Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Del arte de la lectura. José María Merino: «Cincuenta cuentos y una fábula. Obra breve 1982-1997»

Ignacio Soldevilla Durante





Hay ocasiones, no por rarísimas menos evidentes, en que el reseñador crítico -o como quiera que esta función nuestra de escritores sobre escritos se deje llamar- tiene la sensación de que cualquier cosa que escriba para orientar y, si en ello está, estimular a sus posibles lectores a que lean lo que él acaba de leer, es puro pleonasmo. Porque bastaría con dos líneas de introducción y luego reproducir el prólogo del libro en cuestión, escrito también por el autor, y directamente asumido por él o a través de algún alter ego. Estoy pensando concretamente en dos libros de relatos de Francisco Ayala (Los Usurpadores y La cabeza del cordero) de los que, siempre que he querido escribir unas palabras sobre ellos, me acometía esa misma sensación que ahora me acomete al ponerme a escribir sobre los Cincuenta cuentos y una fábula de Merino. Porque éste, como aquéllos, viene precedido de un prólogo de autor cuya lectura hace inútil cualquier intento mío por orientar al lector acerca del libro que, en mi opinión, le convendría muy mucho leer. Pero hay principios y derechos que nos impiden reproducir aquí y ahora ese prólogo. Por ello, en mi función orientadora, no pasaré de incurrir en redundancia no sólo viciosa sino desprovista de la gracia que el original posee. Y es que, en su prólogo, Merino no sólo nos dice cuanto conviene saber previamente a nuestra incursión en su mundo narrativo, sino que nos ilumina sobre otras cuestiones acerca de sí mismo en cuanto escritor de ficciones, de tal manera que, desde ahora, cualquier estudioso que pretenda profundizar en el conjunto de su obra tendrá que partir necesariamente de estas preciosas e inequívocas revelaciones. Las primeras se refieren a una condición no por necesaria más universalmente reconocida para alcanzar esa posición de privilegio que es la de creador de ficciones. Y que no es otra que la de haber sido antes un voraz lector. En otras palabras, la verdad del principio según el cual el pastor poeta -o para el caso, el pastor-cuentista- es una fantasía sin el menor fundamento. No estoy con esto negando la existencia de una tradición oral tanto en verso como en prosa, y aunque cada vez más raros y arrumbados por nuevos usos, costumbres y artilugios, todavía subsisten algunos «versadores» y algunos abuelos a la vez contadores de historias y analfabetos. Pero ni siquiera ellos, con todo, se podían explicar sin su tradición oral, en la que se habían nutrido y de la que habían recibido los modos y las maneras, ya que no los dones.

De ahí también la mueca que se nos viene al rostro cuando leemos ciertos productos pseudo-narrativos y vemos aireadas ciertas declaraciones de sus jóvenes facedores que se dan como parte de lo que hemos convenido en llamar literatura, sin más razones que la sinrazón de sus ignorancias y la capacidad de los conglomerados industriales del libro para hacer liebres con gazapos.

