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Del escenario a la pantalla: modelos de adaptación y otras circunstancias


Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



Las relaciones entre el cine y la literatura están siendo objeto de un creciente interés por parte de los investigadores y, como consecuencia, se multiplican los seminarios y congresos que las abordan desde diferentes perspectivas. En este contexto no debe extrañarnos que algunos temas sean recurrentes y que lo debatido en una mesa redonda nos sirva para plantear una comunicación donde los puntos de partida son similares. El cineasta Ventura Pons y el dramaturgo José Luis Alonso de Santos participaron en un reciente seminario celebrado en Madrid y organizado por el Dr. José Romera Castillo (U.N.E.D.). El autor de Bajarse al moro dio cuenta de sus relaciones con el cine desde el desencanto de quien ha sido adaptado en varias ocasiones sin resultados positivos, al menos en el sentido de la coherencia con las obras originales (RÍOS CARRATALÁ, 2000:211-225). Su escepticismo y tolerancia le han llevado a una actitud comprensiva hacia un cine que parece ser incapaz de respetar los rasgos más significativos de sus obras. No se quejó de nada ni de nadie, pero a raíz de su experiencia y en un contexto en el que el necesario didactismo obligaba a un cierto maniqueísmo estableció una relación de contraposición entre el cine y el teatro articulada en torno a un decálogo. Ventura Pons le rebatió inmediatamente y manifestó que ese mismo decálogo podía ser interpretado al revés, poniendo como ejemplos sus propias películas basadas en obras teatrales de Sergi Bebel y Josep Mª Benet i Jornet.

Ambos, en mi opinión, tenían razón. Después de ver las adaptaciones realizadas por Fernando Colomo (Bajarse al moro, 1988) y Eloy de la Iglesia (La estanquera de Vallecas, 1987) a partir de textos de José Luis Alonso de Santos -en estos momentos se está terminando Salvajes, basada en la homónima obra- es posible pensar en dos mundos distintos y hasta incompatibles en determinados aspectos. Pero después de ver las cuatro realizadas por el citado cineasta catalán es también posible pensar en una compenetración enriquecedora desde la perspectiva tanto teatral como cinematográfica. Como suele decirse, cada uno cuenta la historia según le va, pero debe evitarse cualquier generalización. En un tema como el de las relaciones entre el cine y la literatura es preferible hablar de casos concretos y dejar para mejor ocasión las conclusiones generales.

Ventura Pons en la citada sesión explicó los distintos procedimientos utilizados en sus adaptaciones cinematográficas y hasta esbozó diferentes modelos. Nunca habló de un único modelo, sino de las necesidades específicas que tenían las obras a partir de las cuales realizó un trabajo en colaboración con los propios autores. Esta actitud de respeto y análisis, de evitar cualquier apriorismo, le ha permitido adaptar obras tan distintas como E.R. de Josep Mª Benet i Jornet y Caricies de Sergi Bebel, por ejemplo. Las pautas seguidas en ambos casos son diferentes y constituyen el fruto de un diálogo del cineasta con los dramaturgos, de una reflexión a partir de lo específico y concreto de la obra objeto de la adaptación. Es obvio que, al margen de los resultados, yo comparto esta forma de trabajo tan alejada de la recordada por José Luis Alonso de Santos, auténtico convidado de piedra en unos procesos donde los responsables de las adaptaciones parecían tener todas las respuestas muy claras. Pero esa actitud de colaboración, respeto, diálogo y alejamiento de cualquier apriorismo sobre lo específico teatral y lo específico cinematográfico sólo es posible cuando se dan determinadas circunstancias, a menudo de índole estrictamente personal o relacionadas con los mecanismos de producción. Los resultados pueden ser considerados como modelos de adaptación capaces de ser caracterizados y analizados por los especialistas, pero en la base de los mismos encontramos unas circunstancias frecuentemente olvidadas, a veces y de forma paradójica por su propia obviedad.

