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Del frío al fuego

(Ellas a bordo)

Felipe Trigo



A Consuelo Seco y Fabre

                Muchas de las impresiones que forman este libro, fueron sentidas por nosotros dos juntos, sobre el mar. Tú pasaste bajo los cielos anchos incognoscida, poderosa.

     Sea el libro la consagración de aquella rara vida intensa nuestra, enorme. Él tiene quizás rayos de sol, del sol de fuego; él tiene acaso fantásticos rayos de luna.

     Y tiene sólo una verdad perenne: tu verdad.

Felipe Trigo

          



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- I -

     Al saltar al bote siento la transcendencia de mi resolución y comprendo las conmemoraciones. Mandaría esculpir en esa grada del embarcadero: «POR AQUÍ SALIÓ AL OTRO LADO DEL MUNDO ANDRÉS SERVÁN»... Mi madre, mis hermanas, alguna mujer acaso bien querida, podrían venir a ver en Barcelona la última piedra que pisé de España -si no volviese.

     -¿Al Reus?

     -Al Reus.

     Juega el timón y orienta el esfuerzo del remero por entre dos bergantines. La negra mole del buque se destaca no lejos, coronada de humo. Permanece en mitad del puerto, donde lo dejé por la mañana, sólo que ha vuelto a la ciudad la banda izquierda y le rodean más lanchas.

     Todo igual. Tronchos y algas flotantes en las sucias aguas, olor a limos y a sardinas, vaporcillos y velas que cruzan, grandes barcos llenos de cordajes por la extensa línea de los muelles... El viejo patrón rema con la misma indiferencia que reinaron otros paseándome por las bahías en Cádiz, en Santander... sino que esta vez no seré yo el que se queda envidiando a los que van a surcar el Océano; voy también a los países del oriente, del sol y la hermosura, del fuego y de la guerra... habiendo bastado para ello una instancia al Ministerio escrita en una hora de mayor aburrimiento y con idéntico fastidio que el parte de la guardia.

     Ahora está hecho: el mar me recoge por suyo. Tiene algo de temerario este rompimiento con mis hábitos y mis cariños, fatalmente provocado por aquella firma, y que continúa realizándose de pequeñez en pequeñez...; la real orden, el tren, las fondas, este barco que me espera: todo ello bien simple, y en conjunto lo extraordinario. Asómbrame lo que puede contener de irremisible consecuencia un acto baladí, como aquel de mi instancia de aburrido y lo que existe de inadvertido y fácilmente invitador por las sendas que conducen a lo heroico... ¿afrontaría nadie lo grande, lo extraordinario, lo heroico, si no hubiese llegado insensiblemente a la situación irremediable de afrontarlo?...

     Tal la mía. El buque me atrae, esfinge monstruosa de la suerte. Me irrita un poco el pensar que ya no podría dejar de ir a él aunque quisiese. Según me acerco lo veo más negro y enorme, más enmarañado de mástiles y jarcias, más seductoramente siniestro, para mi enojado amor, con sus ruidos y cabrías bajo el humo de las anchas chimeneas. Luego, percibo su bandera de correo en la popa, y en la borda muchos pasajeros, damas también, que miran hacia el bote. Esto me restituye el orgullo y la responsabilidad de la empresa: con un acto, en suma, de libre voluntad la he determinado.

     No causa mal efecto mi uniforme de capitán de Artillería... Miro el reloj: las cuatro; media hora aún para zarpar. Sin duda llego el último.

     En la escala, rodeada de pequeñas embarcaciones, que danzan con el oleaje manso, encuentro únicamente marineros que suben cajas y maletas. Me saluda arriba el sobrecargo, recordándome. Por la próxima galería, desde el portalón, disimulando entre la gente mi perplejidad, me dirijo al camarote..., por hacer algo -tal vez con el fin de investigar qué compañeros tendré. Está al pie, precisamente. Y en esto, me equivoco. El segundo de este lado, en este piso que corresponde a la baja cubierta, es el 34, y el mío el 3. Voy a la otra banda... ¡es tan fácil desatinarse en un palacio que a lo mejor da la vuelta!

     El 3. -Cae mi litera bajo la ventana. Sobre las de enfrente hay, en una, una teresiana de húsar, y en la de encima un maletín de fina piel, que sólo me indica el gusto de su dueño. Inspecciono la estrecha estancia. Cerrado el vidrio, flota en ella un cáustico olor a pinturas agrias y a no aireadas gutaperchas. Las paredes, barnizadas de blanco como el techo, continúanse abajo con retablos de caoba llenos de tiradores: los hago jugar descubriendo los lavabos de portland, provistos de sus grifos y depósitos. Entre los espejos empotrados se ostenta un cilindro de latón con este aviso:

EN CASO DE INCENDIO DERRÁMESE
ESTE LÍQUIDO INCOMBUSTIBLE POR EL FUEGO.


     Bien. Fuera, pude leer esta mañana las prohibiciones de tener cerillas, alcohol...

     Salgo, y me interno en la galería, fisgonamente, aprovechando el estar arriba todo el mundo. Puertas en fila. Una se cierra de un golpe, no sin haberme permitido vislumbrar el tono rosa de un corsé y el tono blanco de una enagua. Sonrío. Sigo adelante. Deben de ser irremediables las indiscreciones en tal vida de compacta vecindad. -Salvando un pasadizo, a la derecha, me encuentro en un rellano de escalera de partidos tramos y balaustrada elegante. Agrádanme la discreta luz y el tibio confort del buque, sobre alfombras, aunque me persigue por todas partes el olor acre a fiambres y a carbón de piedra, a maderas guardadas, como sándalos y cedros. Otro cartel me para:

INSTRUCCIONES PARA CASO DE INCENDIO
O DE NAUFRAGIO.


     El reglamento de lo espantoso. Lo leo entero. Señala el puesto y el deber de cada uno, tripulación y pasaje, en las catástrofes. Procuraré no olvidar que siendo el 3 mi camarote, me corresponde el salvavidas 27 y el bote 6, de la banda de estribor... ¡Estribor?... derecha?... me informaré. Por lo pronto, lo importante es dejar sabido que, siguiendo ante la muerte la cortesía que en un baile, se deberían embarcar primero los niños, después las señoras, y por último los hombres.

     Un poco me crispa de delicioso horror esta noción de peligro, bien hallada con mi idea del viaje. Y me complace la suma previsión... Nada hay que me asuste más que lo imprevisto. He creído muchas veces que sería capaz de matar un toro si el toro me dejase meditar delante de él.

     Con esta idea, subo la escalera pensando que mis actos, mis movimientos, son quizá todos voluntados, pasados por el cerebro..., sin que esté muy cierto de que ello sea para mí una ventaja... Y siempre el temeroso pasquín:

SE PROHÍBE TERMINANTEMENTE A LOS SEÑORES
PASAJEROS TENER CERILLAS A BORDO.


     Debajo un buzón de petitorio:

SOCORRO
PARA LA SOCIEDAD DE SALVAMENTO
DE NÁUFRAGOS.


     ¡Bravo! Por esta vez deberán echar los otros, por si el náufrago soy yo. Y no entiendo bien cómo pudiesen ir a salvarme a mitad del Océano.

     Penetrado de la importancia de aquellas otras precauciones contra el fuego, arrojo al agua la caja de cerillas, así que llego a la cubierta.

     En una ringlada de canapés y sillones de lona y de bejuco, reconozco el mío, mandado embarcar por la mañana, con sus iniciales. Está desierto este lado. Un marinero pasa.

     -¡Oiga!, ¿la banda de babor es la derecha?

     -No, ésta, señor -contesta sin detenerse.

     «Babor, izquierda; babor, izquierda...» repito para fijarlo, marchando a la de estribor por el descansillo de la escalera que se abre a ambas. Mas al encontrar tanta gente, desisto de buscar mi salvavidas 27 y el bote 6. Me acerco a la borda.

     Barcelona se espacía frente al extenso puerto, cerrándolo con sus altos edificios, detrás de los embarcaderos y escolleras que pueden seguirse en líneas quebradas a lo lejos como un vaporoso seto de mástiles. El sol de Diciembre, ya poniente, alumbra con fríos tonos de naranja la entrada de las Ramblas, destellando en la gran bola de Colón. Corta sombrío el Montjuich a la izquierda (babor-recuerdo) las lejanas costas, y sobre el agua ondulada continúan danzando las lanchas y los vaporcillos -en torno al inconmovible Reus, clavado como un peñón; en torno asimismo a otro gran vapor con bandera verde y a un crucero de guerra. Sírveme la observación para esperar que estos grandes trasatlánticos no se moverán tampoco en la mar demasiado... Mal viaje el mío, si no: sin salir de la bahía me he marcado un poco en días de Sur, en Santander..., verdad que con olas respetables.

