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Sección tercera

Respuesta a la censura del ensayo histórico-crítico sobre la antigua legislación


Siguiendo el orden de las doctrinas censuradas en esta obra, comenzaremos por el siguiente cargo que me hacen los eruditos censores: En los números 182 y siguientes hasta el 188 se explica a favor de los judíos en términos que parece se declara contra los Concilios Vienense y de Zamora, contra el pueblo español, y lo que es más, contra sus cortes favoritas, porque se oponían a los judíos; y manifiesta alabar a varios reyes porque los toleraron y protegieron como útiles al Estado.

Si no me engaña el amor propio, puedo asegurar que ninguna de estas proposiciones se allega a la verdad. Los censores que la aman parece que debieran probar la sinceridad y exactitud de su juicio y censura. Bien lejos de eso se contentan con decir: «Bastará leer los epígrafes de los números 186 y 187 que dicen así: Vigorosa representación de los procuradores del reino a D. Enrique II contra los judíos en las Cortes de Toro. El Soberano no tuvo por conveniente hacer novedad sobre este asunto. El gobierno, no estimando justas las declamaciones del pueblo, aspiró a conservar los judíos, defenderlos y ponerlos al abrigo de toda violencia.» ¿Este es el único argumento de que usan los censores para justificar su dictamen? ¿Mas quién será el que de estas palabras pueda inferir ni aun conjeturar que el autor se explica a favor de los judíos, o que se declara contra los Concilios Vienense y de Zamora, contra el pueblo español y a favor de los reyes que los toleraron?

Señor, lo contenido en los citados números es una historia imparcial y compendiosa de los judíos de Castilla, y de su varia suerte en el orden civil y político desde el siglo XIII hasta el XV. No se trata de su religión ni de sus errores y doctrina, sino de su situación como vecinos y miembros de la sociedad. Los números censurados no contienen más que hechos con los documentos que los justifican, a saber: «El favor de las leyes se extendía también a los judíos que querían establecerse en la población, y el fuero les otorgaba vecindad y los derechos de ciudadano. A principios del siglo XIII empezó a decaer la fortuna del pueblo judaico: sin embargo, D. Alonso el Sabio confirmó a los judíos sus antiguas regalías y derechos. El siglo XIV fue más funesto a los hebreos. Los decretos del Concilio Vienense repetidos en el de Zamora llegaron a variar las ideas y opiniones públicas, tanto que desde entonces el pueblo se declaró abiertamente contra la nación judaica. Sin embargo, los reyes D. Alonso XI, D. Pedro y D. Enrique II les dispensaron sus favores, por considerarlos útiles al Estado. Habiendo conseguido los cristianos privar a los judíos de su Alvedí, intentaron despojarlos del fuero que gozaban de tener en los pueblos donde había aljamas, alcalde apartado para librar sus pleitos. El rey D. Pedro no accedió a la súplica que en esta razón le hicieron los procuradores de los comunes. Las gentes del pueblo acostumbraban atribuir a los judíos muchas de las calamidades públicas, haciéndolos autores de ellas: así lo intentaron persuadir a D. Enrique II pidiéndole con este motivo que los privase de tener oficio en palacio y corte del Rey, súplica que no fue del agrado del Monarca. Vigorosa representación de los procuradores del reino a D. Enrique II contra los judíos en las Cortes de Toro. El Soberano no tuvo por conveniente hacer novedad sobre este asunto. El gobierno no estimando justas las declamaciones del pueblo, aspiró a conservar los judíos en estos reinos, defenderlos y ponerlos al abrigo de toda violencia.

Este es el sumario de la historia contenida en el Ensayo desde el núm. 187 hasta el 188, y concluyo: «Política que siguieron constantemente los reyes de Castilla, hasta que a fines del siglo XV, variadas las circunstancias, y concurriendo diferentes motivos políticos, determinaron, consultando a la tranquilidad y sosiego público, privar a los judíos de los derechos de ciudadanos, y desterrarlos para siempre de sus dominios.» Todo hombre de buen juicio y gusto, y que sepa lo que es historia, y que no esté corrompido y preocupado como me persuado que no lo están los censores, no hallará aquí sino muestras de sinceridad, imparcialidad y verdad, en que consiste el mérito de un historiador.

Pero supongamos que yo hubiera tomado partido en esta causa, o hecho algunas reflexiones sobre las ventajas o inconvenientes que pudieran resultar de la tolerancia de los judíos en Castilla en aquellos siglos, y que me hubiera declarado a favor o en contra de las ideas del pueblo o de las providencias del gobierno, ¿acaso es este asunto de teología o de doctrina cristiana sobre que pueda recaer censura teológica? ¿No es una cuestión de economía y de política? Los monarcas de Castilla desde San Fernando hasta el año de 1492 sostuvieron los judíos en España. ¿Esta conducta política es loable? Unos dirán que sí y otros que no, sin que ni unos ni otros merezcan ser censurados por sus opiniones. Los reyes D. Fernando y doña Isabel, consultando con varones doctos y religiosos, y animados del más ardiente celo por la religión, mandaron salir de sus dominios a todos los judíos: acción memorable y muy propia de su ánimo cristiano y religioso.

Sin embargo, algunos considerando este suceso con relación a la utilidad y conveniencia pública, hallaron que reprender y censurar en la conducta de los Reyes Católicos. En cuya razón un autor coetáneo que escribió la Atalaya de las crónicas, inserta en ella «esta tan señalada y nueva cosa, que ficieron los Reyes Católicos en mandar echar y salir de todos sus reinos et señoríos todos los judíos que en ellos vevian que eran sin duda cerca de trescientas mil animas, en término de tres meses; los cuales judíos había más de mil y novecientos años que vivían en España, de quien estos príncipes recibieron muy grandes servicios ordinaria y trasordinariamente, sin lo consultar en cortes generales, ni sin consentimiento ni placer de los grandes del Reino, antes mucho a pesar de todos los tres estados; solamente por consejo et indinación de un fraile de la orden de Santo Domingo, su confesor, más hombre de ímpetu que de letras, por pura voluntad o devicción, como lo quisieren decir, los hizo salir de sus reinos sin le ser opuesto ningún yerro ni maleficio que ficiesen, solamente con color que dieron, que por su conversación, que muchos erraban contra la fe católica, et dejaban de ser buenos cristianos».

Escribe sobre este mismo argumento Zurita, tom. 5, Annal., lib. 1, cap. VI: «Fueron de parecer muchos, que el Rey hacía yerro en querer echar de sus tierras gente tan provechosa y granjera, estando tan acrecentada en sus reinos, así en el número y crédito, como en la industria de enriquecerse. Y decían también que más esperanza se podía tener de su conversión dejándolos estar que echándolos, principalmente de los que se fueron a vivir entre infieles. Y Mariana, Histor. de España, 26, cap. I: «El número de judíos que salieron de Castilla y Aragón no se sabe: los más autores dicen que fueron hasta en número de ciento y setenta mil casas, y no falta quien diga que llegaron a ochocientas mil almas; grande muchedumbre sin duda, y que dio ocasión a muchos de reprender esta resolución que tomó el rey D. Fernando en echar de sus tierras gente tan provechosa y hacendada, y que sabe todas las veredas de llegar dinero: por lo menos el provecho de las provincias adonde pasaron fue grande, por llevar consigo gran parte de las riquezas de España. Verdad es que muchos de ellos por no privarse de la patria, y por no vender en aquella ocasión sus bienes a menosprecio, se bautizaron algunos con llaneza, otros por acomodarse con el tiempo, y valerse de la máscara de la religión cristiana.» Finalmente, el Licenciado D. Pedro Fernández Navarrete, Conservac. de Monarq., Discurs. 7, discurriendo sobre el origen de la gran despoblación que padecía Castilla en su tiempo, dice: «La primera causa de la despoblación de España han sido las muchas y numerosas expulsiones de moros y judíos, enemigos de nuestra santa fe católica: habiendo sido de los primeros tres millones de personas, y dos de los segundos.» Y aunque reconoce esta conducta como muy digna de la religiosidad de nuestros reyes, añade hablando de los moriscos: «Con todo eso me persuado a que si antes que estos hubieran llegado a la desesperación que los puso en tan malos pensamientos, se hubiera buscado forma de admitillos a alguna parte de honores, sin tenerlos en la nota y señal de infamia, fuera posible que por la puerta del honor hubieran entrado al templo de la virtud y al gremio y obediencia de la Iglesia» ¿Se podrá acusar a estos escritores de haberse declarado a favor de los judíos o moros? Sus reflexiones se leen estampadas en libros comunes, y que andan en manos de todos, sin que nadie hasta ahora haya reprendido o censurado sus opiniones. El autor del Ensayo se abstuvo de ellas, no entró en esta cuestión; y haciendo solamente oficio de historiador se ciñe a referir los hechos sin comentarios y reflexiones.

Es muy linda la concurrencia que deducen los censores a continuación de las proposiciones censuradas; dicen así: «He aquí de paso otra manifiesta contradicción de esta obra contra la Teoría de las Cortes, pues hace al Rey soberano en el nombre, y en la realidad negando este la solicitud y resolución más decidida de unas Cortes generales.» Este período es tan oscuro, y su gramática tan difícil de comprender, que necesita de exposición: entiendo que el sentido de la Teoría hace al Rey soberano en el nombre, y en el Ensayo le propone negando la solicitud y resolución más decidida de unas Cortes generales.

Sin duda alguna los eruditos censores olvidaron, o no tuvieron presente lo que se lee en el cap. XXIX de la primera parte de la Teoría, donde se prueba con documentos incontestables; por una parte, que los monarcas, a consecuencia de lo establecido por las leyes del reino, debían contestar a las representaciones y peticiones de las Cortes, y dar respuesta categórica; por otra, que no estaban obligados a conformarse con ellas, sino a librarlas en justicia con acuerdo de los de su Consejo. El número 7 de dicho capítulo comienza así: «En la época de que tratamos, siempre procuraron los reyes de Castilla desempeñar esta obligación, y contestar en todas ocasiones a las peticiones del reino librándolas inmediatamente, y poniendo al margen o al pie de ellas sus respuestas, conformes regularmente a lo propuesto por la nación.» En los números 11, 12, 13 y 14 se presentan ejemplos de haberse justamente negado los reyes a condescender con lo que las Cortes les pedían; y al número 13 hace el autor de la Teoría esta reflexión: «Parece que el Rey penetró el espíritu imprudente de parcialidad que había prevalecido para formar esta petición tan impertinente. Su objeto era que se revocase la ley sobre igualación de pesos y medidas, sancionada por el soberano en otras Cortes anteriores.» S.M. respondió: «Mi merced e voluntad es que todavía se guarde la dicha ley e todo lo en ella contenido.»

Es muy difícil, por no decir imposible, que los religiosos censores hayan podido conservar en la memoria todas estas especies, y son excusables de haberme atribuido una contradicción que en realidad no hay ni existe. Mas dado caso que la hubiera, ¿se podría considerar este argumento como digno de censura teológica? ¿Es censurable que un autor en materia de erudición y de crítica piense hoy de una manera y a vuelta de años con mejores luces y fondos de conocimientos, varíe de dictamen y corrija sus ideas?