Ventura Pons en su breve intervención dio algunas de las claves que nos remiten a esas circunstancias. Su caso es el de un cineasta con una prolongada trayectoria en el campo teatral que sigue manteniendo esa relación con los escenarios y sus protagonistas. Una relación de colaboración que propicia la búsqueda de soluciones creativas para cada obra, para cada propuesta de adaptación, término de dudosa pertinencia cuando se habla de trabajos de estas características. Supongo que si José Luis Alonso de Santos hubiera contado con un cineasta con estos planteamientos habría tenido una experiencia muy distinta, pero ni Fernando Colomo ni Eloy de la Iglesia, aparte de que sus filmografías se contraponen radicalmente a la del catalán, comparten un interés por lo teatral. Ventura Pons es capaz de explicar razonadamente el porqué de su trabajo a partir de unas obras que las acaba considerando como suyas, con las que mantiene una relación de identificación. Por el contrario, prefiero no indagar demasiado en las motivaciones que impulsaron los trabajos de Fernando Colomo y Eloy de la Iglesia. Ambos son directores respetables que cuentan con varias películas interesantes en su filmografía, pero que acudirían a los textos de José Luis Alonso de Santos con no poco del oportunismo que a menudo les ha caracterizado y en el marco de una línea de producción radicalmente distinta a la peculiar seguida por Ventura Pons, con resultados tan estimables como poco generalizados gracias a una eficaz captación de apoyos financieros. En definitiva, cuando hablamos de modelos de adaptación conviene no olvidar una obviedad: son el resultado de unas circunstancias donde el componente personal de sus artífices incide de manera decisiva.

Sería por mi parte un error disertar sobre modelos de adaptación, materia cuya competencia corresponde a quienes desde la teoría de la literatura o el comparatismo estudian estas cuestiones. Quienes somos historiadores tanto del teatro como del cine tenemos nuestro modelo ideal, resultado del análisis de experiencias concretas que hemos documentado. También podemos hablar -con similar prudencia- de modelos negativos, fruto de otras muchas experiencias no menos concretas que hemos tenido que afrontar como investigadores. Pero nuestro objetivo no es debatir sobre lo ideal o lo negativo, sino intentar conocer las circunstancias que propiciaron las adaptaciones cinematográficas de obras teatrales. Unas circunstancias que abarcan campos muy distintos, que van desde la formación y la trayectoria de los responsables del trabajo (guionistas, directores...) hasta los objetivos de las productoras pasando por el análisis de las tendencias que se dan en la cinematografía del momento. Y no nos olvidemos nunca de que estas circunstancias a menudo son rocambolescas en un mundo como el del cine español donde todo es posible, hasta tal punto que el historiador debe relativizar su metódico racionalismo y admitir el capricho y el azar como factores decisivos.

En mi libro La ciudad provinciana (Literatura y cine en torno a Calle Mayor) analizo una película que, entre otras cosas, constituye un ejemplo positivo de cómo adaptar un texto teatral, en este caso La señorita de Trevélez (1916) de Carlos Arniches. No creo que Juan A. Bardem siguiera un modelo de adaptación, al menos en un sentido estricto que entraría en contradicción con el concepto de autoría de este director. Tampoco lo hizo en A las cinco de la tarde (1960), a pesar de contar en el guión con la presencia de su camarada Alfonso Sastre, autor de la obra en la que se basa libremente la película. Su reconocido acierto más bien sería la consecuencia de una serie de circunstancias propicias para el trabajo de adaptación entendido como una recreación. Dado que los asistentes a este seminario van a ver Calle Mayor, recordaremos algunas de esas circunstancias. No todas tienen la misma incidencia en el resultado final, algunas son decisivas y otras se limitan a crear un clima favorable, pero lo importante es comprender que el acierto del director y guionista no fue casual ni fruto exclusivo de un período de inspiración.

