Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


ArribaAbajo

Década epistolar sobre el estado de las letras en Francia


Pedro Almodóvar del Río



Portada



[Indicaciones de paginación en nota.1 ]




ArribaAbajo

Al lector

Las buenas letras, las ciencias, las artes tuvieron sus épocas florecientes hasta llegar al sumo grado de perfección que ha podido conocerse. Después padecieron el trastorno general que es bien notorio. Desde su restauración, nacida de aquellas cenizas que se conservaron, han tenido también sus respectivas épocas de auge y declinación. Han viajado por los países más cultos, dejando en ellos más o menos impresión, a proporción de las vicisitudes de los mismos estados en que han ido haciendo sus mansiones.

La Italia, y seguidamente la España, fueron los países en donde se hospedaron primero, después pasaron a Flandes, y a Francia, luego se extendieron a Inglaterra, Alemania, &c. La situación de la Francia en el centro de la mejor parte de Europa, las felices circunstancias con que se engrandeció su monarquía, y que han extendido su correcto idioma, son la causa de que de un siglo a esta parte, por una especie de tácito convenio, casi universal, sea París el asiento en que, al modo de decir se han fijado. Es la oficina de donde salen los elaborados trabajos que en general sirven de reclamo y de modelo a las demás naciones; salvo el mérito de cada una, y su derecho a sus inventos y adelantamientos particulares.

Nosotros como vecinos y poseedores de aquellos principios que han ilustrado estos dos últimos siglos, tenemos un urgente y vivo interés en saber el estado actual de la literatura francesa para calcular el de la nuestra; conocer la parte de nuestros antiguos derechos, que hemos ido conservando sucesivamente, y la que nos falta; acercarnos al nivel de nuestros vecinos, o al centro sobre cuyo eje rueda la circulación literaria; y buscar los medios de conservar aquella parte, de adquirir estotra, y de volver dar la tensión y fuerza que corresponde a los muelles que tanto se han relajado, y son causa de la vergonzosa decadencia que palpamos. Acordémonos de nuestros abuelos, y compendiando los progresos del siglo presente, armemos otra vez la máquina con que vuelva a alzarse el honor de la nación al grado que merece, y se ponga en el debido movimiento la reputación que debe recobrar, y a que es acreedora.

Esta Década o decena de cartas es como una especie de mostrador. Yo celebraría infinito que tan ligera tarea diese impulso a otra pluma de mejor temple, y más desocupada que la mía, para dedicarse a formar una obra que pudiera llamarse maestra, y que a medida de las proporciones que ya veo tan animadas por el gobierno, y los establecimientos que nacen de su protección y vigilancia, se propagase la luz que aún todavía nos alumbra opacamente.

La obscuridad únicamente sirve a aquellos que se hallan bien con ella, por ocultar su ignorancia o poco saber, y sus medianos talentos, suficientes sólo para usar de la maña que conviene a su amor propio y a la exclusiva que su vanidad y envidia quieren imponer a los otros y atajar el resplandor que les deslumbra y descubre sus viles intenciones, o sus cortas facultades, haciéndoles merced. Éstas son verdades, y como tales tienen su amargo, pero éste es excelente para el estómago moral, igualmente que para el físico. El demasiado dulce le estraga y también empalaga el gusto.

Tengo observado que en España hay más luces y conocimientos de lo que ordinariamente se piensa y aparece. Vivo persuadido que bien organizadas las proporciones actuales revivirían nuestras amortiguadas glorias, y al atraso sucederían los progresos. No desmayemos, éstos se preparan, se fomentan, suceden unos a otros. Consolémonos, demos ensanche a nuestro abatido ánimo, apliquemos nuestro feliz natural ingenio, reglemos nuestra aplicación, elevemos nuestro espíritu, pongamos los ojos en nuestros mayores, distingamos aquellos de estos tiempos, examinemos bien nuestra obligación, cumplamos con ella, aprovechemos nuestras disposiciones, cooperemos al bien común, justo fin de todo buen cristiano, de todo buen patricio.



Tabla de las cartas que contiene esta obra
I París y enero 11 de 1780: Introducción, pág. 1.
II Enero 18: Se remite la traducción de los capítulos sobre Voltaire y Rousseau de la última edición de Sabatier del año de 1779, p. 6.
III Febrero 16: Sobre los mismos: noticia de algunos autores que fueron más especialmente perseguidos por Voltaire, y análisis del estado en que ha quedado la literatura al tiempo de su muerte; una razón de los filósofos y literatos modernos, así antecesores como contemporáneos de los actuales, y que han muerto, p. 65.
IV Marzo 12: Sobre los filósofos y literatos existentes del partido novator, p. 93.
V Abril 29: Sobre los filósofos y literatos del partido opuesto, p. 116.
VI Mayo 13: Trata de los autores que no son de ningún partido filosófico, p. 149.
VII Mayo 20: Continuación de la misma especie de escritores sobre todo género de literatura, y en particular de los economistas, diaristas, &c., p. 170.
VIII Junio 3: Sobre la poesía y el teatro de la ópera francesa, p. 196.
IX Junio 14: Sobre los demás teatros de París, p. 223.
X Junio 23: Noticia de las principales literatas y poetisas actuales, p. 267.




  -1-  
ArribaAbajo

- I -

París y enero 11 de 1780


Amigo y señor: Mucho me pide Vm. en pocas palabras. El estado actual de las buenas letras en Francia no es asunto para satisfecho en corto número de renglones. ¿Con una cartita quiere Vm. salir de una curiosidad, cuyo examen cuesta mucho estudio, y un gran tino de crítica, y discernimiento? Brava ocasión me daba Vm. de lucir, si yo me sintiera capaz de desempeñar su encargo; y una buena oportunidad de charlatanear, si yo tuviera genio de hacer ostentación de mis ociosidades: pero ni uno ni otro son géneros de mi tienda.

Con poco trabajo mío voy a dar a Vm. razón, no sólo de lo que me pide, sino de algo más para que vea cómo a veces suele ser muy fácil salir con una empresa que tiene apariencias de difícil. Basta el saber hacer buena elección de los medios, y poner algún cuidado en darles un buen orden y verificar sus materiales. Me hallo a la mano con una obra de la que le iré traduciendo a Vm. algunos capítulos, y con sólo este trabajo material   -2-   debe quedar satisfecha la pregunta.

Ya ve Vm. que no quiero darme la gloria de autor, ni caer en la flaqueza de plagiario; me ciño a exponer por mayor el plan del asunto, y a acompañarle de las traducciones que le ofrezco. En otro tiempo el que se calificaba de científico solía desdeñar la erudición, y el que juzgaba poseerla con alguna amenidad, creía no deber pasar sus límites. Pero ahora son tan hermanas las ciencias y las buenas letras, que no hay ningún hombre docto que no se ejercite en éstas, ni erudito que no entre en la elevada carrera de aquéllas. El primer ejemplo que quiero dar a Vm. de esta aserción mía son los dos célebres patriarcas de la literatura francesa, y filosofía moderna Rousseau, y Voltaire, de quienes hablaré a su tiempo.

Las famosas Academias, y la antigua Universidad de la Sorbona mantienen con los choques literarios un fuego que chispea y brilla en esta gran capital, de suerte que en ninguna otra se ven tan propagados los conocimientos de las letras y tan refinado el buen gusto.

Por una consecuencia de las vicisitudes humanas se ha introducido en esta clase el abuso y la corrupción, de modo, que el ir distinguiendo, y separando una cosa de otra debe ser el cuidado del hombre sabio, y   -3-   de talento, cristiandad, aplicación y honradez.

Hay aquí cierta especie de doctos que se llaman filósofos. Éstos han ido tomando un grande ascendiente, y se han formado un poderoso partido. Renuevan las ideas, sistemas, o por mejor decir sectas de los antiguos filósofos; las visten a la moda; las dan lustre con el hermoso y rápido estilo de la cultivada lengua que hablan, y tiene recibida toda Europa; adaptan, y barnizan las paradojas de algunos impíos de los dos últimos siglos, autores despreciables, y ya olvidados; y procuran por todos los medios avasallar todo el mundo literario a su imperio. Siguen a éstos otros semifilósofos de talentos muy medianos, que por vanidad y soberbia, dándose los aires de doctos, entran en su secta y partido, haciendo pueblo, para difundir sus máximas, y alucinar a los menos cautos. Unos a otros respectivamente se celebran, y protegen, y en el torbellino de sus máximas quieren envolver el mundo entero.

Contra esta multitud hay otra especie de sabios, que lejos de dejarse llevar de aquellas brillantes apariencias, han procurado descubrirlas y desvanecerlas. Entre estos sabios ha habido algunos poco diestros en el uso de sus fuerzas. Sus ataques han sido fácilmente rechazados, y han deslucido por falta de dirección   -4-   la buena causa de que habían tomado la defensa. Pero otros últimamente han sabido manejar sus armas, y no puede justamente negárseles el triunfo. Éstos mantienen en su debido decoro la religión; conservan el buen gusto de la literatura; desengañan al público imparcial que no quiere alucinarse; y atajan el daño de los filósofos que adulan las pasiones humanas, y tienen de su parte la flaqueza de éstas, siendo más fácil lisonjearlas que combatirlas.

Sin embargo en las ciencias cultivadas por los llamados filósofos hay mucho bueno, y en la oposición de los antifilósofos no falta ciencia sublime. No abrigan éstos las supersticiones e ignorancias de otros siglos; descubren los errores de éste; los distinguen; procuran limpiar la cizaña del trigo, y quitar la máscara a los que preciados de grandes hombres ocultan sus intenciones, y pretenden alzarse con el dominio de la opinión, cegándose en su vanagloria y amor propio. Es digno de mucha reflexión el ver los elogios, las estatuas y la locura con que aquí se inciensa a un Voltaire. Yo nunca he podido resolverme a estimarle: le he leído, me han divertido varias cosas suyas, me han gustado otras, me han dado algunas motivo para formar concepto de su grande ingenio; pero muchas me han irritado. En el mismo caso   -5-   noto que se hallan muchos hombres de juicio. Mejor opinión tengo respectivamente del ginebrino Juan Jacobo Rousseau. Éste nació calvinista; aquél católico, y profesó serlo. Véanse las obras de uno y otro en el punto de religión, de que tanto han hablado ambos, y obsérvese la vida y la muerte de ellos. Los dos fueron ambiciosos de gloria: pero hay mucha diferencia entre la moderación de Rousseau, y la soberbia de Voltaire enemigo suyo; y en cuanto a filosofía no tiene comparación la Lógica del uno con la del otro. En fin Voltaire ha corrompido, y escandalizado el mundo en grado supremo. En la semana próxima remitiré a Vm. los dos capítulos sobre él, y Rousseau, en que verá el concepto que de estos dos patriarcas de la filosofía moderna se tiene aquí por los que no son sus sectarios. Hago la traducción lo más literalmente que es posible a costa de caer en algunos galicismos, para que Vm. no pierda nada del sentido, y espíritu de este juicioso parecer.

Más adelante remitiré a Vm. una noticia del concepto que merecen aquí el poeta Juan Baptista Rousseau, el filósofo Meaupertuis, el diarista Freron, y otros a quienes maltrató el atrabiliario Voltaire, que era cruel contra los que le competían, o no se ponían bajo de sus banderas. También daré a Vm.   -6-   una idea de los actuales sucesores suyos d'Alembert, Diderot, y de la turba de filósofos sus secuaces, igualmente que de algunos otros que se desdeñan serlo, y siguen muy diverso partido. Espero merecer la aprobación de Vm., darle gusto, y satisfacer su curiosidad hasta el término a que por ahora alcancen mis fuerzas, y me permitan mis ocupaciones, y tiempo. Dios gue. a Vm. ms. años.




ArribaAbajo

- II -

París y enero 18 de 1780


Amigo y Señor: ésta sólo sirve de incluir a Vm. los dos artículos tocantes a Voltaire, y Rousseau en consecuencia de mi promesa de la semana pasada. Dios gue. a Vm. ms. años.

  -7-  
Voltaire

María Francisco Arouct de Voltaire, de la Academia Francesa, y de casi todas las Sociedades literarias de Europa, nació en París en 1694, y murió en 1778.

Grandes talentos, y abuso de ellos hasta los últimos excesos; rasgos dignos de admiración, y una monstruosa libertad; luces capaces de honrar su siglo, y errores que son la vergüenza de él; sentimientos que ennoblecen la humanidad, y flaquezas que la degradan; la más brillante imaginación, el lenguaje más cínico y repugnante; la filosofía, y el absurdo; la erudición, y las equivocaciones de la ignorancia; todos los encantos del entendimiento, y todas las pequeñeces de las pasiones; una rica poesía, y manifiestos plagiarios; hermosas obras, y odiosas producciones; el atrevimiento, y la baja adulación; las lecciones de la virtud, y la apología del vicio; los anatemas contra la envidia, y la envidia con todos sus accesos; protestas de celo por la verdad, y todos los artificios de la mala fe; el entusiasmo de la tolerancia,   -8-   y los furores de la persecución; el homenaje a la religión, y las blasfemias; las señales públicas de arrepentimiento, y una muerte escandalosa2. Éstas son las extrañas contrariedades que en otro siglo diferente del nuestro decidieran del lugar que este hombre único debe ocupar en la clase de los ingenios, y en la de la sociedad.

Una admiración excesiva le ha prodigado tantos elogios, como el celo, y buena crítica han producido censuras contra él. Sus sucesos en algunos géneros le han procurado votos, que en otros no merecía. Los furores de entusiasmo han eclipsado las luces del discernimiento, y apenas podrá creerse hasta qué punto esta especie de fanatismo ha llevado su ceguedad. En una palabra, a pesar de tantos disparates, capaces de hacer abrir los ojos, todo lo que ha publicado este escritor, ha sido acogido y preconizado. Ha llegado a ser el ídolo de su siglo; y su imperio sobre los espíritus débiles no puede mejor compararse, que al del gran Lama, de quien se reverencia, como sabe todo el mundo, hasta los más viles excrementos.

La posteridad igualmente libre de la seducción,   -9-   que de las parcialidades sabrá apreciar lo perfecto, distinguir lo defectuoso, moderar las alabanzas, y fijar los grados de gloria y de baldón. El verdadero modo de juzgar a Voltaire, es trasladarnos al siglo futuro, ponernos en el lugar de nuestros descendientes, suponerles luces, gusto, y honradez, y pronunciar después procurando ser el órgano de ellos.

No nos proponemos hacer el análisis de los diferentes trabajos de esta especie de Hércules literario. La epopeya, la tragedia, la comedia, la ópera, la oda, la poesía ligera, todo género de poesía ha sido el suyo. En la prosa, historiador, filósofo, disertador, político, moralista, comentador, crítico, romancista. Su pluma se ha extendido sobre todas las materias: examinemos con qué suceso. Desafiamos a cualquiera que se atreva a imputarnos con fundamento la tacha de que desconocemos lo que hay de bueno en este escritor, o de que cargamos demasiado la censura sobre lo que hay de malo.

La Henriada, o Enriqueida puede sin duda mirarse como obra maestra de poesía, si no se exige en un poema más que la riqueza del colorido, la armonía de la versificación, la nobleza de los pensamientos, la nobleza de las imágenes, o ideas, la rapidez del estilo. En esto la obra es superior a cuanto las   -10-   musas francesas han producido de más brillante hasta el día de hoy: ¿Pero estas calidades, por eminentes que sean, bastan para levantar la obra hasta la altura de poema épico? Cierto interés, fruto del arte y del ingenio; cierta feliz trama de ficciones; ciertas combinaciones de incidentes que embelesan y cautivan el alma del lector, la tienen pendiente de un continuo encanto, y la conducen al desenredo en medio de una inagotable variedad de sensaciones, ¿dónde se halla en Voltaire? La mágica de los grandes hombres ha consistido siempre en estos poderosos muelles. Manejándolos con habilidad, se han elevado sobre la esfera de ingenios comunes, y han dado a sus obras esta semilla de inmortalidad, que las hace preciosas a todos los pueblos y siglos.

Si es cierto lo que dice el gran poeta Pope en su prefacio de Homero, que el más o menos de intención o de interés es lo que distingue los hombres célebres, y los subordina entre ellos; será forzoso convenir, que por este título no podrá Voltaire sostener la comparación con los poetas que le han precedido. ¿Sería en efecto una paradoja el proferir que su héroe no interesa, sino porque es Enrique IV, esto es, un Rey cuyo nombre estimado de todas las naciones, adorado de la suya, habla en su favor a todo el mundo? Por poca reflexión que se haga es   -11-   muy posible que se halle que a esta ventaja ha debido la Henriada todo su aplauso; ventaja que no han tenido los otros poetas que se han visto obligados a crear su principal personaje, y todos los sucesos de su poema. ¿De cuántos recursos de imaginación no han necesitado para hacer interesante la suerte de su Héroe, para conciliarlo sucesivamente la admiración, el amor, todos los sentimientos de que es capaz un alma sensible?

En la Henriada el monarca francés siempre es dichoso, o está próximo a serlo; por lo mismo rara vez se halla uno en el caso de experimentar por él la alternativa de temor y esperanza; aquellas interesantes perplejidades que hacen a veces tomar parte en las desgracias, y gozar de los triunfos. Por esto, a pesar de las gracias de su locución, el poeta cae en una monotonía insípida, y ésta produce un fastidio invencible, como ya se ha notado casi generalmente3.

Lo contrario en la Iliada, todo es variado, todo respira, todo está en acción. Si se tratara de un consejo, de una batalla, o de cualquiera   -12-   otro caso, no es el poeta quien lo narra; acerca los objetos, los hace presentes; el lector viene a ser un testigo que ve y oye. La imaginación de Homero arrastra la suya siempre que le presenta nuevas pinturas, y éstas varían infinitamente. El tono de la Henriada es sin duda noble, animado, siempre elegante, pero demasiado narrativo. Nada de estas dulces ilusiones que nos transfieren al lugar del personaje que obra, o habla; ningunos embelesos de este entusiasmo, de este ardiente vigor de un alma inflamada que domina las otras: ninguna imprevista erupción de este hermoso fuego que hace callar la crítica, aun cuando ella encuentre qué condenar en sus extravíos.

Virgilio menos lleno de este hermoso fuego que Homero, le suplía con el brillo la constancia y la igualdad. Estacio, y Lucano no han producido de él sino chispas, pero estas chispas dan a lo menos por intervalos calor y claridad. En Milton es un volcán que abrasa y lo consume todo. El Tasso ha sabido mejor moderar su impulso, sin hacerle perder nada bajo el yugo del arte que le conduce. El fuego del poeta de Enrique IV, no hace otro efecto que el de deslumbrar; chispea y salta; jamás calienta, ni embelesa.

¿Sería todavía un exceso de severidad reconvenir a Voltaire el haberse deleitado demasiado   -13-   en prodigar retratos; de no haberles dado bastante variedad; de haberlos dibujado todos de la misma manera; de pintarlos con los mismos colores; de no haber guardado otro contraste que el de las antítesis; de terminarlos constantemente con equívocos o sentencias; de olvidar después en el discurso de la acción la idea que había dado de los personajes, para dejarlos obrar al acaso, sin ninguna conformidad con el carácter con que les había pintado?

Muy lejos de este defecto están los grandes poetas. En lugar de detenerse a hacer el retrato de sus Héroes, se contentan de pintarlos por sus acciones, de darles el carácter sacado de la propia naturaleza, de distinguir las diferencias con tanta energía, como verdad, de reglar constantemente sus movimientos, y discursos, según las pasiones o fines que ellos han creído, se les debe atribuir para la trama y solución del poema.

Lo que disminuye todavía el mérito de la Henriada comparada con otros poemas, es la falta de lo maravilloso. Se ha pretendido disculpar a Voltaire, esforzándose a probar que aquel poema no pedía este género de adorno. Aun cuando las razones que exponen fueran poderosas, y no débiles, ¿qué se seguiría de ellas, sino que ha hecho mal de emprender un poema poco adecuado para incluir   -14-   todas las partes de la epopeya? ¿pero se ha hecho atención a que su esterilidad es la verdadera causa de esta falta? ¿no es fácil de percibir que ha empleado lo maravilloso por donde ha podido, tanto, que se ha excedido de un modo ridículo? Los personajes de la discordia, del fanatismo, y de la política, los ha sacado sin duda del sistema de lo maravilloso; pero se conoce a primera vista, que tienen una forma de existir y de obrar en su poema, absolutamente contraria a toda verosimilitud.

Aunque las divinidades del Paganismo no tuviesen una existencia real en la opinión de griegos y latinos, Homero y Virgilio las representan bajo de imágenes visibles y conocidas siempre que las introducen en la Escena para hacer algún papel. En la Henriada al contrario, la discordia y el fanatismo son unos entes fantásticos: no se les ve aunque el Autor los haga discurrir con los demás personajes4.

Tenía razón Voltaire de hallarse indeciso   -15-   sobre el nombre que podía dar a la Henriada: se explica así él mismo a este proposito: «No teníamos poema épico en Francia, y aún no sé si le tenemos hoy en día. La Henriada a la verdad se ha impreso varias veces; pero sería demasiada presunción el mirar este poema como una obra que deba borrar la vergüenza, que tanto tiempo hace, se echa en cara a la Francia de no haber podido producir un poema épico».

Sea el que fuere el nombre que convenga darse al Lutrin, es sin duda un poema muy superior en lo tocante a invención, y lo sería en todas sus partes si los personajes que allí se figuran fueran más nobles, y la acción más importante. A pesar de la esterilidad del asunto ¡qué destreza, qué fecundidad no ha sabido Boileau derramar en este poema, las riquezas de la ficción, los recursos de las imágenes, la variedad de los pinceles, la diversidad de los caracteres, el juego de una versificación siempre bien sostenida!