Empero no halló razón, ni se cómo excusar el gravísimo cargo que me hacen inmediatamente.» En el número 339 le da al Papa el título de Obispo de Roma: lo que es más chocante si se atiende a que allí trata de zaherir al Sumo Pontífice porque juzgaba definitivamente de todas las causas de la cristiandad: y parece que para negarle esta autoridad quiere deprimirlo dejándolo con sola la que compete a un mero obispo.» Los eruditos censores no pueden ignorar que en todas las edades y siglos se ha dado al Sumo Pontífice, entre otros dictados, el de Obispo de Roma; y así lo habrán leído en varios Concilios, Santos Padres y escritores eclesiásticos, y ahora en nuestros días el Reverendo Obispo de Ceuta, D. Fr. Rafael de Veloz, Apolog. del Altar, cap. XIX, pág. 455, hablando del Papa dice: «El Obispo de Roma tenía este derecho en la iglesia. Él erigió el primado de toda la Grecia y le confirmó la facultad de consagrar los obispos y confirmarlos.» Lo mismo había dicho antes en el cap. III, pág. 77: «Los Concilios generales los convocó el Obispo de Roma, los dio su confirmación.» Si al Sumo Pontífice le he denominado Obispo de Roma, también le di el título de Papa en el mismo numero y en toda la obra, prueba de mi sinceridad, y de haber procedido sin artificio ni misterio. El comentario que hacen, de que trato de deprimir la autoridad del Papa, dejándolo sólo con la que compete a un mero obispo, es inconciliable con las doctrinas del Ensayo, en que se supone la autoridad universal del Sumo Pontífice, y se gira siempre sobre este principio; y además gravemente injuriosa a mi persona, pues es atribuirme una herejía y que no creo el primado del Papa. Yo no dudo de la recta intención de mis censores, y que el comentario que han hecho de mis palabras e intenciones es fruto de su demasiado celo. Si los censores son monjes o frailes, acaso se habrán ofendido o disgustado de lo que se refiere en el mencionado número, a saber: «Los monjes y religiosos, declinando la jurisdicción de los ordinarios, hallaron abrigo en la protección del Obispo de Roma, el cual los hizo exentos, y les otorgó libremente franquezas, privilegios y cartas de confirmación de sus posesiones y bienes. La historia del siglo XII ya nos ofrece algunos ejemplares de la variación de la disciplina monacal en Castilla, de monasterios exentos y protegidos especialmente por el Papa.» Y concluyo, después de estampar la Ley de Partida, con esta cláusula: «De este modo se viola aquella ley antigua de la constitución eclesiástica de España, establecida en los Concilios, y renovada en las Cortes de Coyama, cuyo capítulo segundo dice: Abbates et Abbatisso cum suis congregationibus et cenobiis sint obedientes et per omnia subditi suis episcopis.» Sin embargo, es bien claro que nada hay aquí que merezca reprensión ni censura, y se convence por el contexto que el título de Obispo de Roma es idéntico con el de Papa, y tiene la misma energía y extensión. En lo demás no hay más que hechos y verdades. Que los monjes y religiosos no podrán ejercer ninguna función eclesiástica, propia del orden jerárquico, ni predicar, ni confesar, ni administrar Sacramentos, sin que precediese licencia y aprobación de los obispos, es una verdad; que la disciplina eclesiástica de España y de otros reinos de la cristiandad padeció grandes alteraciones en el siglo XII y XIII es una verdad; que los Sumos Pontífices desde esta época extendieron prodigiosamente su jurisdicción, es una verdad: a que alude San Bernardo, lib. 3, de Considerat., capítulo IV: «Murmur loquor, et querimoniam ecclesiarum: subtrahuntur abbates, episcopis, episcopi archiepiscopis, archiepiscopi patriarchis, sive primatibus. Bona ne species haec? Mirum si excusari queat vel opus. Sic factitando probatis vos habere plenitudinem potestatis, sed justitiae forte non ita: facitis hoc quia potestis, sed utrum et debeatis, quoestio est.» Y el célebre Juan Gerson, De potest. ecclesiast., considerat. 8: «Rursus si judicia minora reprobantur in Moyse, videamus in Summo Pontifice et curia sua, quid de tot prophanissimis et indignissimis causarum et litigiorum continuis et anxis ocupationibus? Quid de beneficiorum quorumcumque etiam minorum collationibus et signationibus manu Papae? Quid de Annatarum exactionibus? Quid innumeris similibus dicendum judicabitur. Aucthoritas itaque nulla erit si solus Summus Pontificis omnia velit inferiorum ecclesiasticorum usurpare institutionis, jura, status, gradus et officia. Meminerit itaque Summus Pontifex datam sibi a Deo potestatem supremam in ecclesia ad edificationem ejus.»

Y en el tratado de modis uniendi ac reform. Eccles. in concil., discurriendo sobre lo que primeramente se debía reformar por el Concilio general, dice: «Primo ante omnia ad instar Sanctorum Patrum, qui nos precesserunt Ilimitet ac terminet potestatem coactivam et usurpatam papalem... Quam quidem coactivam potestatem multi Sumi Pontifices per successionem temporum, et contra Deum et justitiam sibi applicarunt, privando inferiores episcopos potestatibus et aucthoritatibus eis a Deo et ecclesia concessiis, qui in primitiva ecclesia aequalis potestatis cum Papa erant, quando non fuerunt papales beneficiorum reservationes, non casuum episcopalium inhibitiones, non indulgenciarum venditiones, non cardinalium commendae, et distintiones beneficiorum, prioratuum et monasteriorum. Tandem per tempora successive, crescente clericorum avaritia et Papae Simonia, cupiditate et ambitione, potestas et aucthoritas apiscoporum et prelatorum inferiorum, quasi videur exhausta et totaliter diruta, ita ut jam in ecclesia non videatur esse nisi simulacra depicta et quasi frustra: jam enim Papa Romanus reservabit omnia beneficia ecclesiastica, jam advocavit omnes causas ad curiam suam, jam voluit poenitentiariam habere ibidem, jam legitimationes clericorum... Ideo sacrum universale concilium reducat et reformet ecclesiam universalem, in jure antiquo, et abusivam papalem in decreto et decretalibus, sexto et clementinis, necnon extravagantibus Papalibus proetensam limitet potestatem.» Todas estas verdades, más o menos exageradas, se hallan en todos los libros de disciplina y de derecho: yo las he referido breve y sencillamente sin hacer reflexiones, ni entrar en las acaloradas disputas de los teólogos y canonistas que debaten si estas mudanzas y variaciones fueron útiles o perjudiciales, si fundadas en derecho o con violación de los cánones, y si pugnan con la dignidad y derechos del obispado. De todo esto me he abstenido ciñéndome a los hechos.

Siguen los censores: «Desde el núm. 329 hasta el 365 habla de los desórdenes de la curia romana, de los excesos e ignorancia del clero secular y regular.» Pudiera desentenderme de contestar a esta exposición, ya por lo que acabamos de decir en el número precedente, ya por la generalidad con que hablan, y porque no expresan proposición, sentencia ni período alguno sobre que pueda recaer censura, ni exponen las razones de su fallo. Sin embargo, es justo hacer algunas observaciones sobre este punto. Dicen que el autor habla de los desórdenes de la curia romana. Pero si no me engaño, no se encontrará la voz desórdenes en ninguno de los números citados. Añaden, que habla de los excesos e ignorancia del clero secular y regular. Debieran decir de la ignorancia y relajación de costumbres de una gran parte del clero. Reponen: «Que el autor descubre a lo lejos los mismos sentimientos que después expresó libremente en la Teoría.» ¿Pues cómo es que los censores asentaron poco antes que la Teoría debía prohibirse entre otras causas, por contener las mayores y más groseras contradicciones a las doctrinas del Ensayo Histórico?

En fin, concluyen diciendo que el autor del Ensayo se explica de modo que hará concebir desafecto a dichas clases y personas. Respondo que los que conciben desafecto a las clases y corporaciones del estado, porque en ellas haya habido personas viciosas y corrompidas, o cuya conducta no haya respondido al fin y blanco de su profesión, son reprensibles y faltan a un deber de la moral cristiana. Este abuso nunca ha detenido, ni deberá retraer a los ministros evangélicos de declamar contra los excesos y desórdenes públicos, ni a los propagadores de la verdad ni a los que se dedican a escribir la historia, de representar a los hombres como han sido, con sus lunares y sombras, vicios y virtudes. La historia dejará de ser antorcha de la vida y escuela de sabiduría y de virtud, si se tratara en ella de adular las pasiones, o de disimular los vicios, o de ocultar sus resultados.

Además, que si los censores, fijando su atención en los tiempos de que se trata y distinguiendo de épocas, advierten que en el Ensayo solamente se habla de los siglos groseros y bárbaros, y no de nuestros últimos tiempos, sin duda se hubieran abstenido de este último cargo. El que haya habido clérigos y frailes ignorantes y relajados en los siglos XII, XII y XIV, ¿puede influir en el descrédito del clero secular y regular del siglo pasado o presente? Fuera de que no es tan fea ni tan desagradable la primera que yo hago del clero, especialmente de monjes y frailes, como indican los censores; y no sé cómo pudieron olvidar lo que digo de aquellos en el número 77: «Los monasterios, mientras se conservó en ellos el vigor de la disciplina monástica, fueron como unos asilos de la religión, de la piedad, de la ilustración y de la enseñanza pública en tiempos tan calamitosos. Se sabe que las escuelas estaban en las catedrales y monasterios: en sus claustros y sacristías se custodiaban los códices y libros instructivos, y aun las escrituras y documentos públicos. La vida sobria y laboriosa de los monjes les proporcionaba abundantes recursos para socorrer las necesidades de los pobres y ejercer el derecho de hospitalidad. Se ocupaban en la enseñanza pública y en la predicación, y escribir y copiar todo género de escritos: y lo que no era menos interesante, en labrar los campos y promover la agricultura, a cuyo ramo eran casi los únicos que se podían aplicar en aquellos tiempos con inteligencia y constancia. Los monjes, señaladamente los legos, que eran muchos, rompían las tierras incultas, desmontaban las malezas, abrían acequias, ponían diques a los ríos, debiéndose en gran parte a sus sudores, el que muchas tierras, antes abandonadas, o por falta de brazos o por el furor de la guerra, y otras que no eran sino selvas y domicilio de animales fieros, se redujesen a cultivo y se convirtiesen en feraces campos, en praderas amenas y en hermosas y fructíferas arboledas.»

Y en el núm. 347 se dice de los frailes: «La ignorancia y relajación de costumbres de una gran parte del clero, su ineptitud para desempeñar los oficios del ministerio eclesiástico, y la decadencia de la disciplina monacal y del espíritu y regularidad de los monjes, efecto de sus adquisiciones y riquezas, contribuyó en gran manera a multiplicar las religiones mendicantes, las cuales se propagaron rápidamente por España en el siglo XIII con utilidad de la Iglesia y del Estado. Al principio se hicieron recomendables por su instrucción, desinterés, recogimiento, laboriosidad y observancia religiosa. Eran al principio de su establecimiento en Castilla como los principales brazos del estado eclesiástico, y con sus infatigables trabajos suplían la incapacidad del clero y la negligencia de los prelados. Eran consiliarios de los obispos, confesores de los reyes y oráculos en todas las dudas y negocios arduos: ocupaban las cátedras de las universidades y las de los templos: allí enseñaban la Teología y la Moral, y aquí el camino de la virtud, la doctrina y catecismo.» Este cuadro demuestra con evidencia el carácter de su autor, y el espíritu sincero o imparcial con que ha procedido en sus investigaciones; y que atenido a los hechos de la historia, aspiro solamente a descubrir la verdad, la cual es tan agradable y dulce a los que la buscan y aman, como amarga y desagradable a los que aborrecen la luz y gustan de andar en tinieblas.