Juan A. Bardem es un cineasta que siempre ha mantenido una relación muy estrecha con el mundo del teatro. Sus padres, Rafael Bardem y Matilde Muñoz Sampedro, fueron destacados actores a través de los cuales conocería parte de lo reflejado en Cómicos (1954), excelente radiografía de un colectivo profesional en la España del franquismo (RÍOS CARRATALÁ, 2000a:11-124). Juan A. Bardem también ha afrontado en varias ocasiones las tareas de director teatral, uno de sus mayores hitos profesionales fue la puesta en escena de La casa de Bernarda Alba, y ha contado con la colaboración de un autor tan significativo como Alfonso Sastre para algunos de sus guiones escritos entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Estos datos de su trayectoria ya nos indican una proximidad a lo teatral -confirmada por él mismo en varias entrevistas- compatible con un sentido crítico que siempre ha caracterizado a un Juan A. Bardem decidido partidario de un concepto de autoría cinematográfica que radica en el director.

Proximidad y sentido crítico también van a estar presentes en Calle Mayor en tanto que adaptación o recreación de La señorita de Trevélez. La primera circunstancia es la que justifica la elección de la tragedia grotesca de Carlos Arniches entre otros materiales literarios para la elaboración de la citada película. Una proximidad basada en la recreación de lo provinciano como símbolo de una actitud y una realidad que van mucho más allá del caso particular presentado. Y en el regeneracionismo, verdadero motor de las películas del Juan A. Bardem de los años cincuenta que le llevó a una confluencia con otros autores que en diferentes épocas habían compartido esa actitud regeneracionista, aunque desde diferentes perspectivas ideológicas. El Carlos Arniches de La señorita de Trevélez es uno de ellos. Hay grandes diferencias entre el conservadurismo monárquico del sainetero alicantino y el marxismo del cineasta, pero ambos comparten un regeneracionismo que, aplicado sobre la realidad provinciana, tiene unas bases que se remontan a la novelística de Leopoldo Alas y Benito Pérez Galdós. Toda esa tradición es asumida por un Juan A. Bardem que sabe compatibilizarla con sus planteamientos ideológicos y políticos, lo cual le llevará a una reconsideración de algunos personajes y situaciones concretas. Nada tiene que ver la grotesca Florita de Carlos Arniches con la Isabel de Calle Mayor cuyo drama interpretó con tanto acierto Betsy Blair, hay significativas diferencias entre el paternal Don Marcelino y el comprometido Federico, el ingenio de los miembros del Guasa Club es sustituido por un retrato más duro y hasta violento de estos vitelloni en la película..., pero todas estas transformaciones que reflejan los planteamientos del director son fruto de su sentido crítico, de una ideología que se percibe en cada fotograma, sin romper esa base común que permite la utilización de la obra de Carlos Arniches.

La película se presenta en los títulos de crédito como una adaptación libre, es decir, una verdadera adaptación. Juan A. Bardem nunca pretende seguir al pie de la letra un texto arnichesco que no comparte en su totalidad. Su guión es absolutamente original y su objetivo es la reelaboración de unos materiales que proceden de La señorita de Trevélez, pero también de obras dispares como Doña Rosita la soltera (1935) de Federico García Lorca y algunos poemas de Agustín de Foxá. Todo ello eficazmente enmarcado en una tradición literaria que va desde los citados novelistas decimonónicos hasta la narrativa coetánea de un Juan A. Bardem que también supo estar en la misma línea que cineastas como el Federico Fellini de I Vitelloni. Esta es la verdadera clave del éxito de una adaptación que no se plantea a partir del texto concreto, sino de la esencia de su significado dentro de una tradición literaria que por diversos motivos conecta con el presente creativo del por entonces joven cineasta y otros creadores. Es obvio que no bastaba esta circunstancia, que era preciso elaborar un guión a partir de la misma, pero dicha elaboración partía de una base sólida.

