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- XV -

La astilla y el palo


¡Qué vuelta la de Fernando a su casa! Llevaba una tempestad dentro de la cabeza; y parecíale que aquella tempestad le arrastraba por sendas y parajes desconocidos. El sol esplendoroso derramaba sobre el paisaje torrentes de colores y de vida; y él, sin embargo, veíase envuelto en una nube negra, preñada de horrores y tristezas; el campo no tenía matices ni aromas; los árboles no mecían su follaje ostentoso al blando soplo de la brisa; más bien gemían desnudos como si los fuera deshojando el cierzo de sus pesadumbres. Llegó a la hoz, y féretro se le antojó a su fantasía; canto funerario el lento murmurar del río, y eco de los suspiros de sus marchitas esperanzas el triste quejido del pájaro solitario; y como su imaginación era reflejo de las impresiones de su alma, hasta las peñas, entre arbustos y zarzales, le remedaban con insultante propiedad las hinchadas narices, los punzantes ojos y la infernal sonrisa de don Sotero, que se gozaba en su agonía; y ¡cosa más extraña aún!, por una caprichosa combinación de sentimientos y de ideas, todo este conjunto de objetos, de sonidos, de formas y de colores, venía a delinear la imagen fiel de Águeda inexorable, desoyendo los gritos de su corazón y lanzándole, solo y desarmado, a luchar contra el imposible de su conflicto. Recordaba todas las palabras que oyó de sus labios, como si estuviera oyéndolas todavía; y al pretender despojarlas, con el examen, de la aspereza de su rigor, los negros crespones de su espíritu les daban el color de la muerte y el amargor de la duda.

No supo cuándo, ni cómo, ni por dónde llegó a casa, ni por qué se fue derecho al cuarto de estudio del doctor, ni cuánto tiempo estuvo dando vueltas allí, sin advertir que éste le contemplaba y le seguía con anhelante mirada, en la cual se pintaban a la vez la curiosidad del médico y las angustias del padre.

-¡Fernando! -le dijo éste al fin-. ¡No es vida la que traes, ni la que me haces pasar a mí, viendo cómo tus preocupaciones crecen de día en día, y hasta dónde te llevan hoy!

Detúvose Fernando; y sin tratar de disimular el desasosiego que le dominaba, ni mostrarse sorprendido con la presencia de su padre, respondióle, como si continuara en voz alta un diálogo comenzado mentalmente.

-El día en que llegué a esta casa, y en este mismo sitio, te prometí descubrirte el fondo de mi corazón cuando fuera hora de hacerlo. Esa hora ha llegado, y voy a cumplir mi promesa en este instante.

-¡Acabarás, hijo mío! -exclamó el viejo doctor, viéndose en el acento de sus palabras y en la expresión de su fisonomía el ansia en que estaba viviendo.

Fernando se sentó a su lado, y dijo así:

-Cuando me referiste el triste suceso de Valdecines, unas palabras mías te hicieron sospechar que podía ser causa de mis preocupaciones la joven que hallaste a la cabecera de aquel lecho.

Y he seguido sospechándolo.

-No necesito decirte cómo ni por qué empezamos a querernos. Bástete saber que cuando tratamos de medir la profundidad de aquel amor, que naciente y manso arroyo parecía, era ya inundación que nos arrastraba. Una vez, y porque el rumbo de la conversación así lo quiso, la malhadada cuestión religiosa surgió entre nosotros. Descubrirse mi incredulidad y cerrárseme las puertas de aquella casa, fue obra de un solo día. Al siguiente, y en este mismo sitio, me preguntaste por la causa del disgusto que yo no podía ocultar. Pensaba entonces y seguí pensando mucho después, que el obstáculo se destruiría con la reflexión y el tiempo; y he aquí cómo, hijo de estas esperanzas y de los temores que son inseparables compañeros de ellas, nació aquella melancolía que tu ojo certero descubrió en mi rostro y en mis cartas. Pero pasó el tiempo, y hasta pasó con él lo que yo creía causa principal, si no única, de la rigurosa medida tomada conmigo; y volví a acercarme a Águeda que, por desdicha mía, no me esperaba. Ni razones la convencen, ni súplicas la ablandan. Por incrédulo me cerró sus puertas, y sólo creyente puedo entrar por ellas. Entretanto, la pasión que yo creía llegada a su colmo, crece sin cesar, y a mi mente no baja un rayo de esa luz misteriosa que ha de iluminarla. Este es mi conflicto.

Oyó el doctor a Fernando con viva curiosidad y cuando éste acabó su brevísimo relato, díjole en su tono habitual de zumba:

-¡Conque ese es el conflicto! ¿Ni más ni menos?

-Te he trazado las cuatro líneas confusas del mapa de mi desdicha. La extensión real que representan, su realce y sus colores, no puedo yo descubrirlos; tú debes suponerlos.

-¿Y es esta la primera vez que te ves en apuros tales?

-La primera... y la última.

-¡Pues hay muchachos que a tu edad los cuentan por docenas y no se ahogan así!... ¡Mire usted qué talento y qué motivo para tener a su padre tanto tiempo en una angustia mortal!

-Deja tus burlas inclementes, y no me midas por la talla común. En esos ejemplares que citas, el amor es una necesidad de lujo, y un atractivo más del obstáculo. Nunca fui vencido de esa debilidad; no por virtud, sino por naturaleza, y tú no lo ignoras. No busqué el amor, él brotó en mi pecho aprisionándome. Decreto del destino o ley de la vida, su esclavo soy, y no puedo ni quiero pensar en romper la cadena.

-Pues hijo mío, arrástrala en buen hora; pero no te quejes.

-No me quejo de ella; antes bien, de flores me parecía. Quéjome del obstáculo que me detiene en el camino que esa misma cadena me hacía risueño y placentero.

-Pero ven acá, melenudo, llorón y mal poeta, ¿no habla nada a tu razón la misma naturaleza del obstáculo? ¿No se te ocurre que mujer que por tales pequeñeces te despide, no es digna de que por ella pase un mal rato un hombre como tú?

-No se me ocurre tal cosa; y a ti debiera ocurrírsete, en cambio, que de una mujer frívola y vana no me hubiera enamorado yo.

-Todos los Quijotes dicen lo mismo de sus Dulcineas.

-Un momento te bastó a ti para ver en Águeda cualidades muy superiores.

-Cierto..., pero hay gazmoñas que tienen mucho talento y, sin embargo, son gazmoñas y fanáticas. Bien puede ser esa joven una de ellas.

-No hay tal fanatismo ni tal gazmoñería. El fanatismo está en ti y en mí, que no queremos ver nada en serio ni concertado fuera de nuestras ideas.

-¿En qué quedamos entonces?... Porque de eso que dices se desprende que te ha convencido.

-¡Ojalá! El convencimiento que adquirí oyéndola es harto más triste. Me he convencido de que son irrefutables sus razones para rechazarme por incrédulo.

-Luego estáis conformes.

-Ni podemos estarlo.

-¡El demonio que te entienda!

-Todas sus deducciones son rigurosamente lógicas. Lo falso a mis ojos, lo santo, y de donde parten todos los radios de sus ideas: los dogmas de su fe; lo que yo necesito creer si he de volver a cruzar las puertas de aquella casa.

-Pues insisto en lo dicho: esa tenacidad es lo que se llama vulgarmente fanatismo.

-No; el fanatismo es ciego, irreflexivo, inconsciente; esta resistencia es razonada, persuasiva y heroica, porque en la lucha arriesga Águeda lo mismo que yo, y no la arredra el peligro, ni la detienen humanas contemplaciones.

-Fanatismo... ilustrado, si quieres; debilidad siempre.

-¡Extraña debilidad la que da tales alientos para luchar y vencer en las mayores tormentas del corazón; extraña fuerza la mía, que me abate y enerva cuando necesito ser valiente! Si por los efectos hemos de juzgar de las cosas, entre mi fuerza y su debilidad, cualquiera en mi caso optaría por el fanatismo de Águeda. ¡Cuando menos, tiene grandeza!

-Pues hazte fanático. ¿Quién te lo impide?... ¡Y a fe que sería, como ahora se dice, noticia de sensación para tus conmilitones del racionalismo!

-Ni lo grave de mi situación se presta a tus bromas, ni con ellas has de conseguir tu propósito de disfrazar más hondos sentimientos. Déjalas, pues, a un lado, y dime, si lo sabes, cómo se vence en esta batalla, perdida hoy para tu hijo, o, cómo, en el desastre, se salva... siquiera la vida.

-¡Niño, niño! -exclamó aquí el doctor, hundiendo su mirada hasta lo más escondido de la mente de Fernando-. ¡Eso no se dice ni en chanza!... ¡La vida vale mucho a tu edad para arriesgarla en juegos de esa especie!

-¿Juegos llamas a esto?

-¡Juego lo llamo, y juego es todo aquello en que toma cartas esa víscera tan traída y tan llevada en las comedias del mundo! Y ahora añado que, por serio y complicado que el juego llegue a ser, debe ganar siempre la cabeza, aunque sea con trampas y mala ley... ¡Muérase el demonio! ¡Pero tú, hijo mío!... Vamos a ver, ¿qué proyectos son los tuyos para salir del negro trance?... Descúbremelos y examinémoslos con calma.

-Estoy resuelto a estudiar hasta el fondo de esa cuestión pavorosa; quiero descomponerla fibra a fibra y saborearla gota a gota sin odios ni prevenciones de escuela.

-¿Quieres hallar así la fe que te falta para llegar hasta Águeda?

-O el convencimiento pleno de que no me queda la más remota esperanza de vencer en esta lucha terrible.

-¡Empresa es!

-Pero me hallo en este instante como el que abre los ojos en medio de un desierto sin orillas; no sé hacia dónde dar el primer paso.

-Lo comprendo.

-Pero tú conociste a tu madre. Era piadosa, según mis noticias. Debió enseñarte a rezar; hablarte de Dios... a su modo.

-Hablábame, en efecto, muy a menudo de esas cosas.

-Dicen que «esas cosas» y otras semejantes son a manera de semilla que, aunque olvidada en esa edad, fructifica profusamente en cualquiera otra de la vida, si se la busca y se la cuida con esmero.

-Eso dicen también.

-¡Pues ni esa olvidada semilla encuentro yo entre los escombros de mis recuerdos! No hubo una mano benéfica y previsora que la arrojara sobre la aridez de mi infancia. ¡Mira si es grande mi desdicha en este momento!

El doctor frunció el entrecejo, se pasó la mano por la barba y preguntó secamente a su hijo:

-¿Me lo dices para reconvenirme con ello?

-Quiero que te vayas penetrando poco a poco de la gravedad del trance en que me veo. Sabes cómo pasó mi niñez; cómo entré en la juventud; qué vientos me empujaron; en qué moldes se fundieron mis ideas, y cuáles son éstas.

-Enemigas irreconciliables de las que vas buscando ahora.

-Pero con la desdichada circunstancia de que mientras me hallo a ciegas y atado de pies y manos, ese enemigo me asedia y me acomete, y no puedo retroceder ni defenderme.

-¿Y qué deseas por de pronto?

-Que me guíes y me ayudes.

-¡Guiarte yo!... Hijo de mi alma, ¡a buena parte vienes! Dum caecus caecum ducit... ya lo sabes: al hoyo los dos.

-Si no puedes darme luz, dame aliento siquiera.

-Te daré, hijo, hasta la vida, si te hace al caso... Pero dime en qué forma he de alentarte. Explícate.

-Respóndeme con la franqueza y lealtad con que yo te hablo. ¿Sientes el mismo entusiasmo que sentías en otro tiempo por el triunfo de tus ideas?

-Pues con franqueza y con lealtad Fernando: hace mucho que esas ideas y las otras ideas me tienen completamente sin cuidado.

-¿Y consiste esa diferencia en que se hayan modificado tus opiniones con la edad, o en el apartamiento en que vives de las luchas?

-En un poco de cada causa... y en otras más... Lo que me sucede en mi soledad, cuando vuelvo los ojos al agitado campo de las ideas, es que algunas veces me parecen locos los sabios militantes... lo mismo que los actores de una comedia vista de lejos; no percibo más que los manoteos, las zancadas y las contorsiones..., ¡ni un escrúpulo de sustancia!

-¿Cómo se explica entonces el calor con que aplaudiste mis dos últimas campañas?

-De un modo muy sencillo: teniendo presente que mi indiferencia por las ideas no me quita el entusiasmo que siempre he tenido por todo lo que sobresale de la talla vulgar. Te vi sobresaliente y eres mi hijo... ¡Figúrate si te aplaudiría con todo mi corazón!

-¿De manera que lo mismo me hubieras aplaudido en el campo contrario?

-Probablemente. La tolerancia es mi bandera.

-No le has guardado siempre la mayor fidelidad.

-Se la guardo desde que la plegué.

-¡Eso sí que es raro!

-No podía guardármela cuando peleaba por ella.

-Más raro todavía y absurdo.

-El absurdo está, Fernando, en escribir la palabra tolerancia en una bandera de combate, como se había escrito en la que yo elegí, no por el lema, sino por los soldados que peleaban debajo de ella. Tolerancia y lucha son dos ideas incompatibles. He aquí por qué no he sido yo tolerante hasta que he dejado de ser batallador; es decir, hasta que he cesado en mi empeño de imponer mis ideales de tolerancia a los demás.

-¿Y por qué invocaron ese lema los que alzaron la bandera antes que tú?

-Por contraposición a la intolerancia del enemigo.

-Siquiera, ese es franco.

-Ya se ve que sí.

-En sustancia: tú nunca has tenido gran fe en los principios filosóficos que has proclamado.

-Hombre..., puede que no.

-¡Me asombra la serenidad con que lo declaras!

-Sin embargo, no hay pizca de cinismo en ello; y te lo voy a demostrar. Dos hombres riñen en una calle por una futesa..., por una palabra anfibológica, hinchada y sesquipedal. Pasa un tercero, oye la disputa, se acerca y se para; y desde luego se pone con sus simpatías de parte de uno de los contendientes: tal vez porque grita más, y porque es bello y elegante, al paso que el otro tiene la ropa mal hecha, es feo y nada agradable de voz. No le importa un rábano lo que allí sucede; mas el contagio de la ira le arrastra, y la pasión le inclina hacia el contendiente preferido, pónese a su lado, y ayúdale contra el otro; pero con tal decisión y entusiasmo, que arriesgara en el trance hasta la vida, si fuera preciso. Acábase la contienda... por supuesto, por cansancio, no porque la verdad haya brotado del choque de los argumentos; sigue el intruso su camino, vásele pasando la sobreexcitación poco a poco; vuélvese a casa; y cuando se halla completamente tranquilo y en reposo medita en lo que se ha hecho, y se asombra de los gritos que dio, de los improperios que lanzó sobre el contrario, y de la desazón que le costó una contienda a la que no fue llamado, por una palabra que ninguno de los tres entendía, y que, aun cuando hubieran llegado a interpretarla en su verdadero sentido, ni la humanidad, ni el pueblo, ni el barrio en que pasó la escena, ni los tres personajes de ella, hubieran ganado con el triunfo el canto de un maravedí. Pues bien, Fernando, yo he sido ese tercero en todas las disputas filosóficas en que me has visto. Después me he asombrado del calor con que tomaba cuestiones de pura fantasmagoría.

-Y ese después, ¿se remonta muy allá?

-Quizá penetra un tantico en el campo mismo de mis batallas.

-Pues esa declaración, que yo iba buscando, envuelve un gravísimo cargo contra ti.

-¡Un cargo contra mí!... Y ¿quién puede hacérmele?

-Yo.

-A ver...

-Cuando entré a luchar en el campo de tus proezas, ya andabas tú riéndote de ellas.

-Poco menos.

-Sin embargo, no me lo advertiste.

-¿Por qué y para qué? ¿No eras libre? ¿No elegiste el terreno más de tu agrado?

-Le elegí porque era el tuyo; porque te tomé por modelo. Te vi colmado de aplausos y de coronas; creí en la sinceridad de tu entusiasmo, y en él me inspiré. Pero tú, por la educación que recibiste de niño, acaso comenzaste la lucha con dudas y remordimientos; yo tomé el punto donde tú le dejaste; y con fe en la solidez del cimiento, levantéme hasta donde ahora me hallo, como pájaro con sus alas, sin vértigos ni vacilaciones. Tal cual me ves, obra tuya soy. Ya que no me das la luz que busco, préstame siquiera tus desencantos para que yo socave con ellos la fortaleza de ese exclusivismo filosófico que absorbe toda mi inteligencia.

-Me harías reír, Fernando, si no me diera compasión el estado en que se halla tu espíritu. Te elevas según me dices, en alas de mis laureles al punto que ambicionabas, y me lo imputas como grave delito; consideras inexpugnable el castillo de tus ideas, y al mismo tiempo pretendes que se rinda a los alfilerazos de una dama, con el auxilio de cuatro burlas mías más o menos sazonadas. ¿En qué quedamos? O te crees invencible, o no, en tus posiciones. Si lo primero, ¿qué puedes reprocharme, en buena justicia, a mí que te di esa fuerza? Si lo segundo, pásate desde luego al enemigo, y buen provecho te haga.

-Pudiera reprocharte el descuido de no haberme enseñado ciertas cuestiones más que por una cara.

-¿Y qué ha hecho tu razón libérrima que no les ha buscado la otra?

-La razón se apasiona, como tú has demostrado muy bien en el ejemplo que citaste; y en fuerza de andar siempre en un carril, a él se acomoda, y con dificultad se aviene a otro sendero. El espíritu de bandera propende a mirar al enemigo por el lado más desfavorable o más débil. ¿No puede haberme sucedido a mí algo de esto en la doble ceguedad de mi entusiasmo y de mi educación irreligiosa y descuidada? Esto es lo que quiero ver; y para lograrlo, estoy resuelto a quemar hasta el último cartucho.

-Quema, hijo mío, hasta la cartuchera, cuando llegue el caso, si con ese recurso sales de apuros; pero por de pronto, desciende del volcán de tu fantasía al frío de la realidad, y empecemos por llamar las cosas por sus nombres. Lo que aquí sucede es que te enamoraste de una dama; que esta dama se enamoró de ti, que a pesar de ello te rechazó en cuanto supo que eras un hereje, digno de tu casta; que te impone su ortodoxia como condición de avenencia, y que tú no puedes creer esas cosas, ni fingir que las crees, ni renunciar a la dama... ¿No es esto?

-Precisamente.

-Ocurre también que tú eres vehemente y testarudo, y estás poco avezado a contrariedades; por lo cual quieres poseer inmediatamente el poderoso talismán que ha de abrirte las encantadas puertas, y que ya andas en su busca con el mismo afán con que estarías arrimando las espaldas a los Picos de Europa para derrumbar la gigante cordillera si tal hubiera sido la condición impuesta.

-Supongamos que no te equivocas... ¿Y qué?

-Que tu empresa es superior a las fuerzas humanas, y que no tengo noticias de que en estas regiones habiten hadas benéficas como aquellas que sacaban de apuros idénticos a los honradotes orientales de las Mil y una noches.

-¿Es decir, que me niegas tu auxilio?

-Te le daría, por ahora en un consejo; en el único que aquí cuadra, si fueras capaz de recibirle en lo que vale. Te diría: reserva las fuerzas que has de malgastar luchando contra un imposible, para vencer con ellas esa pasión insensata. Este es tu negocio... y también tu deber.

-¡Consejo digno de quien no ve en el corazón humano más que una víscera con determinadas funciones mecánicas!

Esto dijo Fernando levantándose desesperado y saliendo de la estancia. Y no tuvo la entrevista otro resultado, si no se cuenta como tal la puñalada que sintió en la consabida víscera el doctor con las últimas palabras de su hijo, cuyos dolores estaban quitándole a él la vida.




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- XVI -

Raya en el agua


No daba el doctor Peñarrubia dos adarmes de peso a los motivos de la angustia de Fernando; pero no desconocía que el grano de pólvora que, inflamado al aire libre, no mueve una paja, oprimido entre obstáculos levanta una roca. Aun suponiendo en Águeda todos los atractivos imaginables, su amor, con obstáculos y todo, no podía causar estragos en un pecho avezado a esa clase de impresiones y abierto al aire libre de las vulgares corrientes peripecias de la vida galante. Pero en Fernando, el mismo caso ofrecía muy graves peligros. Era, por naturaleza, lo que comúnmente se llama juicioso; es decir, reflexivo, incapaz de encariñarse, y mucho menos de entusiasmarse, con aficiones pasajeras ni con frivolidades pueriles. Podía equivocarse en la elección de una senda; pero se equivocaba en buena ley, es decir, poniendo en sus meditaciones, antes de decidirse, cuanto cabía en su discurso. Así, era entusiasta sin dejar de ser frío. El caudal de sus ideas, buenas o malas, lo formaba adquiriéndolas poco a poco y saboreándolas; y una vez pertrechado de esta suerte, iba hasta el fin de sus proyectos, sin arredrarle los peligros, que antes le enardecían cuanto más inesperados eran y mayores.

Tenía su padre bien conocidas y comprobadas estas y otras análogas condiciones de carácter; y he aquí por qué, no obstante la pequeñez real del motivo, en opinión del doctor, andaba éste sin hora de sosiego, aunque cosa muy distinta aparentaban sus zumbas de dientes afuera.

Muchas veces intentó reanudar la conversación tan bruscamente interrumpida por Fernando, a quien no perdía de vista un momento. No lo pudo lograr. Desde que el mozo se convenció de que en su padre no había lo que él necesitaba para salir del ahogo, todo lo esperaba del aislamiento y de la meditación. Pero tardó dos días en recobrar el equilibrio de sus ideas, y cerca de tres en ser dueño de toda la fuerza de su discurso. Probóla en la contemplación de sí mismo, y vio que la borrasca había pasado; pero que quedaban los estragos de ella. Los examinó con serenidad, y le parecieron enormes. Había que proceder inmediatamente a su remedio; es decir, a ver qué podía alcanzarse del único conocido.

Entretanto, andaba el doctor esparciendo las nieblas de su ánimo con las brisas, el silencio y la fragancia de sus arboledas.

Fernando extendió, como si dijéramos, sobre la mesa junto a la cual se sentaba en su habitación, todo el caudal de sus recursos para la empresa que iba a acometer.

La fe católica, según él la había estudiado y combatido, le ofrecía el siguiente cuadro: Una nube de curas ignorantes y egoístas socavando la sociedad por el agujero del confesonario y con la fábula del purgatorio. Otra nube de frailes groseros, holgazanes, comilones y lascivos, saqueando los hogares, perturbando la paz y mancillando el honor de las familias. Otra nube de jesuitas ambiciosos, intrigantes y envenenadores, corruptores de las conciencias y opresores de los Estados; una gusanera de monjas rebelándose contra las leyes de la naturaleza, y cantando con voz gangosa salmos en latín contrahecho; un tropel de beatas chismosas, haraganas y soberbias; otro rebaño de creyentes invadiendo los templos para dar culto a su fanatismo, y poblando a otras horas las casas de juego, los salones de baile, la plaza de toros, los lupanares... y la Inclusa; muchos obispos disipando, entre los relumbrones ostentosos del cargo, parte del botín de las rapiñas de curas y frailes; y un Papa en Roma, tres veces coronado, sobre esplendente solio, cobrando en oro de buena ley el perdón de todas esas iniquidades, y derrochándolo en orgías y bacanales con la turba corrompida de los purpurados personajes de su corte. Como ornamentos, y para la debida entonación de estas figuras palpables y de todos los días, una mina de horrores históricos de multitud de calibres y de otras tantas cataduras, en la cual mina entraban, por supuesto, Juana la Papisa, Alejandro VI, la matanza de los hugonotes, Felipe II, María Tudor, todas las chamusquinas de la Inquisición, el arzobispo Carranza, fray Froilán Díez, los quemaderos de aquí y de allí..., hasta el «secuestro» del niño Mortara y el suplicio de Monti y Tognetti, y cuanto sabe de cartilla el pío lector, mucho mejor que yo, y tan bien como Fernando, que además sabía, como resumen concluyente y arpegio arrebatador, que el «catolicismo, conjunto de estas repugnantes indignidades, había sido negra mazmorra del entendimiento humano en los tres últimos siglos, y aún trataba en el presente de ser rémora a todo progreso legítimo, desvirtuando así los generosos alientos del espíritu democrático del 'Filósofo' de Judea».

Que la cosa iba pintada de este modo, jamás lo dudó el fogoso sustentador de la idea nueva, puesto que salvas de aplausos y bosques de laureles fueron, de continuo, el premio de esta lucubración y de aquellas pinceladas.

Tampoco le faltaban pruebas de que ni en los aplausos ni en las coronas entraba pasión de bando, ni cosa que lo pareciera. Un cura sin licencia ni sotana, pero con manceba, gran frecuentador de los centros en que nuestro joven peroraba, defensor impertérrito del cristianismo sin «alto clero», ni Papa; un aristócrata tramposo, divorciado de su mujer y podrido por los vicios, pero sostenedor incansable de las «prerrogativas del Altar y del Trono»; algunos jóvenes ilustrados, que en pago de la honra que él les otorgaba saludándolos en público y dejándolos acercarse a oírle cuando oficiaba de pontifical, le referían las comedias que se veían precisados a representar, en bien de la paz doméstica, ya comprando por un vaso de aguardiente al sacristán de la parroquia la cédula de comunión en Semana Santa, ya asomándose cada domingo a la puerta de la iglesia para poder decir al fanático papá de qué color era la casulla del cura, en testimonio de que habían oído misa; porque los pobres chicos tenían la desgracia de pertenecer a familias estúpidas que se confesaban de cuando en cuando y oían misa todos los días de precepto; dos distinguidas marquesas, protectoras de quince cofradías, rezadoras infatigables, caritativas a voces; pero que lo mismo pedían para los gastos de una novena que para regalar un estoque cincelado al torero de moda, y con igual empuje hendían la masa de fieles para oír de cerca en el templo a un orador de fama, que el tropel de locos o borrachos en un baile de máscaras, para dar un bromazo a Pepe Canija o a Ñico Pulgares, calaveras de la aristocracia, muy dados al merodeo llano; un «honrado obrero» que tuvo la dignidad de separarse de la «Iglesia romana», porque el cura de su parroquia no le admitió por padrino en un bautizo, por el único delito de haber declarado el disidente que tenía a mucha honra no saber jota de la doctrina cristiana, y estar a la sazón «un poco bebido»; tres seminaristas resellados de demagogos; una dama virtuosísima que se veía en la dura necesidad de no volver al confesonario desde que una vez le negaron la absolución..., y un sinnúmero de ejemplares por el estilo, a cual más católico, unos con elogios, otros con declaraciones, y todos con su conducta, demostraron a Fernando que el fustigador de la vieja fe estaba en lo firme; y que los aplausos y los laureles consabidos eran fiel expresión de la justicia; la voz del mundo entero que protestaba contra la tiranía de esa secta, escándalo de la civilización y oprobio de la humanidad.

Todo esto estaba bien; ¿pero en qué se parecía a Águeda ni a lo que Águeda decía ni al modo de conducirse de Águeda, ni a lo que en casa de Águeda pasaba? ¿Qué datos eran los que él poseía para buscar el primer eslabón de esa cadena infinita de testimonios, entre un cúmulo de siglos y generaciones, enlazando, en sus múltiples rumbos, mártires y profetas, pueblos y civilizaciones, ciencias y poesía, artes e historia, y cuyo otro extremo, término y origen a la vez, se elevaba hasta la mente sublime de Dios? ¿Qué libros, si es que existían, dignos de crédito, trataban de esas cosas, y dónde se hallaban?

Y nada sacaba en limpio de estas cavilaciones, y no sacándolo, ni su incipiente escepticismo filosófico, ni el recuerdo del muy viejo de su padre, ni sus propias impresiones adquiridas delante de la causa de sus desvelos, eran parte a evitar que el orgullo sectario se le rebelase y le indujese a creer que la culpa de la oscuridad no estaba en su ceguera, sino en Águeda, que, a pesar de su talento, creía en brujas todavía.

Con lo cual, si su razón ganaba un punto, perdían la partida sus deseos. ¡Y vuelta a empezar, y vuelta a no salir del atolladero!

Una idea le asaltó de pronto la mente. La acogió con afán, y se lanzó como un cohete al cuarto de estudio de su padre. Se acercó a la librería, como el sediento a la fuente; clavó los ojos anhelantes en aquellas apretadas filas de volúmenes de todos tamaños y colores, y fue leyendo, uno a uno, todos los rótulos de sus tejuelos. ¡Nada faltaba allí! A los tratados heréticos de Arnaldo de Vilanova y Miguel Servet, médicos entrambos, seguían los materialistas del siglo pasado: Dupuis, Holbach, La Mettrie y Cabanis, y a éstos y a otros tales, los positivistas contemporáneos como Comte, Littré, Stuart Mill, Bain, Herbert Spencer y algunos más ejusdem fúrfuris; y en lugar preferente y más al alcance de la mano, ostentábanse la Antropogenia, de Haeckel; la Historia del desarrollo intelectual y los Conflictos, de Draper; Fuerza y Materia, de Büchner; Pensamientos sobre la muerte, de Feuerbach, y La razón pura, de Kant, con otras razones no menos al caso, de otros tales filósofos críticos.

¡Hermoso acopio de viento para las llamas que estaban devorando al pobre chico! ¡Ni por curiosidad había allí un libro medio ortodoxo!

Maldijo la ocurrencia de su padre y renegó de las herejías de toda su casta.

-¡Eso -dijo, pensando en lo grave de su empeño- es tan imposible como hacer una raya en el agua!

Y como, al revés de lo que dice el proverbio, por Roma iba a todas partes, fuese con el pensamiento a Valdecines, de donde rara vez le separaba, y con el cuerpo insensible y perezoso al retiro de su habitación.




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- XVII -

Mar sin riberas


Amaneció el día encapotado y brumoso. Las nubes acumuladas sobre los más altos picos descendían lentamente, como si las montañas tiraran de ellas para cubrirse los pies; y así fueron arrebujándose poco a poco en la densa envoltura, hasta desaparecer por completo debajo de ella. Luego comenzó a caer sobre el valle una llovizna tenue y sosegada, como espeso rocío. Recibiéronla los prados, sedientos con el calor de la víspera, con la fruición voluptuosa del chino que fuma su pipa cargada de opio; hasta que, saturados de ella, como verdaderos borrachos, inclinaron la cabeza soñolientos, y fueron acostándose las verbenas sobre el llantén, el trébol sobre las verbenas, y las centauras sobre el trébol. Una hora después apareció, sin saberse por dónde, un remusguillo juguetón que la emprendió con las nieblas del valle; y soplando aquí y allá, hízolas refugiarse en la montaña; abrió por las cimas más altas algunas rendijas en las densas veladuras; introdujo por ellas sus rayos el sol; y a su contacto, los dispersos jirones blanquecinos reuniéronse en fantásticas moles, y fueron rodando monte arriba, sobre brañas y barrancos, hasta desvanecerse detrás de las cordilleras en el azul intenso del espacio. Entonces aparecieron los campos como desperezándose bajo un pesado velo de perlas y diamantes; y a medida que el sol iba bebiéndole, levantaban las flores la cabeza y abrían el rico broche de sus perfumes, que el blando terral esparcía por todos los ámbitos del valle, en cuyas arboledas entonaban sus mejores cánticos los ruiseñores y los jilgueros; y brillaban aún las trémulas cristalinas gotas de la pasada llovizna.

En tal hora dejó Fernando los blandos colchones de su lecho, y se vistió con la pulcritud que en él era una necesidad, si bien con la holgura propia del lugar en que se encontraba. Desayunóse apenas, y salió al campo a disipar la lobreguez de sus pensamientos con la fragancia y el esplendor de un día tan hermoso.

