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Defensa e ilustración de la «Segunda Parte» (1637) de Calderón de la Barca1

Santiago Fernández Mosquera


Universidade de Santiago de Compostela



El vendaval semiológico que sacudió la investigación literaria en la segunda mitad del siglo pasado supuso, para los estudios sobre el teatro del Siglo de Oro, la ruptura casi violenta con los presupuestos decimonónicos en los que primaba la recepción de la comedia como texto dramático en vez de entenderla como texto para la representación. Fue el momento en que, amparados por la vindicación del escenario, se privó a la literatura dramática del sustantivo y se convirtió el adjetivo en núcleo del sintagma, llegando, en los casos más extremos, a liberar lo dramático de todo lo que oliese a literario y al teatro del propio texto. El remanso que supuso la crítica más sagaz y menos extremada acabó por asentar -con terminología diversa- la diferencia entre texto literario y texto espectacular que pervive de manera explícita o implícita en todos los estudios contemporáneos sobre la comedia.

No obstante, permanece en la actualidad un vago desprecio por las consideraciones decimonónicas del teatro o por aquellas interpretaciones que no sitúan lo espectacular en un primerísimo plano del estudio teatral. Y esa generalización es injusta en la medida que no aprovecha lo mejor de nuestro pasado erudito y se fija preferentemente en los desaciertos más llamativos de quienes se olvidaron, aparentemente, de la representación espectacular de los textos que editaban o leían.

Esto, con todo, no siempre es así ya que, por ejemplo, el modelo editorial de Hartzenbusch para Calderón implica un desmedido afán por enriquecer con acotaciones los textos del escritor, casi siempre ajenos a la tradición didascálica del propio siglo XVII. Sea por su calidad de dramaturgo, sea por su afán de mostrar un texto con las virtualidades de lo espectacular, no se puede negar en Hartzenbusch, por ejemplo, que la atención a la puesta en escena fuera constante. Se podrá argumentar que el erudito y dramaturgo aplicaba los valores románticos y realistas a la representación que en sí misma no los tenía, pero él editaba para sus contemporáneos, para unos lectores que entendían de esta manera el teatro -no sólo el clásico sino también el coetáneo- y que, en sus parámetros, este editor ofrecía realmente el más rico texto espectacular que nunca se había propuesto para Calderón.

Aceptemos, con todo, que el reduccionismo del carácter espectacular de los textos dramáticos áureos fue un proceso que se inició ya en el siglo XVIII y que tuvo su culminación en los primeros años del XX. Contra esta limitación arremetieron los semióticos, como se ha dicho, y antes, desde la perspectiva de la creación, los escritores menos tradicionales.

Pero frente a este estado de cosas en las que lo espectacular, en el mejor de los casos, tiene un estatuto equivalente a lo textual, cabría volver la vista al teatro en tanto literatura dramática, en tanto texto literario, porque es el texto lo que permanece y el que nos permite hoy poder hablar de Calderón y no el imposible recuerdo de la «Fiesta que se celebró en honor a sus Majestades el día...». Y ese texto perdura gracias a una tradición textual que se ha de poner de relieve, como por fortuna se está haciendo últimamente. Así lo afirma Alan K. Paterson, con palmaria contundencia:

La pérdida del objeto crítico en su estado transitorio, sea en los corrales de comedias, sea en la fiesta del Corpus Christi, sea dondequiera y cuandoquiera, es un dato básico. Si queremos restaurar el texto como teatro, contemplaremos el vacío. No hay lugar a dudas. La interpretación de la comedia parte del libro. El libro condiciona nuestra idea del teatro. La pérdida de la experiencia teatral no dejó de pasar desapercibida.


(Paterson, 2001:18)2                


No obstante, la contaminación semiótica influye también en el proceso de recuperar un texto -proceso que podría quedar en el ámbito estrictamente ecdótico- y se convierte en mucho más, ya que pretende restaurar no sólo una fuente literaria, sino la reconstrucción de un texto espectacular cuando éste no está claramente embebido en el primero. Y ello produce una diferente valoración de los testimonios examinados. En ese sentido, los manuscritos que han pasado por manos de los autores de comedias se revalorizan no tanto por la fidelidad al texto original del poeta, sino porque contienen «preciosas» indicaciones sobre la puesta en escena de la comedia concreta. Y por ese camino se llega al menosprecio de los textos impresos, porque en pocas ocasiones -o al menos no primordialmente- los impresos servían para la representación, por no hablar de la anecdótica minusvaloración de los propios autógrafos de los poetas.

La intención de estas páginas es mostrar el valor inicial de los textos impresos como tales y en sí mismos frente al desprecio que hayan podido sufrir últimamente, sobre todo los referidos a Calderón. De hecho, a los impresos calderonianos debemos exclusivamente la conservación de buena parte de su obra. Así lo resume claramente quien mejor lo ha estudiado:

de las 122 comedias (de Calderón) que con autoría exclusiva o en colaboración hoy podemos leer, sólo dos han sido recuperadas únicamente en manuscritos, por el contrario, suman hasta 37 las que cuentan con impresos como únicos testimonios para elaborar las ediciones críticas, y 14 las que los tienen posteriores a 1700, con escasas posibilidades de que contengan lecturas pertinentes.


