sugerían la idea de que algún poeta que se hubiera consagrado a las artes decorativas, un Walter Crane o un William Morris, por ejemplo, hubiera dirigido la instalación detalle por detalle11.



Esta es la primera vez que hace referencia explícita al movimiento Arts & Craft. El Arts & Craft, fundado por William Morris, se dedica a llevar a la artesanía el espíritu de la Hermandad Prerrafaelista. Morris, pintor y poeta, citado por el personaje de la novela, fue un hombre de acción, que partía del pensamiento de Ruskin y de Marx, y formuló la idea del arte popular, intentando dar un valor estético al arte de la industria. Burne Jones, A. Mackmurdo, W. Crane, Madox Braum, son artistas prerrafaelistas que trabajaron con William Morris en la ilustración gráfica.

Al final de la novela aparecen nuevas alusiones al movimiento de Arts & Crafts, esta vez no tanto al resultado ornamental de su producción, sino más bien a su teoría social, o en una intervención de Rivington, en Londres, en la que aconseja a Fernández sobre su plan, el plan al cual dedicar su vida:

Vea Ud., en lugar de pensar en ir a civilizar un país rebelde al progreso por la debilidad de la raza que lo puebla y por la influencia de su clima, donde la carencia de estaciones no favorece el desarrollo de la planta humana, asóciese Ud. con alguna gran casa inglesa a cuya industria sea aplicable el arte, con unos fabricantes de muebles o de porcelanas, de vidrieras o de telas lujosas para tapizar y consagre Ud. su talento a hacer por ese medio objetivo la educación estética de los consumidores. Con una sola idea de arte aplicada a la industria se ennoblece esta, como se perfuman hectolitros de alcohol con una gota de esencia de rosas12.



Esta mujer, María Legendre, es una bella gozadora refinada y naif. Destaca su cuerpo el narrador y dice que:

Tiene perfil de Diana Cazadora, cabello rubio pálido, orejas diminutas, muñecas redondas y finas y sobre el corpiño bajo de gasa verde pálida que dejaba medio desnudo el seno, brillaban, ardían, las diáfanas esmeraldas de mi tierra [...].



Esta imagen la hace parecer un ser irreal o una ondina de las selvas. La música de Wagner -El anillo de los Nibelungos- ayuda al personaje a recrear esta visión. Su mirada le provocó un escalofrío de voluptuosidad, frente a la mirada de Helena, que le provocará una reacción de arrepentimiento, como veremos. El narrador relata:

Tres días después la palidez ambarina, las líneas perfectas, el olor a magnolia, el vello de oro sedoso, las voluptuosas posturas sobre las sábanas de raso negro, como una Afrodita, dedicada al amor13.



Consuelo, el amor de la infancia es una «Virginia vestida de muselina blanca» a la que él regala las flores del ayer, las orquídeas parásitas rosadas de Guaimis que, significativamente, son un símbolo sexual como principio masculino, frente a los lirios que adornarán a Helena, toda pureza y femineidad. Inocente y anoréxica, a Consuelo, José le hace decir que solo toma café negro y una copita de marrasquino, en taza de Sèvres y frágil copa en forma de lirio (copa de pureza). Con ella visita el Museo del Luxemburgo en París. Allí estaban colgados, probablemente, los cuadros de Gustave Moureau que enamoraron al propio José Asunción Silva.

A Consuelo, mezcla entre lirio y orquídea, José la seduce, tocando las fibras más sensibles del sentimiento, dice él. A las demás mujeres carnales, les seduce la idea del placer, no José, quien las llama «viciosas, coleccionadoras de sensaciones» y «corrompidas por el arte y la literatura». Es el ejemplo de Olga, la rubia baronesa alemana, que tiene la «carnadura dorada de las Venus de Tiziano, un seno de Juno, medio desnudo de un corpiño verde oscuro», adornado con diamantes y con unos «labios rojos como una fresa madura».

Julia Musellaro aparece asociada espacialmente a la Venus de Milo, digna de presidir una orgía de príncipes Borgia en el que se mezclaran besos y veneno.

También encontramos a Nini Rousset, otra Venus calificada como «una divetta de un teatro bufo, una Mesalina comprable, grosera como una verdulera y hermosa como una venus griega». José intentará estrangularla.

