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Degradación y dictadura en «Muertes de perro», de Francisco Ayala

Germán Gullón


Department of Romance Languages
University of Pennsylvania
PHILADELPHIA. Pa. 19174 (USA)



Con la muerte de Franco se cierra -o al menos eso espero- un período caracterizado literariamente por la aparición de un tipo de novela que, a falta de término más preciso, es conocido por su referencia a la época en que se escribió como novela de posguerra. Nunca me gustó tal etiqueta, pues a la indeterminación significativa inherente a las amplias clasificaciones generales y a su radical insuficiencia se une, en este caso, la anomalía de que con frecuencia, al estudiar estas obras, se ignoran las escritas por los autores exiliados, aun cuando sus novelas no sean menos posteriores a la guerra civil que las producidas en España durante los mismos años.

Escribiendo sobre cuestiones del exilio, hace ya más de treinta años, Francisco Ayala llamó la atención sobre el abandono en que se tenía a la producción desterrada, desconocida por entonces en los círculos universitarios, fraguadores de la historia literaria. Reconocida por unos cuantos la justa queja, su eco duró poco, produciendo escasos resultados, y hubo que esperar coyuntura más favorable para que lo escrito por los exiliados se difundiera mayoritariamente en España. Desde hace unos pocos años, gracias a nuevos aires políticos, los editores con certero instinto han ido poniendo al alcance del público lector libros de quienes vivieron desterrados, creando un ambiente propicio para la labor de asimilación, pospuesta por tanto tiempo. Al crítico le corresponde incorporar esa producción a la corriente literaria general, sin que para eso basten esporádicas reseñas de periódico o revista.

Como mínima aportación a la tarea, y continuando lo hecho en otras partes, me propongo hoy comentar la novela de Ayala Muertes de perro (1958)1, tomando en cuenta su peculiaridad de novela escrita en el exilio, es decir, el hecho de que al redactarla su autor estaba desconectado de la realidad española. Desconexión que era una privación, pues el novelista exiliado estaba alejado de los materiales novelescos más suyos, problemática del cambio, evolución de las costumbres, cambios en actitudes y en lenguaje. La lengua es la misma en Argentina (donde Ayala vivía), pero el habla, los giros y cuantos éstos reflejan, no. Estas privaciones, aun reconociendo los innumerables caminos ofrecidos por la ficción, reducían las opciones del novelista y tal vez le imponían una temática y unas figuras, una universalización, por decirlo así, que en su caso seguramente no podía producirse siguiendo alternativas como las propuestas por la novela fantástica.

Novelista intelectual, con intelectualismo disfrazado por la ironía, las relaciones intertextuales detectables en su obra por tantas reminiscencias literarias como en ella se traslucen y por otras resonancias del mismo tipo perceptibles en lenguaje y estilo, le sitúan en una tradición novelesca que tiene en Valle-Inclán su exponente más caracterizado. La fusión de lo trágico y lo grotesco, según la manera de Valle, se da en Muertes de perro con una precisión que permite decir que al escribirla aceptó Ayala las reglas del juego esperpéntico.

Quizá pudiera aducirse alguna relación con la manera de novelar de Baroja, pero la verdad es que, por encima de filiaciones y parentescos, la novela de Ayala revela una personalidad original, una personalidad única, a propósito de la cual es más justo hablar de utilización y comunicación con otros textos que de influencias de éstos sobre los suyos. Muertes de perro es una novela en cuya elaboración original entran elementos muy varios, materias primas muy diversas.

Una de las cuestiones peor entendidas, durante los primeros cuarenta años de este siglo en cuanto a la ficción, es la conocida división entre el telling y el showing, maneras de contar denominadas por Henry James y Percy Lubbock. Ambos a sentaron como canon la preferencia por la dramatización sobre la narración, basándose en el supuesto de que la autenticidad del relato ganaba si la acción se desarrollaba ante el lector produciendo ilusión de realidad. La incorporación del diálogo a la novela, que pudo pasar como simple evolución de tan proteico género, causó algún equívoco, entre ellos, y el más grave, la supuesta inferioridad de lo narrado, por considerar que implicaba excesiva injerencia del narrador.

Francisco Ayala es, en primer término, un excelente narrador; en Muertes de perro la dramatización -entendida como presentación directa de la acción en forma dialogada- escasea. Mas reducir el término dramatización a interpretación tan simplista, ocurrencia frecuente, equivale a disminuir el alcance de modos de escritura que sirven a la misma finalidad. No faltan en Ayala diálogos y escenas, como los dramatizados testimonios aportados en Muertes de perro por el personaje Loreto Malagarriga, pero el dramatismo de la obra se debe fundamentalmente a la organización del texto, a una estructura narrativa bien calculada, en la cual el narrador -protagonista, además de contar lo acontecido, va siendo moldeado por las manipulaciones autoriales, con lo cual el diálogo dramático se traslada a un plano diferente, dependiendo, en cuanto a intensidad, del choque de la visión del narrador- protagonista con la del autor.