     Se me observa. Me pongo a observar -a intervalos fugaces de la atención múltiple y despierta que nos domina a todos. Nadie quiere perder detalles del embarque. De tierra adentro, como yo, la mayoría, y muchos seguramente mirando el mar por vez primera, esta vida tan nueva de a bordo cáusanos extrañeza.

     Las grúas que chirrían izando de las barcadas grandes bultos, un remolcador que acaba de llegar trayendo pavos y hortalizas, los oficiales sonando sus silbatos, los grumetes en los palos, el capitán que pasa, la limpia cubierta espaciosa como la terraza de un hotel, la brisa, la humedad, las gaviotas...

     Y sin embargo hay curiosidad muy principal para nosotros mismos. Trueca cada cual por un talante digno su absorta admiración al sorprenderse contemplado... ¡Desconocidos que llegamos al buque como a un desierto islote para formar la íntima sociedad de un mes, donde deberá conquistarse su rango cada uno, donde pronto tendrán que ser determinadas las categorías, las jerarquías, las simpatías!...

     He de confesar que me desilusiona el conjunto. Predominan las caras ordinarias y los estúpidos aspectos. Estas barcadas para la guerra, no han de ser de grandes de España, precisamente. Mucho sargento recién ascendido a oficial, con sus mujeres algunos, todavía sargentas. Tipos como de tenderos, familias como de enriquecidos menestrales; y entre unos y otros, este y aquel matrimonio distinguido, que hace corro aparte con sus chicos y sus amas, y tales cuales jóvenes y señoritas elegantes. Los chiquillos son plaga, y me humilla que tantos niños y niñeras, y tanta gente del montón, haya de formar mi compañía en el viaje... heroico.

     Hacia el puente, donde abundan más las fachas estimables, dos rubias con sombreros salmón, en un grupo de otras señoras, me dan cuando paso sus fragancias de gardenia, de trébol... Una gran dama, enlutada en sedas opulentamente, departe en otro grupo con un respetable señor...

     De improviso, ronca e imponente, suena larga la sirena, por dos veces, con rugidos que alcanzarán dominadores los ámbitos del puerto y la ciudad. Se produce un movimiento de prisas: es el segundo toque de marcha. -La escala se llena, hacia los botes, de gentes que temen ser arrebatadas a los mares...

     Abajo, a lo largo del negro costado del Reus, que veo luciente y lleno de redondos agujeros como el murallón de un fuerte, quedan pronto sueltas las lanchas, en la ansiosa terquedad de los pañuelos contestados desde arriba.

      Se alejan las gabarras, de las grúas, ya ociosas. El barco-aljibe termina su descarga de agua dulce. Se ve acercarse un esquife de guerra cuyos ocho remos se alzan a compás, con honores de almirante. Los anteojos lo asestan. En sus bancos de popa, alfombrados de rojo, y entre maletas y cabás de fulgentes níqueles, vienen un joven, demasiado joven para poder ser alto jefe de tal consideración, y una joven vestida de gris con simplicísimo buen tono.

     Han atracado.

     Ambos son altos, esbeltos, de indudable porte aristocrático -sobre todo, ella. Ni la falta absoluta de parecido, ni la extrema cortesía con que él, incierto en la insegura escala, le da la mano al subir, los revela como hermanos: recién casados, sin duda.

     El capitán los recibe gorra en mano, y los guía por sí mismo al interior.

     -Es la hija del contraalmirante Ruiz, recién casada -me dice el doctor del buque; -él, creo que va de juez a Filipinas.

     Han cruzado entre dos filas de curiosos. Se comprende desde luego que son lo más chic del pasaje.

     Pero, en esto, una campana da las cinco, a dobles; se percata todo el mundo de que el portalón se cierra, y se les olvida, con la atención a esta postrera maniobra, de levantar la escala y recoger las anclas. La sirena resuena de nuevo formidable, largamente, y bajo su ruido sin fin y las bocanadas de humo, siéntese pronto trepidar el barco y empezar a removerse alrededor el agua aceitosa en que resbala la espuma... Avanza ya el vapor, virando, dejando atrás en su oleaje las lanchas en que vuelven a agitarse los pañuelos... Pasa cerca de otros buques...

     Esto es hecho... marcha... marcha, enfilando la boca del puerto, donde larga al fin un cañonazo a la vista del mar libre...

     -¡Adiós, Barcelona! ¡Adiós, España! ¡Adiós...

     Pronuncian nombres mis labios. El vello erízaseme en la espalda, a un calofrío que debe de recorrer a todos con esta brisa fuerte que nos da de proa...

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     La borda ha sido largo rato una batería de anteojos de tres tubos, de gemelos de campaña, de gemelos de teatro... Y cuando debajo del sol se esfuma por fin completamente Barcelona en la apoteosis de un cegador polvo de oro, me doy cuenta de que el ruido de la hélice es más rápido y vibrante, de que el agua pasa por las bandas cortada con velocidad, de que el buque se lanza bravamente al desierto de las aguas, y de que el suelo de madera me hunde y alza como si fuesen mis pies en el dorso de un cetáceo cuyo respirar profundo aumentase en su hendir las olas cada vez más encrespadas.

     Hace frío. Asusta lanzarse en pleno invierno a este baño de tristes humedades infinitas.

     -¡Señorito, al comedor!

     Suenan una campana..., timbres... Los mozos vienen personalmente advirtiendo que esto llama a la mesa. Por la cubierta hay menos gente. Guiado al comedor a través de pasillos y anchas escaleras alfombradas y ornadas de macetas, que parecen con sus bajos techos las del foyer de un teatro, ocupo el primer sillón giratorio que encuentro. Están las mesas llenas, principalmente las pequeñas, laterales, situadas perpendicularmente desde la central hasta ambos costados de buque -pues coge su ancho la espaciosa cámara.

     -¿Y los niños? -pregunto a un camarero de frac y guante blanco.

     Pienso que se hayan quedado en el puerto, propio no más este viaje de corazones esforzados. Aquí, bajo el rico artesonado de caoba, entre las columnas, los dorados y las flores, no veo chiquillos ni tanta cara tosca.

     Los niños comen después, señor; es costumbre. Además, no cabrían ahora. Están los cien puestos ocupados.

     Entra el capitán. Se sienta en el testero de la gran mesa, contra el piano. Como veo sitios sin nadie junto a él, voy a uno. Calculo que por allí será más puntual el servicio. Además, el capitán, un bilbaíno con quien ya he hablado en las oficinas de la Compañía, es hombre de cincuenta años cuya corta barba gris, cuidada con esmero, le da a la faz morena simpática expresión. Lo mismo deben de reflexionar unos cuantos reflexivos, porque cambian también de puestos inmediatamente -entre ellos la gentil pareja de recién casados.

     Empieza la comida fríamente etiquetera; sobre todo, en torno al capitán. En resumen se han instalado alrededor suyo gentes gratas. A la izquierda, el joven matrimonio, un cómodamente de Estado Mayor y una rubia cubana -una rubia escandalosamente teñida, con su marido y una polluela a quien nombran Sarah. A su derecha, yo, la familia de un coronel de Ingenieros, con dos hijas de figuras insignificantes, y un poco más lejos un teniente de Caballería (que debe ser el de mi camarote) y una mamá andaluza con una preciosísima joven, que ya de serlo da fe al haberse atraído alrededor buen golpe de solteros...

     Veo con pena que no vienen las dos rubias de los sombreros salmón, ni la dama opulentamente enlutada.

     Pero el comedor, con todos sus ramos y su silencio de festín solemne, se mueve como un restorán-zaranda que tuviese un diablo socarrón entre las manos. Los haces del poniente sol, tendidos por toda su extensión desde los circulares ventanillos de una banda, oscilan en barras paralelas a cada cabeceo del buque, arrancando chispas y mareadores centellazos a la cristalería, paseándonos su luz por los ojos, por los platos... Creo que se les debe buena parte de la seriedad casi fúnebre de los comensales... Algunos se marchan...

     Terminada la sopa, se han clareado las mesas por notable modo.

     Son inciertas figuras que salen como fantasmas escalera arriba.

     El calor, en pleno Diciembre, aquí abajo, sofoca.

     El calor, y el olor insoportable a hullas, a flores, a maderas.

     Se empieza a comprender.

     A cada nueva defección, el capitán sonríe. Observa luego de reojo a los que nos obstinamos en mantenernos junto a él a todo trance...

     El marido de la hija del almirante, pálido, «olvidado de un pañuelo», va por él con urgencia sospechosa.

     Mi presunto compañero, el húsar, sale disparado en demanda de aire libre; y la joven andaluza, Pura -que la nombró su madre-, un tanto desencajadas las facciones, ríe, sin embargo, bromeando ya con sus vecinos, que se han permitido los primeros comentar las escapadas.

     -¿Qué tal, capitán? -me interroga el del barco.

     -Oh, bien, capitán, -le replico dominando mi cierta revolución interna.