Continúan los censores reconviniéndome sobre un punto de mucha gravedad e importancia, y que merece que hagamos sobre él algunas reflexiones; dicen así: «En el núm. 222 quiere introducir una novedad en la historia eclesiástica de España y aun de toda Europa, cual es el matrimonio público y autoridad por la Iglesia de todos los clérigos aun de los presbíteros en los siglos medios.» Respondo que es necesario que sea muy ignorante y que no haya saludado los primeros elementos de la historia, tanto civil como eclesiástica, el que se admire de los abusos y desórdenes tan comunes y frecuentes en el clero acerca de la continencia y honestidad tan propia de su ministerio. Los eruditos censores saben que la historia de los siglos IX, X, XI, XII y XIII ofrece a cada paso las tristes pinturas que de la conducta del clero nos hacen los escritores eclesiásticos, y las providencias que los concilios han tomado para contener el contagio. Los innumerables cánones que desde el siglo IV de la Iglesia se han publicado sucesivamente sobre esta materia, prueban así la vigilancia y celo de los pastores como lo peligroso de la enfermedad.

El Ensayo tiene por objeto historiar las leyes de Castilla, y a esta historia debía preceder la de los desórdenes que las han motivado. Ha sido pues necesario referir cuán frecuente fue en Castilla el concubinato entre eclesiásticos y seglares, y que por algún tiempo hubo presbíteros casados, y que pasaban por tales en la opinión pública; lo cual pruebo con documentos que lo acreditan con respecto a Aragón, conjeturando que podría suceder lo mismo en Castilla. Pero referir estos desórdenes ¿es aprobarlos? Decir que hubo clérigos casados ¿es querer introducir el matrimonio entre los eclesiásticos? El mismo cargo se había de hacer a Ambrosio de Morales cuando dijo en el libro 12 de su Crónica, cap. LXV, «que el rey Witiza mandó en público que los señores de su casa y corte y los obispos y clérigos pudiesen tener todas las mujeres y mancebas que a cada uno pluguiese.» Y a Mariana que asegura su Historia, lib. 6, cap. XIX, que este mismo príncipe, en particular, dio licencia a las personas eclesiásticas y consagradas a Dios para que se casasen. Ley abominable y fea, pero que a muchos y a los más dio gusto. Hacían de buena gana lo que les permitían, así por cumplir con sus apetitos, como por agradar a su Rey... Para que estas leyes tuviesen más fuerza, se juntaron en Toledo los obispos a Concilio, que fue el XVIII de los Toledanos.

Es muy notable lo que el mismo historiador dice en el libro 10, cap. XI: «Calixto II, en el Concilio Renense, en que se halló presente... procuró que los presbíteros y diáconos y subdiáconos se apartasen de las concubinas, las cuales en tiempos tan revueltos ellos tenían con el repuesto y libertad como si fueran sus mujeres: en España en particular todavía se continuaba la mala costumbre que introdujo el perverso Rey Witiza, en especial en Galicia, sin poderla estirpar del todo, bien que se ponía diligencia, de que da muestra un Breve que pocos años antes de este tiempo envió el Papa Pascual a D. Diego Gelmírez, obispo de Santiago, en que entre otras cosas le dice, hablando de los presbíteros y diáconos: «Si algunos ciertamente antes que fuese recibida la ley romana, según la común costumbre de la tierra, contrajeron matrimonio, los hijos nacidos de ellos no los excluimos ni de la dignidad secular ni de la eclesiástica. Aquello de todo punto es indecente que en vuestra provincia, según somos informados, moran juntamente los monjes con las monjas.» Añade sobre esto Mariana: «La ley romana de que se hace mención en este Breve, según yo entiendo, era la ley de la continencia impuesta a los del clero.» Pues ahora es reprensible Mariana por haber referido esta historia, o se le puede acusar de que intentó introducir el matrimonio entre los eclesiásticos.

Dirán acaso que Mariana y otros historiadores representan estos vicios con todo el horror que merecen, describen la enfermedad con todos sus síntomas, peligros y funestas consecuencias, y desean la salud y el remedio por la observancia de las leyes; ¿pero el autor del Ensayo no se ha propuesto igualmente este loable objeto? ¿Se encontrará en toda la obra una sola sentencia, expresión o palabra que apoye o que autorice el concubinato o casamiento de los clérigos? ¿En qué lugar o paraje introduce o enseña el matrimonio público de todos los clérigos, autorizado por la Iglesia? El autor lo afea, lo reprende, y después de haber descubierto la llaga propone sus remedios. Léase lo que dice inmediatamente después de referir aquella triste y desconsolante historia, número 223: «En el siglo XIII, en que se celebró al famoso Concilio de Valladolid por el legado Cardenal de Sabina, con asistencia de los prelados de Castilla y de León, se armaron los legisladores contra el común desorden, e hicieron los mayores esfuerzos para exterminar el concubinato y barraganías, particularmente del clero, que era lo que más se afeaba. Fulminaron contra los delincuentes y también contra sus hijos las más temibles penas, excomuniones, infamias, desheredamientos e incapacidad de aspirar a los oficios públicos.» Y a continuación se extienden las leyes prohibitivas de semejantes excesos, tanto eclesiásticas como civiles.

Ya los mismos censores llegaron a conocer, y confiesan indirectamente la debilidad de sus razonamientos, y que no estriba sobre cimientos sólidos su censura y severa crítica, y así, aunque concluyen fallando que la obra debe prohibirse, corrigiendo y templando esta sentencia, y reduciéndola a más estrechos límites, se contentan y queda satisfecho su celo, con que a lo menos se prohíban los números 322 y siguientes hasta 328 inclusive, como también el 539, por contener proposiciones falsas, heréticas y depresivas de la autoridad eclesiástica inherente a los Papas, a la iglesia en general y a la antigua de España. Este juicio y censura es de gran consideración y gravedad, y estrecha a formar serias meditaciones y una vigorosa y sostenida defensa.

Mas yo, señores, no puedo menos de indicar primeramente a V.S.I. que me he escandalizado al oír salir de la boca de los ministros del santuario, de ministros a quienes respeto por doctos y buenos cristianos al oirlos decir que en los citados números del Ensayo se contienen proposiciones falsas y heréticas. Si así fuese, ¿la razón y la justicia no exigía que las copiasen exactísimamente? ¿Que apoyasen con la mayor solidez su dictamen? ¿Que presentasen a V.S.I. las verdaderas y eficaces razones que les obligó a pronunciar aquel fallo? Mientras tanto yo preguntaré: ¿Cuáles son estas proposiciones falsas y heréticas? Hasta que las designen, no es posible dar respuesta categórica.

Dicen los religiosos censores: «que al paso que en la otra obra deprime la autoridad temporal de nuestros reyes, en esta les concede la espiritual y esencialmente inherente a la iglesia y sus prelados». En esta tan breve proposición advierto falta de exactitud, mucho que corregir, y no poco que reprobar. Primeramente, suponen que hablo de nuestros actuales reyes, siendo cierto que en el Ensayo sólo se trata de los antiguos, cuando estaba en uso la disciplina gótica. Y así se lee en los citados números, que nuestros reyes gozaban de la regalía, ejercían la facultad, etc.

Segundo. El amor de la verdad, la circunspección y sinceridad, virtudes características de un juzgado justo y severo, obligan que al copiarse las palabras o expresiones que sirven de objeto a la crítica, no se omitan cláusulas íntimamente enlazadas con el período principal, y cuya omisión es capaz de alterar el sentido que se ha propuesto el autor. Los censores, después de hacerme cargo de que doy a los reyes el derecho de nombrar el obispo, erigir y trasladar sillas episcopales, omitieron, la circunstancia que yo expreso como necesaria para la legitimidad de aquel derecho y uso de semejantes facultades, y es la siguiente: Con tal que se procediese en esto con arreglo a los cánones y disciplina de la iglesia de España.

Tercero. Los censores incurren en aquel defecto que los escolásticos llaman petitio principii, pues dan por asentado lo que debieran probar, es a saber, que la nominación de los obispos, y otros derechos y regalías de que disfrutaban los reyes de España corresponden privativamente a la jurisdicción eclesiástica, y emanan de una autoridad espiritual, esencialmente inherente a la iglesia, lo cual no es cierto. Los censores, a quienes reputo sumamente versados en las antigüedades eclesiásticas, y en el estudio de la historia y disciplina de la iglesia, no pueden dudar que la postulación y nominación de los ministros del santuario, aun de los obispos, correspondió por espacio de algunos siglos al pueblo cristiano... San Cipriano, en la epist. 52: dirigida a Antoniano, hablando de la legítima elección del Sumo Pontífice San Cornelio, dice: «Factus est Cornelius episcopus, de Dei et Christi ejus judicio de clericorum pene omnium testimonio, de plebis quo tunc adfuit sufiragio, et de sacerdotum antiquorum et bonorum virorum collegio.» Y en la epíst. 68, al clero y pueblo de España sobre Basilides y Marcial, dice: «El pueblo que es fiel a los mandamientos del Señor y temeroso de Dios, debe separarse de un prelado prevaricador, y no mezclarse en los sacrificios de un pontífice sacrílego, pues para eso ha recibido el poderío de elegir a los dignos, y desechar a los indignos... A la faz de todo el pueblo manda Dios que sea creado el sumo sacerdote, dándonos a entender que las ordenaciones de los obispos, no deben hacerse en otra forma, para que hallándose todos presentes se descubran las costumbres de cada uno, los vicios de los malos y las virtudes de los buenos, y se acredite de justa y legítima la que ha merecido los sufragios y la aprobación de todos... Concluyamos, pues es preciso guardar cuidadosamente la divina tradición, observada por los Apóstoles, seguida también por nosotros y practicada en todas las provincias, a saber: que siempre que se trata de ordenar según ley un obispo, se junten los demás obispos de la misma provincia, los más cercanos en aquella ciudad donde se le va a establecer, y que sea elegido en presencia de todo el pueblo, que sabe de la vida de cada uno, y cual haya sido su anterior conducta. Vemos que vosotros habéis ejecutado esto mismo en la ordenación de nuestro colega Sabino, confiándole el pontificado, e imponiéndole las manos en lugar de Basilides, después de haber precedido los votos de todos los hermanos.» Y San León, epíst. 9, cap. VI: «Teneatur subscriptio clericorum, honoratorum testimonium, ordinis consensus et plebis: qui praefuturus est omnibus, ab omnibus eligatur.» Y el Concilio Toledano, A. can. 19: «Sed neque ille deinceps sacerdos erit, quem nec clerus nec populus propriae civitatis elegerit.»

