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Del castizo al fresco: tipología y ambientes del teatro cómico (1890-1910) y su adaptación al cine

Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



La imagen de la España finisecular suele estar relacionada con el concepto de crisis, palabra comodín que tan útil nos resulta para definir situaciones complejas y contradictorias. Si pensamos en los acontecimientos históricos que siempre se citan (pérdida de las colonias, inestabilidad política y social...) o asumimos la perspectiva de los noventayochistas y otros autores situados en una parecida línea, es indudable que encontraremos una base sólida para ese concepto. No nos faltarán tampoco argumentos para explicar la dialéctica entre una España decimonónica y la modernidad que tradicionalmente se asocia con un nuevo siglo. Una dialéctica a menudo un tanto espesa, poco fluida por el peso de una tradición asumida sin criterio crítico y la debilidad de un impulso renovador que no despertaba excesivos entusiasmos.

Esta imagen de crisis donde los elementos progresistas tantas dificultades afrontaron a veces resulta inconveniente para quienes nos dedicamos a la historia cultural de la época. Su indudable atractivo puede llevarnos a una sobrevaloración de las circunstancias y los sujetos que mejor la encarnan. Por otra parte, esas dificultades suelen provocar una inconsciente solidaridad en quienes compartimos una mentalidad progresista, término tan maltratado en la actualidad. La suma de ese justificado atractivo y una cierta identificación nuestra con los sectores renovadores se traduce en una proliferación de estudios sobre estos últimos, mientras que a veces desconocemos a sus oponentes o, en el mejor de los casos, sólo tenemos referencias suyas desde la perspectiva deformadora, por imperativo lógico, de quienes les combatieron en la incruenta batalla cultural.

Nuestro conocimiento y valoración del teatro finisecular no constituye una excepción en este panorama. Con una lógica que comparto, solemos prestar atención preferente a los géneros y autores que ponen en cuestión el modelo teatral vigente. Y cuando nos ocupamos de aquellos que son más tradicionalistas hacemos hincapié en las obras que marcan una evolución o renovación, por muy tímidas y fugaces que sean. El resultado es que apenas nos centramos en un teatro que, al margen de circunstancias que le favorecieran, triunfa en el escenario con argumentos estrictamente teatrales. Argumentos a veces demasiado obvios y sencillos, pero de una eficacia abrumadora que conviene tener en cuenta si queremos escribir la historia de lo que fue y no sólo de lo que pudo haber sido.

Estas circunstancias han condicionado nuestro conocimiento del teatro cómico y popular de la época, aunque ya contemos con una amplia bibliografía crítica sobre unos géneros y unos autores hasta hace poco tiempo marginados en el ámbito académico. No obstante, cabe trabajar todavía más en esta dirección desde una postura que se plantee el porqué del éxito de este teatro sin necesidad de relacionarlo con un concepto de renovación, crisis o similares. Un éxito que puede estar basado en la pura tradición, en la repetición de un modelo aceptado por un público que responde con una fidelidad en la que es imposible no percibir razones teatrales, de buen y experimentado uso de las herramientas propias de dramaturgos y cómicos.

El caso de Carlos Arniches ejemplifica buena parte de lo arriba indicado. Sin duda se trata del autor más importante dentro del teatro cómico y popular de la época. Su trayectoria resume lo sustancial de unos géneros que contaron con el entusiasta apoyo del público a lo largo del período abordado en el presente seminario. Pero es significativo que conozcamos mejor las excepciones dentro de esa trayectoria que las obras situadas en una línea tan tradicional como previsible. Sin duda sus tragedias grotescas tienen más interés para el investigador que las docenas de obritas cómicas y costumbristas que escribió para la voraz cartelera del Madrid finisecular. Pero en las mismas encontramos la base de su presencia histórica en el teatro de la época. La popularidad de Carlos Arniches no se deriva de títulos como La señorita de Trevélez (1916), cuya valoración posterior apenas se corresponde con una fría acogida en su momento, sino de esas obras hoy sepultadas en el olvido y que convendría revisar para encontrar las claves de un éxito ajeno a cualquier concepto de crisis, impermeable casi siempre a las influencias de una realidad histórica cambiante y que sólo dio paso a nuevas fórmulas teatrales cuando mostró síntomas de agotamiento (RÍOS CARRATALÁ, 1990). Si este último no se hubiera producido coincidiendo con el final del período aquí estudiado, Carlos Arniches y sus compañeros habrían seguido escribiendo estas obras cómicas y populares sin apenas entrever la necesidad de un cambio, acomodados en un modelo que conocían y compartían con un público poco predispuesto a las novedades que fueran más allá de lo anecdótico o superficial.

