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Decadentes y diletantes: la mujer en la última Pardo Bazán

Yolanda Latorre


Universitat de Lleida



Tratar hoy el decadentismo o el diletantismo en Emilia Pardo Bazán presupone considerar su natural fusión de muchas tendencias y su célebre eclecticismo. De ahí, quizás, aflora una de sus cualidades más atractivas: el equilibrio, la tensión entre polaridades opuestas. Doña Emilia no llegaría a conciliar sus propensiones estéticas con sus cohibiciones éticas, y además dejó planteado un dilema sin solución aparente: el arte o la vida1.

Uno de los objetivos del decadentismo fue defender la apoteosis de la belleza2, considerada un valor esencial. La complacencia en la belleza será también patrimonio de estetas, diletantes, artistas, coleccionistas, dandis o bohemios, y para todos ellos supone una compensación. Este abanico de tipos difumina sus fronteras y tiene en común un espíritu escindido en contradicciones, como la propia Pardo Bazán parece manifestar.

Incidamos en algún aspecto del decadentismo pardobazaniano. Doña Emilia mantuvo con él una relación difícil. Lo consideró, lato sensu, un tipo de afeminamiento: una «mengua de facultades [...] eminentes y viriles, como la fe, la esperanza y la religiosidad [...]». Estimó el arte español afeminado desde el siglo XVIII, por influencia francesa («lirismo», «neurosis suaves»...), aunque sintió atracción ante las nuevas corrientes mientras confesaba las «contradicciones» que suscitaba en su sentido estético. Una de sus opciones, buscando una línea estética, fue defender un «misticismo quietista» que recuerda vagamente la estética del reposo de Azorín y al quietismo estético de Valle. La herencia decadentista artístico-literaria de la cual se impregnó es fundamentalmente francesa: Baudelaire, Huysmans, Verlaine, los Goncourt o Moreau, entre otros, pero siempre defendería el magisterio de Goya, una de sus constantes referencias. A pesar de las «miserias morales» del decadentismo, reconocería: «Yo confieso que este movimiento, cuyos peligros no se me ocultan, me inspira una simpatía artística fácil de explicar [...]»; o también: «no nos envanezcamos de no tener decadentistas; acaso el no tenerlos descubre nuestra incultura, nuestra atonía, muchas cosas malas; no nos envanezcamos de no tener decadentistas..., pero hagámosles la cruz»3.

Inmersa en contradicciones, doña Emilia se nos presenta, asimismo, diletante a su pesar. Definió el arte y el valor estético como «desinteresado», «egoísta», superior a la ciencia, libre, y admiró las síntesis artísticas creadas por los decadentes. Llegaría a confesar: «Como artista, antepongo a la utilidad la belleza [...]», dado que el arte para ella era «cosa brava, antojadiza, indómita». La Pardo Bazán es capaz de gozar de lo bello con intensidad: «Yo agradezco a Dios que me haya dado gusto comprensivo, sensibilidad», por eso puede rendirse, a pesar de sus convicciones éticas ante el «neronianismo» de Quo vadis -crueldad más refinamiento-, el caprichoso «bizantinismo moderno» de los Goncourt, o la refinada «superioridad» de la fatal Salomé4.

El arte, la belleza, tienen su ética propia y doña Emilia, que encuentra en ellos «asilo seguro», confesaría a Gómez Carrillo en 1898: «Yo casi no he vivido sino por el arte y para el arte». Dotada de «imaginación» y «sensibilidad realmente excepcionales y enfermizas», admite: «en mí predomina lo artístico», calibrando sus preferencias: «soy no una sabia y una erudita [...] sino una profana aficionada a la hermosura». Reconoce, desde luego, su elitismo pero, paradójicamente, lo hace compatible con la vulgaridad: declara que el mejor espectáculo para ella es, simplemente, una vida feliz, frente a los pesimismos e inacciones del mundo moderno5.