Ayala sitúa la acción de su novela en «un país chiquito, un pobre rincón del trópico», escenario escueto, un espacio exterior carente de paisaje, ni urbano ni rural. Tan sin importancia resulta, que quienes allí habitan ni lo ven. Tadeo Requena, personaje central, lo describe: las calles que atraviesan la ciudad como meras líneas rectas, sin que más allá haya nada interesante (pp. 206-207).

Se trata, a primera vista, de una novela de interiores, y con decir esto es un modo aproximado de señalar, pues tampoco a ellos se les presta gran atención; a lo que se atiende fundamentalmente es a la atmósfera, al ambiente o clima moral en que los sucesos ocurren. Cuanto sucede es observado por una mente, la de Pinedito, el narrador, atento a la degradación general y partícipe en esa «grotesca danza de la muerte» (p. 7), cuyo dramatismo es tanto consecuencia de los sucesos contados como de la revelación de la podredumbre como textura de la sociedad.

Pinedo adopta pose de historiador para contarnos lo ocurrido, o al menos eso dice él, aunque quizá el lector lo ve más como parte interesada y como juez; pero sea su misión la de historiador o la de juez, su empeño consiste menos en trasmitirnos una imagen fiel de la realidad, como en recrear una que se ajuste a la premisa de la animalidad del hombre.

Incluyendo en el tejido de la narración las memorias del secretario Tadeo Requena, las opiniones de Camarasa, del ministro de España, de Olóriz, de Loreto y de varios más, reconstruye el protagonista los hechos, abrumadora evidencia contra el Tirano Bocanegra y sus esbirros. Pinedo reconstruye con impecable hilación lógica los años de la dictadura de Bocanegra, el «ex padre de los pelados» (p. 65), como antecedente necesario para «redactar en su día la crónica de los sucesos actuales» (p. 9). A sus manos llegan «en vendaval» (p. 9) testimonios de los hechos; el resto, con fino instinto detectivesco, lo averiguará por medios propios. Detectivescamente y no como historiador, pues éste trabaja con hechos constatados, mientras el detective parte de sospechas y de hipótesis que han de ser aclarados antes de sacar conclusiones. Investigación abierta es el relato y, como tal, adquiere un carácter de proyecto sujeto al azar: «estos apuntes míos están resultando demasiado desordenados»; su labor consistirá en imponer orden y coherencia a lo contado, aunque «tal vez a causa del desarreglo general en que todo se encuentra hoy, del nerviosismo que padecemos y de la incertidumbre con que se trabaja» (p. 147), sus esfuerzos pueden resultar vanos. Repetidas veces le oímos afirmar que escribe un borrador caótico, forma -añado yo- adecuada para representar el estado de cosas impuesto por «Almanegra». Pinedo ve en su misión como historiador de las miserias de la dictadura un cometido trascendental, el de custodiar la verdad, y a la vez una oportunidad de vengarse del destino, de la vida, que lo ha confinado en un sillón de ruedas, alcanzando la fama («¿quién les dice que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del insignificante Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos...?», p. 9). Sus palabras traslucen la verdadera motivación de sus actos: bajo el deseo de encontrar la verdad, asoma el interés personal de conseguir un puesto en la Historia, interés confirmado por la actuación del personaje al final de la obra, cuando asesina a Olóriz al verle obstáculo para sus planes y para su seguridad personal. Ese final le relaciona un poco con el narrador-asesino de Agata Christie en El extraño caso de Roger Ackroyd.

Pinedo desempeña en la novela dos funciones, narrador y protagonista; las causas de su conducta como personaje no son las mismas que las de su actuación como narrador. Narrar desde la primera persona, modo autobiográfico, permite crear su «verdad», ocultando la intimidad de sus sentimientos y nutriéndose en soledad por el rencor que le produce ver pasar la vida a su lado sin que le toque. El rencor afila su espíritu crítico y le ayuda a verse con desprecio irónico, «pecho poderoso y las patas secas» (pp. 8-9). Sumado a la limitación física, el rencoroso vivir en el infierno de sus pensamientos hace que le descubramos en la última página como un Satán, arrojado del paraíso. Sólo en ese momento final controla Pinedo la acción; con el asesinato de Olóriz pasa de espectador a actor, y recaba para sí un puesto en la historia de Bocanegra (p. 235).