Las organizadoras de este seminario nos proponían en su invitación que estudiáramos la imagen de España que el teatro de la época «encierra, configura y difunde». En el caso que me ocupa, la tentación de dar una respuesta tan rotunda como habitual es obvia. El teatro cómico y popular cultivado por Carlos Arniches y otros autores se sitúa a espaldas de una realidad social, económica y cultural tan cambiante como polémica. Bajo las apariencias de un realismo escénico, ya hemos señalado la capacidad de este teatro para refugiarse en un estrecho mundo que sólo tiene sentido en el escenario. Sería absurdo negar un mínimo de sensibilidad social en unas obras que intentan dar una imagen costumbrista, pero la misma es el fruto de una depuración de cualquier aspecto verdaderamente conflictivo o, al menos, conflictivo más allá de los estrechos límites del escenario. Incluso debemos reconocer que un autor como Carlos Arniches destaca por su atención a determinados aspectos sociales de la realidad de la época que, con múltiples limitaciones, aparecen en algunas de sus obras. Pero la tendencia general nos lleva a un mundo teatral poblado por tipos fruto de una estilización coherente con la finalidad cómica y costumbrista. Sus conflictos se reiteran con una frecuencia a veces agobiante, aunque no parecía cansar demasiado a unos espectadores predispuestos a contemplar las eternas disputas amorosas, a divertirse con las peleas matrimoniales o a participar del alegre desenfado de las vecinales. Un público que vivía día a día la realidad histórica que se supone convulsa, pero que encontraba un remanso de paz en un teatro donde todo tenía una solución tan inmediata como feliz.

No obstante, conforme voy analizando sus obras e intento comprender las razones de su éxito popular tengo más dudas sobre esta función compensatoria del teatro para unos espectadores hartos de padecer problemas. No cabe duda de que la misma se daba, pero tal vez convendría pensar que esa «compensación» pudo ser aceptada durante tantos años porque, en parte, respondía a una realidad no tan distante a la vivida cotidianamente por el público. Quienes acudían a ver estas obras no eran inmunes a los acontecimientos históricos o a las crisis económicas, sociales y políticas que jalonan el período 1890-1910. Pero tal vez las vivían desde una cierta lejanía, mientras que su experiencia cotidiana estaba más vinculada a los problemas domésticos, amorosos o vecinales. Ya Miguel de Unamuno nos hablaba de las diferencias entre la Historia y la intrahistoria y, aunque no convenga subrayar dichas diferencias, es obvio que muchos de estos espectadores estaban más pendientes de la segunda sin dejar de ser protagonistas más o menos conscientes de la primera. Para ellos el teatro de Carlos Arniches no era tanto un refugio como un complemento de su experiencia cotidiana. De ahí un éxito que no se explica si sólo partimos de una producción teatral vista como de «evasión», concepto de pertinencia relativa cuando observamos un público «evadido» o alineado.

Si superamos la valoración siempre negativa de esa circunstancia, tal vez empecemos a comprender el porqué de un éxito cuyas peores connotaciones no se deben atribuir sólo a un teatro que, en realidad, consiguió adecuarse a las necesidades de sus espectadores recurriendo a lo que la tradición mandaba. Pudo aumentar así, tal vez, el grado de alienación de sus espectadores, pues nadie plantea la falta de trascendencia ideológica de estos géneros destinados a la diversión y el entretenimiento. Pero no creo que fuera el objetivo básico de unos autores que, en connivencia con el resto de los implicados en la actividad teatral, tenían unas motivaciones bastante más sencillas.

Por lo tanto, dudo de la necesidad de buscar en los sainetes y géneros cercanos las huellas de una imagen histórica que, independientemente de las crisis y demás conflictos, no está destinada a alimentar este tipo de teatro. Algunos recordarán que el propio Carlos Arniches escribió sainetes, como los agrupados en el volumen Del Madrid castizo (1917), donde el fondo social del momento era evidente. De acuerdo, pero por entonces sólo los escribió y publicó, sin pasar por la escena como el resto de sus más de doscientas obras. Este dato evidencia hasta qué punto el género es en teoría compatible con una imagen histórica de la realidad, pero que en la escena pocas veces se ha desarrollado con éxito esa virtualidad del sainete.