Ya sabemos que para él no había más que un camino en aquella porción del mundo: el camino de Valdecines. Ese camino tomó, no con ánimo de llegar al pueblo, sino porque sentía la necesidad de moverse y de respirar aire libre y oxígeno puro.

Desde la altura del parque de su casa le pareció que estaría a sus anchas en las sombrías arboledas de la embocadura de la hoz. Abrió la sombrilla, porque el sol calentaba ya, y enderezó lentamente sus pasos hacia aquel sitio. Cuando llegó a él se encontró demasiado a solas con sus negras cavilaciones. Las tintas de su melancolía tomaban allí unos matices que rayaban en desconsuelo. Luz y calor le pedía el alma, presa de la negra cárcel de sus dolores. Pero no se le ocurrió volver atrás para buscarla, sino meterse en la hoz y llegar por ella a la sierra del otro lado, donde los horizontes se ensanchaban y la naturaleza se sonreía.

Durante su tránsito por aquella enorme rendija de la tierra, ¡qué pensamientos tan extraños le asaltaron! ¡Qué ideas le conmovieron! ¡Qué fuerzas tan misteriosas e incontrastables dirigían sus pasos y dominaban su voluntad! ¡Cuántas veces, sin darse cuenta de ello, se detuvo al borde del precipicio! ¡Con qué avidez contemplaban sus ojos el fondo donde el río era más negro y las peñas del cauce más ásperas y sombrías! En el rumor de aquellas aguas, enroscándose, como rabiosas serpientes fugitivas, a los obstáculos que hallaban en su tortuoso camino, oía él gritos y lamentos, súplicas, protestas de amor, repulsas inexorables... y hasta sentencias de muerte; y siempre era su voz la que se lamentaba, y la de Águeda la que le repelía.

La vista sufría allí también fascinación, como el oído. Un tronco seco y desnudo, tendido junto al cauce del río, parecíale la palpable y fiel representación de una idea que ya germinaba en su agitada mente. Cuerpo sin vida, quizá fue desgajado de lo alto por la furia del huracán; y antes fue verde y lozano, y se meció al blando soplo de las auras de abril. Cuando la tempestad le eligió por víctima, gemirían sus ramas azotadas por el viento y crujirían sus raíces al desprenderse de la tierra; pero cayó, al fin, y rodó hasta el fondo, que era su sepulcro, su paz y su descanso. ¡Tras los furores de la Naturaleza y las tempestades del corazón, la muerte siempre! Y la muerte veía hasta en las piedras medio ocultas entre juncos y hortigales, porque le remedaban osamentas descarnadas por los cuervos y emblanquecidas por la intemperie. Después medía con los ojos la altura desde el río a la angosta cornisa en que asentaban los pies. ¡Ni un solo obstáculo en todo el horrible camino!

¿Por qué le dominaban tan extrañas preocupaciones? ¿Por qué hallaba deleite en entregarse a ellas?

De pronto se estremeció con espanto y apartó los ojos del precipicio. Después huyó, casi a la carrera, de aquel lugar que le fascinaba y le atraía. Cuando llegó a la sierra se encontró fatigado y jadeante, no por lo largo de la jornada, que era una parte de su ordinario paseo, sino por lo rudo de la batalla que había sostenido con sus pensamientos.

Éstos, sin dejar de ser tristes, fueron más apacibles y sosegados en cuanto su vista se extendió por el hermoso panorama que se descubría desde aquel paraje.

Bañaban los rayos del sol en torrentes de luz los montes y la llanura; y al soplo continuo y halagüeño de una brisa refrigerante y embalsamada, ondulaban las praderas del valle y se mecían entre cambiantes peregrinos, como las aguas de un lago. El pueblo, con sus casitas dispersas, pero orientadas todas ellas al Mediodía, abría sus puertas y ventanas y hasta por huecos y rendijas parecían sonreírse y aspirar la vida y el regocijo que pródiga derramaba en aquel instante la naturaleza. Allí se alzaba, descollando sobre las demás, la casa de los Rubárcenas, y en ella clavaba su vista Fernando, y en ella tenía sus pensamientos, porque allí estaba el norte del imán de sus aspiraciones. ¿Qué enamorado no taladra los muros más espesos con los ojos del corazón, y no oye a largas distancias los rumores más leves cuando piensa en la mujer amada?

En Fernando se producía este fenómeno como en ningún otro enamorado, por la misma singularidad de sus contrariedades. Creía ver el esbelto talle de Águeda discurrir por salas y pasillos, y su blanca y delicada mano en cada puerta que se movía; llegaba claro a sus oídos el rumor del breve pie al hollar el limpio y bruñido suelo; y cuando consideraba que podía estar contemplando el camino de la sierra detrás de las vidrieras entreabiertas, veía sus ojos azules y rasgados, y jurara que de ellos, y no del sol, nacía la luz esplendorosa que inundaba el pueblo y el valle y las montañas. ¡Y aquella mujer le amaba, y por él padecía dolores sin consuelo..., y sin embargo, le cerraba las puertas de su casa!...¡A él, que la adoraba y que sólo vivía por ella y para ella! ¡Y por qué ese terrible contrasentido, por qué! Jamás le parecieron tan pequeñas las causas de su desdicha... Hasta llegó a creer que Águeda había ido en sus rigores más allá de sus propósitos, o trataba de someterle a una prueba decisiva. ¡Si la casualidad volviera a reunirlos!... ¿Cómo era posible que mujer tan buena y tan enamorada le condenara a horrible muerte por el delito de adorarla! ¡Si llegara a hablar otra vez con ella!... Pero ¿en dónde y cuándo? Le había prohibido volver a su casa, y él no se expondría a sufrir una nueva puñalada con otra nueva negativa. La insinuación debía partir de ella... y partiría. ¿Cómo dudarlo?

Así pensaba Fernando, mientras lentamente iba bajando a Valdecines..., por supuesto, con la protesta de que lo hacía por alargar un poco más el paseo que tanto necesitaba.

Y ya en el pueblo, hallóse, sin saber cómo ni por qué delante de la portalada de los Rubárcenas. Estaba abierta. ¿Por qué estaba así? Lo que él creía curiosidad le acercó todavía más a ella; y algo que no tenía forma ni color, pero sí mucha fuerza, le hizo entrar en la corralada.

La última entrevista que con Fernando tuvo Águeda causó en el alma y en el cuerpo de ésta profundísimos estragos. Hasta entonces no había perdido la esperanza de que aquél llegara a colocarse en la única senda en que podrían encontrarse los dos. Cuando el deber la obligó a cerrarle por última vez las puertas de su casa, y se vio abandonada de aquel débil amparo, tuvo miedo de su propio valor. Los quehaceres domésticos, las obras de caridad, el recuerdo de su madre, su fe inquebrantable, la oración fervorosa..., todo era poco para fortalecerla y alentarla en la tremenda lucha en que la empeñaba la rigidez de su conciencia. Hasta entonces no había logrado medir la intensidad del amor que sentía por aquel mancebo, con quien la naturaleza había sido tan pródiga en dones, y a quien el cielo mismo no había querido negar una de sus más ricas dádivas: el talento; Águeda, aunque mujer fuerte, era al cabo tierra miserable que se conmovía al calor de una pasión humana. ¡Qué días y qué noches! ¡Qué batallas entre su corazón y su conciencia! Saliéronle al rostro las huellas de estos combates, y publicaron los cárdenos cercos de sus ojos las negras tempestades de su alma.

Pisando andaría Fernando las primeras callejas de Valdecines, cuando Águeda, no pudiendo con el peso de sus angustias aquel día, dio por terminada la lección de su hermana, y mientras ésta corría a solazarse entre la fragante espesura del jardín, ella acudió en vano al auxilio de otros cuidados para luchar contra el enemigo que la asaltaba con furia desconocida. Representábase a Fernando poseído de una exaltación febril, buscando a tientas y al borde de un precipicio los fantasmas de su locura sin consuelo.

«¿Adónde -pensaba la infeliz-, adónde le conducirá la desesperación, si su buen sentido no la vence? Le falta la fe, que es la fortaleza. ¡Y yo, que le atribulo, le dejo solo y abandonado! Si el dolor le mata, yo seré la causa de su muerte..., ¡yo, que le amo y acepté su amor como un don del cielo!... Pero su falta es enorme, y Dios no me perdonaría si viéndole aún esclavo de ella, alentara sus esperanzas... ¿Por qué nos conocimos?... ¿Por qué nos amamos?... ¿Decretaríalo Dios para someter mi fe a esta prueba espantosa? ¡Oh, sí!... ¡Veo el cáliz lleno de amargura junto a mis labios, y el deber me exige apurar hasta la última gota!».

Entonces la carne, la pícara carne, el corazón, golpeaba sin descanso en su pecho y la decía a gritos: «¡Levántate, Águeda, y aparta de tus labios esas hieles, que Dios no quiere imposibles. Llámale a tu lado, aliéntale, fortalécele, perdónale, que también la caridad es virtud de los cielos. Si nieblas y tempestades le arrojaron en el escollo en que ahora se agita y perece, la luz de tu fe, iluminándole, le conducirá a puerto seguro. Su vida es tu vida... ¡No le pongas en riesgo de perderla!».

Después se alzaba la losa de un sepulcro, y del fondo de él, entre los pliegues de un sudario, aún no roído por los gusanos, le decía una voz que la hacía estremecer:

«¡Acuérdate, Águeda, de que por impío le arrojé yo de tu casa! Si impío vuelves a admitirle en ella, la maldición de tu madre pesará sobre ti por todos los días de tu vida, y no te abandonará ni a las puertas de la eternidad».

La voz de la fe tampoco callaba:

No es lícito -decía- trato alguno de esa especie con gentes contaminadas del error, pero es obra de caridad, y hasta deber cristiano, poner los medios para conducir al redil la descarriada oveja. ¿Puedes hacerlo tú sin graves riesgos para tu alma? ¿Estás segura de triunfar en la empresa? Si se malogra, ¿serás capaz de retroceder en ella sin extraviarte tú misma, o sin dejar en las espinas del camino jirones del cendal de tu buena fama?».

Y Águeda, como en respuesta a todas estas voces y mandatos, sólo sabía exclamar, atribulada y desfallecida:

«Sí, sí..., os siento, os oigo... ¡Pero le amo, le adoro con todo mi corazón! ¡Dios mío! ¡Que no vuelva, que no me hable; porque si le veo y le escucho, me faltará valor para arrojarle otra vez de mi lado! ¡Señor... tengo fe; pero en este trance amarguísimo vacilo en la senda de mis deberes, porque soy mujer y tengo amor! ¡Fuerzas, Dios mío, fuerzas te pido para no caer!».

En este instante anunciaron a Águeda la llegada de Fernando, y su deseo de hablar con ella.

-¡Jesús! -exclamó la desdichada-. ¡Si esto no es ordenado por el cielo, yo no sé qué es la evidencia! ¿Cabe prueba más terrible? ¿Habrá suplicio más espantoso?

Quiso responder al recado, y no halló movimiento en su lengua, ni voz en su garganta. Padeció, luchando un solo momento, más que había padecido en tantos días de incesantes batallas. El corazón le puso un sí entre los labios; pero al primer grito de su conciencia le devoró con vergüenza de su debilidad; acogióse al recuerdo de su madre y a las advertencias de su fe, y con un esfuerzo sobrehumano, y entre los gritos de su amor despedazado negóse resueltamente al deseo del infeliz amante. Pero en aquellas pocas palabras creyó haber dictado una sentencia de muerte.

Aún esperó algunos instantes, inmóvil y anhelosa, porque cabía en lo posible que Fernando replicara que venía convertido, o siquiera en camino de estarlo; pero el recado no llegó. Ni ¡cómo llegar! ¡Cómo obrarse en tan pocas horas tan grande transformación! Comprendiólo así, y consternada y trémula de dolor y de espanto, se halló sin fuerzas para tenerse en pie.

Si con sus palabras creyó haber dictado una sentencia de muerte, no en otro sentido las recibió Fernando de la persona que se las transmitió. Un frío glacial recorrió todo su cuerpo, y llegó a creer el desventurado que el luminar del día se había cubierto de una nube de sangre y de negros crespones. Retrocedió desalentado y desfallecido, y en su aturdimiento, extravióse en el camino; y cuando creyó salir al encachado portal, encontróse en el jardín del otro lado. Pilar corría allí detrás de las mariposas, sin dejar por eso de leer de cuando en cuando en un librejo que tenía en la mano.

Detúvose sobresaltada cuando vio a Fernando, y éste la dijo, después de besarla y acariciar sus rizos suaves y desordenados:

-Me extravié en el corredor. ¿Quieres abrirme la puerta del jardín?

-¿Viene usted de arriba? -le preguntó la niña, escondiendo el libro con una mano y separando con la otra una madeja de rizos que le caía sobre los ojos-. ¿A que estaba llorando Águeda?... ¡Es más llorona!...

Sonrióse tristemente Fernando y preguntó a Pilar:

-¿Y por qué llora tanto?

-Eso no me lo dice a mí... Y cuando llora, está muy triste... Yo creo que es porque se murió mamá y nos quedamos las dos solitas en el mundo.

Como al decir esto se estremeciera la niña, Fernando volvió a besarla en la frente, y le preguntó, por distraerla y por distraerse:

-¿Qué libro es ese que leías?

-El de confesión.

-¿Luego ya te confiesas?

-Dos veces cada año desde que cumplí siete. Y como me toca hacerlo mañana... También comulgo ya, no crea usted.

-¡Hola!... ¡Grandes pecados tendrás!

-Muy grandes, muy grandes, no señor; pero si no me confesara, puede que los tuviera.

-Así y todo, buen miedo pasarás cuando te confiesas.

-Ni siquiera una pizca... Por ésta que es cruz de Dios. ¡Si es más bueno el señor cura!... Viejecín, viejecín... Lo mismo que un santito del altar. ¡Dice unas cosas tan bien dichas y con cariño!... Yo creo que, si no fuera por él, se había muerto Águeda de pena. Y luego, sabe... ¡madre de Dios! Una vez pasó por aquí un francés que era muy malo... ¡con una mujerona!... Engañó a medio pueblo y robó a la otra mitad... Eran herejes de los peores. El alcalde quería ahorcarlos; pero el señor cura dijo que no... Y va y se los lleva a su misma casa. ¿Qué le parece a usted? Y teniéndolos en su casa a qué quieres boca, les enseñó la doctrina, y les predicó tanto, que devolvieron todo lo robado..., y luego iban a misa de por sí solos, y se confesaban. Ahora están en unas minas ganando buenos dineros.

-¿Con que tan sabio es el cura? -preguntó a la niña Fernando, repentinamente asaltado de una idea que, aunque le hizo sonreír, pensó poner en ejecución sin tardanza.

-¡Muy sabio! -respondió Pilar dando al superlativo toda la exageración posible con la boca, los ojos y los ademanes.

Tornó a acariciarla Fernando, y momentos después salió del jardín, cuya puerta le abrió la misma niña, poniéndose de puntillas para alcanzar, con su mano blanca y diminuta, la palanquita del picaporte.

Al tomar el joven el rumbo de la iglesia, después de permanecer indeciso unos instantes junto a la verja, exclamó para sí, triste y desalentado:

-¡El último esfuerzo!




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- XVIII -

El último esfuerzo


La casita del cura de Valdecines, próxima a la iglesia, no se cerraba en todo el día; y como la escalera arrancaba de la misma puerta que daba a la calle, Fernando subió sus peldaños sin necesidad de preguntar a nadie por el camino que buscaba. En aquella pequeñez no había ni cabía más que uno, y no era posible el extravío. Cuando llegó al piso, llamó a la puerta, entreabierta, con el regatón de la sombrilla; contestáronle «adelante», y se halló a los pocos pasos en una salita que se llenaba con una mesa de nogal, con las alas caídas, y cuatro sillas de paja, y se decoraba con las estampas de un Vía-Crucis de papel, pegadas con obleas en las paredes, en el orden conveniente. Esta pieza lindaba por un extremo con otra más pequeña, que pudiéramos llamar gabinete, en el cual había una mesita con tapete verde, arrimada a un viejo sillón de roble; sobre el tapete, un crucifijo y avíos de escribir; a un lado, una cama de haya torneada, con un jergón sostenido por sogas entrelazadas y cubierto con una colcha de indiana; en el otro lienzo de pared, tres estantes de libros en latín, y el Añalejo colgado de un clavo y abierto; en el tercer lienzo, frontero a la sala, una ventana, cuyo alféizar arañaban las ramas de un manzano movidas por el viento, que penetraba suave y cariñoso por los abiertos postigos, trayendo, para distribuirlos por toda la casa, los aromas recogidos en la campiña, que desde allí parecía un ascua de oro, iluminada por el sol canicular.

Hallábase el cura, envuelto en un raído balandrán y cubierta la cabeza con el solideo, acomodado en el sillón de roble. Pasaba, por las señales, de los setenta, y era pequeñito y endeble, de cara afilada y muy pálida, ojos vivos y cejas canas, como el poco pelo que le quedaba hacia las sienes. Tenía abierto sobre la mesa el Flos Sanctorum, y leía en él la vida del santo del día.

Fernando se detuvo delante de aquella reducidísima estancia, que le infundía cierta veneración, si no por la investidura del que la ocupaba, cuando menos por la humildad y el aseo que se respiraba en ella. Hizo notar su presencia con algunas palabras de cortesía; y al oírle, levantó el cura los ojos del libro y los fijó en él con señales de sorpresa y de curiosidad. Después se enderezó el cuerpecillo poco a poco, sin dejar de mirar a Fernando, y por último, le invitó a que pasara adelante. Al mismo tiempo salió a la sala, tan apresuradamente como se lo permitieron sus débiles fuerzas; cogió una silla, la acercó a la mesa del cuartito y brindó con ella al joven. Éste la aceptó, y entonces se sentó el cura en su viejo sillón.

-Sírvase usted indicarme -dijo a Fernando con afable sonrisa- en qué puedo complacerle.

-Por de pronto -respondió el preguntado-, en escucharme. Después..., después..., ¿quién sabe?

Y como al decir esto se oyera rumor de pasos hacia la sala, volvió a levantarse el cura y cerró ambas puertas.

-En lo primero -dijo, sentándose otra vez-, dése usted por complacido, y entienda que mía será también la complacencia. Para lo demás, tenga presente que, fuera del alma, que es de Dios, todo cuanto soy y me pertenece es del primero que lo necesita.

-Señor cura -continuó Fernando, para quien no pasó inadvertida la elocuente sencillez de estas palabras-: mi aspecto y mi lenguaje le dicen a usted harto claro que pertenezco al siglo, en cuanto éste tiene de batallador y aventurero en el orden de las ideas.

-Adelante -dijo el cura con voz serena y faz impasible.

-No conocí a mi madre.

-¡Tremenda desdicha!

-Quiero decir que jamás arrullaron mis sueños de niño los tiernos cánticos de la fe cristiana, ni mis labios balbucearon una oración, ni los ángeles se cernieron sobre mi cuna.

-Pero cuando falta una madre -observó el cura- que dirija los primeros pasos de la vida de sus hijos, la sustituye el padre.

-El mío, señor cura -repuso Fernando-, lidiaba a la sazón bajo la misma bandera a que yo me afilié más tarde. La sed de la ciencia le devoraba, y en satisfacerla se entretenía. Cuidaron de mí manos mercenarias, y me formaron al gusto de quien las pagaba.

-Naturalmente -dijo el cura con expresivo ademán-. ¿Y después?

-Después, como las cosas caen del lado a que se inclinan, cuando me desprendí de los brazos que me sostuvieron, caí en el agitado mar de las ideas reinantes y me dejé llevar del impulso de sus ondas. Aquel fue mi elemento: no conocía otro.

-¿Y luego?

-Luego me complacía en ver cómo aquellas ondas, al llegar a la opuesta orilla, espumosas y rugientes, batían y socavaban el vetusto continente, región extraña, donde yo no tenía una voz que me llamara, ni un brazo que se me tendiera. Cada roca desgajada del áspero valladar arrancaba a mi pecho un grito de triunfo.

-Es decir, en neto romance -añadió el cura-, que se echó usted al mundo campando por sus respetos, y se entregó al frío racionalismo con todas sus consecuencias.

-Precisamente, señor cura.

-Muy bien. ¿Y por último?

-Por último, llegó un día en que en ese camino, hasta entonces cómodo y placentero, se atravesó un obstáculo; dédalo misterioso que sólo podía salvarse con la luz de la fe. Yo no la tenía. Acudí con ansia al depósito de mis recuerdos, y no hallé entre todos ellos una sola chispa que, avivada con cariñosa solicitud, pudiera producir la luz ambicionada. Entonces convertí todas mis fuerzas a un solo propósito, y batí con ellas los muros de mi razón, esperando hallarla débil por alguna parte; pero fue en vano mi intento. Como acero de buen temple, cuánto más la golpeaba, más se endurecía. Conocí mi debilidad para llevar a cabo tamaña empresa y desistí de ella. En esta situación de desaliento acudo a usted, señor cura.

-¡A mí! -exclamó éste con candorosa admiración-. ¿Y para qué?

-Para que me enseñe a luchar... y a vencer.

-Vamos, señor don... ¿Cómo es su gracia?

-Fernando.

-Señor don Fernando, usted se chancea.

-¡Juro a usted que no es ese mi propósito!

-¡Yo!... ¡Un pobre cura de aldea, abrumado por el peso de los años y de las fatigas del sacerdocio; ignorante, sin la menor experiencia del mundo en que usted se ha formado!... ¡Hijo mío, si yo pudiera infundirle la fe que me sobra por la virtud del buen deseo!... porque usted me lo asegura, creo que no son de broma sus intentos; pero preciso es que reconozca que se engaña en lo que se refiere a mis fuerzas. Además, no quiero ni debo ocultar a usted la extrañeza que me causa verle acudir en su conflicto al humilde párroco de Valdecines, cuando en el mundo en que vive deja tantos varones ilustres por su ciencia y sus virtudes.

-Loable es la modestia, señor cura; pero o yo me engaño mucho, o la de usted es excesiva en este caso. De todas maneras, y respondiendo a la observación que me hace, debo decir a usted que si en Valdecines busco lo que tanto le admira, consiste en que cuando andaba en el mundo no lo necesitaba.

-Debí suponerlo; y usted perdone mi indiscreción.

-No merece ese nombre su atinadísimo reparo. Y volviendo ahora al asunto de sus fuerzas, sean éstas lo que fueren, ¿debo deducir de lo que usted me ha dicho que se niega a auxiliarme con ellas?

-¡Eso no! -respondió el anciano sacerdote con gran entereza-. Pero usted me ha indicado que viene a que yo le enseñe a luchar y a vencer; y a tanto como eso no me atrevo a comprometerme.

-Pues dejemos limitado el auxilio a lo que usted quiera.

-A lo que pueda hacer -rectificó el cura-; a poner cuanto tengo al servicio de usted que, en este caso, es el servicio de Dios, y por tanto, mi deber.

-Eso me basta por ahora -replicó Fernando.

Después de un instante de meditación, dijo el cura:

-¿Me permite usted, ante todo, imponer dos condiciones?

-Cuantas usted quiera -respondió el joven-. Vengo resuelto a todo.

-Mucho mejor entonces. Pues la primera -añadió el cura, mirando con escrutadora fijeza a Fernando- que ha de responder usted a todas mis preguntas con entera ingenuidad, sin que reparos ni escrúpulos de escuela se lo estorben.

-Por entendido.

-La segunda condición es que, cuando llegue el caso, ha de someterse usted ciegamente al plan de batalla que yo proponga.

-Eso se supone, señor cura.

-Pues con la ayuda de Dios, doy comienzo a la tarea. Dos causas pueden haber movido a usted a dar el paso que está dando: el deseo de conocer la verdad, porque el alma, esclava de los errores de la mente, se le imponga, o la necesidad de creer porque a ello le obligue algún fin mundano. En el primer caso, me atrevería, señor don Fernando, a prometerle la victoria; porque tendríamos de nuestra parte la conciencia y la voluntad de usted, y lo que más vale, el enemigo desalentado y atento sólo a defender sus falsas posiciones. En el segundo caso, hijo mío, es imposible prever el éxito de la batalla. La misma necesidad del triunfo le hará a usted desatentado y débil en el ataque. El convencimiento es hijo de la serena reflexión, y ésta no cabe en un cerebro perturbado y calenturiento. Ahora bien: del relato que usted me ha hecho deduzco que, desgraciadamente, estamos en el segundo de los casos expuestos.

Fernando, no poco ni desagradablemente sorprendido con tan hábil modo de plantear la cuestión, quiso responder con vaguedades y subterfugios.

-Me ha prometido usted -le interrumpió con entereza el cura- ser franco y sincero conmigo.

-Pues bien -repuso Fernando-: confieso que un fin mundano me movió a buscar eso que se llama verdad, o como le dije al principio, la luz de la fe que necesito para destruir el obstáculo puesto en mi camino. Pero sea cual fuere la causa eficiente, el resultado es que, en este momento, quiero, con toda la fuerza de mi voluntad, descubrir esa verdad absoluta, para abrazarme a ella y acogerla en mi corazón.

-No niego el propósito; pero insisto en sospechar de la calidad del deseo, y en desesperar de los resultados.

-¿Por qué si mi decisión es heroica?

-Porque el enemigo está muy entero, y el alma de usted no siente el peso de las cadenas que la ligan a la tierra, alejándola de Dios.

-¿Y por esa consideración, que no deja de ser fundada he de renunciar yo hasta al intento?

-¡Líbreme Dios de aconsejárselo a usted! Cualquiera que sea el camino que se emprenda para llegar al conocimiento de la verdad debe seguirse. Cuanto mayor y más penosa la jornada, más meritoria. Lo que he querido decir con estos reparos es que no seré yo, por mis pocas fuerzas, el dichoso que le tome a usted de la mano y le conduzca con firme paso al reino de Dios... ¡Pero dejar de intentarlo: dejar de brindarle con el apoyo de mi brazo, aunque trémulo y endeble!... ¡No cumpliera yo con el más sagrado de mis deberes, ni ofreciera a mi alma la más pura y santa de las alegrías! ¡Hijo mío -prosiguió, alzando las enjutas manos y la venerable cabeza hacia el cielo-, la poca vida que me resta diera en este instante porque a mi mente bajara un rayo de la inspiración divina, para llevar el convencimiento a la razón esclava, y el amor de Dios al corazón profano!

Fernando contemplaba con vivísimo interés aquel sencillo y hermoso modelo de humildad cristiana.

-Señor cura -le dijo con respetuosa afabilidad-, cuánto más duda usted de sus fuerzas, más grandes me van pareciendo a mí. ¡Animo, y a la pelea!

-Hijo mío, por mí no ha de quedar. Iremos a ella con toda decisión; pero es preciso, puesto que he de dirigirla, que estudie antes el terreno... Y aquí vuelvo a recordarle a usted el compromiso empeñado de decirme toda la verdad.

-No faltaré a él, señor cura.

-Cuando un médico -prosiguió éste- es llamado a la cabecera de un enfermo, lo primero que averigua es la calidad de la dolencia que le postra. Conocida la calidad, busca la cantidad, a fin de que el remedio produzca el resultado apetecido.

-Perfectamente -dijo Fernando sonriendo muy satisfecho.

-Ahora bien -continuó el anciano-, me ha declarado usted la calidad de la dolencia que le aflige; es necesario que yo conozca también su cantidad; es decir, que me manifieste usted toda la extensión de sus dudas en materias de fe.

-¡Dudas! -exclamó Fernando con acento sombrío-. Yo no tengo dudas.

-Pues entonces... -replicó el cura con vehemente curiosidad.

-¡Es que no creo en nada!

-¡Virgen María..., qué desventura! -exclamó el santo anciano, llevando hasta la boca sus manos entrelazadas.

-¡Pues si yo dudara -prosiguió Fernando con nerviosa exaltación-; si el conflicto en que me hallo consistiera en el más o menos de fe; si entre el dogma católico y los principios de la ciencia impía, como ustedes le llaman, vacilara siquiera mi razón, la batalla estaba ganada! Pero es, señor cura, que en mi mente no cabe... ¡ni la idea de Dios!

-¡Oh!... ¡Calle usted, desventurado! -exclamó el santo hombre, en ademán de tapar la boca a Fernando.

Éste se quedó mirándole con ceño duro. Conoció el cura el errado concepto que el joven había formado de su exclamación y dijo, después de serenarse un poco:

-Hace cincuenta años que ejerzo la cura de almas; en todo ese tiempo no he oído de labios humanos confesión tan espantosa; y en más de setenta que cuento de vida, no me he atrevido a creer que haya un ser dotado de razón que, cuando menos, no la utilice en conocer a quién se la ha dado. Éste es el motivo de mi sorpresa. No tome usted por señal de cambio de sentimientos mis ademanes y palabras. ¡Antes, hijo mío, ha crecido con sus declaraciones la compasión que me inspira su estado moral!

-Gracias, señor cura -dijo secamente Fernando, en quien se rebeló el orgullo de secta al oír que se compadecía de él un pobre cura de aldea; pero considerando que, si había de dar algún fruto su tentativa, necesitaba pasar por esa y otras humillaciones semejantes, dominóse y añadió-: ¿Quiere decir que no se arrepiente usted de sus propósitos de acometer al enemigo, ni por haberle visto en la actitud en que acaba de presentársele?

-¡De ninguna manera! -respondió el cura-. En ocasiones, y ésta es una de ellas, a medida que crecen los peligros aumenta el valor para arrastrarlos. Lo que haré es cambiar de táctica, pues de nada serviría la que pensaba adoptar.

-Es muy justo.

-No quiero que olvide usted, señor don Fernando, que soy un pobre cura de aldea, acostumbrado a luchar con tibios y, descuidados, pero jamás con incrédulos; que mis ataques han sido al sentimiento más bien que a la razón, y en fin, que en el campo que el Señor ha puesto a mi cuidado, más que roturador, he sido jardinero. Hoy me presenta usted un terreno bravío y escabroso, y se trata de ponerle en buenas condiciones de cultivo. Hay que cortar las malezas; extirpar una a una sus raíces; remover el suelo hasta lo más profundo; pasarle, como quien dice, por un tamiz para que en él no quede ni un germen de sus impurezas; darle después condiciones vegetales, y por último, depositar en él buena semilla... La obra no es imposible, ciertamente; pero sí larga y difícil. Yo, señor don Fernando, no puedo argüir a usted con textos, porque empezaría usted por negar su autoridad, y en ello sería muy lógico con su criterio especial; no fío gran cosa en las manifestaciones palpables del poder de Dios, porque delante de los ojos las ha tenido toda su vida y no las ha visto; es usted, creyéndose libre, porque niega lo sobrenatural, esclavo de su razón, que es limitada y le engaña; ésta es la venda que le oculta la verdadera luz; arrancarla de sus ojos es la obra de mayor necesidad. Pero usted es hombre formado en las luchas de la razón, avezado a la controversia y a la disputa de las academias y del periódico; posee, cuando menos, el arte de pelear, el método que, si no conduce por sí solo a la verdad que se busca, alienta a la mentira y le da fuerza y empuje, especialmente contra adversarios tan débiles e inexpertos como yo. No puedo, en una palabra, derribar con mis golpes el castillo de sus errores; necesito socavarle poco a poco, hasta que, falto de base, se derrumbe él por sí solo. Pero esto exige un plan, y el plan una detenida meditación. ¿Me permite usted, como adversario leal, que me retire a mi tienda a meditar sobre el trance y preparar mis armas?

Fernando, a quien devoraba la impaciencia, se avenía mal con plazos y dilataciones.

-¿Y ha de ser larga esa tregua? -preguntó.

-Hasta mañana a estas horas, por lo menos.

Fernando hizo un gesto de inquietud.