Pues José María Merino, autor totalmente consciente de las exigencias de su arte, nos da cuenta, en breves pero sustanciosas páginas (las que comprenden los tres primeros puntos del prefacio: Las historias oídas, El lector inocente y La edad de la razón), de su árbol genealógico como creador de ficciones, y de los pasos contados con los que fue haciendo camino hasta alcanzar su madurez y pleno desarrollo. Sin olvidar, como se suele, las primeras fases. La primera, aquella en que las historias nos llegan por la voz de nuestros mayores -esos abuelos y abuelas memoriosos y ricos en ocio y malicias para transmitirnos cuentos y leyendas, supersticiones y creencias, ayudándonos así a desbastar nuestras primeras y provisionales (¿o no?) imágenes del mundo como ineludible contorno y circunstancia en la que de algún modo nos tocaba integrarnos. Y luego los tebeos, o las ilustraciones de los libros, en los que nuestra avidez por entender nos empujaba a alfabetizarnos más que las rutinas escolares. Y además el cine. Se ha dicho, no sin razones, que la actual dominación de los medios audiovisuales está atentando a la capacidad imaginativa a la que la literatura escrita necesariamente estimula, pero sobre ese tema habría que seguir profundizando para estar seguros de las consecuencias. De lo que no cabe duda, por el momento, es que no es posible una escritura de calidad que no esté fundamentada en una sólida formación de lector, y que quien aspire a dominar ese difícil arte de la ficción en prosa no puede llegar a buen puerto por otros caminos que no sean el tradicional. Cuya segunda fase, nos ilustra Merino, es ese apoderamiento de lo escrito a través del vicioso ejercicio de la lectura. Sin duda ahí, de nuevo, son los mayores que le rodean, con su propia afición comunicada y con su generosidad en dejar al niño adueñarse de la biblioteca familiar, y no escatimarle el tiempo que quiera dedicar a esa lectura «de ocio» con exigencias pragmáticas, quienes pueden influir decisivamente en las posibilidades futuras del alevín. Y entra así el joven amamantado en las mil y una historias fabulosas leídas y ensoñadas, en la edad de la razón, y en los libros de ficción para los adultos. La genealogía de Merino está minuciosamente anotada, así como el grave problema que a toda su generación se le planteó en aquel mundo artificial de la dictadura franquista, en el que las vías naturales de la implicación del individuo en el tejido socio-político del país, y su capacidad de expansión por los medios que se requiere en una sociedad respetuosa de las libertades individuales, estaban bloqueadas por un férreo sistema monolítico de ideas y de control del escrito para que la expresión de cualquier forma de pensamiento disidente no pudiera hacerse pública. Es así como se fue apoderando de la generación del medio siglo, la que precedía inmediatamente a la de Merino, la creencia de que, recurriendo a toda clase de recursos retóricos, el escritor debía asumir la responsabilidad de vehicular subrepticiamente, a través de la literatura, lo que abierta y llanamente no podía proclamarse en público ni ponerse por escrito en la prensa, en el ensayismo o en la historiografía. Creencia a la que se adhirieron también muchos de sus mayores. Pero que, en numerosos casos, derivó en la pérdida del norte. Puesto que el objetivo primordial y excluyente de toda obra literaria debe de ser su compromiso con la propia creatividad, y su combate por alcanzar una calidad sin la cual el texto no puede pretender entrar en el dominio de lo literario. Y que las mejores intenciones cívicas no bastan para justificar una escritura horra de valores literarios. En ese equívoco hubo un momento histórico, que Merino recuerda, en el que se creyó necesario abandonar la imaginación «si quería conseguir un talante literario políticamente adulto y civil y estéticamente aceptable». Y añade: «Por esa vía, casi sacrificial, me entregué como lector a la fe realista y a un sentido del compromiso que consistía en entender la literatura al servicio de la política, y llegué a leer los relatos y las novelas -y otros textos- más monocordes y menos estimulantes de mi vida». Vinieron luego las inevitables reacciones de la más joven generación que, a vueltas con la supuesta apertura del régimen, el impacto de la nueva novela latinoamericana y el natural deseo de desplazar a los que ocupaban el exiguo campo de la literatura para hacerse un espacio propio, incurrieron en un nuevo sofisma igualmente impropio. A saber, que una obra literaria debía, si pretendía serlo, excluir cualquier manifestación de responsabilidad sociopolítica de sus páginas. Error propio del momento de reacción pendular, pero que todavía a estas alturas del fin de siglo sigue siendo repetido esporádicamente por voceros que manifiestan así más inercia que reflexión propia. No fue ese el caso de Merino, que nos explica muy bien en su prefacio cómo la revelación que supuso la Antología de la literatura fantástica de Borges y Bioy Casares le devolvió pronto al convencimiento de la legitimidad de una escritura no realista, fundada en «la calidad de la pura invención». Sigue una singular y luminosa página «sobre lo fantástico», reivindicando una tradición hispánica tradicionalmente rechazada como no representativa de nuestra gran tradición realista. (Olvidando que el propio Cervantes no sólo hace el elogio de la muy fantástica novela de caballerías en sus mejores ejemplos, sino que recurre a la fantasticidad en textos tan evidentes como El coloquio de los perros o en pasajes harto comentados de El ingenioso hidalgo.) Sin excepciones, toda la obra narrativa de Merino adscrita a lo fantástico no renuncia a lo que es el fundamento de su visión de la narrativa como historia verosímil. Provocándose, de ese modo, el desafío añadido del que están exentos quienes recurren a la tradición realista. Esa constante tensión entre la ruptura de la «normalidad» propia de las historias fantásticas y la necesidad interna de hacer que lo anormal resulte verosímil para el lector es lo que vertebra y enriquece toda la narrativa breve de Merino, y buena parta de sus novelas desde El caldero de oro.