Habiendo llegado el pueblo a abusar de sus facultades, a conducirse por espíritu de partido en las elecciones de los ministros de la iglesia, y a introducir en ellas la turbación y el desorden, mereció perder su derecho; y variada la disciplina comenzaron las potestades civiles a interponer su autoridad en estos negocios para beneficio común de la iglesia y tranquilidad del Estado. En cuya razón escribe el doctísimo Pedro Soto, Delens. cathol., confes. 1ª, par. cap. LXVII: «Ad legitimam hanc aucthoritatem, non solum ordinationem sive manus impositionem necessariam esse, sed etiam electionem legitimis suffragiis et scrutinio faciendam semper agnovit ecclesia ipsius Christi exemplo qui duodecim elegit, et Apostolorum qui septem diaconos a plebe constituunt eligendos... quae quidem electio longo tempore in ecclesia a clero et populo facta est, cujus rei manifesta sunt testimonia in historis omnibus. Quia tamen hoc ad rationem pertinent policiae et legis humanae quam juxta mores hominun secundum legem eternam et aequitatis rationem, ut Augustinus inquit, mutari oportet, constat mutatum deinde fuisse. Sicut enim, ut ille ait, modestum et gravem populum potestatem habere sibi creandi magistratus, est justissimum; at vero si mutentur mores, et indisciplinatus atque disolutus populus fiat, justissime haec illi aufertur potestas. Sic omnino in ecclesia factum esse constat ut aliter nunc electiones fiant quam olim... De quo nunc non est opus pluribus agere: id tantum constitutum esse sufficiat... nullum esse legitimum ministrum ecclesiae quantumvis accedentibus suffragiis totius populi, etiam principum, et denique quorumcumque aliorum, nisi legitime sit ordinatus ab his qui ab Apostolis derivatem hanc potestatem obtinent.»

Es pues evidente que la elección de obispos y demás ministros del Santuario nunca se consideró como un acto privativo de la autoridad espiritual, inherente por esencia a la iglesia y Sumo Pontificado. Y no lo es menos que los emperadores cristianos y príncipes de la tierra, y nuestros católicos monarcas, pudieron lícita y loablemente desplegar su autoridad soberana y extenderla a todos los puntos indicados en el Ensayo, e interponer su poderío que Dios les ha confiado en varios negocios y asuntos de disciplina exterior de la iglesia, convocar concilios, confirmar decretos sinodales, restaurar las iglesias derruidas, castigar los crímenes contra los sagrados cánones, y en casi todos los negocios temporales y del gobierno exterior de la iglesia. En cuya razón dice el Reverendo Obispo de Ceuta, Apolog. del Trono, cap. I, §. 3: «Nuestros reyes convocaban los concilios o los mandaban convocar. El rey tomaba el primer asiento. El rey exhortaba a los obispos, condes y títulos a que trabajasen en las sesiones en cuanto contribuyese al bien de la iglesia del reino. Al finalizarse los concilios se hacía una exhortación humildísima al rey para que hiciese cumplir cuanto se había acordado a beneficio de la nación, dándole gracias por el cuidado y celo con que atendía al mayor bien de la iglesia.» Sería necesario formar un volumen si me propusiera reunir textos y autoridades en comprobación de esta verdad; yo suplico a los censores tengan la paciencia de recorrer las antiguas epístolas decretales legítimas de los papas, las actas sinódicas de los concilios generales, las constituciones de los emperadores, el código Teodosiano, señaladamente el libro decimosexto, cuyas leyes casi todas son relativas a personas y cosas eclesiásticas, las Novelas de Justiniano, las leyes civiles y conciliares del tiempo de los godos, y de los primeros reyes de León y Castilla, y se convencerán del grande influjo que tuvieron los emperadores y príncipes católicos en materias eclesiásticas, y puntos de disciplina y gobierno exterior de la iglesia.

Esta autoridad no fue usurpada, sino legítima, propia y característica de la soberanía. Los príncipes la ejercieron como hijos de la iglesia, defensores de la religión, protectores de los cánones, patronos de las iglesias, representantes del pueblo, y como un deber de su alto ministerio: ¡cuán bellamente expresó estas ideas San Isidro, lib. 3º, Sentent. De summ. bon., cap. LIII: «Principes seculi non numquam intra ecclesiam potestatis adeptae culmina tenent, ut per eadem potestatem disciplinam ecclesiasticam muniant. Caeterum intra ecclesiam potestates necessariae non essent, nisi ut quod non praevalet sacerdos efficere per doctrinae sermonem, potestas hoc impleat per disciplinae terrorem. Saepe per regnum terrenum, celeste regnum proficit, ut qui intra ecclesiam possiti contra fidem et disciplinam ecclesiae agunt, rigore principum conterantur, ipsamque disciplinam, quam ecclesiae humilitas exercere non prevalet, cervicibus superborum potestas principalis imponat, et ut venerationem mereatur virtutem potestatis impertiat. Cognoscant principes saeculi Deo debere se rationem reddere propter ecclesiam quam a Christo tuendam suscipiunt. Nam sive augeatur pax et disciplina ecclesiae per fideles principes, sive solvatur: ille ab eis rationem exiget, qui eorum potestati suam ecclesiam credidit.»

Concluiré este punto con lo que sobre él dice un español bien conocido y muy versado en la historia de España: Ambrosio de Morales, Crónica general de España, lib. 12, cap. III: «Hemos visto algunas veces, y veremos muchas más de aquí adelante, como los reyes godos ellos solos sin más consulta del Papa mandaban convocar concilios nacionales, juntándose en ellos todos los obispos de su tierra. Entraban también por costumbre y casi por ley en el concilio hasta grandes de la corte y Casa Real, y allí se ordenaba con consejo de ellos lo que convenía para la fe y para todo lo de la religión, Y esto es más de maravillar, viendo como asistían en nombre de estos concilios prelados de grandes letras y santidad, como San Leandro y su hermano San Ildefonso y otros, y que los reyes de aquí adelante ya eran católicos, y no arrianos. También vemos como los reyes ponían y quitaban obispos por sola su voluntad, y por harto livianas causas, sin hacer jamás mención del Papa en cosa ninguna de estas ni otras semejantes.» Y otro varón erudito, piadoso, monje y obispo, D. Fr. Prudencio de Sandoval: Crón. del Emp. Alonso VII, cap. LXV y LXVI, dice así: «Porque en este libro hago relación de muchas escrituras antiguas, por las cuales consta que los reyes de Castilla y León convocaban concilios, que llaman nacionales, que son de los obispos de sus reinos, y los confirmaban y mandaban guardar: y demás de esto ponían obispos en las ciudades: eran señores de muchas iglesias y monasterios, y de los diezmos y derechos de ellas, y lo que más es que los clérigos pagaban los diezmos a los reyes, y los daban los mismos reyes a quienes querían... Me pareció, para satisfacción de los que en esto repararen, poner aquí dos capítulos que traten de esta materia. Veráse por ellos la suprema majestad y grandeza de los reyes de Castilla y León en las cosas de la Iglesia, que a lo que yo entiendo les quedó por haber sido en España, desde que comenzaron a reinar en ella, tan soberanos señores como los emperadores en la primitiva Iglesia lo fueron en el mundo... No quiero en esto fundar algún derecho que los reyes de España pretendan, sólo quiero mostrar el que antiguamente tuvieron, cuando más santos florecían en España, y Nuestro Señor daba muestras de ello.»

De que los reyes arrianos tuviesen poder en las iglesias y ministros de ellas, sin reconocer al Papa como Vicario que es de Cristo y cabeza de la Iglesia, no hay que reparar pues eran herejes que negaban la divinidad de Cristo, y otras cosas que la Iglesia católica verdaderamente confiesa. La duda está en el poder y mano que los Reyes Católicos han tenido en la iglesia de España con pacífica posesión, en haz y paz, como dicen, de los Sumos Pontífices, sin que sepamos dónde tuvo principio, y qué pontífices se la hayan dado, para poder ordenar cosas tocantes a la iglesia, proveer los obispados, congregar concilios, presidir en ellos, dividir las diócesis, gozar los diezmos y otras cosas.»

En la era 607, por mandado del rey Teodomiro, se congregó el primer concilio en la ciudad de Lugo, y por su orden del rey, se hizo esta silla Metropolitana, y se señalaron las parroquias y términos de cada obispado. Era 610 se celebró el segundo concilio de Braga, y dice que por mandado de Miro, rey de los suevos. Y este mismo rey Miro convocó un concilio de todo su reino en Lugo, y en él hizo y señaló las diócesis de los obispados, el cual tiene hoy día la iglesia catedral de Lugo. Era 627 se celebró el concilio III en Toledo... Siendo ajuntados para tratar de la sinceridad y pureza de la fe por mandado del religiosísimo príncipe Recaredo. Y el rey habla como cabeza y propone la causa de haberlos mandado juntar. Famoso es el decreto del santísimo rey Gundemaro, que así lo llama el concilio, que en la era 648 dio sobre el primado de la iglesia de Toledo, en el cual dice palabras notables, y concluye mandando guardar lo estatuido contra los inobedientes.»

«Del rey Wamba dicen todas las historias, y consta del concilio que por su mandado se congregó en Toledo, era 713, que es el XI, como viendo los pleitos y debates que había entre los obispos sobre sus jurisdicciones, mandó leer y ver las que en tiempos antiguos había, y aprobó, reformó y señaló otras, lo cual es tan recibido que no hay duda en ello. Y esta demarcación de obispados es la que hoy día tienen, y la misma que semejante tenía hecha Recesvinto de toda España hasta el río Ródano... En el libro del Becerro de la iglesia catedral de Astorga, en una escritura que dice como el rey don Ramiro mandó congregar en Astorga todos los prelados, obispos y abades y gente bien nacida del reino, que en su presencia del rey fue acordado, que se diesen a la iglesia de Astorga y a su obispo Novidio las iglesias que son en Bregancia, Sanabria, Quiroga y otras partes que allí se señalan, las cuales de derecho antiguo eran suyas, y le habían sido quitadas cuando en la tempestad cruel muchas sillas episcopales; fueron destruidas. Y que después del rey D. Ramiro, su hijo, D. Ordoño confirmó esto, y restauró e instituyó de nuevo otras sillas episcopales, entre las cuales fue una en la ciudad de Simancas, la cual duró sólo su tiempo, porque su hijo D. Ramiro y todos los obispos de él, viendo que Simancas no era lugar decente y seguro para haber en ella esta dignidad, ni tampoco se hallaba que en algunos tiempos hubiese sido decorada con la dignidad episcopal, deshizo este Obispado y restituyó y anejó la iglesia de Simancas a la episcopal de León, de donde primero había sido... El rey D. Sancho el Mayor de Navarra y Castilla, sabemos como cosa muy recibida en todas las historias, los concilios que hizo celebrar, y como la silla episcopal de Navarra, que está en nuestro monasterio de Leyre, la pasó a Pamplona... Y concluye después de otros muchos pasajes que refiere, con esta observación: «Lo que más este hecho es, que muchos de los reyes que esto hacían, eran católicos, cristianísimos, y tenidos por santos, y tales que no se puede presumir que lo hiciesen por malicia ni poder absoluto, principalmente hallándose en estos concilios doctores santísimos, como San Leandro, San Isidoro, San Fulgencio, San Fructuoso y otros muchos obispos y abades de singulares letras y señalada cristiandad.»