     Me ha mirado sutilmente burlona la hija del almirante, esperando la respuesta.

     Esta mujer tiene una serenidad singularísima en los ojos. La única que conserva el natural sonrosado en las mejillas. Más que bella aún, es inteligente su faz, distinguida con una suprema distinción su figura toda.

     Un apuesto teniente de Cazadores parte a escape del lado de Purita.

     -¡Pienso que la dejan sola! -dícele a ésta mi vecina con discreta gentileza.

     -¡Ah, sí!..., ¡y a usted! -devuelve con agradecida arrogancia sin notar que hay en la frase un matiz de compasión a su lividez y a su esfuerzo de dominio. -¡Su marido también cayó!... ¡Qué hombres!, ¡no sirven para nada!...

     Esto generaliza la conversación.

     Por no aumentar con mi persona el ridículo desfile, yo no sé lo que daría.

     Me esfuerzo, me sereno río, bromeo también... Y en esto, oyendo detrás de un macetón las descuajantes arcadas de uno que no ha tenido tiempo de alejarse, Pura, cuya madre ya no está hace rato, lívida y perlada su frente de sudor, se alza impulsiva, cruza como otro fantasma hasta una columna, primero, y después a la escalera, desviada en zis-zás su indecisa marcha por un bamboleo del barco, y sube por fin aferrándose a la balaustrada con ambas manos.

     Todos nos reímos afablemente, piadosos con la flaqueza humana que desvela el mar lo mismo en los humildes que en los altivos y tocados de etiqueta.

     Una rápida y condescendiente confianza tiéndese entre todos los que habíamos ido llegando al comedor con aire de cancillerescos convidados.

     Quedamos a los postres doce o catorce personas.

     El capitán, mi bellísima vecina, la familia de Cuba, yo...

     -Oh, capitán, ¿y lo mismo todo el viaje?

     -No, mi valiente artillero -díceme jovial-; ¡este golfo de Lión es de lo más bailadito, siempre!

     Me consuelo. Sin embargo, siéntome tan débilmente seguro de mí propio, que apenas sale mi aristocrática vecina en busca del marido, parto a la cubierta.

     Hay para formarse de la travesía un detestable concepto por estas primeras impresiones

     ¡Qué otro el cuadro! Por las sillas, por los canapés, no se ven más que cuerpos como muertos, y caras como la cera. Nadie hace caso de nadie. Varias señoras enseñan las piernas, sin reparo maldito, desplomadas, torcidas por el vómito de mortales agonías. Acá y allá, los mozos recogen del piso con cubos y escobones lo poco que se ha comido abajo...

     Me acerco a la borda. Enciendo un cigarro, con mecha. Puesto el sol, ya no se divisa tierra. El Reus sigue hundiéndose de proa a popa y las olas grises se estrellan contra él. Sopla un airazo seguidote y fresco... que es, de tanta desolación, lo menos desagradable.

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- II -

     He despertado temprano.

     Un sueño reparador mecido amorosamente.

     Recordando las dos horas de tedio en la noche, cuando echados de arriba por el frío tuve en el fumadero que estar mirando las partidas de cartas que improvisaron algunos, me felicito de haber traído en mi repuesto de novelas Die Graefin Pataski y el diccionario alemán. Traduciré largos ratos.

     Dejando en el camarote mareado al húsar y al señor de las elegantes maletas, he subido a buscar sobre cubierta un rincón para mis libros. La encuentro llena, por todas partes; llena de estos mismos cuerpos tendidos y de estas caras pálidas que miran con displicente horror al mar, como sus prisioneros engañados, irritados, resignados... Muy pocos andamos firmes, pasado el peligro de perder la cabeza y el estómago.

     Los niños, en brazos de sus madres, o al lado, en los sillones, me dan lástima.

     -Oh, ya los verá usted saltar, con mar llana. ¡Son los mareómetros de a bordo! -me afirma el doctor.

     No he contado, al concebir el proyecto de trabajo, con esta dificultad de aislarme.

     Bajo al fumadero; hay gente; dos que juegan al tute. Bajo más, al comedor: los mozos ponen la mesa.

     Resuelto a buscarme un rincón, salgo por el pasillo de mi camarote a la baja cubierta. Deténgome a ver los tanques de agua y las provisiones vivas; jaulones de gallinas, de pavos, de terneras...; todo para vomitarlo en pocos días.

     Subo a la proa. Entre dos ruedos de maromas y las cabrias de las anclas, que cuelgan fuera enormes a ambos lados, junto a las letras doradas del nombre, CONDE DE REUS, no hay nadie; pero sopla con molestísima violencia el viento de la contramarcha...

     En seguida vuelvo a bajar la escalilla, de espaldas, según he advertido que hacen para mayor comodidad los marineros, y entro nuevamente por la galena izquierda, recto, recto; es decir, recto en lo que buenamente puede mi intención, abriendo los pies, vigilando los balances y sin perjuicio de ir alguna vez a las paredes... A la izquierda, la serie sin fin de puertecillas; a la derecha, a lo último, los cuartos de baño, los retretes...; y saliendo a otro gran trecho libre, en cuyo centro alza un palo hacia lo azul su maraña de cruces y de cuerdas, contemplo por las dos abiertas escotillas de dos bodegas la negra profundidad donde todavía ordenan los marineros la carga, trasladando fardos y cajas a su fondo.

     Empieza inmediatamente otra galería larguísima, de la cámara de segunda. Ya lo advierto, en el menor brillo de los barnices, de los dorados, y en la menor limpieza proveniente de la concentración de los servicios incómodos: las cocinas y despensas dan su tufo de grasas; el botiquín, de éter la barbería, de pomadas rancias; la panadería y la entrada de las máquinas su ruido y su calor. Parece todo esto una ciudad, una inmensa fonda que alguien ha apretado y reducido entre las manos hasta dejar por estancias estas celdillas de un panal enorme. Hay carbones por el suelo, y en el comedor, más pequeño que el nuestro, un simple mobiliario con tapicerías de crines plomo, sin una maceta, sin un adorno... Los pasajeros que encuentro son pocos, modestos, criadas del pasaje de primera, algunos hombres...; una vistosa dama, también, con traje claro, francesa, que me llama vivamente la atención.

     -¡Buenos días!

     -«¡Bonjour, monsieur!» -ha dicho pasando.

     Por último, salgo a la popa, entre soldados y emigrantes acampados en montón. Diríase que traigo por el interior del buque un paseo de horas que estoy a una legua de mi camarote, adonde no sabré volver.

     Trepo al castillo de popa, y veo el espumaje de la hélice y la cuerda de la corredera, que hundiéndose en la estela, gira y mide la marcha. Las maniobras de la marinería no abundan tanto en esta parte; decididamente mi mejor retiro, junto al cañón, calmado el viento al resguardo de todo el laberinto del buque.

     Lo miro y me parece por sus cubiertas interminable. Bajo el humo que huye en densas bocanadas nublando el sol, álzase la blanca balumba de ganchos, de botes, de escalas, de tubos, de lumbreras, de ventiladores, de barandas, de cables, de maromas, de poleas..., causándome la caprichosa impresión de un inmenso canasto rebosante de loza rota, entre los tres mástiles enormes cuyas finas puntas oscilan allá arriba armadas de pararrayos...

     Sobre un arcón, entre dos bocoyes, me arrellano cómodamente.

     Abro el libro, apercibo el diccionario y el cuaderno, y empiezo: Der Buckkalter das Kräslige Haus in KoIhen und Eisen Wittwe und Sohn...

     Diez veces leo la misma cosa.

     El espectáculo del mar, me distrae.

     Pero me distrae y me sigue sorprendiendo con su sencillez inverosímil; el cielo limpio, cortado en redondo por un círculo gris, que siempre nos tiene en el centro, y a cuyo límite dijérase que se puede alcanzar de una pedrada. Ni una nube, ni una vela para referir y desenvolver lejanías. Daba mejor cualquier puerto la idea de la llanura inmensa...

     Der Buchhaller das Kräslige Haus in Kolhen und Eisen Wittwe...

     Pero algo rechaza en mí tal desilusión de pura óptica, y acércome a la banda, procurando ver y mirar con los ojos y con el pensamiento...

     Así, sí. Pasan las olas rozando el buque, veloces, deshechas; su oleaginosa transparencia piérdese en tenebrosidades de abismo; y dentro, allá dentro, todo otro mundo extraño, fabuloso: me figuro los humanos esqueletos de los náufragos, los buques rotos y hundidos, por encima de los cuales cruzarán lentos y negros los marinos monstruos como fatídicas aves.

     Levantando al cielo la vista, me sueño en el fondo de otro océano de aire cuya etérea superficie surcarán esquifes de ángeles, de seres de la luz, por mi ceguedad tan ignorados como yo mismo por los pulpos de estos fondos.