(Vega, 2002c:15-16)                


Detrás de todo ese éxito editorial se esconde una estrategia comercial despiadada por parte de los impresores que optaron por la difusión y atribución de obras a los ingenios más atractivos. Ciertamente, en ese proceso se busca la cantidad y no la calidad del texto, ni siquiera la calidad material del impreso, de ahí la proliferación de sueltas en vez de partes, es decir, pliegos en vez de libros. Pero precisamente por tratarse de un fenómeno comercial de masas, habrá que hallar una explicación literaria a un fenómeno sociológico, porque sociológicamente la mala calidad de los impresos también escondía la ruina de los textos y de ahí media un paso a la baja consideración cultural que sufrió la comedia avanzado el siglo XIX y XX3.

Pero dicho éxito se debe a razones literarias y esas causas literarias se asientan en una consideración libresca de la comedia y no escénica. Un párrafo de Germán Vega ilustra magistralmente cuáles son las razones literarias de tal triunfo:

Y es que a las comedias les sienta bien como objeto de lectura esa libertad con que la fórmula española ha interpretado las coordenadas espaciales y temporales. La contextualización por parte del lector no requiere visualizar unos decorados o unos efectos escénicos. La rica información al respecto que poseen los versos -llámese decoración verbal o como se quiera- facilita la lectura. La escasez de didascalias explícitas, lejos de ser una rémora para la comprensión de las situaciones permite una lectura más fluida. A esto se añaden los primores poéticos, formalizados en figuras retóricas tan elaboradas y brillantes como las de don Pedro.


(Vega, 2002c:23)                


Por lo tanto, la mejor prueba de la interpretación del texto dramático como literatura teatral no escénica es la cantidad de lectores que tuvo entre finales del XVII hasta principios del XX. Y ello podría llegar a explicar la poca presencia de otros géneros durante esos años, especialmente la prosa de ficción.

En efecto, gracias a la aparente pérdida de los valores del texto espectacular, la comedia mantuvo un éxito ininterrumpido entre el siglo XVII y el XX, si bien en diferentes niveles sociales y culturales; y tal vez quizá también por esta causa cayó en el desprestigio culto que aun asoma en la primera mitad del siglo pasado cuando, de manera bien ilustrativa, Valle-Inclán se mofa de las comedias de don Pedro Calderón4. Si esto es así, la importancia del teatro impreso es capital no sólo para la conservación de los testimonios de muchísimas obras, sino para la historia de la recepción de los textos dramáticos en la cultura española, una recepción que sólo hace relativamente pocos años se ha intentado cambiar.

Y los poetas, ¿adivinaron que el gran futuro de sus obras estaría en la lectura de sus textos más que en la representación de sus comedias? Tal vez Calderón, al final de sus días, empezaba ya a notar esta circunstancia; y esto sin tener en cuenta los largos períodos de ausencia de representaciones -y ciertamente también de impresiones- que sin duda se aliviaban con las lecturas más íntimas de los mejores aficionados. Por los mismos años en que Calderón preparaba sus partes, imprimía las suyas Juan Pérez de Montalbán quien, en su Prólogo de la Parte I (1635), afirmaba que «el tablado no es sitio seguro» para la exacta interpretación de sus textos. Ya no se trata, en este caso, de obras destinadas a ser literatura dramática y a ser impresas únicamente, como una buena porción del teatro español del siglo XVI, sino piezas que son impresas tras ser representadas. Nos lo recordaba Victor Dixon (1985)5 y de nuevo lo hace ahora Germán Vega (2003) en su magnífico capítulo de «La transmisión del teatro en el siglo XVII».

Se repite con justeza, pero con pesada reiteración, que los autores de nuestro Siglo de Oro escribían para las tablas, no para la lectura o las imprentas. Eso es cierto en parte, pero convendría recordar que los ingenios también escribían para las imprentas: cuando un poeta componía una comedia y quería recibir sus buenos ducados por ella, lo primero que pensaba era colocársela a un autor de comedias, al empresario. Podemos convenir que el impulso inicial de los autores bien situados dentro del sistema teatral áureo tenía siempre la pragmática finalidad de ser representados y, consecuentemente, ser pagados por ello6. Pero hay un segundo momento en el que los autores, aun advirtiendo la devaluación monetaria de su producto7, querían velar por su fama. La publicación de las comedias no les reportaba ningún beneficio económico, pero sí que afectaba a su prestigio, por no entrar en otros asuntos más personales de pleitos entre autores y poetas en los que Lope tiene un singular protagonismo.

Cuando se argumenta que los poetas no se ocupaban de la impresión de sus textos porque nada en limpio sacaban de ello, estamos olvidando el valor más preciado de todo artista que es el de permanecer, el de revalorizar su creación. Si los poetas no tuviesen este afán no se empeñarían en crearse una imagen determinada como lo intentan Lope o Quevedo, por indicar algunos de los más señeros. Otra cuestión es que se escondan en el distanciamiento de la figura de un testaferro, como hace Calderón con su hermano José, por ejemplo. Se hace difícil pensar que don Pedro no estaba al tanto directamente de la edición de al menos sus dos primeras partes, aunque ello no garantice la calidad textual de las comedias que las integran, como los estudiosos más sagaces han afirmado.