Es, pues, otra la imagen de España que debemos buscar en estas piezas, la creada por unos autores que supieron combinar la tradición, siempre tan presente en un género con una marcada tendencia a la repetición, y la innovación, circunscrita a la contemporaneidad de los referentes costumbristas. Ya Ramón de la Cruz había protagonizado un punto de inflexión dentro del teatro breve por su capacidad de incorporar esa contemporaneidad (COULON, 1993). Algo similar sucede con Carlos Arniches y sus colegas, dispuestos a recurrir a fuentes tradicionales para plantear los conflictos dramáticos y, al mismo tiempo, a la novedad que supone la incorporación de determinados tipos y ambientes de aquella época. El sainete es un género que, en esencia, siempre ha funcionado gracias a unos mismos recursos dramáticos anclados en la tradición, pero que requieren nuevos ropajes cada cierto tiempo para dar esa sensación de realismo que es una de las claves del éxito popular. Carlos Arniches era consciente de esta necesidad y supo satisfacerla de una manera tan adecuada que se comprende la enorme popularidad que alcanzó durante el período que nos ocupa.

Descartados los conflictos porque, en lo básico, responden a la tradición del género, cabe plantearse si los tipos que los protagonizan nos pueden aportar una imagen peculiar de aquella España. Todos sabemos que la tradición también marca unas constantes a la hora de configurar unos tipos, que sólo en parte son el fruto de la observación directa de la realidad por el autor. Pero en los ambientes castizos presentes en este género siempre podemos encontrar algunos rasgos de los tipos que nos remiten a la contemporaneidad.

Así, por ejemplo, observamos que en los sainetes de Carlos Arniches los personajes verdaderamente castizos, los muy marcados por su adscripción a un ambiente propio de los barrios bajos, nunca son los verdaderos protagonistas. Si tomamos El santo de la Isidra (1898) como paradigma, el enfrentamiento entre Venancio y Epifanio tantas veces repetido en otros sainetes es, en realidad, una disputa entre un sujeto cuyo rasgo dominante es la normalidad frente a otro que responde a todos los de un tipo de aquellos barrios madrileños. Por la vía del humor, aunque con una reiterada contundencia, Carlos Arniches pone en la picota a los chulos, tanto por su actitud prepotente como por su acoso a las mujeres. Y esos chulos, herederos de una larga tradición en el género, son precisamente quienes evidencian de una forma más evidente su relación con los ambientes populares de aquel Madrid. Siempre pueden arrepentirse y nunca la crítica va más allá de los límites tolerables en un teatro que pretende divertir y entretener ante todo, pero ejemplifican un modelo rechazado por un autor cuya concepción del tipo popular es bien diferente. Venancio y otros muchos como él son el resultado de la visión burguesa que en el fondo subyace en la recreación de los ambientes y tipos populares que se da en el teatro de Carlos Arniches. Amparado en el sempiterno sentido común y elevando sus rasgos positivos a un valor absoluto, sus héroes lo son a imagen y semejanza de una mentalidad que tanto evidencia la distancia entre el autor y la realidad social que supuestamente incorpora a su teatro. Hombres honestos, trabajadores, respetuosos, pacientes..., que incluso pueden pasar por tímidos o cobardes en un contexto popular, se transforman una y otra vez en los verdaderos héroes capaces de mostrar hombría y valor en los momentos decisivos. La transformación que sufrirá muchos años después el protagonista de Es mi hombre (1921) ya se da en varios sainetes del período que nos ocupa. Una radical transformación de un contrastado efecto teatral aprovechado por actores que se especializaron en estos papeles y que, en una segunda lectura, supone la victoria del honrado trabajador sobre unos sujetos que alardean de valor.