¿Qué diremos de Telémaco? Que es, y será siempre un verdadero poema, aunque en prosa, en la opinión de los inteligentes. Cualquiera que sepa apreciar los rasgos del arte y del ingenio, ha de convenir forzosamente, que un solo episodio de esta obra inmortal, encierra más invención, conducta, interés, movimiento, y verdadera poesía que   -16-   la Henriada entera, menos próxima de la epopeya, que del género histórico.

¿Por qué los admiradores del poeta de Enrique IV se han apresurado tanto a atribuirle el honor exclusivo de haber dado el único poema épico de que puede gloriarse nuestra nación? ¿No sería bastante para su gloria, y para la del juicio que debe hacerse, el contentarse con decir que ha dado el primer poema heroico en verso que ha tenido éxito en nuestra lengua?

Otros literatos tan inconsiderados se han atrevido a elevar la musa trágica de Voltaire sobre la de Cornelio y Racine. ¿No es esto insultar la credulidad pública? ¿Y han podido ellos esperar que se les creyese sobre su palabra? Se está de acuerdo sin duda, de que el autor de Mérope, de Alcira, de Mahometo, es digno del primer rango después de los dos poetas de la tragedia. Se sabe que se ha formado él mismo un género que parece serle proprio, pero los ingenios juiciosos y esclarecidos, saben al mismo tiempo, que no debe este género sino a los autores trágicos que le han precedido, sin exceptuar el autor de Astrea y de Radamisto, que puede oponérsele como un rival respetable. Cornelio eleva el alma; Racine la enternece; Crébillon la aterra. Voltaire ha procurado fundir a su modo el carácter dominante de estos tres   -17-   poetas lo que ha hecho creer con bastante razón muchos críticos, que no es sino alternativamente su copista, sin tener género que le sea verdaderamente particular.

Sea lo que fuere, si esta facilidad en apropiarse tan hábilmente las cualidades de sus modelos no supone verdadero ingenio, por lo menos anuncia un talento bastante distinguido, para justificar en parte los elogios de sus admiradores. Nos creemos también en la obligación de añadir que tocante a la parte moral y de un cierto tono de humanidad que respiran sus tragedias, el autor de Zaira lleva la ventaja sobre los otros poetas trágicos; pero sería preciso para conservar esta ventaja, que respetase los verdaderos principios, y se desconfiase de la manía de verter sentencias y máximas a cada paso, y fuera de propósito. ¿Quién no conoce, en efecto, que sus personajes muestran demasiada inclinación a discurrir; que razonan las más veces cuando debían obrar; que indiscretamente se pone el poeta en lugar suyo, expediente que daña siempre a la ilusión, y debilita el interés? La pasión no fue nunca sentenciosa; la naturaleza sabe explicarse sin énfasis ni rodeos; ¿cómo después de esto la razón y el buen gusto podrán confesar justas las aclamaciones prodigadas a estos retazos filosóficos, aplaudidos al Principio por la sorpresa de la novedad,   -18-   y hoy día por hábito, aunque ya han quedado abandonados al pueblo de los mirones?

Si Voltaire es más moralista que los demás trágicos nuestros, ¿con cuanta ventaja son éstos superiores a él por la invención de los asuntos, la contextura de los planes, la conducta de la intriga, el arte en dibujar los caracteres, de sostenerlos, de variarlos, fruto precioso de los verdaderos talentos, y señal cierta del ingenio? Y al contrario, ¿por qué por una fatalidad que no establece mérito entre los entendimientos agudos, no se ha dedicado él casi nunca, sino precisamente a los asuntos ya tratados por otros?5

Por otro lado, ¿dónde se hallará en los planes de Voltaire la valentía, la regularidad, la blandura, la destreza que caracterizan los de Cornelio, Racine, y Crébillon? Los muelles   -19-   veis de sus piezas son comúnmente flojos mezquinos, y poco dignos de Melpómene. Cartas sin dirección; otros equivalentes, niños incógnitos, reconocimientos, oráculos, prodigios: tales son los perpetuos agentes de su musa siempre tímida, embrollada, titubeante por poco que se abandone a ella misma.

¿Cuáles son las razones sobre que sus admiradores se apoyan para establecer su superioridad? Dicen que sus tragedias se representan más veces que las de sus predecesores: ¿quién no conoce que este razonamiento es poco más o menos de la misma fuerza que el de Escudery, que pretendía igualmente probar la superioridad de su tragedia el Amor tiránico sobre la de el Cid; por que había más Suizos muertos en su pieza que en la de Cornelio? Aun cuando se ignorara que la elección de estos poemas depende de los comediantes, y no del Público, se podía todavía responder que las piezas de Cornelio y de Racine se representan tan pocas veces, porque han ocupado el teatro durante un siglo, y hay pocas personas que no las sepan de memoria; y que la afición a lo nuevo hace concurrir la gente hacia lo bueno aunque frívolo, sin debilitar el tributo de admiración que se debe a lo bueno sólido.

También podría responderse, que habiendo   -20-   llegado Voltaire a ser el poeta de moda, el gusto del siglo corrompido por este mismo poeta no debe servir de regla, cuando se aplica a él únicamente; que es constante que este gusto no se ocupa sino de lo que puede divertirle; que se le da muy poco si es conforme o no a los verdaderos principios; y que en fin dejando a parte la propensión de la multitud por su poeta favorito, los muelles de la cabala que le preconiza, contribuyen más que todo a darle la posesión exclusiva del teatro.

Si añaden sus apasionados que a Cornelio sólo le han quedado en el teatro nueve o diez piezas, replicaremos, que las desechadas de este poeta son bien superiores a las tragedias de Voltaire, que han tenido la misma suerte a pesar del encanto de su estilo. No llegan a diez las que se han sostenido: y por Alcira, Mérope, Zaira, y Mahometo (que no son comparables a Cinna, a los Horacios, a Polyestes, y a Rodoguno) ¿puede olvidarse que él es el autor de Zulima, de Marianne, de Artemisa, de Eriphile, de el Duque de Fox, de Roma libertada de el Triunvirato, de los Scytaa, de los Guebros, de los Pelopidas, &c.? Están bien lejos estos dramas de presentar los planes, y las escenas, o pasos de ingenio que Othon, Surena, Sertorio, Attila, &c.

  -21-  

Vuélvase en fin la vista a su pincel seductor, que puede mirarse entre sus manos como una vara mágica6, y por este título concédasele el primer lugar entre los poetas trágicos de este siglo, reservando, no obstante, a Crébillon el derecho de reclamar contra esta decisión, porque ha hecho la Electra, Atreo, y Radamisto, que muestran el verdadero ingenio de la tragedia.

Los elogios prodigados a su musa cómica han sido más moderados. Verdaderamente sería menester más que una ciega confianza, para atreverse a celebrar a Voltaire entre los verdaderos hijos de Thalia. La mejor comedia suya podría apenas parecer algo en la clase de las que se consideran como medianas. Es preciso que en esta parte sea bien débil; pues a pesar del talento que tiene para pintar y hermosear hasta sus defectos, no ha podido conciliarse la opinión del Público. Todos convienen en que le falta totalmente la vena para el género cómico: que no ha presentado al teatro sino un extraño monstruo mezclado de risa y llanto, de hiel y de jovialidad. Sin embargo ha calzado el chapín tantas veces como el coturno: El Indiscreto, la Mujer que tiene razón, el Derecho del Señor, el Escollo del Sabio, la Condesa de Gibry, el Depositario,   -22-   &c. son otros tantos desgraciados frutos de la ambición que siempre ha tenido de distinguirse en todos los géneros de poesía. El Hijo Pródigo, Nanina, y la Escocesa han tenido aplauso, y todavía le tienen: ¿pero quién ignora que estos aplausos no pueden atribuirse sino a la indulgencia del siglo, a su capricho, o a su malignidad?

Sería vergonzoso para su memoria el acordarse que se ha ejercitado en hacer óperas, y en la carrera de Malherve y de Rousseau con tan poco éxito en un género como en otro. Sus dramas líricos son de la más pobre invención, y de un estilo enteramente opuesto al que conviene a esta suerte de piezas. Sansón, Pandora, el Templo de la Gloria, sólo han servido de darle alguna superioridad sobre el Abate Pellegrin, cuando no se trata de Jepté. Es cierto que él ha tenido la buena fe de hacerse justicia, escribiendo al Señor Berger: «He incurrido, dice, en la grande tontería de componer una ópera; pero me arrastró la gana de trabajar para un hombre como el Señor Rameau. No hacía atención más que a su talento, sin advertir que el mío no es absolutamente para el género lírico». En cuanto a sus odas, basta leerlas, y no sería difícil adivinar la causa de su encarnizamiento contra el gran Rousseau, y el Señor le Franc, habiéndose empeñado   -23-   en rebajar su mérito, después de haber hecho muy vanos esfuerzos para seguirlos.

Es verdaderamente incomparable en solo el género que llaman poesías ligeras, o piezas fugitivas: le son inferiores todos los poetas que le han precedido, y pudiera predecirse que los que le sigan tendrán mucho trabajo en igualarle. Nadie ha sabido nunca dar mejor un tono ingenioso a las más sutiles vagatelas: prodigar con tanta gracia como facilidad la finura de los pensamientos, lo agradable de las figuras, la delicadeza de las frases, la elegancia, y la ligereza. Siempre fino, natural y brillante: algunas veces filósofo ilustrado: una chanza ingeniosa, unos dichos agudos, unos rasgos de luz, un colorido risueño y suave dan a todas sus producciones un carácter que es sólo suyo.

¿Por qué esta musa tan ingeniosa, tan ligera, ha sido tantas veces atrevida, temeraria y licenciosa? ¿Por qué ha sacrificado con tan poco miramiento la verdad y la decencia al impulso de su desarreglada imaginación y al deseo de agradar a cualquiera costa que fuese? La Doncella de Orleans, la Guerra de Ginebra, algunos de sus cuentos, y otros muchos frutos de la audacia y malignidad, no pueden alabarse, a pesar de hermosos retazos, ni aun por la gente libertina; pues la misma musa que los publicó, los ha desaprobado, y   -24-   negado como producción suya en el tiempo, que todavía conservaba algunos restos de pudor.

Desde el mundo poético sigamos a Voltaire en la dilatada carrera de la prosa. Ha corrido todas las partes de ella, y por todas ha dejado la señal de sus desolaciones. No se crea por esto que queremos dar a entender que su prosa sea mala, o inferior a su poesía: Sería un absurdo dejar de conocer en el prosista las mismas cualidades que brillan en el poeta. Bien sea que escriba en verso, o en el estilo regular, casi siempre tiene la misma viveza, el mismo espíritu, la misma gracia, la misma harmonía. Confesaremos también, que a excepción de Racine, Despreaux, y le Franc, ninguno de nuestros buenos poetas ha tenido habilidad de escribir en los dos lenguajes con una superioridad igual. ¿Pero puede disimularse que separando el colorido del fondo del cuadro, se distinguen entre los prestigios del pincel que los ilumina, todos los géneros alterados; la ilusión puesta en el lugar de la verdad, las ideas recibidas sacrificadas al ansia de complacer, y el tono que corresponde a las materias que trata, desfigurado por su modo independiente de toda regla? En la historia, ¡qué se propuso sino divertir al lector, en vez de instruirle; poner el anzuelo a la mentira para la simple credulidad;   -25-   hacer triunfar la ficción al abrigo de un cierto giro indecoroso, o de la sal del epigrama?

El Ensayo sobre la historia general, sin duda muestra un talento superior, pero jamás se le mirará por los sabio e instruidos, sino como un lienzo nada fidedigno, donde con el pretexto de pintar los progresos de la civilización de las naciones cultas, se esfuerza el autor en arrastrar todos los sucesos al objeto que se ha propuesto de establecer el fatalismo; sistema que es el cúmulo de todos los absurdos. Todos los caracteres o genios, todas las acciones, todas las conjeturas, todas las reflexiones, no miran sino a favorecer este principio. El historiador destruye sin pudor todos los monumentos de la historia, se entrega a las más sospechosas tradiciones, se apoya sobre los más desacreditados autores y no se embaraza del desprecio debido a una pueril credulidad, o a una odiosa mala fe, como pueda alucinar a la multitud que quiere subyugar y perder. De aquí nace aquella afectación de presentar a la virtud casi siempre desairada; y siempre triunfante al vicio.

Si habla de una batalla, es para hacer observar que los que tenían de su parte la justicia, padecieron los reveses de la suerte. Sus reflexiones a cerca de diferentes príncipes, no llevan otra mira que la de probar, que los malvados   -26-   se han visto llenos de prosperidades, y los más virtuosos rodeados de infortunios. Luego que halla la más leve traza de superstición, ostenta un aire de triunfo; proscribe los abusos con un tono de confianza, propia a persuadir que él es el primero en combatirlos, siendo él mismo quien solamente ignora, o finge ignorar que ya se han condenado mucho antes.

Hace más: cuando los hechos no prestan bastante causa para la censura, o no entran bien en su plan, los transforma, los envenena y los fuerza, para sujetarlos a sus fines, y se cree filósofo, cuando no es sino un impostor o malvado. ¿Qué debe pensarse en efecto, de tantas anécdotas aventuradas de tantas críticas pueriles, de esta vana apariencia de sagacidad, que no se deleita sino en revolver los albañales, y hacer exhalar de ellos continuamente vapores y neblinas que corrompen o interceptan las más conocidas verdades?

Este Ensayo sobre la historia general ha sido bien asaeteado de críticas, las que no ha rechazado sino con injurias. Se ha hecho demostración de mil errores, que han sido defendidos por otros muchos más absurdos y multiplicados. De donde es fácil concluir que queriendo pintar el genio de los pueblos, no ha pintado a la verdad sino el propio suyo;   -27-   esto es, un genio sujeto a todas las extravagancias de una desarreglada imaginación, cegado con los desvaríos de una razón inconsecuente, y conducido por las inquietudes de un carácter audaz y sin freno.

El siglo de Luis XIV está escrito con el mismo gusto y la misma infidelidad. No se trata de examinar si contiene algunos capítulos bien escritos. Este mérito es el menor a todos los que exige la historia. Lo ajustado y lo verídico son el alma de ella. La manera de referir, aunque sazonada, no puede suplir el fondo de las cosas, o justificar la malignidad de las reflexiones. Fuera de esto, ¿acaso con un tono de desahogo, que más parece olvido de todo miramiento que superioridad de ingenio, nos han transferido los grandes historiadores los anales de las naciones, o las acciones de los príncipes? ¿Se halla en esta obra, ni en todas las otras del autor este nervio histórico, esta combinación de materias, este atadero, y consecuencia, este conjunto que nutre y sostiene el ánimo del lector, y forma una cadena continuada de pinturas, o ideas que le fijan y le interesan hasta el fin? En vez de esto el historiador de Luis XIV no presenta sino miniaturas sueltas, bosquejos informes, disertaciones epigramáticas.

Para tratar así la historia ha tenido sin duda sus razones. Incapaz de sostener una narración   -28-   bien seguida, menos por facilitar la atención que por procurar reposo a su pluma, demasiado cortada para mantener una fuerza siempre igual, circunscribe los objetos, los divide, los pone aislados con una incoherencia que deja la libertad de extraer y mudar los capítulos sin dañar al orden de la obra, lo que prueba que no hay en ella orden alguno.

Otro tanto puede decirse del siglo de Luis XV, menos bien escrito, y todavía más infiel. Añádase solamente, que al leerle, apenas puede creerse que haya autor que se atreviese a publicar tan manifiestas falsedades, disfrazar tantos sucesos, presentarlos de un perfil tan contrario al decoro y a la verdad a la vista misma de infinitas gentes, testigos oculares de los hechos que desfigura.

La historia de Carlos XII, y la del Czar Pedro, jamás serán historias sino para los entendimientos ligeros, que prefieren lo agradable de la narración, y las chispas del estilo a la nobleza y gravedad que deben caracterizar la verdadera historia. La primera ha merecido a su autor el título de Quinto-Curcio Francés, sin duda porque el historiador de Alejandro no ha sido más escrupuloso que el de Carlos XII. La segunda no es digna del mismo honor: con un ingenio igualmente romancesco está muy distante de tener tanta gracia. La pluma del escritor parece en esta última   -29-   cansada, débil, inagotable en repeticiones. El cuidado de repetir sin cesar que el Czar es un grande hombre, anuncia que es una obra hecha por expresa orden, y no persuadiría la superioridad del héroe, si por sí mismo no tuviera otros títulos para hacerla conocer.

No hablaremos del Cuadro del género humano, de la historia del Parlamento, de la filosofía de la historia, ni de otras tantas obras que se pretende, son históricas, y no son capaces de picar la curiosidad sino por la osadía y licencia, con que en ellas se atacan los más respetables objetos. Basta decir que los hierros, los errores, las equivocaciones se combaten entre sí a cada página, y que el escritor repite, sin cesar, las mentiras que en mil parajes había ya repetido.

No obstante tiene mucho cuidado en asegurar en todos sus prefacios, que la verdad es su principal objeto. No obstante, siempre se abusa de la credulidad pública, jamás deja de lanzar terribles anatemas contra los embusteros o impostores. ¿Ha pretendido sorprender al Público con este ardid? Tal ha podido ser su intención; pero se le ha sorprendido tantas veces en contradicción con esta intrépida verdad, que según él mismo le apasionaba, ha sostenido tan mal los combates contra críticos más verídicos y mejor instruidos,   -30-   que sus seguridades y protestas son señal de desconfianza, y sus respuestas a las censuras nuevos motivos de incredulidad.

Después de haber sido Voltaire historiador romancero, ha querido ser romancero filósofo. Para ahorrarse el trabajo de imaginar, ha robado de los extranjeros los asuntos y planes que después ha vestido a su moda. Zadig, Memnon, le Monde comme il va, están casi enteramente tomados de los ingleses; pero es preciso confesar que la manera como se ha apropiado estos asuntos, cómo los ha iluminado, las reflexiones ingeniosas y llenas de sentido con que los ha enriquecido, y los rasgos finos y agradables con que los ha sazonado, le hacen como creador de aquellos mismos asuntos.

No hay duda en convenir que Cándido y el Hurón, son de invención suya, y que la invención del primero sobre todo es original; pero se debe añadir que estos dos romances, o novelas sin trama ni atadero, no ofrecen sino una serie de sucesos sueltos y las más veces inverosímiles; que la osadía y la obscenidad forman su principal interés, y que estos defectos no pueden recompensarse con la jocosidad de agradables menudencias y las gracias del estilo. No hay que hablar de la Princesa de Babilonia, romance más satírico que moral, más sucio que ingenioso. Sólo la ociosidad   -31-   y el libertinaje pueden dar lectores a esta producción indecente y mediana.

En calidad de escritor moralista y filósofo hubiera podido adquirir derechos al reconocimiento de los hombres, si las verdades útiles que se perciben de tiempo en tiempo en sus obras, no las eclipsaran los dañosos errores, que entre ellas se miran esparcidos. Para algunos rayos de luz, algunas miras benéficas, algunas sanas reflexiones, algunos sentimientos eficaces de humanidad que descubren más bien una orgullosa compasión, que una sensibilidad verdadera. ¡Cuántas contradicciones, inconsecuencias, furores, absurdos y delirios!

Casi siempre bajo el pretexto de rebatir los abusos, se precipita en los excesos de la independencia. Si se irrita contra el fanatismo religioso, es para hacer brotar otro más peligroso fanatismo que es el de la irreligión. Si ataca ciertas preocupaciones bien indiferentes a los ojos de la sana filosofía, es para substituir en su lugar todos los desvaríos de las opiniones arbitrarias. ¡Qué filósofo éste, que tan presto preconiza la religión, y tan presto la incredulidad; que tan presto da reglas de moral, y tan presto es el eco del libertinaje; que tan presto niega la inmortalidad del alma, y tan presto un Dios remunerador! ¡Qué filósofo, un hablador,   -32-   siempre en oposición con sus principios, siempre enemigo de sus propios sistemas, siempre versátil, y sin ninguna forma determinada!

Recomienda la tolerancia, y se muestra el hombre más intolerante; ensalza el perdón de las ofensas, y se abandona a todos sus resentimientos; declama en favor de la hombría de bien y de la decencia, y olvida hasta los más leves miramientos. ¡Qué filósofo, un autor que no se puede definir, ni seguir; que deja a sus lectores en una perpetua duda sobre sus verdaderas sentencias! ¡Qué hombre, aquel cuyos afectos han sido dirigidos siempre por las diferentes circunstancias: que admite o desecha, que alaba, baldona, adula, o satiriza según las impresiones que le penetran, y cuyas impresiones son siempre el producto de los más pequeños motivos!

En la literatura ha llevado el mismo espíritu o idea, y las mismas variaciones. Después de haber dado buenos preceptos, y aun buenos ejemplos, muchas veces el amor al pro y contra, una continua inquietud, ideas pasajeras sujetas a las disposiciones del genio, del humor y de la vanidad descaminan y embrollan sus opiniones; le hacen olvidar que desacredita sus juicios con las más palpables contrariedades, que condena lo que había prescripto y que desecha los principios que había seguido antes. Semejante a los tiranos,   -33-   que trastornan las leyes a medida de sus caprichos, y establecen sin cesar otras nuevas para apoyar su imperio.

Nada se mira en Voltaire de verdaderamente decisivo, sino la ambiciosa manía de haber querido pasar por el depositario del ingenio en todos los artes; por un literato universal; por un hombre único. La mayor parte de sus disertaciones literarias son un tributo de homenajes u obsequios que se paga a sí mismo, o decretos pronunciados contra sus rivales. Sus observaciones sobre la tragedia son una justificación de sus piezas, o una diestra sátira de las de los otros. Su Ensayo sobre la poesía épica: una Apología de la Henriada, el conocimiento de las perfecciones y de los defectos en la lengua francesa dado al público con nombre prestado, es el apoteosis de sus producciones. Otras mil obras a su modo son otras tantas sonoras trompetas que ha entregado a la fama para preconizar, o esparcir su mérito en todo género.