Nelly, la americana, a la que conoce en una joyería y a quien comprará diamantes purísimos, con sus curvas deliciosas del seno, los torneados brazos y las piernas largas y finas como las de la Diana Cazadora de Juan Goujon, en alusión a la pintura del renacimiento, la nuca llena de vello de oro, los espesos y crespos cabellos oscuros de visos rojizos, los grandes ojos grises, la naricita fina y la boca roja como un pimiento, una flor de carne acabada de abrir.

Hay más mujeres: Ángela de Roberto, lesbiana, que es retratada con arreglo al tipo que supuestamente corresponde a sus inclinaciones sexuales: alta huesosa, los ojos ardientes, el seno sin relieve, con algo hombruno...

Lady Vivian y Fanny Green están ausentes y son evocadas en Londres cuando el personaje piensa en salir a Regent Street para buscar a una Jenny, prostituta, en un poema de Rossetti y encontrar para ella la regeneración moral: «Oh alegre, perezosa, lánguida Jenny, amante de un beso y una guinea».

Rossetti, con una importante presencia en la novela, retrata alegorías ambivalentes en sus obras que no representan ni el bien ni el mal por separado, sino formando dos partes indivisibles de una misma unidad. Como de algún modo lo hace Silva, por medio de Fernández en la novela, Rossetti toma la idealización y la carga de sensualidad y significación metafísica, creando una abstracción.

Ninguna de estas «mujeres carnales» posee las características de «las santas», María Bashkirtseff (que pintó un cuadro inacabado titulado Las santas mujeres, que se enterró con ella) y Helena de Scilly Dancourt.

María Bashkirtseff, la jovencísima pintora rusa, muerta el último día del año de 1884, cuando Silva llega a París, a la que conoce por Barres, impresiona tanto al colombiano que la introduce en la novela. María era una pintora de tendencia simbolista prerrafaelista, que perseguía las formas pictóricas de Bastien Lepage, el pintor prerrafaelista, como se desprende del diario que ella escribió.

José Fernández la imagina como la Ofelia del cuadro del prerrafaelista J. Everett Millais:

Sentada ella en el piano, al vibrar bajo sus dedos nerviosos el teclado de marfil, se extendía en el aire dormido la música de Beethoven, y en la semioscuridad, evocada por las notas dolientes del nocturno y por una lectura de Hamlet, flotaba, pálido y rubio, arrastrado por la melodía como por el agua pérfida del río homicida, el cadáver de Ofelia, Ofelia pálida y rubia, coronada de flores [...] llevado por la corriente mansa14.



Millais recurre a un tema literario y lleva al lienzo la descripción del suicidio de Ofelia, en el cuarto acto de Hamlet, y según la reina Genoveva. El pintor, que es absolutamente fiel a la naturaleza, pasó varios días pintando al borde de un río para trasladar con toda exactitud las flores y las plantas. La figura de la mujer (la modelo fue Lizzie Siddal) no parece muerta, sino inconsciente, lo que le da un cierto morbo a la escena.

Los rasgos físicos de María, como los de la Ofelia de Millais, son: vestido de crespón de seda rosado, que tiene por todo adorno una guirnalda de rosas de bengala (no joyas). Su tez es aterciopelada y rósea como un durazno maduro, los grandes ojos castaños que sonríen al mirar, la espesa cabellera de graciosa curva. Ningún rasgo carnal para nuestra Señora del Perpetuo Deseo (como la denominó Barres).

Según el personaje ninguna otra virgen literaria tiene un aspecto más ideal. Ella será la muerta ideal pintora y escritora, que «encerraste en los límites de la obra de arte soñada y diste en un libro la esencia de tu alma».

María presenta una imagen no dinámica, querida por el simbolismo y muy especialmente por el prerrafaelismo. A la vez, el narrador la imagina con el intermedio de la música, a la manera del simbolismo.

José Fernández de Andrade escribe desde Ginebra el 11 de agosto e introduce, por vez primera, la imagen de Helena. Cuando la describe lo hace con una minuciosidad selectiva: habla de un abrigo de viaje y de un sombrero en un primer momento, pero la mirada se prolonga durante la comida y el pasaje se alarga considerablemente en extensión material y en detalles puntuales; se quitará los guantes de Suecia y se frotará las manos largas y pálidas, y mueve su cabellera sedeña de bucles castaños en la que se refleja la luz. Después escucha su voz, argentina y fresca, pidiendo leche y fresas para comer. Su perfil, como en las pinturas de los primitivos, es ingenuo y puro como el de una virgen de Fra Angélico, de una insuperable gracia de líneas y de expresión. Fernández observa a los personajes de perfil; así, vuelve a observar los cabellos que «[...] le caían sobre la frente estrecha en abundosos rizos, las débiles curvas de su cuerpecito de quince años con el busto largo y esbelto vestido de seda roja [...]». Las manos, otra vez, «blanquísimas y finas». La descripción se vuelve más minuciosa, es una descripción estática primordialmente:

La sombra de las pestañas crespas le caía sobre las mejillas al bajar los párpados, un poco pesados. Las mejillas eran de una palidez exangüe, profunda pero sana y fresca a la vez, como la de una rosa. Una palidez sobrenatural15.