Acerca de los diezmos dice en el cap. LXVI: «La mayor parte de las rentas que nuestra religión tiene, son diezmos dados por los de España y caballeros bienhechores, los cuales los daban, y las mismas iglesias para el sustento de los monjes y monasterios; y hacían estas donaciones, no como bienes que ellos tuviesen dados de mano de los Pontífices, ni con bulas o concesiones, sino como bienes heredados de sus mayores, y muchos de ellos comprados. De esto hay tantos instrumentos y cartas de donaciones, que sería inmenso el proceso que de ellos se puede hacer. La razón y causa que comúnmente dan de esto es, que los reyes ganaron la tierra de los moros, y que así los Pontífices les hicieron gracia y donación a ellos y a los caballeros y hidalgos que los ayudaron de todos los diezmos de las iglesias que se fundaron... Pero antes que estas bulas se expidiesen y concediesen a los reyes de Aragón, los legítimos sucesores de los reyes que fueron, antes que España se perdiese, como fueron los de León, Navarra y Condes de Castilla, eran señores de las iglesias, monasterios y diezmos, en la forma que dije. De suerte que no podemos decir que por razón de estas bulas concedidas a los de Aragón, se derivó el mismo derecho a los demás reyes y señores de España... Lo que yo puedo decir en esto, guiándome por los papeles y antigüedades que he visto, que los reyes de España han sido señores de las iglesias, monasterios y diezmos, no sólo por haber ganado la tierra de los moros, pues antes que se perdiese España usaban de este derecho, y después de perdida lo tuvieron en tierras que nunca los moros ganaron, y en otras que cobraron de los moros, antes que los Papas diesen las dichas bulas a los reyes de Aragón.» Luego es cierto por lo menos en sentir de Fr. Prudencio de Sandoval, que todos estos puntos, los cuales son idénticos con los del Ensayo, no se consideraron como materias puramente espirituales, privativas de la autoridad de la iglesia, y colocados fuera del círculo y términos a que se puede extender el poderío supremo de nuestros reyes.

Últimamente, advierto que los censores no reflexionaron que en los citados números yo no trato de dar, ni poner, ni quitar, ni extender arbitrariamente la autoridad de los reyes, ni deprimir la de la iglesia: que no formo un sistema caprichoso, ni examino ni resuelvo cuestiones intrincadas, ni esfuerzo ninguna opinión, ni hago empeño en sostenerla. Solamente trato de una materia de hecho: procuro desempeñar el oficio de historiador: refiero los sucesos según resultan de los documentos que se alegan: aquellos números no contienen más que pruebas históricas y sus resultados, pruebas de que los censores no se hacen cargo ni tratan de eludir su fuerza. En este género de escritos no puede tener lugar la censura teológica ni la severa crítica sino bajo de un sólo aspecto ¿Los documentos que se citan son ciertos? ¿Las consecuencias son legítimas?

Para que V.S.I. se convenza por sí mismo de la exactitud y sinceridad con que he procedido en la extensión de los citados números, y que todo lo que en ellos se contiene no es más que una historia fundada en documentos legítimos, y una colección de hechos incontestables, le suplico tenga la bondad y paciencia de leerlos. Digo, pues, en el núm. 322: «Parece que los doctores que intervinieron en la copilación de este primer libro del Código Alfonsino ignoraron que nuestros reyes de León y Castilla, siguiendo las huellas de sus antepasados, y la práctica constantemente observada en la iglesia y reino gótico, gozaban y ejercían libremente la facultad de erigir y restaurar sillas episcopales, de señalar o fijar sus términos, extenderlos o limitarlos, trasladar las iglesias de un lugar a otro, agregar a esta los bienes de aquella en todo o en parte, juzgar las contiendas de los prelados, y terminar todo género de causa y de litigios sobre agravios, jurisdicción y derecho de propiedades, con tal que se procediese en esto con arreglo a los cánones y disciplina de la iglesia de España. Aquellos jurisconsultos refundieron todos estos derechos en el Papa, y no dejaron a los reyes más que el de negar y suplicar.» Este sumario es una consecuencia evidente de los documentos contenidos en los tres números siguientes, que dicen así: «Pero los monumentos de la historia prueban invenciblemente que nuestros soberanos usaron sin contradicción de aquellas facultades por espacio de algunos siglos. Don Ordoño II sentenció definitivamente el pleito que sobre pertenencia de bienes de las respectivas iglesias traían entre sí Recaredo, obispo de Lugo, y Gundesindo, de Santiago, los cuales acudieron personalmente al rey para que con acuerdo de los de su corte terminase este litigio.5 El mismo soberano después de haber dotado magníficamente la iglesia legionense, señaló y aún extendió sus términos, le agregó varias iglesias de Galicia. Adjitio etiam et in Gallaetia ecclesias dioecesales quas concurrant ed ipsam ecclesiam: y las del condado de Navria y Triacastella, sin embargo de que por antiguo derecho pertenecían al obispo de Lugo: Suggerentes vobis et petitionem facientes ut nostras ecclesias quac in Naviensi comitatu sunt possitae, et vobis ex antiguo jure pontificali sunt subditae censualem tributum ex ipsis ecclesiis Legionensi Ecclesiae concedatis, quam aucthoritate regali inter ceteras ecclesias sensedes pontificales statuere decrevimus, firmato ibi solio regni nostri.6 Don Alonso el Magno tuvo a bien dilatar considerablemente la jurisdicción y términos del obispado de Oviedo, uniendo a esta iglesia la de Palencia: Palentiam item concedimus cum sua dioecesi.7

Asolada la iglesia de Tuy por los normandos, creyó necesario don Alonso V suprimir este obispado y agregar todas sus iglesias, villas, tierras y posesiones a la de Santiago, y así lo proveyó y ejecutó en virtud de sus reales facultades y con acuerdo de los de su corte. Son muy notables las palabras de este religiosísimo príncipe, así como los motivos que alega para hacer esta novedad. «Transactoque multo tempore, cum pontificibus, comitibus atque omnibus magnatis palatio, quorum facta est turba non modica; tractavimus ut ordinaremus per unasquasque sedes episcopos sicut canonica sententia docet. Cum autem vidimus ipsam sedem dirutam, sordibusque contaminatam, et ab episcopali ordine ejectam, necessarium duximus, et bene providimus, ut esset conjuncta apostolicae aulae cujus erat provincia: et sicut providimus ita concedimus.. sicut prius illam obstinuerunt episcopi avorum et parentum nostrorum, sic illam concedimus parti S. Apostoli ut ibi maneat per secula cuncta.»8 Consta igualmente de una escritura otorgada por la infanta doña Elvira a favor de la iglesia lucense, que su hermano el rey don Sancho restableció varias sillas episcopales conforme lo había dado ejecutar su padre el rey don Fernando, a saber, la de Orense: Pro eo quod frater meus rex Dominus Sanctius restaurata sede Auriensi secundum antiquos canones docent, elegimus ibi episcopum Eronium... las de Oca, Sasamon, Braga y Lamego, y otras quae pater meus memoriae dignus rex Dominus Ferdinandus a Sarracenis abstulit et populavit, ut faceret eas esse sedes episcopales sicuti olim fuerant.9 Y don Alonso VII trasladó el obispado de Oca, y quiso que fuese asiento de esta silla pontifical la ciudad de Burgos, y que todos la reconociesen por cabeza de la diócesis de Castilla, y que según los establecidos en los cánones se llamase mater ecclesiarum: Disposui Deo opitulante, in meo corde renovare atque immutare Burgis Aucense episcopatum.10 En fin, el rey don Fernando I de León en el año de 1182 hizo la gran novedad de trasladar la iglesia y silla de Mondoñedo desde Villamayor a la ribera del río Eo, fundando y poblando aquí una villa conocida desde entonces con el nombre de Rivadeo, consultando en todo la comodidad y ventajas de aquella sede episcopal.11 Propter Munduniensem episcopatum, quem ad eam populationem pro ipsius ecclesiae statu meliore sane censeo transmutari.

También nuestros reyes gozaban del derecho de elegir obispos, castigarlos y deponerlos habiendo justos motivos para ello. El rey D. Sancho, llamado el Gordo, depuso del obispado Iriense a Sisnando, le encerró en oscuras cárceles, y sobrogó en su lugar y honor a Rosendo, monje de Celanova. Refieren este suceso los autores de la historia Compostelana, y después de ellos el Cronicón Irense, cuya autoridad es muy respetable tratándose de acaecimientos ocurridos poco más de un siglo antes, de haberse copilado aquella historia, mayormente cuando los que la escribieron hablan en este caso contra sus propias preocupaciones.12 A fines del siglo X, el rey D. Bermudo II arrojó de la silla Iriense a su obispo Pelayo, hijo del conde Rodrigo Velázquez, y le depuso por su descuido y negligencia en cumplir las sagradas obligaciones del oficio pastoral.13 El obispo Iriense Vistuario murió en las prisiones en que fuera puesto por mandado del rey D. Bermudo III, a causa de haber la doctrina de la vida santa con malas costumbres.14 El religioso príncipe D. Alonso VI depuso a los prelados de Braga y Astorga, que ambos tenían el nombre de Pedro, y habían sido electos por el rey D. Sancho: al de Astorga por más culpable le encerró en un monasterio e hizo que se borrase su nombre del catálogo de los prelados asturicenses, como consta de varias escrituras de la iglesia de Astorga. Y en fin, el rey D. Alfonso IX de León condenó al obispo de Oviedo Juan a que saliese desterrado de todo el reino, pena que sufrió por espacio de dos años.15

¿Qué hay de reprensible en esta sencilla relación? ¿No se lee lo mismo con mayor o menor extensión en muchos libros nuestros, escritos por autores sabios y virtuosos, libros vulgares, comunes, y que andan en manos de todos?

Prosiguen los religiosos censores: «En los números 326, 327 y 328 intenta probar que nuestros reyes tenían derecho de nombrar y elegir obispos, explicándose en unos términos que cualquiera, no muy versado en el derecho eclesiástico, que los lea, creerá que para ser obispo de una diócesis no necesita sino el nombramiento, así como para cualquier otro empleo secular: supone además que el rey ejerce estas elecciones por derecho de su regalía, no por concesión de los Concilios.»

Respondo, que cualquiera medianamente instruido en la teología y derecho canónico, sabe que ninguno puede ser obispo sin que precedan los prerrequisitos necesarios por derecho, a saber: elección, confirmación y ordenación o consagración. La primera correspondió y corresponde a la regalía de nuestros reyes: la confirmación en lo antiguo al metropolitano, y por derecho canónico vigente en el día al Papa, y la consagración a los obispos comprovinciales. De la confirmación y consagración de los prelados no se ha tratado en el Ensayo, porque son acciones esencialmente inherentes a la potestad espiritual y totalmente ajenas de la de nuestros reyes. Y yo no puedo en ninguna manera comprender cuál motivo o razón habrá inclinado el juicio de los censores para hacer el comentario de que podrá creer alguno que para ser obispo de una diócesis no se necesita más que el nombramiento del Rey. ¿Quién podrá ignorar que sola la elección o nominación no confiere autoridad espiritual ni imprime carácter? ¿Y que el electo para un obispado no es obispo sino en virtud de la consagración?

He dicho y lo repito que los reyes godos y los de Castilla y de León, en calidad de protectores de la iglesia y de los cánones y como patronos de las iglesias, gozaron de la regalía de nombrar obispos por espacio de setecientos años sin contradicción alguna. Esta es una materia de hecho y asunto, demostrado hasta la evidencia. Se sabe que viviendo San Isidoro ya gozaban los reyes de esta prerrogativa. La reconoce San Braulio en la epístola que escribió a San Isidoro, y es la quinta de la colección publicada en el apéndice III, tom. XXX de la España Sagrada. Habiendo fallecido Eusebio, metropolitano de Tarragona, se empeñó San Braulio con San Isidoro, que se hallaba en la corte, para que sugiriese al rey Sisenando y le inclinase a elegir un cierto sujeto sobresaliente en santidad y doctrina para suceder a Eusebio en la metrópoli de Tarragona. «Et hoc filio tuo, nostro Domino suggeras ut utilem illo loco praeficiat, cujus doctrina et sanctitas ceteris sit vitae forma.»