Se ha prodigado bien los elogios él mismo, y no se ha descuidado en los medios de procurárselos de la parte de otros. Ha honrado con su opinión o voto a muchos autores muy medianos y con este ardid los ha convertido en adoradores suyos. Pero por haber dejado de apreciar los hombres de todos los siglos en favor de los del siglo presente:   -34-   por haber querido, como otro Encelado, arrojar del Olimpo a los Dioses a fin de reinar él solo con las pequeñas deidades de su creación: en fin, por haber elogiado sin medida los d'Alembert, Marmontel, Thomas, St. Lambert, Delaharpe, Condorcet, &c. ha desacreditado igualmente sus elogios y sus críticas.

Desmañadamente reduce el mérito de Voltaire a cuatro páginas, y el de la Fontaine a treinta fabulas. No concede a Rousseau sino tres o cuatro odas, y algunos epigramas. Censura en Cornelio los defectos de su siglo, y le da el nombre de declamador. Califica las tragedias de Racine, de idilios y diálogos bien escritos y rimados. Trata las de Crébillon de sueños de energúmenos y de lugares hinchados demasiado comunes. Acusa a Boyleau de no haber sabido jamás hablar al corazón, ni a la imaginación; a Fenelon de haber escrito de una manera débil; a Bossuet de haber hecho declamaciones sólo capaces de divertir niños; a Montesquieu de no haber sabido sino aguzar epigramas y acumular citas falsas. Se esfuerza en fin en despojar a todos los grandes hombres de la gloria que les toca, para revestir de ella a los pigmeos, a quienes esta misma gloria deja afrentados.

  -35-  

¿No es esto pues, por un lado, parecer a aquel Emperador, que por envilecer al Senado hizo dar a su caballo los honores consulares? ¿No es por el otro hacerse un juego de los instrumentos de su propia vanidad? Porque al fin, estos pigmeos parecen todavía más chicos sobre el alto pedestal en que Voltaire ha querido elevarlos.

En cuanto a los otros escritores que han tenido la desgracia de distinguirse o contradecirle, se ha dignado ponerse más abajo de ellos y según el modo con que los ha tratado. Tan amigo de disputas como un Scaligero, un Garasse, un Saumaise, les ha dejado bien atrás siempre que ha hecho correr de su pluma los torrentes de injurias y de groserías. ¡Qué espectáculo! El mayor ingenio que entre nosotros se conoce, rodando, sin mirar por sí mismo, en un perpetuo círculo de las más bajas y odiosas expresiones, y no respondiendo a sus contrarios sino con la ayuda de los más atroces epítetos, como los de energúmeno, chocho, malsín, haragán, ratero, tahúr, ladrón y otros muchos, que sonrojaría el repetirlos.

¡Qué objeto de comparación entre las sentencias, las máximas, las frases finas y delicadas, las ingeniosas expresiones, los bellos sentimientos que expresa con tanta energía en muchos parajes de sus obras,   -36-   y esta inundación de hiel y malignidad, este tejido de indecencias, mentiras, calumnias derramadas sobre tantos escritores de mérito, extranjeros, nacionales, prelados, militares, de todas las clases, de todos los estados, que no han tenido otra falta para con él que la de no haber pensado del mismo modo, y haber osado escribir! ¿Cuáles serán las opiniones de la posteridad, cuando después de haber admirado la Henriada, Mérope, Alcira, &c. vea parecer en su comitiva la Guerra de Ginebra, la Defensa de su tío, &c. y una infinidad de otros libelos que supondrían en ella el mayor grado de perversidad si no los arrojase con horror?

No insistiremos más sobre esta pintura vergonzosa para la literatura, para la filosofía y para el entendimiento humano en general. Ya se vio a toda su luz en la obra intitulada Pintura filosófica del espíritu de M. Voltaire, para servir de continuación a sus obras, y de memorias a la historia de su vida, y nos imponemos la obligación de no sacar la copia.

Llega ahora el caso de examinar ¿cómo con tantos deslices, flaquezas, defectos y excesos tan chocantes ha podido este autor procurarse tanto número de apasionados y partidarios?

No pueden disimular sus admiradores que   -37-   muchas de sus piezas de teatro han padecido sus humildes caídas; sus historias nadan en errores, equivocaciones y falsedades; sus misceláneas literarias presentan una infinidad de falsos principios, falsos juicios, críticas injustas; sus producciones polémicas son odiosas, como se ha indicado, por sus falsas imputaciones, mentiras y calumnias. Sin embargo se lee; no obstante divierte; y aun casi pudiera creérsele, si pudiera uno propio resistirse a la evidencia y a la equidad que le combaten.

Este problema no es difícil de resolver, si se quitan algunas de sus obras, que son de un estilo de la última clase. Siempre que Voltaire no se olvida o distrae, hace deslumbrar al lector, y le dispone con el encanto de una dicción siempre sencilla y brillante, a que adopte sus ideas, a que apruebe lo que aprueba, a que condene lo que condena. Como las cosas atraen a los hombres según la proporción que tienen con su inteligencia, y las luces de la multitud no son justas ni profundas: y como el modo de expresar un pensamiento decide entre la mayor parte de los leyentes, no es extraño que con el arte de acomodarse al tamaño del común de los entendimientos, y de expresar sus ideas con gracia y donaire, consiga el gustar y hacerse grato, y arranque a su favor   -38-   el común voto de las gentes.

A la habilidad de seducir con una agradable superficie, junta un cuidado todavía más esencial; el de poner de su parte a las pasiones. El amor de la independencia que predica en sus escritos; amor que naturalmente adula a todos los hombres; la apología que muy a menudo hace de las fragilidades humanas; la tolerancia y la humanidad que no cesa de recomendar, la cual todo el mundo necesita, no han contribuido poco a decidir en su favor los hombres de todos estados, de todas edades, bastante débiles para creerle sobre su palabra, y demasiado poco reflexivos para no profundizar. Sobre todo, a los jóvenes, a quienes importuna el más leve yugo; y a los entendimientos ligeros, a quienes gusta siempre la novedad, y persuaden las más fútiles7 agudezas, cuando les divierten, no les ha costado trabajo de pasar del gusto al entusiasmo, y del entusiasmo a una especie de fanatismo.

Añadamos a todas estas razones que no hay ningún autor más agradable, más ameno, más cómodo. Se le lee sin fatigarse, presenta solamente la flor de los asuntos, despierta la atención con las antítesis, salta, revoletea de objeto en objeto, tiene el arte de asir los contrastes, de juguetear con las agudezas, de reemplazar el razonamiento   -39-   con el epigrama. En fin más quiere Voltaire mentir y desvariar, que ser frío y cansado. ¿Puede extrañarse después de esto, que haya hallado el secreto de alucinar tanta gente, de hacerla adoptar sus ideas poco más o menos como un sutil charlatán que divierte, y hace comprar sus drogas aun a aquéllos que no tienen fe ninguna en él?

¿Qué tienen que oponer a todas estas mañas, a este torrente de aprobación la gente de gusto, y los hombres prudentes? Son testigos de la seducción, calculan su duración y predicen su término. Saben, fundados en invariables principios fortificados por una experiencia constante, que sólo lo bueno y lo honesto pueden sostener las pruebas del tiempo. Convienen en que entre las obras de Voltaire hay algunas excelentes; pero sostienen (ya se empieza a creerles, y se les creerá más cada día) que hay muchas medianas, y un gran número de malas.

Confiesan: que el talento de asir las semejanzas lejanas de las ideas, y de darlas su contraste, parece le es cosa a él particular, o como privativa; pero que pone en esto mismo demasiada afectación; y las producciones del arte están muy sujetas a perecer. Advierten que posee la elocuencia, que consiste en la colocación y propiedad de los vocablos, y no la que tiene su fuerza en   -40-   los pensamientos y sentimientos que es la verdadera; que no lleva un sistema seguido, y que ha escrito según las circunstancias, y casi nunca según su propio sentir. Por lo mismo la mayor parte de sus obras son solamente para su siglo, y por consecuencia no admitirá la posteridad sino muy pocas.

Si la gloria de graduarse de ingenio, no toca sino a los que han hecho sobresalir algún género hasta su perfección, ya está decidido que no podrá obtenerle jamás, porque se parece a aquel famoso Atleta, de quien habla Jenofonte; hábil en todos los ejercicios, e inferior a cada uno de aquellos excelentes en uno solo. Su entendimiento es extenso, pero poco sólido; su lectura muy varia, pero poco reflexionada; su imaginación brillante, pero más propia a pintar que a crear.

Ha tratado muchas veces con el mismo tono lo sagrado y lo profano; la fábula y la historia; lo serio y lo burlesco; lo moral y lo polémico. Esto prueba la esterilidad de su manejo, y todavía más la falta de cierto juicio que sabe proporcionar los colores al asunto; que descuida demasiado así en verso como en prosa la analogía de las ideas, y el hilo imperceptible que debe unirlas; y que sus versos mayores caen uno a uno, dos a dos y no es difícil componerlos brillantes y sonoros   -41-   cuando quedan aislados. En fin la revolución que ha intentado en las letras, en las ideas y en las costumbres no tendrá nunca su entero cumplimiento; porque los literatos que extravía, y los discípulos que alucina divirtiéndolos, pueden parecerse a Carlos VII, a quien Lahire decía: no puede perderse un reino más alegremente, pero bien se hallará entre ellos quienes como este Príncipe abran los ojos, arrojen al usurpador y restablezcan el orden.

Acabamos de examinar el escritor, no falta más que hacer análisis del hombre. No renovaremos aquí las reconvenciones que tantas veces le han hecho: reproches8 cuya discusión sería bastante capaz de obscurecer la gloria de su talento con el oprobio de los desbarros del entendimiento y del corazón. Este menudo examen no es de nuestra incumbencia. Nuestra intención se reduce a presentarlo tal cual se ha mostrado él mismo en sus propias obras. ¡Qué vasto campo no ofrece a las reflexiones del verdadero filósofo! ¡Jamás ha habido hombre que tanto haya sido el juguete de su entendimiento, de su imaginación, de su corazón y de su falsa razón!

  -42-  

Arrastrado del amor de la gloria en todo género, y por una viva sensibilidad en todas las pasiones; estos dos ejes han llegado a dar el principal movimiento a sus talentos, y la regla a los diferentes usos que de ellos ha hecho. Modesto si hubiera sido incensado universalmente: dulce si no hubiera sido contradicho en nada: religioso, y celador del culto en que había nacido por poco que este camino le hubiese podido conducir a la fortuna, o a la fama. Se le hubiera visto el modelo, y el defensor de los verdaderos principios en todo, si el interés de vanidad pudiese conformarse con alguna especie de dependencia. El ardor excesivo, y la impetuosa actividad de su amor propio, han sido la causa de sus variaciones, de sus desbarros, de la alteración de sus ideas, de sus gustos y de sus sentimientos.

De aquí han nacido aquellos anhelos de estimación, y aquellos rencores implacables contra tantos hombres de letras, que alternativamente han sido llenos de elogios, o cargados de sus escarnios, según el caso que ellos hacían de su mérito, o según la opinión del público sobre el mérito de ellos.

Siendo al principio amigo y adulador del Gran Rousseau (Juan Baptista)   -43-   se convirtió después en el más encarnizado enemigo, y no ha dejado de perseguirle hasta entre las cenizas que cubren su sepulcro. Era amigo y adulador de Maupertuis, y la preferencia prudente y justa de un gran Rey (el de Prusia) le reveló contra este filósofo, y le empeñó en las diferencias que le han sido tan vergonzosas y funestas. Aunque amigo y adulador de Crébillon ha publicado durante la vida de este poeta varias críticas anónimas contra él, por lo envidioso que estaba de su gloria; y varios libelos después de su muerte, porque el Monarca le hacía levantar un monumento público. Sin embargo de ser amigo y como protector de Desfontaines ha procurado cubrirle de oprobio, por no haber sido elogiado siempre por él, y haber experimentado alguna justa censura. Fue amigo y admirador de Juan Jacobo Rousseau, y le ha insultado aún más a sus desgracias que a sus errores, a causa de la superioridad de su elocuencia, y del poco caso que ha parecido hacer de la filosofía, y sus discípulos. Sin detenerse en que era amigo y defensor de Montesquieu, se ha dedicado a hacer las más injustas y menudas críticas de sus obras, con el fin de elevarse sobre su especie de pretendida ruina. También fue amigo y defensor del Helvetius, y esperó el momento de su muerte para despreciarlo   -44-   y ponerle en ridículo. Del principio expuesto ha procedido que la colección de sus obras ofrece un perpetuo choque de alabanzas, de baldones, de aplausos, de injurias, de lisonja y de furor.

Del mismo modo ha tratado al público. Después de haber guardado al principio algunos respetos, ha desconocido toda suerte de miramiento, ha insultado su nación, y aun todas las otras desde el punto en que se ha hallado descontento de ellas. Bien puede juzgarse su conducta por su discurso a los Welckes, sus estancias tocante a los Italianos, sus sátiras contra los alemanes, sus chanzas sobre los españoles y portugueses. Aun también los ingleses, tantas veces elogiados en sus escritos, han llegado a ser como los demás pueblos el juguete de sus chocarrerías.

Su genio, en que nunca ha sabido dominarse, también ha influido mucho sobre sus continuas volubilidades. Su imaginación ha seguido todos los movimientos de ellas y llevado toda su estampa. Ya sensible, ya mirado, ya cáustico según las diferentes disposiciones de su ánimo; unas veces sincero, otras artificioso; unas veces amante de la verdad, otras opuesto a ella; unas veces moderado, otras propasado, ha sido siempre, como ya lo hemos observado, el hombre   -45-   del tiempo, de la circunstancia, del momento. Sus pensamientos, sus expresiones y sus juicios, no son tanto suyos, como del genio o humor que en aquel entonces le inspiraba. Pocos autores, exceptuando el estilo, se desfiguran tanto como él mismo. A fuerza de tener todos los caracteres, no tiene ninguno.

¿Qué ha producido en su razón esta turbulenta inquietud? Claras luces, valerosas verdades algunas veces; pero otras, contradicciones, inconsecuencias y absurdos. Esta razón nunca ha visto los objetos sino como podía verlos; esto es, con los ojos de la preocupación, variando sin cesar según el impulso momentáneo. En las letras, en la filosofía, en la historia, cuando las traza sin fines particulares, rara vez se le escapa a su vista lo real del objeto; pero el más leve interés o motivo, le oscurece, le altera, le enajena de su entendimiento.

¿Esta moral benéfica que ha publicado con tan aparente celo, es la de su corazón? No es pues un sistema. Que se confronte lo que dice en unas ocasiones, con lo que propala en otras; que se confronten sus humanos sentimientos con el desprecio que demuestra a la humanidad en general y sus declamaciones contra los vicios con las seductoras pinturas que de ellos hace. Su   -46-   entusiasmo por las virtudes, y la ridiculez en que las pone; sus ímpetus afectuosos por la tolerancia y los rigores inhumanos contra los abusos inclinan a juzgar que realmente algunas veces se ha sentido penetrado de las buenas máximas que expone; pero no lo ha estado menos de las máximas contrarias, pues éstas parecen igualmente sensibles, vivas y tan fuertemente expresadas con la ventaja de haber sido más veces repetidas que las otras.

Que se concuerden, si es posible, tantos disparates con la idea de la filosofía. La verdadera debe obrar igualmente sobre el entendimiento y sobre el corazón; sobre el primero con principios ilustrados, sólidos e invariables; sobre el segundo, con sentimientos honrados, superiores y a prueba de todo; por esta conformidad de pensamientos y sentimientos, eleva a un hombre sobre la clase común de los otros.

La conducta del filósofo, cuando es lo que debe ser, es siempre lucida, consecuente, igual, llena de franqueza y de dignidad. ¿Para qué pues estas incertidumbres, estos errores, estas contradicciones? ¿Para qué es esta mezcla de elevación y de bajos arbitrios; de osadía y de pequeños ardides; de desdenes y de pretensiones? ¿Para qué sistematizar sin principios, moralizar   -47-   sin costumbres, dogmatizar sin misión, retractar en un tiempo lo que ha establecido en otro; volver luego a lo mismo después de las más formales reprobaciones?

El carácter del filósofo es superior a toda flaqueza. ¿Para qué correr sin cesar en busca de la alabanza, y alterarse con la más leve contradicción? ¿Para qué incensar lo grande, ultrajar la mediocridad, o las cenizas de los muertos? ¿Para qué emplear tantas intrigas, ponerse tan a menudo la máscara, disfrazarse de mil modos, tomar prestados nombres falsos? ¿Por qué el profesor de la verdad, por antonomasia, no se ha atrevido a parecer sino con la salvaguardia de los nombres de Vadé, Carré, Akaya, Zapata, Bazen, Escarbotier, Rustan Ramponeau, y una infinidad de varios nombres, cuyo tono burlesco, más bien anuncia un histrión que un esclarecido disertador?

La mira del filósofo es descubrir y hacer conocer la verdad. ¿Acaso ésta se recrea en arrojar sus luminosos rayos, y hacer entender su lenguaje por medio de chistes, de epigramas, de equívocos y chanzonetas indecentes? ¿Acaso atacando la religión con escarnios, desfigurándola con falsas imputaciones, manchándola con calumnias puede   -48-   esperarse derribar sus fundamentos? ¿No es más bien lo contrario, rendirla homenaje con el exceso mismo de la sinrazón y mala fe?

El fruto de los trabajos de un filósofo es la instrucción y felicidad de los hombres. ¿Qué pueden producir los de un escritor, que de un lado ya filántropo, ya enemigo del género humano, siempre ocupado de sus propios intereses, poco se ha cuidado de otra cosa que la de mantener la atención del público consigo mismo, hacerle confidente de sus acciones, de sus servicios, de sus liberalidades, de sus limosnas? Que por otro lado se hace un juego de acometer y burlarse de los principios, de corromper las fuentes, de saltar los límites, de trastornar las leyes, de cegar los entendimientos. ¿Qué han producido en efecto? Lo que la sana filosofía no puede confesar por obra suya: la independencia, el desorden, la corrupción y el trastorno de todas las ideas. Que se le escuche y le siga ¿qué resultará? Los jóvenes aprenderán en su escuela a sacudir el yugo de sus obligaciones, a repetir blasfemias, a gloriarse de sus desórdenes: los hombres de letras a respetar poco los modelos, a olvidar los miramientos, a despedazarse sin consideración: las naciones a abandonar sus principios,   -49-   sus leyes, su carácter para alimentarse de ideas frívolas, de miras quiméricas, de gustos fantásticos, y pasajeros: a preferir en vez de su interés, su gloria y su reposo el atractivo de los placeres, los honores y los hechizos de la inconstancia.

No obstante tal es el hombre a quien la mayor parte de la nación ha hecho su ídolo; a quien se ha incensado en sus últimos días hasta el punto de no temer el ridiculizarle, coronándole y dándole en un teatro público los honores del apoteosis. Tal es sin embargo el hombre que han preconizado, celebrado y honrado con entusiasmo, y a quien se han propuesto muy seriamente levantar estatuas, sin pensar que en la antigüedad, y en todos los pueblos sabios ha sido este honor el precio de las virtudes heroicas, o de los altos servicios hechos a la patria. ¿Sería pues por este título que Voltaire gozaría de un privilegio que los Turenas, los Luxemburgs, los Catinat, los Hospital, los Daguessau, han merecido tanto y no le han obtenido? Si los Bossuet, los Fenelon, los Cornelios, los Racine, los Despreaux, no han tenido hasta ahora otros monumentos erigidos a su gloria, que los frutos de su ingenio, más durables que el mármol y el bronce, es preciso que se desconfíen bien del ingenio   -50-   de Voltaire, pues se ha querido subyugar la posteridad con los homenajes del siglo presente. Pero la posteridad juzga los autores y los siglos; ella reducirá por una parte el escritor a su justo valor; por la otra ella sabrá que su apoteosis no ha sido obra de la nación, sino el producto de las intrigas de algunas gentes de letras que ya entonces verosímilmente no serán conocidos.



  -51-  
Rousseau

Rousseau (Juan Jacobo) nació en Ginebra en 1727, y murió en las inmediaciones de París en 1778.

A pesar de sus singularidades, sus paradojas y sus errores, no se le puede disputar la gloria de la elocuencia y del ingenio, ni la de ser el escritor más entero, más profundo y más sublime de este siglo9.

Jamás ha habido autor que se haya pintado mejor a sí mismo en sus obras. Por poca atención que se ponga al leerlas, se descubre en ellas el retrato de su alma y el templo de su carácter; allí se ve la más viva y más fecunda imaginación; un espíritu flexible para tomar todas formas, intrépido en todas sus ideas; un corazón endurecido en la libertad republicana y excesivamente sensible; una memoria enriquecida de cuanto ofrece de más reflexivo y extendido la   -52-   de los filósofos griegos y latinos; en fin una fuerza de pensamientos, una viveza de coloridos, una profundidad de moral, una riqueza de expresiones, una abundancia, una rapidez de estilo, y sobre todo una misantropía que se puede mirar como el muelle principal que hace jugar sus sentimientos y sus ideas.

Todo es prodigio en este autor sea del lado del bien, sea del lado del mal. Aunque se ha escrito mucho contra él, aún no se ha tocado al10 origen de su mérito y sus desbarros. Un hombre tan célebre merecía bien ser conocido radicalmente. Nosotros vamos a aventurar algunas conjeturas, para dar, si es posible, la explicación de este fenómeno moral y literario.

Es oportuno notar desde luego que nada de mediocre ha salido jamás de su pluma; primera señal que le distingue de todos los demás escritores.