-¿Ve usted cómo sucede lo que yo temía? -dijo el cura-. Lo primero que usted tiene que vencer es la impaciencia. Dominados por ella, no hay términos hábiles de reflexionar; y no reflexionando no se hace obra bien concertada. Mañana, si usted quiere y se resigna, le indicaré alguna senda por dónde comenzar... Entiéndalo usted bien: por donde comenzar a caminar en busca del bien que desea. Una vez en marcha, yo cuidaré de desembarazarle de estorbos el camino, si usted no se cansa o no se arrepiente, y no se empeña en retroceder. La empresa, hijo mío, para usted es noble, y para mí..., para mí, si la llevo a cabo, la mejor corona de mis canas y el más glorioso remate de esta carrera, cuyo fin tocan ya mis cansados pies. ¡Bien vale la pena de que nos tomemos el tiempo necesario, siquiera para que yo le pida a Dios que me auxilie con su ayuda para llevar a buen término esta obra, que ha de ser para gloria suya y eterna salvación de usted!

Fernando, dispuesto a marcharse, se levantó.

-Hasta mañana, señor cura -dijo.

-Hasta mañana, hijo mío -repitió el cura, levantándose también.

Luego añadió:

-Cuento con usted.

-Empeño mi palabra de hacer todo lo posible por no faltar.

-Adiós, pues, y que la gracia divina le ayude y le acompañe.

Salió Fernando a la calle, no pesaroso de la entrevista, pero con pocas esperanzas en los convenidos planes, y el corazón lacerado por la inclemencia de Águeda.

Tenía razón el cura de Valdecines, mientras el peso de los errores nos abrume el alma, empresa es de titanes desprenderse de ellos.




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- XIX -

Lo que llegó a decirse


Poco después que Fernando, salió de la misma casa el ama del cura, viejecita muy limpia, muy fiel y muy cariñosa, pero fisgona incorregible y charlatana impenitente. Deslizóse a lo largo de las tapias, y muy arrimadita a ellas, encorvado el espinazo y muy diligentes los pies, en un credo llegó a la guarida de don Sotero; alzó la aldabilla de la puerta y entró.

Ya sabía el negro personaje que Fernando había estado en casa de Águeda, y lo que más en alarma le ponía, que había salido por la puerta del jardín; hecho inusitado y por todo extremo ocasionado a gravísimas conjeturas. Pero no sabía más, porque con saber eso sólo se conformó el soplón que se lo dijo.

Traíale el caso con grandes escozores en el espíritu; pero aún le producía mayor desasosiego otro particular de este mismo asunto. Dos días llevaba el hombre cavila que te cavila, midiendo horas, pensando inconvenientes y saboreando propósitos y resultados; y como nunca lograba armonizar por entero los múltiples registros de sus proyectos, sudaba la gota gorda, ¡y eso que era pez de buenas agallas!

Paseábase en el largo y desamparado salón que conocemos, con las manos enlazadas sobre los riñones, carraspeando a veces, bufando muy a menudo, y siempre con la faz cargada de centellas, mientras Bastián, derribado sobre una silla vieja arrimada a la pared, con las zancas extendidas cuanto eran de largas, las manos en los bolsillos del pantalón, la nuca contra el respaldo, la bocaza y la vista vagando por el techo, lamentábase en silencio de la reclusión en que se le tenía desde la noche de los palos; rascábase las ronchas de cuando en cuando, y no olvidaba un punto a Tasia ni se le apartaba de la memoria Macabeo, causas primordiales de aquel nocturno siniestro y de la creciente intranquilidad de su espíritu desde entonces.

Como en la sala reinaba el más completo silencio, porque al acompasado ruido que producía el ir y venir de Don Sotero estaba ya tan hecho que no le oía, sus meditaciones llegaban a presentarle las cosas como se ven en una pesadilla: reales y verdaderas. Así es que en ocasiones, cuando soñaba con los palos, se quejaba recio, y al meditar sobre el motivo, balbucía frases enteras. En uno de estos lances mordióle más fuerte que de costumbre el gusanillo de los celos, y pensando si sería fábula inventada por Tasia lo del viaje de su rival, exclamó con toda su voz:

-Pero ¿por qué ella no quiso decirme adónde iba Macabeo aquella tarde? ¡Dios!

Detúvose repentinamente don Sotero al oír esta exclamación de su sobrino, y le preguntó, mirándole con terrible ceño:

-¿De qué viaje estás hablando, animal?

Desperezóse Bastián sobresaltado, como si realmente saliera de un sueño por la virtud de un garrotazo como los de marras, y respondió a su tío:

-Del de Macabeo.

-¡Un viaje de Macabeo!... ¿Cuándo le hizo?

-Aquella tarde de los trancazos.

-¿Adónde?

-Eso preguntaba yo a la que lo sabía, cuando usted me solfeó las costillas.

-Pero ¿hacia dónde tiró Macabeo? ¿No sabes ni siquiera eso?

-Sí, señor; valle afuera.

-¿Quién te lo dijo?

-Yo le vi.

-Pedazo de bestia..., ¡y te acuerdas ahora de decírmelo!... ¿Por qué no me lo has dicho antes, animal?

-¡Otra!... ¡Dios! Y a usted ¿qué le importa que Macabeo entrara o saliera?

-¿No te tengo dicho que me des cuenta de todo cuanto veas y oigas en el pueblo, estúpido?

-¡Buena memoria me dejó usted aquella noche con la zurribanda que me sacudió, para que yo me acordara otro día de ese encargo! ¡Dios!

Don Sotero ya no oía a Bastián. Volvió a pasearse, pero con febril agitación.

-Fue el mismo día en que yo hablé con ella -murmuraba, sin dejar de moverse como un poseído-. Entraría en sospechas... Habrá querido cerciorarse... Necesariamente había de suceder algo de esto... Hay cosas que no tienen compostura... Lo imperdonable ha estado en mis vacilaciones... ¡Ira de Dios!... Pero todavía no es tarde... Van tres días hasta hoy... Aun suponiendo que todo le salga a pedir de boca..., y ellos vengan a buen andar y sin tropiezo, quedan dos días... Lo que no cabe en ese tiempo es una vacilación... La salida no la veo aún tan clara como yo quisiera; pero lo demás es de éxito seguro..., y sobre todo, no hay otro recurso a mano, ni tiempo para buscarle... Y ¡qué demonio! La fortuna, o Lucifer, que me ha sacado de otros lances de mayor apuro, no ha de faltarme en éste.

Detúvose otra vez, y comenzó a pasear su mirada fulminante por toda la sala; acercóse a su alcoba y la recorrió también con la vista. Luego se volvió hacia Bastián y le dijo, haciéndole estremecer con el horrible sonido de su voz:

-Inmediatamente, ¡en el aire!, vas a hacer un encargo que yo te dé. ¡Ay de ti si tardas un instante más de lo necesario, o hablas una palabra, fuera de las precisas!

En esto apareció en la sala, jadeando, el ama del cura.

-¡Grandes noticias, señor don Sotero! -dijo al entrar con voz temblona y desentonada...

-¡Como traídas por usted! -respondió el hombre negro, a quien hizo un efecto endemoniado aquella visita intempestiva.

-¡Noticias para que con ellas se rechupe las uñas un hombre como usted, que tanto se interesa por la gloria de Dios y el bien de las almas!

-¡Vaya usted con doscientos mil demonios! -dijo con desdeñoso y áspero ademán don Sotero, incomodado con lo que juzgaba impertinencias de la buena mujer.

-¿Sí? -repuso ésta muy segura de su triunfo-. Pues escuche usted el cuento... y escúchale tú también, Bastián, que es de los que merecen andar en letras de molde.

Acomodóse, porque estaba muy fatigada, en la silla que había desocupado Bastián; metió las dos manos, palma con palma, entre las rodillas; echó el enjuto tronco hacia adelante y dijo, alargando la jeta rugosa y siguiendo con la vista a don Sotero en sus vueltas de zorro enjaulado:

-¡Sépase usted que acaba de estar en nuestra casa el hijo de Pateta el herejote!

Oírlo don Sotero y dar una vuelta en redondo hasta quedarse mirando a la viejecilla, fue obra de un solo momento.

-¿A ver, a ver? -díjola, clavando en ella sus pupilas de fuego, y hasta parecía que también los dientes.

Sonrióse la noticiera, y añadió, gozándose en el éxito de su noticia:

-¡Cuando yo decía que el caso tenía que oír!...

-¡Cuando digo que no se la puede aguantar a usted por habladora y destripacuentos! -concluyó don Sotero, carcomido por su impaciencia-. ¿Quiere usted decirme sin rodeos ni pespuntes, a qué iba a casa del señor cura ese mequetrefe?

-Eso mismo me pregunté yo cuando le vi entrar..., porque desde que usted me lo enseñó una vez, por lo que pudiera ocurrir, le conozco como si le hubiera parido; ¿a qué viene aquí ese niquitrefe?... Y fuime arrimando, arrimando a la puerta de la sala, según que él se iba metiendo poco a poco en la alcoba del señor cura... Ya usted sabe que de este modo escucho yo en la casa hasta los pensamientos de los que entran en ella para hablar con aquel santo varón. Pero, hijo de Dios, cátate que, a lo mejor del saludo y otras cortesías, sale el señor cura y cierra las dos puertas. ¿Qué hago yo entonces? Abro la de la sala, como si fuera de algodones, y sin que ni las moscas me sientan, arrimo la oreja derecha a la cerradura, porque de la izquierda ando un poco torpe, como usted debe saber por otros relatos míos...

-¡Si fuera usted sutil de entendimiento como es charlatana insoportable!... ¿Qué mil demonios es lo que usted oyó escuchando por la cerradura con la oreja derecha?

-Pues oí..., ¡bendito y alabado sea el Señor de cielos y tierra, por todos los siglos de los siglos!... Oí que Patetuca, vamos al decir el hijo de Pateta el judío, el herejote..., pide iglesia, señor don Sotero..., ¡pide iglesia!

-¿Cómo que pide iglesia, alma de Dios?

-¡Que quiere convertirse..., aprender la doctrina y cuanto el señor cura crea conveniente enseñarle para su salvación!

-Vamos..., usted no está hoy en sus cabales.

-Es tan cierto como la luz que nos alumbra y no vea yo la de la mañana si miento en una tilde... Palabra por palabra podría yo repetir todas las que se cruzaron en la conversación. ¡Pues poco asombro recibió el señor cura al oír la explicativa al mozalbete!... ¡El Señor me valga, qué garrido es, y qué caballero! Bien dije yo siempre que estampa tan maja no podía ser bocado del demonio. ¡Alabada sea por sinfinito la misericordia divina!

Don Sotero comenzó a revolverse de nuevo en la sala y a lanzar el bufido que temblaban las paredes.

-¿Y en qué paró la entrevista? -preguntó iracundo a la vieja, rascándose la cabeza a dos manos, sin dejar de pasearse.

-Pues paró, señor don Sotero... Yo no sé en qué, porque cuando oí que la cosa iba muy seria y que estaban de acuerdo los dos en punto de hacer entrambos los posibles al auto de la conversión, retiréme sin esperar a la despedida, temiendo que me cogieran en el garlito... ¿Y qué me quedaba que oír ya, bendito sea Dios, después de lo que oí?... ¡Siglos, señor don Sotero, siglos se me hacían los minutos que pasaban hasta venir a dar a usted un alegrón como éste!

-¡Pues entienda usted -dijo don Sotero hecho una pólvora- que le recibo como un dolor de tripas!

-¡Ya me estaba a mí dando en qué pensar -replicó el ama del cura- la poca satisfacción que le salía a usted a los ojos, según yo iba haciendo el relato! ¿Y en qué puede consistir, señor don Sotero, que cosa tan en servicio de Dios no le regocije a usted de alma?

-¡En que la tal cosa tiene más de una cara, y en que usted sólo la ve por la más reluciente...! -dijo el ex-procurador resobándose las mal afeitadas barbas y temblando de ira hasta por las ventanillas de la nariz.

En esto se acercó hasta la puerta del salón y gritó con voz descompasada y rugiente:

-¡Celsa!

Y Celsa apareció en seguida, ahumada, sucia y medio descalza. Se cruzó de brazos al entrar en el viejo páramo; se arrimó a la pared, cerca de la puerta, y desde allí saludó con un gruñido y un gesto diabólico al ama del cura, que respondió en idéntico lenguaje. Colocóse Bastián entre las dos mujeres; y don Sotero, después de medir tres o cuatro veces con agitados pasos lo largo de la sala en medio del mayor silencio, dijo al ama del cura:

-Repita usted, en las menos palabras que pueda, lo que acaba de contarme a mí.

Obedeció la buena mujer, muy descorazonada con el fatal éxito que había alcanzado su noticia, y cuando hubo concluido, dijo don Sotero con la mayor solemnidad:

-Público y notorio es en Valdecines que en vida de doña Marta Rubárcenas fue ese hombre, que había logrado trastornar a Águeda la cabeza, despedido de aquella casa por hereje.

-Verdad es que así se ha dicho -murmuró Celsa.

-Algo he oído de eso -añadió el ama del cura.

-Pues yo ni pizca -balbuceó Bastián.

-Muerta doña Marta -prosiguió don Sotero, taladrando a su sobrino con una mirada-, ese hereje volvió a entrar en la casa... ¡Señal de que le abrieron las puertas manos que debían continuar cerrándoselas! De buena o de mala gana se le ha hecho saber que no puede lograr sus propósitos mientras no se lave las manchas de sus herejías; y hete aquí que el muy sinvergüenza acude al cura de Valdecines haciendo la pamema de que se convierte para casarse con Águeda y llegar a ser dueño de uno de los primeros caudales de la provincia.

-¡Válgame Dios, qué picardía!

-¡Si parece imposible!

-Tengo pruebas irrecusables de que es la pura verdad -exclamó don Sotero con el mayor aplomo; luego añadió-: Ahora bien; Águeda es una joven sin experiencia y, quizá, quizá, enamorada: él es un lagarto madrileño, con todos los ardides y fingimientos de los de su calaña. El resultado se toca y se palpa: esa infeliz, si la criminal farsa continúa, se verá un día cogida, como la mosca en la tela traidora. Yo, como hombre honrado y temeroso de Dios en primer lugar, y en segundo, como encargado por la difunta santa mujer de velar a todo trance por la salvación de las almas y de los intereses mundanos de sus hijas, estoy en el deber imprescindible de oponerme a los criminales intentos de ese miserable... ¡Miserable, sí! Porque habéis de saber que, además de impío, tiene contraídos grandes méritos para estar arrastrando un grillete en el presidio de Ceuta...

-¡Santa Bárbara bendita!

-¡Quién lo creyera!

-¡Esa es más gorda...! ¡Dios!

-¡En Ceuta, sí! -continuó el piadosísimo varón-. En Ceuta dije, y no me arrepiento. Hace un año le persiguió la policía por una estafa que había cometido en Madrid, asociado a otro como él. Por buena compostura se echó tierra al asunto pagando los seis mil duros que importaba la cantidad robada. Las pruebas de este crimen las tengo yo en mi poder; porque... hay que decirlo todo, aunque mi cristiana humildad se rebele contra ello: yo fui quien le dio ese dinero para librarle del presidio... ¡Bendito sea Dios que me puso en ocasión de ejercer, con ese vil y despreciable metal, uno de los más grandes actos de caridad!

Mientras decía esto y caminaba con los ojos en blanco, y las manos alzadas al cielo, hacia su alcoba, los oyentes estaban consternados, y al ama del cura se le caían las lágrimas pensando en el acto generoso de don Sotero.

El cual apareció a poco rato con un papel en la mano.

-Para que veáis que no exagero -dijo-, aquí está el recibo que me dejó, comprometiéndose a pagarme... ¡cuando herede a su padre! ¿Habéis visto escarnio mayor de los santos vínculos de la familia y hasta de los sentimientos del corazón humano?

Sabía leer el ama del cura y se llenó el cuerpo de cruces cuando pasó la vista por aquel documento, que también ojeó Bastián, y palpó Celsa por no conocer la O.

-Ya lo veis -prosiguió el humildísimo don Sotero, guardándose en el bolsillo de su chaquetón el papelejo-. El crimen no puede estar más comprobado. ¿Cómo no había de saberme a hieles la noticia de la conversión de ese tunante? Todos los que me escucháis tenéis una conciencia y sois cristianos como yo; es preciso que me ayudéis a desenmascarar al impostor para librar de su yugo abominable a esa honrada familia, tan querida de mi corazón; ¡es indispensable hasta que el pueblo le apedree si persiste en sus criminales intentos!...

-¿Y qué hay que hacer para eso? -preguntó el ama del cura, tan llena de buena voluntad como vacía de malicias.

-Una cosa muy sencilla -respondió don Sotero-. Desde este instante, usted y cada uno de nosotros debemos ocuparnos en divulgar lo que yo he referido..., pero sin descubrirme a mí..., ¡mucho cuidado con esto! ¡Que corran las noticias como si el viento las llevara, y que no quede cocina en el pueblo donde no entren antes de la noche!... Por lo que respecta a la interesada y al señor cura, queda de mi cargo instruirlos en tiempo y modo convenientes. ¡Que no sepan por nosotros ni una palabra siquiera, o la buena obra se desgraciara, en flor! ¿Me entendéis? ¡Guerra a muerte al impío, al sacrílego impostor! ¡Os la impongo como un deber de conciencia! ¡Guerra sin cuartel! ¡Guerra hasta el exterminio!

Y no dijo más el santo apóstol; pero con un ademán muy expresivo, dejó limpia de gente la sala, como si la hubiera barrido con una escoba.

No por la gravedad que a sus ojos revestía este incidente, olvidó el que tanto le preocupaba cuando llegó el ama del cura; antes le prestó mayor atención todavía que al principio, porque, en su concepto, se enlazaban en gran manera los dos. Así es que llamó a Bastián a la sala, y con parecido preámbulo al que conocemos, le dio el recado que entonces no pudo darle.

Salió Bastián a la carrera; y don Sotero se encerró en su alcoba, con el gorro sobre el cogote, crispados sus pocos pelos descubiertos, reluciente el cuero bruñido de su faz, y saltándosele de las órbitas los ojos sanguinolentos.

Dos horas después, la biografía del pobre Fernando, hecha sobre los apuntes que conocemos, andaba de boca en boca, corría todas las del lugar y, a medida que se propagaba, iba adquiriendo nuevos y más peregrinos rasgos.

Cuando el runrún llegó a la botica y cayó sobre él la bocaza del maestro, el hijo del doctor Peñarrubia era ya un indultado de presidio, en el cual estuvo nueve meses por robo y envenenamiento.

Aquella noche no hubo palos allí, porque el pedagogo era un cobardón, y a don Lesmes le agarró el bastón el boticario, saltando sobre la mesa cuando el cirujano le enarbolaba para cascar las liendres al deslenguado.




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- XX -

Lobo y cordero


Llegó la víspera de San Juan, y con aquel día eran ya tres los pasados sin que don Sotero pusiera los pies en casa de los Rubárcenas. Águeda le suponía entretenido en la tarea a la cual dio el celoso administrador tanta importancia en la entrevista que el lector recordará. Un día más transcurrido así, y la atribulada joven se vería libre para siempre de la odiada presión que sobre ella ejercía aquel antipático personaje. Porque don Plácido no podía tardar más que ese tiempo en llegar a Valdecines, si vivía, y tenía que vivir, porque le parecía imposible que hasta de ese amparo la privara su desdicha.

De esta suerte discurría Águeda cuando, por breves instantes, lograba apartar su pensamiento de las hondas y enconadas heridas de su corazón. Éstas eran su perenne martirio, su cruz, su agonía sin el consuelo de la muerte. ¿Qué habría sido de Fernando después de su última y desgraciada tentativa de reconciliación?... Y ¡qué sería de ella, obligada, por una burla cruel de la desgracia, a ser, en tan bárbaro suplicio, víctima, juez y verdugo a un mismo tiempo!

Entretanto, los vecinos de la corralada de don Sotero, andaban asombrados al saber que éste había comprado medio celemín de cal viva en la tejera, y hasta cerca de tres cuarterones de clavos trabaderos en la fragua. Además, se habían oído en la casa fuertes martillazos y como ruido de muebles que se arrastran; era notorio que Celsa hizo, en una sola mañana, más de tres viajes a la fuente, con escala y botijo; y, por último, se había visto a Bastián asomado un instante a la ventana, con una escoba amarrada a la punta de un palo, y el palo, la escoba y Bastián, revocados de blanco como si él y el palo y la escoba se hubieran zambullido en el tinajón de la harina. ¿Qué ocurría en aquella casa de ordinario tan sucia, desmantelada y silenciosa? Para ponemos en camino de averiguarlo, volvamos a la de Águeda.

Cabalmente se hallaba ésta en un momento de reposo y de relativo bienestar, cuando se oyeron a la puerta del gabinete en que hacía labor, aquellos golpecitos acompasados y aquella voz melosa, que ya en otra ocasión oímos, preguntando:

-¿Se puede pasar?

El efecto que esta voz y aquellos golpes causaron en la joven, puede calcularse sabiendo que en aquel mismo instante volvía a contar hasta las horas que podría tardar en aparecer el tan esperado don Plácido a la puerta de su casa.

No respondió una palabra; pero don Sotero, fingiendo haber oído que se le mandaba entrar, entró.

Si Águeda se hubiera atrevido en aquel instante a mirarle con un poco de atención, podría haber observado en él grandes señales de inseguridad y hasta de zozobra. El resobeo de sus manos era muy nervioso, y sin el ritmo dulcísimo que le era peculiar; temblábale la barbilla algunas veces; su mirada, sin dejar de ser punzante, carecía de firmeza, y en el verde sucio de su tez predominaba el ocre con veladuras de cardenillo; señales todas de que la bilis y los nervios traían al hombre, a la sazón, a mal traer.

Después de los saludos y reverencias de costumbre, dijo así con voz enronquecida e insegura:

-¿Será permisión de Dios, señorita, que siempre que me acerque a usted, de algún tiempo acá, haya de ser para ocasionarla un disgusto, no obstante la rectitud y desinterés de la intención que me guía?

La joven, disimulando la tortura en que se hallaba, permaneció en silencio y atenta sólo a su labor. Don Sotero prosiguió así:

-En su día tuve la honra en poner en conocimiento de usted dos de las cláusulas más importantes del testamento de su señora madre (que en santa gloria sea).

El mismo silencio por respuesta. El hombre negro añadió:

-Por la primera de ellas, nombráseme tutor y curador de la niña Pilar...

Aquí alzó Águeda los ojos, y los fijó en lo que se veía de los de don Sotero, que continuó de este modo:

-Por la segunda cláusula se ordena que cuide, vigile y hasta enderece a buen fin, si se torcieren, las inclinaciones, vamos al decir, de ustedes, en un caso que no hay para qué mencionar en este instante.

Águeda sintió al oír estas palabras una impresión indefinible, pero insoportable: el secreto de su corazón, santificado por el martirio, iba a ser profanado por aquella lengua repugnante.

-Siga usted -dijo con heroica decisión, tras un instante de silencio.

Y siguió de esta suerte don Sotero:

-En vida de la santa mujer, a quien todos lloramos, se arrojó de esta casa a un hombre cuyas miras en ella eran tan notorias como su escandalosa rebeldía a la ley de Dios.

-¡Adelante!

-En el supuesto de que usted me ha comprendido, no me detengo a decir qué clase de miras eran aquéllas, ni a ponderar, como debiera, lo atinado y cuerdo, previsor y cristiano de la medida tomada con el precitado sujeto... cerrándole estas puertas.

-¡Acabe usted pronto! -dijo Águeda con imperioso ademán.

-Siendo atinada, cuerda, previsora y cristiana la medida -prosiguió don Sotero fortaleciéndose y serenándose a medida que la joven se exaltaba-, claro y evidente es que el rebelarse contra ella, ni es cristiano, ni previsor, ni cuerdo, ni atinado.

Esta brutal indirecta produjo en el alma tierna y pudorosa de la joven un verdadero estrago. Corriéronle lágrimas por las mejillas, y sólo el impulso de la indignación que sentía le dio fuerzas para responder:

-Ni con los títulos a que se ampara, adquiridos en mal hora, y sabe Dios cómo, reconozco en usted derecho alguno para faltar al respeto que me debe. Sin nuevos rodeos, y sin olvidar la distancia que nos separa, diga usted qué pretende de mí y adónde se encaminan esas atrevidas observaciones.

-Pues sin rodeos, señorita -replicó don Sotero, gozándose de tener tan a la mano la ocasión de vengarse de la altivez con que la joven le había tratado-, necesito decir a usted que he visto tres veces, en muy pocos días, salir de esta honrada casa al hombre a quien arrojó de ella su difunta madre de usted; que conozco los propósitos que aquí le traen, y que, cumpliendo con el sacratísimo deber que se me ha impuesto, vengo hoy a tomar la única medida que está a mis alcances para dejar a salvo la responsabilidad de mi cristina conciencia.

-¿Y qué medida es la que piensa usted tomar en mi casa? -le preguntó Águeda, acentuando mucho las última palabras?

-Con respecto a usted -dijo el hombre, volviendo a dulcificar su voz y sus restregones de manos-, aconsejarla...

-¡Aconsejarme a mí!..., ¡un hombre como usted!

-Cuando menos, recordarla el deber en que me hallo de hacerlo así.

-No hay tal deber, mientras usted no sea capaz de cumplir con él..., aun cuando existieran los motivos con que usted disculpa su inaudito atrevimiento.

-Siento tener que repetir, señorita, que los motivos existen..., son algo más que usted misma ignora y no alcanzó a prever su sabia madre, pero que yo evidenciaré con pruebas irrecusables, si las circunstancias lo exigieren. En cuanto a mi suficiencia para cumplir ese encargo de una santa moribunda, paréceme que la delicadeza del encargo mismo, la alta procedencia que trae, la honradez de mi intención, el desinterés de mi cariño y el santo temor de Dios en que me inspiro, prendas son que la abonan y enaltecen... Y en todo caso, lo escrito, escrito está. Cuanto usted me diga en son de protesta, entiéndese que contra ello va, no contra mí, porque mandado soy, por mal de mis pecados, por aquella a quien usted debe respeto y admiración.

Lo más triste para Águeda en tan bochornoso trance, era que no sabía qué responder a las últimas razones de don Sotero. Aquel hombre sería un pícaro y un atrevido; pero en honor de la verdad, el testamento de su madre y su aparente delincuencia, le autorizaban, en rigor de justicia, para hacer lo que estaba haciendo. Resistirse a sus advertencias equivalía a desconocer la autoridad y el mandato de su madre. ¿Podría inventar, el mismo Lucifer conflictos más insuperables que los que perseguían a la desdichada?

Con el rabillo del ojo leía don Sotero estas y otras reflexiones que Águeda se hacía; y como al propio tiempo observase que sollozaba, conmovíase también él y aun se limpiaba los ojos con el inseparable pañuelo de yerbas. Duró la escena poco tiempo; hasta que el sensible varón lanzó un suspiro muy recio y se guardó el moquero en el bolsillo de su anguarina. Después dijo así, con una dulzura de voz que cautivaba:

-A salvo ya de toda responsabilidad mi conciencia, por lo que a usted respecta, después de prevenirla que estoy al tanto de su, vamos al decir, olvido o desconocimiento de las sabias advertencias de su señora madre (que eterna bienaventuranza goce por los siglos de los siglos), lo cual es tanto como quitar al pecado la disculpa de la ignorancia, paso, señorita, a la segunda y más dolorosa, pero necesaria parte de mi comisión de hoy, la cual se relaciona con su señora hermana de usted, la niña Pilar.

-¿También hay algo para esa inocente?

-Recuerde usted que de esa huérfana soy tutor y curador; y claro es que la responsabilidad que me alcanza en lo referente a su educación, es muy estrecha.

-¿Y qué es lo que usted pretende de ese ángel de Dios?

-Alejarla de todo riesgo de que en su inocente imaginación caigan ciertas semillas, que más tarde habrían de fructificar para perdición de su alma.

-Pero... ¿cómo piensa usted lograrlo?

-Poniendo a la niña en lugar seguro.

-¿En dónde? -preguntó Águeda sin aliento ya.

-En mi casa -respondió con descarada firmeza don Sotero.

-¡En su casa de usted!... Pero ¿por qué, Dios mío? ¿No es mi hermana? ¿No he quedado yo a su cuidado? ¿No es esta la casa de mis padres?... Y usted ¿quién es para atreverse a tanto?

-¿A qué repetirlo otra vez, señorita? -dijo don Sotero con una mansedumbre y una compunción edificantes-. Ya he tenido el honor de decir a usted varias veces que, para expiación de mis pecados, tocóme ser por ahora, al lado de ustedes, el representante de aquella santa mujer, tan celosa del bien de las almas de sus hijas. Con la autoridad que me da este cargo, tan lleno de espinas y sinsabores y, sobre todo, con la ayuda de Dios, pienso llevar a buen término esta determinación, concebida y meditada con todo el reposo que la gravedad del trance requiere, aunque al hacerlo lastime ciertos sentimientos...

-Pero ¿dónde está ese riesgo para mi hermana? -interrumpió Águeda, creyendo perder el juicio en aquel trance, jamás imaginado por ninguna mujer honrada-. ¿Quién puede quererla más que yo? ¿Dónde más segura ha de hallarse que en la casa de su madre?

-En la casa de su madre, señorita -repuso el pío varón-, y al lado de su hermana, está expuesta al mal ejemplo que no verá en la mía. Contra quien da ese ejemplo nada puedo yo, porque está, por su edad, fuera de la jurisdicción de mi cargo, pero debo, en conciencia, evitar el contagio de esa peste, y eso voy a hacer, sin pérdida de un solo momento, recogiendo a la niña hasta la venida de su señor tío, a quien debo entregársela tal como a mí me la entregó su señora madre moribunda. Después, él hará lo que juzgue más acertado, en su doble carácter de pariente y tutor.

El sentido que envolvían estas palabras era un afrentoso ultraje para la desvalida doncella. Encendiósele el pálido rostro de vergüenza, y en medio de su angustia sin ejemplo, lejos de pensar en justificarse ante aquel indigno acusador, respondióle al punto, movida sólo del interés de su inocente hermana:

-¿Y cómo ha podido usted imaginarse que basta concebir una indignidad para verla puesta en obra sin tropiezo? ¿Así se atropella y se escarnece a una familia honrada? ¿No hay justicia en la Tierra que ampare a los débiles contra los inicuos?

-¡Líbreme Dios, señorita -respondió don Sotero humildísimamente-, de negar a usted el derecho de acudir a ese recurso humano! A su alcance se halla a todas horas... Pero el paso tiene sus riesgos graves. La Justicia que la oiga a usted, tendrá que oírme a mi también; por duro y amargo que me parezca, expondré las razones en que me fundo para pretender lo que pretendo; y como el fallo, al cabo y al fin, ha de serme favorable, sólo habrá conseguido usted, con su recurso, dar al diablo que reír y no poco que murmurar a las gentes. He aquí por qué he preferido dar este paso con la mayor reserva, guiado siempre, señorita, aunque usted no me lo agradezca, del entrañable y desinteresado amor que me inspira cuanto se relaciona con el bien y el honor de esta ilustre casa.

-¡Lástima -replicó Águeda- que no pueda yo recompensar ahora mismo, en todo lo que valen, ese celo y ese amor que le merecemos a usted las hijas de la santa mujer a quien tan a menudo recuerda! Pero es muy extraño -prosiguió con la misma amarga ironía- que usted, con esa previsión que tanto encarece, en lugar de hacer lo que pretende, no haya preferido venir a vigilarnos a mi misma casa, estableciéndose en ella con tan piadoso fin.

A lo que respondió don Sotero, rasgando la boca un palmo más por cada lado, y haciendo una reverente cortesía:

-No me gusta ser molesto, señorita; y estableciéndome aquí lo sería para ustedes, amén de carecer de la libertad y de los derechos que tengo en mi propio hogar.