La condesa nos aparece rendida ante la belleza, pero teme los extremos y el egoísmo que todo ello comporta. Comentando la obra de Azorín -«Es un diletante» reconocerá en La Nación de Buenos Aires (1913):

Las cosas son bellas cuando son inútiles, y acaso más bellas aún cuando son perjudiciales. Así, muchos que como Azorín sentimos la poesía de su propio «marasmo secular» que a tantas consideraciones históricas se presta, hemos vivido siempre fluctuando entre reprobar duramente un estado que nos originaba sensaciones delicadas y artísticas, o entusiasmarnos con él, sin pensar en despertares ni en regeneraciones. A veces, por ejemplo en la fecha luctuosa de 1898, la indignación patriótica pudo más, y tomamos parte en la obra de Costa y de otros muchos; a veces, desalentados nos retiramos al alcázar de nuestra estética especial, y en él moramos, como Belerma en la cueva misteriosa.6


Desde finales de los 80 se asoman grietas -o quizás ya existían- por entre las cuales los individuos marcados por el estigma de la decadencia y/o el diletantismo se abren camino. Si efectuamos un recorrido por la cuentística y sus últimas novelas -El saludo de las brujas (1898), La Quimera (1905), La sirena negra (1908), Dulce Dueño (1911), o la inédita Selva (1913)- advertimos que predominan, sin embargo, los masculinos, particularmente en los cuentos. En las novelas despuntan el príncipe Felipe, refinado y caprichoso, Viodal el pintor, el violinista Yalomitsa (El saludo de las brujas), el pintor Silvio Lago, Limsoe, esteta cultivado, o el coleccionista Solar Fierro (La Quimera). El decadente Gaspar y Solís, el escéptico intelectual, surgen en La sirena negra, y el distinguido Selva y el coleccionista Chaves en Selva. Las mujeres novelescas más significativas son Espina Porcel y Clara Ayamonte (La Quimera), Lina Mascareñas (Dulce Dueño) y la baronesa de Tieplitz (Selva).

Entre los abundantes casos masculinos de la cuentística llama la atención el «diletante cabal» del cuento «Por el arte» [1891: IV, 88], aficionado a la ópera, o los cultivados estetas de «El mausoleo» (1909), «El rizo del Nazareno» (1888), y «El cinco de copas» (1893), conocedores de reglas estéticas y teorías artísticas. Caso especial es el anémico y neurótico poeta de «Primaveral moderna» (1897: III, 95), defensor de la belleza artificial frente a su interlocutor-narrador, amante de la poesía de la humanidad. Ciertos comentarios de la condesa7 nos lo presentan como un alter ego de los Goncourt. Consideremos también a Edgar, quien, en «Los cinco sentidos» [1908: III, 56] disfruta de la belleza hasta caer en el hastío y la saturación. A nuestro juicio, parece un antecedente de Lina, protagonista de Dulce Dueño. En otros cuentos muy fin de siglo -«Sinfonía bélica» [1891: IV, 343], «El Santo Grial» (1898) y «Deber» (1905)-, la voz estetizante también es masculina. Llama la atención, por cierto, en el primero, un neologismo de doña Emilia, «desiderarse» definido como «suspender su propia actividad cerebral», una variación de la «ataraxia» noventayochista en la que caen, como veremos, algunas de sus féminas decadentes y diletantes, alentadas por acción de la música8.

Pocos casos femeninos son tan representativos. Algunos casi son reducidos a miradas estetizantes de cuerpos masculinos. En el cuento «El ideal de Glafira» (1903) la voluptuosa, triste, lánguida dama busca un ideal que hallará en la figura de los centauros. Inés, muy sensible al impacto visual, contempla en «El cabalgador» (1910) cómo la muerte embellece un rostro masculino. Entre otros casos -María Azucena en «La redada» (1900), o el desnudo masculino de «La hoz» (1912)- destaca el cuento «Una pasión» [1885: IV, 143]: «Con mi doble instinto de mujer y de colorista [...]», exclama una defensora de la naturaleza domada, quien continúa: «Para mí, por ejemplo, el mármol de Paros no adquiría pureza y excelsitud hasta considerarlo labrado por Fidias. El caolín era barro grosero, y sólo me enamoraba convertido en porcelana sajona; el zafiro había nacido para rodearse de brillantes y adornar un menudo dedo: el brillante, para temblar en un pelo negro; [...] El arte, señor de la naturaleza, tal fue mi divisa».