Finalmente descubre los ojos en una pose claramente prerrafaelista, la mujer se vuelve levemente hacia él y abre los ojos azules, grandes y penetrantes que parecen descubrir el alma del mirado, como en las pinturas de los prerrafaelistas. La mirada de ella no mira a Fernández, como no miran a quien las observa las mujeres de los cuadros. Un ejemplo de esta mirada femenina está en el cuadro de Rossetti, Lady Lilith; la figura no mira al espectador, sino que se extiende en un más allá indeterminado en la infinitud. En la novela, esta mirada produce la conversión del libertino en un místico: su mirada le produce «no sé qué extraña impresión de místico respeto irresistible». Aún la mira otra vez y puede ver sus pupilas azules fijas en él y ahora también observa sus labios finos, la dulzura de la expresión, alejada del deseo físico, sus rasgos y sus gestos se traducen en una emoción denominada por José como una «caricia de hermana». La larguísima descripción del primer encuentro o aparición continúa con un auténtico trance en el que el protagonista oye dentro de sí una «música mística» y pierde la noción de la realidad, mientras ella se aleja y «el oro de sus cabellos sueltos, heridos por la luz de las bujías, revistió el brillo de una aureola que irradiaba sobre el fondo oscuro del comedor». Se trata de una aparición de la Virgen o de una Santa. El narrador utiliza la expresión «una aparición» cuando la ve a lo lejos, enmarcada por el fondo negro de la puerta. Después encontrará la prueba de su presencia que se convertirá en el emblema de toda su vida: el camafeo con una «rama con tres hojas y una mariposa con las alas abiertas»16.

Helena de Scilly Dancourt es -en la novela- una imagen de características pictóricas, enmarcada en el fondo oscuro del comedor, en la puerta y, en otra ocasión, en el hueco de uno de los balcones abiertos del hotel, detrás de unas cortinas, «[...] donde una larga sombra de mujer se recorta, con un manto desde la cabeza sobre los hombros». Fernández arroja un ramo de flores del jardín por la ventana abierta. Después la imagen se aparece, iluminada por una lámpara a su espalda. Y la «silueta negra y larga, como la de una virgen de Fra Angélico, llegó al balcón y con la mirada alzada hacia el cielo, levantó la mano derecha a la altura de los ojos trazando con ella lentamente una cruz en la sombra, mientras que la izquierda [...] dejó caer un ramo de pálidas rosas té»17.

El ramo de rosas y el camafeo acompañarán desde entonces al personaje en su búsqueda.

Helena será la única imagen que preside desde ahora la narración, será imaginada, soñada, casi vista, deseada e idolatrada. En Londres, el 11 de agosto, José evoca su imagen a partir de la musicalidad de la poesía de Shelley o de Rossetti y ayudado por el camafeo que ya no podrá devolverle. El recuerdo de una imagen irreal, la imagen de la pureza absoluta, se manifiesta en la nueva aparición, que se acerca «sin tocar la alfombra» y se detiene en el círculo de luz de la lámpara desde donde le mira, al igual que una imagen de una pintura de Fra Angélico, pero también al borde de la irrealidad, en una visión rescatada del sueño más que de la memoria.

En Londres, Fernández compra, significativamente, un Burne Jones, un cuadro de un prerrafaelista. El viaje del personaje que se mueve entre París y Londres funciona como instrumento que le permite reflexionar y poner en contacto dos prácticas estéticas que comparten tiempo histórico: el simbolismo y el prerrafaelismo.

Cuando duerme, Helena está en sus pesadillas, como una obsesión enfermiza, la ve «con un vestido cuya falda cae sobre los pies desnudos, en una orla de dibujo bizantino, de oro bordado sobre la tela opaca y llevando en los pliegues níveos del manto que la envuelve, un manojo de lirios blancos [...]». Al tiempo escucha la música de un hexámetro latino: «Manibus date lilia plenis», acompañando a la figura de Fra Angélico18.