En ocasiones, Merino ha tanteado el dominio cercano de la ficción científica, como en su primera narración extensa, Novela de Andrés Choz, y en el relato ahora recogido en esta edición de los cincuenta cuentos, y al que Merino da, muy intencionadamente, el nombre de fábula. «Artrópodos y Hadanes» -dice en su prólogo- «es un cuento muy antiguo, el primero de toda esta colección que yo escribí, hará más de veinte años, cuando era lector regocijado de fantasía científica». Fantasía científica que, como Merino subraya muy atinadamente, está relacionada con la ficción utópica, y ésta con la esperanza de un mundo mejor. Fábula, en este contexto, alude no tanto al carácter fabuloso de la historia, narrada por un Artrópodo y situada en un contexto de viajes intergalácticos, cuanto al carácter fabulesco de la misma. A saber, su concordancia con dos definiciones del término fábula. La primera, la de la personificación de seres irracionales, y la segunda de «ficción artificiosa con que se encubre o disimula una verdad». No ofenderé al lector dando más precisiones. Lea «Artrópodos y Hadanes», simplemente.

Sigue Merino en su prefacio dando su concepto de lo que sea el cuento como género, y del requisito a su entender indispensable para que a un texto se le pueda, en su concepto, dar el nombre de cuento. «La naturaleza del cuento -afirma- reside en el movimiento. Un cuento debe presentar una progresión dramática». Sin ella habrá cuadros de costumbres o prosa poética, pero no cuento. No creo que pueda ser más precisa ni más claramente expuesta una teoría del cuento. Pero Merino dedica dos páginas a especificar detalladamente lo que tan sucintamente ha definido, y a ciertas otras exigencias propias para lograr que el cuento alcance cotas de excelencia. Dedica, a continuación, una breve página a la genética de sus propios cuentos (aspecto generalmente desconocido y descuidado por los estudiosos de la literatura) en lo que él llama «las semillas de los cuentos». A esta breve página habría que añadir la lectura de otro texto de Merino («Un cuerpo extraño») recién aparecido en el muy interesante libro Escritores ante el espejo (1988), recogido y anotado por el hispanista canadiense Anthony Percival, donde el narrador extiende sus revelaciones sobre las «semillas» de su obra narrativa a otras novelas y cuentos suyos. El sustancioso prólogo se completa con un sucinto repaso de los relatos, reunidos originalmente en tres conjuntos agrupados en torno a claras unidades de criterio, de los que da precisa cuenta.

A estas notas sobre la reciente edición de los cincuenta cuentos y una fábula me permitiré añadir una referencia, para no incurrir en repeticiones enojosas para quien redacta. Al lector curioso sobre la narrativa fantástica de Merino, y necesitado (a veces los hay) de complementar sus lecturas con algún estudio ilustrativo, le envío a mi artículo «La fantástica realidad. La trayectoria narrativa de José María Merino y sus relatos breves», aparecido en la revista España contemporánea, volumen IX, 2, otoño de 1996, pp. 89-106.





Indice