La recompensa suele ser la mujer, a menudo objeto de disputa en estos sainetes. Su honradez y decencia las damos por supuestas, así como su limpieza en todos los sentidos y un concepto de belleza donde la naturalidad es la nota predominante. Lo peculiar de estas mujeres es su capacidad de iniciativa. La tienen ya cuando son jóvenes que sin traspasar los límites del decoro hacen todo lo posible para casarse con los hombres honrados. Pero son todavía mucho más activas una vez casadas, cuando se convierten en parte de los fundamentales personajes secundarios de estas obras corales. Consciente del efecto cómico de la situación, Carlos Arniches nos presenta a unas esposas enérgicas y dominantes que apenas dejan hablar a sus pusilánimes esposos. No sólo se trata de un mayor grado de energía y protagonismo, sino que son precisamente las mujeres quienes encarnan la línea ortodoxa en cuantos conflictos o situaciones se presentan. Los novios o los maridos se pueden equivocar o dejarse engañar, pero no sus parejas que acaban siendo las encargadas de reconducirles por el buen camino. Es cierto que al hombre se le da un margen para el error siempre disculpable al final, aunque acaba estando en las manos de unas mujeres que son explícitamente exaltadas en estas obras. Nada más lejos del feminismo que los sainetes, pero en los de Carlos Arniches encontramos una visión del papel de la mujer que debemos relacionar con la mentalidad que también exaltaba a los Venancios frente a los Epifanios. Una mentalidad que pone en el centro a estos modélicos sujetos tan verosímiles en sus barrios populares como fruto del paternalismo burgués del autor. A su alrededor pueden pulular otros tipos más marcados desde un punto de vista costumbrista que nos harán sonreír y aportarán el sabor peculiar de estas obras, pero que nunca serán la verdadera referencia positiva de unas obras cuya orientación didáctica es todavía más acusada que en los tiempos de Ramón de la Cruz.

En la trayectoria de Carlos Arniches el período 1890-1910 no sólo es el del triunfo de los sainetes madrileñistas sino el de su colaboración con Enrique García Álvarez (1902-1912). Fruto de la misma es la aparición de un nuevo tipo, «el fresco», que pronto fue el protagonista de obras triunfantes como El terrible Pérez (1903), El pobre Valbuena (1904) o El fresco de Goya (1912). Su caracterización es coherente con la evolución que este teatro representa con respecto a los sainetes. En estos se daba un equilibrio entre lo costumbrista y lo cómico que permitía incluso la aparición de elementos como lo melodramático y hasta lo didáctico o moral. Este equilibrio basado en una hábil dosificación capaz de satisfacer las diferentes expectativas de los espectadores se rompe en las citadas obras, donde lo cómico alcanza una hegemonía que no impide que la ambientación social sea similar a la de los sainetes. Lo costumbrista se convierte en una mera referencia para situar la acción y los tipos, entre los cuales destaca como protagonista el «fresco», un pícaro o un granuja que inventa patrañas sin maldad real y que siempre son descubiertas y ridiculizadas. Todo responde a la lógica de la comicidad, la de «gozar y reír, que pa eso es la vida» según las palabras finales de «El pobre Valbuena». Enrique García Álvarez y Carlos Arniches recurren a un auténtico arsenal de juegos de palabras fruto de su indudable ingenio y gracia para el diálogo, crean situaciones tan tópicas como divertidas para el público de la época y, sobre todo, confían en la vis cómica de actores como Emilio Carreras y José Mesejo capaces de caricaturizar un tipo ya de por sí caricaturizado sin ningún interés por el reflejo de la realidad.

Tal y como podemos suponer, en este teatro apenas encontramos testimonios de alguna circunstancia conflictiva de la España de la época. La imagen que se da es la de una comunidad feliz y confiada, conformista con una humildad que parece el refugio de la sana y sencilla alegría. La absoluta ingenuidad e inocuidad de las frescuras del fresco es tan sólo el motivo teatral que permite la aparición de la comicidad en unas obras que recurren a la música, las divertidas letras de las canciones y a todo aquello que pueda transmitir optimismo a los espectadores. Esa es la divisa y a ella se entregan unos autores que cuentan con la complicidad de las compañías y del público, que acude a estas representaciones con el deseo de pasar un rato divertido. No creo que debamos pensar en una deliberada pretensión de escamotear o tergiversar la realidad, sino de moverse en los estrechos límites de un escenario donde un flexible concepto de la verosimilitud permite aceptar como próximo lo que tan sólo es fruto de la ficción teatral. Los mecanismos de la misma, aquellos que provocan la risa, eran bien conocidos por unos autores que nunca se sintieron obligados a dar cuenta de aquello que sucedía más allá de los escenarios. No fue siempre así en el caso de Carlos Arniches. Su evolución prueba unas inquietudes en este sentido poco habituales entre los dramaturgos que alcanzaron el éxito popular por entonces (RÍOS CARRATALÁ, 1992). Pero el camino que poco después le llevaría a las tragedias grotescas y otras obras donde aparece el elemento crítico y regeneracionista está lejos del seguido en estos vodeviles asainetados, escritos en colaboración con Enrique García Álvarez, un maestro del humor incapaz de levantar el vuelo creativo más allá de los miles de chistes y juegos de palabras que escribió gracias a un ingenio sin demasiadas ambiciones.