El hallazgo del cuadro de su pesadilla en la casa del médico Rivington da lugar a la presentación teórica de los prerrafaelistas. El cuadro, como esperamos, representa a Helena, con el traje blanco y el manto, que sostiene una ramo de lirios blancos, y su pie descubierto pisa una orla negra «sobre la cual se leía con caracteres dorados como las coronas de un cuadro bizantino, la frase "Manibus date lilia plenis"».

Rivington, científico, que quiere «encontrar causas y no soñar», explica que el cuadro es de uno de los miembros de la Cofradía Prerrafaelista, el grupo de pintores ingleses que se propusieron imitar a los primitivos italianos, por eso supone que la mujer del cuadro le parece la mujer de la aparición a José, quien le hablaba de su admiración por Fra Angélico. Rivington plantea aquí que el pincel del prerrafaelista puede llegar a confundirse con el trabajo del primitivo.

El 5 de diciembre Fernández escribe que ha estado estudiando el movimiento prerrafaelista, a sus autores y «las causas que determinaron su aparición en el mundo del arte». Confiesa haber obtenido nuevas percepciones de la belleza y se ha convertido:

[...] y guarda mi espíritu el alma del ideal que animaba a los nobles artistas que ilustraron la cofradía; como un rancio olor a incienso, producido por la ingenua piedad suavísima de los pintores precentistas [...]19.



Helena lo ha llevado a esa nueva religión: «quise saber de Helena, y he sabido detalles de la vida del Beato Angélico de Fiesole, leído las cartas de Rossetti y de Holman Hunt [...] versos de William Morris [...], visto cuadros de Rossetti y de Sir Edward Burne-Jones [...]». Rossetti, el pintor, es citado como motivo de inspiración por medio de su obra, con insistencia:

[...] se movía mi espíritu en un ambiente de etéreas delicadezas y sobrenaturales y deliciosos sentimientos producidos por la contemplación incesante de los cuadros y la lectura de los versos de Rossetti20.



En el recuento de la temporada de Londres, Fernández cuenta que ha leído a la mística Cristina Rossetti, hermana de Dante Gabriele, ha visto cuadros de Holman Hunt, Whistler21, y de Burne Jones.

La técnica prerrafaelista, que ya ha sido ampliamente estudiada, como hemos comprobado en otra cita, por nuestro personaje, se muestra con el detenimiento de un experto, en la descripción de la copia del cuadro que Rivington le regaló a Fernández. La copia ha sido realizada por J. F. Siddal22:

La pintura es un perfecto espécimen de los procedimientos de la cofradía prerrafaelista; casi nulo el movimiento de la figura noble, colocada de tres cuartos y mirando de frente; maravillosos por el dibujo y por el color los piesecitos desnudos que asoman bajo el oro de la complicada orla bizantina que borda la túnica blanca, y las manos afiladas y largas, que desligadas de la muñeca, al modo de las figuras del Parmagiano, se juntan para sostener el manojo de lirios, y los brazos envueltos hasta el codo en los albos pliegues del largo manto y desnudos luego. El modelado de la cabeza, el brillo ligeramente excesivo de los colores, agrupados por toques, [...]. Está detallado aquello con la minuciosidad, con todo el acabado que satisfaría al Ruskin más exigente; distingue quien lo mira uno a uno los rayos que forman la aureola que circuye los rizos castaños de la cabeza, los hilos de oro de la orla bordada, las ramazones de los duraznos en flor, los pétalos rosados de estas, las hojas de las rosas amarillas, sobre la verdura de los matorrales, y en los retoños y hierbas del suelo podría un botánico reconocer una a una las plantas copiadas allí por el artista [...]23.



Ruskin, el pintor que apoyó teóricamente como escritor y crítico de arte al prerrafaelismo, consideraba que el arte moderno había muerto con Turner. El artista debía cambiar la sociedad si quería cambiar el arte y propugnaba para ello la vuelta a los primitivos. Según Lionello Venturi24, en el siglo XIX se cumple un ciclo histórico del clasicismo figurativo, cuyo principio fundamental era la imitación que dejará paso a la creación. Simbolismo, Prerrafaelismo, Modernismo. Creación entendida como revelación de lo divino, como en la Edad Media, pero los prerrafaelistas separan la idea de creación divina de la humana y se vaciará el sentido teológico de los pintores anteriores a Rafael, que cometió el pecado de orgullo al intelectualizar el arte, y se conservará el sentido cultural religioso. Condenan el orgullo intelectual del Renacimiento y proceden sin elaboración.