La singularidad de Muertes de perro consiste en que la conclusión no se reduce a un punto final cuando el detective se descubre asesino; al cerrarse la crónica el lector averigua no sólo que Pinedo es capaz de matar, cosa que ya podría haber sospechado, sino que a lo largo de la novela, junto al dramatismo personal del narrador, se ha ido desarrollando otro, el de la situación. En las ficciones detectivescas, incluido el caso de Roger Ackroyd, se adivina la mano del autor: él es quien pone el secreto tras las puertas que abre el narrador-investigador, quien resuelve de antemano la historia, y su presencia o ausencia importa poco para el desenlace. No sucede lo mismo en la obra de Ayala. Al unirse al desarrollo lógico la sorpresa final, Pinedo aparece inmerso en una situación de la que se pensaba al margen, situación que se ha producido por sí misma, eslabón terminal de una cadena. Sin advertirlo, el personaje fue cogido en una red tejida en la narración y compuesta por una serie de hechos recogidos fielmente por él para acreditar la degradación general padecida por individuo y sociedad bajo la tiranía de Bocanegra.

Lo inesperado permea la novela desde sus comienzos. Además de los fortuitos hallazgos del narrador, a quien por afortunadas coincidencias le llueven las informaciones, hay muchas otras instancias de lo mismo: súbitas elevaciones en la escala social, como la de Tadeo Requena, que de muchacho pueblerino pasa, por arte de Bocanegra, a ser su secretario, con doctorado y todo; el vertiginoso ascenso de Pancho Cortina a coronel -«La gran sorpresa...»; la aceptación del Ministerio de Educación por Luis Rosales, cuando ni él ni nadie ignora que su hermano Lucas había sido asesinado por orden del presidente; el salto de Domenech «desde la poltrona de director del Banco Nacional de Créditos y Subsidios a los calabozos del castillo» (p. 77). Y lo inesperado va, claro está, unido a la imprevisibilidad de la conducta humana.

Los personajes se encumbran para caer de modo más resonante: Requena, el general Malagarriga, Luisito Rosales, el mismo Bocanegra..., todos caen, y la forma de la caída, enlazada con el azar que la determina, da origen al dramatismo situacional. La organización del texto permite ver que la intención del autor no es tanto historiar una dictadura, como mostrar el envilecimiento de la vida humana bajo la tiranía. El asesinato de Olóriz quita a Pinedito la justificación de sus investigaciones, hurgar en las letrinas del ser humano, y la repetición de actitudes y sucesos que no coinciden con las expectaciones del lector, revelando una y otra vez la facilidad con que el hombre cede a las tentaciones degradantes.

La muerte es vista como la degradación final, y el autor no deja de hacer todo lo necesario para mostrarlo. Las referencias a la muerte de los personajes no son simples conclusiones de episodios individuales («muerto el perro se acabó la rabia», pp. 128 y 200), sino que enlazan y se entreveran en el tejido novelesco, formando un conjunto significativo en el sentido que venimos indicando.

En la novela figuran tres perros: el callejero, «Fanny» o la perrita de la dictadura, y el «perro cantor», amaestrado por Luis Rosales para entonar el himno nacional. Los tres marcan las implicaciones del tema central, «las muertes de perro».

En este tema, expresado desde el título de la novela, convergen los incidentes mencionados. Su recurrencia tiende siempre a la alternación de lo trágico y lo grotesco, a que hace un momento aludíamos, y quizá a un cierto melodramatismo, pues lagrimosos y patéticos resultan ser los episodios.

Núcleo generador de la significación del tema, «morir como un perro», es la frase hecha «vida de perros», que llevan simbólicamente los personajes, sometidos al dueño Bocanegra. Los ejemplos «perrunos» de domesticidad contrastan con el episodio del perro callejero que, sin aviso, interrumpe el inacabable himno nacional con sus ladridos; del contraste cabe deducir dos posibilidades en la actuación del perro: una, de docilidad; otra, de protesta. No diferente de los hombres, tal vez interrumpa, sin saber por qué, una ceremonia oficial que sólo puede concluir cuando lo ordene el tirano; pero por lo general responderá a lo que de él se espera. La patada de Rosales al chucho que ladra a destiempo indica su subordinación a los deseos de Bocanegra. El hombre tiene conciencia de lo que le conviene hacer, y en este caso al chucho parece fallarle su instinto. El carácter incongruente de la situación, del ambiente y de los personajes es reforzado por el ladrido del perro, manifestación de la protesta.

La perrita malcriada «Fanny», cariñosa y refinada, simboliza el capricho, semejante a los de su dueña, a quien el embajador americano agasaja haciendo traer de USA en un avión de la Air Force el animal que sustituirá a la linda perdida.

