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Interlaken, 25 de julio

Borracho de ideas y cansado de pensar, salí de mi escondite hace ocho días a gastar las fuerzas que la quietud, los baños helados y el ejercicio habían acumulado en mí, y desde esa mañana hasta esta noche ha sido una orgía de movimiento incesante, de paisajes recorridos, de escaladas vertiginosas de montañas y de incansables caminadas por valles frescos llenos de verdura nueva. ¡Neveras, ventisqueros, altas cimas donde el pulmón se llena de aire purísimo, los ojos de claridades imprevistas, el cerebro de grandiosas ideas; donde la sangre se vivifica y se enriquece mejor que con la higiene más cuidadosa observada en una ciudad! Nunca experimentada sensación de vigor ardiente y de fuerza muscular inagotable que gastar en nuevos ejercicios, me ha hecho sentir todo el vigor que encierra mi cuerpo a pesar del que he derrochado en los últimos meses, y en todos los momentos he meditado en los pormenores de mi plan. Ni un deseo, ni una imagen sensual me han perseguido; las tentaciones enfermizas se respiran con el olor de cocina y de perfumería, de polvos de arroz y de mujer que flotan en el aire, cargado de efluvios de lascivia y de gérmenes de enfermedades mentales, de la Babilonia moderna.

¡Naturaleza, bendita seas! ¡Tus espectáculos vistos en soledad completa, sin oír una voz humana que turbe nuestra meditación, son como un bromuro eficaz y calmante para las almas insomnes!

Antier estaba en un ventisquero, todo blanco, claro, diáfano el suelo; las lejanías llenas de niebla, donde reverberaba el sol matinal; el cielo, luminoso. Los guías se habían quedado atrás. Destapé el frasco plano, lleno de chartreuse verde que llevaba en la cintura y sorbí un trago largo que me quemó el paladar con el sabor de las plantas aromáticas diluidas en el alcohol sutil, y me hizo correr calor por todo el cuerpo helado por el ambiente glacial. Pensé en la Orloff, en las sábanas de raso negro sobre las cuales extiende las curvas del cuerpo ambarino perfumado de magnolia; en la tina de cristal rosado llena de agua tibia que se opaliza con los vinagres aromáticos preparados por Lubin y, al sentirme libre del sortilegio carnal en que viví envuelto por seis meses, solté una carcajada, una carcajada vibrante y poderosa que resonó como un disparo en el silencio blanco del ventisquero; una carcajada de salvaje, después de que ha roto en mil pedazos el fetiche que lo asustaba. ¡Adiós, sensualidades de bizantino, a vivir vida de hombre!



Interlaken, 26 de julio

¡El conjunto cosmopolita de estas mesas redondas de los grandes hoteles y los contrastes disparatados de todas ellas! El menu francés parece un exotismo dada la composición heterogénea del Hotel Victoria, donde vivo... ¡Oh, personajes que me divertís al observaros y dais a mi imaginación fantaseadora ocasión de forjarme vuestra vida mientras engullo los manjares; grueso agente viajero alemán, oloroso a cerveza, que cuentas tus groseras aventuras de taberna y de burdel entremezclándolas de carcajadas sonoras; gomoso parisiense, corbateado de rosa, de los zapatos y los bigotes puntiagudos y de la inteligencia roma, que estropeas lamentablemente los términos de sport ingleses al adaptarlos a tus pronunciaciones guturales; español cuyo perfil regular y cerdoso bigote negro van precedidos de inevitable pitillo infecto y que a todas horas sigues con ojos de lujuria a la criada suiza coloradota y fresca; brasileños amarillosos y enclenques, que exhibís inverosímiles diamantes pajizos montados en los botones de la camisa y tiritáis de frío como oistitís del trópico en las noches invernales de Londres; aventurero ruso de la rizada barba castaña que sientes la nostalgia de la ruleta y las carpetas verdes de Montecarlo; viejas inglesas, secas unas veces como sarmientos, desbordantes otras como informes paquetes de carne linfática, que recorréis la Europa entera, con el Baedeker en una mano y la Biblia en la otra, pronunciando el mismo beautiful, beautiful charming, quite charming ante los fiords glaciales de Noruega, los nevados y los lagos azules de la Suiza heroica, los ardientes sitios de Castilla la Vieja, llenos de nobles fiebres, y los paisajes sonrosados del litoral del Mediterráneo; viejas que atravesáis los países que os atraen bebiendo el mismo té tibio, devorando los mismos asados sanguinolentos y escribiendo en vuestra clara cursiva las mismas cartas de diez hojas, con la espalda vuelta a paisajes adorables; canonesa alemana de los catorce cuarteles en el escudo, que paseas por sobre la asistencia la insípida mirada incomprensiva de tus ojuelos grises y melancólicos; pareja de renteros franceses a quienes alguna agencia de viajes traslada de lugar en lugar para que admiréis sin comprenderlos los sitios y los edificios designados por la guía Johanne a vuestros entusiasmos de inofensivo turismo; honorable Mr. Woodding que, haciendo propaganda por cuenta de la secta trinitaria, con un ejemplar de los evangelios debajo del brazo, azotas con los faldones de tu larga levita negra, las madreselvas florecidas por la primavera y paseas tu prole -las cuatro chiquitinas rubias que parecen salidas de un álbum de Kate Greenaway- por todos los caminos planos de cerca a todos los hoteles donde cuesta la asistencia diez francos por día; enorme conde valaco o rumano de la melena rizada a la caracalla y de los ojos bovinos y apagados; príncipe italiano, cuyo palacio secular, donde habitaron tus antepasados gloriosos, vendieron los acreedores cansados de cobrarte! ¡Oh, muestras de la calidad corriente de la especie humana, fabricadas de prisa por el Gran Hacedor, sin hinchazones de músculos y sin afinamientos de nervios, lectores de Ohnet, adoradores de Gaboriau y de Montepin que consideráis como lo supremo del arte los cuadros en que sonríen las Venus de pomada rosada pintadas por Bouguereau, que os pasmáis oyendo las musiquillas italianas de hace treinta años y las idiotas pornografías de los café-concierto, y a quienes dejan fríos las dulces ingenuidades de los pintores prerrafaelitas, las sutilezas del arte japonés, las grandiosas sinfonías de Wagner, los dolorosos personajes que atraviesan la sombra gris de las novelas de Dostoievski, las extraterrestres creaciones de Poe! Admiradores de lo mediocre y de lo fácil a quienes Max Nordau presentaría como prototipos del perfecto equilibrio, todos vosotros engullís la misma sopa de fideos cosmopolita, los mismos asados sospechosos rociados con el mismo Medoc químico, absorbéis la misma compota de negras ciruelas pasas con que los amables propietarios de los hoteles suizos nutren vuestras hermosas personas en las temporadas de veraneo. ¡Leves os sean esos manjares indigestos y conviértanse en sangre de vuestra sangre y en hueso de vuestros huesos y ayude a peptonizarlos y a facilitar vuestras difíciles digestiones la acción de gracias que articulan los labios enjutos y la bendición que esparcen en el aire los dedos flacos del abate Pazavillini, sentado a la cabecera de la mesa, en que lucen ahora el queso de Camembert de coloración cadavérica, el Roquefort delicuescente y la decocción de chicoria amarga con que creyendo que absorbéis el café aromático, el licor de Voltaire y de Balzac, finalizáis vuestros pantagruélicos almuerzos!



Interlaken, 5 de agosto por la noche

Nini Rousset, la divetta de un teatro bufo del Boulevard; Nini Rousset, la que, vestida con una guirnalda de hojas de parra, enloqueció una sala de prostitutas y de vividores, exhibiendo desnudas las curvas de estatua y las frescuras túrgidas de su cuerpo de Venus en una revista del año pasado; Nini Rousset, a quien mandé ramos de gardenias y un par de diamantes sin lograr más que una mueca de burla y una frase grosera el día en que quise hacerla mía; Nini Rousset, por quien habría dado un mes de vida antes de tropezar con la Orloff, acaba de salir de mi cuarto, dejándome en él su olor de Chypre y en los nervios la vibración de una violenta sacudida de placer. Llegó hace una hora, con seis baúles llenos de sombreros y de vestidos y tres perros falderos, y, al encontrar mi nombre en el registro del hotel, después de instalada en su cuarto, se vino al mío y, entrándose en puntas de pies, se me acercó por detrás y me cerró con las manecitas blandas y suaves los ojos que leían en ese momento una página de la ética de Spinoza... ¡Adivina quién es, adivina quién es, rastaquoère poeta, especie de animal, adivina quién es!, gritaba besándome y mordiéndome la nuca con la boca olorosa a menta. Como un sátiro borracho de sexo, la levanté del suelo con los brazos al desprenderme de su abrazo lascivo y la provocación comenzada con su chanza infantil acabó, unos minutos después, en un doble maullido salvaje de voluptuosidad sobre el diván de la alcoba.

Antipatizo con ella con todas mis fuerzas. Es una encarnación auténtica de toda la canallería y de todo el vicio parisiense. El Gil Blas contó una vez, en un suelto, el antojo que tuvo al ver en una feria a un jayán que medio desnudo levantaba pesos de a diez arrobas y la seducción del Hércules hecha por ella al terminarse el espectáculo, la llevada de éste en su coche y el encierro con él durante dos días y dos noches en la alcoba por donde han pasado todos los que han tenido modo de disponer de unos cuantos billetes de a mil francos para pagarse ese capricho por una noche. Es una Mesalina comprable, grosera como una verdulera y hermosa como una Venus griega. Se ha ido ahora a arreglar el modo de pasar la noche en mi departamento sin que la vean los criados y a mandar helar unas botellas de champaña. La orgía será digna de mis cincuenta días de abstinencia y de estudios estúpidos...



Ginebra, 9 de agosto

Acabo de levantarme, después de pasar cuarenta y ocho horas bajo la influencia letárgica del opio, del opio divino, omnipotente, justo y sutil, como lo llama Quincey, que pagó con la vida su amor por la droga funesta bajo cuya influencia se embrutecen diariamente millones de hombres en el Extremo Oriente. Ha sido un absurdo, pero no podía hacer otra cosa después de la escena horrible. Quería huir de la vida por unas horas, no sentirla.

Cuando rendidos ambos de lujuria y de cansancio, borrachos de champaña helado, la Rousset comenzaba a adormecerse con la hermosa cabeza sobre los almohadones blandos, una furia inverosímil, una ira de Sansón mutilado por Dalila me crispó de pies a cabeza, al pensar, con toda la excitación del alcohol en el cuerpo, en los insultos groseros que nos habíamos prodigado en la hora anterior entremezclándolos de caricias depravadas, y en mis planes de vida racional y abstinente deshechos por la noche de orgía. Un impulso loco surgió en las profundidades de mi ser, irrazonado y rápido como una descarga eléctrica y, como un tigre que se abalanza sobre la presa, cerqué con las manos crispadas, sujetándola como con dos garras de fierro, la garganta blanca y redonda de la divetta. ¡Ahogarla ahí, como un animal dañino contra las almohadas de plumas! Dio un grito horrible al despertarse, asfixiándose; me clavó los ojos, con las pupilas dilatadas, con una expresión de terror sobrehumano y, al adivinar mi intención asesina mientras seguía estrechándola con las manos, gritó con voz ronca, ¡loco! ¡loco! ¡está loco! y, sacudiéndose con la agilidad de un venado perseguido por la jauría, huyó medio desnuda a encerrarse en su cuarto, llorando de miedo.

No me habría atrevido a verle la cara al día siguiente. A la madrugada llamé al criado que había venido de París con mi equipaje, le di órdenes para venirme a buscar aquí, y, al llegar unas horas más tarde al hotel, me acosté y tomé una violenta dosis de opio. Bajo su influencia estuve cuarenta y ocho horas. Al asomarme al espejo ayer para vestirme me he quedado aterrado de mi semblante. Es el de un bandido que no hubiera comido en diez días. Represento cuarenta años, los ojos apagados y hundidos en las ojeras violáceas, la piel apergaminada y marchita. Tengo la voz trémula y vacilante el paso. Las visiones que me produjo el opio fueron aterradoras, pero no creí nunca que los estragos de la noche de orgía y de la droga venenosa me dejaran en la postración en que me siento...

El delirio de la abuelita moribunda, la locura a lo lejos, ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios de mi infancia, si existes, sálvame! ¿Dónde están la señal de la cruz y el ramo de rosas blancas que caerán en mi noche como símbolo de salvación?...



Ginebra, 11 de agosto

¿Por dónde empiezo? No sé. Es tan delicado, tan dulce, tan extraño, tan aterrador lo que siento, que temo al querer decir la impresión con palabras, destrozar su frescura, como se destrozaría el esmalte de luz de una mariposa de Muzo al quererla fijar con un clavo de hierro. Fue ayer tarde, en un comedorcito reservado que tiene vista sobre el jardín del hotel y por cuyos balcones abiertos venía con la brisa del lago el olor moribundo de las madreselvas que lo enmarcan. Comía solo, deseoso de evitar las promiscuidades y el ruido de la mesa común, y leía las Soledades de Sully Prudhomme a la luz de las bujías del candelabro. Un criado entreabrió la puerta, encendió las de otro puesto en la mesita vecina, colocó sobre ella un menu del día y, volviendo a la puerta entreabierta, doblado en dos, pronunció un pus pouvez entré Mosié, pus pouvez entré, Mademuasell con su más puro acento alemán. Entraron, ella adelante, él atrás, correspondieron la venia que les hice levantándome y, desembarazada ella del abrigo de viaje y del sombrero que le daba cierto parecido, por su forma extraña, con el retrato de una princesita hecho por Van Dyck que está en el Museo de La Haya, se sentaron a comer.

Lentamente, mientras examinaba yo la extraña figura del hombre, se quitó ella los guantes de Suecia y se frotó las manos, dos manecitas largas y pálidas de dedos afilados como los de Ana de Austria en el retrato de Rubens, con que se echó para atrás los bucles de la suelta cabellera castaña, rizosa y sedeña que, donde la luz la hería de frente, tenía visos de oro. La voz argentina y fresca sonó entonces discutiendo los platos de la comida: para ti vino del Rhin y queso; no, papá, decía, para mí leche y fresas... El hombre, que podría tener cincuenta años, pero con la cabeza y la barba blancas de canas como un anciano, la miraba con dulzura paternal, que hacía más extraño contraste con la expresión dolorosa de las líneas de su fisonomía fina de noble o de artista, admirablemente modelada y cuya distinción aumentaban los cabellos crespos, la fina barba blanca cortada en punta y el verde desteñido de sus ojos apasionados. Vas a comer sola, le dijo, estoy ansioso por leer los detalles, y colocó sobre la mesa, doblado a lo largo, un periódico impreso en caracteres alemanes... Lee, contestole ella, acercando el candelabro para que la luz cayera sobre la hoja.

Una simpatía irresistible me había ligado a ellos en esos segundos en que, olvidados de mi presencia, los examinaba con mi curiosidad insaciable. Sin duda habían querido huir de la vulgaridad de los comensales de la table d'hote, al refugiarse en el comedor reservado. Para que aquellas canas blanquearan sus sienes, para que las hondas arrugas de sufrimiento surcaran así su frente amarillenta de pensador, para que aquella indeleble expresión dolorosa le marcara así las facciones, debía él haber sufrido horriblemente, porque el vigor de su naturaleza se adivinaba en las líneas del cuerpo, moldeado por un vestido gris de refinada elegancia, y el perfil enérgico daba a pensar en un militar acostumbrado al mando y retirado del servicio. El otro perfil, el de ella, ingenuo y puro como el de una virgen de Fra Angelico, de una insuperable gracia de líneas y de expresión, se destacaba sobre el fondo sombrío del papel del comedor, iluminado de lleno por la luz del candelabro. Completaban su belleza los cabellos, que se le venían y le caían sobre la frente estrecha en abundosos rizos, las débiles curvas del cuerpecito de quince años, con el busto largo y esbelto vestido de seda roja, y las manos blanquísimas y finas. Al bajar los párpados, un poco pesados, la sombra de las pestañas crespas le caía sobre las mejillas pálidas, de una palidez sana y fresca como la de las hojas de una rosa blanca, pero de una palidez exangüe, profunda, sobrenatural casi, y por la curva armoniosa de los labios rosados flotaba una sonrisa supremamente comprensiva. No le había visto los ojos y, fascinado como estaba por la gracia de su figura ideal, por la impresión de frescura y de aristocracia que emanaba de toda ella, como emana el aroma de una flor que se abre, soñaba vérselos. De repente sacudió la cabeza hacia atrás, y agitando los sedosos bucles de la cabellera castaña, la volvió en la dirección de mi asiento y los clavó en mí mirándome fijamente, con expresión severa. Eran unos grandes ojos azules, penetrantes, demasiado penetrantes, cuyas miradas se posaron en mí como las de un médico en el cuerpo de un leproso corroído por las úlceras, y buscaron las mías como para penetrar, con despreciativa y helada insistencia, hasta el fondo de mi ser, para leer en lo más íntimo de mi alma. Por primera vez en mi vida bajé los ojos ante una mirada de mujer. Me parecía que, en los segundos que sostuve la suya, había leído en mí, como en un libro abierto, la orgía de la víspera, la borrachera de opio, y, penetrando más lejos, la puñalada a la Orloff, las crápulas de París, todas las debilidades, todas las miserias, todas las vergüenzas de mi vida. Incliné la cabeza, avergonzado como un chiquillo de escuela sorprendido en falta, buscando una estrofa del libro. Sentía que sus miradas se habían posado en él, que ya sabía que era un libro de poesías, de aquellas poesías de Sully Prudhomme dulces y penetrantes como femeniles quejidos... Con la mirada que le dirigí habría querido pedirle perdón por haberla contemplado con mis ojos que han visto la maldad humana y se han delectado en su espectáculo, porque la luz de pureza, de santidad, que irradió en los suyos a la primera mirada que cruzamos, me había sugerido no sé qué extraña impresión de místico respeto irresistible... Al mirarla de nuevo me encontré con sus pupilas fijas en mí, y habría bajado las mías si no hubiera visto en el azul de las suyas, en la curva de los labios finos, en toda la dulce fisonomía, una expresión de lástima infinita, de suprema ternura, compasiva, más suave que ninguna caricia de hermana. Aquella mirada derramó en mi espíritu la paz que baja sobre un corazón de cristiano después de confesar sus faltas y de recibir la absolución; una paz profunda y humilde, llena de agradecimiento por la piedad divina que leía en sus ojos.