La razón de esta superioridad no es difícil de hallarse, y es toda en gloria suya. Aunque nació con los más grandes talentos, tuvo la sabia precaución de no mostrarse al público, hasta que se creyó capaz de sorprenderle con sus primeros ensayos, y de alimentar su admiración con nuevas producciones, tan vigorosas como las primeras. Parecido a aquellos atletas que se ejercitan   -53-   por largo tiempo, antes de presentarse en la arena, dejó crecer las fuerzas de su ingenio, dio a su razón tiempo suficiente para madurar y desenvolverse, ejercitó verosímilmente su pluma antes de dar a luz los escritos en que fundaba su reputación. Éste es el modo de aspirar a sucesos sólidos. Feliz él, si haciendo mejor elección de sus asuntos, no se hubiera dado tanto a la manía de las paradojas; si no se hubiera picado de una maña ambidextra que descarrió su juicio en tantas ocasiones, y le inspiró demasiada confianza para justificar todos los sistemas que se le antojó imaginar.

El temple de su carácter influyó verosímilmente mucho sobre la naturaleza de sus opiniones. Penetrado de la más viva sensibilidad, arrastrado por un temperamento lleno de bilis y de fuego, agriado por las contradicciones. Fueron las circunstancias de su vida el origen de su misantropía, y esta misantropía llegó a ser a su vez el vehículo11 de sus talentos.

Adoptando estas reflexiones, no será imposible explicar ¿por qué con tan superiores luces ha querido adelantar este autor con tanta seguridad todas las paradojas conformes a las disposiciones de su genio y estampa de sus ideas? Y ¿por qué el pro y contra se ven tratados con la misma fuerza en   -54-   sus escritos? Parece que se dice a sí propio: «Yo tengo conocimientos y facilidad; mi alma se inflama con prontitud y mi entendimiento se acomoda fácilmente a todo; mi imaginación abunda en recursos y los argumentos para apoyar mis conceptos se me presentan en tropel. Puedo en fin, apartarme de la senda ordinaria. En no probar sino lo cierto hay muy mediana gloria. Dejemos obrar la naturaleza, cedamos a las impresiones, aun cuando sean momentáneas, y singularicémonos para adquirir nombre».

Según este principio establecido como sistema, o seguido por instinto, todo ha llegado a ser problemático bajo su pluma. De aquí han nacido los razonamientos en favor y contra el duelo; la apología del suicidio y la condenación de este frenesí; la facilidad de paliar el crimen del adulterio y las razones más fuertes para hacer sentir su horror; de aquí tantas declamaciones contra el hombre sociable y tanto entusiasmo a favor de la humanidad; aquellas expresiones violentas contra los filósofos y aquella manía de favorecer sus sentimientos; de aquí la existencia de Dios atacada con sofismas y los ateístas confundidos con argumentos invencibles; la religión cristiana combatida con objeciones capciosas, y   -55-   celebrada con los más sublimes elogios.

Sería nunca acabar si quisiéramos entrar en la discusión de todas estas contradicciones, tan capaces de hacer conocer cuánto se engaña el hombre a sí mismo cuando se deja sólo conducir por sus luces; y cuán incierta es la filosofía en sus ideas, si se aparta de los límites prescriptos por el autor de la naturaleza al entendimiento humano. Esta sola consideración bastaría para forzar la razón a conocer que debe sujetarse a una autoridad y que el yugo impuesto por la fe no es para oprimirla y humillarla, sino para captivar sus inquietudes y precaver sus deslices. Así en la religión, como en la moral todo se halla establecido, y calculado por una providencia sabia; pero luego que el entendimiento se desboca, todo llega a ser incierto y arbitrario. El colmo de la ilusión en los filósofos es creer como reservados a ellos solos los descubrimientos para la felicidad de los hombres; y el colmo del crimen es robarnos la presente felicidad bajo la apariencia de esta quimera.

La primera obra con que se manifestó Rousseau es el famoso discurso coronado en la Academia de Dijon, en donde sostiene que las letras han contribuido más a corromper las costumbres que a purificarlas. Nadie ignora cuantas oposiciones suscitó esta   -56-   obra desde el instante que salió al público. Bien podían tener razón los adversarios del autor; pero entonces no se preveía que el estado actual de nuestra literatura llegase a ser el apoyo de la sentencia del ciudadano de Ginebra. Aunque es falso que las letras cultivadas, según las reglas y las precauciones que el bien común exige, son capaces de perjudicar a la sociedad, es muy cierto a lo menos, que (juzgando por los desórdenes que reinan hoy entre los literatos) están sujetas a grandes inconvenientes.

¿Qué idea ventajosa se puede formar, qué frutos se pueden prometer para la cultura del espíritu y la perfección de las costumbres, cuando se ven atacados los verdaderos principios, desconocidas las reglas, violada la decencia, establecida la confusión, y la anarquía sobre las ruinas del gusto y la razón? ¿Cuándo la religión, la moral, las obligaciones, la virtud, llegan a ser el juguete de una filosofía extravagante que ultraja la una, corrompe la otra, pronuncia sobre ésta y desfigura aquélla según sus caprichos y sus intereses? ¡Qué estimación para los literatos a vista de las divisiones que los agrian y los deshonran!

Los vemos despedazarse, calumniarse, desacreditarse los unos a los otros, intrigar en las sociedades para perseguir a sus rivales,   -57-   o ensalzar a sus discípulos y admiradores. Emplean en esto su tiempo y cuidados, que serían consagrados más útilmente en perfeccionar sus obras. Se revelan contra la crítica y descuidan los consejos útiles; hartan su vanidad de votos mendigados, sin ocuparse en merecer otros más justos y sólidos; y substituyen a la elevación de sentimientos que deberían ser su fruto, las bajezas del artificio y de la lisonja, para apoyar su vanidad. ¿Acaso en medio de esta degradación sensible y diaria, podrán aspirar al respeto y a la gloria destinada a pagar los trabajos del ingenio y de los talentos?

Bien tristemente ha demostrado la experiencia que el abuso de los conocimientos literarios es el más peligroso de todos los males que un estado puede sufrir. ¿Con la adquisición de estas pretendidas luces que se lisonjean habernos comunicado, ha llegado a ser la sociedad más feliz y mejor reglada? ¿Se han desaparecido de entre nosotros la mala fe, la perfidia, los odios, las mentiras, las calumnias, las atrocidades, los crímenes? ¿Se ha visto renacer la franqueza, la integridad, la generosidad, la felicidad y la paz? ¿O más bien a pesar de estas hipócritas voces12 de humanidad, y de beneficencia: no parece que los corazones se han encogido, disecado y perdido su energía?   -58-   Todo lo que hemos ganado llegando a ser más instruidos, es haber aprendido a ser malos con arte y a conservar en el mal una especie de decencia que le hace más epidémico y peligroso. Si es verdad que los hombres han sido malos en todos los siglos, también lo es que tienen más facilidad para serlo en los siglos ilustrados. Los recursos del entendimiento se vuelven entonces de la parte del interés y de las pasiones. Cuanto mayores luces tiene un hombre malo, tanto más es capaz de hacer el mal impunemente.

El Discurso sobre la desigualdad de las condiciones entre los hombres, no cede en nada al primero; antes bien descubre una más grande extensión de luces, más profundidad en los pensamientos, una elocuencia más nerviosa; pero es fácil de reconocer en él un filósofo tétrico, demasiado ardiente en aprovechar la destreza de su entendimiento en invectivas contra la naturaleza humana; demasiado enemigo de la sociedad; demasiado inclinado a no ver más que los vicios y demasiado empírico en los remedios que propone. Tal es el efecto de la misantropía, nos descarría así que nos entregamos a ella. Rousseau ha querido parecer profundo y sublime y ha dado en extravagante. Pascal era misántropo como él,   -59-   pero guiado por la religión; sus pensamientos tienen el mérito de lo profundo y sublime, unido al de la razón.

Aunque El contrato social está lleno de errores y ofrece una novela de política impracticable, el autor es siempre el mismo, esto es, original, profundo, luminoso y elocuente; pero todo sin fruto.

Las Cartas de la nueva Eloísa si las consideramos como una novela, no tienen casi nada de común con esta especie de obras; un plan mal ordenado, una intriga viciosa, un desenredo trabajoso y demasiado lento, una acción débil y desigual, unos personajes disertadores y por lo mismo molestos. Si las miramos por el lado de la moral, son una mezcla de ideas singulares, de virtud frenética, de sentimientos excesivos y de rasgos sublimes, de discusiones pedantescas. Por lo tocante al estilo son una trama seductora de todo lo que la imaginación tiene de más brillante, y más rico; de todo lo que el sentimiento tiene de más encendido y enérgico; de todo lo que la expresión tiene de más entero, más tierno, más florido y más elegante. En esta obra es en donde el autor se abandona con más frecuencia a su manía de exponer el pro y contra y de derramar la incertidumbre sobre todos los principios. La   -60-   obra intitulada Emilio lleva consigo la estampa de la misma forma de carácter: esto es, las mismas paradojas, los mismos errores, las mismas perfecciones. Este tratado de educación, el más quimérico que ha podido componer ningún hombre, es una mezcla continuada de sublime y de ridículas sutilezas; de razón y de extravagancias; de talento y de puerilidades; de religión y de impiedad; de filantropía y de inhumanidad.

En ésta aún más que en las otras obras de Rousseau, se descubre un autor dotado de ingenio profundo, pero versátil; de una imaginación brillante, pero exaltada; de un alma sensible, pero demasiado severa; de un entendimiento juicioso, pero extraño. Los consejos útiles y los razonamientos capciosos; las observaciones interesantes y las reglas impracticables; el idioma de la razón y las declamaciones de una filosofía engañosa marchan con un paso igual en esta obra: se burlan alternativamente de la comprensión del lector y le fuerzan a preguntarse a sí mismo lo que el autor ha pretendido establecer.

No se ha desdeñado la pluma de Rousseau de ocuparse en asuntos pequeños. El Adivino la aldea es la obra magistral de su musa y la pastoral más sencilla y más   -61-   interesante que ha salido al teatro de la ópera.

Su Carta contra la música francesa, su Diccionario de música, aunque ha tomado mucho del del Abate Brossard, y sus Cartas de la montaña prueban que podía ejercitarse superiormente en todos los géneros y hermosear con su elocuencia las materias que parecen más secas.

También escribió contra los teatros, y sus argumentos no han sido refutados por los que se han atrevido a responderle. El mejor modo de hacer conocer la preeminencia de su habilidad, es poniendo al lado de su carta la respuesta que dio a ella Monsieur d'Alembert. Es demasiado sensible la diferencia para dejar de percibirla. Es trasladarse súbitamente el lector desde un brasero encendido al medio de una nevera. Es preciso confesar que la carta de Rousseau está sin orden, sin unión, sembrada de digresiones, algunas veces difusa, pero este desorden es el del ingenio; la claridad y el calor se descubren por todas partes. Su al adversario por el contrario, a la verdad más metódico, pero más frío y sin vigor, no le opone sino débiles razonamientos, expresados aún todavía más débilmente13.

  -62-  

No hablamos de las obras polémicas de Rousseau, bastará notar que en sus debates literarios o personales, sin embargo de mostrar siempre tanto ingenio como sensibilidad, jamás se ha apartado de las reglas de la honradez y decencia. Nada hay más injurioso, más grosero, ni más contrario a la dignidad de las letras, que lo que se ha escrito contra él, y con todo ha mantenido una grande serenidad en medio de tantos ataques. Verdaderamente filósofo en esta parte, se ha desdeñado constantemente de valerse de armas indignas de sus sentimientos, de su mérito, y del público.

También el público siempre equitativo, le ha hecho justicia compadeciéndose de sus errores, de sus ilusiones, de sus delirios y aún más, riéndose de su singularidad, ha respetado el temple de su alma y la nobleza de su proceder. Sería en efecto cosa injusta confundirlo con el común de los espíritus fuertes, si es cierto sobre todo que ha sido realmente engañado   -63-   por sus ideas. ¿Pero qué debemos pensar de aquellos filósofos, que tan poco convencidos como celosos para convencer a los demás, no sacrifican sino al orgullo de su vanagloria, y a los intereses de su existencia la sencillez de aquellos que les escuchan, la credulidad de los que adoptan sus principios y la estupidez de los que los reverencian y protegen?

Nadie les ha quitado más bien la máscara a su charlatanería, que el ciudadano de Ginebra, que los había frecuentado, y que al principio se había dejado seducir de sus artificios. No se lo han perdonado nunca, y no le perdonarán jamás el haber dicho en una de sus obras: «¿Qué hacen los filósofos sino darse a sí mismos una multitud de alabanzas, que no siendo repetidas por otro ninguno, no prueban gran cosa en mi opinión?» Y de haber añadido con tanto juicio como verdad: «Huid de aquéllos que bajo el pretexto de explicar la naturaleza, siembran desconsoladas doctrinas en el corazón de los hombres, y cuyo escepticismo aparente es mucho más afirmativo y más dogmático que el tono decisivo de sus contrarios. Bajo el altivo pretexto de que ellos solos son ilustrados, veraces, y de buena fe, nos someten imperiosamente a sus resueltas decisiones y pretenden   -64-   darnos como verdaderos principios de las cosas los sistemas ininteligibles que han fabricado en su imaginación. Por lo demás destruyendo, trastornando, despreciando todo lo que los hombres respetan, quitan a los afligidos el último consuelo de su miseria; a los poderosos y a los ricos el freno de sus pasiones; arrancan del fondo de los corazones los remordimientos del crimen, la esperanza de la virtud, y se lisonjean aún de ser los bienhechores del género humano. Jamás, dicen ellos, ha sido la verdad perjudicial a los hombres: yo lo creo también como ellos, y es mi opinión la mayor prueba de que lo que ellos enseñan no es la verdad».





  -65-  
ArribaAbajo

- III -

París y febrero 16 de 1780


Amigo y Señor: Ya ha visto Vm. el juicio que hace un autor de gran nota de los dos célebres patriarcas de filosofía y literatura: creo puede adherir a este juicio cualquiera que le tenga acompañado de una justa imparcialidad.

Los desbarros de Rousseau merecen compasión: como Calvinista giraba su creencia por un círculo muy distante del centro de la verdad; no debe extrañarse que como filósofo a las orillas del precipicio haya caído en él, suelta la rienda de su fogosa imaginación. Las contradicciones que hacen de semejante desorden, dejan de serlo respecto a este mismo principio, en cuyo supuesto puede asegurarse que Rousseau fue muy consecuente en sus escritos y acciones, y no tuvo la variación y contrariedades que a cada paso se notan en Voltaire.

Uniforme en su conducta, en su modo de pensar y en su modestia, o quizás orgullo (pero orgullo por aquel termino tan particularmente suyo y muy singular en estos tiempos) nunca mudó sistema, jamás   -66-   alteró su método, siempre siguió la marcha que había tomado, y hasta su muerte misma en la buena edad de 52 años, mantuvo las mismas huellas.

Mucha es la diferencia que hallo entre el filósofo de Hermenonville y el de Farney: la pluma de aquél abrasa cuanto corre, pareciéndose a la encendida lava en las irrupciones del Vesubio: no tiene el mismo fuego la pluma de éste. Por eso al mismo tiempo que considero más disculpable a Rousseau, le juzgo más peligroso, mayormente para las personas de talento cultivado. Voltaire lo es más para las superficiales; aquél seduce sin sentirse; en éste se deja percibir la seducción, pero sus decantados talentos, su aplauso casi universal, la circunstancia de considerarle como jefe primario de partido, merece que pongamos alguna mayor atención en su marcha.

Voltaire que desde niño fue católico y que siempre confesó profesar la fe de sus mayores; que nació vasallo de un gran monarca y se preciaba tanto de ser francés, por consecuencia colocado por su suerte en el centro de la verdadera religión, como cristiano, y en el círculo de un tan bien templado gobierno como el de la monarquía francesa; ha sido de los más acérrimos enemigos, primeramente del Catolicismo, y   -67-   del gobierno monárquico, y después de todo gobierno y toda religión. Dilatado trecho tuvo que ir caminando hacia los grandes errores, que tanto ha procurado propagar, habiendo partido desde el estrecho y legítimo círculo en que se hallaba cuando tomó la pluma, hasta llegar al abismo en que la dejó con la muerte en la muy larga carrera de 84 años.

Parece que aún la hubiera continuado más días, según la feliz constitución de su naturaleza; pero quiso dejar el acomodado y célebre retiro de Farney, para venir a la gran capital de la Francia a gozar de sus triunfos y glorias. Las tuvo, pero no tan completas como le sugerían su demasiada ambición y vanidad. Acostumbrado a mirarse elogiado por un monarca de tanto nombre y concepto como el Rey de Prusia; a verse dichosamente aplaudido por una princesa tan célebre como la Emperatriz de las Rusias, no pudo sostener el revés de no haber tenido el brillante acogimiento que se prometía, y procuró solicitar de su propio príncipe; ni pudo soportar la indiferencia del Emperador en su mansión en París pues siendo un soberano de tan alto mérito, que en sus curiosos y útiles viajes, procuró tomar los más acertados y menudos conocimientos, y supo honrar las ciencias, las buenas letras,   -68-   las armas, las artes y todos los estados gradual y respectivamente, no apreció ni quiso conocer la persona de este decantado filósofo; golpe que le fue mortal.

Pudieron tener Federico y Catalina algunas razones por donde se creyeron (al modo de decir) obligados a contemporizar con Voltaire, darle el consuelo de mostrarse parciales suyos, o quizás serlo verdaderamente, según la respectiva diferencia de principios o modo de pensar que cabe en los príncipes, como en los particulares. No concurrían las mismas razones o principios en Luis XVI, ni en Josef II, pero el filósofo de Farney no supo sobrellevar las vicisitudes humanas. Quería por entero sus glorias. Todo lo pretendía avasallar, y considerándose como un Alejandro literario, solicitaba dominar todo el orbe y llorar como aquel héroe griego de que no hubiese más mundos.

No se hace muy compatible esta superioridad tan ambicionada con el sistema general suyo y de todo su partido: sistema que se reduce a dos puntos, igualdad y libertad civil y religiosa. Sobre esta última parte se ha escrito mucho, sobre la primera se ha hablado menos porque es enteramente absurda. No es posible la igualdad en los hombres. Para esto era indispensable   -69-   que hubiese igualdad en las fuerzas, en la hermosura, o perfecciones personales en los talentos; y que se experimentase en los bienes o dones de fortuna. En la naturaleza misma existen sus diferencias. Esta desigualdad debe producir las infinitas que conocemos, y no puede subsistir el mundo sin ellas y sin jerarquías.

No es preciso ir más arriba para sentar este principio. La igualdad física, en cuanto criatura humana, es cosa que desde nuestra infancia la sabemos muy bien, sin más libros que el catecismo. Todos somos hermanos, hijos de Adán, todos iguales en nacer y morir, todos polvo, y en polvo nos convertiremos. De la igualdad moral no podemos menos de reírnos a carcajada, y de las necias sutilezas y quimeras de semejantes sueños, tratados con énfasis, hinchazón y toda gravedad y magisterio.

Hay personas que desgraciadamente seducidas de los sofismas y paradojas de estos alucinados filósofos, por cuatro libretes que han leído, se hacen insoportables en la sociedad. Si sirven algún decente empleo que la casualidad, o su mérito les proporcionó, le ejercen con indecible dureza, ajando aquellas gentes que le son o juzgan inferiores, al mismo tiempo que no pueden sufrir superior alguno,   -70-   y malogran con su genio otras regulares prendas que les asisten.

Muy humillada quedaría su altivez si reflexionase cada uno de éstos, que más superiores tiene como hombre físico entre millones de almas, que como hombre moral según la clase mediana suya entre centenares o miles de personas a quienes debe respetar. Éste es el carácter de los llamados filósofos y de los infelices que alucinan con su doctrina. Pretenden sacudir toda subordinación ellos mismos, y quieren imponerla a los demás. Se erigen en magistrados públicos de todas las naciones, y procuran someterlas a sus leyes.

Gracias a la divina Providencia, todos sus esfuerzos son inútiles. La verdad penetra por entre el velo con que la cubre la común malicia humana; pero semejantes entes apenas la perciben, o la quieren confesar, tapándose los ojos con la mano que les lleva su propio orgullo, para cegarse.

Mucho me detendría, si hubiese de entrar en materia sobre un circunstanciado análisis del carácter de Voltaire y sus secuaces. Puede Vm. contentarse con lo que ha visto en la traducción remitida y con lo que le iré indicando según me venga a la pluma en la continuación de estos borrones, que me persuado merezcan el agrado de Vm.   -71-   y aprobación de los amigos a quienes quiera comunicarlos.

Entre los perseguidos por Voltaire, uno de los que a pesar suyo ha dejado más nombre y concepto, es Juan Baptista Rousseau, que murió retirado en Bruselas el año de 1741 a los 66 de su edad. No escribió mucho, pero tan sublime, particularmente en la poesía lírica, que mereció el nombre de Grande. La envidia de Voltaire se ha esforzado con sus invectivas a arrancarle aquel glorioso epíteto; sus hechuras le han ayudado, pero el público sabe a qué ha de atenerse. Solamente puede hacer minorar el honor de semejante epíteto en el vulgo la casualidad de que poco después de las excelentes poesías de este Píndaro francés, parecieron en el público las obras del célebre filósofo de quien tengo hablado, Juan Jacobo Rousseau, tan dignamente famoso en la república literaria. Aunque no debe confundirse el respectivo mérito y debida fama de ambos autores del propio apellido, esta circunstancia no ha dejado de causar alguna material equivocación al vulgo, no distinguiendo que el epíteto de Grande solamente le corresponde al Rousseau Juan Baptista como poeta lírico.