La crítica teatral de aquellos años no reprochó a ambos autores ese «escapismo» que, en cualquier caso y con diferentes denominaciones, se consideraba consustancial al tipo de teatro que cultivaban. Se puede pensar en una complicidad entre los críticos, los autores, las empresas y el público mayoritario. Pero esa misma complicidad no impedía que Carlos Arniches fuera duramente tratado en la prensa por la repetición de motivos y situaciones, la reiteración en la presentación de los tipos y, en definitiva, por todo aquello que formaba parte de las consecuencias de una producción donde se sucedían los estrenos a ritmo vertiginoso. Se le reprochaba el agotamiento de las fórmulas que empleaba, no la propia esencia de las mismas, que suponían un acotamiento del escenario para crear un mundo específicamente teatral que, al mismo tiempo, diera una ilusión de realidad. Si posteriormente evolucionó en el sentido indicado no es porque reconsiderara lo ya hecho, sino porque percibió que la evolución de su público cada vez menos popular aconsejaba introducir con precaución unos elementos que sintonizaban con tendencias coetáneas como el regeneracionismo, reducido a veces en sus obras a una plasmación dramática del sentido común que contaba con la aceptación unánime de su público.

No obstante, estas obras nos aportan una información acerca de aquella época que no debemos desestimar. A pesar de todo lo dicho, Carlos Arniches y sus colegas trasladan al escenario imágenes, palabras, costumbres, circunstancias, anécdotas... que nos remiten a la España de entonces. Carecen de una estructuración, de un marco que les dé sentido histórico y nos permita comprender el porqué de su aparición. Pero esta carencia supone una dificultad relativa cuando, por otras vías, tenemos la suficiente información para captar el valor real de unos elementos que han quedado como testimonio de un momento. Ninguno tiene una importancia fundamental, pero es indudable que, salvada la tendencia del costumbrismo a recrear lo tradicional más allá de su efectiva presencia en la realidad coetánea, la lectura de estas obras nos permite captar aspectos de la intrahistoria o la cotidianidad de aquellas gentes. Mucho se ha hablado del lenguaje castizo y de su relación con el popular de entonces, siempre se ha señalado el interés de los espacios de sociabilidad que se dan en torno a las fiestas, las reuniones en los patios de vecindad y otros lugares tan habituales en este tipo de teatro, pero convendría hacer hincapié en las acotaciones escenográficas de los sainetes de Carlos Arniches y sus colegas. La escasez de documentos gráficos no nos permite a menudo comprobar hasta qué punto esas indicaciones de los autores fueron un deseo o se plasmaron efectivamente. No obstante, es indudable la voluntad de realismo que se percibe en unas detalladas acotaciones que crean un espacio tan estilizado como los tipos, aunque con unos inevitables paralelismos con la realidad que facilitarían la rápida identificación por parte de los espectadores.

Recordemos, por ejemplo, la acotación inicial de El santo de la Isidra, un «sainete lírico de costumbres madrileñas» que se desarrolla en «época actual»:

Una plazuela de los barrios bajos. Al foro, dos casas separadas por un callejón que da a la calle de Toledo, y en cuyo fondo se ve la plaza de la Cebada. La casa de la izquierda tiene en su planta baja una tienda de ultramarinos con puertas practicables. La puerta de esta casa, practicable también, da al callejón. A la derecha, otra casa y debajo una taberna con un rótulo que dice: «Número 8. Vinos y licores. Número 8». La puerta de la taberna que da frente al público y la que da al callejón, practicables. En los laterales derecha, una casa de modesta construcción, y en el ángulo que forma esta casa con la taberna, el chiscón de un zapatero de viejo. En los laterales izquierda, otra casa, en cuya planta baja hay establecida una tienda de sillas, de las cuales vense algunas colgadas en la puerta. La muestra de la tienda dice: «La Mecedora. Se ponen asientos, se forran sillerías». El balcón de la casa de la derecha, que también es practicable, lleno de tiestos con flores.


(OO.CC., II, 693).                