-Si erré antes fue porque no sabía que existieras sobre la tierra, criatura de pureza y de luz. Tóquenme otra vez tus miradas y mi alma será salva -decía en el fondo de mi conciencia entenebrecida una voz que vibraba como un canto de esperanza.

-Descienda la paz sobre ti, pero no te alejes de mi camino, pobre alma oscura y enferma; yo seré tu conductora hacia la luz, tu Diotima y tu Beatriz -decían las pupilas azules.

Un coro de esperanzas resonó dentro de mí como una música mística en la semioscuridad de una iglesia abandonada. Realmente, la delicia que experimentaba al mirarla, con su misteriosa palidez mortal, sus cabellos de oro sombrío y sus radiosas pupilas azules clavadas en las mías, tenía algo del encanto con que me fascinan ciertas músicas, ciertas frases de Bach y de Beethoven, al vibrar en mis oídos.

Una expresión no ya de piedad misericordiosa sino de inefable ternura iluminó su semblante pálido, una leve sonrisa que se dirigió hacia mí como un rayo de luz arqueó la ingenua curva de sus labios, y la fisonomía se humanizó sin perder su nobleza majestuosa; un ensueño de ternura divina se dilató dentro de mí, como la luz de la aurora entre la oscuridad de una madrugada tétrica disipando las sombras, llenándome el alma de claridades tibias, de temblores de savia, de frescuras de agua cristalina y de cantos de pájaros que suben hacia el sol, vencedor de la noche.

Los recuerdos de mis liviandades pasadas desaparecieron ahuyentados por la luz, la fuente de aguas vivas brotó del peñasco árido, y las imágenes de un idilio se desarrollaron y vivieron en el fondo de mi espíritu. Sería en el fondo del bosque, donde la sombra de las ramas cae sobre la alfombra de hojas secas y rojizas y sobre el césped blando. Vestida de blanco, sentada en musgosa roca, yo arrodillado a sus pies con la frente febril apoyada en sus rodillas, acariciarían mi cabeza sus largas manos pálidas y la caricia derramaría en mí, no la fiebre voluptuosa del amor humano, sino la calma luminosa del amor divino. Con la voz ahogada le diría que la había buscado por largos años, que mis labios, quemados por los cálidos borgoñas y los champañas ardientes de las orgías de la tierra, tenían sed de su amor infantil y puro, como del agua de una fuente oculta donde se copian los helechos y se refleja el cielo. Las estrofas dulcísimas de Fray Luis de León subían de mi boca hacia ella como un cántico:


Alma divina, en velo
de femeniles formas encerrada,
cuando viniste al suelo
robaste de pasada
la celestial, riquísima morada.



Volví a buscar las pupilas azules y sus miradas de misteriosa ternura me decían que consentía en mis sueños, y una expresión de soberano amor esplendía de la pálida faz, vuelta hacia mí. Ante mi imaginación sobreexcitada y que había perdido la noción de la realidad, el oro de los cabellos sueltos, heridos por la luz de las bujías, revistió el brillo de una aureola que irradiaba sobre el fondo oscuro del comedor.

Al levantar los ojos verdosos del periódico que leía, el padre dirigiole la palabra en italiano y rompió la fascinación. En las frases que en el mismo idioma le contestó ella, percibí los nombres de la Maloia, de Silvaplana y de Saint Moritz entre las dulces sílabas cantantes de la lengua de Leopardi que tomaban en su boca sonoridades de música.

-Sírvanos usted el café en el departamento -dijo al criado el hombre de la barba blanca, levantándose y pasándole el abrigo, y ayudándole a fijar, con infinitas delicadezas como de madre, sobre los rizos castaños de la indómita cabellera la singular toca negra que atrajo mis miradas cuando entraron.

Salieron del comedor, él delante, ella atrás y, al volver la cabeza para que fuera mía otra mirada larga, pensativa y profunda de los grandes ojos azules, el brillo de éstos, la palidez exangüe y como luminosa del semblante y la esbeltez del cuerpo largo y delgado, le dieron a mis ojos, al verla así, sobre el fondo negro que enmarcaba la puerta, el aspecto de una aparición.

Unos minutos después, al levantarme de la mesa, el brillo de un objeto caído al pie del asiento donde se había sentado, me hizo acercarme y recogerlo. Era un camafeo sobre cuyo fondo gris lo blanco del relieve forjaba una rama con tres hojas y, revoloteando sobre ellas, una mariposa con las alas abiertas. La piedra estaba montada en oro mate, en forma de broche, y la joya, de una perfección insuperable de trabajo, se le había caído seguramente al quitarse el abrigo.

La guardé para entregársela al día siguiente y encontrar en la ocasión dada por la casualidad un principio de relaciones, y salí a buscar en el registro de la portería los nombres de los singulares viajeros. Habían llegado hacía tres horas y había dicho él que pasarían dos días en el hotel al tomar el departamento marcado con el número 9, una gran sala con dos alcobas laterales, situado en el segundo piso y con vista sobre el jardín. Venían de Niza, no habían anotado el lugar adonde se dirigían y estaban inscritos con los nombres de Conde Roberto de Scilly y Helena de Scilly Dancourt.

Una idea extraña me cruzó por la mente. Aquel nombre, Helena, no evocaba en mí ninguna figura de mujer que se fundiera con él; ninguna de las que han atravesado mi vida, dejándome la melancolía de un fin de amor tras de los fugitivos entusiasmos, se llamaba así. Soñé con la princesa Helena del idilio de Tennyson y mentalmente la llamé Helena, como a una amiga de la infancia.

Una mano enguantada de cabritilla oscura se apoyó en mi hombro sacándome de mis sueños. Era la de Enrique Lorenzana, uno de mis amigos de la adolescencia que vive en Londres y que, de paso por Ginebra, en los días anteriores había venido a verme sin lograrlo porque mi criado, mientras estuve bajo la influencia del opio, no dejó entrar a nadie al departamento, dando como excusa, por orden mía, una enfermedad grave.

-¡Hombre! -me dijo estrechándome la mano entre las suyas-, he venido a verte tres veces y no lo he conseguido. ¿Ha sido grave el mal? Estás horriblemente desfigurado y pálido y tienes un aire de crápula que, a no conocerte, me haría pensar horrores de ti... -agregó familiarmente. Y, después de conversar conmigo media hora en el cuarto de fumar, donde dos yankees atléticos y sanguíneos infectaban el aire con el humo de sus cigarrillos de Virginia y se envenenaban sistemáticamente con whisky oloroso a petróleo, me obligó a vestirme y a acompañarlo a una conferencia de historia que daba esa noche una notabilidad local. Puso en su empeño para llevarme la dulzura grave de un hermano que quiere arrancar a otro de dolorosas ideas por medio de una distracción impuesta casi. Indudablemente, con su perspicacia de fisonomista nato, me leyó en la cara los estragos del opio.

Al volver a pie al hotel, con una medianoche espléndida, constelada de estrellas, entre cuyo cielo brillaba la luna en su último cuarto como una joya de plata sobre un estuche de raso negro, los follajes de los árboles que se mecían al soplo del viento, las aguas del lago con sus transparencias profundas donde temblaban reflejos de astros eran un cuadro digno del sentimiento nuevo que llenaba todo mi ser y me hacía volver a los puros y lejanos días de mi adolescencia. La mirada de las pupilas azules, radiosas en la fisonomía mortalmente pálida que enmarcaban los rizosos cabellos castaños, iluminaba mi espíritu. Soñando con ella salvé la puerta de hierro de la verja del hotel y, temiendo el insomnio seguro en mi lecho, comencé a pasearme por el jardín. La vegetación oscura manchada de blanco aquí y allí por las flores abiertas olía como un frasco de esencia rara; brillaban arriba las estrellas y, en la quietud de la medianoche, se oía el silencio. De repente, al levantar la cabeza para ver el cielo al través de los árboles que extendían contra él las masas negras de sus ramazones, vi iluminado en la fachada uno de los balcones del segundo piso, con los cristales abiertos y las cortinas blancas caídas. Una larga sombra de mujer, como envuelta en un manto que le cayera de la cabeza sobre los hombros, se destacaba confusa sobre la blancura de niebla del transparente. Era Ella: era ésa la alcoba de la izquierda del departamento número 9. Seguramente el padre dormía ya, en la de la derecha donde no había luz.

Movido por un impulso irresistible, arranqué unas cuantas flores de los matorrales, calculé el peso necesario para que el ramo llegara a su destino, fijé en él mi tarjeta y volví a bajar al jardín. La luz alumbraba todavía los transparentes blancos caídos hasta el suelo y agitados suavemente por la brisa nocturna. La sombra había desaparecido. Con el corazón saltándoseme del pecho, como un ladrón que teme ser descubierto, me escondí en la sombra de un matorral y, de pie sobre el banco de piedra, tiré el ramo, que cruzó por el aire y fue a caer adentro, en el cuarto, por entre la abertura de las cortinas.

Éstas se levantaron un momento después y me dejaron ver en el fondo oscuro del aposento la luz de la lámpara que ardía cobijada por amplia pantalla de gasa. Volviéndole la espalda, caminó de frente la silueta negra y larga, como la de una virgen de Fra Angelico, llegó al balcón y, con la cabeza alzada hacia el cielo, levantó la mano derecha a la altura de los ojos, trazando con ella lentamente una cruz en la sombra, mientras que la izquierda arrojaba con fuerza algo que atravesó el espacio y vino a caer a mis pies -blanco como una paloma - sobre el suelo sombrío. Era un gran ramo de flores que regó pálidos pétalos en el espacio oscuro al cruzarlo y rebotó al tocar la tierra. En el ruido de su caída me pareció oír las palabras del delirio de la abuelita agonizante: «Señor, sálvalo de la locura que lo arrastra, sálvalo del infierno que lo reclama»... Hondo estremecimiento de religioso temor me sacudió la carne, corrió por mi espalda un escalofrío sutil y, como si me hubiera tocado la muerte, caí desfallecido sobre el banco de piedra. Al volver en mí y recordar la escena, busqué las flores cuya blancura se veía en la sombra para convencerme de que no había soñado. Era un ramo de pálidas rosas té que levanté para besarlo. Volví los ojos a la fachada del hotel, que estaba ya oscura y muerta, y por cuyos balcones cerrados no filtraba un solo rayo de luz.

Cuando desperté esta mañana, después de un dormir enfermizo conseguido con dos gramos de cloral y lleno de las imágenes del día, de los ojos azules, de la faz pálida, de la cabellera castaña, del incesante revoloteo de una mariposilla blanca sobre tres hojas verdes y del ramo de rosas, el sol rayaba de oro las persianas de mis balcones. Eran las diez y media. Busqué con los ojos las flores, creyendo que la escena nocturna formaba parte de la pesadilla del cloral: ahí estaban, en el jarrón de Bohemia donde las había puesto al acostarme. Medio marchitas ya, pendían algunas sobre la mesa y dos de ellas cubrían el camafeo montado en oro verdoso.

Tras del baño y la minuciosa toilette con que quise hacer desaparecer las huellas del opio y del cloral, bajé al comedor a tomar el té matinal. Me sentía triste y con el corazón oprimido por un peso extraño. El criado que me sirvió la víspera trajo el desayuno y con él un telegrama de Miranda y Compañía llegado en las primeras horas de la mañana. Venciendo cierta repugnancia lo mandé a preguntarle al conserje del hotel si el señor Scilly y la señorita habían salido. Cuando volvió, tomado ya el té y leído el telegrama, lo esperaba con ansiedad.

-El señor y la señorita se fueron esta mañana, a primera hora, llevando sus equipajes en un coche particular que vino a buscarlos. El conserje le oyó decir a él a la estación, pero no oyó el nombre de la estación... ¿El señor toma más té? -preguntó mirando la taza vacía.

¿Dónde buscarla cuando termine en Londres el negocio con Morrell y Blundell, dónde buscarla? Porque necesito verla como necesito respirar, volverla a ver, bañar mi alma en la luz de sus ojos azules, besar sus manos largas y blancas, arrodillado a sus pies. ¿Por qué la bendición y el ramo de rosas que coinciden de tan singular manera con las frases del delirio de la viejecita agonizante? ¿Conque el misterio puede adquirir así forma material, mezclarse a nuestra vida, codearnos a la luz del sol?.. El ramo de rosas está ya encerrado en una caja de cristal que me permitirá llevarlo en el viaje, y la caja se ha perfumado con el tenue olor de las flores moribundas.

Miranda & Compañía me avisan de haber recibido carta de Morrell, diciéndoles que aceptan el precio que fijé a las minas, en virtud del informe de la comisión de ingenieros que volvió ya y cuyo dictamen esperábamos para cerrar el negocio.

Estaré en Londres el 15, como lo exigen, para firmar las escrituras, y me iré de aquí hoy mismo para soñar con ella mientras viajo.

¿Dónde estará? En la Engadina, seguramente... Le oí nombrar la Maloia, Silvaplana y Saint Moritz... Terminado mi asunto con los banqueros ingleses la iré a buscar allá, y si no la encuentro la buscaré en toda Europa, en todo el mundo porque necesito verla para vivir.



Londres, 11 de octubre

Dos meses de vida en la ciudad monstruo, no visitada en mi última permanencia en Europa y de la cual guardaba la confusa impresión recibida hace once años; dos meses que se han deslizado rápidos, entre las innúmeras diligencias que requirió la venta de las minas y la ansiedad con que esperé inútilmente respuesta a mis telegramas dirigidos a todos los grandes hoteles de Europa, y a las cartas en que solicité en vano de algunas agencias de informes datos acerca del paradero de Scilly y de su hija.

Su hija... Me sonrío al pensar que he escrito esa palabra. No la llamo así cuando al nombrarla mentalmente la evoco con toda la suave gracia de sus contornos apenas núbiles de largos lineamientos envueltos en la seda roja del corpiño, con su mortal palidez exangüe enmarcada por el oro oscuro de la destrenzada cabellera y alumbrada por la luminosa sonrisa de las pupilas azules; la llamo Helena, como si la intimidad en que he vivido con su imagen la hubiera acercado a mí, y la nombro con la ternura que vibraría en mi voz agitada si oprimiera en las mías, impolutas de todo contacto femenino desde la noche en que recogí el ramo de rosas blancas hasta el instante en que escribo estas líneas, sus largas manos alabastrinas que al hacer en el aire la mística señal de la cruz arrojaron las pálidas flores entre la sombra nocturna.

¡Helena! ¡Helena!... A veces, en la quietud de la medianoche silenciosa en este rincón del Londres millonario, sentado frente a mi escritorio sobre el cual está abierto un tomo de poesías de Shelley o Rossetti que ahora me embargan con sus etéreas delicadezas y la música casi italiana de sus estrofas, alzo los ojos del libro y contemplo a la luz de la lámpara el camafeo montado en oro que no pude devolverle.

Digo entonces su nombre en alta voz como una fórmula evocatoria que hubiera de hacerla surgir y aparecérseme, allá, en el fondo sombrío de la estancia donde caen en pliegues opulentos y pesados las cortinas de terciopelo verde, e irse acercando, acercando, sin tocar la alfombra, hasta detenerse en el círculo de luz de la lámpara y mirarme con sus ojos dominadores.

¿Por qué sin tocar la alfombra?, pregunta el analista que llevo dentro de mí mismo y que percibe y discrimina hasta las sombras de mis ideas, ¿por qué sin tocar la alfombra? Ría al oír esta frase el Mefistófeles que todos llevamos dentro del alma, agite las luengas plumas del rojo birrete, crispe diabólica mueca su irónica fisonomía, iluminada por un reflejo de infierno, y lance al aire su carcajada de burla: sin tocar la alfombra porque al pensar en ella la veo incontaminada por la atmósfera de la tierra, insexual y radiosa como los querubines de Milton. Las frases que vienen a mis labios para cantarla, entonces, no son los inarmónicos períodos de mi prosa incolora, sino estos versos de La Vita Nuova, en que el Dante habla de Beatriz:

«Cuando mi Dama camina por alguna parte, Amor extiende sobre los corazones corrompidos una capa de hielo que rompe y destruye todos los malos pensamientos.