Sin embargo, la mera decisión de editar las comedias, con la conciencia confesada de que se estaban dirigiendo al público de los aposentos, es ya un acto que afecta a la consideración como texto literario de lo que fue en principio texto escénico. Y no se trata de un fenómeno tardío. Bien al principio del siglo XVII, cuando se publica la Primera Parte de Lope, alguien vio -¿el librero, el poeta?- lo que esto suponía y cambió algunos elementos esenciales en la edición vallisoletana de 1605 que subrayaban las posibilidades literarias y por ende librescas del volumen de doce comedias, negando implícitamente convertir la publicación en un remedo o sucedáneo del texto espectacular8. Y no ha de ser casual que sea precisamente este volumen el que inaugura una especial disposición editorial: la Parte. Desde su nacimiento, por lo tanto, la Parte de comedias tiene un valor específico como tal, como texto literario y también como libro con un formato y una disposición particular que se mantendrá a lo largo del XVII. Sólo la presión comercial de los impresores que prefirieron las sueltas o la influencia de algunos editores modernos, cuando menos en el caso de Calderón, dejaron de respetar, bien el formato adocenado bien la disposición concreta de las comedias en la parte.

En el momento de editar una Parte, el valor escénico, pragmático y circunstancial cede ante el literario, ya que pierde el valor funcional de texto para la representación. Esta cualidad compilatoria que tiene el libro impreso se une al interés por la difusión del texto, aunque no debiéramos excluir algunos manuscritos. De hecho, cuando, por ejemplo, Diego Martínez de Mora copia cuidadosamente varias comedias de Calderón y otros (Sánchez Mariana, 1993:448) no lo hace seguramente para que sean representadas ni tal vez para que sean conservadas por el poeta, sino que su intención parece ser difundirlas en un círculo concreto de interesados en los textos.

El hecho de publicar impresos con ánimo de difundir copias exactas -aunque no tanto, como dejan ver las investigaciones ecdóticas- de un mismo original que ya ha sido agotado comercialmente, es un acto -voluntario o no- de reafirmación literaria y libresca que, sin oponerse frontalmente al uso escénico, sí que lo relega claramente. Imprimir el teatro, por lo tanto, es reconocerle otro estatuto, el mismo que a la postre fue el triunfador desde el siglo XVII hasta bien entrado el XX, antes de las vindicaciones de prevalencia del texto espectacular frente al literario.

Es difícil pensar que esta idea no estuviese en la mente de Calderón, aunque no en esta formulación explícita. De hecho, como es sabido, Calderón tiende a revisar los textos, vengan de ediciones ya impresas cercanas, procedan de versiones precedentes o se conozcan por copias anteriores manuscritas, seguramente copias que deriven muchas de ellas de la tradición manuscrita y comercial9.

No habrá, con todo, que desdeñar otra posibilidad que viene argumentándose en más de un caso: Calderón no escribiría para la imprenta si consideramos que para confeccionar QC el poeta posee en ese momento la mejor versión posible, una versión no corrompida que puede ser incluso su propio autógrafo. En ese caso, el dramaturgo no escribe ni corrige para la imprenta sino que elige la mejor versión que él reconoce como suya y tal vez no tuviera que ser modificada ni un solo verso. Calderón habría tenido la suerte de recuperar la versión no deturpada que los distintos editores o autores de comedias habrían utilizado y corrompido.

Lo dicho anteriormente se puede ilustrar concretamente con la Segunda Parte de Calderón. Desde hace muchos años, esta parte suscitó numerosos estudios sobre sus distintas ediciones y los textos que la componían, y seguirá dando que hablar por cuanto hace bien poco ha aparecido una emisión desconocida del texto10. Todos los trabajos se las han visto con la calidad de cada uno de los textos y han clarificado su valor ecdótico, las fechas de su impresión y han establecido las siglas con que normalmente se conocen: QC (1637), S (1641) y Q («1637»).

A la vista del conjunto de comedias de esta parte, parece que Calderón no siempre utiliza una estrategia similar con cada una de ellas11. De hecho, podemos ahora asegurar que el poeta revisa la versión de El astrólogo fingido aparecida en la Parte veinte y cinco de comedias recopiladas de diferentes autores, publicada en Zaragoza en 1632 y se debe hablar de una segunda versión12. Tal vez se pueda aventurar que otra comedia, Judas Macabeo, contenga versiones primeras o cuando menos relevantes en los mss. 16.558 de la BNM y Ms. B2613 de la Hispanic Society of America, textos que Calderón matizó literariamente para la edición impresa de QC13. La supuestamente estragada versión de El mayor monstruo no parece tal aunque la revise y mejore para la última muchos años después (Caamaño, 2001). Por otro lado, algunas sueltas de El médico de su honra y de Origen, pérdida y restauración de la Virgen del Sagrario mejoran QC, o al menos son imprescindibles para revisar QC, mientras que para Amor, honor y poder las versiones anteriores parecen ser un poco peores que QC, testimonio que, no obstante, ha de ser corregido con las sueltas (Vega, 2002b); lo cual, según Germán Vega, demuestra que Calderón no revisó los textos que contiene QC.