Hallamos, asimismo, frívolas aburridas -«El té de las convalecientes» (1919)-, estetas provincianas frustradas -«Santi Boniti», 1918)-, o damas amargadas, como la marquesa-ménade, neurótica, de «La risa» [1907: III, 191], convulsa en medio de una risa sardónica y cruel. En Pardo Bazán, según iremos advirtiendo, el afán de belleza y el desprecio de la vida contemporánea son muy lícitos si no abocan al exceso. Veamos si no la náusea moral de la insaciable Clara, hastiada, quien purifica su espíritu adoptando a un pequeño [«Aventura: 1899, II, 191]. Ella prefigura las trayectorias místicas de la desencantada Clara Ayamonte (La Quimera) y la caprichosa Lina Mascareñas, la esteta de Dulce Dueño.

Adivinamos a doña Emilia en los cuatro cuentos que integran la serie «Fantasía», cuya erudita y diletante protagonista realiza un viaje dantesco por el Purgatorio, Limbo, Infierno y Cielo: «Yo no tengo vocación de suicida [...] el arte me proporciona goces, la naturaleza me vivifica [...]». Con una prosa ornamentada, preciosista, musical, de feroz descriptivismo, «La Nochebuena en el cielo» [1892: III, 319], presentará los espacios estelares como un conjunto de arte y poesía, poblado por insignes escritores y poetas. Esta apoteosis de «goce estético», la luz de la belleza tiene como centro a una figura omnipresente en la narrativa de Pardo Bazán, la Virgen Mana con su Hijo.

No es la base argumental de El saludo de las brujas, la novela de 1898, lo que la adscribe al refinamiento postrimero de la condesa, sino los detalles psicológicos y descriptivos, el ambiente. Felipe es un príncipe cultivado: «El capricho y la originalidad de un artista refinado se revelaban en él» (p. 629), enamorado de la chilena Rosario, sobrina del pintor Viodal. Entre un pintor, un esteta y un músico discurre la vida de la honesta Rosario, modelo para un lienzo aludido más tarde en La Quimera (p. 839) -una intertextualidad, pues, artístico-literaria-. En realidad, Rosario aparece pintada con estilo modernista o japonesista en varias ocasiones. En el entramado de la novela pardobazaniana que podríamos calificar más decadentista, La sirena negra, es Gaspar Montenegro quien aporta la esencia de nihilismo y afán estético, cuyo poder padece un repertorio de mujeres. El se enfrentará, eso sí, a la atracción de una mujer fatal, la Muerte, la «Negra» (p. 913), figurada aquí como una Medusa que, más tarde, lo petrifica con su mirada:

El que ve surgir una de esas apariciones inciertas y borrosas, hijas del consorcio de la fantasía con lo real, nunca deja de atribuir a la visión forma femenina. Cree discernir, fugitivos en su diseño, los brazos que han de enlazarle, el cabello donde se ha de enredar, la boca que ha de envenenar la suya, el flexuoso torso que se pegará a su pecho [...] el cuerpo de mi sirena no es blanco. Su pelo no es rubio; tiene su forma lo indeterminado de los senos sombríos de donde sale, su melena se parece a la inextricable maraña de las algas, suspensas, enredadas y penetradas por esta luz lívida [...].


(p. 922)                


Con La Quimera, novela de artista protagonizada por el retratista de mujeres Silvio Lago, nos llega todo un arquetipo femenino de la decadencia: la cosmopolita Espina Porcel. Aunque su personalidad está focalizada desde la visión omnisciente o el discurso de la propia protagonista, lo cierto es que nuestros referentes suelen ser los del propio pintor Silvio: «La veo anestesiada para el sentimiento, y con histérica sensibilidad para el refinamiento del lujo delicado, del arte de vivir exaltadamente, agotando el goce [...]». Su «espíritu de desencanto, de inquietud, de desprecio, de insaciabilidad» [...] le atrae, porque le «descubre la mujer moderna, la Eva inspiradora de infinitas direcciones artísticas [...]» (pp. 801-802).