El que se exponga a verla o se ennoblece o muere; cuando alguno digno de mirarla la encuentra, experimenta todo el poder de sus virtudes, y si ella le honra con su saludo dulcísimo le vuelve tan modesto, tan honrado y tan bueno que llega hasta perder el recuerdo de los que lo ofendieron.

Y Dios ha concedido una gracia particular a mi Dama: la persona que le dirige la palabra no puede tener mal fin».

Esta noche hace dos meses de la noche de Interlaken; a estas horas ya estaba dormido, bajo la influencia del cloral. Es curiosa la historia de los sesenta días que han pasado desde la hora del encuentro.

Se fueron los primeros diez en formalizar la venta de las minas de Malpaso y, al terminar el siguiente, ya el Banco de Inglaterra me tenía abonadas en cuenta las cien mil libras recibidas como precio de Morrell y Blundell, sin que esa noche, excitado por la idea de aquel dinero ganado casi sin esfuerzo, me sugirieran la imaginación ni los sentidos una sola idea de placeres que buscar ni de emociones ardientes que obtener con ese oro que podía transformarse en sensuales locuras. Retirado en mi casita cuyos balcones tienen vista sobre Hyde Park, y donde los tapiceros instalaron rápidamente los mobiliarios y obras de arte que me rodeaban en París, he dividido mi tiempo entre un trabajo que estoy haciendo en el Foreign Office, las visitas a los invernáculos de más fama y una serie de estudios nuevos emprendidos aquí, en la quietud de mi escritorio, con dos profesores de renombre.

Mis derroches de la temporada no alcanzan a mil libras: setecientas pagadas por un cuadro de Sir Edward Burne Jones y las doscientas y pico de una cuenta del librero, cubierta ayer. No he puesto los pies en un salón a pesar de que los Lorenzanas, Roberto Blundell y Camilo Mendoza, nuestro gran estadista que vive en Richmond, me han visitado con insistencia. No he pisado un restaurante ni un teatro, y mis paseos a pie se han dirigido de preferencia hacia los barrios silenciosos de la burguesía acomodada, donde las amplias calles, veladas por las nieblas de otoño, extienden a la hora del crepúsculo la monotonía de sus mansiones tranquilas, separadas de la vía pública por las verduras de los jardinillos que anteceden sus fachadas. Por ellas cuántas veces he andado a esa hora -paseante ingenuo y un poco desprendido de sí mismo para sorprender el alma británica en sus sencillas manifestaciones exteriores- y me he detenido cuando, por la ventana de guillotina de algún balcón entreabierto, adivino al través de los vidrios la luz de la lámpara que alumbra la velada familiar, de una lámpara cuya luz cae sobre la amplia mesa de oscura carpeta cerca de la cual se sentarán la vieja de antiparras, papalina y peluquín cantada por Pombo, el grueso inglesote colorado y flemático que lee el Tit-Bits y contempla carcajeándose las caricaturas del Punch, y las dos misses rubias y frescas de ojos verdosos, con el visitante vestido del inevitable smoking, para tomar el eterno té tibio desvirtuado por la leche abundante, la infusión insípida en que la vieja y pudibunda Albión ha convertido el nervioso licor que en la tierra nativa apuran los mandarines vestidos de seda rosada y las risueñas mousmés de oblicuos ojos, en diminutas tazas de frágil porcelana delgada como una cáscara de huevo, que lucen ramos de crisantemos, doradas medias lunas, hieráticas grullas e inverosímiles pagodas.

Otras veces, para buscar el contraste, envuelto en oscuro ulster que oculta el vestido, recorro el horror de los barrios pobres, llenos de seres degradados y oscuros, poblados de mendigos y donde la bruma otoñal ahoga la escasa luz rojiza de los faroles de petróleo, para entrever, tras de las grasientas vidrieras de algún tienducho lleno de restos de cosas que fueron, la cara afilada y hambrienta de algún judío que parece salido de un ghetto de la Edad Media y, en el fondo de las tabernas hediondas a venenoso brandy y a cervezas nauseabundas, siniestros perfiles de rufianes, arrugadas faces de viejas proxenetas y caras marchitas de chicuelas desvergonzadas, corroídas ya por el vicio, y que tienen todavía aire de inocencia no destruida por la incesante venta de sus pobres caricias inhábiles.

Flota sobre mi espíritu el melancólico recogimiento del otoño, de sus follajes quemados y enrojecidos por el frío, de los nubarrones cobrizos y violáceos de sus crepúsculos, del olor a nidos abandonados y a cloroformo de las hojas que se desprenden de las ramas y revolotean en el aire húmedo, bajo los rayos enfermizos del sol de octubre que apenas las calientan, para caer al suelo y esperar allí, podridas y negras, la soledad el invierno helado y las frescas sinfonías de la primavera.

Por la noche me envuelve una pereza del cuerpo que me hace sonreír si al entrar al cuarto de vestirme veo el negro frac, los brodequines de charol, la resplandeciente camisa, los calcetines de seda, los pañuelos de batista, los guantes blancos y las gardenias para el ojal puestas en vasitos de electroplata que Francisco, mi viejo criado, prepara cuidadosamente sin consultarme y extiende sobre un diván bajo, frente al enorme espejo claro enmarcado de bronce, en previsión de una salida mundana. Me sonrío y visto amplio vestido de franela; friolento, hago encender la chimenea cuyo suave calor neutraliza la temperatura que anuncia un invierno rigurosísimo y, con las piernas envueltas en la eterna manta sevillana compañera de mis viajes y aspirando el humo opiado y aromático de un cigarrillo de Oriente, me siento cerca del fuego para contemplar los derrumbes de negros castillos que forjan los troncos carbonizados, el rojo de las cavernas de fuego donde arden los tizones y los incendios azules de las lengüetas de llama. Horas de infinito recogimiento en que medito en el plan que ha de inmortalizar mi memoria. Lecturas de Shakespeare y de Milton en el silencio de las madrugadas insomnes, ¡cuán lejos estáis del brutalismo gozador de mis noches parisienses en que, tras una cena de langosta a la americana y champaña extra-dry, la alcoba de la Orloff oía mis gritos de salvaje voluptuosidad y su cuerpo delicado se lastimaba estrujado por mis manos gozadoras!...

Enrique Lorenzana, el socio de Botwell, con quien estuve en Ginebra, vino aquí anoche y me dijo al entrar y verme: ¡Eres otro hombre del que vi en Suiza; estás rosado y fresco como una miss y se te ríen los ojos!... Ya lo creo que soy otro hombre... Si no llevara en el fondo del alma la incurable nostalgia de las pupilas azules, si supiera cómo encontrarla, ¡cuán feliz sería al sentirme regenerado por ella!



Londres, 10 de noviembre

Pasé una noche atroz y no comprendo la causa. Un día regular; la mitad gastada en el Ministerio de Relaciones Exteriores tomando copias fotográficas de la correspondencia del Ministro que acreditó mi país en Inglaterra para pedir el reconocimiento de su independencia, la tarde en una fábrica de fusiles -que con furia me he entregado a los estudios militares que requiere el cumplimiento de mi plan- y la noche aquí, viendo una serie de aguafuertes y de acuarelas que me ofrecen en venta. Total: ninguna emoción fuerte. Comida sencilla, con un poco de burdeos viejo y pálido. Y entonces, ¿por qué la horrible pesadilla que me ha hecho gritar y agitarme, la pesadilla angustiosa sin más imagen que la atravesara sino una caída mía entre la oscuridad negra de un abismo y, arriba, arriba, las tres hojas de la rama del camafeo y el revoloteo de la mariposa blanca sobre un cielo azul cruzado de nubes blancas?¿Por qué la depresión de hoy en que me siento sin ánimo de trabajar ni de vivir, y pienso en Helena como un chiquillo perdido entre la noche de un bosque pensaría en las caricias de la madre? Es una obsesión enfermiza casi: al dormirme la veo, vestida con el corpiño de seda roja que llevaba en Ginebra, llamarme con la mano pálida; al abrir los ojos, lo primero en que pienso es en ella y, al hacer un esfuerzo para recordar las impresiones del sueño, me parece que entre la oscuridad de éste ha pasado, vestida de blanco, con un vestido cuya falda cae sobre los pies desnudos, en una orla de dibujo bizantino de oro bordado sobre la tela opaca y llevando en los pliegues níveos del manto que la envuelve un manojo de lirios blancos... Ciertas sílabas resuenan dentro de mí cuando interiormente percibo su imagen: «Manibus date lilia plenis», dice una voz en el fondo de mi alma, y se confunden en mi imaginación su figura, que parece salida de un cuadro de Fra Angelico, y las graves y musicales palabras del hexámetro latino.

Todo eso es delicioso pero es una obsesión enfermiza y yo sé el remedio. Digo el remedio porque el placer comprado me repugna como una droga nauseabunda y no está en Londres ninguna de las dos amigas inglesas que me darían una noche de caricias, ni aquella aristocrática Lady Vivian encontrada en Berlín hace un año, tan fresca y tan dulce y tan loca y tan ardiente; ni la otra, Fanny Green, la profesional a quien tuve tres semanas en Roma, hace cuatro años, estúpida como una campesina ignorante y sentimental como una heroína de Richardson, pero insuperablemente hermosa.

No están en Londres. Comprendo cuál es la causa de mi extraño estado nervioso en que las imágenes internas se convierten casi en alucinaciones, y quiero suprimirlo. Me provoca por momentos salir a Regent Street a las 11 de la noche, buscar alguna de aquellas Jenny, como la del poema de Rossetti,


Oh, merry, lazy, languid Jenny
Fond of a kiss and fond of a guinea,



hacer de ella mi presa, traerla a mi casa, donde, al ver el mobiliario y las vajillas y los cuadros, todo el lujo de la instalación, abriría tamaños ojos sin explicarse mi capricho por su cuerpecito débil, tenerla unas semanas en que las pobres voluptuosidades que me procurara se mezclaran para mí de una impresión de piedad por ella y de obra de caridad hecha al evitarle sus interminables paseos por Picadilly y las brutalidades de sus compradores nocturnos, y, calmada con el abuso la fiebre que me corre por las venas, despacharla regalándole alguna suma que fuera la que gasto en una joya de que me antojo y con que pudiera vivir tranquila hasta la vejez, en alguna casita risueña de los suburbios, casada con el novio que la adoraba antes de caer y acordándose de mí como de un semidiós con quien se encontró una noche...

No puedo. Una presencia femenil en la casa donde está el broche del camafeo de Helena y donde tanto he pensado en ella sería imposible. Al día siguiente habría arrojado a la calle, colmándola de insultos, a la pobrecilla chicuela, sintiendo por ella horrible odio y asco profundo.



Londres, 13 de noviembre

Fue Roberto Blundell quien lo arregló todo. Es judío por la madre y, con la perspectiva del negocio proyectado, habría hecho más por tenerme contento si yo lo hubiera exigido. Íbamos juntos el día que la encontré por primera vez y me quedé maravillado con su belleza, que le valió hasta hace dos años la protección de un miembro de la familia real. Parece que Blundell y ella son viejos amigos y me supongo que algo le llegará a su cartera, de cuero de caimán y esquineras de oro, de la fuerte suma que le entregué previamente con la condición de que todo se haría de acuerdo con mis deseos.

Al penetrar en la alcoba la sangre me encendía las mejillas y me zumbaba en los oídos, y vi, a la sombra de las cortinas verdemar de azulosos cambiantes, el oro del amplio catre y las blancuras de espuma y de nieve de donde emergía el busto, con el seno desnudo casi, mal oculto por la abierta camisa de batista, todo alumbrado por la luz de una lamparilla eléctrica que fingía milagrosa flor de luz sonrosada entre las hojas de bronce que la sostenían a la cabecera del lecho. Ven, me gritó sonriendo y mostrando entre los rosados labios el esmalte de la dentadura maravillosa; ven, y tendió los brazos, esparciendo en el ambiente el olor de una mata de rosas que sacude el aire tibio de la primavera.

¡Sí, ve!, me gritaban los glóbulos de la sangre encendida por el deseo, los nervios tendidos por la continencia de tres meses, los músculos vigorizados por la castidad; ¡ve, sacia tu sed en ese puro vaso de nácar que quiere sentir tus labios, bésalos, sáciate, hártate, agoniza de voluptuosidad en sus brazos en un espasmo de interminables vibraciones!...

Separándolos de los de ella, volví los ojos hacia el fondo oscuro de la alcoba, donde la sombra se aglomeraba resistente a la luz eléctrica por el color sombrío de los tapices, y di un grito: acaba de ver, unidos, en lo alto del muro, como en una medalla antigua, el perfil fino y las canas de la abuelita y, sobre él, el perfil sobrenaturalmente pálido de Helena, en una alucinación de un segundo.

-¿Por qué gritas? -preguntó sin que desapareciera de sus labios frescos la sonrisa deliciosa de voluptuosidad que los arqueaba-. ¿Por qué gritas? Lo que está caído ahí sobre la alfombra es un ramo de flores que recibí hoy de Niza, recógelo, tráemelo y bésame, agregó, reclinando los rizos rubios de la hermosa cabeza sobre el holán de los almohadones.

Recogí el ramo, que no había visito antes y con él en la mano me acerqué al lecho, donde el torneado brazo, blanco y fragante, circundó mi cuello.

-¡Eres hermoso! -dijo clavándome los ojos negros de acariciadora mirada y atrayéndome hacia ella-. Eres hermoso, pero ¿por qué miras esas flores con ojos de loco? Son unas flores que me trajeron de Niza y las había olvidado ahí... ¡Mira la mariposita blanca que se vino entre la caja! -gritó mirando el insecto que emprendió vuelo por el aire de la alcoba perfumada y tibia.

Pretexté un vértigo y me despedí besándole las manos con que me detenía y trayendo en las mías el olor de las rosas té que formaban el ramo, y en los ojos el aleteo de la mariposilla blanca que volaba ahí en ese momento y en mis sueños hace cuatro noches, cuando en pesadilla de indecible horror, rodaba yo al fondo del abismo vertiginoso.

Helena venía de Niza la tarde en que la encontré en Ginebra. Las frescas rosas té del ramo que he tenido en mis manos esta noche están atadas con la misma cinta de extrañas labores en forma de cruz que sujeta las del otro ramo que ya no es más que un cementerio de flores negras y marchitas entre la caja de cristal que las guarda. Al inclinarme para respirar el olor de las flores frescas, en la alcoba donde soñé dejar mi enfermedad gastando la savia acumulada en tres meses, alzó de ellas el vuelo la mariposa blanca de mi sueño, la mariposa del camafeo, porque las dos son una sola. Doy por sentado que fue una alucinación febril haber visto juntas las dos cabezas de los seres cuyas palabras y miradas me envuelven hoy en una trama de sombras, pero ¿por qué estas casualidades que toman para mí la forma de un interrogante abierto sobre el misterio? ¿Por qué la cinta con la misma labor extraña de cruces entrelazadas? ¿Por qué estas flores, nacidas en el mismo sitio que las otras probablemente, llegan, en el momento preciso, al lugar donde iba yo a envilecerme con un placer comprado para no pensar en Ella?...

Temí la locura al salir de las orgías brutales de la carne y ahora el noble amor por la enigmática criatura que me parecía traer en las manos un hilo de luz conductor que habría de guiarme por entre las negruras de la vida, ese amor delicioso y fresco que me ha rejuvenecido el alma, es causa de supremas angustias porque mi razón se agota inquiriendo los porqués del misterio que lo envuelve.

¡Si lograra verla, cambiar estos sueños que me enloquecen por la serenidad que esparcirían en mi alma las primeras frases cambiadas con Ella!

Mi profesor de griego que viene diariamente me había hablado varias veces de su amigo Sir John Rivington, el gran médico que ha consagrado sus últimos años a la psicología experimental y a la psicofísica y cuyas obras Correlación de las epilepsias larvadas con la concepción pesimista de la vida, Causas naturales de apariencias sobrenaturales y, sobre todo, La higiene moral y La evolución de la idea de lo Divino, lo colocan a la altura de los grandes pensadores contemporáneos, de Spencer y de Darwin, por ejemplo. Conocía yo los libros de Rivington de tiempo atrás y los leía y releía con grande entusiasmo, porque la observación directa y precisa de los hechos, la lógica perfecta de los raciocinios, sólidos como una cadena de hierro, y las escasas pero segurísimas deducciones generales que de ellas desprende hacen de esa lectura jugoso y fortificante alimento para mi espíritu vacilante y curioso de los problemas de la vida interior. Esas obras estarán en pie cuando muchas de las vastas teorías de otros filósofos que gozan hoy de más fama que él vayan desmoronándose a los golpes de pica de posteriores investigaciones.

Conseguí para Rivington dos cartas de introducción, releí sus libros antes de ir a la consulta, por creerlo útil para mi plan, y por especialísimo favor logré una conferencia nocturna en que conversamos largamente por horas enteras, solos en su amplio gabinete lleno de curiosos instrumentos de observación y de obras técnicas referentes a su especialidad, y en su sala, donde he tenido una emoción inolvidable.