Todo ello arroja un estado de la cuestión bastante confuso que solamente se podrá aclarar por medio de un trabajo de conjunto y con unos criterios comunes que en estos momentos se está realizando. Pero conviene aclarar que frente a lo que se ha dicho hasta ahora, no siempre el texto de QC es tan malo como para ser descartado -como ha demostrado María Caamaño (2001) para El mayor monstruo o para El astrólogo fingido Fernando Rodríguez-Gallego (2004), mientras se puede poner también en cuarentena dicha afirmación general para Judas Macabeo-. Y las rigurosas investigaciones de Vega que restan habilidad a QC en algunas comedias no son trasladables automáticamente a otros textos y tampoco niegan una premisa fundamental: Calderón compuso para las tablas, pero también escribió para la imprenta, aunque, al tiempo, pudiera haber escogido la mejor versión que poseía en ese momento y no hubiese necesitado modificarla.

Más llamativo resulta que la actuación de Calderón con respecto a algunas versiones anteriores de sus comedias sea similar a su revisión de la La vida es sueño, como ha demostrado Ruano. Y se trata de un procedimiento de índole literaria que demuestra que la relación entre imprenta y escritura se dirige hacia una «mayor consistencia literaria de unos textos que los poetas sabían que se podía leer» y que «estaban alcanzando caudalosamente los aposentos, donde hasta los doctos podrían leerlos» (Vega, 2003:1308-1309). Ello tiene lugar en la década de los treinta, precisamente el momento de elaboración de las dos primeras partes de Calderón. Y ese proceso de literaturización, además, es susceptible de ser descrito en términos generales, como ha hecho M. G. Profeti (2001:233-36) y resume Germán Vega (2003:1309) certeramente:

serían aspectos de esta transformación una mejor trabazón de los mecanismos de la trama, la complicación del código simbólico, la gongorización del lenguaje. También se apreciaría cómo las comedias tienden a relatar más que a mostrar (aunque esto sea lo específicamente teatral); y los personajes a hablar más que a actuar. Las razones podrían rastrearse en el emisor (la propia evolución de los dramaturgos) o en el receptor (que ha adquirido una mayor madurez tras decenios de ver teatro). Apunta igualmente la estudiosa el influjo del teatro de corte sobre el del corral, la presión de los doctos, la necesidad de sortear los problemas de censura...


En efecto, probablemente muchas de estas operaciones estrictamente literarias se puedan ver en bastantes comedias de la Segunda Parte de Calderón si las comparamos con versiones anteriores, aunque tal vez haya que decir lo mismo de algunas obras que, publicadas en la Segunda Parte, cuenten con versiones posteriores, como El mayor monstruo. Pero lo que quiero subrayar hoy es que, en el caso de las versiones mejoradas en el volumen de 1637, éstas fueron reescritas seguramente por el propio poeta porque iban a ser impresas y merecían un trato mejor, porque lo espectacular de la representación ya no podía ocultar las posibles imperfecciones del texto. Ciertamente, esto no se podrá afirmar con total seguridad, porque siempre queda la duda de la existencia de versiones intermedias o mejoradas entre la primera que se conserva y la impresa en 1637, es decir, si se podría haber explicado por corrupción de un texto en el sentido neolachmanniano de la transmisión textual. Sin embargo, contando con lo que hoy conocemos, se puede hablar, para algunas comedias, de versiones diferentes y mejoradas al publicarse en la Segunda Parte.

Un paso más en este camino es la consideración de la parte como obra en sí, no sólo como conjunto aleatorio de doce comedias. En primer lugar, es imprescindible señalar el proceso de elaboración de esta Parte. Parece, por las múltiples investigaciones sobre ella, que Calderón tenía en su poder, seguramente casi de forma simultánea, las comedias de la Primera y de la Segunda Parte, entre otras justificaciones por el escaso tiempo que transcurre entre la aparición de ambas. No se puede asegurar con certeza absoluta que José y Pedro albergasen un plan para sacar dos partes de comedias al tiempo, pero los avatares biográficos que las separan justifican el escaso distanciamiento cronológico entre las dos (Valbuena, 1989:39-40; Paterson, 2001; y Vega, 2002b:39-40). Pero también habrá que considerar la dificultad que previsiblemente encontraron los dos hermanos para hacerse con los textos, incluso independientemente de su habilidad y calidad textual.

Tal vez en la mente de los hermanos Calderón rondaba la idea de aprovechar la oportunidad de asegurar al poeta un estatuto artístico y social de relevancia ante un contexto en el que Lope había dejado de reinar y Calderón se apuntaba ya como clásico en vida (Vega, 2001). Y no podría serlo si no acompañaban su deseo con un libro que es, como se ha dicho, la clave de la perpetuación y de la calidad como ingenio. Alan K. Paterson (2001:20) lo explicó admirablemente aduciendo el carácter fundacional de la Primera Parte de Calderón:

La promesa de futuras partes que es implícita en el título se cumplió efectivamente hasta que la piratería intervino simulando una Quinta Parte que cortó el hilo que luego iba a recoger Juan de Vera Tassis. No vacilo en concluir que la intencionalidad a que me refiero es autorial; el mismo Calderón inicia y da noticia del trasvase de su teatro al libro.