Calle Mayor es la antítesis de una adaptación hecha por encargo. Un guionista o un director pueden realizar trabajos excelentes a partir de un encargo, pero el riesgo es que se reduzcan a lo que podríamos denominar una mera transformación técnica, que sólo afronten los problemas de lenguaje que plantea el paso de un texto a la pantalla. Ventura Pons en la citada mesa redonda explicó que la primera tarea para adaptar una obra era la lectura de todas las del mismo autor. Tan justificada actitud dista mucho de estar extendida entre los adaptadores cinematográficos por problemas de tiempo, desinterés... o, simplemente, por una falta de rigor profesional. El resultado es la probable pérdida de algunas de las claves que justifican la obra adaptada y, lo que es más importante, que el guión tenga más de traducción que de reelaboración creativa. En mi libro El teatro en el cine español estudié numerosas adaptaciones y comprobé hasta qué punto la tarea señalada por Ventura Pons era obviada por muchos guionistas y directores, interesados tal vez por la obra concreta objeto de su trabajo pero incapaces de estudiar la trayectoria en la que se sitúa dicha obra y, por supuesto, completamente ajenos a los análisis que sobre la misma se hayan publicado en el ámbito académico. Mi experiencia en este sentido es desalentadora y no circunscrita a lo cinematográfico, pues algo similar sucede con bastantes directores teatrales. Mi ingenuidad no llega hasta el límite de pensar que trabajos de investigación como los que realizamos permitan resolver determinados problemas a los creadores. Pero tampoco les molestarían para afrontarlos. Al menos tendrían la oportunidad de ahondar en algunos aspectos, de conocer mejor las claves interpretativas de una obra. Muchos confían más en su instinto o intución disfrazados de inspiración, pero esa confianza a menudo es en realidad fruto de una comodidad o autosuficiencia que les lleva a ignorar lo realizado por seres tan extraños para ellos como somos nosotros. Hay excepciones, pero realmente son pocas.

Juan A. Bardem no pudo acudir a una bibliografía crítica inexistente por entonces, pero siempre ha demostrado ser un excelente lector, cualidad en vías de desaparición entre la mayoría de los cineastas más jóvenes. No se explica de otra manera su capacidad en Calle Mayor para quintaesenciar lo provinciano, ese telón de fondo que determina todo lo sucedido en la película. No creo que sea el fruto de un momento de inspiración o de una intuición genial, sino de una base cultural y literaria tan sólida como relacionada con el tema propuesto en la película. Un tema en cuyo planteamiento hay una implicación personal, pero que se ampara en una tradición asumida con un sentido crítico capaz de hacerla compatible con tendencias cinematográficas y literarias coetáneas.

Por otra parte, Juan A. Bardem sufrió numerosas vicisitudes durante la realización de Calle Mayor, hasta tal punto que fue detenido y durante un período el rodaje quedó interrumpido. El propio director ha reflejado estas circunstancias en un guión inédito que desearíamos ver en las pantallas o, al menos, editado. Pero estos problemas, a los que deberíamos añadir la presión de la censura para descontextualizar geográfica e históricamente la película, acabarían reafirmándole en una creación tan vinculada con sus planteamientos ideológicos y cinematográficos. Más decisivo sería el apoyo encontrado en un productor que supo aprovechar inteligentemente la baza que representaba un Juan A. Bardem siempre tan lejos de pretender ocultar su postura. A Cesáreo González le interesaba contar con un director de prestigio y una película capaz de competir en certámenes internacionales. Este objetivo, oportuno más que oportunista, era compatible con una voluntad de no interferir en el desarrollo argumental de la película y le obligaba a dar un sólido apoyo en la producción, algo tan demandado por el Juan A. Bardem de las conversaciones salmantinas como presente en sus películas rodadas durante la década de los cincuenta y que han quedado como las mejores de su irregular trayectoria.

En definitiva, en el caso de Calle Mayor encontramos una serie de circunstancias favorables poco frecuentes en la mayoría de las adaptaciones cinematográficas de textos literarios. En mi libro El teatro en el cine español estudié algunas, pero de la lectura de los textos autobiográficos de los actores (RÍOS CARRATALÁ, 2001) y de numerosos testimonios para la monografía que estoy escribiendo sobre el trabajo como guionistas de los dramaturgos durante el franquismo he podido deducir algunas circunstancias negativas que han incidido en las citadas adaptaciones. Vamos a citar algunas para que, antes de formular un posible modelo teórico, las tengamos en cuenta.