La primera impresión que produce mi médico, con la frescura casi infantil de sus mejillas sonrosadas y llenas que contrastan con la barba rizosa y gris, y la singular vitalidad que revelan sus miradas y los ágiles movimientos del cuerpo recio y membrudo no debilitado por los sesenta y cinco años que lleva gallardamente, es la de una perfecta salud corporal y mental. Benévola sonrisa de inteligencia ilumina aquella fisonomía grave, y desde el primer momento experimenté cerca de él la impresión de confianza que inspira un hombre envejecido en el estudio de las miserias humanas.

-Doctor -le dije sentándome en el sillón que me ofrecía-, tiene usted enfrente a un enfermo curioso que, en perfecta salud corporal, viene a buscar en usted los auxilios que la ciencia puede ofrecerle para mejorar su espíritu. El catolicismo les da a sus fanáticos directores espirituales a quienes se entregan. Yo, falto de toda creencia religiosa, vengo a solicitar de un sacerdote de la ciencia, cuyos méritos conozco, que sea mi director espiritual y corporal. ¿Acepta usted el cargo?

-Lo acepto -contestó con gravedad sonriente-, pero exigiendo de antemano, como los ministros del noble culto que usted nombra, contrición por los pecados contra la higiene que usted haya cometido y el firme propósito de la enmienda. Cuénteme usted sus pecados...

Con la ingenuidad de un adolescente que abre su alma al sacerdote que ha de absolverlo, le referí mi vida, sin atenuar nada, ni mis ímpetus idealistas, ni mis desmedidas ambiciones de saber, de gloria, de riquezas y de placeres, ni las crapulosas orgías, los mujeriles desfallecimientos y las miserables inacciones que me postran por temporadas. Le conté los últimos seis meses con mayor sinceridad quizás de la que he empleado en estas notas escritas para mí mismo.

Oía sin quitarme los ojos que bajaba yo al suelo por momentos, sin mover una mano, sin que su impasible fisonomía griega tradujera la más mínima emoción.

-Cuente usted ahora los antecedentes de su familia, descríbamela, pínteme usted su país, la ciudad donde usted se formó, dígame usted cuanto crea que pueda ilustrarme.

Lo hice sencillamente y hablé por largo tiempo sin que dejara de prestarme atención por un segundo, ni me quitara de encima los ojos.

-Ahora tenga usted la bondad de exponerme la organización actual de su vida, sus planes para el futuro, todo lo que se refiere al presente.

Hablé contándole mi existencia casi monástica desde mi encuentro con Helena, los planes que abrigo respecto de mi país; le referí el incidente que tuvo lugar en la alcoba de Constanza Landseer, mis estudios de griego y árabe, los infructuosos ensayos hechos para encontrar a la que es hoy toda la vida de mi alma... hasta que esta pregunta, hecha con la ingenuidad de niño que tienen los sabios cuando se trata de cuestiones de sentimiento, me desconcertó porque no supe qué responderle:

-¿Usted tiene intenciones de casarse con esa hermosa joven si la encuentra, y de fundar una familia?

Al no darle yo respuesta porque me quedé confuso y como avergonzado por aquella pregunta, se levantó para traer y colocar sobre la mesa varios aparaticos, a cuyo examen me sometió sucesivamente, haciéndome permanecer de pie, sentarme, recostarme, contar, vendarme los ojos para picarme con alfileres o levantar pesas sujetas a las piernas, estrechar un globo de caucho, ceñirme a la muñeca un mecanismo de reloj terminado con una pluma que trazaba sobre una cinta larga línea ondulante y rítmica, levantar diversas masas de hierro, buscar la incógnita de una ecuación y traducir por escrito un texto de Aristófanes del original griego, mientras que él contaba los minutos inclinado sobre el cronómetro como tomándole el pulso a mi inteligencia.

-Hay aquí un error -dijo examinando la hoja de papel que le tendía-: estos adjetivos se refieren a la acción que denota el verbo y no al sujeto de la frase...

Y entonces comenzó otro examen de todo mi cuerpo, casi desnudo sobre un diván de marroquí negro, examen durante el cual analizaba yo el extraño efecto que me habían producido sus palabras: «¿Usted tiene intenciones de casarse con esa hermosa joven, si la encuentra, y de fundar una familia?»

¡Dios mío, yo, marido de Helena! ¡Helena mi mujer! La intimidad del trato diario, los detalles de la vida conyugal, aquella visión deformada por la maternidad... Todos los sueños del universo habían pasado por mi imaginación menos ese que me sugerían las frases del especialista.

-Sería usted un modelo fisiológico -dijo cuando, después del examen, volvimos a sentarnos cerca del pesado escritorio de nogal-, si fuera un poco más amplia su cavidad torácica y si no existiera cierta desproporción entre su desarrollo muscular y su fuerza nerviosa. Es raro que su organismo haya soportado los excesos a que usted lo ha sometido. Tiene usted que comenzar -continuó con una voz pausada, baja y suavísima- por regularizar todas, absolutamente todas sus funciones, sin detenerse a pensar que hay funciones nobles y bajas en el ser humano. A pesar de que manifiesta usted entusiasmo por la ciencia, que no admite hoy separación alguna entre los fenómenos de la vida y los considera todos, desde la respiración y la nutrición hasta las más altas ideaciones y los sentimientos más nobles, como manifestaciones de una misma causa, los unos comprensibles por caer bajo el dominio de nuestros actuales métodos de observación y de análisis, y los otros incomprensibles todavía por lo rudimentario de los aparatos que apenas comenzamos a emplear para observarlos; a pesar de que afirma usted que no tiene creencias religiosas, es usted un espiritualista convencido, un místico casi, tal vez contra su gusto. Sus frases lo han revelado. Puede usted tener deseos de no creer, pero las influencias atávicas que subsisten en usted lo obligan a creer y usted procede de acuerdo con ellas en lo que se refiere a la clasificación de sus actos. Haga un esfuerzo, triunfe usted de sí mismo, regularice su vida, dele usted en ella el mismo campo a las necesidades físicas que a las morales, que llama usted, a los placeres de los sentidos que a los estudios, cuide el estómago y cuide el cerebro, y yo le garantizo la curación. Regularice usted su vida y dele una dirección precisa y sencilla -continuó después de otro largo silencio en que me pareció leer cierta simpatía en la fría mirada de sus ojos-. Lo primero que debe hacer es distraerse, forzándose a alternar sus estudios con diversiones, nobles si usted las prefiere así. Frecuente los teatros y los conciertos; tendría mucho gusto en llevarlo a casa de uno de mis mejores amigos, donde se toca excelente música de los viejos maestros alemanes y donde encontraría usted buena compañía. Devuélvales a las necesidades sexuales su papel de necesidades, por más que le repugne, y no mezcle usted sus sensaciones de ese orden con sentimentalismos ni con emociones estéticas que lo exalten. Esto mientras encuentra usted a la joven a quien ama y se casa usted con ella para normalizar en la vida marital los impulsos de su instinto. No le incomode a usted que le hable de su amor en esos términos -dijo al ver el gesto que hice involuntariamente al oír la frase-: ese ideal tiene usted que convertirlo en su esposa; usted necesita, antes que todo, como un niño asustado por la apariencia de un objeto que no ha visto bien y cuyo miedo se desvanece al tocarlo, encontrar a esa señorita, tratarla, ver si su carácter y sus ideas coinciden con los de usted y, si es así, casarse con ella para que desaparezca el fantasma que usted se ha forjado. Es un fantasma. Lo vio usted estando bajo la influencia del opio y de una profunda debilidad causada por la orgía de la víspera; la impresión que le causaron a usted sus miradas en el comedor y el capricho que tuvo ella de tirarle un ramo de rosas han determinado en usted una autosugestión que ha ido prolongándose gracias al violento cambio de régimen a que ha sometido usted su organismo y al aislamiento en que se ha encerrado. No ha habido impresiones externas que la combatan y sigue desarrollándose, y, como coincide con una frase que lo había impresionado a usted por haberla dicho una persona de su familia al morir, ha ido revistiendo apariencias sobrenaturales.

Se calló, inclinando la cabeza pensativa y la levantó al cabo de unos momentos de silencio, sonriéndose.

-Tenga usted la bondad de repetirme la descripción de la figura de la señorita cuando usted la ve vestida de blanco y con los lirios en la mano y le parece recordar una frase latina.

Lo hice con la paciencia con que un enfermo le cuenta por segunda vez al vulgar esculapio un síntoma de la dolencia física que lo aqueja.

-¿Se siente usted nervioso esta noche? -me preguntó sonriendo aún con una franca sonrisa que le arqueó los labios y me reveló la animalidad potente de su organismo.

-No, doctor, estoy en perfecta calma, la conversación con usted me ha tranquilizado como una dosis de bromuro -le respondí, sonriendo a mi vez.

-¿Quiere usted ver su visión pintada en un lienzo, por un pintor que murió hace años? -me dijo, sin dejar de sonreír, excitado por la perplejidad que revelaba mi semblante al oír la extraña propuesta.

-Como usted guste -contesté sin saber a derechas qué decía y lleno de una curiosidad infantil que se mezclaba con cierta angustia extraña.

-Perdone usted, voy a dar orden de que enciendan luz en mi salón donde está la pintura. Qué extraña casualidad -agregó hablando consigo mismo y levantándose para apretar un timbre eléctrico, a cuya llamada obedeció el criado vestido de frac que se presentó unos instantes después en el cuarto.

-¿Las señoras están en la sala? -le preguntó.

-No, señor; acaban de retirarse a sus alcobas.

-¿Están encendidas las lámparas en la sala?

-Sí, señor -contestó el sirviente.

-Ponga usted una donde alumbre bien el cuadro que está en la pared de la derecha y sírvanos usted el té allá -ordenó.

Y volviéndose a mí, familiarmente, como si la perspectiva de un triunfo hubiera roto el hielo que nos separaba, me golpeó el hombro como a un amigo viejo y me dijo: -Un capricho de mi mujer me hizo comprar hace diez años, haciendo un esfuerzo por cierto, porque la estrechez de mi presupuesto de entonces no me permitía fantasías de ésas, la tela que voy a mostrarle. ¿Usted estuvo en Londres cuando era niño? -me preguntó con animación súbita.

-Sí, doctor -le respondí-, vine con mi padre y pasé aquí un mes del que conservo recuerdos muy confusos.

-¿Dónde vivían ustedes?

-En un hotel cerca del Regent Street que no he encontrado ahora -contesté impaciente y enervado por el interminable interrogatorio.

-Y la exhibición del lienzo tuvo lugar ahí cerca, en la galería donde lo compré -dijo hablando consigo mismo-. Venga usted a verlo -añadió levantándose para mostrarme el camino y alzando el portier que separaba el gabinete de un cuarto oscuro que atravesamos para entrar al salón donde ardían cuatro lámparas.

-¿Se parece? -preguntó desde el sillón donde se había acomodado para ver el efecto que me estaba produciendo la contemplación de la pintura, al cabo de largo rato en que yo, como hipnotizado por aquella realidad de mi visión, no podía separar los ojos de la figura de Helena, que vestida con el fantástico traje y el manto blanco de mis sueños y llevando en las manos los lirios pálidos, pisaba una orla negra que estaba al pie de la pintura, sobre la cual se leía en caracteres dorados como las coronas de un cuadro bizantino la frase «Manibus date lilia plenis».

-¿Se parece? -repitió Rivington-. Venga usted a sentarse aquí desde donde la verá bien y tomará el té conmigo, hablando de ella.

-Es ella, doctor, ¡es ella! -le dije, sentado ya en el sitio que me designaba y volviendo los ojos hacia la divina aparición que me sonreía, enmarcada de oro sobre la pared oscura-. Es ella, doctor. Pero, ¿cómo se explica este misterio que rodea todo lo que a ella se refiere, que me hace encontrar aquí ese lienzo que es su retrato la noche en que vengo a hablarle a usted de ella? ¿Cómo me hizo encontrar el ramo de rosas y la mariposilla blanca la noche en que fui a buscar otra mujer para olvidarla por unas horas? ¿Cómo se explica usted todo eso? -agregué sin poderme contener.

-Vuelve usted a ver el fantasma y a soñar con lo sobrenatural -contestó con gravedad casi severa-. Aplíquese usted a encontrar causas y no a soñar. Me ha descrito usted a la señorita como una figura semejante a las de las vírgenes de Fra Angelico y este cuadro es obra de uno de los miembros de la cofradía prerrafaelita, el grupo de pintores ingleses que se propusieron imitar a los primitivos italianos hasta en sus amaneramientos menos artísticos. Es claro que la señorita no sirvió de modelo, porque, según me dice usted, cuando más podrá tener quince años y hace veinte que fue pintado el cuadro. Pero dígame, ¿qué tiene de extraño que el modelo fuera una tía o la madre de la que usted encontró en Ginebra y que las dos se parecieran mucho? Ahora, ¿por qué se juntaban en su imaginación cierto verso latino y la figura que usted veía? Porque un recuerdo de esta pintura y de la leyenda que tiene al pie vistas por usted hace muchos años resucitó en su memoria, gracias a la analogía que hay entre la fisonomía de su amada y la que representa este dibujo. La memoria es como una cámara oscura que recibe innumerables fotografías. Quedan muchas guardadas en la sombra; una circunstancia las retira de allí, recibe la placa un rayo de sol que la imprime sobre la hoja de papel blanco, y heme aquí que usted se pregunta quién hizo el retrato, sin recordar el momento en que el negativo recibió el rayo de luz que lo trazó en las sales de plata. Vamos, ¿todavía está usted viendo el fantasma? Deseche usted esas ideas místicas que son un resto del catolicismo de sus antepasados, prefiera usted la acción al sueño inútil, busque usted desde mañana a la joven, cásese con ella y será usted muy feliz. ¿No es cierto que será usted muy feliz? -preguntó con interés.

-Muy feliz, doctor -contesté sirviéndome el té traído por el criado.

-No tome usted más que una taza; debe medirse usted en el uso de los excitantes. Una taza de té por la noche, nada más, y una pequeña de café, a la comida. Disminuya usted el vino, pero no brusca, sino gradualmente, reemplácelo por cerveza, suprima poco a poco los licores y los condimentos, haga comidas abundantes pero sin refinamiento alguno; cambie los ejercicios fuertes como la equitación y la esgrima, que son excitantes musculares, por decirlo así, y haga largas caminatas a pie por el campo. Quisiera que, convencido usted de que es preciso huir de toda excitación de cualquier naturaleza que sea, fuera abandonando paulatinamente sus hábitos de lujo excesivo y sus preocupaciones de arte para dirigir su inteligencia y sus esfuerzos en el sentido de alguna vasta especulación industrial, una ferrería, una fábrica, que le permitiera hacer continuas combinaciones para ensancharla y lo entretuviera con los detalles de su administración. Vea usted: en lugar de pensar en ir a civilizar un país rebelde al progreso por la debilidad de la raza que lo puebla y por la influencia de su clima, donde la carencia de estaciones no favorece el desarrollo de la planta humana, asóciese usted con alguna gran casa inglesa a cuya industria sea aplicable el arte, con unos fabricantes de muebles o de porcelanas, de vidrieras o de telas lujosas para tapizar, y consagre usted su talento a hacer por ese medio objetivo la educación estética de los consumidores. Con una sola idea de arte aplicada a la industria se ennoblece ésta como se perfuman hectolitros de alcohol con una gota de esencia de rosas. Ese sería un hermoso plan. Oiga usted otro: vuelva usted a su país y aplique usted su fortuna a una gran explotación agrícola que lo hará inmensamente rico y lo divertirá con todas las experiencias de aclimatación de razas, animales y plantas exóticas que puedan desarrollarse en esos climas. También le será provechosa si le permite vivir en el campo. Aquí en Londres dirigiendo su manufactura, allá en América desarrollando sus empresas podrá usted vivir tranquilo educando a su familia y haciendo feliz a la señorita que se encontró en Ginebra. Pero de preferencia abandone su sueño de regreso a la patria y establézcase aquí. Francamente, ¿no cree usted más cómodo y más práctico vivir dirigiendo una fábrica en Inglaterra que ir a hacer ese papel de Próspero de Shakespeare con que usted sueña en un país de calibanes?

-Además, ésa es la vida que le conviene -continuó después de meditar un poco-: deseche esos sueños políticos que son irrealizables. Usted no tiene el hábito de ejecutar planes y ésa es una educación, un entrainement -dijo usando la palabra francesa-; hay que comenzar ideando y llevando a cabo cosas pequeñas, prácticas, fáciles, para lograr al cabo de muchos años enormidades de ésas con que usted sueña. Me hace usted la impresión de un niño que se siente robusto y al ver a un gimnasta de profesión jugar con pesas de a doscientos kilogramos cree que puede hacerlo, sin maliciar que las fuerzas de sus músculos apenas le permitirán recoger la pelota de caucho con que juega.

-Abandone usted esos sueños -continuó-; abandone los sueños de gloria, de arte, de amores sublimes, de grandes placeres, la ciencia universal, todos los sueños. El sueño es el enemigo de la acción. Piense usted, conciba un plan pequeño, realícelo pronto y pase a otro. La delicia de vivir, que usted experimenta hoy cortada por bruscas depresiones que lo postran, es al mismo tiempo la causa de sus ambiciones desmedidas y el peligro futuro para usted; la causa, porque es ella la que le hace desear continuamente impresiones nuevas en la esperanza de que son gratas; el peligro, porque revela una sensibilidad exagerada, una especie de hiperestesia que lo imposibilita para resistir el dolor, el día en que éste llame a su puerta. ¿Conoce usted el dolor? -preguntó pensativo.