Sus ropas la convierten, como a la mujer fatal del cuento -«La paloma negra» (1893)- en una serpiente. Según Silvio es una «criatura infernal» (pp.810-813), una «vampira» que «arrolla los tentáculos al cuerpo». Junto a sus joyas modernistas tiene una «exigencia interior», la morfina, definida como «El amor a lo infinito, el ansia de evadirse del prosaico mundo», la «moral insanity», la flora del mal (pp. 838-840). Ella le produce una «informe elevación vultuosa y rugosa como la piel de un paquidermo, una especie de bolsa inflada que causaba estremecimiento y asco» (p. 867). Vamos conociendo a Espina a través de un artista plástico que odia lo femenino, Silvio Lago, quien también la define y retrata. Espina llega a ser un monstruo. Su visión es esperpéntica y grotesca: «representada por un vampiro con sombrero de plumas, o una muselina que, entre el esbelto rebujo de las ropas, saca su cola de serpiente» (p. 850) que más tarde augura su final: «la fantasía le dibujó una forma [...] era la de una alimaña, mezcla de dragón y serpiente, cuyo dorso se dentellaba en agudos picos, cuyas fosas nasales espurriaban fuego, cuya cola, de retorcidos anillos, se tendía azotando el aire y rompiendo las otras nubes a su latigazo triunfal» (p. 888). Se trata de otra de las frecuentes figuraciones monstruosas de Pardo Bazán, ahora representando el abismo fatal de los paraísos artificiales.

Escasos son los diálogos de la antojadiza Espina, cuyo «tedio negro» (p. 811) impregna la novela, al igual que sus ideas estéticas. Curiosamente, Espina Porcel, decadente, diletante y esteta, participa en diatribas sobre el arte con verdaderos especialistas, y sus preferencias son categóricas: el arte contemporáneo, las picardías del artificio y el vestido frente a la naturalidad del desnudo (p. 807), y las Majas de Goya, a quien considera un moderno (p. 811). Acorde con estos gustos, Silvio experimentará una visión simbólico-modernista cuya figura es Espina: «Arrastra un traje de gasa, de incierto matiz, de esos matices afeminados que la moda ha bautizado con el nombre de "colores pastel" [...] es lo más atrevido que he visto nunca». La Porcel es convertida, en fin, en sueño revelador: «Lo natural es un mote con que se tapa lo grosero [...] Lo bello es...lo artificial [...] La sensación hay que pasarla por alquitara, destilarla y oscilar entre ella -pero exquisita y sobreaguda- y el negro tedio que nos encamina a la realidad antiestética de la muerte...» (p. 809).

Su antagonista en La Quimera es la sensible Clara, enamorada de Silvio y de su arte pictórico. Se trata de una dama viuda con atisbos de frivolidad cuando la contemplamos «reclinada sobre los almohadones, sonriente, marmórea, alargando los brazos [...]» (p. 756), o vestida de riquísimo brochado azul modernista. Pero, rechazada, abandona sus antiguos afanes de ideal mediante unas meditaciones que, como ascensión mística, desnudarán su espíritu antes recargado de adornos. Una «voz tenue, balbucidora, musical», la empuja hacia un convento carmelita plantado en un paisaje castellano de raigambre noventayochista (p.789). Observemos, por cierto, la cuidada red de polaridades simbólicas. En la novela inédita de la condesa, Selva, aparecerá también una mujer descrita como angelical, Bice -definida y descrita como un arcangelito de línea «prerrafaelesca» (p. 3)-. La madre de Bice, la baronesa de Teplitz, poseedora de fantásticas joyas, es insaciable y ambiciosa, además de drogadicta. Se inyecta morfina constantemente y su degeneración es brutal.

Otras damas relevantes de La Quimera dicen mucho sobre las dudas pardobazanianas. Por ejemplo, la compositora Minia, consejera de Silvio, una diletante de rico mundo interior que le previene sobre los peligros del arte y la belleza. Aparecen también melancólicas poetas, como Daría Gregoresco -poeta Elena Vacaresco-, o cosmopolitas como madame Mélusine, de casa abigarrada, como su espíritu. Frente a las decadentes, la duquesa de Randes o la Condesa de los Pirineos son viriles, regeneradoras y heroicas, mujeres de estirpe (p. 781, 871).