Águeda no escuchaba ya al hombre negro. Aun sin la fe de la virtuosa joven, cuando a los males suceden los males, y a los dolores los dolores, y por todas partes y en todas las ocasiones las contrariedades cierran la salida a todos los caminos emprendidos, el espíritu desfallece y se acobarda, y hasta el intento de la propia defensa parece una insensatez. Águeda recorrió en un solo instante la larga lista de sus pesadumbres sin humano remedio, y se persuadió de que aquel hombre que tenía delante no era otra cosa que un instrumento más de que se valía la Providencia para probar el temple de su fe. Aceptóle como tal, y ya no pensó en rebelarse, ni siquiera en defenderse. Mas no por eso abandonó a su hermana en tan apurado trance.

-Supongo -dijo, cuando se halló fuerte y resignada en su misma abnegación- que no entrará en los cálculos de usted el que sus propósitos se cumplan con riesgo de la vida de mi inocente hermana.

-¡Señorita! -exclamó don Sotero en el más santo y pío de los asombros-. ¿Cómo pudo usted imaginarse que en mis creencias religiosas cupiese tamaña inhumanidad?

-Entonces -dijo Águeda, con la voz debilitada por sus terribles luchas interiores-, es indispensable que yo la acompañe... De este modo -añadió con amarga sonrisa, podrá usted vigilarnos a las dos a un mismo tiempo, y tener más en reposo la conciencia.

-Nada habrá, señorita -repuso don Sotero, frotándose mucho las manos-, a que yo me oponga, dentro de lo lícito y de lo justo, en los benéficos propósitos que me guían. Acompañe usted en buena hora a su hermana, que ambas caben dentro de la honrada pobreza de mi casa. Y si he de decir toda la verdad, me alegro en gran manera de que tome usted esa resolución, porque con ella tiene el hecho mejor disculpa a los ojos de los murmuradores. Esta noche es la verbena de San Juan; noche de ruido y de algazara. ¿Hay cosa más natural que ustedes, por lo doloroso y reciente del luto que llevan en el alma, deseen trocar esta vivienda, tan cercana al lugar de la fiesta, por la mía, tan apartada y silenciosa? Que no llega mañana en todo el día el señor don Plácido: pues lo que digo de la velada, digo de la fiesta subsiguiente.

-¡Es asombroso -exclamó Águeda, mirando a don Sotero con sus ojos tristes y penetrantes- hasta qué extremo de previsión le conduce a usted el amor que nos tiene!

Después se acercó a la puerta y llamó a Pilar. Mientras ésta llegaba, se volvió al hombre negro y le preguntó:

-¿Cuándo va a tener lugar nuestra marcha?

A lo que respondió el preguntado:

-Si he de cumplir dignamente con los delicados deberes de mi cargo, no puedo salir hoy de esta casa sin que ustedes me acompañen a la mía.

Águeda no replicó una palabra; pero elevó al cielo su hermosa mirada llena de dolorosa resignación.

Entró Pilar, y tan pronto como se fijó en don Sotero, se escondió detrás de su hermana. Ésta le miró entonces como si quisiera argüirle con el miedo de la niña; pero el santo varón no alzaba los ojos del suelo, ni daba muestras de fijarse en lo que le rodeaba. Luego dijo así a su hermanita:

-Hija mía, si nuestra buena madre volviera al mundo y te impusiera un deber, ¿dejarías de cumplirle por penoso que fuera?

-¡Ay, no! -repuso al punto la niña, mirando de reojo a don Sotero y arrimándose mucho a su hermana.

-Pues cuando nuestra madre iba a morir -prosiguió Águeda-, escribió en un papel muchos consejos y mandatos para nosotras. Entre estos mandatos hay uno que debemos cumplir tú y yo ahora mismo; porque, por estar en aquel papel, que se llama testamento, es como si nuestra madre hubiera vuelto al mundo para dictárnoslo de palabra.

-¿Y qué nos manda hacer? -preguntó la inocente, sin apartar sus ojos azorados del temeroso personaje.

-Que obedezcamos a nuestro tío don Plácido, que es el encargado de cuidar de nosotras; y, por lo visto, que vayamos tú y yo a esperar su llegada al pueblo a casa de don Sotero, que también quedó encargado de atendernos y vigilarnos.

-Pero, ¿por qué mandó eso nuestra madre? -dijo la niña en un impetuoso arranque, más hijo del miedo que de la resolución.

-Porque así nos convendrá -respondió Águeda besándola-. Ya sabes que los mandatos de las madres, como de Dios, han de ser obedecidos sin replicar.

-¡Es que yo tengo mucho miedo, Águeda!... ¡Y estaba tan bien aquí contigo...! ¿Y si tío Plácido tarda mucho?

-No puede tardar ya... Tal vez volvamos hoy mismo a casa.

-¿Y si no volvemos?...

-Si no volvemos, hija mía, Dios, que conoce el fondo de los corazones y ve tu obediencia, cuidará de nosotras y nos pondrá en lugar seguro, aunque se conjuren en daño nuestro todas las iras de Satanás.

Lloraba Pilar, y como a Águeda le faltaba muy poco para hacer lo mismo:

-Ea -dijo a la niña, animándola y besándola otra vez-, vamos a prepararnos y a dar las órdenes necesarias hasta que volvamos.

Y la llevó consigo, quedando solo en escena don Sotero, que no había desplegado los labios ni movido un músculo de su cuerpo durante el diálogo de las dos hermanas.

Cuando el piadoso varón se halló sin testigos, levantó poco a poco la cabeza, guiñó los ojuelos de tigre, se resobó las manos haciendo chasquear los dedos, y hasta sospecho que anduvo en conatos de pirueta.

Poco tiempo después aparecieron las dos huérfanas, cubiertas de pies a cabeza con negros crespones. La palidez marmórea de Águeda entre las ondas relucientes de sus rubios cabellos, se transparentaba en los profundos pliegues de su manto, y la luz de sus ojos incomparables brillaba allí como el fulgor purísimo de las constelaciones en el negro fondo de los abismos siderales. La niña apenas ocultaba una parte de sus madejas de rizos bajo las mallas tenues de una toca graciosamente recogida sobre los hombros. Daba la mano a su hermana, y ambas manos parecían un solo pedazo de nieve.

-Estamos prontas -dijo Águeda a don Sotero, con voz firme y clara; pero acercándose más a él, añadió, de modo que no lo entendiera su hermana: -En manos de Dios que conoce y juzga las intenciones, pongo la causa de esta inocente, y también la mía. ¡A ese Juez habrá de dar cuenta esa conciencia que tan a menudo usted invoca de este inicuo atropello de nuestro desamparo!

Hizo don Sotero una profundísima reverencia y, sin responder una sola palabra, se puso en seguimiento de las huérfanas.




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- XXI -

Un caso de moral


En la alcoba en que vimos encerrarse a Bastián cuando su tío le despidió de la suya de muy mala manera, conversaban los mismos dos personajes, cosa de una hora después de lo referido en el capítulo anterior. Y digo que conversaban, porque don Sotero, contra su costumbre, no maltrataba a Bastián con apóstrofes y dicterios; antes le agasajaba con tal cual sonrisilla placentera, y le buscaba con mimos los pocos registros sonoros que cabían en aquella inteligencia rudimentaria y agreste. Conversaban, repito, muy por lo bajo, con la puerta cerrada, sentado el tío en la única silla que había en el cuarto, y el sobrino al borde de la fementida cama, que le llenaba casi todo.

-No me negarás -decía don Sotero- que Águeda es una perla de hermosura. ¡Qué cuerpo! Oro entre algodones... ¡Qué ojos! Estrella de enero... ¡Qué talle!... ¿Tú has visto bien aquel talle, Bastián?

Bastián oía, se rascaba la cabeza y enseñaba los dientes.

-Nada digamos -prosiguió don Sotero- del timbre de su voz... ¡Aquello es un salterio de perlas y corales; que no otra cosa parece su boca chiquirritina! ¡Qué decirte de su clarísimo entendimiento, de su mucho saber, de aquel fuego con que se purifica su corazón y se engrandece toda pasión que en él arraiga!... ¡Qué modo de sentir! ¡Qué modo de querer!... Pues, ¿y su caudal? ¡Válgame Dios! ¡Qué limpio y qué saneado! Se da el golpe, y brotan las onzas acuñadas, y los vestidos hechos, y la mesa puesta y cubierta de manjares.

Bastián continuaba relamiéndose, con las ponderaciones de su tío, que a la vez le llenaba de asombro con tan desacostumbrada afabilidad.

-Pues has de saber -añadió don Sotero inclinándose mucho hacia Bastián- que esa mina de oro y esa gloria de hermosura las tenía yo destinadas... para ti.

-¡Dios!... ¿Para mí? -exclamó Bastián, sacudiendo la modorra que le arrullaba los sentidos.

-¡Para ti, Bastián, para ti!

-¿Y qué habría de hacer yo con esa jalea tan tiernezuca? ¡Si con echarla la zarpa se me quedaba entre los dedos! ¡Dios!

-¿Qué habías de hacer?... Ser la primera persona de estos contornos y no tener quien te tosiera en toda la provincia. Con ese caudal y ese entronque, y un consejero como el que tú tendrías... ¡ni el rey que se te pusiera delante!

-Y ¿por qué no son ya mías tantas gangas, señor tío muy amado?

-Porque Dios no quiso concederte ni siquiera una cualidad de las que son necesarias para merecerlas. No tienes corte de persona decente, ni pizca de entendimiento, ni con la educación he logrado darte la menor apariencia de lo uno ni de lo otro.

-¿Y ahora que cae usted en la cuenta de que no tengo dientes, es cuando se acuerda de ponerme el pienso delante del hocico?

-Calla, tonto, que nunca es tarde para mejorar la hacienda. Mientras la fruta está en el árbol, no hay que perder la esperanza de alcanzarla... Por de pronto, evitar que otro se la coma. Después, se aguza el ingenio; y, por último... hasta se salta la pared.

-No entiendo, tío muy amado, qué quiere usted decirme con esas cortesías.

-Ni yo te las digo con la esperanza de que me entiendas. Dígolas por decir algo... ¡Pues no faltaba más sino que fueras a tomarlas por donde las tomaría cualquier mozo de entendimiento!...

-¡Otra te pego!... ¡Dios!... Pues si usted no habla conmigo ni para que yo le entienda, ¿qué hacemos aquí?

-Pasar el rato, Bastián; nada más que pasar el rato como dos parientes cercanos que se estiman mucho... Lo que quiero que entiendas es esto que voy a decirte ahora. Esa joven, tan hermosa y tan rica, que pudo haber sido tu mujer, y que aún pudiera serlo si las circunstancias nos ayudaran un poco, está depositada por mí en esta casa: para librarla de la seducción con que la persigue aquel pájaro de cuya conversión nos hablaba el ama del cura.

-¡Ah, vaáaamos!... Ya caigo ¡Dios! -exclamó Bastián, en un estampido de su voz, revolcándose al mismo tiempo en la cama.

-¡Calla, bárbaro! -dijo su tío tapándole la boca-; ¿no reparas que pueden oírte?

-Verdá es -asintió Bastián, volviendo a su postura anterior.

-Pues como te decía -prosiguió don Sotero-, hallándose esa joven en mi casa, está como en lugar sagrado, por lo que hace a su limpio honor...

-Pues por donde yo la toque no ha de podrirse -dijo Bastián con gesto desdeñoso-. ¡Apuradamente no doy dos alfileres por esas pinturucas de sobrecama!

-¡Como que no sé yo hacia qué verde se te van los ojazos ahora! -replicó don Sotero con tremebundo retintín-. ¿Será bestia el hombre a quien se le pone mirra de Oriente en raso de la India junto a la nariz, y pide bodrio trasnochado en trapo de fregar? ¡Guárdate, Bastián, de volver, ni con la memoria, a ese mal paso! ¡Mira que puede haber más palos todavía!

-Pero, ¿quién va, ni quién viene, ni quién anda en malos pasos? ¡Dios! -replicó Bastián, rascándose, por el recuerdo, las ronchas de sus costillas.

-Digo -continuó don Sotero, después de mirar a su sobrino con gesto feroz- que como Águeda tiene tantos atractivos, bien pudiera asaltarte a ti cualquier mal pensamiento...

-¡Dios!... ¡Pues es poco respetosa la dama, para que yo me atreviera!...

-Hombre, ¡qué demonio!... La juventud, en ocasiones, atropella por todo; y como esos arrechuchos vienen cuando menos se los espera, nadie puede decir «de este agua no beberé».

-Verdá es eso.

-Y bien pudiera darse aquí ese caso...

-¡Después de tanto encargarme usté el respeto, y la... ¡Dios!

-Efectivamente, parecería un poco extraño el atentado... Pero esto no quiere decir que yo desconozca el influjo de las circunstancias y de la flaca condición de la humana naturaleza, ni que deje de tomar ambas cosas en disculpa de ciertos actos que, a su primer aspecto, parecen indisculpables...; ¿te enteras tú, Bastián?

-Sospecho que sí.

-¡Hay tanto de eso entre la corrupción del mundo!... ¡Ya se ve!, el demonio no duerme; y como se complace en la perdición de las almas, ¡las asedia y las persigue, en ocasiones, de un modo!... ¡Sabe disponer las cosas con tal habilidad!...

-¡Le digo a usté que eso mete miedo, tío muy amado!... Y hasta creo yo que si siempre se tomara en cuenta, no se darían tanto palos como se dan, a veces sin qué ni para qué, ¡Dios!

-A veces se dan esos palos a que aludes, Bastián, porque para los motivos de ellos no alcanzan las disculpas a que yo me refiero. No es lo mismo salir a buscar la tentación, que verse asaltado de ella... Y he de ponerte un ejemplo a este propósito, para que aprendas a distinguir de colores, y al propio tiempo te penetres mejor del punto de moral de que íbamos hablando. Ya hemos convenido en que Águeda, y a la vista está, como mujer, es un primor de belleza. Águeda se ha metido por las puertas de tu casa, y ocupa el dormitorio en que tantas veces has penetrado tú, aun a las altas horas de la noche, hallándome yo en él. El contraste no puede ser más sobresaliente. De esta escultura a aquella escultura... ¿eh?... ¡Me parece que hay alguna diferencia!...

-Ya, ya, ¡Dios! -respondió Bastián, rascándose la cabeza.

-Pues bien -prosiguió don Sotero con la más candorosa sencillez-. Añade a estas consideraciones que debes hacerte, porque eres hombre y en lo más lozano de la vida, la circunstancia tentadora de que sabes, porque yo te lo he dicho, que esa joven tan hermosa que está en tu misma casa pudo haber sido tu mujer, y que aún pudiera llegar a serlo... ¿Quién desconoce los estragos que causan los pensamientos de este linaje metidos de sopetón en una mollera joven? Pues figúrate que, con ellos en la tuya, te vas esta noche a la hoguera... Nada más puesto en razón, ¡y seguramente que no me opondré yo a ello! Vas a la hoguera, y haces allí lo que es muy natural que haga un mozo de tu edad: florear a esta muchacha, bailar con la otra...

-¡Dios!..., ¡y cómo lo borda usté, hombre! -dijo aquí Bastián, resobándose las manos y dando zancadas al aire.

-¿No ves, tonto -respondió don Sotero con ruborosa humildad-, que también yo, por mal de mis pecados, he sido joven? Pues digo que hallándote de ese modo en la verbena, das en cavilar que ninguna de las muchachas que ves a tu alrededor vale para descalzar el lindo pie de la que está a la sazón casi en tu misma alcoba...

-¡Dios, qué hombre! -exclamó aquí el muchachazo, dándose dos revolcones sobre la cama.

Observóle su tío con diestra y sagaz mirada, y continuó de esta suerte:

-Cavilando así, asáltante como tentaciones de volverte a casa, sabiendo, como sabes, que Celsa anda en la verbena solazándose un rato, por orden mía, y que tu pobre tío se halla en la iglesia pidiendo a Dios por los que le ofenden con sus liviandades y descomposturas. Pero es el caso que la joven Águeda te infunde mucho respeto, porque tú eres muy cobardón para esa clase de empresas; y entonces se te ocurre beber unos traguillos más de lo blanco. Ya te animaste, pero no lo suficiente; vuelves al baile, y brinco va, brinco viene, el vinillo fermenta, confórtate su calor amoroso... y te crees más valiente que Roldán. Emprendes la marcha resuelto a todo, y en el camino te asalta otra vez la cobardía. Como ésta no es tan fuerte como de ordinario, comienzas a considerar que si desaprovechas aquella ocasión, no volverás a verte en otra, porque don Plácido... ¿Te he dicho yo que don Plácido debe llegar mañana a Valdecines?

-Nada me ha dicho usté de eso, tío muy amado -respondió Bastián, no gozoso, sino fascinado ya con el relato de don Sotero.

Y prosiguió éste:

-¡Pues créete que siento haberte hecho saber ahora tan ociosamente que espero a ese señor de un momento a otro!... Pero en fin, ya lo dije; y contando con que no abusarás de la noticia, continúo exponiéndote el susodicho ejemplo de moral práctica. Con la consideración de que si desaprovechas la noche no vuelves a verte en ocasión de lograr lo que deseas, emprendes de nuevo la marcha, y llegas a tu casa. El silencio y la soledad que tú habías supuesto. El corazón te late, las sienes te zumban, los ojos te fingen todo cuanto el demonio quiere que veas y palpes; las piernas vacilan un instante; pero la fiebre te alienta, y subes con mucho cuidado, sin hacer ruido. Abres la puerta de la alcoba, que casualmente no tiene llave desde ayer... Ella duerme. No la ves; pero la sientes; y lo que no ves, lo imaginas...

-¡Dios! -gritó en esto Bastián, echando llamas por los ojos-. ¡Le digo a usté que lo estoy viendo! Pero... ¿y la chiquilla?

-A la chiquilla... se la echa de allí... o se la encierra en esta alcoba... o no se hace caso de ella. ¡Ay! ¡El vértigo de la carne pecadora no sufre obstáculos!

-¿Y si la otra despierta? ¡Vaya si despertará! ¡Vaya si alborotará!... ¡Dios!

-¡He ahí, Bastián, una de las gravísimas consecuencias de un atentado semejante! Gritaría, sí... y muy recio, y se echaría de la cama abajo, y se asomaría a la ventana y llamaría a los vecinos, y tal vez éstos acudieran en su auxilio en una estrecha alcoba, a las altas horas de la noche...

-¡Qué vergüenza! ¡Dios! -exclamó Bastián, sacudiéndose todo.

-¡Para ella, la desdichada! -añadió su tío en tono plañidero y compasivo-. ¡Para ella, que desde aquel momento ponía su honor en quiebra entre la gente murmuradora! ¿Quién, en la duda, la tomaría ya por esposa, Bastián? ¿Quién, si no tú, y por mucha aversión que la causaras, podría remendar aquella carcomida buena fama? ¡Y gracias si a tal remedio se avenía..., que lo dudo!... Conque mira, Bastián, si el asunto vale bien la pena de que te le puntualice y exponga, como acabo de hacerlo, ¡mira si preveo y me pongo en todos los casos, y te marco bien a las claras el camino de tus deberes y conveniencias!

-¡Vaya si caza usté largo! ¡Dios! -dijo Bastián, tan admirado de la sagacidad de su tío como de sus propias dudas acerca de la moral del ejemplo-. Pero un punto se le ha olvidado a usté, que no es flojo, en lo tocante a las resultas del caso.

-¿Cuál?

-Lo que diría el señor Plácido mañana si Dios quiere.

-No se me olvidó ese punto, Bastián. Le pasé en silencio por carecer de importancia. Con ese mentecato ya me entendería yo, por mucho que gritara.

-Vaya, que es usté el mismísimo Pateta, ¡Dios!

-Desengáñate, Bastián: lo grave del suceso que te he referido como si estuviera ocurriendo, sería sólo para mi conciencia, porque fui tan temerario que puse la liebre junto al sabueso, sabiendo lo que son tentaciones del demonio. En cuanto a ti, ni siquiera puede caberte el temor de mis iras; porque, ya te lo he dicho, no me lleva la rigidez de mis cristianos sentimientos hasta el punto de confundir las maldades de los hombres con lo que es obra de los pocos años. Y con esto hemos hablado bastante por ahora, después de advertirte que, en gracia de la fiesta de esta noche y de la solemnidad del día de mañana, te levanto la reclusión en que has estado, por tu bien, durante algunos días... Conque a divertirte mucho sin ofender a nadie, ni acordarse de aquello que te valió lo que todavía te rascas en las costillas... y lo dicho, dicho.

-Así lo haré, tío muy amado -exclamó Bastián, poniéndose de un brinco en el suelo-, ¡y así le quisiera a usté siempre, tan campechano y parcialote!

-Así me tendrás, si con tu conducta te haces digno de ello... ¡Ah!... Se me olvidaba -añadió el afectuoso tío, llevando la diestra mano al bolsillo del chaleco-: toma unos cuartos por lo que pueda ocurrirte.

Y aunque no llegaron a dos reales, Bastián los recibió como una lotería. ¡Tan poco acostumbrado estaba a las larguezas de su tío!

Recomendóle éste el silencio y la prudencia en casa y salió de puntillas de la alcoba, advirtiendo a su sobrino que hiciera otro tanto.

-¡El demonio me lleve! -pensó Bastián delante de la otra alcoba, cuya cerrada puerta taladraba con ojos preñados de torpezas- si a mí me había pasado por la cabeza cosa semejante, hasta que este hombre me la metió entre los sesos! ¡Y vaya si es manejable y hacedera! ¡Pues dígote que, si a mano viene, allá veremos!... ¡Dios!

Y en dos zancadas atravesó la sala, y en pocas más llegó al portal; y como ya hacía rato que se estaban oyendo las campanas de la iglesia y algunos estallidos de cohetes, en cuanto se vio al aire libre comenzó a relinchar y a dar corcovos, como potro cerril que columbra el verde de la rozagante pradera.




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- XXII -

La hoguera de San Juan


Cuando entraban las dos hermanas en el portal de don Sotero, ya corrida media tarde, llegaba a la brañuca de la iglesia el primer carro cargado de rozo destinado a la hoguera de aquella noche. Media hora después llegó otro más, y tumbó su talumba sobre la del anterior, ya tendida en el suelo. Entonces subió el campanero a la espadaña, y apenas se oyó en el pueblo su primer repique, lanzó al espacio el mayordomo del santo hasta media docena de cohetes de las ocho o diez cabales que había adquirido para quemarlas en honor del glorioso patrono, entre el día de la fiesta y sus preludios solemnes; a cuyos seis estampidos (y ya se deja ver con este dato que los cohetes no eran de los mejores) el maestro dio por terminada la escuela en aquel día y puso en libertad a los muchachos. Corrieron los más talludos al campanario, y los rapazuelos a contemplar el rozo amontonado, y a tirar después de esta mata y de la otra, creyéndose muy felices con mostrárselas a sus camaradas del campanario, entre brincos y algazara, pero haciéndoseles siglos las horas que faltaban hasta que les fuera lícito prenderlas fuego, juntamente con todas las del montón, que se alzaba en la brañuca, prometiendo a los mirones, para aquella noche, una luz tan clara como la del mismo sol, y más chasquidos y chisporroteos que una función de pólvora mojada.

Silbaban como cien huracanes los chicos del campanario, sin cesar un punto de tocar las campanas, cuyos badajos había dejado a su disposición, y de muy buena gana, el campanero, y en los aires estallaba todavía algún cohete que otro; en los cuales ruidos provocadores la gente de la mies se sintió picada de la impaciencia; dio en la gracia de cortar con la azada tantos maíces como resallaba; convínose por unanimidad en que el estropicio consistía en el aquel de la fiesta, que aceleraba la mano; acordóse por los viejos dar suelta libre a los jóvenes, que ya no habían de hacer cosa con traza; y ahí tienen ustedes a las mozas tornando al pueblo, con las azadas al hombro, echando por parejas, cuando no por grupos de más de cinco, a gañote desplegado, los más alegres y regocijados cantares que habían resonado en el valle en todo el año. Seguíanlas los mozos en idéntico orden de formación; y apenas acababan ellas, con un suspiro, el dejo interminable del cantar, allí estaban ellos con una balada, lenta y dormilona, que prometía no tener fin. Pero le tenía, más tarde o más temprano; y vuelta a cantar ellas, y vuelta ellos a replicar. Y así en todas las mieses, por los cuatro costados de Valdecines; de modo que la poca gente útil que había en el pueblo se echó, también cantando, a la calle; y cátate convertida la comarca en una pajarera, motivo por el cual los viejos que se habían quedado resallando, juzgando de mal ver seguir en la tarea, también la suspendieron por aquel día, volviéndose al lugar, si no cantando, oyendo embelesados los cantares y recordando con gozo los ya remotos años en que ellos, con igual motivo, hacían dos cuartos de lo propio.

Entre tanto, el mayordomo había colocado las doradas andas, que estaban sobre un confesonario cubiertas con una desechada capa pluvial, en una mesa a la derecha del presbiterio, y bajaba luego la imagen del santo de su nicho del altar mayor, y la acomodaba sobre la peana de las andas, y la limpiaba el polvo, y la dejaba en disposición de ser vestida al día siguiente, mucho antes de la misa mayor, con dos pañuelos, bien cumplidos, de espumilla, y adornada con un arco más alto que ella, sujeto por sus dos extremidades a la barandilla de las andas, y profusamente revestido de pañuelos, cintas, relicarios y acericos, prestados a mucha honra por los pudientes del lugar.

Ya en él recogido el vecindario, y sin cesar repicando las campanas, y oyéndose cantar por todas partes, anticipáronse las domésticas tareas más de una hora; es decir, que las gallinas tuvieron que albergarse con el sol, y se pendió el ganado y se le echó la ceba poco después, y se sacó de la lumbre la torta sin estar cocida, y las gentes cenaron, mal y de prisa, mucho antes de anochecer.

Entonces volvió a reinar en el pueblo el ordinario y tradicional silencio; pero fue la tregua de corta duración. En cuanto el sol cayó detrás de las cumbres del poniente, y fue perdiendo el cielo las tintas sonrosadas del crepúsculo, y se disipó, el empedrado celaje, seña infalible de que el Nordeste, enemigo declarado de nubes y aguaceros, había de reinar al día siguiente, y comenzaron a brillar las estrellas, un mocetón que lo entendía y se reservaba para aquella ocasión, trepó al campanario y echó un repique de maestro, con admiración y aplauso de chicos y grandes, que correspondieron a la proeza con una relinchada que aturdió a Valdecines, y salió valle afuera en alas del fresco terral, entre el eco sonoro de las campanas y el estampido de los cohetes que el mayordomo lanzó, espadaña arriba, en aquel solemne instante.

Los chicuelos y gente menuda, que rodeaban el seco montón de escajos y discurrían en torno a la sucursal de la taberna que se había establecido bajo los árboles, sobre la pértiga de un carro, tomando el ruedo y vocerío por señal de comienzo de la fiesta, prendieron una mata a prudente distancia de la pila de rozo, y sobre la mata, ardiendo y chisporroteando, cayeron otras dos; y el punto luminoso que formaron en medio de la oscuridad de la noche fue el aguijón que puso en declarada carrera a la gente moza que le vio y se dirigía hacia el lugar de la fiesta, con relativa parsimonia, por todas las callejas de la aldea.

Llenóse de figuras donosamente cómicas aquel cuadro, que parecía capricho de Teniers por lo alegre, y de Rembrandt por la luz que le alumbraba; y fue la hoguera creciendo, creciendo, saltando los muchachos sobre el centro de ella, primero, a excitación de los grandes; después, por un extremo, y luego, por ninguna parte, pues el fuego formaba ya una pirámide tan alta como las primeras ramas de los vecinos álamos. A todo esto, el mocetón del campanario no daba señales de cansarse: los relinchos no cesaban abajo; debían de pasar de tres docenas los cohetes disparados hasta entonces, y la carral de vino tinto, acostada sobre la pértiga, comenzaba a verse rondada por la sediente y animosa juventud.

Pero no era el riojano mosto, ni tampoco el campaneo, ni la incipiente hoguera, ni lo que ésta podía llegar a ser, la salsa de aquella fiesta. Lo que todos esperaban, y había de dar el tono a la velada y bríos a los menos animosos, llegó cuando el mocetón del campanario se cansó, y se hubo trancado la puerta de la iglesia, y no quedaron otros ruidos en sus inmediaciones que la algarabía incesante de los muchachos, el hablar recio y el obstinado relinchar de los talludos.

Y fue que por tres callejas de las que desembocan en la braña aparecieron las más garridas mozas y cantadoras de mayor renombre, tañendo las sonoras panderetas y echando cada tonada, de cuatro en cuatro lo menos, que levantaba en vilo a los oyentes.

Bastián, en mangas de camisa, con la chaqueta enarbolada en un palo, el sombrero tirado hacia atrás, la bocaza abierta y las babas entre los dientes, iba delante de una de estas comparsas. Cuando llegaron todas a la braña, la hoguera las saludó con tal respingo, que llegó con la ondeante cúspide de las llamas, casi casi a la altura del tejado de la iglesia. Lo que quedaba libre del campuco se llenó de gente, y aún sobró de ella para esparcirse por las contiguas arboledas.

¡Entonces se armó allí la tremenda! Cuatro cantadoras con sendas panderetas se acomodaron en otros tantos asientos que la rústica galantería de los mozos improvisó en el acto; hizo corro la muchedumbre alborozada a dos largas filas de bailadores que se formaron instantáneamente; y al compás de los sonoros y encascabelados parches, recién templados al calor de la hoguera..., ¡adiós hierba de la braña en aquel tramo, que polvo fue pronto bajo los anchos pies de los danzantes; y adiós polvo también, que en espesa nube se le vio subir más alto que las campanas, entre las chispas del rozo que no cesaba de caer, mata a mata, en el foco enorme de aquella lumbre crepitante!

Y cátate lector, que en esto comienza el traca-racatrá-trá de las tarrañuelas con que algunos mozos, diestros en manejarlas, sorprendieron a la muchedumbre, y cuyo charrasqueo repetían y multiplicaban los ecos del frontón de la iglesia y de la bóveda de los árboles de enfrente, entre el incesante sonar de los panderos y el alternado vocear de las cantadoras... ¡Y aquello fue un delirio! Delirio que acometió hasta a los viejos allí presentes, que si no salieron a bailar al corro, se zarandearon de firme en el sitio en que se hallaban, y mecieron el ya tibio pensamiento en un columpio de gratas y refrigerantes memorias.

Como estas cosas sucedían tan cerca de la hoguera como lo consentía su calor, brillaban los rostros ardorosos de las danzantes, y se podían contar las pintas, los remiendos y las pegas de las alegres sayas de las mozas, y distinguir la que llevaba medias de la que iba en pernetas o de la que estaba descalza, pues de todo había; y tanta era la luz que a la sazón derramaba la hoguera, que transformaba, ante los fascinados ojos, en transparentes jirones de verde gasa el espeso follaje de los árboles, y aun llegaba a la carral de vino con fuerza bastante para que desde la braña se conociera, con sus pelos y señales, a todos y a cada uno de los agazapados bebedores; en la pared de la iglesia se leían cuantos letreros habían escrito allí los muchachos con carbón; relucía el entonces mudo metal de las campanas, como si ardiendo estuviera también, y hasta en el cielo parecía haberse extinguido el fulgor de los astros.

Así es que pudo verse perfectamente a Bastián, que no perdía baile, que bailaba por tres en cada uno, y que en cada breve descanso se largaba muy ufano a matar el gusanillo de la sed en la precitada sucursal de la taberna. Bien pronto se puso que echaba fuego por los ojos, y público fue que Tasia le arrimó un soplamocos por yo no sé qué irreverencia cometida por el gaznápiro en una rápida mudanza. Díjose también que de alguna otra muchacha recibió aquella noche igual obsequio que de Tasia por idénticos motivos; y es dicho muy creíble, porque a media jornada del jolgorio andaba el buen sobrino de don Sotero hecho una pólvora.