-He sufrido, doctor, menos quizá que la mayor parte de los hombres, y puesto que es convenido que todo detalle de mi vida interior lo conocerá usted, debo decirle que en los momentos de sufrimiento se produce en mí un placer superior al dolor mismo, el de sentir ese dolor, el de conocer las impresiones nuevas que me procura.

-Ése es el síntoma que completa el cuadro -continuó-: hay en usted por el momento tal embriaguez de vida que me hace recordar la frase de Goethe: «La juventud es una embriaguez de sangre». Todo le aparece a usted hermoso, risueño, grandioso, todo lo atrae, todo reclama su atención. El día en que su sistema, cansado por los abusos, se debilite, los nervios transmitirán de preferencia las sensaciones desagradables o dolorosas; mortal apatía lo dominará a usted inhibiéndolo para la acción; su estómago gastado y sin fuerzas digerirá mal, trabajará escasamente su cerebro y entonces será usted el reverso de la medalla, su misantropía, su odio por todo, su desencanto no tendrán límites. Todo joven gozador es el proyecto de un anciano melancólico, los botones de rosa se convierten en rosas marchitas; sólo lo duro guarda la forma que desafía el tiempo. Si usted lo piensa bien, verá que el ascetismo, que es la última palabra de las religiones, es el secreto de la paz interior: endureciendo al hombre por las privaciones voluntarias a que lo somete, lo insensibiliza para el sufrimiento. Esa quimera que se ha forjado usted de dominarlo todo, de gozar con los sentidos y siendo al tiempo mundano, artista, sabio, guerrero y conductor de hombres, es el supremo absurdo. Mientras usted no se encierre en una especialidad y olvide el resto, se sentirá usted mal. Me argüirá usted que han existido hombres que lo han realizado casi, que el Vinci poseyó todas las ciencias y las artes de su tiempo y que quizás no hubo región alguna de los conocimientos humanos por donde Goethe no paseara su inteligencia poderosa. Me permitiré observarle que la ciencia en el tiempo en que vivió Leonardo era un embrión apenas, y que el hombre de Weimar vivió setenta y tantos años estudiando metódicamente. El simple acto de pensar agota: vea usted a mi querido amigo Heriberto Spencer, que se ha ceñido siempre a las prescripciones de la higiene más absoluta y está pagando ya, con su falta de fuerzas, sus colosales estudios; recuerde usted a muchos literatos franceses contemporáneos, neurópatas o imposibilitados para la producción en plena juventud, y comprenderá usted que el abuso de trabajo mental es el peor de los abusos. Honradamente es mi deber decirle a usted que la herencia y la vida que usted ha llevado me hacen temer por su porvenir en caso de que usted no cambie de régimen. Hay en usted un doble atavismo, caso curioso, de impulsivos, inconscientes casi, y de cerebrales unificados. Si usted logra equilibrar esas tendencias que luchan entre ellas y consigue que sus facultades mentales dirijan sus instintos, está usted salvado; si continúa su vida con esas alternativas de ascetismo y de crápula, con esos estudios sin orden, con esos planes imposibles, irá a dar el día en que menos lo espere, al tropezar con una circunstancia imprevista, a la imbecilidad o a la locura. Creo inútil decirle que los excitantes y los narcóticos que usted ha usado han hecho la mitad de la obra al producir su estado de hoy. Es usted un predispuesto y son los predispuestos los que dan a la morfina, al opio, al éter, amplia cosecha de víctimas. Búsquela usted desde mañana -dijo mirando el cuadro al cual había yo dirigido los ojos-, y al encontrarla cásese con ella y funde un hogar donde dentro de veinte años vea usted a sus hijos sucederle en los negocios y tenga la satisfacción de recordar los extravíos de su juventud, como recuerda uno un peligro cuando ya está salvado de él. Ese amor puede ser su salvación...

-Y has resistido ocho años de la misma vida de entonces y hoy, cuando te hablo yo como te hablaba Rivington, hoy, cuando todavía es tiempo, te ríes de mí y no me haces caso -dijo gravemente Óscar Sáenz desde su asiento, perdido en la semioscuridad carmesí de la estancia lujosa.

-Hoy es diferente -respondió Fernández con cierta superioridad-: he distribuido mis fuerzas entre el placer, el estudio y la acción; los planes políticos de entonces los he convertido en un sport que me divierte y no tengo violentas impresiones sentimentales porque desprecio a fondo a las mujeres y nunca tengo al tiempo menos de dos aventuras amorosas para que las impresiones de una y otra se contrarresten y...

-Y para que las heroínas hagan contraste -insinuó Luis Cordovez-: la una rubia y lánguida, lectora de Heine, y la otra morena y ardiente, lectora de la Pardo Bazán; una sentimental como una colegiala y la otra sensual desde las puntas de las uñas hasta la médula de los huesos...

Una sonrisa de vanidad iluminó la fisonomía fatigada del poeta.

-Continúa, José; me ha mejorado tu lectura -dijo Máximo Pérez desde el diván vecino donde estaba recostado.



Londres, 20 de noviembre

«Ese amor puede ser su salvación» fue la última frase del fisiólogo materialista... «¡Sálvalo Señor del infierno que lo reclama! ¡Benditos sean la señal de cruz hecha por la mano de la virgen y el ramo de rosas que caen en su noche como signo de salvación! ¡Está salvado, míralo bueno, míralo santo!» fueron las frases de la abuelita en el misterioso delirio que tomó forma en una realidad casi divina. El raciocinio de la ciencia, la intuición de la santidad, el grito del sentimiento, todas las voces de la vida se funden en un coro sublime para llamarte, ¡oh misteriosa criatura de los rizosos cabellos castaños que son de oro donde la luz los toca, de las subyugadoras pupilas azules, de las pálidas mejillas tersas como las hojas de las camelias blancas y de las largas manos alabastrinas que al trazar entre la oscuridad el signo de la redención arrojaron el ramo de rosas que cayó entre la negrura del jardín, como tus miradas cayeron en las sombras de mi alma! ¡Oh, tú, inmaculada, tú, purísima, todo te llama, ven a salvar el alma manchada y débil que siente flotar sobre ella las alas negras de la locura y que te invoca hoy desde el borde del abismo!

Reconcentrado en mí como un piloto que en hora de supremo peligro junta sus fuerzas agotadas para consultar la brújula y alejarse de la tempestad, las palabras de Rivington me han hecho pensar por horas enteras. He hecho al analizarme una plancha de anatomía moral, como dice Bourget en el prefacio de su maravilloso André Cornélis, y me he aterrado al verla. Hela aquí:

Hijo único del matrimonio de amor de dos seres de opuestos orígenes, dentro de mi alma luchan y bregan los instintos encontrados de dos razas, como los dos gemelos bíblicos en el vientre materno. Por el lado de los Fernández vienen la frialdad pensativa, el hábito del orden, la visión de la vida como desde una altura inaccesible a las tempestades de las pasiones; por el de los Andrades, los deseos intensos, el amor por la acción, el violento vigor físico, la tendencia a dominar los hombres, el sensualismo gozador. ¿Hasta qué punto el recuerdo de mi padre, de su figura delicada, de su cuerpo endeble, de su recogimiento silencioso, de su pasión por las ciencias exactas, aclara con extraña luz la apariencia de ciertos momentos de mi vida psíquica? La abuelita, la pobre santa, muerta sin que yo le cerrara los ojos, aprendió de aquella familia de ascetas el desprecio insexual por las debilidades de la carne. «Es una criatura infame que no tiene perdón ni de Dios ni de los hombres», decía al oír nombrar a una pobre adúltera, y un fulgor de indignación le iluminaba los ojos apagados y un temblor de ira le hacía temblar los enjutos labios. La prescindencia de todo lujo y la modestia casi monástica reinaban en la casa paterna, donde las vajillas de plata dormían guardadas en los viejos escaparates de nogal y los criados desatendían sus quehaceres para ir a la iglesia. Al hundir los ojos en las lejanías del tiempo, surgen ante mí las figuras de la familia: por el lado paterno la de doña Inés Fernández de Sotomayor, la virgen de 22 años que, en vísperas de contraer matrimonio, rompió su compromiso para consagrarse a Dios y entrar al convento de las monjas de Santa Inés con el nombre de Sor María de la Cruz, a fines del siglo XVIII; la del tercer abuelo, que se educó en Salamanca, fue capitán de los reales ejércitos y desempeñó en mi tierra odiosos puestos dados por la Inquisición, y, más lejos, dominándolas todas, la del hermano del primer antepasado que se trasladó a América para acompañarlo, aquel Álvaro Fernández de Sotomayor y Vergara, el arzobispo sabio, comentador de Tertuliano, que a los setenta años, devuelto a España, murió virgen y en olor de santidad. Delicadas miniaturas encuadradas de diminutos diamantes, antiguos lienzos españoles donde se destacan figuras descarnadas y animadas de intensa vida espiritual, apolillados cronicones amarillentos, reales cédulas, pergaminos manuscritos por insignes artistas en que los caracteres góticos de la leyenda alternan con los colores de complicados blasones heráldicos, cuentan las glorias de aquella raza de intelectuales de débiles músculos, delicados nervios y empobrecida sangre cuyos glóbulos desteñidos corren por los ramales azulosos de mis venas. La piedad católica que la animó subsiste en mí transformada en un misticismo ateo, como revive en ciertos degenerados, convertido en mórbidas duplicidades de conciencia, el mal sagrado de los átavos epilépticos.

¡Ah, sí!, pero en los hoyuelos de las mejillas de mi madre reían frescuras de flor, su leche tenía el sabor que tiene la de las campesinas vigorosas; el abuelo materno era un jayán potente y rudo que a los setenta años tenía dos queridas y descuajaba a hachazos los troncos de las selvas enmarañadas, y allá en las llanuras de mi tierra cuentan todavía la tenebrosa leyenda de estupros, incendios y asesinatos de los cuatro Andrades, los salvajes compañeros de Páez en la campaña de los Llanos, que recorrieron victoriosos, sembrando el terror en las huestes españolas, al rudo galope de sus potros, con la lanza tendida por el brazo férreo, con la locura en el alma, la sangre quemada por el alcohol y la blasfemia en la boca gruesa solicitadora de besos...

Esos instintos comprimidos y encontrados subsisten en mí, determinan mis impulsos sin que puedan contenerlos las falsas adquisiciones de la educación y del raciocinio; domíname religiosa impresión, que me hace doblar las rodillas, si penetro en la semioscuridad de un templo a la hora del crepúsculo, y el día en que sentí la mano empapada en la sangre tibia de la Orloff no pude contener un grito de gozo. Para que la antinomia de esos encontrados impulsos se hubiera transformado en permanente equilibrio, habría sido preciso que un plan verdaderamente científico de educación los hubiera aprovechado, utilizándolos. Las circunstancias decidieron que pasara mis primeros años bajo las más contradictorias influencias. Perdí a mi madre siendo niño; cuando a la muerte de mi padre, al cumplir diecisiete años, salí del colegio de jesuitas donde mi adolescencia se deslizó bajo el yugo de severa disciplina, el estado de mi salud quebrantada por la mala higiene del internado y mi parentesco con los Monteverde -sobrinos carnales de mi madre y dueños de las propiedades de campo vecinas a las nuestras- me llevaron a vivir, en pleno contacto con la naturaleza, brutal vida de campesinos, en las haciendas donde bajo la doble influencia de la juventud y del régimen mis músculos se vigorizaron y se enriqueció mi sangre. En aquella temporada de vida singular, las cacerías de venados y los violentos ejercicios atléticos se alternaban con las orgías vertiginosas en que Humberto Monteverde, borracho y con la rizosa cabeza recostada sobre algún seno desnudo, me gritaba a voz en cuello mientras su padre, don Teodoro, paseaba por sobre la concurrencia la mirada átona de sus ojos enturbiados por el alcohol: «Oye, José, tú y yo no hemos nacido para vivir en sociedad, somos salvajes, somos Andrades, somos los nietos de los llaneros». Extraña temporada aquella en que la lectura de los más grandes poetas y el hervor sentimental y sensual de la juventud, y la dejadez del cuerpo tras de las noches crapulosas me hicieron escribir mis Primeros versos; más extraña si se compara con el año siguiente, en que la intimidad con Serrano, el noble amigo que consagró su vida a trascendentales especulaciones, resucitó en mí al meditabundo filósofo que heredó de sus abuelos el intenso amor por la vida moral. Extrañas influencias que dieron como resultado que, al entrar por primera vez, a los veintiún años, corbateado de blanco y con el busto moldeado por un frac de Poole, al salón donde hice mi primera conquista aristocrática, cuatro almas -la de un artista enamorado de lo griego y que sentía con acritud la vulgaridad de la vida moderna, la de un filósofo descreído de todo por el abuso de estudio, la de un gozador cansado de los placeres vulgares que iba a perseguir sensaciones más profundas y más finas, y la de un analista que las discriminaba para sentirlas con más ardor- animaran mi corazón, que latía bajo la resplandeciente pechera, coquetamente abotonada con una perla negra.

Así, proteica y múltiple, ubicua y cambiante, resistente al influjo de los ambientes, vigorosa por los ejercicios atléticos, por el uso de suculentos manjares y licores añejos, enervada por sensuales delicias, mi personalidad se fue desarrollando, y alternaron dentro de mí épocas de salvajez gozadora y ardiente, y largos días de meditativo desprendimiento de las realidades tangibles y de ascética continencia.

Un cultivo intelectual emprendido sin método y con locas pretensiones al universalismo; un cultivo intelectual que ha venido a parar en la falta de toda fe, en la burla de toda valla humana, en una ardiente curiosidad del mal, en el deseo de hacer todas las experiencias posibles de la vida, completó la obra de las otras influencias y vino a abrirme el oscuro camino que me ha traído a esta región oscura donde hoy me muevo, sin ver más en el horizonte que el abismo negro de la desesperación y, en la altura, allá arriba, en la altura inaccesible, su imagen, de la cual, como de una estrella en noche de tempestad, cae un rayo, un solo rayo de luz.

¿Terror? ¿Terror de qué? De todo, por instantes... De la oscuridad del aposento donde paso la noche insomne viendo desfilar un cortejo de visiones siniestras; terror de la multitud que se mueve ávida en busca de placer y de oro; terror de los paisajes alegres y claros que sonreirían a las almas buenas; terror del arte que fija en posturas eternas los aspectos de la vida, como por un tenebroso sortilegio; terror de la noche oscura en que el infinito nos mira con sus millones de ojos de luz; terror de sentirme vivir, de pensar que puedo morirme, y, en esas horas de terror, frases estúpidas que me suenan dentro del cerebro cansado -«¿y si hubiera Dios?... Los pobres hombres están solos sobre la tierra»- me hacen correr un escalofrío por las vértebras.

No, no es terror de eso; es terror de la locura. Desde hace años el cloral, el cloroformo, el éter, la morfina, el haschich, alternados con excitantes que le devolvían al sistema nervioso el tono perdido por el uso de las siniestras drogas, dieron en mí cuenta de aquella virginidad cerebral más preciosa que la otra de que habla Lasegue. Después, la crápula del cuerpo obstinado en experimentar sensaciones nuevas, la crápula del alma empeñada en descubrir nuevos horizontes, después todos los vicios y todas las virtudes, ensayados por conocerlos y sentir su influencia, me han traído al estado de hoy, en que unos días, al besar una boca fresca, al respirar el perfume de una flor, al ver los cambiantes de una piedra preciosa, al recorrer con los ojos una obra de arte, al oír la música de una estrofa, gozo con tan violenta intensidad, vibro con vibraciones tan profundas de placer, que me parece absorber en cada sensación toda la vida, todo lo mejor de la vida, y pienso que jamás hombre alguno ha gozado así; y en que otros, cansado de todo, despreciando, odiando todo, sintiendo por mí mismo y por la existencia un odio sin nombre que nadie ha experimentado, me siento incapaz del más mínimo esfuerzo, permanezco por horas enteras hebetado, estúpido, inerte, con la cabeza en las manos y llamando a la muerte ya que la energía no me alcanza para acercarme a la sien la boca de acero que podría curarme del horrible, del tenebroso mal de vivir...

¡La locura! ¡Dios mío, la locura! A veces... ¿por qué no decirlo, si hablo para mí mismo? ¡Cuántas veces la he visto pasar, vestida de brillantes harapos, castañeteándole los dientes, agitando los cascabeles del irrisorio cetro, y hacerme misteriosa mueca con que me convida hacia lo desconocido! En una alucinación que la otra noche me dominó por unos minutos, las joyas que brillaban sobre el terciopelo negro del enorme estuche se trocaron a la luz de la lámpara que las alumbraba en los mágicos arreos de su vestido de reina; otra noche, en una pesadilla que me apretó con sus garras negras y de la cual desperté bañado en sudor frío, una cabeza horrible, la mitad mujer de veinte años, sonrosada y fresca pero coronada de espinas que le hacían sangrar la frente tersa, la otra mitad calavera seca con las cuencas de los ojos vacías y negras y una corona de rosas ciñéndole los huesos del cráneo, todo ello destacado sobre una aureola de luz pálida; una cabeza horrible me hablaba con la boca, mitad labios de rosada carne, mitad huesos pálidos, y me decía: «¡Soy tuya, eres mío, soy la locura!»