Y para ello utiliza una estrategia similar a la de Tirso ya que coinciden en la publicación de su obra en la misma imprenta y costeada por los mismos libreros. Y agrega Paterson (2001:20):

La coincidencia nos invita a considerar que ambos dramaturgos emprenden una etapa esencial en la consolidación de su carrera. Intentan fijar su reputación, hasta ahora puesta a la merced de las tablas (...) en la forma duradera de libro. Ambos aducen la complicidad de un pariente cercano (un hermano y un sobrino respectivamente), personalizando así el producto comercial con la clara intención de acreditar la calidad de la labor editorial. De aquí en adelante, sucesivas partes de Calderón llevarán el sello de la calidad que representa el parentesco cercano o la amistad, sea esta fingida o no, sello que impone una distinción entre textos auténticos, originarios, fidedignos, y otros sumidos en el caos bibliográfico y textual de impresiones piratas.


Añadamos a esto la inclusión, en la portada de la Segunda Parte, del título recientemente conseguido del hábito de la Orden de Santiago que, como indica Paterson, tal vez fuese una razón más -y tal vez no menor- para la decisión de imprimir sus comedias, pero que seguramente por razones de tiempo no pudo incluir en la Primera.

En efecto, la autorización que supone un familiar o amigo muy próximo al poeta en la elaboración del libro no es una estrategia desconocida. En ese sentido habrá que ponerla, junto con las razones sociológicas que apunta Paterson, al lado de otras más tradicionales dentro de la historia de la edición española. De hecho y como he tenido la oportunidad de analizar en otro lugar14, la publicación autorizada de alguna importante poesía española del Siglo de Oro corre a cargo casi siempre de estos familiares y amigos directos: a Garcilaso y a Boscán los edita la viuda del segundo; a Fernando de Herrera, Pacheco; a Aldana, su hermano Cosme; a Quevedo, González de Salas y su sobrino Aldrete; y en fin, exagerando, a Burguillos lo edita Lope de Vega. Y muchos de los tópicos que aparecen en los prólogos son comunes también a la edición de las comedias: necesidad de preservar los textos en su pureza, innumerables composiciones perdidas y número pequeño de las publicadas con respecto a las no halladas, cierto desapego por parte del poeta por sus obras, ponderación del trabajo del editor... Pues bien, estamos ante un elemento más -y no poco importante- en la consideración de las partes como libro y como elemento clave para la interpretación del teatro del Siglo de Oro. Su integración dentro de la tradición editorial española es clara y está lejos de ser un asunto anecdótico.

Se puede convenir, por todo lo dicho, que la confección de las dos primeras Partes de Calderón supone un cambio cualitativo en su consideración como poeta y hasta en su situación social. Pero también se tienen que entender como un elemento particular a la hora de interpretar sus comedias, independientemente del estado textual de cada una de ellas. Interesa ahora la propuesta en conjunto como libro.

Por otro lado, si la impresión de las partes tiene dicho papel relevante, sin duda también cobra una importancia significativa cuáles son las comedias que se publican. Tal vez la respuesta más segura, pero la menos comprometida, es afirmar que publican lo que tienen tal y como les va llegando. Esto podría ser justificado. Sin embargo, parece difícil creer que así fuese cuando la propia publicación cobró, según se ha dicho, una importancia grande. Hay indicios razonables que indican lo contrario: situar La vida es sueño como primera obra en su Primera Parte no parece una decisión arbitraria y pudiera indicar la intención de controlar y ajustar su propio canon por parte del poeta. No obstante, si lo que pretenden Pedro y José es establecer un catálogo basado en la calidad literaria15, no habrían de incluir al menos una obra en la que parece que Calderón no se sintió cómodo al componerla y probablemente no consideraba de las mejores. Me refiero a El sitio de Bredá. Calderón introduce alguna salvaguarda para justificar las acciones de sus personajes. Por ejemplo, la inclusión de una relación amorosa en un contexto tan bélico:

ALONSO
      Y aquí
advierta el piadoso oyente
que esto desta suerte pasa
cuando la guerra está quieta,
y que no pone el poeta
la impropiedad en su casa.

y, por supuesto, sus conocidos últimos versos en los que pide exculpación:

      Y aquí
Y con esto se da fin
al Sitio, donde no puede
mostrarse más quien ha escrito
obligado a tantas leyes.

Es decir, «he hecho lo que he podido y no he podido lucirme más porque tenía muchos compromisos». Pero se incluye porque esta comedia -de clara inspiración circunstancial y pragmática- tal vez fuera clave para subrayar el papel de Calderón en la corte, lo que abundaría en la tesis de A. K. Paterson al defender una opción al menos tan sociológica como literaria. No se puede establecer, por lo tanto, un único criterio tentativo porque, sin duda, en la configuración del libro habrán confluido muchísimos y distintos intereses. Y así podríamos seguir especulando con el resto de comedias de la Primera Parte.