     ¿Cuánto tardaría en llegar yo, cabeza abajo, al fondo del mar?

     Sonrío, y estremecido al fin de grandezas y misterios, lanzo a distancia la mirada, de ola en ola, admirándome de su bullir inquieto, de su jugar de espumas, de su rumor de movibles sedas, por todos lados...

     Parecen niñas.

     No concibo, últimamente, cómo puedan seguir jugando y moviéndose y rumorando besos y alegrías, luego que, dejadas atrás por nuestro barco, no tengan ya quien las oiga...

     ¡Oh, la bulliciosa y enorme soledad!.... ¡son tan incomprensibles el ruido y la alegría sin oídos y corazones que los sientan! No hay un pájaro en los aires; no hay nada más en torno, que este saltar, mecerse, hervir, cubrirse unas a otras de blancas gasas, las olas... Hácenme el efecto espectral e infinita y suavísimamente triste, de almas de niñas eternamente condenadas a ignorar su gozo y su belleza, en un limbo de claras vidas muertas alumbrado por el sol.

     Tan sólo atrás, la estela deja un plano camino recto desde el horizonte, como de olas destrozadas, como de olas aplastadas que no volverán a levantarse...

     Sea que el hábito se establece, o que el mar se riza menos, empiezan por la tarde a no verse tantos de aquellos cuerpos yacentes, como de condenados que aguardasen con fosca resignación; y después de la comida, se inician grupos de tertulia en la cubierta.

     Tal vuelta a la vida, devuelve también los conceptos del pudor y de la ajena propiedad. Las señoras no enseñan las piernas, y mi largo canapé, pesado como una antigua carabela, con sus cercos y cestillas en los brazos para el tabaco y el café, se encuentra respetado al pie de la camareta de señoras.

     Toda esta zona abrigada al socaire en la banda de estribor, ha sido egoístamente asaltada. Coge desde la oficina del sobrecargo hasta el final de la toldilla; es decir, buena mitad de la cubierta de primera; y como es disputada sin reparo a amontonarse, punto menos que sin atención a molestarse en la estrechez unos a otros, pronto queda en dominio de los más... ¿qué diré? de los más inaprensivos.

     A partir de ellos, otros se ordenan con mayor espacio hasta la entrada de la escalera; y desde allí hasta el antepuente, sólo resta, contra la cámara del capitán y la lucera del fumadero, un pequeño trecho abiertamente batido por el viento de la proa.

     Mi canapé está respetado, pero inaccesible entre la gente.

     -Haga el favor. Coja aquella silla larga -le encargo a un mozo.

     -Tenga la bondad de llevármela a estribor -le suplico cuando la trae en alto.

     Echo delante. Paso a la banda opuesta por junto a las chimeneas. No hay nadie, y aunque da el sol, sopla el viento, insoportable.

     -Va usted a tener frío, mi capitán -me avisa el mozo.

     -No importa.

     -Y además -añade con timidez de humilde profesor-, la banda de estribor es la otra, la izquierda.

     «Estribor, izquierda; estribor, izquierda...» -me quedo yo de nuevo repitiendo.

     Nunca lo aprenderé. ¿Por qué hay conceptos y palabras que declaran su incompatibilidad con mi memoria?... Desertor... pornografía... Teólilo...; para decir desertor, titubeo, vacilo siempre, y o me detengo a buscar, o digo remontado, escapado, cualquier cosa menos desertor; antes que pornográfico se me ocurre indecente, lujurioso..., y a Teófilo, un amigo de Madrid, le llamaba de un modo fatal Teólimo o Timoleo.

     ¡Jaas... chés! ¡jaas...!

     Estornudo. Me alzo el astracán de la pelliza.

     Pero, dijo bien el mozo. Hace frío. Mi cigarro se lo fuma el aire.

     Levantándome, arrastro el canapé a la otra banda, por delante.

     ¡Oh, sorpresa! Animados de igual horror al barullo, mis vecinos de mesa han formado un corro, en este único espacio libre contra el puente -no tan desapacible como el que acabo de dejar. Viéndome tan bravamente remolcar mi canapé, se me recibe con ¡hurras!...

     Me siento, instado por el capitán. -Están, además de la rubia cubana y su marido y su hija Sarah, Lucía y el suyo (Lucía, este nombre de la aristocrática joven, no se me olvida) y el coronel de Ingenieros con su mujer y sus hijas, serias o insignificantes. Me alegra que una razón de incomodidad haya servido para distanciarnos de la turba del pasaje. Nos separa la puerta de la escalera, de todos los demás. Y tratan de ello; el capitán sostiene con la sutilísima burla de hombre educado a las intemperancias de los otros:

     -El sitio mejor. Dentro de tres días el calor hará esta brisa deseable, y envidiarán a ustedes. Afirmen, para entonces, su derecho al sitio.

     Sigue hablando de los desengaños de a bordo. Los matrimonios, salvo los que por pagar los de lujo o por tener familia para tres literas llenan un camarote (en uno u otro caso están todos los del grupo), tienen que separarse: las esposas a camarotes de señoras, con otras; los maridos a los de hombres...

     -Y pueden figurarse... un mes, ¡los pobres matrimonios! -añade conteniendo su malicia por respeto a las tres tiernas jovencillas.

     Pero yo advierto en Sarah una perspicacísima sonrisa de ojos bajos, mientras las del coronel, mayores que ella, siguen contemplando inocentemente al capitán.

     -¡Ah, por cierto, aquéllos! -exclama éste indicando discreto a una pareja que cruza-. Tuvo que oír la de sus ruegos ayer! El pobre señor, decía que es diabético..., que tiene que darle sellos por la noche su señora!

     Se sientan, no lejos. [texto no legible] marido al de mi litera de enfrente, al del oloroso maletín. Un hombre recio, tosco, para cuya facha de pasmado buey parece que los ojos grandes de su hermosa mujer piden disculpa. Ella, peripuesta y presumiendo con su abrigo bronce y sus enormes perlas, probablemente falsas, debe ser la que le fuerza a la tiesura del cuello blanco y brillador contra el cogote peloso; ella debe ser la que le ha surtido del maletín, de las babuchas bordadas y de los flamantes estuches de peines y tijeras que luce en el camarote.

     Participo estos detalles, y los reímos. Sin duda van a poner tienda de chorizos en Oriente. Se le advierte a la gallarda esposa su estirpe de pescadera a quien le duele parecerlo lejos del mostrador...

     Estas bromas, a costa de algún desdichado, estrechan la confianza que acaba de pactarse entre nosotros al descubrirnos una suerte de comunidad de relaciones: Lucía es amiga de marinos a quienes yo traté en Cádiz; su marido, Alberto, hijo también de militar, amigo de generales a quienes el coronel y yo conocemos de Madrid; Charo, la cubana, que halla modo de decirnos, apoyada en el heráldico camafeo de un broche, su calidad de condesa de Fuentefiel, trató en la corte gentes aristocráticas (Berta, Lulú, Margot...) de la intimidad de Lucía...

     Y son sobre todo encantadores, dislocantes, esta Charo, esta condesa de Fuentefiel pintadísima, y su genial marido, que todo lo toma a beneficio de inventario, incluso los desplantes y las pinturas de su cónyuge. Cuenta ella su vida, sus correrías en la Habana, sus largas villeggiatures en un fresco ingenio del Norte...

     -¡Del Norte!... ¡del norte de Cuba! -comenta él-, ¡fresco propiamente como el Sahara!

     -¡Bueno, bien! ¿qué sabes tú?... que diga Sarah...

     -¡No, si digo el Sahara!

     -Y yo digo nuestra hija.

     -Pues tampoco. No es tuya. Es mía y de aquella negra del ingenio... ¿La ven ustedes? mulata; ¡comprenderán cuán imposible es que proceda de esta rubia mitad mía, y cuánto tendría aquel sol de corruscante!

     Reímos. Charo, sin descomponerse, se incomoda conmigo porque no tuteo a Sarita, como el coronel, como los demás... ¡digo, una chicuela de trece años!...

     -¡No, mamá!, ¡diez y seis!

     -¡Niña! -riñe el papá cómicamente; -¡a tu mamá no le conviene! ¡trece!

     Haciendo bocina al corro con las manos, añade:

     -¡Ha cumplido veintiuno!

     Y como parece disponerse a computar las fechas de su boda, «Pasados ya por Charo los cuarenta y no habiendo tenido él de la negra esta niña hasta seis después...»; según lo cual le van resultando a Charo cerca de setenta años... Charo acaba pellizcándole y mandándole a buscar su partida de tresillo. Él lo está deseando, y se larga.