¿Por qué se elige un texto literario o teatral para ser adaptado? Las respuestas son múltiples, pero lo negativo es que a menudo se sitúan al margen de una lógica que nos haga pensar en una demanda por parte del público o en la virtualidad cinematográfica del original. El instinto de algunos productores o cineastas para captar esa hipotética demanda suele ser sustituido por la idea de que lo que ha funcionado, desde el punto de vista comercial, en la novela o en los escenarios funcionará en la pantalla. Este erróneo planteamiento ha provocado numerosos fracasos derivados del desconocimiento de las verdaderas causas del éxito original y de su no siempre posible traslación al medio cinematográfico. Se suele confiar en un título que ya «suena» gracias a los imprescindibles medios de comunicación y en las expectativas de los hipotéticos espectadores que conocen la obra en su versión original. Hay casos en los que este mecanismo tan simple funciona desde el punto de vista comercial, pero es necesario que contemos con un texto y un autor verdaderamente populares. Estas circunstancias ya no se dan en nuestro empobrecido teatro, tan necesitado de nombres capaces de arrastrar a numerosos espectadores. En el campo de la novela, es posible que autores como Arturo Pérez Reverte o Antonio Gala, por ejemplo, justifiquen de por sí una adaptación. Pero en cualquier caso se justifica desde el punto de vista del productor y con no poco riesgo, puesto que la decisión de adaptar las obras no va acompañada de un análisis de su viabilidad cinematográfica. Una reflexión que no debe circunscribirse a lo económico. No se trata sólo de conocer los costes, sino de reflexionar acerca del sentido de la obra en un nuevo formato. Carecemos de mecanismos que nos puedan dar una respuesta fiable en este sentido, pero lo mínimo que se debiera hacer es buscar argumentos que justifiquen la adaptación. Por desgracia, los únicos «argumentos» suelen ser el oportunismo para aprovechar la estela de un éxito, la necesidad de recurrir a una legislación que favorece las adaptaciones, la búsqueda de títulos para alcanzar la cota de pantalla del cine nacional, la garantía de cara a la censura de contar con nombres de autores bien considerados..., razones que nos llevan siempre a un ámbito histórico en donde el elemento creativo o reflexivo queda en un plano marginal. Es posible que de esas motivaciones se deriven algunas características comunes capaces de hacernos pensar en modelos de adaptación. Así sucedió, por ejemplo, en la década de los ochenta cuando se favorecieron las adaptaciones de obras clásicas de nuestra literatura gracias a la política impulsada por Pilar Miró. Pero en cualquier caso sería un modelo destinado a satisfacer unas demandas en absoluto relacionadas con los creadores y los espectadores, verdaderos convidados de piedra cuando el cine se convierte en un acto administrativo o en una estratagema empresarial.