Por lo que se refiere a la Segunda Parte, la estrategia continuaba y aun se dibujaba con más claridad. Calderón ya se declaraba Caballero de la Orden de Santiago desde la portada de su nuevo libro y la propia estructura dispositiva de la parte parece remitir a una decisión no casual. Germán Vega alertó sobre la colocación de las dos fiestas que abren y cierran la parte de 1637 (Vega, 2002c:26) y

Y hay más aspectos que muestran que Calderón confió en este volumen la misión de enaltecer su condición de poeta cómico laureado y oficial. Las piezas que lo componen no están colocadas aleatoriamente, sino con estrategia sagaz. El libro se abre y se cierra con dos altamente significativas: El mayor encanto amor y Los tres mayores prodigios. Ambas son comedias palaciegas, cuyas fechas de escritura y exhibición están muy cerca de la del libro, inusitadamente próximas para los hábitos editores de la época: se representaron en sendas noches de San Juan de los años inmediatamente anteriores, 1635 y 1636. Debió de considerar Calderón que la buena acogida en la corte de estas y otras obras era soporte de su bonanza personal, por lo que decidiría hacer ostentación de ellas a manera de escudos de armas literarias. Su intención le llevó también a destacarlas en el propio índice del volumen, donde sus títulos son los únicos que se acompañan de las explicaciones más oportunas para el objetivo que comentamos.


(Vega, 2002b:39)                


De nuevo parece que los hermanos Calderón no actuaron inocentemente en la disposición de los textos porque, sin duda, estas comedias palaciegas estaban en el recuerdo de toda la corte y no esperaron a una posible explotación comercial en los corrales, sino que quisieron mostrar de inmediato la vinculación del libro con el éxito cortesano en un ejercicio de aprovechamiento poco disimulado de su prestigio. Estaba Calderón en su derecho -cuando no en su deber- para asegurar su posición en la corte y en la sociedad española de la década de los treinta.

Por lo tanto, la situación de estas dos obras tiene la función de enmarcar las diez restantes en el conjunto del libro. Las razones de su elección parecen claras: Calderón disponía de sus manuscritos, supuestamente fiables ya que no siguieron el proceso habitual de los originales de los poetas y que tantos ruidos producen en la calidad de los textos16, y además se trataba de unas obras ya representadas y, además, en la corte madrileña con el acostumbrado aplauso. Tal vez, la propia consideración sobre su calidad literaria no fuese, en este caso, un factor decisivo para su publicación ni para su disposición.

Pero ¿cómo se explica la elección y consiguiente disposición editorial de las otras comedias? No parece fácil si no se acude a la pura especulación, al menos con los datos con los que contamos hasta este momento. Ya se ha señalado que la elaboración de cada parte se fundamenta en una serie de compromisos que dan como resultado el libro: por un lado estará la cantidad y calidad de textos que hubieran podido tener en el momento de darlas a la imprenta; por otro, la selección y distribución, bien para la Primera Parte o bien para la Segunda, si, como creemos, los dos hermanos contaban con casi todos ellos contemporáneamente. Esto al menos será así para la primera fiesta representada: si la licencia de la Primera Parte es de noviembre de 1635, Calderón ya tenía en su poder el texto ya representado de El mayor encanto amor, que se había escenificado el 29 de julio de ese mismo año (Valbuena, 1989:40-41)17. Y lo tendría de su mano y sin la necesidad de solicitarlo a otros intermediaros ya que por ser fiesta palaciega probablemente no sufría los procedimientos habituales de censuras, pero sobre todo, seguramente no lo habría ni perdido ni vendido a un autor de comedias. Sin embargo, Calderón no lo imprimió en la Primera parte.

De la misma forma, la fecha no ha de ser índice para la confección de las obras: baste señalar que la considerada primera de Calderón -y en cualquier caso de hacia 1623- no la publica en la Primera Parte y sí en la Segunda. Pudiéramos pensar que se integra aquí porque también fue una fiesta palaciega representada en ese temprano año de 1623 y se añade a las dos anteriores, pero conviene recordar que no se presenta en el volumen como tal fiesta, a diferencia de El mayor encanto y Los tres mayores prodigios. Y en fin, las fechas de composición o representación conocidas de muchas obras de la Segunda Parte no son forzosamente posteriores a las que aparecen en la Primera Parte. Puede pensarse, como hace Valbuena (1989:41), que Calderón escogió las obras cercanas y completó el volumen con obras más juveniles, la señalada Amor, honor y poder, Origen, pérdida y restauración de la Virgen del Sagrario y Judas Macabeo, también estrenadas hacia el año 1623. El astrólogo fingido fue impresa en Diferentes de Zaragoza en 1632 y según Cruickshank y Page (1986) fue escrita hacia 1625, fecha que considera más plausible el trabajo de Fernando Rodríguez-Gallego (2004) ya citado. En cualquier caso, no parece que las posibles fechas de composición de las obras sean un índice fiable para la justificación de su presencia en una de las dos partes. Cabría señalar, en fin, que algunas de ellas parecen bastante cercanas a la fecha de publicación, o al menos algunas fechas de sus representaciones: de A secreto agravio secreta venganza tenemos la información de que fue representada por la compañía de Pedro de la Rosa el 18 de julio de 1636 y conservamos un manuscrito de Martínez de Mora de 1635, y para algunos estudiosos es más o menos contemporánea de El médico de su honra. Al mismo tiempo, Hombre pobre todo es trazas tal vez pueda datarse hacia 1628: ambas son comedias de capa y espada y quizá compartan, además de género, fechas de composición similares. Otras obras, sin embargo, parecen más tardías. Por todo ello, por ahora las fechas de composición de las doce comedias, salvo las dos fiestas, no resultan determinantes a la hora de establecer las razones de su inclusión en la Segunda Parte.