Obsérvese el paralelismo de esta acotación con la también inicial de La fiesta de San Antón (1898), otra obra del mismo género:

Calle que desemboca en una plazuela; al frente, a la izquierda, y formando ángulo con las casas laterales del mismo lado, una casa en cuya planta hay una taberna con puerta practicable, a cuyos lados habrá algunos banquillos. En el primer término izquierda, casa con puerta practicable, y al lado, una frutería en la que se verán cestos y cajones de fruta y verduras. A la derecha, en primer término, casa en cuya planta baja figura una tienda de guarnicionería; dicha puerta tendrá en el centro una puerta vidriera de dos hojas, practicable; a los lados, escaparates, con arreos, arneses, etc. Sobre la puerta, un rótulo que dice: «Antonio Olmedo. Guarnicionero». Uno de los balcones de esta casa, el último de la fachada, que da a la calle, practicable. Al foro, ángulo de una plaza con árboles y jardín, rodeada por una verja de hierro. Calle al foro. En la parte de la verja que da frente al público, figurará estar situado un punto de coches, de los cuales, la parte trasera del último simón debe ser vista del público.


(OO.CC., II, 747).                


No cabe explicar que son la antítesis de las acotaciones valleinclanescas, pues su precisión es propia de quien intenta crear un espacio identificable gracias a las imágenes que nos remiten a espacios reales y a unos detalles que aportan una indudable sensación de realismo. No se subraya nada en especial, sino que se intenta recrear un conjunto armónico en el que cada elemento mantiene una relación complementaria con el resto. Al margen de las limitaciones técnicas de la época, imaginamos una iluminación plana para un escenario que debe dar también la sensación de completo, de que no falta ni el más mínimo detalle para recrear esa imagen real de un lugar concreto del Madrid coetáneo. Una escenografía, por otra parte, que se va a integrar de manera notable en la acción dramática. Obsérvese en la insistencia de puertas y balcones practicables, usados por unos tipos que están viviendo o trabajando allí mismo. En realidad, nunca trabajan, pues esta actividad no interesa dados los planteamientos cómicos del sainete, pero necesitamos situar laboralmente a quienes van a intervenir en la acción. Como es lógico, nunca realizan trabajos en solitario, siempre se busca tiendas, tabernas o lugares similares de manera que, además de la caracterización, se facilite un espacio público que permita la comunicación. Dichas localizaciones deben tener un sabor castizo o tradicional, propio de los artesanos o tenderos que tan a menudo aparecen en los sainetes. Para hacer más evidente ese sabor se utilizan, por ejemplo, las sillas colgadas. O los rótulos, sacados probablemente de la libreta que decía llevar Carlos Arniches en sus visitas a los barrios castizos para anotar estos y otros detalles observados. Y el moratiniano rasgo del número de la casa, ese deseo de verismo traducido en un dato que, como bien observara Russell P. Sebold, sólo se hace presente en el teatro español a partir de la comedia moratiniana (1989:335). Otros elementos escenográficos intentan dar una sensación agradable o alegre. Los tiestos de flores, los árboles, el jardín... evitan cualquier nota de aridez o dureza para un paisaje urbano que, no lo olvidemos, está obligado a ser el marco de una acción donde aunque apunte lo dramático se impondrá el desenlace feliz.

Dicho desenlace tendrá, no obstante, lugar en el espacio de la fiesta, «La pradera de San Isidro el día del Santo» y «Final de una calle que va a desembocar en la de Hortaleza», en la que se celebra la fiesta de San Antón. La lectura de las respectivas acotaciones es un nuevo ejemplo de los ambiciosos objetivos que en este sentido tenía Carlos Arniches, en contra incluso de la tradición de un género que no había destacado por su escenografía en épocas anteriores. En el primer caso recurre a un merendero, espacio habitual en los sainetes para los diferentes encuentros y diálogos entre los personajes, pero rodeado de vendedores ambulantes, tiovivos, barracones de figuras de cera, etc. Hasta conseguir una «Animación extraordinaria». La misma también se busca en La fiesta de San Antón, siendo necesario contar con numerosos figurantes al margen del ya de por sí extenso reparto. Vuelven a aparecer las tabernas y los comercios con puertas practicables, ahora acompañados por puestos ambulantes de juguetes, dulces, frutas y panecillos del santo. Incluso se propone la participación de jinetes cabalgando, aunque en una acotación posterior se indica una alternativa ante la más que presumible dificultad. El objetivo es de nuevo la creación de un ambiente de «Vida, luz y alegría extraordinaria en el cuadro». Es probable que los medios para alcanzarlo no estuvieran a la altura de los deseos del autor, pero no cabe duda de la intención de este sainetero que habría disfrutado si hubiera visto plasmados estos ambientes en algunas de las películas de Edgar Neville, un admirador suyo que llevó al cine ese ambiente costumbrista y abigarrado de la fiesta popular (RÍOS CARRATALÁ, 1999).