¡Loco!... ¡El loco, en el cuartucho oscuro del manicomio oloroso a orines de ratón, envuelto en la camisa de fuerza!... ¡El loco con el cabello cortado al rape, recibiendo en las flacas espaldas huesosas el chorro helado de la ducha, bajo el ojo imperturbable del hombre de ciencia que anota sus gestos violentos y sus entrecortadas blasfemias para convertirlos en una precisa y razonada monografía!...¿Loco?... ¿Y por qué no? Así murió Baudelaire, el más grande para los verdaderos letrados de los poetas de los últimos cincuenta años; así murió Maupassant, sintiendo crecer alrededor de su espíritu la noche y reclamando sus ideas. ¿Por qué no has de morir así, pobre degenerado, que abusaste de todo, que soñaste con dominar el arte, con poseer la ciencia, toda la ciencia, y con agotar todas las copas en que brinda la vida las embriagueces supremas?

Pero no, dulce visión angélica que en mis sueños llevas las manos llenas de lirios blancos y que presente ante mí trazaste con ellas el signo de la redención y arrojaste en mi noche las pálidas flores: el alma que tú favoreciste con tus miradas santificadoras no irá a desagregarse así.

Cuando en ti pienso, Beatriz que me harás ascender desde el fondo de mi infierno hasta las alturas de tu gloria, los versos de Alighieri resuenan dentro de mi alma como un cántico de esperanza y de consoladora certidumbre:

«Cuando mi Dama camina por alguna parte, Amor extiende sobre los corazones corrompidos una capa de hielo que rompe y destruye los malos pensamientos. El que se exponga a verla o se ennoblece o muere. Cuando alguno digno de mirarla la encuentra, experimenta todo el poder de sus virtudes y si ella lo honra con su saludo lo vuelve tan modesto, tan honrado y tan bueno que llega hasta perder el recuerdo de los que lo ofendieron. Y Dios ha concedido una gracia particular a mi Dama; la persona que le dirija la palabra no puede tener mal fin».

¡Oh, ven, surge, aparécete, Helena! Lo que queda de bueno en mi alma te reclama para vivir. Estoy harto de la lujuria y quiero el amor; estoy cansado de la carne y quiero el espíritu. Hubo en mi alma muladares inmundos que limpió la fuente de aguas vivas abierta en ella por la mirada insostenible de tus ojos azules. Para recibirte, lo que es hoy seca maleza florecerá de flores perfumadas y los sueños buenos de mi adolescencia resucitarán todos cuando tus pies pequeñuelos huellen la tenebrosa puerta de mi espíritu, y te acompañarán como una procesión de ángeles; donde quedan charcos de envenenadas emanaciones, habrá dormidos lagos, apenas rizados por las alas de los cisnes blancos. Si sobre mi cuerpo crispado de voluptuosidad se pasearon manos buscadoras y lascivas, si pedí el olvido a todas las embriagueces de todas las orgías, si rodé como un borracho por la escalera vertiginosa del vicio, fue porque no te había visto todavía. Ten piedad de mí. Para alcanzar tu santidad, porque te siento santa y me apareces ceñida con una aureola de misticismo y casi sagrada, para alcanzar tu santidad he procurado ser bueno. No hay una mancha en mi vida después de que tus ojos cruzaron sus miradas con las mías. Pero para ser bueno necesito de ti, necesito verte. ¡Ven, surge, aparécete, sálvame, ven a librarme de la locura que avanza en mi cielo como una nube negra preñada de tempestades, ven a salvar lo que queda en mí de los santos de mi raza, del sabio arzobispo y de la dulcísima monja, que en tierra para ti desconocida duermen su último sueño a la sombra de las arcadas góticas, en los viejos sepulcros de piedra!



Londres, 5 de diciembre

El hilo de luz que me hará encontrarla está en el misterioso parecido del cuadro de Rivington con ella, pensé hace dos semanas, y, por un fenómeno que es frecuente en mí y que me hace tomar siempre el camino más largo y perderme en él cuando trato de investigar algo que me interesa, en vez de irme derecho al viejo, o de preguntarle el nombre del pintor de la misteriosa tela y de continuar inquiriendo hasta dar con la verdad, me entregué con loco entusiasmo al estudio de los orígenes y del desarrollo de la escuela prerrafaelita, de las vidas y de las obras de sus jefes y de las causas que determinaron la aparición de ella en el mundo del arte.

He salido de mi tarea con unas cuantas percepciones nuevas de la belleza y guarda mi espíritu algo como el perfume y el alma del ideal que animaba a los nobles artistas que ilustraron la cofradía, como un suave olor rancio de incienso, producido por la ingenua piedad suavísima de los pintores prerrenacentistas, y como un deslumbramiento causado por el colorido de ciertas telas inmortales. En resumen, jamás me había sentido más ridículo en el interior: quise saber de Helena y he sabido detalles de la vida del Beato Angelico de Fiésole, he leído cartas de Rossetti y de Holman Hunt, canzones de Guido Cavalcanti y de Guido Guinizelli, versos de William Morris y de Swinburne, he visto cuadros de Rossetti y de Sir Edward Burne Jones. En resumen, todo se complica dentro de mí y toma visos literarios; una curiosidad se agrega a otra, los atractivos de la obra de arte me hacen olvidar los más graves intereses de la vida y, sin la llamada brutal a la realidad dada por el doctor Rivington antier, habría pasado quién sabe cuánto tiempo sin buscarla, soñando en Ella, con la imaginación dando vueltas alrededor de su radiosa imagen y los ojos persiguiendo en poemas y cuadros, frases y lineamientos que me hicieran recordarla.

No soy práctico. Rivington me lo ha dicho en tono despreciativo, y yo, que lo sé mejor que él, me sonrío al pensar en el desprecio que revelaba su voz al decírmelo. No soy práctico, ya lo creo, y los hombres prácticos me inspiran la extraña impresión de miedo que produce lo ininteligible.

Percibir bien la realidad y obrar en consonancia es ser práctico. Para mí lo que se llama percibir la realidad quiere decir no percibir toda la realidad, ver apenas una parte de ella, la despreciable, la nula, la que no me importa. ¿La realidad? Llaman la realidad todo lo mediocre, todo lo trivial, todo lo insignificante, todo lo despreciable; un hombre práctico es el que, poniendo una inteligencia escasa al servicio de pasiones mediocres, se constituye una renta vitalicia de impresiones que no valen la pena de sentirlas. De esa concepción del individuo arranca la organización actual de la sociedad, que el más ilustre de sus detractores llama «una sociedad anónima para la producción de la vida de emociones limitadas», y esa concepción de la vida sirve de base a la estética de Max Nordau, que clasifica las verdaderas obras de arte como productos patológicos, y a la asquerosa utopía socialista que en los falansterios con que sueña para el futuro repartirá por igual pitanza y vestidos a los genios y a los idiotas.

¡La realidad! ¡La vida real! ¡Los hombres prácticos! ¡Horror!... Ser práctico es aplicarse a una empresa mezquina y ridícula, a una empresa de aquellas que vosotros despreciasteis, ¡oh celosos!, ¡oh creadores!, ¡oh padres de lo que llamamos el alma humana, que impedisteis con vuestras sublimes locuras que nuestros ojos iluminados por un resto de la luz que irradió de vuestros espíritus sean los ojos átonos de los rumiantes! Tú no fuiste práctico, sublime guerrero, poeta que soñaste y realizaste la independencia de cinco naciones semisalvajes, para venir a morir, bajo techo ajeno, sintiendo dentro de ti la suprema melancolía del desengaño, a la orilla del mar que baña tus natales costas; ni tú tampoco, pobre genovés soñador que le diste un mundo a la Corona de España, para morir entre cadenas; ni tú, manco inmortal, que pasaste miserias sin cuento; ni tú, florentino sublime que con el alma llena de las ardientes visiones de tu Divina Comedia, mendigaste el pan del desterrado, ni tú, Tasso, ni tú, Petrarca, ni tú, pobre Rembrandt, ni tú, enorme Balzac, perseguido por los ruines acreedores, ni vosotros, todos, ¡oh poetas!, ¡oh genios!, ¡oh faros!, ¡oh padres del espíritu humano que atravesasteis la vida amando, odiando, cantando, soñando, mendigando, mientras que los otros se enriquecían, gozaban y morían satisfechos y tranquilos!

Divago al escribir... Cada uno de esos hombres al olvidar las miserables materialidades de la vida lo hacía para realizar algún plan grande que inmortalizara su memoria. Yo pierdo inútilmente mi tiempo entretenido como un niño en futilidades más o menos hermosas, sin buscar la única que devolverá la paz a mi espíritu conturbado.

Cuando puse los pies en el salón de consulta de Rivington, todas las impresiones de las últimas dos semanas refluían a mi memoria y, olvidado de los detalles de la vida real, se movía mi espíritu en un ambiente de etéreas delicadezas y sobrenaturales y deliciosos sentimientos producidos por la contemplación incesante de los cuadros y la lectura de los versos de Rossetti. Ese ambiente de ardiente y melancólico misticismo poblado de ensueños referentes a Helena y perfumado de ella, como el aire de suntuoso retrete femenino del aroma de las flores que agonizan aromándolo, me había envuelto por largas horas, como una niebla espiritual, impidiéndome el contacto con el mundo exterior. Disipose como por encantamiento al sentarme en uno de los sillones de la consulta y recorrer con los ojos la concurrencia que esperaba, haciendo antesala, el turno obligado para solicitar los auxilios del hombre de ciencia. Frente a mí un viejazo apoplético y obeso, envuelto en pesado abrigo de pieles, con el cogote rojo como jamón y rugoso como un cuero de caimán, los ojos cubiertos por dobles anteojos negros y los enormes pies deformados por la gota, calzados con gruesos botarrones, roncaba a pierna suelta. Se había dormido esperando el turno. En un ángulo de la sala, una mujer de anguloso perfil, canosa y con cara de hambre, miraba con sus ojuelos grises cargados de odio a una pobre chiquilla de doce a trece años de ralos cabellos de un rubio sucio, desteñida tez salpicada de pecas y descolorida boca entreabierta que dejaba ver los dientes picados y las encías desteñidas. En otro sillón estaba sentado un hombrecillo enclenque, de color de aceituna, que guardaba una quietud absoluta, inquietante, inverosímil. Por entre aquellos cuatro individuos de miserable y dolorosa apariencia se paseaba a grandes pasos por el salón un fantástico personaje, desmesuradamente largo y flaco, de aspecto caricatural, que se retorcía con furia los pelos de larguísimo bigotillo encerado y cuyos gestos sacudidos seguían con indulgente solicitud los ojos de un hombre de treinta años, vestido con refinada elegancia pero en cuya delicada y hermosa fisonomía, de una palidez extraña, se leían los signos de definitivo e irremediable agotamiento.

La chiquilla del pelo rubio se sacudió toda, dio un gritico agudo de pájaro herido y agitó sus miembros débiles un estremezón nervioso; despertose con un ronquido bronco el personaje de las pieles y se frotó con la enorme mano rojiza y rellena como un guante de esgrima la faz apoplética; no hizo un movimiento el individuo verde aceituna, que parecía una estatua de cera, y, visiblemente humillado al sentirse en aquella asamblea de incurables, el enfermo elegante que un momento antes paseaba por todo el cuarto la mirada de sus ojos cansados, los volvió a un anillo de rubíes que le adornaba el dedo meñique de la mano izquierda.

Excitado por la vista de aquellos infelices, surgió en el fondo de mí el orgullo de la vida, de la juventud y del vigor, y con involuntario movimiento me apreté con la mano derecha, crispada casi, el bíceps del brazo izquierdo, que sobresalía elástico y fuerte, formando como una masa de hierro, bajo la gruesa cheviot del vestido de invierno. La sangre se me subió a las mejillas y con brusco movimiento me levanté para salir. No, yo no estaba enfermo, yo no era un incurable, un harapo humano como aquellos desgraciados. ¿Enfermo, yo? ¿De qué? De un exceso de vida, de un exceso de ideas, de un exceso de fuerza y, como si hubiera visto la muerte al ver aquellos restos de persona que iban a buscar modo de aliviar sus días miserables, deseé en ese minuto todos los placeres de la vida, todos los sabores, los perfumes, los colores, las líneas, las músicas, los contactos deliciosos; me provocó apurarlo todo ahí, en ese minuto, antes de que mi cuerpo se deformara y se convirtiera en una miseria como las que estaba viendo...

Tan profunda fue la impresión que no caí en la cuenta de la salida de la persona cuya consulta había terminado, ni vi, en el primer momento, a Rivington, que por la puerta entreabierta del gabinete me miraba de pies a cabeza, con ojos de inquietud.

-Doctor -dije saludándolo, olvidado de que había enfermos que debían precederme.

-Siga usted -dijo con cierta brusquedad, haciéndome entrar al cuarto.

Ahí siguió una escena grotesca en que, sin poderme dominar y llorando como una mujer, abrazado a aquel jayán casi desconocido para mí, le conté la atroz impresión que me había producido su horrible clientela y le supliqué que me asegurara que no estaba enfermo, que no me volvería loco, y en que con frases estúpidamente sentimentales le supliqué que me permitiera enviar un pintor a su casa para obtener una copia del cuadro. Suave como una madre que maneja a un muchacho enfermo, consentido y antojadizo, el especialista se denegó a mi deseo y, con su gravedad acostumbrada, me hizo ver todo lo que había de anormal y de enfermizo en mi estado de espíritu de esos momentos.

-Yo había creído menos grave su caso. Es preciso que usted aproveche las fuerzas que le quedan para buscar la curación inmediatamente; vaya usted desde mañana a buscar a esa señorita, diviértase, distráigase, no sueñe más; el sueño es un veneno para usted. Juegue, emborráchese, más bien. Eso sería más higiénico en su estado de hoy. No pierda usted un minuto, vaya a buscarla. Usted la encontrará y si quiere la hará su esposa. Está usted joven, posee una hermosa fortuna, tiene usted todos los elementos para ser feliz; no pierda su tiempo en inútiles desvaríos... Sea feliz.

Le he remunerado al viejo esa extraña consulta, terminada por esa fantástica receta, con largueza de príncipe. Creía que me devolvería el cheque, pero no: lo guardó; y lo empleará bien de seguro. Tanto mejor.

Dentro de diez días estaré en París, reinstalado en mi hotel y consagrado a buscarla. Pienso con horror en volver a la ciudad donde mi vida se deslizó por tanto tiempo en medio de asquerosas delicias. Tú hueles a fábrica y a humo, mi Londres fuliginoso y negro, la trabazón aérea de telegráficas redes cruza tu cielo opaco; tiene tu ferrocarril subterráneo aspecto de pesadilla grotesca; el pueblo que te habita ignora la sonrisa. Tú, París, acaricias al viajero con la amplitud de tus elegantes avenidas, con la gracia latina de tus moradores, con la belleza armoniosa de tus edificios, ¡pero en el aire que en ti se respira se confunden olores de mujer y de polvos de arroz, de guiso y de peluquería! Eres una cortesana. Te amo despreciándote como se adora a ciertas mujeres que nos seducen con el sortilegio de su belleza sensual y sé bien que los pies de Helena no huellan tu suelo, ¡oh pérfida y voluptuosa Babilonia!

De la temporada de Londres me llevo una deliciosa impresión de recogimiento y de vida interior exacerbada hasta lo indecible. Dos idiomas que eran para mí letra muerta, el griego y el ruso; dos ramos de la actividad humana que me eran extraños, todas las artes de la guerra y la agronomía con todos sus progresos realizados en la última mitad de este siglo me son completamente familiares. Amplia cosecha de impresiones de arte, lecturas de los originales de los trágicos griegos que conocía antes en malas traducciones, de los poetas anteriores a Shakespeare, de toda la pléyade moderna, desde el sensual y vibrante Swinburne hasta la mística Cristina Rossetti; inefables ensueños provocados por los cuadros de Holman Hunt, de Whistler y de Burne Jones, todo eso me has dado, ¡ciudad monstruo que me apareces casi ideal porque mientras he vivido en tu seno he vivido con su recuerdo!

Al comenzar los tapiceros a desarmar la casa me he quedado sorprendido del número de objetos de arte y de lujo que insensiblemente he comprado en estos seis meses, y los he remirado uno por uno, con cariño, porque en lo futuro me recordarán una época de mi vida más noble que los últimos años. Tú irás a adornar el vestíbulo del hotel en París, enorme vaso etrusco que ostentas en tus bajorrelieves hermosa procesión de sátiros y de ninfas, y, por sobre las cabezas de carnero que forman tus asas, las orquídeas del trópico enredarán sus tallos florecidos de níveas mariposas vegetales, salpicadas de violado y de púrpura; os cruzaréis en guerrera panoplia sobre la partesana cincelada como una joya, vosotras, espadas árabes de policromas empuñaduras, con las tersas hojas de complicados gavilanes y retorcidas contraguardas que templaron en las aguas del Tajo los maestros toledanos del siglo XVI, y las árabes moharras y peligrosas franciscas con las finas dagas damasquinadas de oro. Contra lo desteñido de vuestros matices moribundos, antiguos brocateles pesados, sonreirán los dos cuadros de Gainsborough y de Reynolds que compré en la venta del mes anterior; vosotros, ejemplares de Shelley, de Burne, de Keats, de Tennyson y de Rossetti, que lleváis sobre el marroquí blanco de las primorosas pastas grabadas las tres hojas y la mariposa del camafeo, iréis a esperar sobre el velador veneciano de malaquita que recorran vuestras páginas sus ojos, sorprendidos de encontrar allí el diseño de su joya perdida, y tú, rubí único, rubí de Burmah pagado a Bentzen en una fortuna, rubí que ardes como un ascua y brillas como un rayo de luz, ¡tú irás a irradiar, como una cristalización de sangre, sosteniendo el anillo nupcial y empalideciendo más la sobrenatural blancura de sus dedos afilados, en su pálida mano de reina!