Con lo indicado tiene el lector lo bastante para saber lo que pasó en la hoguera de San Juan en Valdecines, en la ocasión de que vamos hablando; y hágase cuenta de que ya sabe todo lo que pasa en las demás hogueras de la Montaña, precursoras de la fiesta del lugar, salvo la diferencia de algún detalle, que no conviene más que a las de San Juan, como estos pocos que voy a mencionar, a fuer de minucioso y puntual historiador.

Es el caso que, no bien consumió la fogata el último escajo del acopio y la gente se quedó a oscuras, comenzó el pacífico desfile de los más con rumbo a los respectivos lugares. Los menos, es decir, una pandilla de mozos casaderos, enamorados y correspondidos los unos, pretendientes a secas los otros, aspirantes a serlo los demás, después de tomar un trago en la ya extenuada carral de la arboleda, que poco después fue arrastrada de allí a su correspondiente metrópoli, corrieron a la cercana casa de uno de ellos, donde había, sobre una cama, hasta una docena de arcos revestidos de flores naturales y olorosas. Tomó cada cual el que le pertenecía, y sobró uno, que era el de Bastián; y entonces se supo que éste, empapado en vino hasta los huesos y no muy firme de pies, había marchado hacia su casa mucho antes de apagarse la hoguera.

Dejando el arco sobrante, salieron otra vez a la calle los alegres mozos y entonando perezosas baladas y poniendo, en obsequio a la moza de sus pensamientos, un arco en esta ventana, que se alcanzaba con la mano, y otro en aquel balcón a fuerza de fuerzas, y encaramándose el más ágil sobre los hombros del más fuerte, se pasaron el resto de la noche; y ya querían como asomar los barruntos del crepúsculo sobre las cimas de las montañas fronteras a Perojales, cuando se fueron a descansar, despeados y enronquecidos.

Mientras ellos se acostaban, las revoltosas muchachas, que apenas habían pegado el ojo pensando en la travesura que tenían preparada, echáronse a la calle con sendos ramos de espinoso acebo al hombro. Reuniéronse en la ya desierta braña de la iglesia, donde se veía la enorme calva, hecha por sus mismos y otros tan saltadores pies, en el fino, verde y tupido césped, muy cerca del negro montón de ceniza que había dejado allí, por todo rastro, la hoguera, y en alegre comparsa, por la burlona Tasia dirigida, encamináronse, alumbradas ya por los tibios rayos del sol naciente, a la mies cercana. Allí, entre cháchara y bureo, fueron clavando ramos en otros tantos maizales sin resallar; y como no eran muchos los que se hallaban en tal atraso de labores, tuvieron las pícaras tiempo sobrado para recorrer todas las mieses del lugar sin que lo advirtiera el vecindario.

Y ahora sábete lector, por remate y fin de este capítulo, que no llegaron a seis los ramos puestos; pero que, ¡oh dolor de los dolores e inclemencia de las inclemencias!, de aquellos ignominiosos sambenitos, más de la mitad se alzaban en tierras del pobre Macabeo.




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- XXIII -

La moral de aquel caso


No es fácil cosa describir el cuadro de ideas encerrado en la mente de Águeda mientras fue desde su casa a la de don Sotero. Había en él sombras y contornos terribles; esbozos de colosales figuras; tintas indecisas y vagas; confusión, desorden, ruidos extraños que la aturdían y amedrentaban; pero ni una sola concepción detallada y en reposo en qué fijar la atención y dar rumbo al pensamiento. En tal estado de aturdimiento entró en el viejo caserón y llegó, conducida por el atento y comedido mayordomo, a la alcoba en que la hallamos encerrada cuando el tío y el sobrino hablaban de ella, según queda puntualizado más atrás.

Agarrada con ansia a su mano, y medio envuelta entre los pliegues de su vestido, la acompañó Pilar, mirando horrorizada cuanto había que ver en la vetusta guarida de aquel hombre que se llevaba a las dos huérfanas, como si fuera amo y señor de ellas y no su servidor asalariado. Jurara la pobre niña, cuando llegó al estragal y fue subiendo la derrengada escalera, y atravesó el tortuoso y oscuro pasadizo, y luego el desamparado salón, y por último, se vio encerrada en la alcoba, que todo aquello que le sucedía era la realidad de una pesadilla que más de una vez le había atormentado durmiendo. Era frecuente en ella soñar con casas muy grandes, muy viejas y muy solas, llenas de rendijas y de lamparones, con los techos negros ahumados y cubiertos de telarañas, en las que se bamboleaban, cabeza abajo y mirándola con ojos de basilisco, enormes murciélagos; los suelos, medio devorados por la polilla, inundados de ratones, que corrían por todas partes sin hacer ruido; cuartos entreabiertos y oscuros como la noche; desvanes sin fin atestados de muebles viejos muy raros y con las patas hacia arriba, figurando ladrones y difuntos y almas en pena; y por último, allá en el fondo de todo este conjunto de cosas espantables, un hombre, como don Sotero, andando siempre, y sin llegar nunca, hacia la pobre niña, que ya se daba por muerta y comida de ratas y culebrones..., hasta que el exceso del espanto que sentía la despertaba. Pues casi todo esto que tantas veces había soñado, tenía entonces en realidad y verdad delante de los ojos; ni siquiera faltaba el hombre negro y gordo; no mudo, silencioso y a lo lejos, como en la pesadilla, sino a media vara de distancia, con voz que se oía y pies que sonaban al andar, y una intención que sólo Dios podía penetrar en aquel instante.

Y eso que ni el mismo lector que la vio días atrás, conociera la casa de don Sotero cuando las huérfanas entraron en ella. Estaban las paredes de la alcoba y las de la sala recién blanqueadas; tan recientemente, que aún se veían en el suelo y en las puertas los regueros de la lechada, y se olía la cal húmeda, como si acabara Bastián de extenderla con la escoba; y las mayores aberturas del tillado estaban medio tapadas con listones en bruto, sí, pero bien afirmadas con clavos trabaderos; se había barrido la alcoba y sacado de ella el arcón viejo; la mesa no tenía encima más que el tapete y la palmatoria; en la cama había almohadas con funda limpia y una colcha en buen uso y por último, arrimadas a la pared, hasta dos sillas útiles.

-Están ustedes en su casa -dijo don Sotero en cuanto introdujo en la alcoba a las dos aturdidas huérfanas-. No es un palacio, como el que merecen los ilustres huéspedes que la honran; pero hay lo necesario en ella, y sobre todo, una voluntad sin límites para complacer a ustedes en este humildísimo y reconocido servidor.

Águeda y Pilar, sin oír a don Sotero ni fijarse en los pormenores del cuarto, se sentaron maquinalmente en las dos sillas.

-No he puesto -prosiguió el santo hombre- más que una cama, porque supuse que ustedes querrían estar juntas el poco tiempo que yo tengo la honra de hospedarlas en mi casa... Sobre esta mesa hay cerillas y vela para cuando necesiten luz... En cuanto a comida, Celsa, mi ama de llaves, tiene orden de darles cuanto pidan y necesiten y a las horas que lo deseen... Con media voz que se le dé desde esta puerta, acudirá en un instante... No es un primor de belleza pero sí muy servicial y cariñosa... Por esta ventana entra, desde media tarde, un aire fresquísimo y sano; y asomándose a ella se descubren hermosas vistas... Excuso decir a ustedes que, como toda la casa, esta sala, tan espaciosa y desocupada, está a su disposición. Con la puerta del balcón entreabierta, es un hermoso paseo de verano... En aquella alcoba de enfrente duermo yo... No teman molestarme llamándome siempre que de mi utilidad necesiten... En fin, señoritas, repito que están ustedes en su propia casa; y añado que me creería venturosísimo y pagado con usura, en lo que al desinterés y noble objeto de esta mi determinación se refiere, si lograra yo infundirles un poquito más de confianza, siquiera hasta verlas risueñas y descuidadas, como quien llega al hogar de su mejor amigo después de verse fuera en grave riesgo de muerte.

En vano esperó don Sotero una sola palabra por respuesta a todas estas suyas, dichas casi con lágrimas en los ojos. Águeda parecía la estatua de la tristeza, y la inocente Pilar, la imagen del espanto.

-En vista de lo cual -añadió don Sotero, aludiendo sin duda al silencio de las huérfanas-, tengo el honor de despedirme de ustedes por ahora, para dar algunas disposiciones relativas a su mayor comodidad.

Hizo una profunda reverencia, y salió de la alcoba, dejando la puerta cerrada con el pestillo.

En cuanto las dos hermanas se quedaron solas, Pilar se abrazó a Águeda y le dijo llorando:

-¡Ay, Águeda, qué miedo tengo!... ¡Vámonos de aquí!

La joven recogió entonces sobre la cabeza el velo de su manto y dejó ver el hermoso rostro pálido desencajado. Besó a su hermana, abrazándola también estrechamente, y la respondió:

-Tranquilízate, hija mía, que nada malo puede sucedernos. Ya sabes a lo que hemos venido; y tengo la seguridad, porque Dios me la infunde, de que antes de pocas horas hemos de volver a nuestra casa... Para que se te hagan más breves, reza al Ángel de la Guarda, pídele de todo corazón que no te abandone un momento.

-¡Si ni siquiera me acuerdo de esa oración, Águeda, con el miedo que tengo!

-No importa; que con el corazón se reza, y no con las palabras. Inténtalo y verás cómo lo consigues.

Pilar, sin separarse de su hermana, cruzó sus blancas manecitas, y cerrando los ojos llorosos, por no ver lo que la rodeaba, comenzó a poner por obra el consejo de su hermana, entre suspiros de angustia y estremecimientos de espanto.

Águeda quiso rezar también, pero no pudo lograrlo ni con la intención. Tenía mucho más miedo que la niña, aunque lo disimulaba mejor, y no seguramente a los ratones ni a los fantasmas del otro mundo. Desde que se sentó en la silla que en aquel instante ocupaba, la confusión de sus pensamientos fue disipándose rápidamente. A los turbios celajes del crepúsculo sucedió la viva luz del día; y las montañas se perfilaron sobre el horizonte, y los cerros se alejaron de las montañas, y el valle no podía confundirse con el cerro. Cada cosa estaba ya en su sitio, con la forma, el color y el tamaño que debían tener. Había cesado la alucinación, y la realidad aparecía delante de los ojos de Águeda.

Ya no podía creer ésta que la exigencia de don Sotero de llevar a su casa a la inocente niña reconociese por motivo el que él había manifestado, estando para llegar de un momento a otro don Plácido, que nunca aprobaría un exceso de celo y de precaución semejante. Éste, aun creyendo a don Sotero tan escrupuloso como él se pintaba a sí propio, pero teniendo de él la idea que Águeda tenía y sabiendo los esfuerzos que había hecho para que el otro testamentario ignorase lo ocurrido, como lo sabía ella con entera evidencia, por declaración de Macabeo, ¿cómo dudar que en los ya realizados propósitos del aborrecido administrador había una intención oculta? Y ¿qué intención era ésta? Aquí se perdía Águeda en un montón de conjeturas y supuestos; pero temblaba de espanto, porque siendo evidente la intención, debía ser infernal cuando el siniestro personaje se atrevía, guiado por ella, a cometer un atropello que podía llegar a ser escándalo y motivo de una gravísima responsabilidad para él. La imaginación de Águeda, con la espuela de tales pensamientos, volaba de horror en horror; y para que ningún tormento le faltase, su conciencia le acusaba entonces de no haberse defendido bastante contra la osada decisión del hipócrita. ¿Por qué temió la amenaza de que acudiendo a la Justicia en demanda de amparo contra el atropello se pondría su buena fama en tela de juicio? ¿No había quedado ella sirviendo de madre a la inocente huérfana? ¿No era ésta la amenazada y perseguida? Y siéndolo, ¿podía Águeda creer que cumplía con sus estrechos deberes sólo con resolverse a correr el mismo peligro que su hermana? ¿No debe una buena madre sacrificar honra y vida por salvar a su hija de un grave riesgo? Y ¿qué había hecho ella, en suma, sino conducir por su propia mano la oveja a la guarida del lobo?

Esta idea la aterró como ninguna otra; y por un instante se halló resuelta a salir a todo trance de aquel calabozo horrible con su hermana; pero oyó toser a don Sotero y se sintió sin fuerzas para moverse de la silla.

Cuánto tiempo duraron estas meditaciones tumultuosas, cuando las abandonaba un momento para consolar a su hermana, que a ratos la abrazaba, presa del mayor desconsuelo, ni ella misma lo supo. Volvió a perder la noción clara y precisa de las cosas; y el tiempo, y Pilar, y don Sotero, y Fernando, y aquella casa y los peligros que en ella pudiera correr, confundiéronse en un nuevo montón de sombras impenetrables, que ofuscaron el horizonte de sus ideas y fueron poco a poco estrechándolas, hasta oprimirlas y asfixiarlas, como asfixian y oprimen los plúmbeos lazos de una horrenda pesadilla.

Comenzaba a anochecer cuando don Sotero pidió permiso, con los golpecitos de siempre y su dulzura acostumbrada, para entrar en la alcoba. Recorríala entonces Águeda con febril desasosiego, mientras Pilar miraba a la calle, maquinalmente, por una rendija de la ventana, cansada ya de llorar, de temer y hasta de preguntar sin obtener respuesta.

Entró el hombre, a una breve y nerviosa indicación de Águeda.

-Vengo -dijo, suave y humildemente- a tomar las órdenes que tengan ustedes a bien darme.

-Nada se nos ofrece -respondió Águeda volviéndole la espalda, mientras la niña corría hacia ella y se agarraba a los pliegues de su vestido.

-En ese caso -añadió don Sotero-, réstame sólo advertir a ustedes, para su gobierno, que mientras es hora de cenar, y siguiendo con ello mi vieja y piadosa costumbre, voy a la iglesia a rezar un poco. Celsa queda en casa para servirlas en cuanto se les ofrezca y cuidar de la puerta de la calle, cuya llave recogerá cuando yo salga. Dios nuestro Señor las acompañe a ustedes.

Dijo y salió, hecha la indispensable y acompasada reverencia. Se oyó el ruido de sus pasos alejándose, después la de la puerta principal, que rechinaba al moverse, y el de la llave al trancarla..., y después, ni el aleteo de un mosquito. El silencio y la oscuridad reinaron en la casa, como dueños y señores de ella en aquel instante. Pilar se hubiera vuelto loca de espanto, y Águeda poco menos, si alguna que otra vez no llegara a sus oídos el eco lejano de los cantares de la gente que se encaminaba a la hoguera, y el sonido armonioso de las campanas.

Sin estos rumores del mundo, donde había seres libres y contentos, las tristes prisioneras se hubieran creído sepultadas en las profundidades de un calabozo subterráneo.

Pilar recordó a su hermana que había fósforos sobre la mesa. Águeda, a tientas, dio con la caja y encendió la pringosa vela de sebo. Pero aquella luz sólo servía para hacer más patente a los ojos de las prisioneras el pavoroso cuadro de su prisión. Pilar, considerando que estaba expuesta a pasar allí toda la noche, volvió a llorar amarga y copiosamente; y Águeda conoció que había contado con fuerzas que no tenía cuando se resolvió en su casa a correr en la de don Sotero cuantos peligros pudieran amenazarla.

En esto vio la pililla colgada de la pared y la cruz que tenía pintada en medio.

-Aunque profanada -dijo a su hermana-, aquí hay una cruz; hinquémonos delante de ella y recemos para pedir a Dios fuerzas y amparo... Ven, hija mía, arrodíllate junto a mí; cabalmente es la hora en que rezamos todas las noches el rosario a la Virgen.

Y uniendo la acción a la palabra, puso a Pilar a su lado; y ambas, después de arrodillarse, comenzaron a rezar, delante Águeda y respondiendo la niña. Pero ésta en quien, por su edad, no penetraban las pesadumbres como en Águeda, trabajada, por tantos y tan nuevos sobresaltos, y cansada de llorar, respondiendo tarde y confusamente a su hermana, acabó por rendirse a los asaltos del sueño, que jamás se olvida de amparar a los niños con sus alas.

Cuando Águeda la vio plegarse sobre sus rodillas y abatir la rizosa cabecita, sentóse en el suelo y la acomodó en su regazo; y después de observar que estaba profundamente dormida, la cogió con sumo cuidado y, no sin dificultades, la tendió sobre la cama. Luego volvió a arrodillarse, y continuó rezando en silencio largo rato.

Entonces debía hallarse la hoguera en su grado máximo de bureo, a juzgar por el ruido que de hacia allá venía, y el silencio que reinaba en la vecindad y, sobre todo, en la casa.

Este era tan absoluto, que Águeda, cuando acabó de rezar, no se atrevió a moverse del sitio en que se hallaba. ¿A quién llamar? ¿Quién la defendería si en aquella espantosa soledad se veía amenazada de algún peligro? Y si no había peligro que temer, ¿por qué y para qué estaban ellas encerradas allí?

De pronto oyó ruido en el portal: después, en la cerradura; luego, el rechinar de la puerta.

-Será don Sotero -pensó tranquilizándose un poco-. Pero -se dijo en seguida temblando- don Sotero a estas horas y en tal ocasión, ¿no es el mayor enemigo que yo puedo temer? ¿De qué no será capaz ese hombre?

Pronto conoció que no era don Sotero quien subía dando golpes y haciendo mucho ruido en la escalera, como el que anda a tientas en camino extraño y escabroso.

-Será Bastián -pensó la joven-. Si es él, -¡cómo vendrá, Dios mío!

Además de los golpes, se oían interjecciones y bramidos. Águeda tiritaba de miedo. Los bramidos y los golpes iban acercándose a la sala poco a poco. ¡Y don Sotero no había vuelto todavía, y a Celsa no se le oía en casa! ¿Qué horrible conjunto de casualidades era aquél?

Las pisadas, los carraspeos y los bufidos llegaron a oírse junto a la puerta de la alcoba. Águeda se abalanzó a ella y quiso trancarla; pero no tenía llave la cerradura: intentó afirmar el pestillo y no vio a su alcance con qué. Ocurriósele amarrarle con el pañuelo al tosco retenedor, y así lo hizo con cuanta fuerza halló en sus trémulas manos. Hubo en la sala unos instantes de silencio. Águeda aprovechó aquella tregua para entreabrir la ventana que daba a la calle. Pilar, en tanto dormía profundamente. Volvieron a oírse rugidos e interjecciones, y la puerta de la alcoba fue violentamente sacudida. Águeda creyó en aquel instante que se convertía en escarcha toda la sangre de sus venas. Pilar despertó con el ruido, y al ver el espanto de su hermana, se arrojó del lecho y se abrazó a ella.

-¡Silencio, por Dios! -la dijo Águeda al oído mientras la estrechaba contra su corazón.

-Pero ¿qué es?... ¿qué pasa? -preguntaba muy bajito la pobre niña.

-Nada, hija mía... Nada de particular... Creí haber oído...

Otra sacudida más fuerte que la anterior dada a la puerta, dejó sin voz a Águeda y aterrada a la niña. Ésta creyó oír al mismo tiempo ruido en el corral. Díjoselo a su hermana que, al oírlo se lanzó a la ventana y gritó con todas sus fuerzas:

-¡Socorro!...

A este grito, las sacudidas de la puerta de la alcoba redoblaron; pero el pestillo no cedió. Confiada Águeda en esta defensa, volvió a asomarse a la ventana, y de nuevo pidió socorro. Entonces se oyeron fuertes golpes a la puerta de la calle. Lejos de amedrentarse con ello el que pugnaba por entrar en la alcoba, insistió con más bríos, y Águeda temió que el pestillo cediera o que la puerta saltara hecha astillas. Apretó más los nudos del pañuelo y permaneció sujetándola con las pocas fuerzas que le quedaban. Pilar, sin voz y medio accidentada, seguía todos estos movimientos con ojos de espanto. La resistencia de la prisionera parecía enfurecer al hombre de la sala. Crujían a sus golpes los inseguros entrepaños, y a cada golpe acompañaban amenazas y blasfemias.

A veces, las embestidas eran con todo el cuerpo, y entonces temblaba hasta el tabique y el retenedor del pestillo se removía. El nudo de la torcida batista iba a ser inútil. Cuando Águeda cayó en ello, perdió las pocas fuerzas que le prestaba su desesperación.

-¡Virgen María -exclamó lívida de espanto-, tu piedad me ampare, que yo no puedo más!

Se abrazó a su hermana, y las dos se acurrucaron entre los pies de la cama y la puerta. Tembló ésta en aquel instante de arriba a abajo con sordo estruendo, como si hubiera caído sobre ella toda la casa; rechinó el roñoso hierro, saltó la hembrilla del marco hasta la pared frontera, y apareció en medio de la alcoba Bastián con las greñas sobre los ojos, éstos ensangrentados y centelleantes, la bocaza reseca, negros los labios y manchada de vino y sudor la arrugada pechera de su camisa.

Al ver aquella horrible aparición, Águeda y Pilar lanzaron un grito, grito para el que no hay lugar en la escala de los imaginables sonidos, y sólo cabe en la garganta de quien muere cosido a puñaladas.

Tomóle Bastián por norte de su rumbo, porque al abrirse la puerta quedaron medio ocultas a sus ojos las dos hermanas; y embravecido por la no esperada resistencia que hizo acrecentar sus bestiales deseos, atrevióse a poner sus groseras manazas sobre el talle virginal de Águeda. Mas no bien lo hubo hecho, dos tremendos bofetones le tendieron de espaldas en el suelo y dos brazos de hierro le sujetaron por la garganta en aquella postura.

-¡Macabeo! -gritaron a una voz Águeda y Pilar, abrazándose a las rodillas del bravo espolique.

En el paroxismo de su terror, no le habían visto entrar en la alcoba por la ventana. Verdad que el abrirse ésta y el saltar el hombre dentro, y el llegar hasta ellas fue obra de dos segundos.

-¡Daca la entraña, tuno!... ¡Daca la vida, perro! -decía Macabeo a Bastián, mientras le tendía y le sujetaba.

-¡La Virgen te envía en nuestro socorro! -exclamaba Águeda en el colmo del regocijo.

-Bien podrá ser, señorita -respondió Macabeo sin soltar a Bastián- pero algo hay que agradecer también al breval de la esquina, por onde subí al tejado de Antón Roderas..., porque el pasar de éste al de Sico Ñules y luego al balcón, no tiene cencia maldita.

En esto se oyó una voz en el portal, que llamaba a Macabeo.

-¡Sin novedá, caráspitis! -respondió éste a gritos-. Y aguántese un credo, que allá vamos todos.

-¿Quién te llama, Macabeo? -preguntó Águeda anhelosa.

-Pues ¿quién ha de ser -respondió Macabeo-, sino el mismo señor don Plácido en cuerpo y alma, que nos espera abajo?

-¡Dios mío! -exclamó Águeda cruzando las manos-. ¡Y yo que me creía sola y abandonada del cielo y de los hombres!

Y mientras corría hacia la ventana, y Pilar la seguía saltando de gozo y llamando a su tío, y ambas pretendían bajar a reunirse con él sin saber por dónde, Bastián, en un momento en que el dogal opresor de su garganta aflojó un poco:

-¡Que me ahogas, Dios! -dijo balbuciente a Macabeo.

-¿Onde está la llave de la puerta, bribón?

-Puesta la dejé al subir, Macabeo... ¡Mira que yo no me acordaba de esto!... Él me metió en el cantar... ¡Dios! Por su consejo me emborraché... ¡Brrrrrfff!... ¡Entre tus manos debiera verse ahora, y no yo!

-¿De quién hablas, animal?

-De ese hombre, ¡Dios!

-¿Quién es ese hombre?... ¡Dilo o acabo de ahogarte!

-¡Mi tío, Macabeo!

-¡Me lo temí, caráspitis!

Águeda, que había oído estas palabras de Bastián, se acercó a Macabeo y le dijo asaltada nuevamente de los horribles temores:

-¡Vámonos!... Salgamos inmediatamente de aquí... y perdona a ese desgraciado, como yo le perdono.

-Le dejo -respondió Macabeo soltando a Bastián- porque usté me lo manda, y porque ya ha dicho cuanto yo deseaba saber.

Se quedó un momento observando al muchachón, y al ver que se hallaba muy a gusto en aquella postura, libre de las ligaduras que antes le oprimían, cogió la vela que ardía sobre la mesa y dijo a las jóvenes que se habían arrimado a él, llenas de miedo al saber que don Sotero había sido el instigador de Bastián:

-Nada tienen ustedes que temer ya de los hombres; síganme, si les parece bien, y salgamos de esta cueva. Yo me encargo del lobo, si le topáramos escondido en dáque rendija.

Afortunadamente, no hubo necesidad de que Macabeo esgrimiera el garrote que sólo había soltado de la mano para derribar a Bastián. Las dos prisioneras salieron de la horrible cárcel sin nuevo percance, aunque con mucho miedo, y hallaron en el portal al bueno de don Plácido que, por de pronto, las recibió entre sus brazos y en seguida las condujo a casa, llevando a la niña de la mano y dando el otro brazo a Águeda, mientras Macabeo, después de estrellar la vela contra el poste del portal, iba cubriendo la retirada de los tres, con harto sentimiento por no haber hallado a don Sotero en las encrucijadas del caserón.

Entonces llegaban a la corralada los primeros vecinos de ella, que volvían de la hoguera. El atentado de Bastián no produjo el escándalo imaginado por don Sotero.




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- XXIV -

De cuerpo entero


Seguro de que el lector, por lo que ha visto y oído, no ha de decirme que levanto falsos testimonios, ni que falto a la caridad sacando a la pública vergüenza lo que es mejor para callado cuando las pruebas no abundan, y los juicios son, por ende, temerarios, voy a referirle en confianza lo poco que le falta saber, aunque parte de ello se lo haya presumido, del piadoso tutor y curador de las huérfanas de nuestra historia.

Es cosa averiguada que sus maldades y picardías le pusieron en la necesidad de abandonar la capital del partido en que por muchos años ejerció el cargo de procurador.

Al establecerse en Valdecines, su pueblo natal, como no era hombre capaz de perder el tiempo en ninguna parte, obedeciendo al impulso de una inveterada costumbre que era en él necesidad, tendió en su derredor los penetrantes ojos, diciéndose al propio tiempo: «¿Qué hay aquí de explotable y provechoso?». Y vio la casa de los Rubárcenas. «¿Cómo se entra en ella? Con la ley de Dios. Yo no la conozco... Pues la falsifico». Y se hizo beato, como pudo haberse hecho en otras circunstancias bandolero.

Doña Marta que, como se ha dicho, era profunda y discretamente piadosa, frecuentaba la iglesia sin perjuicio de sus altísimos deberes domésticos; y don Sotero dio en frecuentarla también, precisamente a las mismas horas que ella. También se ha visto ya que, según gentes, el ex procurador era el mismo demonio, y según otras, un santo de Dios. Doña Marta oía de lo uno y de lo otro; y en lo poco que el caso le interesaba, ateníase, por caridad, a lo que veía; y lo que veía era por todo extremo edificante y ejemplar. No obstante, don Sotero no consiguió, por entonces, meter la cabeza en la casa; porque era cordialmente antipático a don Dámaso; Águeda no le podía ver, y a doña Marta le tenía sin cuidado que entrara o que saliera.

Muerto el señor de Quincevillas, el ex procurador supo hacerse necesario para arreglar algunos asuntos de la testamentaría; y así metió un pie. El estado de desconsuelo en que cayó doña Marta al perder a su marido, fue causa de que se acrecentara en ella, como queda expuesto en su lugar, el fervor religioso. Pues no se arrimó una vez al presbiterio para comulgar sin que se arrodillara a su lado don Sotero..., y entiéndase que doña Marta no comulgaba menos de dos veces por semana.

Con esta aparente mancomunidad de fines, el pío varón visitaba a menudo a la buena señora para proponerla obras de caridad, pedirla u ofrecerla libros de devoción..., hasta consultarla casos de conciencia; y como la inconsolable viuda no estaba para ocuparse en asuntos terrenales, de cuando en cuando encargaba al servicial devoto el arreglo de una cuenta, el pago de una contribución, etc... Así metió en la casa el otro pie. Una vez dentro de ella, lo demás cayó por su propio peso. Llegó a ser administrador general, y consejero áulico, y lector indispensable del Año cristiano; observándose que a medida que crecía la privanza del intruso, mermaba la calidad de las dotes morales de la pobre señora, verdadera mártir entre las tristezas de su espíritu y los dolores de su cuerpo.

Águeda, que adoraba a su madre, complacíase en seguirla el gusto en todo, hasta en lo que la perjudicaba a ella; y así toleraba las altanerías y descomedimientos del gazmoño, y aun le ponía buena cara y daba gracias a Dios porque la dejaba libre el gobierno interior de la casa y la educación de su hermana.

Según don Sotero iba tomando el pulso a aquel caudal tan abundante, limpio y saneado, se acostumbraba a considerarle como filón de mina propia; y tanto más le amaba cuanto más a fondo le conocía. ¿No era un verdadero escándalo que aquellas riquezas, con las que, bien manejadas, se pudieran remover hasta los fondos de toda la provincia, estuvieran en manos de tres mujeres incapaces, una por sobra de achaques y dos por falta de años y experiencia?

Dos medios había a los ojos de don Sotero para arrancar aquel tesoro de manos indignas. Perseverar en la administración y cuidado de él, sin permitir que, con ningún pretexto, los gorriones se acercasen al trigo de las herederas, o dar a doña Marta un yerno de la casa de don Sotero, lo suficientemente dócil y subordinado, para que éste, y no el marido de Águeda, fuera dueño del caudal acumulado de los Quincevillas y Rubárcenas. Bastián, ya mozo casadero entonces, servía para el paso: era tan tosco, tan bruto y tan feo, que no había que soñar en que Águeda le aceptase sin morirse de pesadumbre. Podía contarse con el apoyo de doña Marta, después que don Sotero la demostrara que era indispensable aquel enlace para la salvación de su alma y la de su hija; pero ese intento no podía llevarse a ejecución sin antes ver lo que el cepillo de la educación labrara en la cerril naturaleza del muchacho. Al fin y al cabo, doña Marta había sido mujer de exquisito gusto y de talento extraordinario. Y cátate que don Sotero, aventurando en el enlace algunos cuartos, envió a Bastián a la ciudad por si la fortuna quería obrar el milagro de que la sujeción, el buen ejemplo y algunas enseñanzas le transformaran en persona decente, de una bestia que era.

Por entonces se conocieron Águeda y Fernando, y creyó ver don Sotero todos sus planes patas arriba; pero afortunadamente, ocurrió lo que ya el lector sabe; y así, y con algo que puso también de su cosecha en el ánimo de la celosa madre el pío varón, salió éste con toda felicidad del apurado trance.

El cual podía volver a repetirse; y he aquí por qué no se descuidó un punto en arreglar las cosas convenientemente cuando la señora conoció que se iba a morir. De estos arreglos, hijos de su grande influencia con la santa mujer, también tiene noticias el lector por las cláusulas testamentarias que conoce.