Estamos, pues, ante una escenografía cuya selección de elementos y presentación están condicionadas por las características propias de los sainetes. Hay observación de la realidad, pero sobre todo adecuación a los objetivos de las obras. No obstante, y sabido esto, cabe el análisis de esos detalles como un conjunto de imágenes que nos remiten a experiencias cotidianas de los madrileños de la época. Cuando Edgar Neville en los años cuarenta llevó a la pantalla estos ambientes (El crimen de la calle Bordadores, La torre de los siete jorobados, El último caballo...) buscaba la evocación de un pasado perdido, coherente con su peculiar concepción del sainete. Pero cuando se estrenaron las obras citadas este abigarrado conjunto de detalles buscaba el reflejo de una contemporaneidad que con el paso del tiempo ha adquirido una nueva dimensión para los espectadores y los investigadores. Esa línea de trabajo fue fundamental en mi libro Lo sainetesco en el cine español, donde analicé la presencia de elementos relacionados con este género teatral en varias decenas de películas desde los años cuarenta hasta los inicios de la etapa democrática. Al margen de otras cuestiones que no puedo abordar ahora, hice hincapié en el valor testimonial de unas películas que, en ocasiones, habían adquirido con el paso del tiempo un nuevo sentido no previsto por sus autores y basado precisamente en ese valor. Gracias a él pude escribir capítulos sobre la vivienda, el transporte, el mundo del trabajo... recopilando datos que solían estar sacados de las imágenes que quedaban en un segundo plano. Las más interesantes a menudo frente al convencionalismo de las situaciones dramáticas y los protagonistas. No sólo eran los actores secundarios quienes aportaban interés a estas películas corales, sino también toda una puesta en escena que probablemente pasaría desapercibida para los espectadores coetáneos por su verismo, mientras que ahora ha adquirido un valor documental a veces sorprendente.

Un valor cuyo significado no lo aporta el sainete o lo sainetesco. En las películas más interesantes porque esos elementos eran utilizados desde una perspectiva que desborda los límites de un género poco dado a los testimonios con sentido crítico. Lo sainetesco en manos de cineastas como Fernando Fernán-Gómez, Luis García Berlanga, Rafael Azcona y otros se entrecruza con movimientos como el Neorrealismo, por ejemplo, que son los que verdaderamente aportan esa lectura. En otros casos de cineastas más identificados con el franquismo y menos proclives a las corrientes críticas, cuando ruedan películas sainetescas inevitablemente dejan una serie de testimonios al sacar la cámara a la calle, incorporar imágenes de la cotidianidad y recrear ambientes y tipos tan identificables como populares. En estas películas volvemos a ver tipos que nos recuerdan a los castizos y frescos de las obras de Carlos Arniches, habitualmente llevados a la pantalla por los geniales secundarios del cine español de los años cincuenta que actuaban de acuerdo con una tradición teatral. Tal vez, y para sorpresa de algunos, eran tan buenos en el cine porque eran teatrales hasta la médula, como bien demuestra el caso ejemplar de Pepe Isbert, que interpretó las obras de Carlos Arniches en los escenarios y actuó en numerosas películas sainetescas. Él supo como pocos encarnar el tipo del castizo y no hace falta explicar la brillantez de unas interpretaciones a veces deslumbrantes, pero si lo que buscamos es el testimonio de la España franquista conviene que nos olvidemos un tanto de esos personajes que encarnó y busquemos el trasfondo de los mismos, lo que se da por explicado de cara a los espectadores coetáneos, pero sorprende visto hoy.

Recordemos, por ejemplo, su intervención en Historias de la radio (1955), una película con numerosos elementos sainetescos de alguien tan poco sospechoso de planteamientos críticos contra el franquismo como José Luis Sáenz de Heredia. Ese pobre científico que se disfraza de esquimal para acudir a un concurso radiofónico en busca del dinero necesario para culminar su trabajo es un personaje que invita a la reflexión. Probablemente los espectadores de la época se reirían, como nos reímos nosotros en primera instancia, al contemplar las peripecias que protagoniza hasta llegar a la emisora con la ayuda del personaje interpretado por Tony Leblanc. Pero cuando empieza a hablar y explica sus razones la risa se congela y surge un patetismo nada extraño a la fórmula original del sainete. Ahí, en lo tragicómico tantas veces utilizado por Carlos Arniches, acaba la propuesta cinematográfica de José Luis Sáenz de Heredia. Pero un espectador sensible e inteligente que contempla la película cincuenta años después se puede plantear la imagen de una España en la que los inventores deben disfrazarse de esquimal para poder trabajar, en la que un niño enfermo debe recurrir a la sabiduría del maestro de su pueblo para que con el dinero ganado en un concurso pueda ser operado y en la que quienes acuden a Misa son más ladrones que los ladrones que «acuden» a sus casas. Son situaciones y personajes que con el paso del tiempo dan una imagen tremenda de aquella España, algo sorprendente en quien dirigiera Franco, ese hombre (1965). Pero son los «riesgos» de lo sainetesco, que siempre acaba siendo poroso ante una realidad que se incorpora a la pantalla y deja un testimonio cuyo sentido no se puede controlar con el paso del tiempo.