París, 26 de diciembre

Desde el momento en que pisé esta ciudad me ha invadido un malestar indescriptible. No es una impresión moral, porque, serenado mi espíritu por la idea de buscar a Helena y confortado por la esperanza de encontrarla, me siento mejor; no es una enfermedad, porque ningún síntoma externo la traduce, ni lo acompaña dolor alguno, y mi cuerpo rebosa de vida. Tengo como una plétora de fuerza disponible que no encuentro cómo gastar. El día de antier lo pasé todo en violentos ejercicios físicos, equitación, ciclismo, box, florete, que en vez de fatigarme, le dieron a mis músculos una sensación de fuerza precisa que, por absurda que sea la imagen, se me ocurre comparar con la que tendría una máquina bien construida si tomara conciencia de la solidez de sus engranajes de acero y de la potencia del motor que los hace funcionar. Estás hecho un Hércules, me decía antier el viejo Miranda, golpeándome el hombro y brillándole los ojos de envidia, en los momentos que pasé en su escritorio.

Hecho un Hércules, y parece que ese exceso de vigor es la causa del extraño estado en que me encuentro. Ayer no pude resistir más y me fui a un médico, a quien sin entrar en detalles de otro orden, le referí mis achaques. Fue el profesor Charvet, el sabio que ha resumido en los seis volúmenes de sus admirables Lecciones sobre el sistema nervioso lo que sabe la ciencia de hoy a ese respecto, y que me conoce y me mira con extrema benevolencia desde que oí sus lecciones en la Facultad y presencié sus curiosas experiencias de hipnotismo en la Salpêtrière.

-Ha realizado usted el consejo de Spencer -me dijo-: «seamos buenos animales»; es usted un hermoso animal -agregó sonriéndose. Espero que no se tratará de una enfermedad grave. ¿A qué le debo el placer de su consulta?

-A una abominable impresión de ansiedad y de angustia bajo la cual estoy viviendo desde mi llegada a París; de angustia sin motivo y por consiguiente más odiosa, de ansiedad que no se refiere a nada, y a la cual preferiría el dolor más intenso... ¿Le ha sucedido a usted, doctor, correr, ya en retardo, a una cita urgente, contar los minutos, los segundos, abrir el reloj, no ver la hora, volverlo a abrir, ver que el instantáneo se mueve, rectificar si el cronómetro funciona aplicándole el oído, creer que se ha parado, buscar la hora en los relojes de la calle, sentir que el tren o el coche no caminan, y no descansar de la horrible impresión que le hace correr sudor frío por las sienes y le aprieta el epigastrio sino después de estar en el lugar convenido? Prolongue usted eso por seis días, exacérbelo, hágalo más insoportable quitándole la causa y tendrá usted idea de lo que siento.

Me interrogó hábil y discretamente hasta hacerme confesar los cinco meses de abstinencia sexual a que me ha condenado la imposibilidad de tolerar cualquier contacto femenino desde la tarde del bendito encuentro en Ginebra.

-¡Acabáramos! -prorrumpió con una sonrisa de alegría que le alumbró toda la cara afeitada y le hizo al sacudir la cabeza, brillar los cabellos blancos y lisos que, echados para atrás, le caen en espesa melena sobre el cuello del largo levitón negro-. Acabáramos: ¿Y ese capricho? ¿Un voto de castidad hecho por usted, a sus años y con esa facha? -preguntó con amable expresión.

-No es un capricho; obedece a motivos que serían largos de explicar -dije para ahorrar comentarios-. ¿Conque cree usted que es ésa la causa?

-Ya lo creo, amigo mío -respondió con suavidad acariciadora-, ya lo creo que es ésa la causa. ¡Con esa fisiología de atleta que tiene usted y con sus veintiséis años! ¡Supóngase usted una batería poderosa acumulando electricidad; una caldera produciendo vapor, electricidad y vapor que no se emplean! Estos primeros meses han debido de ser terriblemente incómodos y experimento admiración por la fuerza de voluntad que le ha permitido a usted pasarlos así. Sobran las drogas, amigo mío, usted sabe el remedio, aplíqueselo... en dosis pequeñas al principio -agregó sonriendo siempre.

-Si no me da usted otro -contesté empleando un tono análogo al que usaba él-, no me curaré pronto, esté usted seguro.

-¡Ah! ¿Conque insiste usted en su régimen? -preguntó con expresión de marcada curiosidad-. Es admirable... Vamos, pues gaste usted fuerza en todo sentido como lo ha hecho usted en estos días y complete la obra del ejercicio violento con largos baños calientes y altas dosis de bromuro. Bromuro por agua ordinaria -agregó entregándome la fórmula-, y cuidado con que se despierte de repente la bestia que ha logrado usted domesticar y haga alguna andanada, ¿eh? -me dijo al apretarme la mano en la puerta de la consulta.

Inútil todo. He permanecido horas enteras en la enorme tina de mármol blanco, aletargado por la influencia de la temperatura ardiente del agua; tengo en el paladar el sabor salino de la droga sedante y en las narices el olor de la esencia de toronjil que el profesor agregó a la sal. Inútil todo. La angustia me oprime, me agota, me embrutece; me hace sudar frío, me imposibilita para pensar. En las últimas cuarenta y ocho horas no he podido pegar los ojos y el cerebro fatigado por el insomnio funciona débilmente. No pienso casi, y me muero de ansiedad. ¿De qué? De nada... Esta mañana hice ensillar el más fogoso de mis caballos, un árabe fino y nervioso como un artista que se excita y piafa al verme, y huyendo de la exhibición del Bosque y de los trotecitos de ordenanza, galopé furiosamente tendido al través sobre el fogoso animal que se sorbía los vientos del paisaje invernal, devastado por el frío... Me parecía que aquella carrera furibunda tenía algún objeto que no alcanzaría y la angustia crecía, crecía, y en el ruido de las herraduras al golpear la carretera desierta y blanca de nieve me parecía oír una voz que me gritaba: «¡Apura, apura, vas a llegar tarde; más aprisa, apura, apura!» Y bajo esa impresión llegué cuatro horas después al hotel, bañado en sudor, rendido y temblando de miedo como si allí me esperara una mala noticia. ¿Hay cartas?, le pregunté al portero, que me tendió dos. Como si fueran algo inesperado y gravísimo abrí las cubiertas con sobresalto; eran una nota de Morrell y Blundell, dándome aviso de cien libras pagadas a mi sastre en Londres, y una esquela de Alberto Miranda avisándome de que me habían conseguido al fin unas aguafuertes tras de las cuales andaba hace meses...

Desde hace seis horas tirito, calado de frío hasta las médulas de los huesos, tendido en el diván de mi despacho sobre el cual ha acumulado Francisco mantas y pieles que no me calientan, como no me calienta el claro fuego que arde en la chimenea. Me hielo y me muero de angustia. Para distraerla escribo estas líneas y al releerlas y encontrarlas inteligibles experimento una sorpresa extraña. Es tan grande la debilidad mental que experimento que no podría agregarles cien más. El cerebro se rebela a pensar. Espesa bruma envuelve mi horizonte intelectual, mortal decaimiento me postra, y si por mí fuera no haría un movimiento para no gastar las escasas fuerzas que me quedan. Es como si por una herida invisible se me estuvieran yendo al tiempo la sangre y el alma. Así debió de agonizar Séneca con las venas abiertas, entre el agua tibia de la tina de mármol. En mi espíritu, donde las imágenes pierden su relieve y se confunden, flotan dos versos de un soneto de Rossetti, de aquel soneto en que una visión le habla al poeta entre la bruma nocturna:


Look at my face, my name is might have been
I am also called, no more, farewell.




¡Oh, mírame la faz!... ¡Oye mi nombre!
¡Me llamo lo que pudo ser! Me llamo...
Es tarde... me llamo... ¡Adiós!...



Y no puedo levantarme y me muero de angustia y de debilidad. ¡La Muerte!... No me impresiona pensar en ella; ¡estoy seguro de que no es ni más horrible ni más misteriosa que la Vida!



17 de enero

Estoy mejor ya, acostado todavía, y mientras llega el profesor Charvet, que vendrá a las tres de la tarde, me entretengo en describir, poseído de mi eterna manía de convertir mis impresiones en obra literaria, los síntomas de la extraña dolencia.

Las últimas líneas trazadas aquí tienen fecha del 26. Pasé ese día y los dos siguientes en el mismo estado de malestar indescriptible que experimentaba al escribir entonces. La impresión de angustia se hizo tan intolerable que, a pesar de mis esfuerzos para dominarme, se traducía en involuntario quejido, como el que me habría arrancado una neuralgia, y la postración se acentuó de tal modo que los esfuerzos para levantarme y vestirme fueron inútiles. Francisco, aterrado con mi enfermedad y sin orden mía, corrió al escritorio de los Mirandas y a la oficina de Marinoni. Unas horas después, al oír voces, abrí los ojos, que había mantenido cerrados, y al través de la bruma que llenaba el cuarto vi seis caras que se inclinaban sobre la mía, distinguí los bigotazos blancos de don Mariano Miranda, la carita árabe de Vicente, su hijo, la cabezota rubia de Marinoni y la corbata lila de uno de los médicos, un personaje rosado y oloroso a Chypre, que me auscultaba frenéticamente dándome golpecitos con los dedos llenos de anillos.

Hice un esfuerzo para incorporarme, y la cabeza, como desarticulada por la debilidad, se me fue para atrás sobre los almohadones en que me habían acomodado. La presencia de aquella gente me devolvió un poco de energía, irritándome con las caras de pésame que me mostraban. Logré enderezarme, saludarlos, y le contesté con displicencia al médico de la corbata lila, de las patillas rubias y del pelo rizado, que me preguntaba qué sentía:

-Debilidad y sueño, señor... Debilidad y sueño. Me quejaba porque me dolía un poco la cabeza.

-Creo que estamos en presencia, querido colega -dijo el afeminado personaje volviéndose a su compañero, un individuo rechoncho y carirredondo de barbilla castaña y pelada cabeza que me miraba con expresión entre irónica y despreciativa-, de fenómenos neurasténicos atribuibles al estado de profunda debilidad en que se encuentra el paciente. Hay ciertos puntos relativos al diagnóstico y al tratamiento en que la ilustrada opinión de usted contribuiría a aclarar mis ideas, querido colega.

-Si quieren ustedes hablar a solas pasen al salón -sugirió don Mariano Miranda, mostrándoles el camino-. Dicen que no es grave. Eso fue todo lo que saqué en limpio; lo demás no se lo entiendo: astenia, neurastenia, anemia, epidemia, syrongomelia, camelia, neurosis, corilóporo, qué sé yo -refunfuñó entre dientes, mascando el inevitable cigarro cuya ceniza negruzca caía sobre el tapiz de Aubusson que cubría el suelo, y cuyo humo nauseabundo me revolvió el alma.

-Tú lo que tienes es que vagabundeas mucho -continuó acomodándose en una silla y mareándome con el olor del tabaco-. Haces bien, muchacho; tienes dinero, estás joven y fuerte; pero no abuses, no abuses.

-Oye las noticias de la tierra -comenzó Vicente, con su vivacidad de mico y el insoportable entusiasmo que pone en contar todo lo que se refiere a los demás-: ¿tú no has recibido las cartas de hoy?... Claro que no. En el escritorio las abrimos hace media hora. Las Reyes que, como tú sabes, le cuentan a Víctor todo cuanto sucede allá, le dan una partida de noticias a cuál más inesperada; la primera, el matrimonio del calaverón de tu primo Heriberto Monteverde, del tronera de Heriberto, ¿adivinas con quién? Con Inés Serrano. ¿No te sorprende?... Casarse Monteverde, todo fuego, con la Serrano, tan fría y tan boba y de posición social inferior a la de él, porque en fin, sea lo que sea, los Monteverdes son los Monteverdes. Parece que irán a pasarse la luna de miel en el Buen Retiro, la hacienda de don Teodoro. Aburrido aquello, ¿eh? Dime, aquí entre los dos: ¿no crees tú que sea puro cálculo de Monteverde ese matrimonio?... Las Reyes le dicen a Víctor que está mal de fortuna y que le debe mucho a Spínola. Tal vez sea cierto. Quién sabe, ¿eh?... A mi papá le parece muy probable; a Alberto también -agregó con aire de malicia-. Nosotros recibimos las órdenes para el trousseau de la novia; la madre encarga un broche de diamantes que será de lo mejor que se ha mandado para allá en los últimos años... Y uno de los hermanos un libro de misa... Ridículo para regalo de matrimonio, ¿no te parece?, un libro de misa... ¡Ah!, pero qué te cuento yo de noticias de allá cuando aquí en la colonia hay una cosa nueva que te interesará muchísimo: llegó al fin Eduardo Montt, ¿oyes?, y sé de buena tinta que no trajo más que cuatro mil francos. ¡Y si lo vieras!... Se ha mandado hacer camisas en casa de Doucet, ropa donde Eppler; comió el domingo en el Café de París con una cocota famosa y ayer andaba en el Bosque en coche de remise... ¡Todo eso con cuatro mil francos! Es increíble. ¿Ah? Será que juega, ¿no es cierto?... ¿Qué dices tú de eso? ¿Será que juega?... A mi papá le parece probable.

-A ése habrá que hacerle suscripción para que se vuelva a la tierra, como al Muñoz aquel de las letras protestadas -dijo filosóficamente don Teodoro, mascando su eterno cigarro-. El que dizque tampoco va muy bien de negocios es el paisano aquel casado con la chilena, que compró títulos de Conde y farolea tanto con su intimidad con los Orleans y con los Duques de la Tremaouille...

-Es que no todos tienen las rentas de don José Fernández -le interrumpió Vicente, creyendo decirme una amabilidad-; las renticas que permiten darse la gran vida sin llegar a pedir pesetas... Y a propósito de rentas, ¡qué barbaridad de precios los de las aguafuertes que te mandaron hoy al escritorio! Y lo que has de ver es que le parecieron abominables a Alberto, que entiende de pintura. ¡Es que tú tienes unos gustos tan extravagantes!

Los médicos entraron: el buchón de la cara irónica con el ceño fruncido, el de la corbata lila y las doradas patillas más caricontento y más orondo que nunca.

-Mi amable y bondadoso colega ha tenido la bondad de honrarme autorizándome para decirle a usted la opinión que hemos formado respecto de la novedad que usted experimenta. Son graves los desórdenes del sistema nervioso -comenzó ahuecando la voz y emprendiéndola con una disertación interminable en que enumeró todas las neurosis tiqueteadas y clasificadas en los últimos veinte años, y las conocidas desde el principio de los tiempos. Me habló del vértigo mental y de la epilepsia, de la catalepsia y de la letargia, de la corea y de las parálisis agitantes, de las ataxias y de los tétanos, de las neuralgias, de las neuritis y de los tics dolorosos, de las neurosis traumáticas y de las neurastenias, y, con especial complacencia, de las enfermedades recién inventadas, del railway brain y del railway spine, de todos los miedos mórbidos, el miedo de los espacios abiertos y de los espacios cerrados, de la mugre y de los animales, del miedo de los muertos, de las enfermedades y de los astros. A todas aquellas miserias les daba los nombres técnicos, kenofobia, claustrofobia, misofobia, zoofobia, necrofobia, patofobia, astrofobia, que parecían llenarle la boca y dejársela sabiendo a miel al pronunciarlas... El otro individuo, el buchón de la barbilla castaña, continuaba callado, sonriéndose, y tenía cara de divertirse hasta lo infinito con aquella charla exhibicionista de su querido colega.

-¿Y cuál de esas enfermedades creen ustedes que tengo yo? -pregunté divertido ya por el personaje.

-Sería aventurado un diagnóstico en estos momentos en que la indecisión de los síntomas y las escasas nociones que poseemos sobre la etiología del mal impiden la precisión requerida -dijo con gravedad sacerdotal-. Los síntomas harían creer en una somnosis o en una narcolepsia, pero nada podemos precisar antes de que se regularicen las funciones del tubo digestivo. Ingeniis largiter ventris...

-Hay que purgarlo -soltó el esculapio de la cabeza calva, disparando aquella frase como un pistoletazo y como si se tratara de un caballo.

Los versos de la zarzuela española me cantaron en la memoria y trajeron involuntaria sonrisa a mis labios:


Juzgando por los síntomas
que tiene el animal,
bien puede estar hidrófobo,
bien puede no lo estar.
Y afirma el grande Hipócrates
que el perro en caso tal
suele ladrar muchísimo
o suele no ladrar.



Hubo una discusión entre las dos notabilidades respecto del que escribiría la fórmula, y al fin el hombre de la barbilla castaña trazó en el papel signos que equivalían a una dosis de sal de Inglaterra calculada para purgar a un toro de Durham.