Desde aquel instante comprendió don Sotero que no había que pensar en el siempre aventuradísimo proyecto de casar a Bastián con Águeda. Doña Marta no existía ya para ayudarle, y su hija, que había querido, y que tal vez quería aún, a un hombre como Fernando, no aceptaría jamás a Bastián, ni con la amenaza del patíbulo. Lo que en adelante había que hacer era conservar a todo trance el imperio en aquella casa, y alejar de ella cuanto trascendiera a novios y parientes de las huérfanas. Por de pronto, necesitaba hallarse solo una temporadita en la testamentaría y arreglo de sus cuentas con la casa. De aquí sus esfuerzos para que don Plácido supiera lo más tarde posible la muerte de su cuñada y el cargo que ésta le había señalado en el testamento. Conocía, o creía conocer, la insignificancia del solterón de Treshigares, y pensaba que éste daría por bien hecho cuanto él hiciera, y que se volvería a su pueblo, arrastrado por la fuerza de sus aficiones, tan pronto como llenara la fórmula de hacerse cargo del que le había conferido la voluntad de la difunta. Esta creencia fue causa de que don Sotero, cuando no logró de doña Marta quedarse solo al cuidado de las huérfanas, no hiciera grandes esfuerzos para evitar que le acompañara don Plácido.

Pero éstos y otros parecidos cálculos podían fallar a lo mejor, en el cual caso don Sotero necesitaba acudir a medios extraordinarios; y por eso le era indispensable tener a su lado a Bastián, instrumento inconsciente y grosero para cualquiera de sus diabólicas combinaciones.

Y los cálculos fallaron, volviendo a presentarse Fernando en casa de Águeda. Sabía el bribón lo que es la humana flaqueza; y aunque no dudaba de la arraigada fe de la hija de doña Marta, teníala por mujer y creía posible que, oyendo sólo a su corazón, perdonara a Fernando y se casara con él. De aquí sus esfuerzos para separar a los dos jóvenes. Pero en estos esfuerzos se corría el peligro de que Águeda se alarmase demasiado y de que llegara la alarma hasta Treshigares; y por eso, mientras vigilaba la estafeta con la habilidad con que él sabía hacerlo, no abandonaba un punto sus meditaciones sobre un proyecto que estaba decidido a realizar en un caso extremo. Y el caso llegó, como pudo ver el lector en casa de don Sotero cuando Bastián soñó recio con el viaje de Macabeo y entró el ama del cura a dar la buena nueva de la conversión de Fernando. Con aquel paso espontáneo o embustero, del hereje, o con la venida, ya muy próxima, de don Plácido, Águeda iba a ser libre, ora casada con el uno, ora amparada con el otro. Era preciso difamar a Fernando por todos los medios imaginables, y someter a la joven a una prueba tan terrible que, por de pronto, la deshonrara a los ojos del pueblo entero, y a la vez la pusiera en la necesidad de aceptar a Bastián por marido, o en la de no casarse jamás por falta de pretendiente. Ya se vio lo que hizo la maledicencia con respecto a Fernando. El encargo dado con tanto encarecimiento por don Sotero, de que no se hablara del caso a la interesada ni al cura, fue cuerda previsión del pícaro. Tanto la una como el otro tenían sobrado talento para conocer la hilaza de la noticia en cuanto averiguasen su procedencia.

Para llevar a cabo la segunda parte del infernal proyecto, había que empezar por el secuestro de Águeda. ¿Cómo intentarle sin que ésta se resistiera? El lector lo ha visto ya: llevándose a la niña, sobre la cual tenía don Sotero cierta jurisdicción que no alcanzaba a su hermana. Indudable era que ésta había de seguirla para acompañarla. De este secuestro y de todas sus consecuencias se han dado sobradas noticias en los capítulos precedentes.

Tal era don Sotero en cuerpo y alma. Réstame añadir que tenía mucho dinero; no enterrado en la huerta ni en la cuadra, ni oculto entre las latas del tejado, como era versión corriente. Sobrábale apego al vil ochavo para no dejar a los suyos tan indefensos e improductivos. Teníalos sembrados de modo que le produjeran buena y segura cosecha todos los años, y con un repuesto siempre disponible y a mano, aunque no en su casa, para sacar de apuros a un necesitado..., con su cuenta y razón.

Excuso decir que este caudal era el fruto de sus rapiñas e iniquidades, desde que tuvo uso de razón.

-Pero, señor -decían las gentes de Valdecines que le miraban por el lado malo-, yo comprendo que la señora doña Marta, con las penas que la afligen no caiga en lo pícaro que es ese hombre; pero el señor cura, tan listo, tan santo y con tanta experiencia, ¿cómo se deja engañar de él?

A lo cual respondo yo que el cura de Valdecines no se dejaba engañar de don Sotero. Sospechaba que era un hipócrita siempre, y un sacrílego cada vez que comulgaba; pero esta sospecha no era bastante para echarle del confesonario cuando se arrimaba a él, lo menos una vez cada semana, ni de la iglesia todos los días, cuando en ella estaba reza que te reza y canta que te canta. Hincábase don Sotero delante del bondadoso párroco para acusarse de haber escupido en el templo sin necesidad, o de haberse distraído dos veces rezando el rosario, o de haber mordido un arenque después de comer un torrezno, sin acordarse de que en aquel día no era lícito promiscuar, o de otras pequeñeces semejantes; y aunque el cura, sospechando lo muy gordo que el penitente se callaba, se entretenía un cuarto de hora en hablar del sacrilegio que cometen los que se acercan al comulgatorio con la conciencia impura, y del horrendo castigo que aguarda en la otra vida a los que en ésta tratan de engañar al mundo con un falso temor de Dios, el gazmoño bajaba la cabeza como si le escandalizara el peso de las ajenas culpas, y se iba a comulgar tan fresco y despreocupado. ¿Qué hacer con un pillo así? O matarle o dejarle. Y el cura de Valdecines le dejaba, hasta el punto de no acordarse de él sino para pedirle a Dios que le hiciera bueno, si sus sospechas de que no lo era no le engañaban.

Si en Valdecines hubiera habido sectas o siquiera partidos, ¡qué horrores se hubieran dicho de la comunión a que don Sotero parecía afiliado con tanto fervor!... Porque el lector no ignora que en el mundo andan las cosas así.

En la mala fe de las disputas, tanto da el oro bruñido como la telaraña que sobre él cayó por casualidad. ¡Cuánto más a gusto y en paz viviríamos si cada cual se entretuviera en limpiar de telarañas el oro de sus devociones, en lugar de llamar al oro del vecino montón de telarañas, porque en él hay una que le ensucia!

Por lo que a mí hace, no dirá el lector que no predico con el ejemplo. Otro tanto sucedía en Valdecines, donde no se conocían los partidos ni las sectas a que he aludido. Los que tenían a don Sotero por un bribón, gloriábanse de señalarle como herrumbre del puro metal a que se había adherido, y jamás confundieron la una con el otro.

Continuando la interrumpida historia, digo que desde lugar conveniente pudo observar el muy tunante que el atentado por él dispuesto con diabólica astucia no tuvo los testigos que él se imaginó, porque en la barriada no quedó alma viviente que no fuera a la verbena. En cambio, vio llegar a don Plácido y a Macabeo, y subir a éste por el breval y los tejados contiguos a su casa, y salir de ella a las prisioneras bien escoltadas. La ira le embraveció entonces; y hay quien asegura que la desahogó sobre Bastián, a quien halló roncando en el sitio en que nosotros le dejamos tendido. ¡Como si el pedazo de bestia no hubiera extraído hasta la quintaesencia de la moral que cabía en el caso que el moralista le había pintado con tan vivos colores!

Lo que no dejó lugar a dudas fue que, puesto a considerar las consecuencias que el lance podía tener para él en casa de los Rubárcenas, se encogió de hombros y dijo, poseído de la mayor confianza en su serenidad y en sus recursos:

-Mañana nos veremos. ¡Lo que deploro -añadió echando una mirada triste por suelos y paredes- es el gasto ocioso hecho en la jaula en obsequio de esos pájaros, que se me han escapado de ella sin dejar siquiera las plumas entre los hierros!




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- XXV -

Don Plácido


No podía darse hombre más insignificante, en la apariencia, que don Plácido Quincevillas. No había en toda su persona un solo rasgo digno de llamar la atención de nadie. Pertenecía al grupo innumerable de esos individuos con los cuales se codea uno toda la vida en la calle y en los paseos públicos, que nunca van a la moda, se asemejan a todo el mundo, y a quienes jamás llegamos a conocer, por no tomarnos la molestia de preguntar cómo se llaman. Ni en verano se aligeran de ropa, ni en invierno se abrigan con exceso. Parece que nunca cambian de traje, y siempre le tienen en buen uso; andan sin apresurarse, y pisan sin hacer ruido con los pies; nadie los ha conocido jóvenes, ni alcanza, por mucho que viva, a verlos enteramente viejos; siempre han sido y nunca dejan de ser señores formales; tienen bastante buena conversación, pero jamás hablan de cosa que valga dos cominos; son frugales en la comida, gozan de buena salud... y algunos de buena renta, cuyas tres cuartas partes ahorran, no por codicia, sino por falta de necesidades..., y pare usted de contar. De estos últimos era don Plácido. Y es todo cuanto tengo que decir de su carácter y figura. En cuanto a sus aficiones y entretenimientos, ya sabemos por don Lesmes que estaban reducidos a la cría de las gallinas y estudiar sin descanso el modo de obtenerlas de muchos colores.

Con lo que le dijo Macabeo en Treshigares y andando el camino de Treshigares a Valdecines, y lo que sabía por la carta de Águeda, y lo que le refirió ésta tan pronto como se vio en su casa después de salir de la de don Sotero, en la cual ocasión también le hizo enterarse detenidamente de las consabidas cláusulas testamentarias, llegó a conocer al buen ex procurador tan a fondo como le conocemos el lector y yo; tanto, que en un arrebato de indignación de que se vio poseído al referirle su sobrina los pormenores del secuestro, sin ocultarle el gran conflicto de su alma, arrebato que le llenó de asombro porque jamás se había indignado sino contra la desgracia, que le hacía perder algunas veces las echaduras de mejores esperanzas, se creyó capaz de hacer una hombrada con don Sotero en cuanto le viera al alcance de su mano.

Habiendo preguntado Águeda cómo se obró el milagro de que tan a punto entrara Macabeo por la ventana de la casa de don Sotero, dijo así don Plácido:

-¡El demonio del hombre es una alhaja! Entramos en Valdecines haciendo un gran rodeo por no topar con la bulla de la hoguera, aunque yo jurara que por venir a tiempo a ella andaba Macabeo hasta cansar a mi cabalgadura, y llegamos a esta casa. ¡Juzga de nuestro asombro cuando supimos que horas antes os había sacado de ella ese bribón! La noticia que nos dieron tus criados de que habías ido a pasar la noche allí por estar más lejos del ruido de la fiesta, sólo sirvió para aumentar nuestros recelos. Corrimos desalados a esa maldecida casa; y cuando estábamos debajo de su balcón, te oímos pedir socorro. Nos lanzamos a la puerta... Estaba cerrada por dentro. Llamamos en las casas de los vecinos. Cerradas también y en silencio... Todo el mundo estaba en la hoguera. Entonces Macabeo ideó el recurso de trepar por el breval al tejado contiguo; de éste a otro un poco más alto, y por último, al balcón... Lo demás, ya lo sabes tú.

¡Y tan sabido como lo tenía Águeda! ¡Y tan agarrado a la memoria y al corazón, como espinas de hierro, que a la vez la enloquecían de espanto y la mataban de dolor y de vergüenza! ¿Quién era capaz de detener en sus justos límites la murmuración de la gente cuando el suceso se divulgase? ¿Y cómo andaría su honra entre tantas lenguas, si hasta para defenderla las más compasivas tenían que mancharla?

Comprendió don Plácido, al ver las impresiones que se pintaban en el rostro de su sobrina, que no era cuerdo tratar más del asunto y mudó de conversación; pero ninguna conseguía sacar a Águeda de sus imaginaciones. Se habló poco y se cenó mucho menos. Recogiéronse todos, y ¡vaya usted a saber quién de ellos fue bastante afortunado que mereciera las caricias y consuelos de ese brujo de la noche, que no se los niega ni al mísero pordiosero que se tiende sobre sus andrajos en el abandonado rincón de una pocilga!

Al día siguiente, mientras las campanas repicaban a fiesta y el pueblo se echaba a la calle con los trapitos de cristianar, y Macabeo se tiraba de las greñas después de haber contado los ramos que las pícaras mozas pusieron en sus heredades sin sallar, desayunándose don Plácido y sus sobrinas: Pilar, como si nada hubiera ocurrido, pues el bienestar presente le hacía olvidar los sustos pasados; Águeda, trémula todavía y espantada, parecía haber envejecido diez años en pocas horas. Don Plácido la miraba a menudo de soslayo, y hasta hubiera jurado que blanqueaban sus antes rubios y dorados cabellos. Dábale pena la luz de aquellos ojos, que sólo servía para alumbrar los surcos del dolor impresos en cara tan hermosa, y no sabía cómo encauzar la conversación para distraer un poco a su sobrina y hacerla sonreír. Al último, y por probar de todo, dijo así:

-En cuanto a la razón de que, falto de noticias directas tuyas, no me llegaran por otro conducto en tantos días las referentes al triste suceso que se ha hecho público en toda la provincia por la importancia y calidad de persona tan visible como tu difunta madre, has de saber que se explica muy fácilmente. Por aquel entonces acababa yo de hacer la quinta experiencia, no más feliz que las otras cuatro, de cruzar la casta padua con la cochinchina, de tal modo y con precauciones tales, que me diera una nueva especie de siete moños rojos, dos charreteras amarillas y calzas de color lagarto, cuando me dicen que el ejemplar que yo busco con tanto empeño le tiene el cura de Caminucos. Para llegar a Caminucos, que está peñas arriba, necesitaba yo, a un buen andar, dos días desde Treshigares; pero el asunto valía bien ese mal rato y púseme en viaje. Hala, hala, y sube que te sube, aquí cayendo y allí resbalando, llego a Caminucos, doy con el cura, cuéntole el caso y háceseme de nuevas. ¡Todo su gallinero no valía cinco reales en buena venta! Por único regalo tenía dos quiquiriquis habaneros que le había enviado un sobrino indiano la primavera pasada, y ya le habían dado cincuenta disgustos revolviendo todas las gallinas del lugar y robando el grano hasta del arcón de los vecinos. Yo tuve esta casta, por tener de todo, y me deshice de ella si quise vivir en paz con los míos. Pues señor, díceme el cura que quien debe tener algo de lo que yo busco es el escribano de Pindiales. Otros dos días de viaje, siempre subiendo. Pero las cosas o se hacen en regla o no se hacen. Así me dije, y emprendí la marcha; y sábete que en aquellas alturas ya no había hondonada sin su tortillón de nieve, más dura que una peña. Al fin, llego a Pindiales y veo al escribano. Hínchase el hombre de vanidad, como un pavo cebado, al saber el intento que yo llevaba; condúceme al corral con mucho misterio, ¿y qué crees que me enseña como cosa del otro jueves? Pues una papujona de la casta china, de las que yo no quiero en mi casa porque las hay a patadas en toda la provincia. ¿Cómo habían de tener el escribano de Pindiales ni el cura de Caminucos ni el lucero del alba casta que no había podido sacar yo? Esta reflexión me consoló un poco de lo infructuoso del viaje, y volvíme a Treshigares. En resumen, hija mía: entre idas, vueltas y descansos pasé fuera de mi casa semana y media bien cumplida. Nadie se había movido de aquel pueblo, nadie había entrado en él en todo ese tiempo... ni siquiera el cartero de la comarca; pues no trayendo cartas para mí, única persona que allí escribe alguna vez, y sabiendo que me hallaba ausente, ¿a qué perder tiempo en aquella parada? Dos días después llegó Macabeo; diome tu carta; añadió de palabra cuanto yo necesitaba saber, y sin echar siquiera un vistazo al gallinero, aunque dejándolo bien recomendado, pusímonos en camino de este pueblo, y...

Aquí llegaba don Plácido con su relato, cuando le anunciaron que don Sotero deseaba hablar con él.

Águeda tembló de pies a cabeza al saber que se hallaba tan cerca del hombre que más terror y más repugnancia le infundía en el mundo, y huyó del comedor. Pilar salió tras ella agarrándose a la falda de su vestido.

El solterón de Treshigares sintió que la sangre le hervía en las venas; que los dedos se le crispaban solos, y que la ira le ponía de punta los no muy abundantes cabellos de color de castaña.

-¡Que pase! -dijo, dominándose cuanto pudo.

Entró don Sotero con los resobeos, suavidades y reverencias de costumbre, y díjole don Plácido con una valentía inconcebible en hombre tan frío e indiferente a todo cuanto no fuera gallinas y modo mejor de criarlas.

-¡Usted es un infame, un hipócrita... un pillo redomado!

Don Sotero aguantó la descarga sobre el cogote, pues tan humillada tenía la cabeza, y quiso conjurar la tormenta con su táctica habitual de mansedumbre; pero don Plácido, más indignado cuanto más el otro se humillaba, atajó sus dulces palabras con éstas, que salían de su boca echando chispas:

-¡Mire usted que no soy yo lo que parezco! ¡Mire usted que cuando me atraganto con gazmoños no respondo de mí... y que soy muy capaz de arrojarle a usted por el balcón, después de arrancarle a latigazos el pellejo!

El hombrecillo de Treshigares parecía haber crecido medio palmo al decir esto; y don Sotero no dejó de notarlo con el rabillo del ojo. Callóse como un muerto, y añadió don Plácido:

-Va usted a salir inmediatamente de esta casa, que jamás debió deshonrar con su presencia, después de elegir entre la renuncia solemne del cargo que con inicuos amaños obtuvo de la madre de sus inocentes víctimas, o a dar cuenta de su atentado de anoche a los tribunales de justicia.

-El punto vale la pena de ser meditado... por mutua conveniencia. No tardará usted en conocer mi resolución.

Hizo una ligera reverencia, y se encaminó a la puerta por donde había entrado.

-Si tarda más de cuarenta y ocho horas en decidirse -díjole don Plácido-, saltaré por el único respeto que hoy me impide entregar el asunto al juez de primera instancia.

-A todos nos conviene ser cautos en ese particular -respondió el pícaro, volviendo la cetrina cara. Luego, se fue.

Una hora después las campanas volvieron a oírse, y el hinojo tendido alrededor de la iglesia y pisoteado por los chiquillos, que escogían las mejores entre las espadañas esparcidas con él, para hacer pitaderas, se olía desde los últimos rincones del barrio. La procesión iba a salir, y la misa, solemne y regorjeada, comenzaría luego que el santo, llevado en andas por el alcalde y tres personas de viso, precedido del pendón y seguido del pueblo entero, respondiendo ora pro nobis a cada latín del señor cura, volvieron a entrar en la iglesia.

Rodeada estaba ésta de vendedores de rosquillas, caramelos encarnados, perojillos tempranos, cerezas algo tardías, agua de limón y avellanas tostadas. Los chicos andaban oliendo las unas, tentando los otros, regateándolo todo y no comprando nada. En esto se oyeron cohetes por los aires. Las afueras de la iglesia quedaron limpias de gente. Asomó el pendón por la puerta principal; después, el santo, bamboleándose en las andas, según el paso de los que las conducían; luego, el cura, de capa pluvial, y la cruz alzada, y los monaguillos con sendos ciriales y, por último, los fieles. Si aquel día hubiera habido danzas, como otros años en igual ocasión, habrían ido entre el pendón y el santo pero no pudieron arreglarse por no sé qué dificultades surgidas de pronto, y faltó ese detalle, que es la salsa de las grandes festividades montañesas, con harta pesadumbre de propios y colindantes.

Mientras la procesión salía por la puerta principal, entraban en la iglesia por la pequeña don Plácido y sus sobrinas. Águeda, desde el suceso de la víspera, tenía horror a la luz del día y a los ojos de la gente. Por eso había escogido aquel momento para entrar en el templo.

Cuando salió de él dos horas después, tuvo que pasar entre muchos y muy compactos grupos de personas alegres y desocupadas; y aunque no hubo cabeza con sombrero que no se descubriera delante de los señores, ni chico ni grande que no les diera los buenos días con el mayor respeto, Águeda se empeñó en que todos los ojos la miraban de distinto modo que otras veces; así se lo dijo en casa a Macabeo, que le había jurado que nadie sabía en el pueblo cosa alguna de lo ocurrido la noche antes. Como insistiera la joven en que tan extrañas miradas algo querían expresar, dijo Macabeo:

-Pues, ¡caráspitis!, sépalo usté, ya que en ello se empeña. Lo que es cosa corruta de dos días acá es que el señorito Fernando (que, por la cuenta, fue mal visto de la difunta señora por sus herejías), con el aquel de que usté le mire con buenos ojos, se ha presentado en casa del señor cura a pedir iglesia y catecismo.

-¿Cuándo, Macabeo? -preguntó Águeda con ansia.

-Anteayer, por lo visto.

-¿Estás seguro de ello?

-¡Pues poco rute-rute se ha armado en el pueblo sobre el caso! Y como dicen que usté le ha movido a ello... o que por usté hace lo que hace...

Águeda, olvidando con la noticia todas las pesadumbres que la abrumaban, y hasta la presencia de Macabeo, exclamó, con el rostro bañado en una aureola de felicidad:

-Si la fe llega a iluminarle, ¿qué importa lo demás?... ¡Dios mío!... ¡Qué ciego es el que no ve tu misericordia!

No pensó Macabeo limitarse, puesto ya a hablar, a la primera parte de la noticia, pues fue de los contagiados también de la pública indignación contra el hereje, cuando supo lo que había de impostura en la conversión de éste, según la pública voz; pero al ver el efecto causado en su ama por el lado bueno de la noticia, guardóse muy bien de añadirle la contera de las intenciones supuestas y el adorno inventado de los criminales antecedentes del neófito; que dureza de alma le pareció privar de aquel consuelo y alivio, tan baratos, a un corazón tan sin descanso combatido.

Retiróse Águeda, pidiendo al cielo nuevas y mayores pesadumbres, si con su martirio llegaba a redimirse el alma de Fernando, y se echó Macabeo a la calle para acabar de saber (pues en los comienzos andaba desde muy temprano) quién era la desalmada moza que había puesto los ramos ignominiosos en sus heredades.




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- XXVI -

La gota del agua


Dejamos a Fernando en camino de su pueblo, más abatido con el peso de la última inclemencia de Águeda, que ufano con los frutos de su entrevista con el párroco de Valdecines. Según iba profundizándose la herida de su corazón, menos se prometía de los remedios para cicatrizarla. Cada paso que retrocedía, le alejaba una inmensidad del término de su jornada. Condición es ésta que se cumple con rigor extremo en las grandes fatigas del espíritu.

Como ya no era nuestro personaje el hombre de los ímpetus apasionados, hijos de las primeras contrariedades de la vida, sino un desdichado más, sujeto a la cadena de un imposible, iba arrastrándola poco a poco, atento sólo a medir las escasas fuerzas que le quedaban, no a buscar en el desierto de imaginación un punto donde arrojar la pesada carga, refrescar las sedientas fauces y alentar el fatigado pecho con aguas cristalinas y aires embalsamados.

En tal grado de desaliento llegó a su casa. Continuaba huyendo de su padre; pero éste hallaba modo de observarle desde lejos, y medía con el diestro compás de su experiencia y de su amor los estragos producidos en su alma por la tempestad que le combatía. Rara vez conversaban; y en estos casos el doctor no respondía con chanzonetas a las escasas palabras de su hijo; antes medía y pesaba las suyas, como se pesa y se mide la sustancia que así puede dar la vida como quitarla, según la dosis en que se emplee.

Con este tacto consiguió el padre que su hijo le refiriese cuanto acababa de sucederle en Valdecines.

-Ese modo de proceder -dijo el doctor, aludiendo al de Águeda-, te pone en el caso de no volver a llamar a aquellas puertas; pero no quiero decir con esto que desistas de tu empeño de que se te abran.

-No te comprendo -replicó Fernando.

-Yo llamaré y tú entrarás.

-¡Tú!

-Yo, sí, hijo mío. Y cuenta que días ha lo hubiera hecho, si tú hubieras sido capaz de comprender la importancia de este acto, en el frenesí de tu pasión. Ahora que la veo más en reposo, te lo propongo. ¡Déjame llamar a aquella puerta, cerrada para ti! ¡Soy viejo, soy tu padre; hablaré sin pasión y con verdad; disputaré tu terreno palmo a palmo; y si no hay otro remedio, imploraré de rodillas la compasión del enemigo invencible; y lo que no consigan mis razones, lo alcanzarán mis canas!

Conmovíase el doctor al decir esto; y aunque trató de ocultarlo con la fuerza de su carácter, lo observó Fernando, y más bien por respeto a la pesadumbre que la emoción revelaba, que por confianza en el fruto del indicado propósito, respondió a su padre, después de reflexionar unos momentos:

-Hazlo en buen hora; pero déjame ver antes qué resultado me da la entrevista que debo tener mañana con ese humilde cura, cuya discreción excede a todo encarecimiento.

Al otro día sintió Fernando el cuerpo perezoso y quebrantado; se acordó del compromiso empeñado con el cura de Valdecines; pero la serenidad de su razón, después del breve sueño de la noche, le hizo ver la última repulsa de Águeda con tan sombríos colores, que apartó con espanto su consideración de aquel camino tantas veces y bajo tan diversas impresiones por él recorrido. Permaneció en la cama hasta muy entrado el día, y cuando horas después le halló su padre discurriendo maquinalmente por las arboledas del parque, se asombró de la profundidad que habían adquirido en su cara, en una sola noche, las huellas de aquel dolor sin consuelo.

Siguió el tiempo su inalterable marcha, y amaneció otro día y Fernando oyó que las campanas de Perojales repicaban a fiesta. Esto le hizo recordar que en Valdecines se celebraba con gran solemnidad, por ser la del santo patrono del pueblo; juzgó la ocasión poco adecuada al objeto de su prometida visita al cura, y la aplazó hasta el día siguiente. Cuando el término de una jornada es oscuro y remoto, ¡qué grandes nos parecen los más pequeños estorbos del camino!

Al fin tomó Fernando el de Valdecines, poco a poco y a caballo, el día siguiente al de San Juan. Quien no le hubiera visto desde que andaba por aquellos mismos lugares suelto y vigoroso, con el calor de su alma juvenil y apasionada reflejándose en sus ojos negros y en la tersura de sus mejillas, no le conociera a la sazón, vencida la altiva cabeza al peso de las ideas, triste y ojeroso el semblante, desmayado el antes gallardo cuerpo, y abandonado al antojo de la bestia que, fiada en el escaso vigor de la mano que la regía, más se cuidaba de caminar a gusto que de llegar pronto. Pero llegó al cabo; no porque la espuela ni el freno le trazaran el rumbo, sino porque le tenía bien conocido; y preciso fue que diera con las narices en las primeras casas de Valdecines, para que el jinete se percatara de ello. ¡Y eso que no había arrojado un punto a Águeda de su memoria!

Cuando tan cerca se vio de ella, sintió otra vez la vida en su corazón y la luz en sus ojos, tan acostumbrados a las negras visiones de su fantasía, desde la última vez que recorrió aquellos mismos parajes. Orientóse en ellos, como si acabara de salir de un sueño fatigoso, y castigó a la perezosa cabalgadura, resuelto a llegar cuanto antes a la casita del párroco y a resistir la tentación, que ya le asaltaba, de llamar otra vez a las puertas guardadoras de aquel raro tesoro, que era, al mismo tiempo, sostén de su vida y causa de su muerte. Y Dios sabe si la tentación le hubiera vencido al fin, a no ocurrir lo que ocurrió.

Y fue que pasó un transeúnte con la azada al hombro, y se le quedó mirando con una curiosidad harto inexplicable, pues para ninguno de aquellos campesinos era nueva la estampa de Fernando. Dos mujerucas se detuvieron luego delante de él, y no solamente le miraron y con torcido gesto, sino que le dijeron, aunque muy entre dientes, algo que no sonó bien en los oídos del joven. Más adelante sucedió otro tanto con unas salladoras que iban a la mies; y un muchacho, que le seguía de puntillas, le tiró una piedra, que dio en las ancas del caballo; le llamó a voces perro judío, y apretó a correr: acto que mereció el aplauso de las salladoras, las cuales no se contentaron con ensalzarle, sino que añadieron nuevas perradas a la perrada del muchacho.

Todo esto valía ya la pena de detenerse; y Fernando se detuvo, no sin miedo, dicho sea en honor a la verdad, de que le viniera un cantazo por cualquiera de las encrucijadas inmediatas. Volvióse hacia las salladoras; pero éstas se alejaron camino de la mies. La fortuna le puso delante de Macabeo, que se dirigía a casa de Águeda. ¡Cosa más rara! También el locuaz y regocijado espolique le miró de mal talante; y fue preciso que Fernando le llamara para que se acercase a él.

-¿Qué significa todo esto, Macabeo? -le preguntó con más aire de sorpresa que de enojo.

-¿Qué es «todo esto», si se puede saber? -respondió el hombre, extrañamente comedido y receloso.

-Este modo de mirarme las gentes; sus palabras y ademanes; la insolencia de los muchachos... tu misma actitud conmigo...

-Pues ahí verá usté... ¡qué caráspitis! -dijo Macabeo, por decir algo que no fuera la verdad.

-Eso es dejarme en la misma duda, y tú puedes sacarme de ella; te lo conozco en la cara.

-¡Sea todo por el amor de Dios! -repuso el buen hombre muy contrariado e indeciso. Pero le venció la fuerza de su locuacidad constitutiva, si la ciencia me pasa el adjetivo, y añadió luego-: Ya sabe usté, señor don Fernando, que en este pueblo todos somos, gracias a Dios, cristianos a machamartillo.

-Bien, ¿y qué?

-Ítem más, es público y notorio que a los señores de esta casa los miramos aquí, chicos y grandes, con mucho respeto y mayor estimación.

-Nada más justo...

-Siendo aquí todos cristianos, claro es que las gentes se han de amañar muy mal con los herejes... y amañándose mal con los herejes, resulta la consonancia al respective del caso.

-O lo que es lo mismo: yo soy un hereje, y por hereje me reciben hoy de mala gana en Valdecines.

-Justo y cabal, ¡qué caráspitis!

-¿Y hasta ahora no habéis caído en la cuenta de mis herejías, Macabeo? Esto no es creíble. Algo más que no quieres decirme, hay en el asunto... ¡Quiero saberlo todo, Macabeo!

Como estas palabras las dijera Fernando en tono asaz resuelto, Macabeo se juzgó descargado de escrúpulos y miramientos, y habló así:

-Parece ser también que usté estuvo el otro día en casa del señor cura.

-Cierto que estuve; y ¿qué mal hay en ello?

-Estando usté en casa del señor cura, díjole que quería hacerse cristiano.

-Tanto más en mi abono, si eso fuera cierto.

-¡Vaya si lo es, caráspitis!

-¿Quién puede asegurarlo?

-Todo el pueblo que le oyó, señor don Fernando.

-Hombre, a no contárselo el cura desde el altar mayor...

-¡A buena parte va usté!... El señor cura es un santo de Dios, y como en confesión, oye y guarda cuanto se le dice pero aquella casa es una pura oreja y una pura lengua, y cuanto en ella se habla que valga dos cuartos lo sabe «ce por be» todo el lugar al otro día. Así se supo aquí cuanto pasó entre usté y el señor cura.

-Pues insisto en lo dicho, Macabeo: si lo que se oyó de mis labios fue lo que tú aseguras, ¿qué más habéis de pedir a un hereje?

-Cierto parece así; pero salió la conversación a la calle, y... púsose el sayo en concejo, metiéronle el diente tijeras que lo entendían y aclaróse, al decir de todo el pueblo a una (pues yo en él me lo encontré al volver de un viaje largo), que si usté entró en aquella casa a la luz del mediodía, y dijo lo que dijo al señor cura, fue con su cuenta y razón.

La curiosidad de Fernando trocóse aquí en alarma grave, y exclamó impaciente:

-¡Dime cuanto sepas; pero claro y pronto!