De igual manera, tampoco su tema o su género ofrece muchas pistas, al menos de momento. Recordemos, no obstante, que el conjunto de comedias son susceptibles de ser ordenadas genéricamente o bien por temas: son comedias de capa y espada muy afines El astrólogo, El galán fantasma y, en cierto modo, Hombre pobre; dos tragedias históricas relativamente cercanas son Judas Macabeo y El mayor monstruo; esta última comparte con El médico de su honra la trama del marido ofendido que mata a su mujer por celos, como también A secreto agravio secreta venganza, que es considerada por Pedraza obra gemela de El médico (2000:166) y redactadas en fechas cercanas. Por otro lado, Origen, pérdida y restauración de la Virgen del Sagrario y Los tres mayores prodigios utilizan una técnica de disposición tripartita y, en fin, tanto El mayor encanto amor como Los tres mayores prodigios son fiestas representadas en Palacio, con gran aparato y éxito en fechas muy cercanas a la publicación, como ya se ha dicho. Tal vez la profundización en estos aspectos nos lleve, en un segundo momento, a una explicación coherente del conjunto final de las doce obras. Quede ahora solamente insinuado18.

Independientemente de las relaciones que ahora podamos establecer entre las comedias o las averiguaciones que se hayan podido hacer sobre la fecha de su composición, lo único positivamente seguro es la confección del libro con las características que conservamos de QC. Aunque no es el momento de repetir la colación de QC, S y Q con respecto a sus preliminares, sí que es conveniente subrayar que las doce comedias aparecen en el mismo orden que en QC, es decir, con las dos fiestas enmarcando el resto de las diez comedias restantes. Así se repite, pues, la misma disposición desde 1637 hasta la falsa Q de 1672 o 1673:

El mayor encanto amor, fiesta que se representó a su Majestad noche de San Juan del año de seiscientos y treinta y cinco, en el estanque del Real Palacio del buen Retiro.

Argenis y Poliarco.

El galán fantasma.

Judas Macabeo.

El médico de su honra.

Origen, pérdida y restauración de la Virgen del Sagrario.

El mayor monstruo del mundo.

El hombre pobre todo es trazas.

A secreto agravio secreta venganza.

El astrólogo fingido.

Amor, honor y poder.

Los tres mayores prodigios, fiesta que se representó a su Majestad noche de San Juan del año de seiscientos y treinta y seis, en el patio del Real Palacio del buen Retiro.


Esta disposición cambiará con la intervención de Vera Tassis de 1686, intenciones anunciadas aunque no seguidas estrictamente en las páginas finales de su edición de la Primera Parte: ya no mantendrá las dos fiestas como marco de las obras sino que desplaza El mayor monstruo del mundo al final del volumen y, por cierto, introduce en la tabla de comedias la coletilla «Fiesta que se presentó a sus Majestades» como novedad para esta pieza y que ahora Iglesias y Caamaño (2003) han sabido confirmar. También desplaza Argenis y Poliarco de la segunda posición a la sexta y ello provoca un cambio en la disposición general del libro. La existencia de una Pseudo Vera Tassis, fechada en 1683, pero volumen facticio compuesto probablemente a partir de sueltas, confirma este orden y mantiene el de la tabla de la Vera Tassis original. De la misma forma, la nueva emisión de la edición de Vera Tassis recientemente descubierta mantiene su disposición primera, que afecta principalmente al texto de El mayor monstruo (Iglesias-Caamaño, 2003), mas no a su situación. Las razones de esta nueva ordenación de las comedias dentro de la parte parecen ser debidas al celo textual de Vera. De hecho, él mismo confiesa en una nota inicial sus desvelos para encontrar el mejor texto de El mayor monstruo (Hesse, 1948:48-49) y (Caamaño, 2001:87-88) y por eso usa el cuadernillo final; esta preocupación le obliga a una nueva emisión de la misma edición de la Segunda Parte como se ha dicho. Pero la diligencia de este cuidadoso editor rompe una de las intenciones más claras de José y Pedro: un orden preciso de las comedias y, sobre todo, el inicio y el final del libro con una fiesta ya representada ante sus majestades. Es claro que Vera o no entendió como importante dicho ordenamiento o sacrificó la disposición original por la calidad de los textos. Más parece, sin embargo, lo segundo ya que su sensibilidad dispositiva para con las partes parece demostrase en la Novena, como señala Yolanda Novo (2002).

La siguiente edición de las obras completas de Calderón, la de Juan Fernández Apontes (1760-1763), deshace en apariencia, en su edición de once volúmenes, el orden establecido por QC o por Vera Tassis. Sin embargo, entre el tomo V y VI de 1761 se distribuyen las comedias en un orden muy similar y, en cualquier caso, mantiene las dos fiestas como marco de las diez comedias, aunque el orden interno varíe en alguna de ellas. Lo mismo sucede con la edición de Juan Jorge Keil (1827-1830), quien en su tomo I de 1827 imprime las doce comedias de la Parte Segunda en un orden muy cercano a QC y, por lo tanto, con las mismas comedias de inicio y final del formato adocenado de 1637. Es de anotar que, aunque textualmente estas ediciones parecen seguir el texto de Vera Tassis, no lo hacen en situar El mayor monstruo al final del conjunto, dando por buena la explicación circunstancial de Vera de buscar el mejor texto y no de proponer una ordenación arbitraria de las comedias en el libro.