     Todos lo sentimos. Pero este hombre, que va de gobernador a Manila, sabe motivar hasta sus antojos, por lo visto, en gentil con deseen delicia. Es alto, de barba rala, de cara ictérica y triste, de ojos grandes, melancólicos, con mucho blanco sobre el párpado inferior, en los que su eterna broma adquiere por contraste mayor fuerza. Lleva con desgarbada soltura un amplio chaqué, y posee, a no dudarlo, don de gentes. Antes de diez minutos, volvemos a verle cruzar con el doctor de a bordo y otros dos señores, que ha buscado a escape, sin saberse a dónde, para la partida.

     Queda a sus anchas la condesa, y continúa relatándonos con su lengua semiandaluza y su volubilidad deliciosa, lances de su vida, a propósito del buen humor de Pepe, Don Lacio, como en festiva venganza le llama. Contará ella, efectivamente, sus cincuenta años; mas no quiere representar por encima de treinta y ocho o treinta y nueve, de seguro. Sus labios, carmín auténtico; sus mejillas, bermellón; su pelo, seda de oro gracias a la alquimia...; y sus ojos negrísimos, parecen más ardientes en el exagerado blancor albayaldesco que seguramente tapa la cara de aquella negra del ingenio, pequeña y desmedrada, sin que contra esto le valgan mañas. Fina y no muy alta tampoco, Sarah, la vivaracha chicuela, es linda e intensa de rostro, con su verdosa tez y sus sombríos ojos profundos -todavía la blusa suelta en el talle, la trenza a la espalda y la falda a media bota.

     ¿Qué edad tiene, por fin?... lo han dejado en el misterio; mas aunque pase de los trece, que desea su madre, y no llegue a los ansiados diez y seis años, harto se advierte en ella, con la precocidad de América y con ese bajo mirar de coquetería púdica, a la mujercita pesarosa de su apariencia infantil. Cuando yo insisto en que debo llamarla de usted, me lo agradece con una mirada apasionada, inmensa.

     Enciéndense las eléctricas bombillas en la tolda.

     Charo continúa embelesándonos con sus cuentos peregrinos. Una vez, a ella ¡tan rubia! ¡tan blanca! le dio por ponerse negro el pelo, morena. Parecía otra. Salió con Pepe por la Habana y poco después recibió un anónimo ella misma «advirtiéndola que Pepe la era infiel»...

     Los demás, reímos, callamos. Sólo el capitán y el coronel y Lucía le hacen el juego. El marido de ésta quiere intervenir de tiempo en tiempo, pero torna a dejarse caer en su sillón y a cerrar los ojos; no es su silencio, indudablemente, hábito de poco hablar, como en la grave familia del ingeniero; sino restos de mareo, aún. Le va a ser muy poco grato el viaje.

     A ratos, cuando su agradabilísima mujer, sin perder el dominio inteligente de sí propia en el ambiente jovial, dícele a Charo bromas, o con respecto de Charo cruza con el coronel o el capitán algunas que a él le parecen excesivas, yo le observo mirarla severamente y removerse y quererla llamar al orden con toses y con gestos.

     Es un feroz celoso, de fijo. Además, recojo bastantes detalles para poder afirmar entre ambos una diferencia de educaciones lamentable. Lucía ostenta la firme despreocupación de una mujer habituada al gran mundo. Alberto parece en cambio resumir todos los burgueses conceptos de conveniencias y de virtud, hechos en la clase media de hipócritas limitaciones. No recién casados, sino casados hace un año, según han respondido a ingenuas preguntas de Charo, tal vez ha bastado el breve plazo para que le pierda ella la estimación. De todos modos, un hombre inferior, absolutamente vulgar, junto a una mujer de alto mérito. No tienen más que equivalencias externas: sus gallardías, sus estaturas, la misma belleza diferenciada viril y femeninamente en los trazos de sus caras...

     Y llaman al comedor, la campana... los timbres.

     No se piensa más que en comer, todo el día. Una obsesión. A las siete, desayuno. A las diez, almuerzo fuerte. A las dos, refrescos y fiambres. A las cinco y media, la comida. A las nueve, ahora, té con pastas...

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- III -

     El mar se calma. Es más llano y más azul. Lo he visto por el ventanillo sentándome en la litera.

     Se mueve el camarote menos. Mi vecino el húsar saluda, sonríe y habla. Se ha vestido, intentando salir, pero torna a tenderse. Confía en que el día de hoy concluirá de habituarle al buque.

     Yo desatornillo el vidrio y lo abro. Entra una brisa primaveral, que renueva el aire confinado. El señor del equipaje flamante está en mangas de camisa, jabonándose las manos, y tengo que cerrar.

     -¿Cómo? ¿Hoy tampoco piensa usted salir? -le dice casi hosco al húsar.

     -Tampoco.

     El húsar, informado por mí, ya conoce la tribulación matrimonial de nuestro huésped. Le ha contestado con cierta sequedad burlona.

     Cuando sale, contristado, comentamos su intención. Proyecta indudablemente traer a su mujer aquí, en nuestra ausencia.

     -¡No, pues eso no! ¡Vive el cielo!

     -¡Pondremos vigías!

     -Se lo diremos al mozo, a la camarera, al capitán; no debe estar permitido.

     -¡Que se aguanten!

     -Así como nosotros, pobres pecadores, nos aguantamos, amén Jesús. ¿Y es guapa ella?

     -Muy guapa. ¡Salga usted, hombre, y ve el mundo!

     -¡Pero, qué diablo, si por allí fuera se echan los hígados! ¿Qué hacen ustedes para no marearse?

     -He oído preconizar varios remedios; el más cierto ponerse a la sombra de un olivo.

     Luego me pregunta por la andaluza, Purita.

     -Es más valiente que usted; no ha vuelto a marearse. Ahora come a su lado el teniente de Cazadores. Le ha ganado el puesto.

     ¡-Amigo! En la guerra como en la guerra.

     Nos parece muy loca la niña e imbécil la madre.

     Hija de un médico titular de Zamboanga, van a reunírsele. Todo esto, y la posesión en Filipinas «por más de cien mil pesos en fincas», y el deseo de casar a Purita con un militar, para que no se encerrase en un pueblo ¡la hija de su alma!, habíaselo referido la mamá al húsar aun antes de zarpar de Barcelona.

     ¡Oh, infelices! Forman entre las dos, probablemente, una de esas conjunciones femeninas de la estultez y la belleza, amasadas a un poco de malicia donosa, e irremisiblemente destinadas al fuego...

     Vuelve el convecino. Sintiéndole toser, háceme seña el teniente y lee, como si ya estuviese leyendo, en un cuadernete que saca del bolsillo:

     -Artículo 127. De los matrimonios a bordo: Queda rigurosamente prohibido a los señores pasajeros entrar bajo ningún pretexto en los camarotes de señoras, ni aun teniendo en ellos a sus cónyuges. Igual se entenderá a la inversa, para las señoras, en los camarotes donde se alojan sus maridos, castigándose la contravención con cepo o multas y separación indefinida, según las circunstancias y los sexos.

     -¿Cómo?... ¿qué es eso? -pregunta el recién llegado, que ha prestado atención prontamente.

     -¿Esto?¡Horrible, tiránico, cruel, amigo mío!... el reglamento de a bordo. Conviene tenerlo, a fin de no meter la pata; todo restricciones; por menos de nada, al cepo. Ni se puede fumar, ni puede uno emborracharse, ni puede...

     -¡Cómo!... ¿el reglamento del... Reus?

     -¡Sí, señor, del Reus!

     -¿Y lo tiene el capitán?

     -¡Claro!

     Parte. Va a buscar al capitán. Le pedirá el reglamento. Le consultará su caso (es hombre para ello) concretamente, y obtendrá una respuesta parecida que libre de malévolos designios nuestro casto camarote. Porque si no existe, debe existir este artículo que ha leído el compañero en un... Escalafón del Arma de Caballería.

     No me parece tan serena el agua cuando subo a la cubierta. Sin embargo, lo está más que en los días pasados. A babor cruza un navión enorme...

     -Es esto babor, verdad? -asesórome de don José, del saladísimo don Lacio.

     -¡Sí, hombre!... ¡todavía! -replica admirando mí torpeza.

     Porque ha notado mi perenne confusión sobre este punto.

     A babor cruza lejos por enfrente de nosotros, con rumbo opuesto, el enorme naviote, dando tumbos con su complejo y gigantesco velamen desplegado.

     Un acontecimiento en la vasta soledad. En su honor han vuelto a relucir los anteojos.

     Bajo por el mío. -Póngome a mirarlo.

     Negro, breoso y sucio, brillando al sol con sus pingajos de jarcias y rodeado de espumas, con su brava tripulación solitaria escondida bajo su alcázar laberíntico de hinchadas lonas, yo lo contemplo como a un salvaje del mar.

     Pienso durante una hora en los asesinatos feroces, en los odios de las largas travesías, en piratas, en hachas de abordeje..., en toda la trágica leyenda.

     Nuestro esbelto y velocísimo Reus, empenachado de humo, se me antoja como una correcta continuación del tren lanzado desde Madrid sobre las olas.