-Pues claro y pronto lo diré, señor don Fernando, que hasta la caridá me lo ordena; porque, a pesar de los pesares, ley le tengo, ¡qué caráspitis!, y bueno es que el hombre sepa lo que la importa, por si no es todo lo que reluce.

-¿Quieres concluir de una vez?

-Concluyo, y finiquito... Pues sépase usté que si esas gentes le miran hoy de mal ojo, y le maltratan de palabra, y mañana le apedrean (que todo podría ser), es motivado a que se asegura que no queriéndole a usté la señorita doña Águeda por hereje, hace usté la pamema de que se convierte, porque... porque... porque no se le escapen de entre las uñas las riquezas de esta casa.

El dolor y el frío de una puñalada sintió Fernando en el corazón; y a la luz sulfúrea, infernal, en que se creyó envuelto, vio desfilar ante sus ojos, en un segundo, horrenda muchedumbre de fantasmas que las palabras de Macabeo hicieron brotar de los negros abismos, como escuadrón de demonios a la voz del réprobo que las evoca. El amor, el orgullo, los recuerdos, las esperanzas... todo lo sintió herido, pisoteado, muerto a un mismo tiempo; y tan puro, tan alto, tan grande era el linaje de su pasión; tan enorme, tan inmotivada le parecía la calumnia que, aunque con el dolor de un mártir, preguntó a Macabeo con la sinceridad de un niño:

-¿Pero es rica Águeda?

-¡Señor! -respondió Macabeo con asombro-. ¿Quién puede ignorarlo?

-¡Yo!... ¡Yo te juro que ésta es la primera vez que reparo en ello!

Era recto y sano de corazón Macabeo; creyó en la sinceridad de las palabras de Fernando; y no quiso ahondar más sus heridas con el relato que también había pensado hacerle de la segunda parte de la historia que corría por el pueblo.

-¡Qué lenguas! -exclamó, hondamente compadecido del joven.

Éste había caído en un sombrío atolondramiento: miraban sus ojos, pero no veían.

De pronto revolvió el caballo hacia la sierra, y como si aquel suelo, y aquellas casas, y aquellas mieses encubrieran un volcán dispuesto a devorarle, castigó al dócil bruto con la espuela y el látigo, y desapareció como un rayo de la presencia del aturdido Macabeo.

El cáliz estaba lleno: una gota bastó para desbordar las hieles que contenía.




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- XXVII -

Lo que encubrió la noche


Muchas horas después de este suceso, Fernando se paseaba en el cuarto de estudio de su padre. Revelaba tranquilidad, aunque era ésta muy semejante a la que tienen en sus comienzos algunas tempestades de verano: ni un soplo de aire, ni el ruido de una mosca, la quietud y el silencio reinan en la naturaleza; pero hay celajes siniestros, tintas en el horizonte que parecen manojos de centellas, aire que asfixia, monstruos que la fantasía dibuja en los plúmbeos nubarrones... Nada sucede en aquel instante; pero toda conflagración es posible al menor choque entre los aletargados elementos.

A la luz que alumbraba la estancia, el doctor leía, o aparentaba leer; porque es lo cierto que más atentos estaban sus ojos al ir y venir de Fernando, que a las páginas del libro: siendo muy de notar que no había tanta alarma como curiosidad en las miradas furtivas del viejo Peñarrubia.

Había visto por la mañana llegar a casa a su hijo en el estado de exaltación en que nosotros le vimos salir de Valdecines; y había logrado, a fuerza de fuerzas y al cabo de muchas horas, reducirle a la calma y a la reflexión. Entonces hablaron. La conversación era la válvula por donde el doctor se proponía desahogar aquel pecho y aquel cerebro henchidos de tumultos. Supo que no era Águeda la causa de ellos; pero no supo la verdad entera, que Fernando cuidó de ocultarle por no afligirle más.

-Pues ahora me toca a mí -dijo el doctor cuando halló a su hijo dócil a sus reflexiones-. Voy a Valdecines.

-¡Guárdate de ello! -respondió Fernando.

-¿No quedó así convenido entre nosotros? -le preguntó el doctor con extrañeza.

-Sí; pero el nuevo giro que han tomado los sucesos hacen hoy inútil y hasta peligroso para mí ese paso... Dale mañana...

-¿Estás seguro de que mañana no me dirás lo mismo que hoy?

-¡Te juro -dijo Fernando- que no me opondré mañana a ninguno de tus deseos!

-Enhorabuena -repuso el doctor-. Y como en garantía de la sinceridad de tu promesa, acompáñame al jardín. A los dos nos conviene ahora un poco de trato íntimo con la madre Naturaleza.

Salieron juntos, y aún hubiera jurado el padre que su amago de chanza había obtenido otro amago de sonrisa de los labios de su hijo.

Hasta la hora muy avanzada de la noche en que volvemos a hallarlos reunidos, no tuvo a los ojos del doctor el menor retroceso el alivio moral de Fernando. De aquí su relativa tranquilidad cuando nosotros hemos comparado la del enfermo a la que precede a las grandes explosiones de la Naturaleza.

-¿Supongo -dijo Fernando, deteniéndose en una de sus vueltas y en tono medio de chanza- que no te habrás propuesto que pasemos la noche de esta manera?

-Hombre, no -respondió el doctor con la mayor naturalidad-. Pero estaba tan entretenido en la lectura, y te creía tan bien hallado con esos higiénicos paseos...

-Pues si te parece -añadió Fernando-, nos recogemos. Siento que me ronda el sueño, y quisiera escribir unas cartas antes de acostarme.

-Nada más acertado, hijo mío, que esa determinación. El sueño es el bálsamo que cura todas las llagas del espíritu. Vamos a descansar.

-¡Descansemos, pues..., que ya es hora! -dijo Fernando, y pagó el abrazo que le dio su padre con otro tan fuerte y detenido, que éste, al salir suspirando de aquellas apreturas, exclamó, como en los mejores tiempos de sus bromas:

-¡Cáspita, qué fuerzas te ha dado el ejercicio de esta noche!

Respondió Fernando con triste sonrisa; salieron juntos padre e hijo de la estancia, y momentos después cada cual se encerraba en su respectivo dormitorio.

Al cabo de una hora abrió el suyo cautelosamente el doctor, y observó desde lejos que del de Fernando salía luz por las rendijas de la puerta; se acercó a ella, y oyó hasta el suave chasqueo de la pluma sobre el papel.

Volvióse tranquilamente a su cuarto. Antes de acostarse salió otra vez de él para observar el de su hijo. Éste había apagado la luz. Entonces se acostó el médico y apagó también la suya.

-¡Se da a partido! -decía para sí-. ¡Pobre muchacho! Que logre él dominar esos arrebatos peligrosos, como los de esta mañana... y lo demás corre de mi cuenta.

Momentos después dormía, y hasta roncaba, el buen doctor Peñarrubia.

Entre tanto, su hijo, de codos sobre el alféizar de la ventana de su cuarto, paseaba la vista errabunda y anhelosa por el inmenso desierto del espacio, donde brillaban las constelaciones como vivos y eternos testimonios de la grandeza y del poder de Dios. Hundíase la tierra en un abismo de sombras y de misterios, y recortábase la línea de sus montañas en el azul confuso del horizonte. A menudo se pasaba el joven la mano por la ardorosa frente; frotábase los ojos como si intentara apartar de ellos desagradables visiones, y volvía a pasearlos desde la inmensidad del firmamento hasta la negra pequeñez del agujero en que él, mísero gusano, se retorcía atormentado y expirante.

-¡Si hubiera infierno -pensaba-, y en él un demonio mil veces más astuto y maléfico que el inventado por el místico fanatismo, no fuera capaz de disponer las cosas en mi daño con tan ingenioso artificio como las ha dispuesto mi negra desventura!... ¡Todo lo había arriesgado ya en este trance! ¡Todo lo sacrificaba, porque era mío!... A este precio adquirí una esperanza, aunque remota. Lancéme con ella a lidiar de nuevo en esta horrible batalla, y se atraviesa en mi camino el único obstáculo que podía detenerme: mi honra; es decir, mi fe, mi religión..., lo que no es mío, sino del mundo que me ve y me juzga. O pisarla o morir. Morir, sí; porque morir es retroceder en esa senda, ¡la única que existe para llegar a lo que había de darme la vida!... Y retrocedí... es decir, decreté mi propia muerte... ¡Vivir sin Águeda!... ¡Intentarlo siquiera!... ¡Qué locura! ¡Desde que se ha hecho imposible para mí, raya en idolatría la fe con que la adoro! Mil vidas que yo tuviera me parecerían poco para sacrificarlas en este singular conflicto. Y entretanto, mis penas son su martirio, y mi muerte acarreará la suya... y yo, que sé todo esto, no puedo detenerme un punto en la pendiente en que me hallo. ¿Habrá suplicio que se iguale a este suplicio?

¡Calumnia! La lengua que la produce y la arroja a la voracidad de las muchedumbres, ¿por qué no se gangrena en la boca del infame y se ve arrastrada en jirones por inmundas bestias? ¿Cómo el veneno que destila y da la muerte no mata al calumniador? ¡Víboras humanas! ¿Quién puede calcular el alcance de vuestra ponzoña? Esos pobres campesinos, inficionados de ella, vanla propagando sin saber el daño que causan; antes creen que obran como los buenos, porque desenmascaran al impostor. Pero la calumnia llamará a las puertas de Águeda y aunque ella no se las abra, algo quedará allí como el hedor de la peste, que corrompa un día su corazón; mala semilla que llegue a dar siquiera frutos de sospechas. Y si tal ocurriera, ¿qué sería de mí entonces? Y sólo con el temor de que pueda suceder, ¿quién que se llame honrado no retrocede como yo? Y retrocediendo, ¿por qué otro camino la busco, si todos van a parar a ese que me está vedado?... ¡Me empujan los huracanes y estoy cercado de abismos, y aun discurro y pienso en que he vivido! ¡Qué necedad!

Alzó otra vez la cabeza y volvió a clavar los anhelantes ojos en la bóveda celeste.

-¡Allí -se dijo con burlona sonrisa-, allí dicen que está, detrás de esa ilusoria techumbre, el sostén de los débiles, el consuelo de los atribulados..., el supremo Juez de la conciencia humana, el árbitro Señor de vidas y almas..., la caridad..., la misericordia!... ¡Y yo, su hechura y su imagen, perezco aquí abajo, mofa y escarnio de la desdicha; y esa fuerza no me ayuda, y esa misericordia no me alcanza!... ¿Por qué? Porque no se baña mi espíritu en los resplandores de una luz fantástica que no llega nunca a los ojos de mi razón... ¡Mentira! -añadió con sacrílega soberbia-. ¡Cuanto veo y toco es fuerza que agita y mueve a la materia: materia agitada y movida por la fuerza! Una ley incontrastable y eterna rige y gobierna a la Naturaleza, y lo inmutable y perpetuo de esa ley excluye lo sobrenatural!... Giran esos astros, porque la fuerza les da movimiento; la fuerza fecunda la materia y produce toda generación y toda destrucción. De la nada no se crea nada. Nada se crea, ni nada se pierde. Todo se transforma y todo es movimiento eterno y continuo. El átomo busca al átomo, y el polvo al polvo. Todo está sujeto a la evolución; y la conciencia humana no es más que el término de esa evolución misma... Y este pensamiento me abrasa la mente y me esclaviza al rigor de mis propias ideas, ¿qué es sino una excitación nerviosa, una secreción de mi cerebro? ¡El espíritu!, ¡fantasma de la razón sometido al dogma, grillete de la libertad de la conciencia... palabra vacía de sentido!... ¡Y la virtud y el vicio, el bien y el mal, cosas convencionales, dependientes del clima, del temperamento y de la educación!

Como en este hervor de conceptos hubiera más atrevimiento, más ira, más desesperación que convicciones, Fernando se sintió poseído de una agitación nerviosa, como si se hubiera empeñado en una disputa ardiente y apasionada. Tuvo necesidad de dar reposo a su espíritu, y volvió a apoyar su cabeza entre las manos. Momentos después tornó a su tema, y el delirio le dio bríos para elevar su desquiciada mente a lo más alto. Asustábale algo que en aquel supremo instante sentía sin entenderlo ni penetrarlo, y quería apartarlo de su conciencia, como el ladrón arroja de su memoria, al cometer el crimen, el recuerdo del juez que puede castigarle.

-¡Dios! -continuó diciendo-. ¿Y qué es Dios sino el ideal, la forma que va tomando en cada edad histórica el contenido de la conciencia; el nombre que da la humanidad a lo que concibe como más grande y perfecto? ¿Quién podrá demostrarme que ese ideal concebido por la fantasía y acariciado por el sentimiento llegue a convertirse nunca en realidad?... ¡Sombras de la imaginación... visiones del fanatismo!... ¿por qué no os disipa la clara luz de la razón humana? ¿Por qué no alumbra hasta el fondo de ese misterio tenebroso?

Y el insensato, en lugar de aplicar esta declaración de su impotencia a aquel blasfemo atrevimiento de su locura y de su ignorancia, lanzóse más a ciegas en el foco de su falsa luz que le deslumbraba. Sintió crecer sus angustias, y exclamó, con una resolución digna de mejor causa, y como si acabara de resolver un gran problema:

-Sólo hay una cosa que no tiene fin, eterna e invariable: el dolor. ¿Quién sabe si él es la fuerza inconsciente, la voluntad ciega, que lo gobierna todo?... Pero es indudable que el reposo está en la muerte, en la aniquilación... Dormir en los brazos de la madre Naturaleza es el apetecible término de la lucha de la vida... ¡Caiga de mis hombros esta pesada carga que me agobia y descansemos de una vez!

Retiróse de la ventana, trémulo por la agitación de sus ideas, y pocos minutos después era una sombra que se movía entre la oscuridad del jardín; y luego en la relativa claridad del camino que iba a unirse al de la hoz, un gusanillo más que se arrastraba sobre la costra de la tierra.




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- XXVIII -

Lo que descubrió el día


Y aconteció que al amanecer el siguiente, un hombre de Valdecines que tenía negocios en Perojales, entró cantando en la hoz. Cantando seguía sin cerrar la boca, y mirando tan pronto al río como a las peñas de lo alto, cuando cátate que, hallándose junto al asomo más descarado del sendero que llevaba, fáltanle de repente la voz y movimiento, y quédase con los ojos tan abiertos como la boca, y hasta se le muda el color y se le encrespa la greña debajo del sombrero.

-¡Mil demonios -se dijo cuando el espanto le dejó libre el uso del entendimiento-, si aquello no es tan persona humana como yo mesmo!

Y en esto retiraba el cuerpo hacia la montaña y avanzaba la cabeza sobre el abismo.

-Dígote que no marra, ¡carafles!... ¡Que lo es!... ¡Vaya si lo es! Aquello es pata, como la pata mía... y la otra también; y el cuerpo, cuerpo de veras... con su brazo por acá... y su brazo por allá... el matorral le tapa la cabeza... ¡Y el ropaje es bueno si los hay, o yo no veo pizca desde aquí!... Y el hombre no mueve ni pie ni mano... ¡Qué ha de mover, carafles, si quedaría redondo!... Porque, a mi cuenta, se despeñó anoche por aquí abajo.

Miró a sus pies, y vio al borde del precipicio césped resobado y arbustos rotos.

-¿No lo dije? -pensó estremecido el buen hombre-. Por aquí se esborregó el venturao... ¡El Señor le cogiera en gracia!... ¿Y qué hago yo en esto? ¿Paso o no paso?... ¡Que pase mi abuela!

Dijo y se volvió a Valdecines, pálido, aturdido y jadeante. Su primer intento fue dar parte a la Justicia; pero a la Justicia se la teme de lumbre en tales casos: «A buena cuenta -pensó-, me echará mano, por si he tenido yo la culpa; y después... ¡vaya usté a saber en qué para ello, teniendo yo, como tengo, cuatro terrones y un par de bestias!». Pero también si callaba y acertaba a saberse que él había vuelto al pueblo sin llegar a Perojales, y al mismo tiempo se descubría lo tapado, por boca más atrevida que la suya, ¿qué pensar de su silencio y de su espanto? Ocurriósele, en esto, una idea muy atinada; y fue la de referir el caso al señor cura, bajo el secreto de confesión. Y así lo hizo. El cura, después de enterarse de que el supuesto cadáver se hallaba en término de Valdecines, dio parte al alcalde; éste se le endosó al juez municipal; el juez municipal quiso endosárselo al juez de primera instancia, que residía a más de cuatro leguas de allí; acudióse al pedáneo también, so pretexto de que el caso se rozaba, hasta cierto punto, con el ramo de policía, orden y buen gobierno; el pedáneo puso el grito en las nubes y echó la farda a don Lesmes, como forense nato, por su cargo de facultativo titular de la municipalidad; don Lesmes alcanzó el cielo con las manos, y protestó contra el endoso por improcedente... En fin, que se puso en conmoción a todo el pueblo en menos de dos horas. Al cabo se acordó que fuera a levantar el cadáver el Ayuntamiento en masa, con su pedáneo y alguacil, el juez municipal y el cirujano titular don Lesmes; y lo acordado se llevó a efecto en aquella misma mañana.

Lleváronse a prevención cuerdas, hachas y azadones con la gente necesaria para manejarlos, por si había que labrar algún sendero en la montaña para bajar hasta el sitio en que se hallaba el muerto; y se prohibió a los particulares que acompañasen a la comitiva.

Partió ésta de Valdecines, entre la general curiosidad, y llegó al sitio indicado al cura por el descubridor del cadáver.

-¡Lo es! -dijo don Lesmes en cuanto se asomó al despeñadero.

-¡Lo es! -repitieron los circunstantes, asomados también al precipicio.

Y, en efecto, era un cadáver lo que había allá abajo, muy abajo, tendido sobre la angosta braña, poco más ancha que el cadáver mismo, entre el río y la montaña.

Se buscó una bajada posible aun para aquellos hombres avezados a los precipicios, y se halló en un recodo que mucho más arriba formaba la ladera. Estribando en los peñascos y agarrándose a los arbustos, fueron bajando uno a uno los señores de la Justicia y acompañantes. No fue cosa fácil ni placentera; pero al fin llegaron al temeroso lugar. Adelantóse don Lesmes por orden del alcalde. El cadáver estaba tendido boca abajo y con la cabeza oculta entre unas zarzas. El cirujano dispuso, a su vez, que se le diera vuelta. Hiciéronlo así dos hombres. Éstos, don Lesmes y la Justicia en masa, dieron un salto hacia atrás en cuanto el muerto apareció boca arriba. Todos conocían, cuando menos de vista, a Fernando, y todos conocieron su cadáver en aquel que estaban contemplando allí, no obstante las heridas y destrozos, que había en su cara.

-¡Se despeñó! -dijo el alcalde, medio atolondrado.

-No -respondió don Lesmes, pálido y conmovido-; si eso fuera tendría la tapa de los sesos hundida! pero miren ustedes que la tiene levantada... ¡Y harto será que no haya salido por ella lo que entró por este agujero que hay al ras del pasapán!

En esto, uno de los hombres, que reconocía el terreno y se fijaba mucho en los bardales aplastados de la ladera, entre el camino y el sitio en que se hallaba el muerto, encontró una pistola.

-¡Con esa debió ser! -dijo don Lesmes al verla.

-Pero entonces, ¿cómo estaba tan lejos del cadáver? -observó el alcalde.

-Porque..., porque no lo sé -repuso don Lesmes, cada vez más trémulo.

-Pues él debió de bajar rodando por aquí -dijo el que había hallado la pistola-. Estos ramajos quebrados y la sangre que hay en esta peña... ¡Como no se arrimara el tiro allá arriba, y bajaran después él y la pistola!

-Cuéntate que eso fue -replicó el alcalde.

-Si es que no lo hizo todo una mano alevosa -observó don Lesmes.

-Eso es lo que ha de averiguar la Justicia -replicó el alcalde-; y a buena cuenta, vamos a registrar al muerto, por si topamos con algún aquel de luz sobre el particular.

Registrósele en el acto, y se hallaron en sus bolsillos tres cartas: una «para la Justicia»; otra «para el doctor Peñarrubia», y otra «para la señorita Águeda Rubárcena».

El juez abrió la primera, que decía así:

«Declaro que me quito la vida por mi propia voluntad, y ruego a la Justicia que recoja mi cadáver, que haga llegar a sus respectivos destinos las dos cartas que hallará con ésta en mi bolsillo.-Fernando Peñarrubia».



-Y la fecha es de ayer -añadió el juez-. Pues con esta declaración acabó la presente historia. Y bien mirado, más vale así.

Los circunstantes oyeron estupefactos la lectura del papel, y ni una palabra se oyó allí contra el desdichado a quien el día antes hubieran arrojado a pedradas de Valdecines.

Alguien, más en son de lástima que de vituperio, acertó a decir:

-Quien mal anda...

Pero no llegó a acabar el proverbio, pues el alcalde le atajó con estas expresiones:

-Esa es cuenta de Dios, que le ha juzgado ya... A nosotros no nos toca más que tenerle compasión, cumplir su última voluntad y darle sepultura. ¡Desventurado de él, que por su delito no puede recibirla sagrada!

Y no obstante, por un sentimiento de caridad, aquellos hombres rudos se descubrieron la cabeza, se hincaron de rodillas e imploraron, en fervorosa oración, la divina misericordia para el alma de aquel cuerpo manchado por el mayor de los crímenes.

-Falta -dijo luego el alcalde, hablando siempre en nombre del juez, no muy ducho en tales procedimientos- identificar la persona, vamos al decir, el cadáver.

Llamó al alguacil y al pedáneo.

-Tú -dijo primero-, vas a ir volando ahora mismo a Perojales. Entregarás esta carta a quien reza el sobre, y dirás a esa persona que se le espera aquí, para..., para los efectos consiguientes.

Hízose notar a la digna autoridad que era el golpe harto recio para dado sin advertencia ni contemplaciones.

-Cierto -respondió el alcalde-. Por dura que ese hombre tenga el alma, ha de llegarle muy adentro la noticia, y compasión me da de veras, aunque no la merezca; pero la justicia no debe tener entrañas y la ley es ley... y ya estás andando..., quiero decir de vuelta, porque aquí queda esperando la autoridad.

Y el alguacil, sin chistar echó a gatas por el sendero a cumplir lo mandado.

-Tú -dijo entonces el alcalde al pedáneo-, pica también monte arriba y no pares hasta Valdecines con esta carta, que entregarás en propia mano, con la finura y aquel del caso respective al genial y prosapia de la señora que ha de recibirla. Y ahora -añadió, volviéndose al juez, mientras el pedáneo tomaba el mismo sendero que el alguacil-, hay que escribir todo esto que está pasando y ha pasado, con el ítem más de la declaración del señor facultativo, en la solfa conveniente al resultante; pero como el caso pide buena pluma y mucho sosiego, se hará la diligencia y competente sumaria en la casa consistorial como si hubiera sido hecha de cuerpo presente, y procederemos en su hora al sotierre, que bien puede ser aquí, ya que está prohibido que sea en el camposanto..., si otra cosa no dispone el interesado que ha de reconocer al muerto...

Habrá notado el lector que el bueno de don Lesmes habló muy poco durante las narradas ceremonias. No hay que extrañarlo. Andaba el hombre tan sin tino ni serenidad, que a pique estuvo de desmayarse cuando se le dijo que había que proceder a la autopsia del cadáver. Disfrazó su natural repugnancia a semejantes carnicerías con el aserto de que le faltaba corazón para descuartizar al hijo de su muy querido amigo y condiscípulo el doctor Peñarrubia, y convínose en dar por cumplido este requisito en el expediente que había de formarse. Con lo cual se tranquilizó no poco, y hasta comenzó un discurso sobre lo innecesarias que eran esas «barbaridades» en la mayor parte de los casos en que se empleaban; y perorando estaba, mientras los hombres agregados a la justicia abrían una fosa cerca del muerto, cuando apareció en lo alto del camino de Perojales, a todo correr del caballo que montaba, el infeliz doctor Peñarrubia.

Enmudeció el cirujano a la vista de aquel horrible dolor en cuerpo y alma, y hasta los que más le aborrecían por impío se condolieron de él por padre sin ventura.

No quiero atormentar al lector con el relato de lo que allí pasó poco después. Si no desea ignorarlo, imagíneselo, cosa no difícil para él, pues conoce al padre, ha visto lo que queda y ¡cómo queda! del hijo, y es cristiano y tiene corazón y caridad.

Debo no obstante, y para ayudar a su imaginación, ofrecerle un dato importante. Cuando los criados del doctor le dijeron que habían hallado abiertas las puertas de la casa y la del corral, lanzóse el infeliz, en un movimiento instintivo de su amor, al cuarto de Fernando. Encontróle vacío, vio su cama intacta y se estremeció. Sin atreverse a oír lo que le decían sus propios pensamientos, mandó a sus sirvientes en busca de su hijo en varias direcciones, y él mismo tomó la de Valdecines, por juzgarla más llena de esperanzas.

En la hoz estaba ya, y muy adentro, cuando le encontró el alguacil que le llevaba la carta consabida. Detúvole, entregándoselo, sin miramientos ni precauciones; leyóla el otro, más con el corazón que con los ojos; pidió luego como deben pedir la muerte los que no pueden con la vida, ¡más noticias!, y el alguacil le refirió cuanto sabía, que no era poco. ¡Tan reciente era la que llevaba el doctor clavada en el pecho como un puñal de cien puntas, y tan inhumanamente se le había dado la puñalada! Ahora podrá ver el lector a su verdadera luz la escena que tuvo lugar poco después en el fondo del precipicio.




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- XXIX -

De rechazo


Desde que don Sotero vio la obra de Bastián destruida por la inesperada venida de don Plácido a Valdecines, juzgó en descenso su fortuna. Alentábale, sin embargo, la esperanza que ponía en el carácter estrafalario, bonachón y docilote del solterón de Treshigares; pero cuando habló con él y le vio tan firme y resuelto, comprendió que principiaba el fin de sus iniquidades y, lo que era más grave para él, que había quedado preso en la red tendida al caudal de los Rubárcenas. Ni sus atrevimientos hasta allí tenían fácil disculpa, ni el sesgo que tomaban las cosas se prestaba a imponerlos como ley por la fuerza de otros mayores. Meditó seriamente sobre el caso, y le vio muy negro por todas partes. Su mayor aspiración no podía exceder ya de que se le perdonara lo pasado. En cuanto a su intervención en casa de los Rubárcenas, no ya como tutor y curador de las huérfanas, pero ni siquiera como administrador de sus bienes, era una insensatez no darla por concluida. De manera que no solamente tenía que renunciar a la posesión de aquel caudal, con tanta maña perseguido, sino también a lo que de él pudiera pegársele a fuerza de manosearle. Era la primera vez que se le escapaba de entre las uñas una presa señalada con sus ojos. Le costó mucho trabajo resignarse a verlo así; pero la necesidad le obligó a ello.

La mejor jugada de toda su vida había estado a punto de hacerla en la vejez, y aquella jugada la perdió al cabo. Probado está que a esa edad es cuando más estragos causan las grandes pesadumbres y las agudas enfermedades. No se asombre, pues, el lector si le digo que en menos de veinticuatro horas se abatió la entereza de don Sotero, como áspero y bravío roble herido por el hacha en sus raíces, quédase aún enhiesto, pero hasta las brisas le bambolean, y el primer viento le derriba.

Resuelto a implorar hasta la misericordia de sus víctimas para sacar el único partido que le ofrecían las dificultades de su situación, consagró el corto plazo que le dio el indignado señor de Quincevillas para optar entre los dos extremos que le propuso, a arreglar sus cuentas del mejor modo posible; y aun en aquella ocasión demostró el buen ex procurador que, como el gitano del cuento, era una hormiguita para su casa. ¡Qué mano de raspa tan admirable! ¡Qué primor de destreza aquella pluma para imitar recibos de doña Marta! ¡Qué instinto aritmético el suyo para obtener alcances en su favor allí donde no había sino rastro de sus ávidas manos, al sacarlas llenas de lo que no le pertenecía, durante tantos años de administración! Y todos esos milagros los hacía el pío varón en medio del mayor desconcierto cerebral. Porque es de saberse que a la sazón hablaba solo y deliraba; y hasta el escaso mendrugo que comía, menos le servía para alimento del cuerpo que para dar fuerzas a su pesadumbre. ¡Qué no hubiera hecho el santo hombre puesto a la misma tarea en sana salud!

Antojábasele poco cuanto sacaba en números de los libros de su administración; y cuando pasaba la vista por el inventario, bien ordenado y dispuesto, de su propio caudal, aunque éste era bueno y estaba bien asegurado, creíase pobre y a las puertas de la miseria. ¡Tan grande le parecía lo que se le había escapado de entre las uñas, y por tan suyo llegó a contarlo!

El único deudor que aparecía allí sin hipoteca sólida y a todas horas realizable, era Fernando. ¡Dónde tuvo él la cabeza; qué sensiblera estupidez le cegó cuando hizo aquel desatinado negocio! ¡El ansia de tener cogido por ese lado al aspirante al caudal de Águeda; la convicción de que todo ello era un grano más en la semilla que había de darle tan abundante cosecha!... ¡Y la cosecha se perdió al menor soplo de la adversidad! ¡Mentecato, y mil veces mentecato!... ¿Dónde puede haber disculpa para el hombre que así aventura lo que más ama y necesita?... Si, bien mirado, el doctor se hallaba en lo mejor de la vida y al ver cómo la traía de regalona y descuidada, el más lerdo comprendería que hasta los clavos de la puerta se habría comido ya para el día de su muerte. ¡Qué lucida hipoteca para sus seis mil duros! ¡Y el muy torpe hostigaba y perseguía a su deudor exponiéndole a coger una enfermedad, o a cometer un desatino que le costara la vida antes de adquirir con qué pagarle! Afortunadamente, aún era tiempo de enmendar esa torpeza. Buscaría a Fernando, le hablaría al alma, le pediría perdón por sus pasadas inclemencias, y hasta se brindaría a ayudarle en sus proyectos. ¿Y por qué no? Al cabo y a la postre, ¿no era gallardo y excelente mozo? ¿No hacía con Águeda la pareja más hermosa que pudiera buscarse? ¿Que era un tanto descreído?... ¡Bah! ¿Quién se para en tales pequeñeces hoy? Tener o no tener, ésta es la cuestión. Pero ¿aceptaría el vanidoso joven sus excusas y protestas, después de la guerra que le había hecho él?

Así discurría el santo varón según iba leyendo y manoseando el recibo que ya conocemos, tras de llorar las mal aprovechadas horas de su vida (con los cuales discursos sufría congojas mortales y sudaba hieles y borra de azufre por todos los poros de su lacio pellejo, pues es de saberse que ayuno estaba su estómago aquel día hasta del fementido chocolate con que entretenía al levantarse los asaltos del hambre), cuando llegaba a Valdecines el pedáneo con la carta para Águeda, y la noticia, que se propagó por el pueblo como la llama en un reguero de pólvora, de que el cadáver hallado en la hoz era del hijo del doctor Peñarrubia.

Lo oyó Bastián a la puerta de su casa, subió las escaleras de cuatro zancadas; entró en la alcoba sin pedir permiso; y tal como lo cogió en la calle, se lo espetó en crudo a su tío, en la persuasión de que le daba la más sabrosa de las noticias.

No prestando crédito a sus oídos, que desde días atrás le zumbaban muy a menudo, don Sotero, sobresaltado y trémulo, hizo repetir a Bastián todas sus palabras; después le preguntó con la voz medio extinguida, quién le había dado la noticia, y por último, quién la había traído al pueblo; y cuando supo todo lo que sabía el alcalde pedáneo, encontróse sin fuerzas para moverse de la silla, y ni siquiera las tuvo para cerrar la boca y los ojos que se le habían quedado desmesuradamente abiertos; las negras ideas se bamboleaban en su cerebro al mismo compás que el armario y la mesa, y la ventana y las paredes de su cuarto; sentía que por toda su piel se deslizaba un sudor frío, como si la sangre, convertida en suero destilado, se le derramara por los poros y tan amarillo y desmayado se le puso el color, que Bastián, transido de susto, corrió a avisar a Celsa.