-Se tomará usted esto mañana temprano, una dosis igual pasado mañana y otra todas las mañanas durante seis días -me dijo con brusquedad-. Al séptimo estará usted bueno, le doy mi palabra de honor.

-Celebro que no sea nada... Usa pero no abuses -dijo don Mariano levantándose -. ¿Qué sabio, eh? -insinuó mostrándome el personaje de la corbata lila-. Es el médico de Vicentico.

-Y de ella -me murmuró al oído éste al despedirse-. Me lo recomendó ella.

«Ella» es una actriz de los bufos que se está comiendo la fortuna de los Mirandas servida en forma de diamantes y de coches por mi bien informado amigo, que nació repórter como otros nacen ciegos.

-Recuérdame contarte otra noticia que trajo el correo -dijo con aire picaresco sacudiéndome la mano al despedirse.

Salieron. ¿A qué habían venido aquellos buenos amigos? El uno a fumarse un nauseabundo cigarro, arrellanado en una poltrona más cómoda que las de su despacho; el otro, a traerme su cosecha de vulgaridades; los dos médicos, a cobrar su charla el uno, su estúpida receta el otro.

-¡Deliciosos sus paisanos! -dijo Marinoni saliendo del rincón donde se había metido desde que entró-. ¡Deliciosos! Pero ¿qué es lo que tienes? Estás desfigurado -agregó al ver mi palidez, mis ojeras profundas y el temblor de mis manos débiles-. ¿Qué te pasa? Tú estás muy mal. Es necesario que venga Charvet; voy a traerlo: no me gusta tu aspecto -agregó después de que le hube contado el martirio de los últimos días.

A medianoche, después de un sueño que más bien me había quitado que devuelto las fuerzas, un sueño de niño que se muere de debilidad, desperté, presa de mortal sobresalto, sudando frío y dando un grito de angustia.

-¿Qué es esto, amigo mío? -me dijo Charvet que, sentado al lado del diván, espiaba mi sueño, acomodando los almohadones que me sostenían la cabeza-. ¿Qué es esto? Haga usted un esfuerzo y cuénteme qué le ha pasado.

-Que me estoy muriendo, doctor -le dije estrechándole la mano-; que me estoy muriendo sin causa, muriéndome de angustia y de falta de fuerzas.

-Usted cometió alguna locura después de ir a mi consulta, ¿no es cierto? He llegado a imaginarme, mientras lo veía dormido, que ha tenido usted una hemorragia abundante... Déjeme usted examinarlo -dijo acercando la luz-. Incorpórese usted un poco para oír el corazón; así, eso es... Bien: ahora, recuéstese usted, póngase ahí el termómetro, no se inquiete usted; crea que haré cuanto esté a mi alcance para mejorarlo. Usted me interesa de veras... Su familia no vive ahora en París, ¿cierto?

-No tengo familia, doctor; vivo solo con mis criados.

-Pero tiene usted muchos, muchísimos amigos que lo quieren -dijo como para consolarme-. Esta noche al entrar he encontrado gente en el vestíbulo y en el salón. ¿Conque vive usted solo, completamente solo? -volvió a preguntar-. Un grado menos de la temperatura normal -dijo mirando el termómetro-; el pulso de un niño moribundo; esa palidez, esa postración... y el día en que usted estuvo en mi consulta me quedé asombrado de su vigor. El corazón está débil como el de un viejo de setenta años. Vamos, tenga usted confianza en mí; confiéseme usted qué es lo que le ha pasado. ¿Fue muy abundante la hemorragia?

Cuando le conté que había seguido estrictamente sus prescripciones y cuál había sido mi vida desde que no nos veíamos, se levantó del asiento y comenzó a pasearse por el cuarto a pasos contados y lentos, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y la cabeza inclinada sobre el pecho.

-No puedo soportar por más tiempo lo que siento -le dije incorporándome-: déme usted algo que me haga dormir o me vuelvo loco. Píqueme usted con morfina, hágame beber cloral, hágame dormir a todo trance, aunque me cueste la vida.

-Yo no puedo hacer eso, señor; mi deber me lo prohíbe -contestó deteniéndose, con aire a la vez ceremonioso y desagradado-. Además, el sueño artificial no le impediría sentir lo que siente. Yo, respecto de usted, no sé más que dos cosas: primera, que si le diera a usted la más pequeña dosis de narcótico, lo envenenaría, porque está usted en un estado de debilidad extrema increíble; segunda, que tengo que levantarle las fuerzas, porque el corazón funciona muy lentamente y su organismo entero presenta fenómenos graves e inexplicables de depresión y de agotamiento, que no entiendo.

-¿Esto es mortal, doctor? Dígamelo usted francamente de una vez -le dije con voz trémula.

-Mi pobre amigo -comenzó, sentándose otra vez cerca del diván-: está usted hablando con un ignorante. Usted ha seguido mis cursos, ha visto mis experiencias, según entiendo ha leído mis libros, sabe que gozo de alguna fama en el mundo científico... No se extrañe de lo que voy a decirle. Oiga usted: yo no sé lo que usted tiene. Si fuera un charlatán, le diría un nombre rotundamente; inventaría una entidad patológica a que referir los fenómenos que estoy observando y lo llenaría de drogas. Lo más que puedo hacer en obsequio suyo es llamar a alguno de mis colegas para que me acompañe a estudiar su caso... Puede ser que él vea más claro que yo. ¿Quiere usted que lo hagamos?

Me negué abiertamente y pareció agradecérmelo. A la mañana siguiente volvió y me obligó a beber dos copas de cognac, que me quemaron la garganta y me trastornaron un poco. El viejo espiaba con interés los efectos del licor. Me puso una inyección de éter y me hizo tomar unos gránulos de cafeína. Me prometió que haría preparar inmediatamente un medicamento para que comenzara a tomarlo de hora en hora, y quedó en que volvería antes de la tarde.

-Ofrézcame usted que, por grande que sea el malestar que sienta, no se moverá usted de esta cama ni tomará usted nada que no sea su poción.

Se lo ofrecí, y de hora en hora apuré el contenido de la oscura botella. Era un licor rojizo, perfumado, meloso y amargo en que se fundían diez sabores extraños. A la quinta cucharada, como quemado por un fuego interior, sentía correr la sangre por las venas y estremecimientos de vida vibrándome a lo largo de la columna vertebral. Me provocó levantarme. Tomaba la sexta cuando entró Charvet con Marinoni.

-¿Ya resucitó usted? -me preguntó el viejo, tendiéndome la mano.

Comencé a hablarle en voz alta, vibrante y llena, y le di las gracias por sus cuidados.

-Me sentía moribundo y estoy lleno de vida, doctor -le dije-: me ha devuelto usted mis fuerzas perdidas en unas horas; ahora va usted a quitarme esta maldita impresión de ansiedad que me desespera, ¿no es cierto?

-Eso desaparecerá en tres o cuatro días, si todo sigue bien. ¿Tendrá usted valor suficiente para pasarlos sin recurrir a los narcóticos? Si usted lo tiene, me atreveré a pronosticarle una mejoría rápida. Sin embargo, no debo ocultarle un temor que tengo desde ayer: es fácil que de un momento a otro le comience a usted una neuralgia violenta que prolongará su enfermedad por varias semanas. Puede usted levantarse mañana, si no siente dolor alguno, y pasar unas horas en el escritorio. Cuidado con el frío.

El treinta y uno por la tarde me aseguró que me encontraba bien y que en algunos días más podría salir a la calle. Sintiéndome con fuerzas de sobra y, desesperado con aquel encierro en que mis nervios excitados no habían tolerado más compañía que la del suave Marinoni, a quien el recargo de ocupaciones le impedía estar a mi lado, convencí a Francisco, rendido por las noches de vigilia, de que se acostara, y preparé mi salida nocturna. Desde el mediodía era ya intolerable lo que estaba sintiendo. El malestar que me hizo ir la primera vez a casa de Charvet, la ansiedad loca del galope en el camino de Sèvres, la horrible angustia de los días pasados, eran un juego de niños junto al martirio de aquella tarde. La perspectiva de la noche insomne del año nuevo, aquel lento sonar de las horas en el viejo reloj del vestíbulo, aquella melancolía sin nombre que me había invadido el alma desde por la mañana, me hacían inaceptable la idea de la reclusión. Quería oír el ruido de la multitud, perderme por unos minutos en el tumulto humano, olvidarme de mí mismo.

Sonó, cerrándose tras de mí, la puerta del hotel. Una ráfaga helada me azotó la cara y me hizo correr un escalofrío por las vértebras. La ansiedad tomó la forma concreta de una idea de movimiento y tuve que contenerme para no realizar el deseo que surgió en las profundidades de mi ser, de correr como un loco, frenéticamente, hasta caer falto de aliento contra la sábana helada que extendía el invierno sobre el piso de la calle silenciosa.

Eran las doce menos veinte minutos cuando salí al bulevar y me confundí con el río humano que por él circulaba. El aspecto de las barracas de año nuevo, negras sobre la blancura de la nieve, de las ventanas de los restaurantes, rojizas por la luz que se filtraba por los despulidos vidrios y las transparentes cortinillas, los esqueletos descarnados de los árboles, que alzaban las desmedradas ramas hacia el cielo plomizo y bajo, la misma animación de la multitud, ruidosa y alegre, aumentaron la horrible impresión que me dominaba. Caminé durante un cuarto de hora con paso bastante firme y... Me detuve un instante cerca de un pico de gas, cuya llama ardía en la oscuridad nocturna como una mariposa de fuego. ¿Cartas transparentes?, me dijo un muchacho, que guardó el obsceno paquete al volverlo a mirar.

La luz de las ventanas de una tienda de bronces me atrajo y, caminando despacio porque sentía que las fuerzas me abandonaban, fui a pararme al pie de una de ellas. Una mujer pálida y flaca, con cara de hambre, las mejillas y la boca teñidas de carmín, me hizo estremecer de pies a cabeza al tocarme la manga del pesado abrigo de pieles que me envolvía, y sonó siniestramente en mis oídos el pssit, pssit que le dirigió a un inglés obeso y sanguíneo, forrado en cheviot gris, que se había detenido a mi lado y que se fue tras ella. Al volver la cabeza, los faroles de vidrio rojo de un fiacre que cruzó por la bocacalle vecina distrajeron mi atención por unos segundos. Me fijé luego en la ventana y, en el momento mismo en que vi el gran reloj de mármol negro con su muestra de alabastro y volante montado por fuera, colgando de la mano de una figura de bronce sostenido por un hilo de metal dorado, comprendí a qué se refería la angustia horrible que había venido sintiendo en los días y las noches anteriores: ¡ah, indudablemente era el terror irrazonado, siniestro y lúgubre del año que iba a comenzar! Faltaban cinco minutos para las doce. El puntero de oro avanzaba sobre la muestra de alabastro. El volante iba y venía: tic tac, tic tac, tic tac; un hilo luminoso sobre el fondo de sombrío tic tac, tic tac. Los dos espejos laterales de la ventana, al copiarse, reflejaban con un tinte verdoso de cadáver descompuesto mi fisonomía horriblemente desfigurada y pálida, el perfil adelgazado por el sufrimiento de los días anteriores y la maraña de la descuidada barba. Me pareció que estaba preso entre dos muros de vidrio y que jamás podría salir de allí. El volante iba y venía: tic tac, tic tac, y cada oscilación marcaba un grado más de angustia, de terror y de desesperación en mi alma. Rígido el cuerpo, crispados los nervios, exacerbados los sentidos. El murmullo del río humano que corría a mis espaldas se cambió para mis oídos alucinados en un sollozo infinito que iba a perderse en aquellos nubarrones plomizos y grises que encapotaban el cielo. Tic tac, tic tac, tic tac: el volante iba y venía sobre el fondo oscuro de la ventana. A cada segundo que pasaba lo sobrenatural se acercaba más y más para aparecérseme en el fondo del abismo de sombra que se abriría tras de la muestra de alabastro al sonar la hora del año nuevo. La hora se acercaba. Tic tac, tic tac... Quise huir para no ver aquello y las piernas no obedecieron al impulso de la voluntad. Un frío mortal me subió desde los pies hasta la nuca. En la pesadilla sin nombre en que se deshacía mi ser, vi avanzarse hasta mí el reloj de mármol negro como un ser viviente y, aterrado, caminé para atrás cuatro pasos. Los doce golpes sonaron en mis oídos lentamente, gravemente, cubriendo todos los rumores de la calle con un ruido ensordecedor, metálico y fino de campanas de oro. Confundidos los punteros en uno solo para marcar la hora trágica del horror supremo, el volante se detuvo, inmóvil, como obedeciendo a un mandato de lo invisible. Espesa niebla flotó ante mis ojos, una neuralgia violenta me atravesó la cabeza de sien a sien, como un rayo de dolor, y caí desplomado sobre el hielo.

Cuando volví en mí estaba en mi cuarto, vestido, con la camisa abierta, acostado en el lecho. Marinoni estaba allí cerca y Francisco rezaba, arrodillado, las oraciones de los agonizantes. Sobre la mesa cercana a mi lecho ardía un cirio al pie de un Cristo. La luz tétrica de la madrugada se filtraba por los calados de los balcones. Una neuralgia horrible me apretaba la cabeza como en un círculo de fierro, pero la impresión de angustia había desaparecido.

-¡Marinoni! -grité-, me he salvado; acércate.

- Por milagro estás vivo. Eres un loco. Si supieras la noche que nos ha hecho pasar. ¿Cómo es eso de que estás bueno?

- Estoy bueno. Tengo un dolor horrible que me va a matar tal vez, pero no siento la ansiedad de los días pasados -dije eso y caí en una especie de letargia profunda.

De los primeros diez días de fiebre conservo confusas impresiones. Mis ojos, no acostumbrados a la penumbra gris de la alcoba, percibían oscuramente lo blanco y lo negro del vestido de una hermana de caridad sentada a la cabecera del lecho y el contorno de la nívea corneta que, contra la oscuridad de la pared, se le antojaba a mi pobre cerebro una garza con las alas abiertas, y por asociación de ideas evocaba el recuerdo de los pantanos de Santa Bárbara.

Al desaparecer la fiebre sentí una debilidad extrema. Ahora estoy en plena convalecencia, siento que la vida me vuelve con cada copa de los añejos vinos españoles que apuro, con cada bocado de los que devoro con apetito pantagruélico, y Charvet está encantado de ver la rapidez con que voy adquiriendo fuerzas.

Parece que el viejo me hubiera cogido cariño. Es sensual hasta las puntas de las uñas; tiene la pasión de la obra de arte, un gusto exquisito, y según dicen, posee la más hermosa colección de tapices persas que existe en París. Cuando viene a verme se acomoda en un sillón cerca del fuego, bebe a traguitos un jerez desteñido de cuarenta años, saboreándolo, viéndole el color al levantar a la altura de los ojos la frágil copa de Salviati en que se le sirve y oliéndolo con delicia. A veces, como para excusarse de apurar la tercera, dice «excelente», pegándose a la boca los dedos recogidos de la mano, abriéndolos luego y extendiendo el brazo para levantarlo con un movimiento blando que parece esparcir en el aire el perfume del añejo licor.

-Qué falta hace entre los tesoros de arte que ha amontonado usted en su vivienda una mujer; no una querida, que sería incapaz de entender nada de esto, sino una mujer muy joven y de gran raza, que gozara con cada detalle suntuoso y animara con su frescura las magnificencias sombrías de estos aposentos donde usted debe echar de menos, a veces, una delicada presencia femenina... Cásese usted, amigo mío. El matrimonio es una hermosa invención de los hombres, la única capaz de canalizar el instinto sexual.

-¿Se sonríe porque le hablo así?... Ha de saber usted que la medicina no ha sido para mí más que una necesidad, un modo de ganar el pan. Yo tengo nervios de artista, no de hombre de ciencia; por eso me entiendo bien con usted. Aquí entre nosotros le confieso que una de las amarguras de mi vida es que mi nombre va a quedar pegado para toda la eternidad al de una asquerosa alteración de los cordones nerviosos de la médula. Esa idea me revuelve el alma. Un botánico desnicha en alguna montaña del trópico una hermosa planta de olorosas flores; un astrónomo observa un cometa, y la humanidad en lo futuro no puede separar su recuerdo de la imagen de los pétalos frescos, o de los luminosos rayos que caen de lo alto... Uno de nosotros, doblado sobre el cadáver sanguinolento, hurgándolo con el bisturí, ve una fea manchita que le parece anómala, somete el tejido al microscopio, gasta sus pobres ojos observándolo, escribe una monografía en que inventa lo que le falta saber, y por premio de sus esfuerzos consigue esto: que un charlatán, al desahuciar a un infeliz cuyo mal ignora, lo acabe de aterrar diciéndole tiene usted un principio de mal de Brigth, no puedo hacer nada por su salud; estos síntomas denuncian la neuropatía cerebro-cardíaca de Krishaber, la ciencia es impotente; convénzase usted de que lo devora la enfermedad de Charvet: ¿le parece a usted muy entretenido eso de que le den el nombre de uno a una cosa innoble? -concluyó, con las manos metidas en el fondo de los bolsillos y sacudiendo la cabeza con expresión de asco-. Goce usted suavemente de la vida, cásese usted, amigo mío, sea usted feliz...