Otra postura más intervencionista será la de Hartzenbusch. Su tomo I de 1848 recoge los textos de la Segunda Parte, aunque ya no conserva el orden marcado por QC. La intervención de Luis Astrana Marín profundiza en ese distanciamiento cuando en 1932 anuncia su edición de las obras completas con el volumen de Dramas. La ordenación «moderna» de la obra calderoniana ya se había establecido. La continuación en 1956 por Valbuena Briones y su clasificación en Dramas y Comedias19 consolidó definitivamente la desatención al orden original de la príncipe de 1637 o, si se quiere ver de otra manera, se cierra el ciclo en la destrucción de la Segunda Parte. Sólo la posterior edición facsímil de Cruickshank y Varey recuperaría esta tradición, pero en un nivel diferente.

Por lo dicho hasta aquí, se puede constatar la gran influencia que la Segunda Parte como libro, no sólo como conjunto arbitrario de doce comedias, ha tenido en la recepción del teatro de Calderón. Todos los editores intentan respetar un orden que no es casual y que sin duda obedece a un deseo del propio poeta. Solamente Vera Tassis altera dicha disposición por la necesidad de conseguir un texto mejor para El mayor monstruo. Pero es curioso comprobar cómo los editores posteriores, tanto en el siglo XVIII como en el XIX, aun siguiendo a Vera, tienden a mantener el orden de QC, sobre todo en lo que se refiere al peso de las obras marco, El mayor encanto amor y Los tres mayores prodigios. Tal vez se deba a la inercia de manejar determinadas fuentes, pero en este caso, no coinciden totalmente con su testimonio más inmediato, que era Vera Tassis, lo que probaría que no fue mecánica su decisión.

Solamente la llegada de los editores «modernos» más intervencionistas deshará la disposición primitiva. Dejó su huella Hartzenbusch, pero la consolidación de la nueva posición editorial vino de la mano de un poco riguroso Astrana y fue confirmada por el criterio didáctico-temático de Valbuena, tal vez visto como necesario en su momento.

Resultan llamativas las semejanzas que este proceso tiene con otros ejemplos de ediciones de la poesía española20. La edición de la obra impresa de Calderón, por lo tanto, no se aparta radicalmente ni en su gestación ni en su historia del resto de la literatura española y lejos de magnificar las diferencias del teatro con otros géneros hace resaltar sus coincidencias. La estrategia para publicar y autorizar un texto impreso, independientemente del género que fuere, se basaba en unos mismos procedimientos: la presencia de un amigo o familiar, el desarrollo de unos tópicos sobre la obra del escritor, la ponderación de la tarea del editor... Más adelante, la historia editorial del libro también tiene sus coincidencias en el proceder de los distintos editores, desde los más respetuosos con la edición príncipe hasta los más intervencionistas, como sucederá con los editores filólogos de mediados del siglo XX.

Pero más allá de estas coincidencias que sitúan al teatro en el mismo ámbito que otros géneros literarios de la tradición española, conviene destacar la importancia del texto impreso como elemento esencial de la transmisión del teatro y, siendo esto así, será imprescindible respetar en la medida de lo posible la categoría de dicho texto impreso, en nuestro caso, las partes, en concreto la Segunda de Calderón.

Esta Parte de Calderón fue publicada por el poeta por medio de la estrategia habitual de situar a su hermano al frente de ella; dispuso una docena de obras, escogidas no aleatoriamente ni ordenadas de manera casual. Su calidad textual, tomadas las comedias una a una, puede que no en todos los casos sea la mejor; sin embargo, empezamos a comprobar que algunos textos de la Parte se conservan en un estado aceptable y no siempre son mejorados por otros testimonios, sobre todo cuando dichos testimonios son anteriores a 1637. También habrá que confirmar las primeras intuiciones sobre la tendencia de Calderón a revisar tal vez textos para ser impresos a partir de versiones anteriores deturpadas o simplemente pensadas en exclusiva para las tablas. En otras palabras, habrá que tener presente que Calderón también escribió para las imprentas, si es cierto que revisó alguno de sus textos para que pudieran imprimirse en sus partes. Con todo, lo que queremos señalar ahora no es esta calidad textual individual de cada comedia sino el valor del conjunto como tal, como libro, como elemento imprescindible en la historia de la literatura.

Si la Segunda Parte de Calderón fue concebida por el poeta con un orden determinado y con unos textos concretos, el deber del editor actual será recuperar ese deseo y ofrecer, en la medida de lo posible, una edición cuidada de la Segunda Parte, independientemente de versiones anteriores o posteriores que modifiquen su propuesta concreta de 1637. Calderón quiso, en ese momento, publicar así y en ese orden dichos textos. El libro propuso unas comedias y un orden que, de una manera u otra, se mantuvo durante casi tres siglos a pesar de que las prácticas comerciales de los impresores alentaban la publicación de sueltas o la reconstrucción facticia con las mismas de una parte. El lector de las obras completas de Calderón, hasta principios del siglo XX, leyó los textos casi siempre en el mismo orden que estableció la edición príncipe de 1637, que fue, a la postre, la que Calderón de la Barca propuso.






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