Entre tanto notó don Sotero, en medio de su modorra, que se le caía de las manos el papel que entre ellas tenía cuando entró en el cuarto su sobrino; y como ya no veía sino por los ojos de su perturbada imaginación, soñó que aquel documento se convertía en seis pesadísimas y repletas talegas con alas, las cuales seis talegas se alzaron volando y se le pusieron sobre el pecho. Como eran tan pesadas, ahogábase el hombre debajo de ellas; pero carecía de movimiento y de voz, y hubo de sufrir aquel suplicio hasta que las talegas volvieron a volar, todas a un mismo tiempo. Volaron muy alto, como pájaro que se va; pero detuviéronse allá arriba unos instantes en sosegado coloquio. Después se separaron unas de otras, tornaron a reunirse y, por último, muy adheridas entre sí, casi formando una sola masa, dejáronse caer a plomo, con una velocidad vertiginosa, sobre la cabeza de don Sotero. Veíalas éste descender, y no podía separarse un punto para evitar el golpe que le esperaba. ¡Qué golpe! Hubiera jurado el mísero, al sufrirlo, que le oyeron desde el otro hemisferio, que su propio cuerpo se había hundido en la tierra hasta el pescuezo, y que por el agujero abierto en su cabeza entraba todo el agua del regato del valle alborotada y ruidosa, llenándole el cráneo y desalojando de él hasta el último de sus desquiciados pensamientos. Entonces perdió también la sensibilidad y toda noción de su existencia.

Cuando don Lesmes llegó de la hoz al mediodía, Bastián le aguardaba a la puerta de su casa. Díjole lo que ocurría en la de su tío, y el cirujano corrió a ella sin detenerse a descansar un instante, pero apuntando en su memoria aquel día como el más infausto de todos los de su larga carrera profesional.

Hallábase ya tendido sobre el lecho el enfermo, con el rostro amoratado y verde espumarajo entre los dientes, y rodeábanle Celsa y algunos vecinos que habían acudido a sus gritos y los de Bastián, cuando le vieron derribado en el suelo después de la referida visión de las talegas.

Don Lesmes le reconoció detenidamente, y dijo, volviéndose a los circunstantes:

-Es un paralís de carácter apoplético.

Y como alguien le preguntara qué venían a ser en romance estos latines, añadió el cirujano:

-Una hemiplejía lateral derecha.

Tampoco esta explicación satisfizo la natural curiosidad de los presentes. Entonces preguntó Bastián a don Lesmes:

-¿Pero se muere o no se muere?

-Tan cerca está de morirse -respondió el cirujano-, que vas a ir ahora mismo a buscar la unción mientras yo empleo los pocos recursos que caben en lo humano para tratar de volverle a la vida.

Bastián que tal oyó, echóse sobre el agotado cuerpo de su tío, no para llorar ni para mesarse las greñas en testimonio de su pesadumbre, sino para registrarle los bolsillos, hasta dar con la llave de aquellos cajones en que se guardaban los tesoros del avariento. Cuando las tuvo en la mano recogió los libros y papeles que había sobre la mesa, los guardó en el arcón muy sosegadamente, y entonces salió a cumplir el encargo hecho por don Lesmes, entre las maldiciones de Celsa y el asombro de los demás.




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- XXX -

El sol de Tasia


En las primeras horas de la tarde del día de San Juan, mientras las campanas repicaban al rosario, y las mozas se vestían y se adornaban par ir a rezarle y andar otra vez la procesión antes de dar comienzo la romería, y se dirigían a Valdecines por sierras, mieses y montañas las gentes de los pueblos circunvecinos, Águeda había llamado a Macabeo a su casa.

-Para que esta tarde celebres la fiesta del santo Patrono más alegremente que lo poco que alcanzaste de la velada de anoche, quiero que sepas que he determinado, con el beneplácito de mi hermana y de mi tío, regalarte cuantas tierras llevas de esta casa en arriendo, sin perjuicio de manifestarte la estimación en que todos te tenemos con otras dádivas, hasta hacer de ti uno de los mejor acomodados labradores del pueblo. En cuanto al servicio que anoche me prestaste, como no es de los que pueden pagarse con dinero, queremos que le vayas cobrando considerándote como persona allegada a nuestra familia... ¿Te satisface lo que te digo, Macabeo?

-¡No señora! -respondió éste entre conmovido y entusiasmado-, y máteme Dios si dejo de agradecer en todo lo que vale esa riqueza que usté me ofrece; pero es el caso que, viéndome ya tan pagado, el día en que usté me pida la vida entera porque la necesite, yo mismo he de creer, al dársela, que se la doy a cuenta de lo recibido, y eso no tendría gracia maldita.

-Pero como yo te aseguro -repuso Águeda, envolviendo sus palabras en una de aquellas celestiales sonrisas con que se imponía a cuantos la trataban- que no has de hallarte jamás en ese trance, queda el trato hecho... y vete ahora a divertirte a la romería.

¿Querrán ustedes creer que por más esfuerzos que hizo Macabeo no pudo complacer a Águeda en lo de divertirse aquella tarde? Mucho le desazonaba el asunto de los ramos puestos en sus tierras, y el no poder averiguar qué manos habían andado en el juego, traíale, además, no poco preocupado lo que se decía en cada casa y en todos los corrillos de Fernando, de sus inicuos propósitos y de sus criminales antecedentes, noticias todas que tan mal se avenían con la idea que él tenía formada del campechano joven, y con el destino que se había atrevido a darle en sus oficiosas figuraciones; contrariábale también la misma bulla del día, que le hacía tan poco a propósito para presentarse en casa de Tasia y pedírsela a su padre, según lo acordado entre la moza y él al emprender su viaje a Treshigares; todo esto junto y cada cosa de por sí, era bastante motivo para aguarle la fiesta robándole el buen humor; pero lo que más le acongojaba y entristecía era el recuerdo de lo sucedido en casa de don Sotero al llegar él de Treshigares. Cuando en ello pensaba, y no lo echaba un punto del pensamiento, no comprendía cómo no estaba ya en la picota el consejero; y en presidio el aconsejado. ¡Ah!, si no fuera por esparcir los sonidos del suceso, hasta entonces de todos ignorado en el pueblo, ¡qué solfa de palos no hubiera llovido ya sobre las costillas de los dos causantes!... ¡Y uno de ellos era el que robaba de vez en cuando las preferencias de Tasia!... ¡Bestia dañina y estúpida!... ¡Ahora lo vería; ahora que él era rico y preferido, y además le tenía cogido por las grañas de un delito abominable!

En éstas y otras meditaciones pasó la tarde culebreando por la romería, olisqueando las avellanas y chupando algunos caramelos; recibiendo las bromas de la gente, no de muy buen talante, y sin verse asaltado una sola vez de la tentación del baile..., ¡y cuidado, que le hubo hasta de tambor, que es cuanto puede pedirse de estimulante y provocativo!

Por más que registró con los ojos todos los rincones de la romería, no vio a Bastián en ninguno de ellos. Resueltamente era ya cosa muerta su enemigo, en lo tocante a pretender a Tasia.

Decidió a pedirla al otro día; pero supo, al ir a ponerlo en ejecución, que su padre había ido al monte. Bajó de él ya muy tarde, y según noticias, no de muy buen humor, por haber mosqueado los bueyes con los tábanos, entornado el carro, rótosele a la pértiga dos trichorías y el cabezón. Aplazó el asunto hasta el día siguiente.

En el cual, como el lector sabe, desde muy temprano comenzó a hablarse en Valdecines del hombre muerto hallado en la hoz. Súpose luego quién era, y Macabeo se consternó. Averiguó después que el pedáneo había traído una carta, encontrada en el bolsillo del difunto, para Águeda, y estuvo a pique de desmayarse. Corrió a la casa, con las pocas fuerzas que le quedaban, a preguntar si le necesitaban para alguna cosa, y dijéronle que no. Quedóse por lo que pudiera ocurrir, arrimado a la portalada; y allí supo que don Sotero se había puesto muy malo. No se lo tomara Dios en cuenta; pero se alegró con el suceso en casa de sus señores, internóse en el lugar a caza de noticias. Y oyó tocar a muerto. Pasaba don Lesmes muy cerca de él a la sazón, y preguntóle por quién tocaban.

-Por don Sotero Barredera -contestó el cirujano-. ¡El paralís le agarró de firme! Dos horas he estado bregando con él, y como si bregara con una peña. Hace diez minutos que fue a dar a Dios cuenta de sus obras.

-¡Buena estará esa cuenta, caráspitis! -dijo Macabeo llevando hasta la boca sus manos entrelazadas.

-¡Buena de veras! -replicó don Lesmes, guiñando un ojo-. ¡Te digo que éste es día de órdago y quince a la mayor! ¡Ni piernas tengo ya que me lleven, con la faena que traigo desde que amaneció, Macabeo! ¡Y Dios quiera que con lo visto acabemos hoy! ¡Esta condenada secura de tantos días acá, tenía que dar sus frutos!

Y como Macabeo no le escuchaba ya, marchóse el cirujano. Y Macabeo no le escuchaba porque se había puesto a cavilar que la muerte de don Sotero, por más de una razón, podía influir mucho en las miras de Bastián y en los pareceres de Tasia.

-De todos modos -se dijo Macabeo-, a seguro llevan preso; y ahora que está el zorro metido en la cueva, salvemos la gallina.

Y enderezó sus pasos resueltamente a casa de Tasia. Entró sin llamar hasta la cocina, alumbrada por la escasa luz que penetraba por la ventana que abría al portal. Sueño le pareció lo que veía; pero no tardó en convencerse de que era pura realidad; allí estaba Bastián en medio de la familia de Tasia leyendo unos papelones, cuyo contenido causaba el más regocijado asombro en los oyentes.

-¡A lo que vengo, Tasia! -dijo Macabeo, anunciado su llegada con estas palabras y un gesto de hiel y vinagre.

-Pues tú dirás a qué vienes -respondió Tasia, volviendo la cara muy desabrida y no poniéndosela su padre más risueña.

Bastián perdió un tantico el color al verse tan cerca de Macabeo; pero estaba bien protegido entonces, y esta reflexión le tranquilizó.

-Si lo ofrecido es deuda, algo me debes, ¡caráspitis! -añadió Macabeo-, y eso es lo que vengo a buscar.

Tasia, muy serena, preguntóle:

-¿Qué te he ofrecido yo, Macabeo?

-¿Qué me dijiste al despedirte de mí la última vez que hablamos juntos? -preguntó a la moza el preguntado-. Venir acá me mandastes.

-¿Díjete, por si acaso, lo que habían de responderte cuando llamaras a la puerta? Además, que de días a días, van muchas horas y bien sabes tú que en cada hora mudan los pensamientos.

-De veleta floja fueron siempre los tuyos ¡caráspitis!...

Alzóse en esto el padre con el papel que cogió de las manos de Bastián, y dijo así, mostrándosele a Macabeo:

-Ni entro ni salgo, ni tan siquiera sé por dónde van esos aires con que andáis ahí sopla que sopla; pero mira en este papel una pizca de lo que el señor ofrece a Tasia.

-El señor -respondió Macabeo señalando a Bastián- haría mejor en dejar ese papel en el arcón en que estaba, siquiera por bien parecer, hasta que la tierra tapara al que apandó tantos caudales..., sabe Dios cómo; y bueno fuera también, caráspitis, que antes de ofrecer esas grandezas supiera si eran suyas.

-¡Y mucho que lo son, Dios! -se atrevió a afirmar Bastián.

-Tocante a eso -añadió el padre de Tasia, tomando otros papelotes que le alargó Bastián-, aquí está el testamento que lo reza todo... y mucho más. Has de saber que Bastián resulta, por estos ites y consonantes, hijo del finado y su heredero único.

-¡Caráspitis! -respondió Macabeo-; sin esos papelotes ni otras pruebas que yo tengo bien flamantes, conociera yo que esta bestia es hijo del padre por lo mucho que le llora... Y con esto finiquito y me voy, y muy campante; que la venganza de la falsía que han querido hacerme, en esta casa la dejo con la cría que meten en ella... Y ahora, sábete -añadió, encarándose con Tasia- que no venía hoy a pedirte, como te has pensado, sino a decirte que para lo que soy y tengo, no es quién una descorazonada, cubiciosa y cicatera como tú.

Con este desahogo salió Macabeo a la calle; pero no tan satisfecho como aparentaba. Cuando menos, la burla le carcomía el puntillo. No obstante, en su buen juicio vio las cosas con completa claridad; diose por vengado con lo dicho al despedirse de la falsa, y dirigióse a buen andar al punto de donde había salido media hora antes.

-¡Esta y no más -decía para sí mientras andaba-, y bien venida sea, caráspitis, por la enseñanza que me trajo!... Y a fe que ya es hora, Macabeo; que años tienes de sobra para no pensar en juegos de galanes. ¡Pobre de mí, caráspitis, si el escarmiento me coge con la cruz a cuestas! Pero Dios me guía, y no me desampara, y Él es quien me dice que no nací para casado, porque, aunque pobre y hediondo, hago falta en otra parte! ¡Allí, Macabeo, allí está tu pan y tu calor y tu descanso! Devuelve esas tierras y esos galardones que te regalan y te brindan; cierra su choza, vende tus ganados; y pues te ofrecen, sin merecerlo, amparo y estimación como a cosa de familia, di que te den siquiera un cacho de rincón debajo de aquel techo y un mendrugo a las horas de comer, ¡y firme, con vida y alma, llorando con los que lloran y riendo con los que rían y trabajando para todos!; y cuando más no puedas porque te rindan los años, ¡muere como perro leal guardando la puerta de quien te da lo que no mereces, y bendiciendo a Dios que, sólo por cumplir con tu deber, te otorgó ángeles por familia y palacios por morada!

Tan abstraído iba en estas meditaciones, que estuvo a riesgo de tropezar con un caballo que, al mismo tiempo que él, llegaba a la portalada. Levantó la vista. El que venía sobre aquel caballo era el doctor Peñarrubia. Pero ¡en qué estado! Si voraces vampiros le hubieran chupado la sangre del rostro, no quedara éste tan descarnado y macilento. En sus ojos no había luz, sino tristeza, desconsuelo, desesperación y surcos de lágrimas; y en su vestido, desaliñado y mordido por las zarzas del monte, notábanse sangrientas señales de que sobre él había descansado la mutilada cabeza del infeliz suicida.

Nada le dijo Macabeo por respeto a su tribulación inmensa y nada dijo el doctor a Macabeo, en quien no se fijó siquiera al apearse del caballo que el otro le tenía. Dejósele abandonado en cuanto puso los pies en el suelo, y entró en la corralada.

Viole alejarse Macabeo, y dijo para sí tristemente, mientras se disponía a conducir el caballo a la cuadra del otro lado:

-Por poca vida que Dios me conceda, ¡cuánto me toca ver todavía en esta casa! ¡Y si ello fuera alegre!...




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- XXXI -

Las heces del cáliz


Ningún bálsamo tan prodigioso para templar en la memoria de Águeda los recuerdos de la pasada noche como la noticia que tuvo al día siguiente, de que Fernando había encomendado al cura de Valdecines la tarea de su conversión.

Ya hemos visto que, al considerar los motivos que la alejaban de él, padecía dos tormentos a la vez: el tormento de perderle y el tormento de pensar que el incrédulo se perdía. Ambos dolores se calmaban con aquel remedio.

No hay sol más resplandeciente que el primero que luce después de una tempestad. Así son las ilusiones: las que se forja la imaginación en las treguas de los grandes martirios, son las más agradables. ¿Qué mucho que Águeda se recrease en dar cuerpo y alas y espacio en que volar a las suyas, adquiridas después de tantas y tan deshechas tempestades?

En medio de esta claridad risueña cayó de repente, como noche preñada de horrores, la noticia del suicidio de Fernando. No bastó su carta: fue preciso, para dar al cuadro todo el negro tinte que cabía en él, que el mensajero que la puso en manos de Águeda describiera con inclemente prolijidad los pormenores de la escena que había presenciado en el fondo de aquel inmenso sepulcro. ¿Qué sonda mediría la profundidad del dolor que sintió la desventurada en tan aciago instante? Pero ni una queja brotó de sus labios, ni halló cabida en su mente. Mártir heroica de la fe, recibió el golpe en medio del pecho y a pie firme, convencida por la amarga experiencia de su largo calvario de que para lidiar así la había arrojado Dios a las luchas de la vida; elevó al cielo cuanto de ángel había en su naturaleza formada para el martirio: y ya no pensó en que padecía, sino en padecer más para ofrecer sus tormentos en satisfacción por el delito de Fernando, si era posible, que a su enormidad alcanzase la divina misericordia.

«Si existe ese Dios a quien adoras y me sacrificas -decía un párrafo de la carta del suicida-, ¿por qué siembra de aprobios y de afrentas el único camino por donde puedo buscarle para conocerle y merecerle? O tu Dios no existe o es el mal».

¡Rebelde y blasfemo!... ¡Insensato!... ¡Y adoraba a Águeda, y no alcanzaba a ver en ella el vivo ejemplo del valor cristiano; cómo se lucha y se sufre y se vence en las grandes tribulaciones de la vida; cuál es el deber y cuál es la locura; cuál es la verdad y cuál es el falso brillo de los errores de la conciencia; hasta dónde llega la flaca razón humana, y desde dónde comienza a revelarse la providencia de Dios; cómo es fuerza lo que parece debilidad, y cómo consiste el valor, no en aniquilarse delante del peligro, sino en afrontarle a pecho descubierto!

Concebía a Fernando incrédulo, separado de ella y hasta luchando inútilmente por creer para merecerla; imaginósele alguna vez desesperanzado y desfallecido, y aun sucumbiendo entre dudas... Pero morir por su propia mano y abrazado a sus errores, con la desesperación en el alma y la blasfemia entre los labios, y ser ella el motivo, la chispa que produjo la explosión de tal demencia, pasaba mucho más allá de los límites de sus previsiones. Ni en el cielo podía haber perdón para crimen tan horrendo, ni en la tierra descanso ni sosiego para ella.

El bueno de don Plácido intentó en vano consolarla.

-Vamos, hija mía -díjola cariñoso-, ánimo... ¡Ánimo, y siempre ánimo que, al fin y al cabo, no quedas sola en el mundo!... Bien considerado este suceso, era de esperarse más tarde o más temprano... y, francamente, preferible es que haya ocurrido ahora... Digo que era de esperar, porque donde no hay temor de Dios, no caben obras más cuerdas; y bien sabes tú cómo anda la religión en esa casta. Cierto que su padre, aunque hereje, va arrastrando la vida sosegadamente; pero esto puede consistir en que el aislamiento en que vive le pone a cubierto de las desazones con que se prueba el temple de las almas. Además, según mis noticias, las herejías del padre son tortas y pan pintado comparadas con la incredulidad de que se jactaba el hijo... Y eso tenía que suceder por la fuerza misma de las cosas. De tal palo, tal astilla. De un tibio y descuidado en materia de fe nace un volteriano como el doctor Peñarrubia; de un volteriano, un ateo que pierde los estribos al menor contratiempo, y se vuelve loco, o se quita la vida, que tanto monta... Y en su lógica obran muy racionalmente: muerto el perro, se acabó la rabia... pues mato el perro. En cuanto a los tontos que en el mundo dejan tales sabios llorando su criminal locura, ¿qué vale eso? Quien no acierta a conocer a Dios en toda su vida, ¿cómo ha de fijarse en semejantes pequeñeces en el momento de cometer la heroicidad?... No faltan desventurados que la aplauden..., y hasta la imitan; y a ello hay que atenerse. ¡Admirable raza para regenerar el viejo mundo! ¡Admirable seso el de los hombres que se desviven por echar hacia ese abismo las corrientes de las ideas!

Nada respondía Águeda a estas observaciones de su tío; pero comenzó a llorar en silencio. Entonces dijo don Plácido acariciándola:

-Eso es lo que necesitas por ahora, hija mía: llorar, llorar mucho. Las lágrimas fueron puestas por Dios en los ojos para desahogar las penas del corazón. Llora y descansa.

Después, no pudiendo consolarla, trató de distraerla, y la habló así:

-Díjete que no te quedabas sola en el mundo, y dije la verdad. Has de saber que he convenido con tu hermana en venirme a vivir con vosotras.

Aquí rompió Águeda el silencio para expresar la alegría que la causaba la noticia.

-¿Pudiste creer jamás, que yo os abandonara? -exclamó don Plácido.

-No, señor; pero nunca me hubiera atrevido a pedir a usted tan grande sacrificio.

-¡Me gusta la salida!, ¡sacrificio nada menos! No hay tal sacrificio, hija mía, en mi propósito; antes hay mucho egoísmo... Me he convencido de que para cultivar la única afición que tengo, lo mismo da Valdecines que Treshigares. Con trasladar a tu casa mi gallinero, se acabó la dificultad. Además, no quiero ocultarte que, según van pasando los años, me van pareciendo más largas las horas en aquella soledad... Está visto que los niños y los viejos no pueden vivir sin calor de la familia.

-¡Qué inmenso beneficio hace usted a mi hermana!

-¡Ah, picarilla!... ¡Toda tu gratitud por ella, y nada por ti!..., es decir que me dejas, precisamente, sin lo que yo iba buscando... Bueno, bueno. Sacrifíquese usted por ingratas!

A esta broma respondió Águeda, acompañando sus palabras con una sonrisa que parecía un sudario:

-Pilar empieza a vivir ahora, tío..., es una niña.

-¡Y tú eres otra niña un poco mayor!... Y eso, ¿qué? ¿Quieres decirme que vas a morirte pronto, y que no te hacen falta amparos en el mundo!... ¡Vaya si te leo yo los pensamientos! Pues sábete que te llevas chasco si tal has pensado, ¡y chasco muy grande!... ¡No faltaba más! Cierto que estás quedándote como la estatua de la melancolía, y que no parece sino que te van arrancando las carnes y robándote el color cuantos te hablan y te miran; pero ¿qué ha de suceder si eres una carga de penas y de cuidados? Pasará la borrasca, ¿pues no ha de pasar?, y lucirán días mejores para ti y para todos nosotros... Siempre te quedará allá dentro un poquito de resquemor; pero ¡qué diablo!, la vida sin cruz no es vida de cristiano; y ¡viva la gallina, aunque sea con su pepita!

Entró Pilar en esto, diciendo muy alegre:

-¡Don Sotero está malísimo!

A lo que respondió don Plácido:

-Esa es una noticia que ha echado a volar el tunante, por no vérsela hoy cara a cara conmigo.

Insistió Pilar en lo que aseguraba, dando buen origen a la nueva, y concluyó don Plácido:

-Pues mira: siento que le mate Dios antes de haberle echado yo a presidio.

Y como Águeda siguiera llorando y Pilar lo notara y se abrazara a ella, fuese don Plácido, no sé si movido de la curiosidad en que le habían puesto las noticias traídas por la niña, o del convencimiento de que Águeda necesitaba llorar mucho y hablar poco.

De todas maneras, antes de una hora estuvo de vuelta.

-¡Y hay inocentes -dijo a sus sobrinas- que dudan de la justicia de Dios!... Hijas mías, don Sotero acaba de morir.

Águeda se estremeció.

-¡Qué gusto! -exclamó Pilar, palmoteando muy recio.

-¿Qué dices, niña? -respondió Águeda, reprendiéndola.

-Creo que tiene razón esta chiquilla -observó don Plácido-. Hombres como ése... En fin, Dios sabe muy bien lo que se ha hecho.

-¡Y habrá muerto sin confesión!

-Sospécholo cuando no ha venido el señor cura a restituirme lo que robó en vida esa garduña...

-¡Que Dios le perdone como yo le perdono!

-Pues si tú le perdonas, que no se condene por mí..., ni por ti tampoco. ¿Verdad, Pilar?

-Con tal de que no vuelva, perdónole también -dijo la niña.

-Así me gusta... Pues, sí señor; la cosa no tiene duda, porque acaba de decírmelo don Lesmes en la portalada.

-¿Don Lesmes ha vuelto ya? -preguntó Águeda.

-¡Otra te pego!... ¡Y yo que no me acordaba!... Pues sí; volvió don Lesmes... ¡Hija mía, qué cara de angustia se te ha puesto! Ya sé por qué; y necio fuera el ocultarte cosa alguna... Todo ha concluido allí del mejor modo posible... Estuvo su padre... ¡Figúrate cómo estaría!

-¡Desdichado!

-¡Eso sí!... Cuanto se diga es poco... Se encontró ya la fosa abierta...

-¡Ni tierra bendita para cubrirle, tío!

-¡Ni eso siquiera, hija mía!... ¡Ni eso merecen los que mueren renegando de Dios!

-¡Qué horror!

-Lo mismo dijo su padre, a pesar de lo poco en que tiene las cosas del otro mundo. Por compasión a su dolor y a sus lágrimas, se le ha permitido que lleve aquellos míseros despojos a su propio solar, donde hallarán sepultura menos indigna que en el fondo de una barranca, como las bestias. En los preparativos quedaron el doctor y algunas buenas gentes que por caridad le ayudan. Quizá esté ya el triste cortejo camino de Perojales. Del mal, el menos, hija mía. Y ahora que todo lo sabes, no temo lo que puedas averiguar por bocas imprudentes que se complacen en exagerar los horrores.

Por aquí andaba la conversación, cuando el doctor, a quien hemos visto llegar a la portalada, pidió permiso para hablar a solas con Águeda.

¡Otro golpe de muerte para la infeliz! Don Plácido y Pilar se retiraron.

-¡Vengo -dijo Peñarrubia con voz enronquecida y temblorosa- a cumplir la última voluntad de un moribundo!

Águeda, traspasada de angustia, bajó la cabeza. La presencia de aquel hombre agobiado por el mayor de los infortunios hacía más terrible el cuadro que no se apartaba un momento de su imaginación.

-¡Le mató la tenacidad de un fanatismo inclemente, señora! -añadió el doctor, después de aguardar en vano una respuesta de Águeda.

Tomó ésta el dicho a reconvención; parecióle injusta y cruel, y respondió con energía:

-¡Le mató su rebeldía a los decretos de Dios!

-Un deber mal entendido hizo imposible la única aspiración de su vida.

-La ignorancia de los suyos se la quitó.

-¡Los imposibles no se venden con las humanas fuerzas!

-¡Pero se sufren con la resignación cristiana! Pues si para esas contrariedades no hubiera otra defensa que la muerte, ¿viviera yo en este instante, doctor?

Acertó a mirarla éste con ávida curiosidad, excitada por lo que de amargo y solemne había en el acento de sus palabras, y se asombró al ver los estragos que las penas habían hecho en aquella belleza tan admirada por él al conocerla. Comprendió que iban fuera de toda justicia sus reconvenciones; disculpólas con el dolor que le enloquecía; lloró como un niño, y Águeda tuvo necesidad de olvidarse de sus propias angustias para consolarle.

-Pero ¡qué horrible serie de contrariedades se atravesaron en su camino! -prosiguió el doctor cuando se halló más sereno-. Amó, y sus desdichadas ideas fueron vasto y tormentoso mar que le alejó del objeto amado. El amor le dio fuerzas, y luchó contra el embate de las enfurecidas olas; creyóse rendido, y el ansia de llegar al anhelado puerto le hizo luchar de nuevo. ¡El último esfuerzo, Águeda; el que debía salvarle, le mató! Tradújose por la maledicencia en baja codicia de los bienes de la mujer amada, y en infame apariencia de conversión su postrera tentativa...

-¿Eso se ha dicho? -exclamó Águeda asombrada.

-Eso se ha dicho; esa versión ha circulado en este pueblo; eso le valió hasta los insultos de los ignorantes; eso le alejó para siempre del fin que perseguía; esa pena le enloqueció y armó su brazo y le quitó la vida; y esa horrenda historia me lega en sus postreros instantes para que usted no la ignore... y para tormento de la amarga existencia que aún arrastro; y como no puede ser muy larga jornada tan angustiosa, aprovecho estas horas en que la fiebre del dolor me sostiene para que el encargo no quede sin cumplirse.

-¡Qué ceguedad, Dios mío! -exclamó Águeda-. Si temió que yo pudiera algún día inficionarme con la ponzoña de esa infame calumnia, ¿por qué no me lo dijo?

-¿Y para qué?

-¡Para qué!... Para quitar todo fundamento a sus temores... ¡Para desprenderme de cuanto poseo! ¿Qué menos debiera yo dar por su felicidad y por la mía?

-El amor contrariado, Águeda, es como la mayor de las locuras: ciega a los hombres y los precipita en todo linaje de desatinos.

-No doctor: lo que agita y embravece las pasiones en el corazón humano es el desamparo del alma; lo que debilita al principio y enloquece después es el desconocimiento de Dios... Se lo dije, doctor, se lo dije, porque le veía a oscuras y desesperado... ¡Infeliz mil veces el hombre que para luchar con las tormentas de la vida no busca las fuerzas en los consejos de la religión!

-¡Ni gérmenes de ella había en Fernando, Águeda! -dijo el doctor en un desahogo amargo, pero espontáneo, de su conciencia-. ¡Ni eso siquiera!

-¡Y me culpaba usted de su muerte!

-Hacíame injusto la pena, y era el amor lo que le enloquecía.

-Navegaba en un mar de tempestades a ciegas e indefenso, y dio en ese escollo. En otro hubiera perecido lo mismo.

-¡Infeliz de mí si eso fuera cierto; porque la educación del desgraciado es obra mía!... Yo no le infundí otras ideas ni otro culto que el amor a las glorias mundanas; aplaudí sus triunfos en esas luchas sin caridad; con estas alas se elevó..., y si es cierto que cuanto más libre es la razón, más esclava de las pasiones se hace el alma, su verdugo fui... ¡Y era mi orgullo y mi regocijo! ¡Y cuando le soñaba entre los arreboles de su gloria coronando las canas de mi vejez, la desesperación le mata y la desdicha me ofrece su cadáver mutilado; y hasta la justicia humana le niega el triste consuelo de la sepultura en tierra bendecida para los hombres! ¡Donde le vi crecer lleno de vida y de esperanza, donde más le sonreía la ilusión de sus amores, se pudrirán sus míseros restos señalados con el horror de las gentes, sin compasión a las lágrimas con que yo regaré el mármol que los cubra!

-¡Qué desdicha tan espantosa! -exclamó Águeda anegada en llanto-. ¡Separada de él en la tierra... y eternamente separados después!

-¿También allá?

-Sí doctor... Murió rebelde, impenitente... ¡El único delito que no cabe en la misericordia divina!

-¡Quién sabe si hubo un instante en los postreros de su existencia!...

-¡Virgen María!... ¡Si eso fuera verdad!... ¡Cuánto se lo he pedido a Dios al verle tan cegado por el error!

-Reza, hija mía, reza; reza siempre por él..., ¡y reza también por su padre, que bien lo necesita!

-¡Por usted, doctor!... Pues ¿por ventura cree usted en la eficacia de la oración?

-¡Yo no sé, hija mía, qué es lo que creo ya, ni lo que dejo de creer! ¡Lo único que a mis ojos no tiene duda, es la inmensidad de mi desgracia y la de mi dolor sin consuelo!

Abatió la cabeza entonces; ocultó la cara entre las manos, y lloró mucho. Irguióse después; elevó los ojos, turbios por el llanto, adonde tan pocas veces los había elevado, y exclamó entre gemidos y lágrimas:

-Si este martirio que me acongoja es un castigo del cielo... Señor, ¡tremenda es tu justicia!...

Diciembre de 1879.








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