     Allá va, allá va esfumándose, perdiéndose, perdiéndose el fragatón ciclópeo, cargado de algodón, de café, de sus hombres tétricos y rudos, viniendo a su albedrío de todos los puertos del mundo... Es por último algo así como una tela de araña en el tul del horizonte... Se pierde...

     Y una cosa aún más simple nos admira. Pasan dos gaviotas... ¿Tierra, entonces?... ¿Cuál?

     -¡Sicilia! -nos dice a don José y a mí un marinero. -Se ve ya. Por la otra banda.

     Don José, tira de mí, cantando:

     -¡A estribor!... ¡a estribor!... las aves marinas con rumbo hacia allá...

     Al límite del cielo dibújase la costa en cinta de nieblas.

     Todos nos van siguiendo, enterados poco a poco.

     Surge como un sueño la tierra, tras el hondo abandono de estos días, en que nos creyéramos perdidos. Se duda de ella. «¡Son nubes!»... «¡Es bruma!»... Y cada cual pone en la exclamación el ansia de engañarse, como si fuera indispensable certificar con el corazón, con los ojos, la increíble y maravillante cosa de que los marinos del Reus puedan seguir prefijadas rutas en el camino sin camino de las aguas. Como yo, todos se estarán acordando de Colón; y es una especie de Colón este capitán nuestro que ha descubierto a Sicilia.

     El observatorio queda establecido a estribor. Las señoras, según van levantándose, senos reúnen -frescas, vaporosas, elegantes, con su leve primaveral elegancia de céfiros y tules. Presenta la borda aspecto de la hilada de tribunas de un Hipódromo.

     -¡Es tierra! ¡Es tierra!

     -Se ven velas. ¡Allí!

     La costa se va destacando con sus altos y sus tonos. Empieza a verdear. En algunas puntas descubrimos faros. Seguimos acercándonos, pero habremos de sesgarla sin tocarla, según el rumbo. Los vaporcillos y las lanchas marcan la extensión del mar, ahora que la pierde. Flotan palos y hortalizas que nos dan más la sensación de esta tierra.

     A la hora del almuerzo, distinguimos sin anteojo la franja verde interminable, sus promontorios, las arenas de sus playas..., mas hay que bajar al comedor, aunque se almuerce de prisa.

     Citando volvemos a subir, la costa se divisa con todos sus accidentes panorámicos. La vamos corriendo a lo largo. Es siempre una franja de verdor ondeada por colinas y sembrada de blanco caserío.

     Querríamos ver a las poéticas gentes felices de este paraíso; los anteojos no alcanzan a detallar más que tal cual poblado, tal cual grupo de árboles..., y nos figuramos a los sicilianos con sus gayas vestimentas de teatro, en pleno baile, al son de las arpas y las flautas.

     De tiempo en tiempo las níveas viviendas dispersas por la fronda, se acercan, se agrupan, se aprietan en aldea, en ciudad..., y de una de éstas, respaldada en un desfiladero, distinguimos las torres monumentales de un templo... ¿Caltagironte?... ¿Girgenti?... Está no cerca del mar, tal vez a un par de leguas... Mis conocimientos geográficos no alcanzan a más que tales dudas. Me consuela que hay quien espera descubrir por esta parte sur el Etna.

     -¡Oh, Sarah!... ¡Vea!

     -Qué.

     -¡Qué lindo juguete!

     Le doy mis gemelos. Entre festones de bosque se alzan los minaretes de un chalet, que queda atrás.

     Ella lo mira, y luego me mira con su intenso mirar apasionado.

     -Sí, ¡oh, qué lindo! ¡Me quedaría de buena gana!

     El coronel dícela lo bien que la caería «para poner sus muñecas».

     Sarah se vuelve a mi lado.

     -La muñeca de esa casa -dice-, sería yo. En una novela de mamá...

     Se interrumpe con uno de sus fáciles rubores de triste mujercita. Únicamente añade, bajando los ojos:

     -¿Verdad que usted también se quedaría, señor Serván?

     -Oh, señor Serván..., ¡por Dios, Sarah! ¡me hace usted un viejo!

     -¡No!... es que... ¡es que yo soy tan pequeña!

     Calla. Torna a dirigir los gemelos al chalet, que queda atrás.

     Yo me limito a contemplarla. Debe sufrir, la pobrecilla criatura a quien nadie da importancia. No vienen jovencitos de su edad en cuyos ojos pueda encontrar su misma interrogación ansiosa de los misterios del amor... de la vida...

     Una hora más tarde, vuelve a encontrarse otra vez a mi lado, y me nombra Andrés... con voz dulce, llamándome la atención hacia unos torreones.

     No acaba esta costa de Sicilia, plana y monótonamente bella, y acabamos por sentarnos, mirándola a intervalos de la conversación. La vemos con suave frescura de color, en la distancia, como a través de un velo tenuísimo de brumas... El mar se corta a lo lejos en franjas verdes que hay quien dice que son desembocaduras de ríos... que hay quien dice que son volcánicas corrientes...

     A las doce, citando un oficial toma en el puente la hora del sol, miramos los relojes, confirmando el diario retraso de casi veinte minutos. Tres días de navegación nos han enseñado muchas cosas; y entre ellas, ésta de ir ganando tiempo hacia levante. Aplicados a los pequeños detalles queremos comprobar su exactitud. Se espera con afán el medio día. Cada uno lleva su reloj según salió de Barcelona, para estimar la diferencia total al fin del viaje.

     Sabemos asimismo que mientras haya palomitas, esto es, que mientras las olas rompan en espuma, no obstante la quietud del aire, sigue la marejada de fondo -la de los mareos y los balances odiosos. Y observando siempre en la rueda alta del timón a un marinero que la mueve sin cesar, fijo en la proa, desde su avanzado observatorio del puente, aprendemos que hay que afrontar ola por ola a fin de que no batan al Reus de costado. El vigía se nos antoja, pues, la providencia, y su misión algo sagrado de cuyo descuido dependemos todos.

     No paran aquí nuestras tareas, en esta vida de holganza como la de una playa, como la de un flotante hotel de balneario -hasta el punto de que no he vuelto a coger el alemán. Don Lacio, pasajero reincidente, nos habitúa a consultar cada noche el cuadro de la marcha colgado sobre el buzón de petitorio; y varios llevan su carnet de apuntación. Día tal... Singladura... 340 millas... Consultamos los barómetros, los termómetros, los higrómetros del comedor, en horas fijas, siendo cátedras de náutica los grupos, a menudo, donde se empieza a apreciar el valor justo de un nudo, de una milla, de la extensión del mar que se descubre, del tiempo que tardan en perderse de vista los barcos...

     -¡Babor, derecha; estribor, izquierda! -termina siempre don Lacio, dirigiéndose a mí-. Y además no siempre se dice el mar, sino la mar..., es más marinero.

     Hacia las tres de la tarde se hunde Sicilia en lejanías, confundida con las brumas.

     Otra vez «la mar», redonda y solitaria, que nos concentra nuevamente en la extraña intimidad de desconocidos que ya nos sonreímos, nos queremos, nos odiamos...

     ¿Quizás no estoy viendo al señor del maletín junto a su esposa, torvo y triste, pensando en el teniente y en el capitán del Reus, y en la maldita y ridícula tesitura del Reglamento de a bordo?

     Ha consultado, en efecto, al capitán, que le ha quitado la esperanza.

     Y en tertulia, oyendo al capitán, nos hemos burlado del infeliz.

     «¡Oh, ya ve usted, capitán -le argüía últimamente-, hay temperamentos, hay temperamentos... que no se pueden pasar... sin caer uno hasta malo!... No la señora, que le da igual, al fin como señora... Por mí..., los médicos...»

     El viaje heroico se me va transfigurando, pues, en una especie de sainete, y el barco en una gran casa de vecinos.

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- IV -

     El Reus marcha por un mar finamente abullonado de huecos de olas como conchas. Se mece de un modo imperceptible. Los niños juegan por la cubierta, y la alegría va renaciendo en las caras, gratamente abanicadas por Ia brisa, debajo de la espaciosa toldilla, a la sombra de un sol casi estival.

     Se han dejado completamente los abrigos y abundan los trajes claros, ligeros. Es sorprendente cómo pasamos de Diciembre a Julio en breve tiempo.

     Yo he tirado mis apuntes de la marcha, mandando al diablo las náuticas ocupaciones, ante la grata amenidad de la tertulia, donde suelen hablar las damas de todo menos del mar.

     Debemos ir cruzando al Sur de Grecia. Trato de imaginar el gris del agua como el tono en que se tintan los mares de los mapas, y trazo en largas y quebradas curvas a ambos lados las tierras y las islas que no veo. Recuerdo una gran carta del colegio en donde Grecia era rosa, azules la Anatolia y Gandía y Chipre, y el Egipto heliotropo...; así me los figuro aquí.