No sucede exactamente igual en los sainetes, donde un mayor grado de convencionalismo de acuerdo con el género supone una barrera más efectiva para que ese valor testimonial se haga efectivo. Recordemos, no obstante, que lo llevado al cine con un mínimo de interés es lo sainetesco, no los sainetes que pronto desaparecieron de las pantallas tras unas desafortunadas adaptaciones realizadas antes de la Guerra Civil. De ahí que, si pretendemos buscar el valor testimonial, en los tipos debamos indagar el trasfondo que los motiva y caracteriza, esa mentalidad que alienta la filosofía de la conformidad de la que suelen hacer gala. Y, al mismo tiempo, conviene observar las propuestas escenográficas de unos autores sujetos a las limitaciones del teatro de la época, pero capaces de imaginar lo necesario para la recreación de unos ambientes donde lo popular no era sinónimo de vulgar. Había precisión, gusto por el detalle, para que un conjunto observado como realista pudiera transmitir el optimismo consustancial al género, esa «Animación extraordinaria» indicada en las acotaciones arnichescas.

Por lo tanto, en un género donde todo parece tan obvio y directo si lo que pretendemos es buscar el testimonio de una época conviene acudir al trasfondo o a esos segundos planos tan importantes en el sainete, un género teatral que a menudo nos recuerda el plano secuencia cinematográfico. El primero nos remite a unos autores hábiles para crear unos tipos teatrales hasta la médula, que como tales conectan inmediatamente con el público, pero que también son consecuencia de una filosofía de la conformidad adaptada a los tiempos y disfrazada con la ayuda de un aparente sentido común que pretende estar más allá de cualquier discusión. Los segundos planos nos remiten a unos ambientes no menos teatrales, pero que conservan una esencia realista que les permite aportar numerosos detalles que nos remiten a la cotidianidad de la época. La misma nunca es explicada o justificada por un género que no tiene voluntad de comprender su propia época, pero nosotros con la ayuda de la Historia podemos hacer esa labor. De ahí que, de una forma indirecta y con unos criterios distintos a los de la metodología positivista, sea viable utilizar el sainete como un posible testimonio de la época. Mucho más lo será lo sainetesco, fruto de la descomposición del género y de la influencia de nuevas corrientes. Pero la suya es una historia que se corresponde con una época posterior a la abordada en este seminario.






Bibliografía citada

ARNICHES, Carlos, Del Madrid castizo. Ed. José Montero Padilla, Madrid, Cátedra, 1978.

——. El fresco de Goya, Madrid, Imp. R. Velasco, 1912.

——. El pobre Valbuena, Madrid, Imp. R. Velasco, 1904.

——. La señorita de Trevélez. Los caciques. Ed. de Juan A. Ríos Carratalá, Madrid, Castalia, 1997.

——. El terrible Pérez, Madrid, Imp. R. Velasco, 1911 (4.ª ed.).

——. Obras completas. Ed. M.ª Victoria Sotomayor Sáez, Madrid, Fundación José A. Castro, 1995, T. I: 1888-1894. T. II: 1895-1900.

COULON, Mireille, Le sainete à Madrid à l'époque de Don Ramón de la Cruz, Pau, P.U.P., 1993.

RÍOS CARRATALÁ, Juan A. Carlos Arniches, Alicante, C.A.P.A., 1990.

——. «Arniches, los límites de un autor de éxito», en Dru Dogherty y M.ª Francisca Vilches (eds.), El teatro en España entre la tradición y la vanguardia (1918-1939), Madrid, C.S.I.C., 1992, pp. 103-110.

——. Lo sainetesco en el cine español, Alicante, Universidad, 1997.

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