Otro autor de los más acérrimamente   -72-   perseguidos de Voltaire fue Maupertuis, de la Academia francesa y de la de las ciencias de París y Berlín, que murió en Bale el año de 1759 a los 62 de su edad; tan buen filósofo como hábil literato; alternativamente geómetra, astrónomo, naturalista y moralista; siempre fue un escritor instructivo, útil y agradable. Voltaire había sido su amigo y aun su adulador. Sobrevinieron después las notorias diferencias de cuyas resultas salió Voltaire de Berlín: quedó Maupertuis presidente de aquella Academia, y convirtió aquél su amistad en un odio y rencor implacable que ha hecho bastante ruido en el inagotable piélago de las quimeras literarias. Maupertuis se mostró siempre filosofo, su moderación hace grande honor a las letras, como también el conjunto de sus prendas sociables.

Yo he tenido la satisfacción de tratarle y conocer que el verdadero grande hombre debe sentar su mérito sobre la sólida basa de hombre de bien. Entre nuestros sabios son un buen ejemplo y apoyo de este principio Feijoo, Sarmiento, Montiano, Iriarte, D. Jorge Juan, que nombro sin agraviar a otros, porque les he tratado y ya han muerto. En fin, la memoria de Maupertuis, a pesar de sus adversarios,   -73-   conserva la más distinguida reputación

No ha sido tan feliz el diarista Freron, que murió en París año de 1776 a los 57 de su edad, y cuya vida fue una continua pelea. Aunque su Oda sobre la victoria de Fontenoy, y algunas otras piezas hayan merecido una grande aceptación, nunca escribió una obra magistral que le calificase de autor clásico; pero como diarista no puede negársele un gran talento. Le eran muy familiares los autores griegos y latinos. Se hallaba con grandes conocimientos de los idiomas extranjeros y escribía bien en el suyo. Poseía un superior juicio para hacer análisis de las obras, un tacto fino para conocer en ellas los defectos, errores o negligencias, igualmente que los aciertos y perfecciones; conocía los primores de la lengua, las diferencias del estilo sabía distinguir con pulso todas sus clases.

Con estas excelentes calidades, con el valor que tuvo para atacar continuamente a Voltaire y demás novatores, con el tesón que conservó en resistir al soborno, seducción y amenazas de sus adversarios, y con la constancia que mantuvo en proseguir un trabajo tan continuo como el suyo, pues llega a 150 volúmenes la colección de su año literario; era preciso que se atrajese la cólera de los soberbios escritores   -74-   que no sufren que nadie les toque. Voltaire se encarnizó tan fuertemente contra él como es notorio, y procuró ridiculizarle en público teatro, usando a cada paso de las desentonadas voces de asno, insecto, borracho, y otros mil improperios en repetidos lugares de los 41 volúmenes de sus obras, y solicitando juntamente con algunos enciclopedistas, y otros secuaces, perseguir su persona.

Además de la opinión (aunque parcial en mi concepto) del autor con que me hallo entre las manos, como he dicho a Vm. y de cuya obra le daré noticia a su tiempo, yo mismo la he formado favorable del perseguido Freron. Su año literario ha sido una de las obras periódicas que me han gustado más, no obstante lo poco aficionado que soy a esta especie de escritos, pues los juzgo más propios para hacer perder el tiempo en adquirir una instrucción superficial, que para saber algo con fundamento. También le añadiré a Vm. que no apruebo enteramente todas las críticas hechas por Freron, pues algunas veces hería (como se dice vulgarmente) con vaina y todo, en otras flaqueaba su pluma, y mostró algo de hiel y parcialidad en varias ocasiones.

He hablado más particularmente de estos tres autores perseguidos de Voltaire, porque   -75-   contra ellos ha sido más decisivo y continuado su encarnizamiento. Pero en sus copiosos escritos ha maltratado a cuantos se le ponían por delante, como al Abate Guyon (que murió en 1771) autor del Oráculo de los nuevos filósofos: al Abate Nonote, que aún vive, autor de la obra intitulada Los errores de Voltaire, y del Diccionario antifilosófico: a M. de la Beaumelle (que murió en 1773) autor de las Cartas de M. Voltaire en respuesta al suplemento de la Historia de Luis XIV y del Comentario sobre la Henriada.

Hasta con los pretendidos pecados de omisión era inexorable. M. le Tourneur censor real, que ha adquirido nombre con la traducción de Las noches de Young, en que ha sobrepujado al original inglés, trabaja actualmente en compañía del Conde de Cateulan y M. Fontaine Malherve en la traducción del teatro del célebre Shakespeare, del que ya ha publicado tres volúmenes. El primero salió a luz en vida de Voltaire; no habló de sus tragedias en el discurso que precede a las del poeta inglés, y esta ofensa movió de tal suerte su resentimiento, que pronunciando anatema desde su solio patriarcal de filosofía y literatura contra M. le Tourneur, le llenó de injurias y desvergüenzas en la segunda edición   -76-   de la obra intitulada Bureai D'esprit, que reimprimió poco antes de su muerte.

No crea Vm. que a esto sólo se ceñía su cólera contra los rivales que le criticaban y resistían, os contra los que no le incensaban, o no se humillaban y solicitaban prosternados su protección. Usaba también de cuantos medios le sugería su encono, así por correspondencias como de viva voz; e intrigaba con las personas poderosas y con las que tenían parte en el gobierno para hacer suspender las impresiones; para armar cuantas zancadillas caben en los palillos, trámites y reglas de policía establecidas sobre las imprentas; para desacreditar piezas de teatro y otras obras, y para abrogarse una especie de monopolio literario con sus secuaces y clientes.

Puestas a un lado las referidas maniobras personales, no quiero omitir el informar a Vm. del último estado en que este hombre famoso ha dejado la literatura en Francia. No puedo explicárselo mejor que tomando las especies de un escritor amigo mío, que está imprimiendo una obra. «Dice que de sesenta años a esta parte había acostumbrado sus pretendidos republicanos, llamados hombres de letras, al yugo de un dictador.

»Este despótico, autorizado con un montón   -77-   de títulos, tenía un tropel de aduladores, que bajo de su mando se han ido convirtiendo en tiranos, y con el semblante de buenas gentes, a fuerza de ser el eco y los criados del grande hombre para adquirirse un modo de hacerse valer, han mostrado ser sus adoradores. No pudiendo pretender los honores del apoteosis, a lo menos sirven el templo de su ídolo. Han jurado no dejar elevar nada al lado del coloso de gloria, en cuyo nombre oprimen a los demás con buena intención. Añádase a esto un mundo cansado de aplaudir, harto de admiración, y de quien un solo hombre ha fatigado todos los clarines de la fama, y tiene agotados todos los elogios.

»Si se observa al público, ya se le halla en esta parte enfermo y desganado, y si se le distingue bien con el debido telescopio, como también a los que hacen mover este público, debe calcularse que le es preciso casi treinta años de tibieza para expiar los sesenta de entusiasmo: proporción razonable. Entre tanto no hay que pensar sino en estarse con los brazos cruzados y la boca abierta delante de la Pagoda de Brama.

»La literatura presente casi toda está dedicada al culto de los muertos. Es preciso convenir que el hombre extraordinario, objeto   -78-   de esta especie de culto, le hace casi verosímil. A los dones naturales y adquiridos, que sería largo describir, juntaba una cierta gitanería, que ha contribuido mucho al esplendor de su fama. Sus correspondencias eran universales. Alababa a todo el mundo, escribía a todos. Durante su vida nombraba cien sucesores, seguro de que no tendría ninguno. Había gradualmente llegado a esta complacencia venal e interesada, que por algunas flores esparcidas, recogía multiplicadas adoraciones.

»En su juventud prodigaba menos los elogios, los dirigía a las lindas, o a los hombres agradables. Su gloria encontraba entonces mil contrarios. En su vejez se puso a elogiar los tontos, y ha tenido por suyo casi todo el universo. Sería locura en este momento pretender cualquiera celebridad literaria; sobre todo, si a un verdadero talento se junta la independencia que le ennoblece y una cierta severidad que le deja solitario.

»Sin embargo la época actual no impide la carrera de las letras a todo buen entendimiento que calcula la disposición involuntaria y conducida por las circunstancias en que el público se halla sin saberlo, sigue por hábito un movimiento progresivo que se le ha dado; movimiento   -79-   que le hace padecer, que le fatiga, pero que le arrastra, porque una vez llevado al declivio de la cuesta no es fácil detenerse». Así razona este literato mi amigo.

En esta situación de sistema literario, han seguido los filósofos las huellas de su patriarca: sus antagonistas, las de sus opositores; los indiferentes, las inclinaciones de su natural y su profesión; los romancistas, poetas, diaristas y otros escritores el corriente de sus fines e ideas, y hasta las damas el impulso de sus modas en literatura: de todo iré haciendo a Vm. un ligero bosquejo.

Los preciados filósofos de nuestros días, como dejo indicado, remiendan, añaden y dan nuevo color a las ideas y extravagancias de los novatores y de algunos impíos y libertinos de los dos últimos siglos. Tuercen el sentido, o malean los principios de los verdaderos filósofos, y levantando sobre semejantes cimientos sus altos edificios, quieren señorear el país con sus singulares opiniones.

Como me ciño a sólo los escritores franceses, no hablo de otros. No me detendré tampoco en hacer mención de todos; me contentaré con señalar tal cual fuente (se entiende de las nacionales) para   -80-   hacer conocer, como por ejemplo, el manantial de donde nacen estas caudalosas inundaciones.

Las obras del célebre Miguel de Montagne, que murió en 1592, autor original, en boga desde entonces, lo está mucho más en nuestro tiempo, pues han llegado a ser sus ensayos una fecunda mina que nuestros filósofos no dejan de apurar. Bien sabe Vm. la revolución que causaron en el mundo filosófico Descartes, que murió en 1650, y Gassendi en 1656. Al primero se le ha considerado como padre de la filosofía en Europa.

Entre otros sobresalientes rasgos de su ingenio, le hace digno de inmortalizarle el de la aplicación que supo hacer de la álgebra a la geometría. Fue como el precursor del gran Newton inglés, que no puedo menos de nombrar. Enseñó a dudar, a saber investigar los orígenes de las cosas y a rectificar las ideas. Abrió nuevos caminos a las ciencias; extendió los conocimientos humanos; y también como una consecuencia de nuestra misma miseria, arrastrado de su enardecida fantasía, creó e imaginó sistemas que se pueden calificar de novelas filosóficas. Pero aún errando supo errar, y a pesar de algunos deslices fue un grande hombre. Sacó   -81-   de su propio fondo una verdadera filosofía para su conducta moral; pues en medio de ojerizas y disgustos supo poseerse y se manejó con una serenidad que no han sabido seguir sus pretendidos imitadores los filósofos modernos.

El segundo, propiamente segundo en orden entre los filósofos franceses, declarado contra Descartes causó la bien sabida división de Cartesianos, y Gassendistas. Algunas ilusiones de Gassendi dieron campo a sus enemigos para poner en duda su fe. Nada hay más común en las disputas literarias, que el verse combatido un autor por otro motivo diferente que el de la causa que se ventila. La calumnia quedó por fin disipada, y reconocido ortodoxo. Véase su vida escrita por el P. Bougerel del Oratorio de San Felipe Neri, citado por el autor que sigo.

A estos dos grandes filósofos que abrieron nuevas sendas, pero que no sólo conservaron los buenos principios, sino que también los consolidaron, extendieron, e ilustraron, se siguieron y siguen otros que sin tanta imaginación, sin tanto ingenio, sin tan distinguido talento, sin tan iguales luces y sin tan recto corazón, envenenando sus principios y pretendiendo imitarlos solamente en los respectivos deslices de ambos,   -82-   han propagado y extendido las quimeras en que cayeron, amontonando después absurdo sobre absurdo, de que han nacido tantas monstruosidades.

Peyrere, que murió en 1676 a los 82 de su edad, se hizo célebre y desgraciado con su sistema de los Preadamistas, pretendiendo probar con algunos lugares de San Pablo la existencia de los hombres antes de Adán; paradoja bien extravagante. Por este rumbo se precipitan los hombres cuando olvidados de la flaqueza de la naturaleza humana, desvanecidos por su presunción se hacen fuertes con las débiles máquinas que les sugiere la sutileza de su desmesurado amor propio.

S.t Glain que murió a fines del siglo pasado retirado en Holanda para profesar más libremente el Calvinismo, degeneró en ateísta con la lectura del famoso Espinosa. Había allí empezado sus trabajos literarios con la composición de la gaceta. Después hizo la traducción del Tractatus Theologico Politicus, manantial de donde los Filósofos de este siglo han sacado los argumentos con que se han divertido en formar tantas declamaciones contra Moisés, y el Antiguo Testamento.

De cualquiera materia hacen asunto estas gentes para prorrumpir en proposiciones   -83-   descabelladas. Hasta de las máximas morales del Duque de la Rochefaucauld sacan un jugo ponzoñoso. A este autorizado autor que murió en 1680, y hace honor a su siglo, a su nación y a su cuna, se le puede criticar el nombre de Máximas que da a la obra moral que le ha adquirido su establecida reputación. La palabra Máximas corresponde a las verdades evidentes y consagradas por una general adopción, y no a pensamientos que pueden ser ciertos pero que son nuevos, y no deben mirarse como frutos de la meditación de un hombre que reflexiona para sí mismo, sin tener derecho para fijar las_ ideas de los otros. La obra es excelente, pero no para dejarse llevar sin discernimiento de la corriente de sus ingeniosas ideas. Sobre el móvil universal del amor propio forma una especie de sistema, en el que girando la mayor parte de sus pensamientos, salen falsos muchos de ellos, y otros propasados.

Es preciso distinguir sus principios para no equivocarse en el crédito que merecen. Carga demasiado a los hombres, y a veces los condena rigorosamente por aprovechar una agudeza, expresión o dicho, cuya energía y gracia no quiere perder, y sacrifica a este flaco la mayor solidez, o la verdad más evidente de sus moralidades. Por falta de reflexión   -84-   y conocimiento se han dejado llevar muchos de la fuerza de sus brillantes imaginaciones, sirviéndose de unos testigos tan sospechosos para probar otras ideas falsas, absurdas y a veces arriesgadas.

Acercándonos a los contemporáneos de Voltaire, tropezamos con el atrevido Pedro Bayle, que murió a los 60 años de su edad en el de 1706. Este célebre crítico es bien conocido de todos. Su dialéctica sutil, su ingenio, su travesura, su destreza, su avilantez, su osadía, en fin todas aquellas calidades que pervertidas por el abuso de una imaginación ardiente, y arrastradas de una torcida intención forman un hombre maligno y arriesgado, concurrían en este incrédulo filósofo. Bien notorias son las indecencias, las paradojas, las contradicciones y el Pirronismo que reina en su famoso Diccionario, cuya lectura ha causado una casi general seducción.

Víctima de ella ha sido el alucinado y docto Freret, que murió en 1749. Este erudito filósofo cebado en la lectura de Bayle en el largo tiempo de su prisión en la Bastilla, de resultas del primer discurso que leyó en una sesión pública en la Academia de las Inscripciones y buenas letras, quedó tan lleno de los principios siempre fluctuantes de aquel peligroso autor, que la mayor parte de sus   -85-   obras se resienten de cierta incertidumbre de ideas, fruto ordinario de una indigesta erudición que marcha al acaso. No puede negársele un grande talento, y un amor al estudio, que le ha procurado vastísimos y casi universales conocimientos.

Sus obras son instructivas para quien sepa apartar de ellas los errores con que las emponzoña y con que altera los hechos que halla opuestos a sus ideas o sistemas. Sobre todo merecen particular cautela, y atención la obra intitulada: Examen de los apologistas de la religión cristiana, y su carta de Trasibulo a Leucipo, que pueden considerarse como la quinta esencia de los sistemas de Hobbes y de Espinosa, y el manantial de donde el autor del Sistema de la naturaleza, ha ido bebiendo y maquinando sus sueños. Estas dos obras son las que sirven como de reportorio a los incrédulos. Entre otros el autor del Diccionario filosófico (Voltaire) ha sabido vestir con éstas aquella compilación de sus eruditas y disfrazadas noticias.

Lástima es que un literato como Freret, tan digno de un ilustre lugar por su talento, con el abuso de él se hubiese precipitado, y haya arrastrado consigo a los que le han seguido en el propio frenesí. La independencia, el orgullo, la terquedad,   -86-   la blasfemia, el Egoísmo impertinente, son el fruto y la consecuencia de sus ilusiones. Éstas dan desde luego ocasión de descamino y de locura a los genios inquietos y espíritus débiles, que se llaman espíritus fuertes, que sólo esperan ver autorizadas algunas falsas ideas que congenien con las suyas, para dejarse conducir de su impulso, y aun todavía llevarlas mucho más lejos.

Cuando el entendimiento humano deja la rienda suelta a su imaginación, se desboca hasta un término que no es fácil señalar. Maillet, que murió en Marseilla en 1738, y había sido Cónsul en el gran Cairo, es buen ejemplo. Su obra intitulada Trelliamed es de las más absurdas y extravagantes que se han dado a luz. Basta indicar el sistema. Trata de explicar las diferentes revoluciones de nuestro globo por bien extrañas conjeturas. Según él los más altos montes han salido de las aguas, y la generación de los hombres ha empezado por los peces; con otras mil quimeras y delirios que son evidentemente producción de un cerebro exaltado. Sin embargo este libro no ha dejado de hacer su poco de fortuna entre los filósofos del día. Triste prueba del infeliz estado de su desatinada imaginación, que tanto los alucina.

Otro ejemplo do un cerebro exaltado   -87-   es el médico M. la Mettrie de la Academia de Berlín, en donde murió en 1751 de 42 años. Su instrucción tocante a Medicina pasa por excelente, pero era un autor frenético en sus libros de filosofía. Se hallaba en Holanda cuando publicó El Hombre maquina, obra que le hubiera conducido al cadalso, si no hubiese escapado prontamente.

Puede Vm. discurrir la actividad de la ponzoña de semejante obra, cuando en una república de toda libertad de conciencia como la Holanda no se ha tolerado. Toca al extremo de considerársela como una peste, y cuando ésta llega a sentirse en cualquiera país, se procura atajar el que cunda. La libertad de la imprenta tiene sus límites. El choque de los entendimientos y disputas produce la luz, pero en ciertas materias el mismo choque propaga un incendio, que debe cortarse pronta y prudentemente. En fin este autor logró la rara fortuna de hallarse desengañado de sus errores en los últimos tiempos de su vida, de hacer las más solemnes protestas, y mostrar su verdadero arrepentimiento con bien claras señales, pues vivía en un país libre como Berlín, y en que estaba protegido sin que nada ni nadie le obligase a retractarse de sus errados principios.

  -88-  

El Marqués de Argens de la Academia de Berlín, que murió en Provenza de 66 años en el de 1770, es uno de los precipitados en este abismo de filosofía moderna, de resultas de una mal dirigida erudición; y es uno de los que han hecho con ella bastante daño. En el auto público de fe celebrado en Lisboa el año de 1766, salió un hombre de letras que tenía un corregimiento, a quien fue necesario ponerle mordaza. Las Cartas judías, y otras obras de aquel autor pervirtieron de tal suerte a este infeliz, que aquel tribunal le sentenció a prisión perpetua. He sacado este ejemplar como notorio, pero hay muchos que poco cautos, y llevados de la amenidad de esta especie de obras, han padecido en sus entendimientos y en sus corazones aquella turbación que no puede menos de causar semejantes desbarros. Por fortuna ya las obras de este autor han pasado de moda, y solamente sus Memorias son las que han conservado algún crédito.

Helvetius y Toussaint son dos autores de quienes no puede dejarse de hacer mención. El primero cebado en las letras con entusiasmo se dejó arrastrar de la ambición de hacerse célebre, y publicó su famoso libro de l'Esprit, que tanto ruido ha hecho. Conoció luego sus errores pero temiendo   -89-   enojar la tropa filosófica, en cuya bandera se había alistado, tomó el partido de no volver a escribir, por no atraerse el encono y persecución de sus crueles compañeros, reputándole como desertor. Sin embargo se retractó, y ha sido el amigo y protector principal del Abate Sabatier de Castres, que es un antifilósofo en el sentido que voy hablando, y uno de los que se han atrevido a esgrimir la pluma contra esta turba en su Ratemania publicada en 1767; en el libro intitulado Tableau Philosophique, y en otras obras de que hablaré.

Tenía Helvetius ingenio, talento y buena índole. Las consideraciones que había guardado le bastaron durante su vida, para evitar la rabia de estos mansos filósofos, pero no para salvar de ella sus cenizas. Después de su muerte, que fue en 1771, le maltrató Voltaire duramente en el tomo VI de su obra intitulada Cuestiones sobre la Enciclopedia, y a su protegido Sabatier en su obra intitulada Diccionario de Calumnias, denigrándole furiosamente y levantándole varios testimonios según su acostumbrado estilo filosófico.

Toussaint de la Academia de Berlín y profesor de buenas letras en aquella corte donde murió en 1772, escribió mucho, pero   -90-   lo que le dio conocido nombre fue su libro intitulado Les meurs (Las costumbres) que mereció el acogimiento de los filósofos y la condenación del Parlamento de París. Aunque el autor se desvía varias veces del verdadero camino bajo el pretexto de dar lecciones morales por lo menos ha sabido respetar algunas cosas. No ha combatido, como otros han hecho después, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la necesidad del culto. No se ha desatado contra los preceptos de la moral cristiana. Ha mostrado un cierto respeto por la mayor parte a las virtudes religiosas y sociales. Ha escrito con un carácter de moderación y dulzura muy rara en esta secta de filósofos; con lo que parece ha disgustado algo a los demás individuos. De suerte que los decidores chistosos de este cuerpo han puesto a Toussaint el sobrenombre de capuchino de la secta.