Si la decisión de adaptar suele estar motivada por razones ajenas al texto original, no debe extrañarnos que la adaptación responda a una serie de apriorismos transmitidos por los que se consideran del «oficio». En muy pocas ocasiones encontramos una reflexión específica sobre el texto original y sus posibilidades cinematográficas. Productores, directores y guionistas suelen ver en él un material a transformar, dispuesto para ser manipulado con el fin de eliminar los hipotéticos lastres. Su trabajo no se enfoca tanto a subrayar lo potencialmente atractivo en un nuevo formato como a eliminar lo que ellos consideran como una rémora, aunque sea lo que da sentido y personalidad al texto original. Así, por ejemplo, de Luces de bohemia se elimina lo esperpéntico en la adaptación realizada por Miguel Ángel Díez, o en Bajarse al moro Fernando Colomo no duda a la hora de prescindir de unos elementos contextualizadores esenciales para captar los ambientes reflejados en la obra de José Luis Alonso de Santos. Eliminados estos elementos, ¿qué queda? La ilustración en imágenes de un monótono paseo por Madrid o una vulgar historia de encuentros y desencuentos protagonizada por jóvenes. Para llegar a tan empobrecedores resultados los procedimientos utilizados suelen ser convencionales y previsibles. Así sucede con la supuesta necesidad de «airear» las obras, de buscar cualquier excusa para rodar en exteriores lo que en el original siempre se desarrolla en los límites del escenario. No importa que directores como Ettore Scola y Louis Malle, por ejemplo, hayan demostrado la viabilidad de la unidad de lugar en el cine. Nuestros cineastas desconfían de la capacidad de los espectadores para «soportar» una película en la que no haya exteriores y se lanzan a buscarlos. El resultado a veces es positivo en la medida que esas localizaciones potencian aspectos esenciales de la obra teatral. Así sucede en ¡Ay, Carmela!, de Carlos Saura y en Las bicicletas son para el verano, de Jaime Chavarri, a pesar del comprensible enfado de Fernando Fernán-Gómez (RÍOS CARRATALÁ, 2000A:157-182). Pero por regla general, en este y en otros aspectos similares, se actúa con un mecanicismo que acaba eliminando todos los rasgos específicos del texto original para alumbrar una adaptación convencional; artesanalmente bien hecha, pero desprovista de aquello que podría haber justificado el paso de la pantalla al cine.

Cuando nos encontremos con un caso de estos, no conviene pensar demasiado en un hipotético modelo de adaptación. Todo modelo implica un mínimo de voluntad creativa, reñida con las soluciones facilonas y previsibles que solemos encontrar en estas películas. Si bajarse al moro es ir a Marruecos para traficar con droga, rodar algunas escenas en el puerto de Algeciras o en un pueblecito marroquí incluyendo a un morito simpático y un moro gracioso que conoce el himno de San Fermín y la alineación del Real Madrid no forma parte de un «modelo». Es un vulgar recurso para el chiste fácil, al margen del sentido esencial de la obra de José Luis Alonso de Santos, tan repleta de una comicidad desaprovechada en la versión cinematográfica. Se opta por rodar lo obvio en la medida que se supone «cinematográfico» y se desechan elementos esenciales del texto original cuya traslación a la pantalla habría sido mucho más compleja, pero habría justificado la adaptación. El recurso a lo convencional, a lo que -con un dogmatismo sorprendente- se considera cinematográfico, puede estar a veces justificado, tener cierto sentido, pero no creo que forme parte de un modelo de adaptación, sino de utilización sin demasiado respeto del texto original.

Un problema bastante frecuente en el cine español es la carencia de tiempo suficiente para que los actores ensayen coordinadamente sus papeles. Esta circunstancia afecta a cualquier tipo de películas, pero se suele percibir con más nitidez en las adaptaciones de textos teatrales, sobre todo cuando el original requiere un especial cuidado en todo lo relacionado con la técnica actoral. Montar un clásico del Siglo de Oro o una obra de Valle-Inclán, por ejemplo, supone un trabajo previo de ensayos hasta encontrar los registros adecuados, por lo general tan alejados de los utilizados por los profesionales en otras interpretaciones. No se puede pasar de una comedia de enredo a un esperpento, por ejemplo, sin un proceso de estas características bajo la dirección de un director de escena. Esta obviedad ha sido olvidada en bastantes adaptaciones cinematográficas en las que los actores han participado limitándose a trabajar en las sesiones acordadas mediante contrato. Un ejemplo de este absurdo procedimiento, fruto de una producción sólo preocupada por contar con determinados nombres con capacidad para atraer público, lo encontramos en la adaptación de Luces de bohemia dirigida por Miguel Ángel Díez. Por la misma desfilan destacados actores que parecen no haber recibido una sola indicación por parte del director, que actúan con una autonomía sorprendente. La profesionalidad de cada uno permite solventar bastantes problemas, pero se carece de un tono uniforme, de un planteamiento común elaborado mediante ensayos conjuntos, para dar cuenta de la complejidad que siempre supone interpretar un texto de Valle-Inclán. El resultado es que interpretan un guión del adaptador y a partir de ahí la adaptación pierde gran parte de su sentido.