Es muy notable la respuesta de San Isidoro, contenida en la epístola VI de dicha colección. «Acerca del nombramiento del obispo tarraconense llegué a comprender que el rey no piensa ni se acomoda con lo que me has indicado y pedido: aunque todavía su ánimo no está decidido y se halla fluctuando sin determinarse: «De constituendo autem episcopo Tarraconensi, non eam quam petisti sensi sentientiam regis, sed tamen et ipse adhuc, ubi certius convertat animum illi manet incertum.»

Habiendo muerto en el año de 646 Eugenio, metropolitano de Toledo, determinó el rey Chindasvinto elevar a este honor y constituir en tan gran dignidad a Eugenio, arcediano de la iglesia de Zaragoza. Con este motivo escribió el rey a San Braulio, mandándole que inmediatamente enviase su arcediano Eugenio a Toledo para gobernar esta iglesia. Cuán gran sentimiento haya causado en el ánimo de Braulio la epístola del rey, bien lo demuestran las expresiones de la que dirigió al soberano, haciéndole presente que Eugenio era en Zaragoza como sus pies y sus manos, la necesidad que en esta iglesia había de tan grande hombre, que apartar de sí a Eugenio era apartar una parte de su alma, llora, gime, e interpela al rey para que tenga a bien desistir de este pensamiento. Pero el soberano, firme en su resolución, procura hacerle ver esta era voluntad de Dios, que así lo exigía la justicia y el derecho de la ciudad de Toledo, de donde era natural. Ergo beatissime vir, quia aliud quam quod Deo est placitum non credas me posse facturum, necesse est ut juxta nostram adhortationem hunc Eugenium archidiaconum nostrae cedas ecelesiae sacerdotem. Veánse las epístolas XXXI, XXXII y XXXIII.

En el concilio toledano XII del año de 681, que fue nacional y se celebró «anno primo orthodoxi, atque serenissimi Domini nostri Ervigii Regis» hay una prueba irrefragable de esta regalía de nuestros Soberanos. Haciéndose cargo los obispos que sucedía en varias ocasiones dilatarse la elección de prelados a causa de la ausencia de los reyes, y que a veces era muy difícil notificarles el fallecimiento de los obispos, siguiéndose gravísimos inconvenientes en esperar la libre elección del príncipe, determinaron en el canon VI publicar la siguiente sentencia con las razones que la motivaron: «Illud quoque collatione mutua decernendum nobis occurrit, quod in quibusdam civitatibus decedentibus episcopis propriis, dum differtur diu ordinatio sucessoris non minima creatur et officiorum divinorum offensio et eclesiasticarum rerum nocitura perditio. Nam dum longe lataeque diffuso tractu terrarum commeantur, impeditur celeritas nuntiorum, quo aut non queat regiis auditibus decedentis praesulis transitus innotesci, aut de successore morientis episcopi libera principis electio praestolari, nascitur sepe et nostro ordini de relatione talium difficultas et regiae potestati, dum consultum nostrum pro subrogandis pontificibus sustinet injuriosa necessitas. Unde placuit omnibus pontificibus Hispaniae atque Galliae, ut salvo privilegio uniuscujusque provinciae, licitum maneat deinceps toletano pontifici quoscumque regalis potestas elegerit, et jam dicti toletani episcopi judicium dignos esse probaverit, in quibus libet provinciis in praecedentium sedium praeficere praesules, et decedentibus episcopis eligere successores.» En cuya razón escribe Mariana, Historia de España, lib. 6, cap. XVII: La segunda cosa que hicieron en este concilio fue dar al arzobispo de Toledo autoridad para crear y elegir obispos en todo el reino, cuando el rey, a cuyo cargo por antigua costumbre esto pertenecía, se hallase muy lejos, y que cuando estuviese presente, sin embargo confirmase los que por el rey fuesen nombrados.»

En el Concilio XVI de Toledo, también nacional, hay decreto con este epígrafe: Decretum judicii ab universis editum. Refieren los padres como el rey Egica había nombrado a Félix, arzobispo de Sevilla, para el arzobispado de Toledo, reservando la confirmación al concilio. Dice así: «Quoniam favente Domino concilium est quam citius incohandum secundum praelectionem atque aucthoritatem toties dicti nostri Domini Egicanis Regis, per quam in praeteritis jussit venerabilem fratrem nostrum Felicem Hispalensis sedis episcopum, de praefata sede Toletana jure debito curam ferre nostro eum in postmodum reservans ibidem decreto firmandum, ab id nos cum consensu cleri ac populi &.»

El Ilmo. Covarrubias, considerando estas decisiones y otros varios principios relativos al derecho de patronato, dice en la Part. II, Relect. c. possesor, § 9: «Ex quo infertur catholicos Hispaniarum Reges, etiamsi nullum privilegium a romanis Pontificibus habuerint ad praesentationem episcoporum qui ecclesiis catbedralibus praesint, posse jure optimo ut ecclesiarum patronos jus istud ex praescriptione obtinere; licet ecclesiae quarum patroni sunt, colegiales aut cathedrales existant... Siquidem Hispaniarum Reges patronatus jus obtinent in ecclesiis cathedralibus, cum eas erexerint, construxerint, et amplis patrimoniis dotaverint, quod satis constat ex veteris historiarum monumentis.» Y más adelante: «Caeterum absque ulla controversia Hispaniarum Reges jus et quasi possessionem habent ab eo tempore, cujus initium memoriam hominum excedit eligendi et nominandi eos qui a Romano Pontifice episcopatibus sunt praeficiendi, ita quidem ut nisi a rege nominatus nemo possit his dignitatibus insigni. Hoc vero jus saeclusa praescriptione semoto item Romanorum Pontificum privilegio deducitur a Concilio Toletano XII, can. VI.» Trató largamente y con mucha erudición este punto el señor Menchaca, Controvers. ilust., lib. 1, cap. XXII, núm. 14, donde propone la doctrina del famoso decretalista Alfonso Álvarez Guerrero, uno de los mayores promotores de la autoridad del Sumo Pontífice, y dice: «Quo tempore imperatori fas erat leges facere circa ecclesias et ecclesiasticas personas, et eligere Summum Pontificem, et per hoc praelatos et reliquos ecclesiarum rectores, eodem tempore intelligendum est idem Regi Hispaniarum liberum aut permissum fuisse in regno suo, et ita cantum reperitur in legibus illius regni. Et Alfonsus Guerrerius ubi supra, cap. LXIII, recte contendit, plenum jus patronatus Hispaniarum Regi ac Domino Nostro competere in omnibus ecclesiis quae in provinciis et regnis ditioni et impepio suo objectae sunt, eruntque semper. Quod inquit Rex Hispaniae de jure non recognoscat superiorem, textus est Partit., tit. 5, lib. 18, et primi quidem gothorum Reges Athalaricus, vel secundum alios Alaricus, a quibus Philipus, Rex Hispaniarum et Dominus noster indubitatam trahit originem, ex grata honorii imperatoris concessione Hispanias viriliter aggressi sunt, et vandalos, suevosque debellando ab Hispania eos expulerunt, et in Africam fugere coegerunt... Et tunc postquam Hispanicam monarchiam adepti sunt usque ad tempora nostra regis gothi regnaverunt. Ipsi vero gothorum reges discurrentibus annis construxerunt sacra templa et ecclesias... ex quo jus patronatus in eisdem ecclesiis praesertim cathedralibus acquisiverunt et specialiter sibi reservaverunt. Et tale jus patronatus transit ad filius et nepotes, quorum nomine intelliguntur pronepotes et caeteri descendentes: itaque jus patronatus transit ad haeredes in perpetuum... Sed ad corroborationem meae conclusionis adduco optimum textum in c. cum longe 63 distinct. ubi probatur quod consuetudo antiquata et prisca erat in tota Hispania, quod quando moriebatur aliquis episcopus congregabantur omnes episcopi comprovinciales et obitus episcopi significababur Regi, et Rex eligebat et electio concilio episcoporum intimabatur, ut ab eo comprobaretur; sed quia hoc erat valde difficile et onerosum, cum propter longitudinem itineris cito non possent episcopi congregari, statutum est in concilio toletano, ut toletanus archiepiscopus vicem omnium episcoporum suppleret, scilicet ut obitum episcopi regi nuntiaret, et electionem factam a rege comprobaret et confirmaret, et electum consecraret.»

Repite la misma doctrina y la amplifica en el lib. 2, cap. LI, desde el núm. 37: «Expeditum, fixum atque indubitatum haberi potentissimo Hispaniarum Regi et Domino Nostro, etiam hodie integrum salvumque esse jus et facultatem conferendi omnes archiepiscopatus, episcopatus, praebendas, dignitates, personatus, rectorias, beneficiaque omnia ecclesiasticis personis per universam Hispaniam, non secus quam olim: neque id jus ulla ex parte praescriptionis, consuetudinis vel alia quavis ratione aut occassione immutatum, debilitatum, aut deminutum videri, non magis quam olim foret ac fuisse. Nam cum sit non minius vera quam receptissima omnium sententia, Hispaniarum Regem ac regnum nullum in temporalibus superiorem recognoscere, cumque Hispaniarum Rex ex receptissima omnium sententia habeat legitimum jus patronatus in omnibus Hispaniarum ecclesiis, eo quod eam provinciam, eripuit liberabitque a manu infidelium, quae causa ex mente doctorum communiter longe justior est quam causa ecclesiae dotationis, consequens fit ut id jus patronatus semel sibi competens per temporis aut priescriptionis interventum perire non potuerit aut nulla ex parte enervari: quandoquidem praescriptionum inventum et civilissimum esse, et sic inter exteros principes, reges, imperatores, populos aut cives locum non habere.»

«Ad perfectam hujus rei cognitionem praefari oportet non esse solum aut simplex jus patronatus id quod habent Hispaniarum Reges in talium beneficiorum coIlatione seu nominatione, nec ex sola juris canonici concessione sed potissimum ex ipsomet jure regali et sic ex jure naturali: cum enim regna et principatus fuerint jure naturali vel gentium etiam primaevo creati ad meram civium utilitatem: cumque homines a suis negotiis et provinciis avocari longius peregreque proficisci, peragrare et peregrinari noxium vehementer sit, superest ut ad regale officium, munus et tuitionem pertinere intelligatur, prospicere ac efficere ne subditi talem in commoditatem patiantur, per quam negotiorum suorum causa peregre a regione sua, liberis, uxoribus, domibus, negotiisque suis domesticis desertis proficisci cogantur. Id quod eveniret si ab Hispania ad Romam usque urbem penetrare passim cogerentur, beneficiorum, dignitatum, episcopatuum, archiepiscopatuumve causa, aut litium forte occasione; et cum talem incommoditatem homines pati adversetur naturali rationi et juri naturali, neque per leges positivas, civiles aut canonicas id induci posset, neque per consuetudines quae magis viderentur et justius dicerentur morum, corruptelae quam mores praescripti... Sic ergo et in specie nostra, et si per annos millenos Hispani pro his rebus vel istarum rerum causa, de quibus mentionem. habuimus, Romam addire evacti esemus, vel forte sponte aut quod certius est stultitia, aut rusticitate, numquam fieret jus aut bonum aut aequum quod in postremum idem facere teneremur.» Ninguno de estos eruditos escritores, ni otros que discurrieron como ellos, jamás han pensado en deprimir la autoridad legítima del Sumo Pontífice, ni la que esencialmente compete a la iglesia; nunca fueron acusados de herejía aun por los críticos más severos, y sus obras hace casi tres siglos que andan en manos de todos, y corren con la reputación y aplauso que justamente merecen.