Por esta ligera pintura y otras, podrá Vm. sacar una idea del pie en que aquí se halla la filosofía moderna y la literatura en la respectiva cadena que forman la serie y tono de sus profesores y sectarios.

Se me olvidaba M. Boulanger, que no es para omitido. Murió en 1759. Era ingeniero de puentes y calzadas, y más hubiera convenido que se hubiese quedado   -91-   en los límites de su profesión. Su obra Le Christianisme devoile está llena de blasfemias, imprecaciones y absurdos que revuelven el ánimo de todo hombre racional. Le Despotisme Oriental y L'Antiquite devoileé respiran más o menos la independencia de toda especie de autoridad y religión.

No he hablado del presidente Montesquieu, porque las Cartas Persianas, producción de sus primeros años; las Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los Romanos, y el Espíritu de las leyes que ha hecho tanto ruido, son obras demasiadamente conocidas, y han hecho tan célebre a su autor, que no me detengo a hablar de ellas, ni sé en qué lugar colocarle. Los filósofos le reclaman por suyo. En parte tienen razón, pero no pueden gloriarse de que lo sea enteramente sin embargo de los licenciosos deslices y discusiones demasiado libres e indecentes de su primera obra, fruto de su juvenil edad, y de algunas atrevidas ideas y arrojadas proposiciones de la tercera, especialmente según nuestro establecido gobierno legal y disciplina eclesiástica.

Estaba tan lejos Montesquieu de ser enemigo de los principios de la religión, que ha refutado a Bayle que los había   -92-   combatido, y su muerte (en 1755) ha sido muy cristiana. Por estos motivos aunque ellos le reclamen, han procurado rebajar su mérito, especialmente Voltaire, que junta a estas causas el fin de querer para sí solo toda la fama de grande hombre, y le hace Montesquieu demasiada sombra. Continuaré otro día, en este ya estoy cansado de escribir, no del deseo de emplearme en complacer a Vm. cuya vida gue. Dios ms. años.



  -93-  
ArribaAbajo

- IV -

París 12 de marzo de 1780


Amigo y Señor: entrando ya a hablar de los autores que sobreviven a los dos mencionados patriarcas Voltaire y Rousseau, lo haré lo más rápidamente que pueda, y empiezo por d'Alembert y Diderot, que deben ocupar los primeros lugares.

M. d'Alembert (que nació en 1717) es el secretario perpetuo de la Academia francesa, miembro de la de las ciencias, de la real Sociedad de Londres y de las Academias de Berlín, Rusia y Suecia, &c. Su obra intitulada Melanges de literature, que podemos traducir Miscelánea literaria, y algunas otras en que se ha metido a hablar de todo, con la manía de querer hacerse universal, no le ha atraído mucho honor, y aun casi le excluyen de la clase de los sobresalientes literatos franceses; pero en la científica merece un distinguido lugar.

Se le considera como el más hábil geómetra de la Francia, y en esta parte superior a Voltaire, que no tenía calidad particular sobresaliente, como muy   -94-   oportunamente expone el Abate Sabatier en una carta escrita en Versalles a 20 de Marzo del año pasado al Abate de Fontenoy, diarista de los avisos para la provincia, refiriendo en ella la anécdota ocurrida pocos años hace en casa de M. Duclos, secretario perpetuo de la Academia francesa, a quien, por su muerte en 1772, sucedió M. d'Alembert.

Se hallaban en dicha casa diferentes sabios, y habiendo rodado la conversación sobre el talento enciclopédico de Voltaire, un famoso jurisconsulto alemán apuró su elocuencia en elogio suyo; pero le dio una exclusiva sumamente redonda en todo lo concerniente a jurisprudencia, legislación, política, &c. concluyendo que en lo restante le calificaba de un ingenio universal. El docto M. de Mairan, secretario de la Academia de las ciencias (que murió en 1771) continuó los mismos elogios, y también hizo su correspondiente excepción por lo tocante a física, &c. El propio lenguaje iban siguiendo los demás sabios en sus respectivas facultades, de suerte, que el hombre universal se iba reduciendo a poca cosa, y M. Duclos, por política, rompió la conversación.

El continuador del Diccionario Histórico del Abate l'Advocat, edición del año pasado,   -95-   hace muy severa crítica a Voltaire, casi por este término, en el artículo destinado a su memoria, como cita dicho Sabatier en la misma carta, la que podrá Vm. ver al fin del cuarto volumen de los Tres siglos de la literatura francesa, también edición del año pasado, corregida y muy aumentada. Esta obra es la que sigo, la que sin nombrarla, tengo citada a Vm. en mi carta de 11 de enero, y la que ahora ya le descubro. Insensiblemente me iba saliendo de mi asunto con toda esta digresión: vuelvo a M. d'Alembert.

Este célebre geómetra está aquí considerado como el sucesor de Voltaire, y el jefe de los filósofos modernos del día. Pero es preciso decir en su abono, que no ha caído en los excesos y puerilidades de sus subalternos. Creo sabe Vm. que la Emperatriz de las Rusias solicitó llevarle a su corte, que se excusó, y que en su lugar llamó a M. Diderot, que ha estado en aquel país algunos años. En la Academia francesa ejerce una especie de despotismo. La consideración de que goza le hace enteramente dueño de aquella llave, con que abre y cierra sus favores. No digo que siempre abuse de ella, pero a muchos he oído quejarse, y no es extraño que llevado de parcialidad, sea poco justo algunas veces en su resolución, que   -96-   arrastra las de sus colegas. Su Ensayo sobre las gentes de letras ha sido una obra generalmente aplaudida por todos los partidos: su plan es excelente y merece la común aprobación; pero por desgracia, como se queja Sabatier, están muy lejos de realizarse las felicidades que en él se proponen.

En fin lo que le ha dado más conocida celebridad es la Enciclopedia. Su discurso, que sirve de prospectus a esta prolija y laboriosa obra, es magistral. La Enciclopedia es una grande obra, que algunos sabios la miran como una indigesta compilación muy salpicada de paradojas y errores; y a otros los llena de admiración, y la consideran como un riquísimo tesoro, y que hace famosa época en las letras. Discurro tendrá Vm. noticia de las varias ediciones que de ella se han hecho. Yo recomendaría a Vm. la de Luca, porque tiene unas excelentes notas, puestas por hombres muy ortodoxos y doctos. No obstante, por lo que respeta a ciertos puntos de Derecho, sería necesario variar las ilustraciones en tal cual de ellas; pues como autores italianos llevan algunas opiniones que no se conforman mucho con las nuestras.

Diderot es el otro jefe Enciclopedista, y principalmente conocido por ser el delineador, el enganchador de los obreros y   -97-   el ordenador de sus labores. Él mismo ha trabajado muchos materiales, ha compilado algunas obras de otros autores, las ha alterado, retocado y abreviado para servir de artículos en dicha vasta obra. En el trato es hombre de una grande elocuencia; no tiene la misma en sus escritos, y el espíritu de universalidad, que es el principal vértigo de estos modernos filósofos, le ha hecho dar al público producciones muy medianas. Paso en silencio los demás defectos de que abundan, y los crasos errores que contienen, como una consecuencia del sistema abrazado en este tiempo por este corifeo de la filosofía, y por los otros filósofos de la misma especie.

Se le acusa de plagiario y sumamente oscuro: Los principios de la filosofía moral vienen a ser una traducción muy libre del Ensayo sobre la virtud y el mérito de Milord Shaflérburit: Los pensamientos sobre la interpretación de la naturaleza en grande parte son del canciller Bacon, lo que Diderot tiene el cuidado de callar: El código de la naturaleza es cosa más suya, y propiamente como suya: sus Pensamientos filosóficos es masa de la misma harina: la Carta sobre los sordos, la Carta sobre los ciegos, Les Bijoux indiscrets, que traduciéndose de priesa podemos   -98-   decir Las bujerías o dijes indiscretos, novela muy puerca: la comedia el Padre de familia, asunto sacado de Goldoni; el Hijo natural, otra comedia; varios elogios y algunas otras obras, son producciones que le han acreditado y desacreditado casi alternativamente, según la calidad diversa de lectores que tiene esta capital, y según el más o menos de bueno y malo que en ellas se encuentra.

Pero lo que enteramente le desacredita entre los hombres sensatos, es la ruidosa obra del Sistema de la naturaleza, haciéndole principalmente abominable a todos los que saben la audacia y maldad con que ha dispuesto que se atribuya esta obra, por póstuma, a un hombre como el respetable anciano Mirabeau, secretario perpetuo de la Academia francesa, que murió en 1760 de 86 años. Corramos la cortina y prosigo en dar a Vm. noticia de la turba de los demás filósofos y literatos que aquí figuran en el día en la comitiva de estos dos corifeos. Verdaderamente, según los síntomas en que se halla la filosofía, dice Sabatier, que esta calidad de profesores celantes, están ya en la víspera de sólo conservar el nombre de sofistas, como sucedió en los tiempos antiguos después de los respectivos siglos de Pericles y Augusto.

  -99-  

El Marqués de Condorcet, secretario de la Academia de las ciencias, nacido en 1743, es uno de los primeros subalternos del partido filosófico que ha procurado ensalzarle según su costumbre. Como el uso del tal partido es no alabar sino por comparación y reconocimiento, se han colocado los elogios que como secretario de dicha Academia ha escrito de muchos Académicos (entre otros el de Voltaire) en grado muy superior a los de un predecesor suyo de tano nombre y mérito como fue M. de Fontenelle. En la Enciclopedia ha trabajado varios artículos. En las obras polémicas vierte mucha hiel. Bien lo muestra en las tres cartas contra la excelente obra de M. Necker sobre la legislación de los granos. Pero la que con razón encoleriza a su antagonista el Abate Sabatier, es otra que intitula Carta de un teólogo al autor del Diccionario de los tres siglos; en lo que no entro, pues son muy molestas semejantes disputas literarias tan mezcladas de personalidades.

Antes de tratar de otros, quiero hablar de M. Beaurieu, solamente para informar a Vm. que es el autor de la obra intitulada L'Eleve de la nature, el Discípulo de la naturaleza, que publicó bajo el nombre del celebre Juan Jacobo Rousseau. Algunos, y por   -100-   poco tiempo lo creyeron, o la confundieron con el Emilio de dicho Rousseau: equivocación muy pasajera, como que la diferencia es extra-límites de toda comparación. Algunas otras obras que ha escrito, como un Curso de Historia Sagrada y Profana, y un Epítome sobre la Historia de los insectos, quedan muy en la clase de medianas.

M. Marmontel es otro de los hombres universales de esta capital. El género que parece le es más propio es el de los asuntos agradables y de bagatelas, como ciertas piezas de teatro que se parecen a nuestras zarzuelas y que aquí llaman ópera cómica. El género trágico y el lírico, en que ha probado su musa, no son de su esfera. En la prosa el género más conforme a su talento es el de cuentos o novelas. Sus Cuentos morales fueron generalmente muy bien recibidos del público. Este buen acogimiento no era suficiente para su ambición. Quiso alistarse en la bandera filosófica, y dio a luz el Belisario, que a no haberse prohibido, hubiera tenido muy pocos lectores. El escándalo que causó fue el motivo de su pasajera celebridad, y el entusiasmo filosófico de alguno de sus sectarios ha tenido el atrevimiento de compararle al Telémaco.

La novela o romance heroico Los Incas; el Lucano traducido, que ha querido vestir a   -101-   su modo la epístola intitulada La voz de los pobres, y algunas otras ligeras producciones, no le han adquirido aplauso alguno. Lo que sí parece ha logrado una casi universal aprobación, después de sus Cuentos morales, son los artículos que ha compuesto para la Enciclopedia y su Suplemento. La adopción filosófica le ha conseguido una plaza en la Academia francesa.

M. Thomas individuo de la misma, se ha adquirido nombre por los Elogios Históricos que ha publicado. En Madrid se ha traducido el de Sulli, y no sé si algún otro. El Abate Sabatier les hace una fuerte crítica. Los califica de oscuros, cargados de términos técnicos, llenos de metáforas poco inteligibles, muy atadas a principios matemáticos, siguiendo un estilo geométrico en cosas de muy diversa especie, y llevando un tono filosófico, adusto y árido, sin plan ni orden. Pero confiesa que de tiempo en tiempo se encuentran pasajes brillantes y nerviosos expresados con energía. Le parecen los mejores el elogio del canciller d'Aguesseau, y el de Duguai Truain.

Después ha dado al público el Ensayo sobre los elogios en dos tomos. Verdaderamente son demasiado dos tomos para ensayo y para semejante materia. Ocupado el autor en dominar su asunto, se olvida y desvía de él. En   -102-   vez de ceñirse a lo que son elogios, hace la historia de la alabanza. En vez de hacer conocer los escritores panegíricos, entra a dibujar los héroes que se celebran. Éstas y otras críticas hace también Sabatier a esta obra, y le confiesa otras buenas calidades. El Ensayo sobre el carácter, las costumbres y el espíritu o entendimiento de las mujeres, ha sido otra de sus obras muy leídas, y que parece tuvo el designio (malogrado) de atraer el sexo a la filosofía.

Su primer escrito en 1756, fue un volumen de 300 páginas intitulado Reflexiones filosóficas y literarias sobre el Poema de la religión natural, obra de Voltaire, a quien critica en ésta suya. Pero se le ha perdonado aquel delito, habiendo entrado en el sagrado filosófico, y seguido su tono dogmático y de magisterio. Ha sido aplaudido por los corifeos y secuaces; se han coronado sus obras y fue admitido en su formidable cuerpo.

M. de la Harpe de la Academia francesa, es uno de los escritores muy eficazmente protegidos, y cuyo mérito es bastante difícil de definir. Su suerte es aquí de las más controvertidas entre los literatos modernos. Su talento viene a ser un cajón de sastre, que a veces se ha visto bien ridiculizado. Poeta y prosador en casi todos   -103-   los géneros, como es la moda, ha compuesto en la primera calidad varias eróticas, poemas, odas, epístolas, tragedias y comedias. La tragedia intitulada el Warwick parece que pasa por la mejor, y dicen no es suya. Thimoleon, Faramond, Gustavo Vasa, Menzikoff, las Bermecidas confirman aquel mismo juicio. Melania ha sido una pieza muy aplaudida por Voltaire, cuya prodigalidad para con sus clientes y adoradores no tiene término. En calidad de prosador la traducción de Suetonio, los Elogios históricos y otras obras han logrado igualmente la buena acogida de sus mecenas, y sido la risa de una gran parte del público literario.

También es diarista, pero no siempre dichoso. Tuvo la desgracia de que muriese en sus manos el Jornal, o Diario de política y literatura. Conserva el Mercurio de Francia por la segunda vez que ha vuelto a tomarle. Choca al público el tono imperioso y decisivo con que ejerce las funciones de jornalista. Logra en este ejercicio la doble ventaja de alabarse a sí mismo y a sus paniaguados; de motejar, rebajar y criticar los autores antiguos y modernos según le vienen a su intento, y que no son de su asa. Juzga sobre los teatros y ostenta su majestad como desde un trono,   -104-   decretando y pronunciando sus sentencias con absoluto dominio; pero con la poca suerte de verse las más veces poco respetado y mal obedecido.

Han sido ruidosas entre esta turba literaria sus diferencias con el diarista M. Linguer, de cuya desgracia fue causa, y de quien hablaré otro día. Es bueno que tenga Vm. una idea de esta especie de escritores, para un fundado conocimiento del actual estado de la literatura francesa, como que por el conducto de sus obras periódicas se suelen dar muy equivocadas especies y apasionados extractos o análisis según la fuerza del partido y la crisis de sus desavenencias. Conocimiento que tiene mucha conexión con la serie de la filosofía moderna; del verdadero mérito o demérito de las piezas premiadas en las Academias; de las obras más o menos útiles y legítimamente aplaudidas; y en fin con la serie de la misma literatura y estado más o menos floreciente de las ciencias.

M. de Gomicour es otro cliente de los mencionados corifeos. En su obra intitulada el Espíritu de los filósofos y escritores de este siglo pone a d'Alembert a la cabeza de todos los filósofos, no sólo de su nación sino de toda Europa. Añade que este siglo no cede en nada a los más célebres.   -105-   Sin duda que no tiene presentes los de Pericles, Augusto, León X, y el decantado siglo francés de Luis XIV. Todos aquellos siglos degeneraron, y el último lleva bien las apariencias de correr la misma suerte, según el referido Abate Sabatier, que me parece lo funda. También es diarista M. de Gomicour, y con fortuna, pues su obra periódica intitulada el Observador francés en Londres está bien escrita y recibida del público. Este autor es más acertado y juicioso cuando escribe según sus propias ideas, que cuando se deja llevar del entusiasmo filosófico.

M. Eidoux, contado entre los del mismo partido, ha tomado por objeto de sus trabajos literarios las traducciones, en cuyo género es infatigable. Pasan de cuarenta las que ha hecho del inglés y del latín. Excepto el Diccionario de Medicina que tradujo en compañía de M. Diderot, lo demás no merece grande atención. Ha contribuido con algunos artículos a la Enciclopedia, que pasan por cosa muy mediana y vienen a ser otras tantas traducciones.

El Caballero de Saint Mars es otro ente literario que no puede dejarse en silencio. Por la manía de singularizarse ha echado por una senda bien fuera de camino.   -106-   Se ha empeñado en desacreditar a Horacio y los más célebres antiguos, y en zaherir a la Fontaine y los más estimados modernos en su obra intitulada Tableau de l'esprit et du coeur, Pintura del entendimiento y del corazón. Muchos de los filósofos del día tienen semejante lenguaje en varios lugares de sus obras; pero este Caballero se ha dedicado expresamente a tan sofísticas paradojas en esta obra y en algunas otras con que ha regalado al público.

M. Robinet es otro extravagante por diverso término, y hombre mucho más científico. Está reputado como otro Diderot. Es el autor principal del Suplemento de la Enciclopedia. Posee en alto grado los mismos talentos del Sinedrio filosófico, esto es, mucho énfasis, mucha oscuridad, mucha osadía, mucho aire de suficiencia y demás requisitos de moda de la suprema literatura.

Su obra intitulada la Naturaleza, obra sumamente abstracta, me costó casi una enfermedad. Según él, todo es inteligente y animado. Hágase Vm. cargo de que, cuando come un plato de fresas, se traga otros tantos animalitos tan sensibles y con casi tanta alma como Vm. mismo; que cuando Vm. huele una rosa, casi puede ponerse a conversación con este fragrante animal;   -107-   y que cuando Vm. agarra una piedra se expone a un homicidio; esto es, a un lapicidio si la rompe contra un hierro, u otra materia dura. Hasta nuestro globo le reputa por un animal en el todo del universo.

Discurra Vm. si para seguir el hilo de semejante disparatado sistema no se necesita aguzar bien el entendimiento y la reflexión; y si basta cuanta Geometría, Aritmética y demás partes matemáticas, físicas y metafísicas contienen las ciencias conocidas, para atar tan estudiados y seguidos desatinos. Es preciso no confundir la citada obra con la intitulada Contemplación de la naturaleza del ginebrino M. Bonnet, que aunque se parecen algo en sus extravagancias y sueños, es más metódica la de Bonnet, y la mitad menos voluminosa.

Robinet ha aumentado seis volúmenes al análisis de Bayle que comenzó el Abate de Marsi; compilación impía, y que por fortuna no ha hecho progresos, como tampoco sus traducciones de algunas obras inglesas.

El Abate Ivon es otro filósofo de la primera jerarquía. Ha trabajado los intrincados artículos Dios, Alma, Ateo para la Enciclopedia de un modo que ha suscitado la   -108-   indignación de todos los teólogos, de todo el cristianismo y de todos los hombres sensatos. No puedo menos de remitir a Vm. al citado autor de los tres siglos, que en su artículo, al fin del tomo IV de la edición citada, combate metódica y exactamente los impíos sofismas de este alucinado Abate, cuyo sistema es tan impropio de su profesión y estado.

Omito el hacer mención de otros autores menos conocidos, pero de la misma escuela. Sus producciones impías, obscenas, calumniosas, blasfemas, llenas de amargas críticas y de un sistema de incredulidad e independencia sumamente absurdo, tienen igualmente que las de los referidos tan corrompido el mundo culto, como escandalizado el mundo literario. He dejado expresamente para final de esta carta en que me he dilatado más que pensaba, al Abate Raynal.

Este Abate, académico de Londres y de Berlín, escribió la historia del Parlamento de Inglaterra, y la del Statuderato: obras que no fijaron la opinión pública. Se ve en ellas el tono declamatorio, un montón de antítesis, cierto encadenamiento de pensamientos simétricos, que más bien caracterizan el pincel académico que la vigorosa mano del historiador. Por desgracia   -109-   de la literatura, y por prueba de su decadencia, tal es el adulterado estilo de moda que cunde lo que no es decible. Éste suele conseguir no sólo una benigna acogida y el perdón de tan capitales defectos, sino también un extraordinario aplauso cuando va acompañado de cierta brillantez de espíritu, de varia fecundidad de imaginación y de una arrogante elegancia de dibujo y de bien decorados adornos, como sucede en las obras del Abate Raynal.

Pero la que junta completamente estas calidades y le ha dado la más extendida fama que goza, es su Historia filosófica y política del establecimiento y comercio de los europeos en las dos Indias. Esta célebre obra es la más seductora, la más depravada, la más curiosa y de extensa instrucción, la más inductiva en errores de toda especie, y la más buena y más mala de cuantas se han escrito en estos últimos tiempos. Es costumbre de la mayor parte de los escritores de París publicar anónimas sus obras, para ver la crítica o el aplauso con que son recibidas según el éxito darse a conocer, empezando el autor por dejar susurrar su nombre entre las gentes de letras. En este estado se hallaba la dicha historia filosófica cuando el Abate Sabatier compuso su artículo en la citada obra de Los tres   -110-   siglos, que por algunas consideraciones no le habrá parecido mudarle en la última edición.