     Se ha hablado del vino de Chipre, de las rosas de Alejandría, en la mesa. Un erudito ha resucitado el tiempo helénico. Esto es inevitable. La gallarda serenidad del buque ha devuelto a cada uno sus manías, sus mezquindades, sus vanidades. Gentes humildes, con traza de no haber comido en fonda jamás, sino por fiesta, y que no vendrían en este lujo de viaje si no lo pagara el Gobierno, hallan detestables los asados, y las salsas, puestos a no asombrarse del festín que vienen a ser las comidas. Unos, alrededor nuestro, con el hambre sana de a bordo, se reservan para cualquier título del francés rimbombante del menú -y encuéntranse sorprendidos con sesos fritos... Otros, presumiendo de avisados, llenan de una vez con el tinto macón la batería de copas que tienen por delante: la del agua, la del vino, la del jerez, la del champaña, la del coñac... Nosotros, entre tanto, el grupo distinguido nos reímos... con una distinción que oculta un poco de la misma torpeza vanidosa.

     Al fin es esta vanidad de distinción lo que nos une, y la escondida fuerza que sigue deslindando entre rabias y entre envidias las jerarquías que preví al embarcar. No basta entre el pasaje de primera el común derecho a lo mejor del buque que da el billete: hay que conquistarse derechos de clase dentro de la clase. Y las delimitaciones son tan fijas, en pocos días, que igual que a la generalidad sublevaría ver venir a nuestras cámaras y a nuestra cubierta pasajeros de la popa, enojaría en nuestra pequeña tertulia un intruso.

     Han sido los primeros títulos para tal preeminente conquista, los dientes blancos, las uñas bien pulidas, los trajes bien cortados, las joyas... los brillantes en los dedos de los hombres y las grandes turquesas orladas de brillantes en las orejas de las damas. Felices los que desde luego contamos, además, con un uniforme respetable.

     Alrededor de este núcleo, constituido en aristocracia de a bordo, y que ha quedado como alto otorgador de la admisión de «nuevos íntimos», se ha ido aumentando la tertulia con pocas personas más: unas abonadas por la belleza, como Purita y su madre; otras por su canto, por su música, y aun por una vieja miss de compañía, como una india señorita y su papá, de netos tipos malayos, europeizados en Francia.

     El húsar, tendido en su silla, apenas ya con mareo, mira de soslayo a Pura, que habla con el teniente de cazadores... joven menudito, simpático, posesor de una pitillera de frac, con monograma...

     Sigue admirándome la perfecta separación que marca hacia nosotros la entrada de la escalera. Del lado allá, nos miran como elegidos los otros grupos. Podría jurar que hay uno intermedio cuya ambición es nuestro trato. Uno contiguo, inseguro de sí mismo, casi disperso, formado por varias familias y señoras y señores que no cesan de comparar en hostil silencio sus blusas y sus topacios con nuestros brillantes. Figuran los más próximos en él mi vecino el del maletín y su hermosa pescadera (convenido que lo es, hasta probar lo contrario), siempre engalanada. -Y, por lo menos, todos ellos se sienten y se saben, a su vez, bien diferenciados de aquella extrema izquierda -según don Lacio-, cuya amontonada instalación empieza en la oficina del sobrecargo, y que le da a la cubierta, con sus madres lactantes y sus niños corretones, a quienes reparten galletas y frutas y aun trozos de tortilla salvados del comedor, aspecto de romería.

     Charo charla, junto a Pura, que háblale bajo al teniente; Lucía sigue leyendo su voluminosa novela junto a mí... Y de pronto Charo dícele algo, muy quedo, a la señora del coronel, y continúa charlando. Pero lo que Charo ha dicho, breve, misteriosa, hurtadamente -pasa el corro deboca a oído y llega al mío en una musitación de Lucía:

     -Se hablan de . ¡Son ya novios!

     -¡Oh!

     No sé qué me ha hecho lanzar la exclamación, la noticia o el pelo de Lucía que me ha rozado.

     El marido la contemplaba rencoroso, tendido en su sillón, más marcado que el húsar. Ella ha vuelto a leer, en descuido de su acto indiferente.

     Esta mujer me causa respeto y simpatía. Yo querría ser su amigo antiguo. Por un instante, trato de estudiar en su faz lo que hay de noble: es un serenísimo resplandor de inteligencia. Comparo a Lucía con Pura, indudablemente más guapa, y convénzome de que todo el deseo que podría encender con facilidad en mi sangre la andaluza, por una hora, tiene un no sé qué en mi alma, hacia Lucía, de ansiosa estimación fraternal.

     Pura es incomparablemente más guapa, Lucía es incomparablemente más bella.

     Pura es una de esas carnalísimas beldades que se encuentran alguna vez en los cafés-concierto y en las postales de nuestra exportación a París. Cuanto puede y vale, lo tiene en el brillo negro de los ojos, en la blanca piel, en la húmeda gracia roja de la boca y en las curvas airosísimas del cuerpo. Su gallardía, como la de los caballos, está fuertemente acentuada por una inconsciencia de brava brutalidad. No costaría gran pena creer que es maciza, y asustaría pensar lo que quedase de ella en los brazos de un amante, fatigado, apagados los deseos... Contacto de fuego, los de esa cara, los de esa boca... soportados pronto después como contactos de una libra de carne de la plaza.

     Lucía tiene la frente alta, pálida, y nace sedoso en ella el cabello obscuro con una idealidad casta y limpia. En la arcangélica paz de su semblante, miran sus ojos con franca valentía, seguros de sí propios, responsables, y las líneas delicadas de sus labios muestran un tic de amargor y de piedad al jugar a la sonrisa con sus dientes grandes, blancos, blancos..., muy blancos y firmes y levemente desiguales... Yo dudo que el marido sepa los tesoros de amistad que hay en estos ojos; los tesoros de pasión que hay en esta boca... Y al mirarle noto que me está mirando amenazadoramente, y comprendo mi imprudencia. No tengo el menor derecho a crearle a su mujer una de estas historias de murmuración que ya corren por el barco. -Sonríole y le ofrezco un cigarro con toda cordialidad.

     Porque es cierto. Las murmuraciones empiezan a volar impías en la sociedad naciente, en la diminuta ciudad flotante que cruza apretada en un casco por las aguas solitarias. El comandante de Estado Mayor se dice que le inspira a Charo preferencias; él es un hombre de cuarenta años, fino, feo, con la fealdad simpática de un japonés. Se dice también que el capitán de a bordo mira a la pescadera, y que ella no se cansa de mirar al capitán. Y es lo raro, sin embargo, que tales imputaciones de injuria, positivas probablemente, no disminuyen la consideración a la condesa, y antes se la dan que se la quitan a la bien plantada pescadera, salvada en galantería. Le ocurre igual al rico filipino, admitido, más aun que porque su desmedrada hija cante y hable el francés y el inglés y traiga una miss, porque él trae en segunda, respetuoso con la niña, una querida francesa, una cocota, que es sin duda la que vi en mi excursión del otro día... Pronto ha corrido la nueva por el Reus, dándole al indio bravo las de la ley para alternar en la «distinguida sociedad».

     Charo ha promovido discusión acerca del papel social de la mujer. Excitado el marido de Lucía contra una intervención oportunísima de ella, a quien apoyó el comandante, discute ahora con éste en forma descompuesta, absoluta, rígida como su criterio fósil...

     -¡Éstos se pegan! -me dice el capitán del buque marchándose-. Ya verá usted: al término del viaje, llevo diez o doce duelos concertados.

     Por no oírlos, me levanto también y bajo al fumadero, entreteniéndome en ver jugar al ajedrez, cerca de la mesa donde actúa de tresillista don Lacio.

     Además -debo confesármelo-, me ha hecho bajar, también, Sarah, la cubanilla. Me inquieta con su atención. No cesa de mirarme. Le inspiro una curiosidad, una gratitud extrañas... ¿Qué le pasa a esta criatura?... Soy el único que le dice de usted, y que en la duda de tratarla como a niña o como a dama, le acerca en la mesa los dulces, los sorbetes, parándose en las puertas para dejarla pasar... ¡Bah, ella, la pobre, me admira y me agradece esta consideración que ve formalmente en mis estrellas de capitán por vez primera!

     Hoy, al verme de paisano, lo expresó ingenua:

     -¡Oh! ¿por qué se quitó el uniforme? ¡Le hacía tan bien!

     -¡Pero me ahogaba, Sarita! -respondí.

     -¡Todo lo van ustedes cambiando! ¡Qué lástima! ¡qué lástima! -añadió ella.

     He creído, sin embargo, observarle un rencor hacia Lucía, como si advirtiese y le doliese que sea la mujer a quien hablo con agrado. ¿No resulta una fiscalización fastidiosa?