Al perro aristocrático le sucederá el amaestrado. Gracias a los esfuerzos del ministro Rosales aprenderá a ladrar el himno patrio, modo simbólico de señalar que el hombre adiestra al animal en la sumisión a que él ya se ha sometido. Con la muerte del perro-artista, ahorcado en un armario por Tadeo Requena, se anticipa o se corrobora la que espera a su victimario y a los principales personajes de la novela; así, como el perro amaestrado, morirán y han muerto no pocos personajes.

Destino de hombres y animales coinciden sobre todo cuando Luis Rosales se ahorca. «Tuvo que elegirse esa muerte de perro» (p. 153), dirá Requena. En este momento el lector se da cuenta de que la novela va más allá de la frase hecha, morir como un perro, pues el drama se proyectará en el ambiente que lo ha determinado. Muerto el perro no se acaba la rabia.

La muerte de Luis Rosales demuestra la falsedad de este dicho vulgar, pues la ignominia se extiende a las páginas siguientes del texto. En la habitación inmediata a aquella en que está el cadáver del suicida, su hija se entrega al secretario del Tirano, a Tadeo Requena, quizá para aceptar así la cobardía del padre y reconocerse como hija suya, no mejor que él: «La pérdida de la virginidad y el suicidio de mi padre se me confunden en el ánimo y me pesan como una sola culpa anterior a toda liberación mía, y de la que debo responder sin que me hubiera sido posible, humanamente, evitarle» (pp. 182-183).

El suicidio de Rosales es el castigo que éste se impone a sí mismo por haber servido al asesino de su hermano, único o casi único en resistir a Bocanegra. Y la entrega de María Elena a Requena es a la vez una coincidencia en la abyección y un suicidio. El hecho de que todos los personajes, salvo la viuda de Lucas Rosales, sean predestinados a la vileza, los iguala y hace que reaccionen del mismo modo y acaben lo mismo. El miserable Tadeo perecerá asesinado también, apenas ha ya acabado con la vida del tirano. Doña Concha, mujer de Bocanegra y amante de Tadeo, acaba siendo víctima de la lujuria de los soldados, muriendo en los calabozos de la misma prisión en donde sucumbe Pancho Cortina, favorito del dictador. El nuevo dictador en la sombra, Olóriz, perecerá, como dije, a manos de Pinedo.

El tema «muertes de perro» queda conformado en la recurrencia, uniendo a los personajes, aprisionándolos en el destino común, del que no hay escape; en última instancia, sirve para probar un hecho que puede resumirse en una breve frase: quien viva como perro morirá como tal.

La narración histórico-detectivesca de Pinedo se ajusta a la construcción del autor, a una organización que puede representarse como una coincidencia de coordenadas en el dramático final. En éste se unen dos elementos a los que Ayala presta gran atención: el dramatismo personal de Pinedito y el situacional, el trágico, realzado por los incidentes que acabamos de estudiar. La creación del personaje Pinedo no se completa hasta la última página, en que por vez primera se enfrenta con su propio destino; en ese momento se revela tal cual es y no como el historiador que simula ser: no asesina a Olóriz por cuestiones ideológicas, sino por conveniencia y temor. La degradación que supone morir como en Muertes de perro se muere, degrada tanto a la víctima como al victimario. La premisa pinedesca de que el hombre es una «bestia», que vive una danza de la muerte, parece como si no le afectara. Se cree excepción a la regla y se congratula por su astucia, pero para él y para el lector el final ha de ser inescapablemente el mismo que el de los demás.

Diez años después de escribir esta novela, Ayala publicó Reflexiones sobre la estructura narrativa (1970). Al principio de este trabajo califiqué de intelectual su acercamiento a la novela. Lo hice pensando menos en la ideología de su obra que en el proceso de elaboración novelístico que he descrito. Ayala se acerca a la ficción desde la inteligencia (algunos verán en ello la influencia orteguiana), pero su originalidad consiste, sobre todo, en la habilidad con que acierta, como aquí, a crear un texto en que no sólo plantea el tema del poder, sino que a través de ese planteamiento consigue dar testimonio de la claudicación moral a que los humanos somos tan proclives.

Si comparamos la posición autorial de Ayala, en esta novela escrita en el exilio, con la de un autor como Camilo José Cela en La colmena (1950), escrita en España, una diferencia es clara: bajo la objetividad celesca hay una denuncia de la situación de un país en un tiempo concreto, España durante la dictadura de Franco, denuncia transmitida por los silencios y las soledades de los personajes; en la obra de Ayala se denuncia una situación universal y temporal, un triste aspecto de la condición humana ayer, hoy y mañana. Si Cela y Ayala coinciden es en que uno desde fuera y otro desde dentro del país ofrecen perdurable visión del hombre contemporáneo, envilecido por las reconocibles fuerzas políticas que han dado carácter al miserabilismo de nuestro tiempo.





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