Los citados núms. 326, 327 y 328 no contienen sino documentos y pasajes históricos de la misma naturaleza que los precedentes y pruebas de hecho. Hubiera sido oportuno que los censores hubieran manejado su profunda erudición para demostrar que los citados documentos son falsos, o que los Monarcas españoles abusaron de su autoridad, usurpando la que esencialmente compete al Papa y a la iglesia. En el núm. 328 se establece la época de las elecciones canónicas, practicadas por los cabildos de las respectivas iglesias con acuerdo y licencia del Rey, práctica que duró muchos años, y a que se refiere la ley 18, tit. V, partid. 1ª, que dice: «Antigua costumbre fue de España, et dura todavía, que quando fina el obispo de algunt lugar, que lo facen saber los canónigos al Rey, por sus compañeros de la iglesia con carta del dean et del cabildo de como es finado su prelado, et quel piden merced quel plega que puedan facer su elección desembargadamiente.» Dio principio a esta novedad de la disciplina la religiosidad y buena intención de los reyes, los cuales considerando la importancia de las buenas elecciones, y deseando siempre el aderto, las confiaron muchas veces a los concilios de la respectiva provincia, y también a los cabildos de las catedrales, según parece de los documentos que en dicho número se copian. Esta doctrina se halla consignada en los libros más comunes de disciplina eclesiástica, como en el de Alejo Peliccia, lib. 1, sect. 2ª, cap. IX, § 2, en que dice: «In Hispania reges episcopos etiam eligebant saeculo VII. In Anglia ab XI, jus illud regi fuit. Quod equidem jus qundoque ab ipsis regibus cathedralis ecclesiae capitulis, traditum fuit, praesertim circa XII et XIII saeculum in Galliis quod et in aliis deinde obtinuit ecclesiis.»

En 329 es también puramente histórico, y abraza hechos y pruebas de como los papas ya desde principio del siglo XII comenzaron a desplegar en España su autoridad sobre todos aquellos puntos de disciplina. Y lo que añaden los censores que «estas noticias son idénticas a las contenidas en la famosa constitución civil del clero de Francia, condenada por S.S.»: respondo, que el Sumo Pontífice cuando condenó aquella constitución, no pudo ser su ánimo reprobar los hechos verdaderos, ni las proposiciones ciertas, ni las opiniones sostenidas por autores católicos que puede haber en dicha constitución. La prohibición de una obra no prueba que todas las proposiciones en ella contenidas son censurables y dignas de proscribirse. Num quidnam, decía el P. Gelasio, in ipsorum haereticorum libris non multa quae ad veritatem pertineant, posita releguntur? Num quidnan ideo veritas refutanda est, quia corum libri ubi pravitas est, refutantur? Era necesario que los censores mostrasen que las doctrinas del Ensayo son idénticas con las que motivaron aquella proscripción. El Sumo Pontífice condenó la Carta constitucional del clero de Francia por haberse hecho sin autoridad legítima; la condenó porque en ella se abate y destruye la jurisdicción y potestad esencial del Sumo Pontificado y de la iglesia; y en fin, porque es un trastorno de toda la disciplina autorizada hace siglos por la costumbre, por el derecho canónico, y últimamente por el Santo Concilio de Trento. En el Ensayo no se establece constitución, ni se propone algún sistema, ni lo forma, ni se trata de la actual disciplina, sino de la antigua, y no de restablecerla sino de historiarla. En suma, todo se reduce a hechos; los mismos que con mayor o menos extensión se leen en Fr. Prudencio de Sandoval, Mitros. Florez y Risco, Masdeu y otros historiadores. ¿Pues qué razones habrán movido a los censores, en qué se fundan para pronunciar contra el Ensayo tan rigurosa sentencia?

Ya lo dicen los eruditos censores después de las precedentes reconvenciones sobre las noticias contenidas en los mencionados números. «Nosotros nos apropiamos con mucho gusto la censura que dio de ellos el actual dignísimo Obispo de Zamora en su discurso sobre la Confirmación de los Obispos, página 59, donde dice: ello es que el sistema que nos presenta este escrito, el señor Marina ataca toda la potestad de la iglesia y del Jefe Supremo de ella, y la coloca en los reyes, y es el sistema de Marsilio de Padua, de su discípulo Juan Wiclef, de los protestantes y jansenistas, que son los corifeos de este funesto espíritu de realismo eclesiástico, el cual exaltado con la liga del filosofismo abortó en el último siglo la secta de los conspirantes contra la Iglesia de Jesucristo, y contra los tronos de los reyes, que han sido las primeras víctimas de tan detestable doctrina.»

He aquí el único fundamento en que estriba el terrible fallo de mis juzgadores: la opinión y la autoridad de un escritor particular, y de un escritor que trabajaba su obra entre las agitaciones y violentos torbellinos que tanto conturbaron a Cádiz en el año de 1812, y lo que es más notable, de un escritor anónimo, el cual procuró muy bien ocultar su nombre, y no tuvo por conveniente estamparlo en la portada de la obra. De mí puedo asegurar, que después de haber examinado su contenido, algunas doctrinas y opiniones, conexión de materias, lógica, estilo, lenguaje y expresiones, nunca he creído que pudiera ser parto de un canonista tan bien conceptuado como el doctor Inguanzo, hoy dignísimo obispo de Zamora. La ley en el año de 1813 a instancia de algunos apreciadores del Ensayo, que me la regalaron instándome a que respondiese a su impugnación con la gravedad y solidez propia del asunto. Y si bien el decoro personal y la injuria recibida, la justicia de la causa, la importancia de la materia, la riqueza del argumento y la libertad de escribir impelían poderosamente a la defensa, y el concurso de todos estas circunstancias era favorable a la empresa, con todo eso me pareció sería perder el tiempo empeñarme en convencer con nuevos ejemplos y argumentos a un anónimo, el en quien ninguna mella habían hecho los del Ensayo; así que dejando al público ilustrado el juicio de aquella impugnación, me abstuve de ulteriores investigaciones y procedimientos.

Porque el anónimo mezcla las verdades con los errores, y no ha procurado deslindar los términos de la potestad esencial del sacerdocio y del imperio: confunde los puntos opinables con los ciertos, los de disciplina con los dogmas, las doctrinas sanas con las hereticales, las máximas del Ensayo con las de Marsilio Padua, Wiclef y los protestantes, tan diferentes y opuestos entre sí como la luz y las tinieblas. ¿Quién ignora el sistema, errores y máximas perniciosas de estos heresiarcas? Las copiaré según las publicó Natal Alejandro: Histor. Eccles. Saeculi. XIII et XIV, cap. III, art. 13: y el mismo anónimo en la pág. 146 de su obra: «Hos errores homines impii propugnarunt. I, Christum Dominum, quando solvit tributum Caesari, id ex necessitate et obligatione non ex pietate fecisse: quod res ejus temporalis imperatori subessent: ex quo inferabant, res ecclesiae temporales ita imperatori subjectas esse, ut velut suas pro libito repetere illas possit. II. Christum in coelos ascendentem nullum in ecclesia visibile caput constituisse, nullum vicarium reliquisse. Nec S. Petrum plus aucthoritatis quam Apostolos reliquos accepisse. III. Ad Imperatorem spectare pontifices instituere, deturbare ac punire. IV. Imperatorem succedere Pontifici et Ecclesiam sede vacante regere posse V. Sacerdotes omnes, sive Pontifices, sive Episcopos, sive simplices Presbiteros, ex institutione Christi esse aequalis aucthoritatis et jurisdictionis. Quod autem unus ampliorem alio potestatem habeat, id imperatori acceptum ferre, qui ut liberaliter concedit ita revocare prolibito potes.»

Dice al mismo propósito el concilio citado por el anónimo: «Post hos autem ignaros homines, suresit Marsilius Patavirius, cuyus Pestilens liber, quod Defensorium pacis nuncupatar, in christiani populi perniciem, procurantibus, Lutheranis, nuper escussus est: is hostilitea Ecclesiam insectatus, et terrenis principibus impie apludens, omnem praelatis adimit exteriorem jurisdictionem, ea duntaxat excepta quam secularis largitus fuerit magistratus. Omnes etiam sacerdotes, sive simplex sacerdos fuerit, sive Episcopus, aut etiam Papa, aequalis ex christi insititutione asseruit esse aucthoritatis: quodque alius plus alio aucthoritate praestet, id ex gratuita laici Principis concessione vult provenire, quod pro sua voluntate possit renovare.» Añade el anónimo esta reflexión en la pág. 141, núm. 37: «Esta fue la máxima política de todos los protestantes, y antes de estos de los Wiclefistas, que uno y otros reprodujeron los errores de Marsilio de Padua, quien después de hacer iguales en autoridad al Papa y a cualquier simple sacerdote, y de enseñar que ni el Papa ni ningún prelado tenía en la iglesia autoridad superior a los demás, sino en cuanto el príncipe secular se la diese, añadía también que ni el Papa ni toda la iglesia junta podía castigar a nadie sino por autoridad derivada del príncipe.» Está pues visto que estas doctrinas y otras derivadas de ellas y que se pueden leer en los historiadores, se encaminan a formar un sistema destructor de toda la jerarquía eclesiástica, y de la suprema potestad espiritual que por esencia compete al Sumo Pontífice y a la iglesia.

En el Ensayo de ninguna manera se deprime, antes se respeta, confiesa y reconoce esta suprema y universal autoridad espiritual, divina en su origen, perpetua, invariable; y solamente se trata de las alteraciones que en diferentes épocas la disciplina y gobierno exterior ha sufrido respecto de muchos puntos, y del influjo que en ellos tuvieron nuestros reyes, en calidad de defensores de la religión, protectores de los cánones y promotores del orden, paz y tranquilidad del estado. «Los hechos y las prácticas, dice el anónimo, pág. 3, por legítimas y autorizadas que sean, se destruyen por otras contrarias y desaparecen como el humo. Las reglas de disciplina, las instituciones gubernativas en lo eclesiástico como en lo civil siguen las condiciones humanas. Se cambian, se atemperan y se varían enteramente según conviene a los tiempos y a las circunstancias. Las cuestiones suscitadas sobre estos puntos deben decidirse y combinarse, como dice el mismo, con los hechos históricos, si se ha de examinar la materia en su fondo y como debe ser examinada.» Persuadido de esta máxima, que es un axioma, he procurado reunir las prácticas observadas según resulta de hechos y monumentos auténticos consignados en la historia y disciplina eclesiástica. ¿Y qué es lo que responde el anónimo, a estos hechos? ¿De qué modo combina su crítica con aquellos monumentos?

Estoy muy distante, y jamás he pensado en constituirme juez del anónimo, ni en zaherir, ofender ni insultar a ningún escritor, que aprovechando el ingenio, luces y talentos que Dios ha dado, procura ser útil al público. Venero y respeto, no solamente a los muy doctos y sabios, sino también a los medianos y a cualquiera que se esfuerza en propagar la luz y la verdad. Aprecio la modestia, la circunspección, la gravedad, y aborrezco las personalidades. Así que no haré más que exponer la respuesta del anónimo. Los eruditos censores que saben apreciar el mérito de la historia, que conocen los principios en que ella se funda, y las prendas que hacen recomendable a un historiador, formarán el juicio que se merece, y si es digna del docto canonista a quien se atribuye.