La apertura de la novela Dulce Dueño gira en torno a una referencia visual: una preciosa medalla del siglo XV representando a Santa Catalina, lo cual plasma gráficamente las futuras coincidencias vitales entre ésta y la homónima protagonista, Lina Mascareñas. Esta medalla, por cierto, poseía el coleccionista Solar Fierro (p. 806) de La Quimera. Lina Mascareñas es muy culta e inteligente, es una esteta que desea convertir su vida en una obra de arte a la manera del Jean Floressas des Esseintes, de J-K. Huysmans. Odia la vulgaridad y lo antiestético, y es una gran conocedora del arte, porque contempla el mundo como lo hubiera hecho un poeta o pintor. Transita las mismas joyerías que la Porcel, en la calle de la Paz (p. 981) y, todas las noches, a solas, se agasaja a sí misma: «Me despojo de los crespones, visto trajes exquisitos, de color, y me prendo joyas» (p. 642). Es definida como mujer fatal por sus excesos y egoísmo, más peligrosa que «las Dalilas y que las Mesalinas. Estas eran naturales, al menos. Tú eres un caso de perversión horrible, antinatural [...] En tus degeneraciones modernistas premeditaste un suicidio, acompañado de un homicidio [...] me pareces la Melusina, que comienza en mujer y acaba en cola de sierpe» (p. 1015). De nuevo la presencia del monstruo -lo mismo sucede en «Los años rojos» (1915), como imagen de degeneración.

Pero, como Clara, Lina consigue la desnudez externa e interna. Hastiada, se encuentra a sí misma -recordemos aquel «desiderar» pardobazaniano- purificada por las melodías de Wagner, e inicia un camino de caridad franciscana. El exceso en la búsqueda del placer y la belleza, pues, vuelve la espalda a la vida o la naturaleza, y conduce a los individuos hacia la autodestrucción. A este abismo han caído Espina o la baronesa de Teplitz, porque no han hallado el ideal de belleza ininteligible, la desnudez espiritual, una forma definitiva que presenta a Dios como el Sumo Artista.

La sensación de decadentismo afeminado, artificioso o lírico, transmitida por estos cuentos y novelas, es realmente muy intensa. Podemos vislumbrar, de hecho, un universo femenino que manifiesta este efecto. Esto es debido no sólo a las personalidades femeninas, sino a un opulento entramado de referencias y símbolos -clásicos, tradicionales, modernistas...- ya intuidos más arriba. El simbolismo floral femenino, por ejemplo, es denso y trabajado. Sólo en los cuentos los casos son abundantes: («El ruido», 1892, «La leyenda del loto», 1900, «La hierba milagrosa», 1892, «La conciencia de Malvita», 1898) y en La Quimera la mujer-flor se prodiga entre flores espirituales, y voluptuosas o modernistas9.

Por otro lado, las alusiones femeninas que evocan la muerte, el pecado, lo morboso, lo fatal, la belleza y sus peligros, son constantes. Las voces insinuantes de las sirenas («Reconciliación», [1895: I, 431]; La sirena negra, p. 846), la enigmática Gioconda de Selva, la Medusa, Melusina10, Mesalina (Dulce Dueño, p. 1450), las inquietantes Majas, Cleopatra (La Quimera, p. 832), Salomé (La Quimera, p. 835, Dulce Dueño, p. 988) o las figuraciones femeninas de la Muerte («La flor de la salud», 1893; «Reconciliación», 1895), no dejan de estar implicadas en las unidades semánticas de las obras. En otro polo surge la figura de Venus quien, aludida y representada en La sirena negra (p. 913), dialoga hábilmente sobre estética en el cuento «Un parecido» (1897). Pensemos, también, en las mujeres angelicales y celestiales. Aparecen santas -Catalina (Dulce Dueño, p. 939), Isabel («El conde llora», 1911), Magdalena («La sed de Cristo», 1895; Dulce Dueño, p. 933), Úrsula (La Quimera, p. 864)...-, vírgenes -«La última ilusión de don Juan»; 1893, La Quimera, pp. 758 y 895)- y vírgenes con el Niño Dios (La sirena negra, p. 923) o con Cristo («Sin tregua», 1916).

Muchas de las piezas de este universo femenino surgen estetizadas plásticamente en las narraciones. Mujeres como esculturas, retratadas en lienzos o convertidas en objetos preciosos, que han sido creadas por pintores, soñadas por diletantes o poseídas por coleccionistas. Algunas de estas imágenes, ficción dentro de la ficción, desprenden el aroma de las decadencias modernas, y su presencia está tan implicada en la red narrativa como la de las heroínas «reales», suponiendo toda una mise en abîme. Pero estas atrayentes sugerencias de doña Emilia iluminan cuestiones que merecerían una especial y dilatada dedicación en otro momento.





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