Le hace su bien merecida, aunque breve crítica y suponiendo ser un falso ruido, dice: «Que le sería demasiado vergonzoso encanecer en medio de semejantes fábulas, y dejarse ir de aquel modo a declamaciones tan irritantes como pueriles contra la religión, el gobierno, las costumbres, la decencia: que si esto se llama escribir como filósofo los anales de las naciones, todos los sucesos no tardarían en verse alterados, disfrazados y dirigidos al fin de una general subversión». Añade por último: «El Señor Abate Raynal habrá sentido mucho una imputación que tanto ofende su carácter y sentimientos: sus escritos no han anunciado nunca que su pluma pudiera prostituirse a tales excesos: esta monstruosa historia no puede haber nacido sino de un cerebro exaltado de algún filósofo Archimaniaco, obstinado en morirse a medio de los accesos de su frenesí».

Para mayor conocimiento del juicio que se ha hecho de esta ruidosa obra, voy a darle a Vm. un autorizado y sólido texto, muy distante de París. Bien conoce Vm. el ministerio del famoso Marqués de Pombal.   -111-   Se halla Vm. con suficiente noticia del tribunal establecido en Lisboa con el nombre de Real mesa censoria. También sabe Vm. lo muy meditada que fue la elección de aquellos censores: pues oiga Vm. la sentencia que por resolución, y en nombre de su M. Fidelísima pronunció aquel supremo tribunal. Después del regular preámbulo de estilo, dice: «Y hecho sobre la referida obra el debido examen en repetidas conferencias, se halló: Que su autor es uno de aquellos hombres extraordinarios, que aun en las obras más indiferentes de las ciencias naturales y de la Filología, por su naturaleza inocentes, esparcen como por sistema el mortífero veneno de su libertinaje, no perdiendo ocasión de preparar capciosos lazos a los espíritus débiles y a la mocedad inadvertida, para apartarlos de la creencia verdaderamente cristiana y ortodoxa, y hacerlos sectarios de la errónea, impía y reprobada filosofía. Pasando más adelante, el sobredicho autor anónimo, a insinuarse escandaloso monarcomacho; a atacar las leyes más santas; a desacreditar las naciones más cultas; a denigrar los ministros más ilustrados; y a infamar los establecimientos más prudentes e importantes. Por cuanto escogiendo el autor   -112-   de la sobredicha obra (escrita por mano tan poco hábil, que en ella se dejan ver, no sólo falsedades notorias, sino también evidentes contradicciones) un asunto especioso para atraer los curiosos lectores, persuadir una buena fe y disfrazar su detestable entusiasmo. Reprende la profesión cristiana como imperiosa; declara por absurdas las antiguas leyes que favorecían el religiosísimo culto de los cristianos, y prohibieron el Paganismo. Hace permitida la poligamia por aquella misma religión que la reprueba: llama supersticiosos los misterios y ritos de las Iglesias: pretende que la sagrada Teología, cuya limpísima fuente fue, es y será siempre la santísima e impreterible palabra del Señor manifiesta por la Escritura, tradición, Concilios y Santos Padres, esté sujeta a pura razón particular y simple filosofía. Declara el estado religioso por superstición; finalmente ataca las más sólidas e importantes verdades de nuestra santa fe, atreviéndose a decir que los bárbaros son más felices por sus cultos, que el cristianismo por su religión: y debiendo apartar de mis vasallos unos libros, cuya lección serviría de peligro a los unos y a los otros de escándalo: mando, &c».

  -113-  

Supuestos los dichos disparatados principios y sistemas erróneos, el plan de esta obra es excelente. Grandes retazos son dignos de consideración. Contiene memorias, noticias y cálculos grandemente sacados. Sería útil que una mano hábil se dedicase a extraer de dicha obra, entre tanto montón de espinas y cizaña el bello trigo que en ella se encuentra. Nuestra Iglesia, nación y gobierno son los objetos más enconadamente maltratados, y la parte más llena de mentiras, equivocaciones y calumnias. El secretario de esta embajada D. Ignacio Heredia se ha dedicado en compañía del mismo autor a corregirla en este particular para la nueva edición que trabaja. El Abate muestra docilidad: no sé si se ceñirá a tenerla en sólo esta parte, y si el celo, talento y buena intención del Señor Heredia logrará su debido éxito en tan justificado proyecto14.

  -114-  

Me parece se puede Vm. contentar con   -115-   lo que le envío en este correo; en otro continuaré mis noticias. Dios gue. a Vm. ms. años, &c.



  -116-  
ArribaAbajo

- V -

París y abril 29 de 1780


Amigo y Señor: Quiero consolar a Vm. Ya hemos salido de estos adustos filósofos modernos que nos quieren convertir en brutos, apurando todo su conato y ciencia en reducirnos al desconsuelo de que seamos iguales al mosquito y a la chinche, que nos incomoda y apesta. Son como astutos solipsos, que con achaque de instruirnos, quieren mandarnos, y que solicitan persuadirnos lo mismo que no creen. Tal es la fantasía con que lisonjean su amor propio, figurándose superiores a todos los demás; vanagloria inseparable de su mismo pecado luciferino, el primero de todos, que tanto cunde y reina en este soberbio hemisferio. Pretenden por fin seducirnos con muy floridas especies, en que por desgracia, con el pernicioso arte de adular las pasiones y presentar agradablemente sus inficionadas máximas y seductoras ideas, suelen conseguir la depravada intención de sorprender el ánimo de los incautos. Así logran captar la benevolencia de los genios malvados a quienes todo les viene a cuenta,   -117-   como que tienen poco que perder en este bajo mundo, donde sólo ponen su atención y sentidos.

Ya hemos salido, vuelvo a decir, de esta gente que tanto nos da que hacer. Supongo que debe exceptuarse la parte científica y de buena literatura de algunos autores que merece aprecio. Aunque hayan claudicado, no hay razón para confundir sus errores con sus aciertos, ni dejar de hacer justicia al mérito de varias obras suyas, sabiendo conocerlas, aprovecharse de ellas, distinguirlas y discernir sus diferencias.

Voy a hacer conocer a Vm. la parte sana de la filosofía y literatura de esta insigne capital que encierra mucho bueno. Bien sabido es que en todas partes lo malo está siempre más somero y a la vista, y no extrañará Vm. sea lo que más se vea y oiga.

Como el asunto de estas cartas se ciñe a la actualidad, no debo meterme en hablar a Vm. de otros autores que de los que existen al presente, y pican la curiosidad de Vm. De los demás se halla bien enterado, como también los amigos a quienes las comunica, pues sin estas circunstancias no pudieran entenderlas ni gustarles, como Vm. me ha informado. Cuando hablé de los filósofos me tomé la licencia de subir   -118-   más arriba en mis noticias para asirme del hilo que me condujese en semejante laberinto, porque sin él no podía yo amañarme a dar a Vm. la idea conveniente en este caos de literatura y de ciencia, tan a manchas salpicadamente profunda y superficial. No necesito seguir aquel rumbo en estotra serie para indicar a Vm. las nociones que puedan faltarle a satisfacer su deseo, porque son más coordinados y seguidos los eslabones que forman su cadena.

Sin embargo permítame Vm. que le haga mención de uno u otro de los grandes filósofos y hombres de letras verdaderamente cristianos que ha gozado la Francia en el célebre siglo de Luis XIV. Es tan precisa una ligera noticia de algunos de ellos, que los actuales pseudo-filósofos no pierden coyuntura de desacreditar a casi todos los autores de aquel siglo. ¿Qué juicio hará Vm. al oír decir a M. Diderot: «Que a excepción de Renault, la Motte, Terrason, Boindin, Fontenelle, en quienes la razón y espíritu filosófico hizo tan grandes progresos, no habría en el siglo pasado, puede ser, quien escribiese una página de la Enciclopedia, digna de leerse el día de hoy?»

Después de esto no puedo menos de nombrar a un Pascal (que murió bien mozo   -119-   en 1662) hombre tan ortodoxo y de talento tan extraordinario, que es la admiración de todos. Hasta en el estilo fue hombre tan grande, que fijó la lengua francesa, habiéndola elevado al alto punto en que se mira, y del que ya empieza a bajar. No puede citarse mejor texto para hacer conocer su distinguido mérito, que el de un crítico tan mordaz como Bayle, quien confiesa que las luces y la conducta de Pascal mortifican más a los libertinos, que si se les echase encima una docena de misioneros; y en otro jugar añade: «No se podrá decir que no hay sino hombres cortos de entendimiento, que sean hombres píos; porque a los que así opinen se les hace ver, con el ejemplo de Pascal, la más acendrada virtud en uno de los mayores geómetras, de los más sutiles metafísicos y de los más penetrantes entendimientos que haya conocido el mundo». Así habla este libre antagonista de casi todo lo bueno, en un momento que hace uso de su razón.

Otro profundo filósofo, más antiguo que Pascal, y que no debo omitir, es el teologal de la catedral de Condom Pedro Charron, que murió en 1603; grande amigo de Montagne, y prudente impugnador suyo. Con este fin, y el de refutar las dudas   -120-   de ciertos Beaux Esprits de su tiempo, pues en todos no han faltado algunos, compuso el Tratado de la sabiduría. Sus argumentos muestran el noble tesón y firmeza muy propia de un docto filósofo cristiano. Tuvo un cruel Zoilo en el jesuita Garassé. Algunos filósofos, con semejante texto, y trocando las especies, han querido asociársele, y Juan Jacobo Rousseau en su Emilio ha procurado servirse de algunos pasajes suyos para apoyar sus erróneas opiniones. Es cosa muy fácil, truncando el sentido y las frases, extraer del más sano escrito la idea más ponzoñosa.

Otra obra que hace mucho honor a Charron, y está superiormente escrita es el libro de las Tres verdades. La primera, que no hay sino un Dios y una verdadera religión, la segunda, que de todas las religiones la cristiana es la sola divina; y la tercera, que de todas las comuniones del cristianismo, no hay sino la Católica Romana que sea la verdadera Iglesia.

El célebre jurisconsulto, Pithou, es otro escritor aún más antiguo, pues murió en 1596; pero de quien es preciso hacer mención, como autor que compone una especie de época en la disciplina eclesiástica y en las letras. Su tratado de las Libertades de la Iglesia Galicana, y su famosa Sátira   -121-   Menipea le han conservado en Francia una eterna memoria.

Bajando a tiempos más recientes, que es la idea establecida, no es justo cansar a Vm. con hacerle relación, por sucinta que sea, de los célebres filósofos cristianos del ya citado siglo de Luis XIV. Basta ir nombrando algunos de los más principales, para refrescar la memoria. Sus obras son bien conocidas en toda la república literaria. Juzgo suficiente para el fin que me he propuesto apuntar los nombres siguientes: el benedictino Mabillon, que murió en 1707; el infatigable doctor de la Sorbona Dupin, que murió en 1719; el Obispo de Nimes Flechier, que murió en 1710; el erudito Abate Fleury, que murió en 1723; el gran Bossuet Obispo de Meaux, que murió en 1704, a quien no pudiendo atacar los filósofos modernos y reconociendo lo sublime de su talento, han tenido la avilantez de asociársele, interpretando malignamente sus más puros sentimientos. Por otro lado ha llegado a tanto extremo su descocado atrevimiento, que le han calumniado con la ridícula y quimérica especie de que estuvo casado en secreto con tan detestable absurdo no puede referirse sin indignación, y no hablara yo de él a Vm. a no estar pública y repetidamente   -122-   impresa esta horrible calumnia, que todo el mundo racional conoce y detesta.

El Arzobispo de Cambray Fenelon de la Academia francesa, que murió en 1715, fue también hombre grande. Aun en medio de los elogios que no pueden rehusarle estos filósofos, han procurado con testimonios falsos rebajar su mérito. Lo mismo hacen siguiendo su sistema con todos los hombres insignes así pasados como presentes, con especialidad de los más puros ortodoxos.

El profundo y célebre filipino Malebranche de la Academia de las ciencias, que murió en 1755, cuyas ideas han contribuido tanto a la gloria de la religión, como de la filosofía. El elocuente Bourdaloue, que murió en 1704. El famoso orador Masillon Obispo de Clermont, de la Academia francesa, que murió en 1742. El prudente filósofo y naturalista Abate de Pluche, que murió en 1761 de 73 años; y en fin otros varios, que sería molesto referir, filósofos doctos, ortodoxos y elocuentes; calidades que lejos de ser incompatibles son muy anexas al sano juicio y sólida vasa en que forman su asiento.

No extrañe Vm. que le agregue por filósofo cristiano a un teólogo protestante, como lo fue Jacobo Abadie, que nació en   -123-   Bearne en 1654, y murió en las cercanías de Londres en 1727. Su tratado la Verdad de la religión cristiana, y su libro el Arte de conocerse a sí mismo, le colocan entre los verdaderos filósofos y excelentes literatos. Esta última obra se halla casi toda refundida en varios artículos de la Enciclopedia, sin que sus compiladores se hayan dignado citarle. Voltaire, como enemigo y maldiciente de todo defensor de la buena causa, dice que murió loco, por decir algo malo.

En nuestros días tenemos otro Jacobo, y protestante: el Señor Vernes, nacido en Languedoc, y Pastor (que llaman) de una Iglesia de Ginebra, también filósofo cristiano, y de los más vigorosos y diestros adversarios de los filósofos novatores. Sus Cartas sobre el cristianismo del autor de Emilio, y su nueva obra intitulada Confianza filosófica, son frutos, dice Sabatier, de una esclarecida razón, y del verdadero talento, tan necesario cuando se trata de hacer triunfar la verdad y de confundir los errores.

He traído a Vm. estos dos ejemplares, aunque de autores fuera del gremio de la verdadera Iglesia, para darle una tintura del estado en que se miran los excesos de los modernos filósofos, pues llegan al extremo de irritar y escandalizar a los herejes mismos y obligarles a tomar la pluma.   -124-   Aunque hombres errados, debe hacerse la conveniente diferencia de unos a otros, así como entre los delincuentes en la pasión de nuestro Redentor es muy diversa la culpa de Pilatos, en comparación de las de Herodes y Judas.

Se hallan tan mezcladas al presente la filosofía y la literatura con los puntos de religión, así en lo dogmático, como en la parte moral, que ha sido preciso detenerme en esto para discernir y aclarar la materia, con el fin de no dar a Vm. equivocadas o falsas ideas del estado actual de las letras, en continuación del que le ha precedido de un siglo poco más o menos.

Bien sabe Vm. que las ciencias y buenas letras, se eslabonan y extienden en estos tiempos muy diversamente que en los antiguos. En el mundo natural y físico vemos con nuestros ojos la diferencia que experimentamos con la facilidad de comunicaciones. Se han abierto caminos, se han hecho canales, se han arreglado correos y postas, se han descubierto y facilitado nuevas navegaciones, se han establecido correos marítimos y se han proporcionado otras muchas comodidades que hacen frecuentes, útiles y agradables los viajes, las correspondencias, y la recíproca comunicación de particular a particular, de provincia a   -125-   provincia, de reino a reino.

Esta misma respectiva ventaja se ha adelantado en el mundo moral. La invención de la imprenta, que se ha hecho tan fácil y común; el establecimiento de las Academias y otros cuerpos literarios, además de las Universidades; el de los diaristas, gacetas y obras periódicas. Los diccionarios y otros varios métodos para facilitar la común instrucción son otros tantos medios de comunicación y por consecuencia de variedad ventajosa, comparada esta era con las antiguas. De suerte, que ayudándose recíprocamente la material mejora del mundo físico, con la formal del mundo moral, causa precisamente la revolución y diferencias que notamos en el cultivo de las ciencias y las letras, respecto a otros tiempos.

Como el ingenio no le tiene limitado, es fuera de su esfera esta diversidad de épocas. En todas han florecido grandes; pero no hay duda que ha habido tiempos en que las vicisitudes humanas, por acaecimientos extraordinarios, como el de la irrupción de los bárbaros, &c. han embarazado los progresos del entendimiento humano y han sofocado sus luces. La ferocidad de las costumbres es la que ordinariamente ocasiona la falta de medios para semejante cultivo, y es la que forma línea de separación entre   -126-   naciones y tiempos cultos y que multiplican y propagan los conocimientos, y entre naciones sumergidas en la barbarie. La respectiva diferencia de nación a nación, de tiempo a tiempo, es la que distingue progresivamente lo floreciente o lo decaído de un imperio.

Insensiblemente me he ido saliendo del cuadro; no he tenido quien me tirase de la manga, perdone Vm. mi digresión. Vuelvo a tomar el hilo de mi asunto, que es, después de haber puntado algunas noticias tocantes a los escritores pasados de buena nota, lo suficiente para servir de basa a la idea, tratar de los autores existentes en el día.

Ahora pues continúo, cumpliendo con la gustosa obligación que me he impuesto en correspondencia, de la fina amistad de Vm.

El Abate de Condillac de la Academia francesa, es un metafísico de primer orden. Su Ensayo sobre el origen de los conocimientos humanos: su tratado de las Sensaciones, &c. son obras muy fundadas, curiosamente tratadas, y con una elocuencia, claridad y método muy especiales, y en todo sumamente diversas de la obscuridad y confusión de estotros filósofos. Si la metafísica es una especie de anotomía del corazón y del entendimiento humano, se puede calificar a este   -127-   académico del más ilustrado y profundo fisiologista.

Aunque el Abate de la Bleterie murió en 1772, no omito nombrarle entre los actuales, pues sus obras merecen una general estimación. Están exentas del pedantismo y demás resabios de moda, y particularmente La vida del Emperador Julián le hace honor.

No hablo a Vm. del Marqués Caraccioli que nació en París, y por consecuencia tiene lugar en mis cartas. Le coloco entre los escritores franceses de buena nota; pero no entro en tratar de sus obras. Ahí son bien conocidas, y se han ido traduciendo como Vm. sabe. En cuanto al grado de estimación en que se halla, me remito al dicho Abate Sabatier en su IV tomo de Los tres siglos.

Al Abate Caveirac le ha atraído toda la ira filosófica La Apología de Luis XIV y de su Consejo, en cuya obra los biliosos críticos confunden todas las especies, levantándolo el testimonio de que hace la apología del famoso día; aquí llamado la Saint-Barthelemy, tecla muy delicada en Francia aun para los más indiferentes. Pero M. Linguet ha tomado la defensa del autor contra aquella calumnia, en su papel intitulado Respuesta a los doctores modernos.

  -128-  

El doctor Bergier es uno de los más célebres controversistas. La certeza de las pruebas del cristianismo; el Deísmo refutado por sí mismo; la Respuesta al sistema de la naturaleza y finalmente la obra que va a publicar intitulada Tratado histórico y dogmático de la religión, son producciones dignas de todo respeto, y que le han dado un crédito generalmente reconocido por todos los hombres sabios. Su estilo es sencillo y natural. Reduce en polvo este montón de objeciones y sistemas capciosos de los incrédulos, y sabe dar a los dogmas de la religión aquella fuerza y constancia que les conviene, y que decide a favor suyo el sumiso homenaje de la razón, cuando no se halla enteramente corrompida. Este mismo autor ha escrito otras obras puramente de literatura que han merecido la aceptación común.

El Abate François es otro controversista estimado. Las pruebas de la religión; el Examen de los hechos que sirven de fundamento al cristianismo, son dos obras, que aunque las falta el mérito de la elegancia del que pueden adornarse, tienen los demás que le son propios a este género de obras. Voltaire ha satirizado al autor con su acostumbrada e indecente acrimonia.

Es preciso no confundir este autor con otro del mismo apellido François, que es   -129-   abogado del Parlamento, y mucho más joven, pues nació en 1752. Su talento se adelantó tanto, que a los doce años fue recibido en las sociedades literarias de donde es miembro. Su género hasta ahora es la poesía. Ha merecido particular aplauso su Discurso poético sobre el modo de leer los versos. Se esperan de su pluma producciones de mucho mérito. Es poco amigo de mi autor Sabatier, y le satiriza en el Almanaque de las musas. Es cierto que la obra del Abate Sabatier es a propósito por su calidad para atraerle muchos enemigos. Unos escritores ven en ella sus críticas; otros sus elogios más tibios de lo que esperaba su amor propio; algunos se ven omitidos, de suerte que son pocos los obligados o contentos.

Uno de los casos más fuertes en este género es el que sucede con M. Pallisot, académico de Nancy, su patria. Este autor hizo representar en 1760 una comedia que compuso intitulada Los Filósofos, parecida a la de Las Mujeres sabias de Moliere, en que los ridiculiza. Después hizo, como en continuación o segunda parte, otra intitulada El Hombre peligroso, que sus contrarios consiguieron no saliese al teatro; pero se dio a la prensa. Compuso también un poema intitulado La Dunciada, en que satiriza toda esta decantada filosofía moderna.   -130-   Sus obras en prosa son sus Cartas pequeñas sobre los grandes filósofos, sus Cartas de M. de Voltaire y sus Memorias literarias, obra que viene a ser casi lo mismo que la de Los tres siglos de Sabatier.

La conformidad de pareceres contra la filosofía moderna, contra el estilo que se han formado sus autores y contra la corrupción misma de la buena literatura, dejando a parte las demás corrupciones, la persecución que ha padecido el referido Pallissot, en fin todas las circunstancias convidaban a que fuesen amigos él y Sabatier; pero ha sucedido todo lo contrario. El artículo que puso Sabatier en su obra de Los tres siglos disgustó a Pallissot, sin embargo de tomar su defensa. La semejanza de esta obra con la de las Memorias literarias es un punto de emulación. De suerte que no ha bastado la unión contra el charlatanismo filosófico, ni la correspondencia y amistad de los dos autores para evitar la guerra literaria, o por mejor decir, los insultos recíprocos de ambos. Pallissot en la colección de sus obras en seis volúmenes, y Sabatier en esta presente edición (que es a cuarta) de Los tres siglos de la literatura francesa.