Después de haber honrado al abate Masdeu y al autor del Ensayo en la pág. 59 con la calificación de que su saber es frívolo y superficial, y que no entienden siquiera el significado de las voces Regalías, dice en la pág. 65: «Desengáñese el señor Marina y el señor Masdeu, y todos sus copiantes, que las preocupaciones en esta materia no están sino en sus cabezas, y que aquella potestad que los sabios jurisconsultos de las Partidas confesaron a los papas, la tienen estos desde San Pedro acá y la tendrán hasta el fin del mundo, y que no la han tenido jamás, ni son capaces de tenerla ninguno de cuantos soberanos ha habido en España y fuera de ella, ni de los que hay al presente ni puede haber en adelante, do quiera que se profese la religión del Evangelio.»

Y al cabo, ¿cuáles son los fundamentos en que nuestros críticos afianzan sus aserciones? ¿cuáles son las fuentes claras donde ellos beben las aguas puras de su peregrina doctrina? Ya lo he apuntado: se reduce a ciertas expresiones arrastradas de algunas cartas o fragmentos históricos de los tiempos que ellos mismos no dejan de llamar oscuros y bárbaros, los cuales, al parecer, significan que nuestros reyes erigían y restauraban sillas episcopales trasladaban, daban o quitaban, etc. Prescindo ahora, y doy de barato la autoridad de tales instrumentos o copias dadas a luz por algún curioso, que tienen mucho que ver y examinar antes que puedan servir de texto para fallar, ni sobre una manzana, cuanto mas sobre puntos de esta naturaleza. Pues sabemos que en aquellos tiempos, los más rudos e incultos que se conocen, en los cual mal apenas teníamos idioma, se cuidaba muy poco de la exactitud y propiedad de las locuciones, o corrían a la buena fe: cosa que aun en otros mejores acontecía a veces, como cuando se decía que el rey confirmaba un concilio, que todo el mundo sabe lo que quiere decir, y que no dice lo que suena.

Ciertamente que si nos trasladamos con el espíritu a los siglos siguientes a la invasión sarracénica, es menester carecer de toda sindéresis para fundar en hechos ni en dichos de aquellos tiempos, ni en el modo de expresarlos, reglas algunas ni atributos de autoridad. De aquí concluye en la pág. 62: «Así que si algunos cuerpos legales antiguos o modernos, y los cartapacios de la Academia de la Historia, y si todos los que existen en todos los archivos y bibliotecas de la nación, privilegios, cartas y diplomas dijeren que a los soberanos de España pertenecen tales derechos, yo digo que no saben lo que dicen, o que los que los leen no saben lo que leen, que tengo por lo más cierto; así como lo tengo que las leyes de Partida y los jurisconsultos que las trabajaron, y don Alonso el Sabio y más soberanos que dijeron lo contrario, y lo que regía por la disciplina canónica, entendían más de ella y de la historia de España que los que hoy les tachan de ignorantes, y que son monumentos y testimonios más autorizados y seguros que tres o cuatro pergaminos de algún rincón, cuya autenticidad está por examinar, y cuyos originales y copias, verdaderos o falsos, fieles o infieles, rara vez dejan de tener grandes vicios.

Reservo a la fina crítica de los censores formar el debido juicio y decidir sobre el mérito de esta respuesta, y si es digna de tal nombre. Porque a la verdad, el anónimo más bien trata de eludir la fuerza de los argumentos que de contestar a ellos de un modo satisfactorio; más de ofuscar y oscurecer las expresiones y los hechos que de esclarecerlos; y lo que es casi increíble e inaudito, sospechar de los documentos citados por Masdeu y el autor del Ensayo: sembrar dudas sobre su legitimidad, despreciarlos con los dictados de pergaminos de algún rincón, expresiones arrastradas de algunas cartas o fragmentos de los tiempos bárbaros. ¿Merecen esta calificación las obras de San Isidoro, San Braulio, los cánones de los concilios toledanos, los sínodos celebrados en la edad Media, la historia Compostelana, las cartas reales, los innumerables privilegios otorgados en la misma época a iglesias y monasterios? ¿El anónimo no funda varias de sus aserciones en instrumentos de la propia clase? ¿No se conservan originales y se custodian como un tesoro en los archivos de las catedrales, casas religiosas y de particulares? ¿No hicieron un señalado servicio al Rey y a la patria los insignes varones que consagraron su vida a viajar y reconocer aquellos archivos, ya por amor especial a los progresos de la literatura, ya por encargo del gobierno, y dar al publico colecciones más o menos copiosas de aquellos documentos? Garibay, Morales, Zurita, Sandoval, Pellicer, Berganza, Salazar, Velázquez Burriel, Escalona, Flórez, Rifeo, con otros muchos que se ocuparon con inteligencia en tan importante trabajo, ¿qué dijeran de la crítica de nuestro anónimo? Hubieran dicho en dos palabras, que echaba por tierra los títulos de pertenencia y el derecho de propiedad, y que destruía los cimientos en que estriba la historia del tiempo medio, así la eclesiástica como la civil.

No es justo detenernos en continuar las observaciones sobre materia tan clara: sólo haré aquí otra reflexión acerca de lo que el anónimo añade relativamente a aquellas pruebas y documentos. Dice así en la pág. 66, núm. 68: «Si valen tales argumentos, nada es más demostrable como el que los mismos reyes ordenaban o consagraban los obispos, según es de ver por los documentos mismos que alega el autor del Ensayo. Censeri cum in loco ejus Episcopum ordinavimus: dice o se hace decir a don Alonso III en un privilegio de la iglesia de Orense. Ego Salomon... ordi natus sum Episcopus in ea sede a principe Domino nostro Ranimiro, dice otro de la iglesia de Astorga del siglo X. En otro de don Fernando I se dice con relación a sus padres don Sancho y su mujer: Mox ab eis eligitur, et ordinatur Bernardus Episcopus, vir valde nobilis, et religiosus. Por muerte del cual, añade, ordenaron también a su sucesor: Cum Bernardus deffunctus Episcopus et Mirus Episcopus a nobis ibi esset ordinatus. Ya pueden nuestros políticos llevar las regalías hasta la misma potestad de orden; y en verdad que en las fuentes en que ellos beben, nada se lee más claro y cristalino que estas atribuciones. ¿Cómo es que aquí se desentienden y lo pasan por alto, y después meten tanta bulla por otras expresiones que están dentro de la misma línea y menos terminantes?

El resultado de este razonamiento es, que se deben proscribir aquellos arrinconados pergaminos, siendo claro y cristalino que atribuyen a los príncipes seculares la potestad espiritual esencialmente inherente al obispado. ¿Qué diremos? Que el anónimo, poco versado en las antigüedades eclesiásticas y en el manejo de los documentos antiguos, no entendió la fuerza y energía de las voces. Es bien sabido que las palabras ordinare, ordinatio, ordinavit, tenían comúnmente la misma significación que eligere, instituere, según advirtieron algunos anticuarios respeto de otros muchos documentos de la misma clase; y así la nominación y elección de los obispos se expresaba con la palabra ordenación, de la cual también previno Ducange en su Glosario, que equivalía a las de institución, exaltación, elección: ordinatio, inauguratio qua quis in Regem aliamve dignitatem ordinatur, seu sublimatur. De cuya significación todavía conserva nuestra lengua algunos rastros en las palabras, ordenar, órdenes, ordenamientos; esto es mandar, disponer, decretar, estatuir, y mandatos, estatutos, decretos.

No era, pues, la ordenación de los obispos en cuanto emanaba del rey más que la designación al obispado, o como se dice en algunas antiguas fórmulas, Decretum de ordenatione Episcopi, sin el cual no se podía proceder a la consagración. Este es el sentido de lo que San Gregorio escribía al Emperador Mauricio, lib. 6, Epist. 6, con motivo de haber elevado este príncipe a un tal Ciríaco, a la silla de Constantinopla.

«Non enim parvae potuit esse mercedis quod Joanne sanctae memoriae de ac luce subtracto, ad ordinandum sacerdotem, pietatis vestra diu hesitavit, tempus paulo longius distulit... Unde et aptum valde in pastorali regimine fratrum et consacerdotem meum Ciriacum existimo, quem ed eumdem ordinem pietatis vestrae consilia longa genuerunt.» ¿Es creíble que el R. Obispo de Zamora, versadísimo en las antigüedades, eclesiásticas, hubiese tropezado en este camino tan llano y tan trillado por los canonistas eruditos?

Empero, sea el que se quiera el autor de la Confirmación de los Obispos, es cierto que él, por una especie de candor, confiesa llanamente que se ha excedido; reprende la mordacidad de sus expresiones, modera tan severa sentencia y pide perdón, diciendo en la pág. 69, núm. 71: «Estoy muy lejos de pensar que tales ideas entren en el espíritu de los ilustres escritores a quienes impugno... Perdónenme si también me excedo, porque escribo esto en medio del torrente revolucionario.» De que se sigue que la intención del autor de la Confirmación de los Obispos solo fue impugnar las opiniones del Ensayo, como opuestas a las suyas, pero no proscribirlas ni calificarlas de erróneas ni de heréticas.

Últimamente, pongo término a estas investigaciones con la siguiente observación: El Ensayo histórico se escribió por los años de 1805 y 1806, y en cumplimiento de lo que dispone la ley 41, tit. XVI, lib. VII, Novis. Recopil., se presentó al juzgado de imprentas para obtener facultad de imprimirlo. Habiendo sufrido el examen de los dos censores regio y eclesiástico, que previene la ley, fue aprobada la obra y aun elogiada; y con las licencias necesarias, en el año de 1807 se dio principio a la impresión, la cual no se pudo concluir hasta bien entrado el de 1808. Aunque la situación y circunstancias políticas de España eran poco, favorables a las empresas literarias, sin embargo, la obra se propagó rápidamente por las provincias del reino, y aun por los países extranjeros; y los literatos más instruídos la han apreciado y reconocido su mérito; y no sé que en los diez años que han pasado desde su publicación hubiese alguno que la haya considerado digna de censura teológica, ni como irreligiosa ni anticatólica. ¿Qué más diré, si no que el R. Obispo de Ceuta, celosísimo defensor del altar y del trono, y que se propuso refutar todos los autores, papeles y libros relativos a este objeto, comprensivos de ideas y doctrinas peligrosas y opuestas a la religión y sana moral, en la Apología del Trono, cap, V, pág. 103, cita el Ensayo, y su autor en confirmación de su argumento, sin decir cosa alguna en contrario contra esta obra en la suya?

Espero, pues, que los censores, igualmente doctos y eruditos, que ingenuos y sinceros, apreciando estas observaciones, desistirán del empeño de promover la proscripción de la Teoría de las Cortes, y cambiarán de dictamen acerca del Ensayo sobre la legislación. Y que V.S.I., tomada la providencia de mandar recoger los ejemplares de la Teoría, absolverá esta obra de la condenación, y permitirá que la del Ensayo corra libremente como hasta aquí, sin nota ni corrección. Esto es lo que me ha parecido decir en defensa de aquellas obras: que firmo en Madrid a 23 de diciembre de 1818.

FRANCISCO MARTÍNEZ MARINA.





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