La teoría del prerrafaelismo comparte con el simbolismo la inclinación espiritualista, el ansia de trascendencia, la oposición al naturalismo y al pragmatismo industrial y la creencia en la necesidad de que los artistas debían cambiar la sociedad. Ambos movimientos representan el arte del siglo XIX en dos lugares de Europa: Francia e Inglaterra. El personaje creado por Silva viaja entre los dos países y ofrece en la novela reflexiones artísticas que mezclan las dos tendencias estéticas, no muy alejadas en lo fundamental, por lo demás. Los párrafos teórico-críticos de Silva, en De Sobremesa, apoyan esta apreciación. Así, en la recreación del Diario de María Bashkirtseff, se alude al pintor francés seguidor del Prerrafaelismo, Bastien Lepage, y a la representación de la naturaleza como una aspiración artística y al modo de representar las figuras estáticas, a la representación exhaustiva de la realidad; pero, a la vez, introduce la idea de las correspondencias simbolistas:

[...] hay que pintar otro [cuadro] en pleno aire como los de Bastien y encerrar en él un paisaje de primavera, donde por sobre una orgía de tonos luminosos, de pálidos rosados, de verdes tiernos, se oigan cantos de pájaros y murmullos cristalinos de agua y se respiren campesinos olores de savia y de nidos; la calle, ese canal de piedra, por donde pasa el río humano, hay que estudiarla, verla bien vista, sentirla, para trasladar a otros lienzos sus aspectos risueños o sombríos, los efectos de niebla y de sol; entre las líneas geométricas de las fachadas, el piso húmedo por la lluvia reciente, los follajes pobres de los árboles que crecen en la atmósfera pesada de la ciudad, y sobre el blanco del bulevar exterior, quietas y en posturas de descanso para sorprender en ellas, no el gesto momentáneo de la acción sino el ritmo misterioso y la expresión de la vida [...]25.



El elitismo es el concepto en que se resume el modo de entender los simbolistas la labor del artista que cambiará la sociedad, frente a la humildad del artesano prerrafaelista:

Allá en las más excelsas alturas de lo intelectual, noble grupo de desinteresados filósofos, indaga, investiga, sondea el inefable misterio de la vida y de las leyes que la rigen, y transforma sus pacientes estudios en libros que carecen de categóricas afirmaciones [...].

Coincide la impresión religiosa que esos grandes espíritus experimentan al considerar el problema eterno y expresan en sus obras, con el renacimiento idealista del arte, causado por la inevitable reacción contra el naturalismo estrecho y brutal anterior26.



Y continúa introduciendo la idea de la revelación por el símbolo, más que la comunión precaria con los objetos del Prerrafaelismo que opta por volver a los maestros antiguos, para descifrar el mensaje divino de la naturaleza mediante la técnica humilde, con la imitación detallista de la naturaleza, para poder recibir humildemente la enseñanza de las cosas.

[...] y toman forma en los lienzos las visiones del más allá. Los exploradores que vuelven de la Canaan ideal del arte, trayendo en las manos frutas que tienen sabores desconocidos y deslumbrados por los horizontes que entrevieron se llaman Wagner, Verlaine, Puvis de Chavannes, Gustave Moreau. En manos de los maestros, la novela y la crítica son medios de presentar al público los aterradores problemas de la responsabilidad humana [...]27.



Estos fragmentos de la novela se refieren al simbolismo. El simbolismo entiende el arte como una actividad de élite y de compensación y además se opone al pragmatismo industrial, y en ello coincide con el Prerrafaelismo inglés. La corriente espiritualista del simbolismo separa lo bello de los aspectos visibles de la naturaleza, buscando en la naturaleza misma una belleza que se revela solo a las almas artísticas. Enlaza así con la tradición aristocrática de lo sublime del primer romanticismo. Lo bello se separa de los aspectos visibles de la naturaleza, la representación en el cuadro o el poema es la sublimación, mediante una revelación -el símbolo no funciona por semejanza-. Al igual que los Prerrafaelistas, niegan la idea de progreso de la corriente realista, sustituyen la búsqueda por una aspiración a la trascendencia.

Ambos recusan la separación radical entre las artes: la pintura debe ser poética, y la poesía y la música deben ser pictóricas28. Esta constatación nos conduce, finalmente, a la conocida afirmación de Walter Pater, en la que sostiene la idea de que cada arte posee su propia condición y su específico orden de impresiones, pero también que en cada modalidad artística se observa una firme tendencia a asumir la condición de alguna otra.





 
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