Otro ejemplo lo tenemos en La Celestina de Gerardo Vera, tan criticable por múltiples aspectos y ejemplo de no pocos caprichos realizados a costa del texto original. La apuesta por unos actores de indudable gancho comercial, con todo lo que esto significa en un cine donde los intérpretes imponen sus intereses profesionales con demasiada facilidad, supuso un importante problema desde la perspectiva de la adaptación de un texto tan complejo. Es obvio que el interés del director y el productor de esta película se centra en otros aspectos. Recordar la escenografía o la banda musical, por ejemplo, provoca escalofríos a aquellos que pretenden ver una recreación cinematográfica del texto de Fernando de Rojas. Pero también los sentimos cuando observamos a unos actores que recurren a lo más fácil para, se supone, hacer creíble el texto adaptado por Rafael Azcona con frialdad de encargo bien pagado. La Melibea de Penélope Cruz, por ejemplo, cae en el ridículo porque nadie ha dirigido a una joven diva que, conviene recordarlo, jamás ha pisado un escenario teatral. Da la impresión de que sólo se han preocupado del diseño de su vestuario -una auténtica obsesión a lo largo de la película- y de realzar su belleza. Todo lo demás ha quedado olvidado en una adaptación que refleja la impunidad con que se utiliza a menudo a nuestros clásicos, a pesar de ciertos nombres reflejados en los títulos de créditos como supuestos garantes. Lo contrario sucedió en El perro del hortelano de Pilar Miró, una película que demuestra hasta qué punto el rigor y el éxito popular pueden ir juntos. Mucho y justificadamente se ha alabado esta adaptación, fruto de la larga trayectoria de una directora familiarizada con unos clásicos que conocía a la perfección. Pero una de las claves del éxito reside en un complejo trabajo actoral, un verdadero desafío, solventado positivamente gracias a largas sesiones de ensayos individuales y colectivos, como si se tratara de una puesta en escena de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Los intérpretes aceptaron el reto -decisión coherente con la trayectoria de algunos de ellos- y el resultado es tan cinematográfico como ajustado a una obra original convenientemente reelaborada por Rafael Pérez Sierra y la propia directora. El resultado salta a la vista, pero en el transfondo quedan largas sesiones de trabajo poco habituales en un cine hecho deprisa y al margen del ritmo impuesto por cada obra.

En definitiva, son muchas las circunstancias que pueden influir negativamente en la realización de una adaptación cinematográfica de un texto teatral. El denominador común suele ser la carencia de un interés creativo por dicho texto y la supeditación del mismo a los intereses, casi siempre pedestres, de quienes protagonizan un trabajo donde la improvisación y las prisas a menudo son la causa de no pocos errores. Esta realidad nos obliga a adentrarnos en unas circunstancias que condicionan un proceso creativo que, en el caso del cine, tanto suele distar de la voluntad de sus protagonistas. Nos obliga, pues, a desprendernos de una supuesta «pureza» como estudiosos y a enfangarnos en una historia tantas veces caótica, sorprendente y arbitraria. Pero en la misma es donde se crean los modelos, esas construcciones teóricas cuya validez debe ir acompañada de una base historicista tan compleja como la de nuestro cine.






Bibliografía citada

ARNICHES, Carlos. 1996. La señorita de Trevélez. Los caciques, ed. Juan A. Ríos Carratalá, Madrid, Castalia.

RÍOS CARRATALÁ, Juan A. 2000a. El teatro en el cine español, Alicante, Universidad de Alicante.

_____. 2000b. La ciudad provinciana. Literatura y cine en torno a Calle Mayor, Alicante, Universidad de Alicante.

_____. 2001. Cómicos ante el espejo. Los actores españoles y la autobiografía, Alicante, Universidad de Alicante.






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