El Arzobispo de Viena, capital del Delfinado, Monseigneur le Franc digno controversista es de los más nerviosos escritores del   -131-   día contra estos incrédulos. Sus obras llenas de unción y majestad, han logrado todo el debido aplauso que se merecen. La incredulidad convencida por las profecías pasa por uno de los mejores libros que se han escrito en este género. La instrucción pastoral sobre la pretendida filosofía de los incrédulos modernos no hace menos honor al celo y talento de este prelado. El aviso o advertencia a los fieles de este reino sobre las ventajas de la religión y los perniciosos efectos de la incredulidad, dirigido por la asamblea general del clero de Francia en 1775, es una obra sólida y elocuente.

Su hermano el Marqués de Pompiñán es un autor que cuadra bien ponerle a continuación de este dignísimo prelado. Ha escrito varias obras, todas con amenidad, solidez y elegancia: su tragedia Dido es de las que más se acercan a las mejores de Racine, y que conserva con aplauso el teatro francés. Sus Poesías líricas le dan derecho a que se le considere como sucesor del gran Rousseau (Juan Baptista). Su Viaje a Languedoc, sus Epístolas, sus Discursos académicos, su Elogio histórico del Duque de Borgoña, su Carta a Racine, el hijo, sobre las tragedias de su padre y su Traducción de Luciano y de Esquiles son otras tantas producciones que le hacen grande honor en la literatura   -132-   francesa. Trata de la decadencia de esta en una de sus epístolas con novedad, energía y solidez.

Su ingenio, su saber, su celo y su rectitud no podían menos de causarle los más acervos tiros de la emulación, de la envidia y de la soberbia filosófica, contra cuya cabala ha sabido sostenerse con ánimo, tesón y serenidad, y nunca la ha bajado la cerviz. Por consecuencia Voltaire y sus secuaces han tirado a desacreditarle de todos los modos que han podido, pero con poco suceso. Tiene echadas raíces su bien merecida reputación tomo autor y como hombre.

Monseñor Roquelaure Obispo de Senlis, de la Academia francesa, es un elocuente prelado de quien debo hacer mención. La Oración fúnebre de nuestra Reina María Amalia, el Discurso para la profesión de Madama Luisa María de Francia, y sus Discursos académicos le han dado nombre, y hacen esperar de su talento, cristiandad y literatura otras producciones, que merezcan del público la misma apreciable acogida.

Otro prelado Monseñor Beauvais Obispo de Senez se ha hecho también mucho honor en la Oración fúnebre del Infante D. Felipe y en otras; en el Panegírico de S. Luis y otros.

En el mismo género se ha distinguido   -133-   el Obispo de Troyes Monseñor Poncet, y algunos otros prelados de este reino, que no me detengo a nombrar, bastando los referidos para edificación y conocimiento del estado floreciente en que se mantiene aquí la Cátedra de San Pedro, a pesar de las sugestiones del libertinaje y de la corrupción del siglo. Respectivamente a los prelados conserva esta nación excelentes oradores, particularmente en su clero, sin embargo de lo que ha ido degenerando el buen gusto, la dignidad y verdadera elocuencia.

El Señor Moine d'Orgival cura de Gauvieux ha escrito unas Consideraciones sobre el origen y la decadencia de las letras entre los Romanos, en que muestra más erudición que gusto. Bien tratado este asunto pudiera hacer conocer el verdadero estado actual de la literatura, pues si los síntomas son idénticos respectivamente, debe temerse o juzgarse, que la situación es conforme a aquella, guardada la proporción de los tiempos, pues los hombres son siempre los mismos, cuando son iguales las circunstancias. Otra obra suya intitulada Discursos sobre los progresos de la elocuencia del púlpito y sobre el modo y espíritu de los oradores de los primeros siglos: es del mismo género en su especie, y que tampoco ha desempeñado el autor.

El Abate Berthier, antes jesuita, ha escrito   -134-   la Continuación de la Historia de la Iglesia galicana, que ha logrado un grande acogimiento a pesar de las chanzonetas filosóficas con que estos amargos censores procuran ridiculizar todo lo bueno. Dicho Abate trabajó en el Diario de Trevoux, y nunca ha sido tan interesante y útil como en su tiempo: me remito a Sabatier.

El Abate Gauchat tiene una pluma fina y sólida en sus obras contra los incrédulos, y la maneja con primor, sabiendo descartar cierto aparato de Teología escolástica, que desanima, cansa y aleja la atención del lector. Sus Cartas críticas, y su Filósofo del Valais, han tenido muchos lectores y corren con mucho aplauso.

El mismo logra el Canónigo Gerard con su novela en forma de cartas intitulado El Conde de Valmont, y es de los escritores que más han contribuido a disminuir la especie de autoridad que estos pretendidos sabios se abrogan sobre la opinión pública.

La pluma del Señor Moreau consejero en el tribunal de cuentas, es de las más bien cortadas que hay en el día contra la turba luciferina. Hace conocer finalmente la ridiculez de su orgullo y sus sistemas en la obra intitulada Memorias para servir a la historia de los Cacovaces, producción que   -135-   se considera verdaderamente original. El mismo autor ha escrito otras varias obras que corren con estimación. El observador holandés, especie de diario político: los discursos que ha compuesto para la instrucción del Delfín, hoy Luis XVI como son: Lecciones de moral, de política y de derecho público; Las obligaciones de los príncipes reducidas a un solo principio, &c. Sobre esta última le han movido una gran crítica los llamados filósofos, atentos siempre a tomar cualquier pretexto para desacreditar a los que no son de su rancho. Lo acusan de favorecer en ella el despotismo, tan odioso a todo pueblo culto, pero no es así. La acusación es injusta según Sabatier.

Bajo el nombre de un militar, para hacerse menos sospechoso a los mismos militares a quienes dirige su obra, ha publicado Monseñor Laulanhier Obispo de Egeé, sus Reflexiones críticas y patrióticas en que, con razonamientos sólidos y bien escritos, que todos pueden entender, prueba la verdad, la utilidad y la necesidad de la religión. Ha corrido con tanta aceptación esta obra, que ya se han hecho tres ediciones. Ha escrito algunas otras igualmente a favor del cristianismo contra los multiplicados ataques de la nueva filosofía.

El P. Hayer, recoleto, es otro de los más   -136-   fervorosos defensores de la verdadera religión. Su tratado sobre La espiritualidad y la inmortalidad del alma es el más completo y laboriosamente escrito que aquí se conoce. Contiene muchos volúmenes, y se manifiesta más el hombre de letras que el teólogo: método aquí necesario. También ha escrito algunas otras obras menos considerables, todas igualmente con el mismo objeto.

El Abate Guenée ha tomado la misma defensa por otro rumbo, o por mejor decir, en otro departamento. Es aquí bien conocida entre las gentes sensatas su obra intitulada Cartas de algunos judíos portugueses y alemanes a M. de Voltaire: en ellas hace ver sus calumnias y errores contra aquella nación. Hay pocas obras polémicas escritas con tanta solidez, prudencia y método. Voltaire no dio otra respuesta que la de sus acostumbradas invectivas. Este autor y sus sectarios atacan por todas partes y en todas ocasiones la religión y los libros sagrados, y promueven cuanto puede contribuir a desacreditarla, y establecer su monstruoso sistema. Al contrario, los hombres bien instruidos de talento y cristiandad, ejercen su amor a la verdad y su celo según la parte que les dicta su fervor y la clase de estudios en que se hallan más ejercitados y más en estado de   -137-   hacer conocer las falsedades y capciosas máximas de estos enemigos comunes de toda religión, de todo gobierno y de todo el género humano, a excepción del corto número de los tristes individuos de su turba luciferina.

Espero no me acusen sus amigos de Vm. de hablar tanto de asuntos de controversia, pues aquí tiene tanta conexión con las demás ciencias y con toda la literatura, según la han ido mezclando los escritores modernos, que rara es la materia ni la obra en que no entre, y por consecuencia no puedo darle a Vm. la idea que me pide, sin ir evacuando esta parte tan principal que es la salsa de todos los guisados literarios. Tampoco me es fácil reducir a clases como quisiera, las materias, por la misma razón de hallarse tan mezcladas, y casi es preciso que yo las coloque, según me vayan saliendo.

Por ejemplo a la mano, M. Rochefort de la Academia de las inscripciones y buenas letras, ha hecho una traducción en verso de los dos famosos poemas la Ilíada y la Odisea de Homero, que tiene sus aplausos y sus críticas. Dice Sabatier que en ésta merece indulgencia, considerando la exactitud con que ha vertido en toda la obra el sentido de Homero, lo que Madama Dacier no hizo siempre. Las notas que acompañan estos   -138-   poemas y los discursos que les preceden pasan por excelentes. Este mismo autor ha escrito otra obra de tan diverso carácter como es la que ha publicado contra el Sistema de la naturaleza, en que le combate con feliz suceso. Con esto digo lo difícil que es poner por clases estas noticias, habiendo de darle a Vm. una razón de los autores de mayor nota que en el día se hallan con la pluma en la mano en los respectivos partidos que abrazan.

Muchas veces se tropiezan algunos en poner un mismo título a sus obras, o trabajar en el mismo género por diferente rumbo y con diverso fin. El Diccionario filosófico de M. de Neuville abogado en este Parlamento, es una de las mejores obras de este autor, muy bien escrita y de muy sana moral; y no tiene que ver en nada con el Diccionario filosófico de M. de Voltaire, colección de impiedades y absurdos que dio a luz pocos años antes de su muerte: a propósito15 de diccionarios.

El Abate Pluquet ha compuesto otro diccionario muy útil y bien escrito: que es el Diccionario de las herejías, digo de distinguirse entre la cáfila de diccionarios que se publican y renuevan cada dí.

M. Morenas sólo ha escrito tres o cuatro diccionarios. Diccionario portátil de casos   -139-   de conciencia; Diccionario portátil de la Geografía antigua; Diccionario portátil de la historia antigua, &c. Estas compilaciones no son por su especie obras de un gran mérito, pero siempre logran por fin la ventaja de ser útiles. Este mismo autor es tan inclinado a compilaciones, que todas sus obras llevan la misma estampa; como el Compendio de la historia eclesiástica; y el Correo de Aviñón, que después ha continuado con el nombre de Correo de Mónaco; trabajo que le coloca en el crecido número de diaristas; de cuya clase de escritores hablaré a Vm. otro día.

Siguiendo nuestro camino, debo hacer conocer a Vm. el célebre jurisconsulto M. de Vauglans consejero del gran consejo. Ha escrito una Refutación de algunos principios aventurados del famoso tratado de los delitos y las penas, refutación que ha merecido un grande aplauso. El mismo autor ha publicado una pequeña obra intitulada Motivos de mi fe, que le hace mucho honor, y ha sido recibida con grande aprecio por todos los que conservan algún fondo de religión. Sus obras de jurisprudencia son tan sumamente estimadas, que el autor logra en sus días, no solamente verlas citadas a menudo en materias criminales, sino también servir de autoridad   -140-   en los tribunales mismos.

Sería ya fuera del propósito hecho entrar a informar a Vm. de todas las obras facultativas que aquí salen o se renuevan, y sería un proceder infinito que pasaría los límites del trabajo que me permiten mis ocupaciones y género de vida. Por incidencia y por la conexión y encadenamiento que tienen con la literatura las ciencias abstractas, he dado y daré a Vm. alguna vez noticia de una u otra según se me proporcione.

M. Larcher es un literato de gran mérito, y conocido como un campeón de la buena literatura contra estos presumidos filósofos. Su Suplemento a la Filosofía de la historia, es una solidísima crítica de aquella obra de Voltaire, cuya bilis exaltada prorrumpió en un libelo lleno de injurias en lugar de razones, intitulado la Defensa de mi tío. Me remito a Sabatier que trata bien estos pasajes literarios, ocurridos en aquella ocasión.

M. Larcher ha hecho también muy estimadas traducciones. La Electra de Eurípides; algunas Poesías de Pope; Varios fragmentos de las transacciones filosóficas de la real Sociedad de Londres. Es autor de una memoria tocante a Venus, que obtuvo el premio de la real Academia de inscripciones y buenas letras en el año   -141-   de 1775, premio que ha merecido aprobación del público, lo que no siempre sucede, pues las decisiones de las Academias no siempre son justas.

El Elogio de Fenelon es uno de los casos. La Academia francesa adjudicó el premio a M. de la Harpe, pero el público ha juzgado más digno de él al Abate Maury y condena por injusta aquella preferencia. Este mismo Abate ha escrito otros elogios bastante bien recibidos. El Discurso para servir de prefacio a la edición de los sermones de Bossuet, ha sido muy celebrado. El mismo es un orador famoso, y fue tanta la impresión que hizo en el auditorio su Panegírico de San Luis, que los aplausos le interrumpieron varias veces. Su Ensayo sobre la elocuencia, que ha puesto a la cabeza de sus discursos, ha merecido igualmente una grande acogida.

Muy grande la merece por diverso término otro Abate llamado el Abate Fauri. Ha escrito un Curso de filosofía para uso de gentes del mundo, muy digno de alabanza por el fin que se propone. Como es cosa muy importante a todos saber razonar, conocer la naturaleza y las facultades del alma, &c. da en esta obra con admirable método las ideas justas sobre todos los objetos, sabe descartar los términos científicos y tono pedantesco,   -142-   y explicándose de una manera concisa y clara, ha hecho un curso filosófico, propio a poder ser leído con fruto aun por las mujeres.

La religión es una de sus principales miras, y bien urgente en estos tiempos y en este país. La demostración de la inmortalidad del alma contra los materialistas, y de la divinidad de la religión cristiana contra los deístas; la defensa de las verdades contra los incrédulos, atacados con sus mismos sofismas; y en una palabra, el antídoto compuesto de seguros preservativos contra todos los prestigios del error es el plan que ejecuta con tan seguras luces y tanta fuerza de razonamientos (propios a derribar todos estos vanos sistemas adoptados por una lastimosa credulidad, bajo el nombre de filosofía) que confunde aquellos estragados principios, y afianza en su trono la evidencia de estotros principios infalibles. Este mismo autor ha publicado varias obras matemáticas, en que no me detengo por no ser del asunto.

Prosigo dando a Vm. cuenta de una excelente y nueva obra del Abate de Crillon, que ha sido agente general del clero de Francia. Se intitula Memorias filosóficas del Barón de... En ella se hace ver a toda luz el charlatanismo, intrigas y revueltas de la filosofía moderna. Pasa por producción verdaderamente   -143-   original, en donde pone en acción una crítica muy bien sazonada sobre el gusto de las célebres Cartas provinciales de Pascal. La reviste de todas las riquezas de una ingeniosa y concertada imaginación, y emplea muy oportunamente las armas de la mofa o chanza, y del tono de ironía para ridiculizar a tiempo sus retratos, sabiéndolos carear con gran tino. Han sido vanos los esfuerzos de los tales filósofos para desacreditarla. Está el velo descorrido con tanto pulso, que a pocos ataques semejantes quedaría muy a la vergüenza aquella facultad, y tendría que arriar bandera. El mismo autor había escrito antes otra obra intitulada El hombre moral, que corre con aceptación.

No puedo pasar más adelante sin nombrar en la clase de los hombres más estimables y de la más sana literatura del día, al Conde de Tressand, teniente general, y Académico de las principales Academias de dentro y fuera del reino. Ha cultivado las ciencias y las buenas letras, de suerte que ha hecho grande honor a su aplicación, a su talento y a su cuna. Todas sus obras han sido muy aplaudidas, y es muy especialmente digno de todo elogio, que sin embargo de la mucha comunicación con Voltaire y otros semejantes, no solamente se ha mantenido fiel en los verdaderos principios,   -144-   sino que también ha sabido defenderlos contra los ataques de aquellos mismos escritores.

M. Dutems es otro autor de quien debo hacer recomendable memoria. Nació en Tours el año de 1730, cuya circunstancia digo por que en el día se le mira como inglés. Se halla al servicio del Rey de Inglaterra; ha sido su secretario de embajada en la corte de Turin, y después ha servido de ministro interino en ella. Entre varias obras que ha publicado la principal es la intitulada Investigaciones sobre el origen de los descubrimientos atribuidos a los modernos. En ella sabe unir la más juiciosa crítica a los más extendidos conocimientos, y con muy sólidas pruebas humilla la presunción de este siglo filosófico, haciendo ver a los soberbios profesores todas sus usurpaciones, y demostrándoles que deben a los antiguos la mayor parte de sus opiniones, de sus sistemas y de sus pretendidos inventos.

Descubre la progresión de las ideas humanas y expone de tal modo la genealogía de las verdades y de los errores que manifiesta la arrogancia con que los filósofos modernos no hacen sino repetir lo que se ha dicho y redicho en todos los siglos y en casi todos los pueblos; de suerte que solamente vienen a ser un débil eco   -145-   de tantos dogmas de que se figuran, o quieren pasar por inventores. Este infatigable investigador no les deja ni aun la triste gloria de haber sido los primeros autores de los errores mismos que quieren acreditar.

Empédocles, Pitágoras, Platón, Heráclito, Anaxágoras, Aristóteles, Epicuro, Aristipo, &c. reclaman a la sombra de su pluma la gloria de habernos enseñado cuanto sabemos en materia de astronomía, física, anatomía, matemática, óptica, metafísica, moral, &c., Expone el autor con maduro examen lo poco que realmente han añadido de esencial a estos diversos objetos de la humana ciencia. Precede a esta obra, compuesta con método, claridad y precisión, un prefacio en que el autor explica sus propias ideas sobre el mérito de los antiguos y modernos, con una imparcialidad y modestia que da mucho peso a su crítica.

Al mismo autor le deben las letras y las ciencias otro muy útil trabajo, que es la edición completa de las obras de Leibnitz, que se hallan dispersas en varias colecciones de diferentes Academias de Europa: edición corregida, ilustrada y ordenada con sumo cuidado. Debe añadirse, que el respeto por la religión le hace merecer la estimación de todas las gentes honradas, y este mismo   -146-   le ha acarreado las injurias de un Zoilo filósofo moderno.

Demás de esto ha escrito varios opúsculos poéticos y otras pequeñas obras en prosa, que aunque no pueden figurar con las expresadas, pues solamente son una especie de ocios, las apunto por no dejar de hablar de todas las producciones de este útil y docto escritor.

Ya es tiempo de acabar esta carta, y por final concluyo con el Abate Sabatier.

Sepa Vm. que hay tres autores existentes del mismo apellido Sabatier. El uno es un profesor de elocuencia en el colegio de Turnon, que ha escrito varias odas, epístolas y algunas otras poesías, y un buen discurso de la colección de sus obras. El otro es un profesor del colegio de Chalons, y secretario perpetuo de la Academia de dicha ciudad, que ha emprendido una inmensa compilación que prosigue con perseverancia, intitulada Diccionario para la inteligencia de los autores clásicos; de cuya obra ya ha publicado más de veinte volúmenes.

Algunos equivocan estos dos escritores con el nuestro, que es el Abate Sabatier de Castres, por haber nacido en Castres (año de 1742). Le llamo nuestro, porque su obra es la que me ha dado la idea de satisfacer la curiosidad de Vm. la que comúnmente   -147-   sigo, la que cito y a la que me remito varias veces, por si acaso gusta Vm. de ver con más extensión las materias que toco en estas cartas, que son meramente unas apuntaciones literarias.

Son tres las obras suyas que conozco. Todas le han atraído una multitud de injurias, de críticas, de calumnias y de emulación, por haberse atrevido a atacar de frente la filosofía moderna y la decadencia de la literatura y buen gusto. La primera fue la Ratomania; la segunda la intitulada Tableau Filosofique de l'Esprit de M. de Voltaire pour servir de suite; y la tercera, Les trois siecles de la literature françoise, ou tableau de l'Esprit de nos escrivains depuis François premier jusqu'en 1779, par ordre alfabetique. Esta obra de la cuarta edición es la que tengo entre manos. En el primer volumen hay un discurso preliminar, y en el cuarto unas cartas que lo terminan, y que pueden contarse como otra obra.

Parece que pudiera yo haber cumplido con Vm. con sólo aconsejarle que comprase dicha obra. Bueno será que la compre, pero hay mucha diferencia entre ella y mis cartas. La obra de Sabatier es de cuatro volúmenes de letra metida, y contiene una infinidad de autores, artículos y repeticiones que le deben ser a Vm. enteramente   -148-   inútiles o fastidiosas. El método que sigue de diccionario es molesto, y no conveniente para el conocimiento de la serie de literatura, especialmente de la del día, que es la que Vm. me pide, y en efecto la más útil. La muy conocida o la más antigua le es a Vm. muy notoria o indiferente.

He traducido los artículos Voltaire y Rousseau por las razones ya expuestas; los demás que saco son por la mayor parte en extracto ligero. No sigo ciegamente al autor. En varias ocasiones me aparto de su dictamen. He tratado y trato personalmente con varios de los escritores que nombro. Conozco las parcialidades, veo las intrigas literarias y puedo distinguir sus diferencias para confirmar o no lo que dice Sabatier, omitir lo superfluo, escoger lo más útil o preciso, y añadir la reflexión o noticias que contribuyan a dar una razonable idea del actual estado de esta literatura. Estos son los medios que juzgo más adecuados para conseguir el intento.

Aunque es inútil justificarme con Vm. pues sé lo que estima estas ociosidades mías o ratos hurtados a mis ocupaciones, no excuso hacerle presente las referidas circunstancias para sus amigos, que quizás no me serán tan benignos. Mande Vm. hasta otro día que proseguiré mi tarea. Dios gue. a Vm. ms. años, &c.



Arriba
Indice Siguiente