     Llega el húsar. Tráeme con picaresco alborozo una noticia. ¡La pescadera acaba de ser sentada en nuestro corro, por el capitán!

     -¡Venga! ¡venga!

     Subo, picado de curiosidad, y hállolos, efectivamente, en nuestro corro.

     Por esta novedad, o porque se agotó de sí, la discusión ha terminado. Tiene la pescadera la palabra. Cuenta (no habla el marido) que es salamanquina, sobrina del senador señor Montes no sé qué, y casada hace año y medio; Pascual, que estaba en la Diputación de la provincia, va a Manila, ascendido, en Hacienda, protegido por el tío. -Sus finas maneras afectadas y sus deseos de agradar, la dejan pronto bien recibida por Charo, por la pasiva señora del coronel, por la misma Lucía -que la observa y la interroga un rato con la especie de curiosidad de estudio que parece todo inspirarla. Yo confirmo que Lucía tiene un temperamento de artista. Tal vez llegase a ser una sutilísima escritora, sin Alberto, cuyo juicio intransigente quedó manifiesto hace poco. Cuando lee novelas, tiene entre los dedos un pequeño lápiz de marfil y anota a menudo en las márgenes. Inspíranme gran curiosidad esas notas.

     Pascual queda a un extremo de la tertulia, en actitud involuntariamente respetuosa de guardia civil licenciado. Bien le lleva quince años a su mujer. No fuma más que cuando el húsar, que se ha sentado entre él y ella, le ofrece susinis. Como el capitán no suele pasar largo tiempo en la reunión, frecuentemente reclamado por los servicios de a bordo, el húsar procura serles grato a la pescadera y a Pascual. Ella se llama Aurora, pero le hemos dicho el apodo demás para que ya lo pierda. Muéstrase gozosa y amable; agradecida al capitán, de quien ha ganado el honor de hallarse entre nosotros, este joven con rubio bigote káiser y uniforme de platas, plácela como un lazo afectuoso más que la afirma el triunfo.

     De sobremesa, esta tarde, hasta después de encender las luces, fórmase al piano un concierto improvisado donde canta la india el che faró senza Eurídice. Acuérdase Pascual de un joven relojero paisano suyo y consumado violinista, que viene en segunda. Absuelto en gracia a ello de su categoría de clase, instase a Pascual a que lo llame -y toca en efecto diestramente trozos de ópera, acompañado por Charo y por Lucía.

     Se me antoja que disgusta a Aurora esta llamada..., tal vez porque descubre la índole de amistades de su esposo..., tal vez porque la hace perder a ella, desventajosamente con respecto a los demás, la calidad de posibles personajes enigmáticos que afectamos todos. A cada nombre ilustre, famoso, nos es posible sonreír con un «¡Ah, sí... fulano!»... que haga pensar a los demás: «¿Será pariente?»...

     Oímos, al fin, por la hilera de ventanas abierta al mar, y a pesar del ruido trepidante de la hélice y del agua, un tumulto de cantares y guitarras que cae de la cubierta. Al subir hallamos grande animación. El cielo es de una transparencia mágica. La luna traza espléndido camino de argenterías sobre las olas y contrasta a lo largo de la borda su dulce fulgor con el rejozo de las eléctricas lámparas derramado bajo el toldo. Dos o tres guitarras, tañida una por manos femeniles, acompañan malagueñas que entonan alternativamente algunos jóvenes con aguda y grata voz. Y todo el mundo se agolpa en torno, depuestas las animosidades, cediendo por primera vez aquí, más que abajo, al poético encanto de la noche, de la música, del mar...

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- V -

     Nos hemos dormido al fresco, don Lacio y yo. Nos despiertan marineros. Por la cubierta no luce más que un farol, y la luna alta sigue plateando las aguas. Indícasela claridad del alba por la proa.

     El baldeo va a empezar, ya apercibidas las bombas y amontonadas las sillas; y don Lacio propone una ducha. Lo más cómodo. Diariamente podremos tomarla aquí, ahorrándonos los cuartos ardientes y estrechos vaporados por cien cuerpos. No hay más que bajar al camarote a ponerse las chinelas y un trajecillo de hilo.

     Hallo práctica la idea, y cuando volvemos a subir veo que no somos dos, sino varios los fantasmas blancos que acuden al remojón: el médico, los oficiales de guardia... Don Lacio está, pues, informado de las costumbres marinas.

     Brilla lejos una luz, contra el fulgor del oriente. Es otro buque, por el vigía señalado, según dice el doctor, desde las once de la noche. Marcha menos; lo habremos de alcanzar... Pero las bombas funcionan y recibimos la lluvia que sueltan los mangueros a todos lados. Herméticamente cerradas las portañuelas, las escotillas, inúndase la cubierta de verdaderos torrentes que en sábana tornan al mar por las bandas.

     Yo bajo a continuar mi sueño, fresco. Es singular: a bordo se está dispuesto a comer siempre, y a dormir. Antes me he tomado un cok tail de piperman, ron y huevo, y no despierto hasta las diez... con perfecta hambre.

     Se habla en la mesa del buque a la vista. Es inglés, el Ophir: uno de los mejores trasatlánticos que hacen travesía a la Australia; pero el capitán quiere dejarle atrás con nuestro Reus, que tiene corte de quilla excelente. En Port-Said, adonde fondearemos a las cinco, hemos de entrar primero. Da su palabra.

     Anímase el almuerzo, y hablamos de Port-Said. Se hará carbón. Habrá ocho o diez horas para visitar la ciudad, para comer en hotel y dormir en tierra quien lo desee, como descanso del barco. Óyelo Pascual, y desde su sitio, en otra mesa cercana, por encima de toda una fila de cabezas, trata de asegurarse, ansiosamente, en diálogo con el capitán..., Aurora, enojada de la ridícula ingenuidad, le pincha, le toca el codo, le calla...

     Se sigue hablando regocijadamente de barcos, de puertos, de cosas marítimas. Se acuerda don Lacio y apuesta diez pesos a que yo no sé cuál es la banda de estribor... No acepto -y del pasillo, junto al piano, procedente del camarote, sale Charo hecha una flor. Trae falda seda perla, cinturón de gran broche, blusa amapola, y la cabeza de oro ruiselante, espléndidamente renovado el tinte entre ondas y entre rizos. ¡Bien tarda por adornarse! Se la recibe con plácemes, que ella acoge esponjada. Sus labios no son menos rojos que la blusa. Es otra inversa forma del ridículo matrimonial; pero don Lacio, a diferencia de la pescadera, sopórtala con tino, anticipándose a la comedida zumba de los... íntimos. Apenas se ha sentado ella, y tras un silencio en que aparenta cómicamente digno abandonarla al asombro de belleza en los demás, se inclina y la dice respetuoso al oído, para que lo oigamos todos:

     -Charo, me parece... ¿permites?

     -Qué.

     -Me parece... que te has dejado algo más negra la ojera de babor.

     -¡Vaya usted al cuerno, don Lacio! -contéstale Charo dominando la general risotada, riéndose ella más que nadie.

     Y como siempre, estas chirigotas sirven para que la famosísima Charo se desborde en decires y alegrías. Es notable el polo de contacto en que han hallado su armonía los dos esposos, los dos caracteres tan opuestos.

     El comandante de Estado Mayor la lisonjea. Va tomándola a broma también, mientras más ella se le muestra tierna. Lucía duda que el rizado del pelo suntuoso no sea hecho a fuego, igual que el de la negra cabeza de Sarita; pero ambas niegan. ¡Oh, alcohol en el camarote! A Lucía la obligó a tirar el de su maquinilla Alberto.

     Pasamos la mañana con la caza del Ophir. De hora en hora, pierde distancia. Aprendemos que pertenece a la Oriental Steam Navigation Company. Marcha delante, a la izquierda de nuestro rumbo.

     El capitán, obstinado en su empeño, no deja el puente.

     Este espectáculo de fuera, y la proximidad de un puerto, nos harían hoy olvidar los chismorreos del pasaje, si no fuese porque Charo, sentada en un balancín y meciéndose violenta enfrente del grupo de la borda que formamos varios, nos enseña a cada vaivén las medias rojas. El viento de la proa ayuda alguna vez a su intención y le revuela la falda y la celeste enagua a la rodilla. Ella sabe que tiene bonitos el encaje del pantalón, la pierna, el tobillo, el pie, bien calzado en el gualdo zapatito... Si no enciende esto al comandante, ¡adiós! Todo un teatro.

     Por lo menos anima al húsar, a Enrique, como le llamo en camarada, correspondiendo a su efusión. Me torna el brazo y me lleva a pasear a la otra banda, desierta siempre, ya por puro hábito, sin duda. -Ha hecho descubrimientos notables. El joven del violín, paisano de la pescadera, le ha contado ¡oh!.. que no hay tal sobrinazgo de senador del Reino.

     Huérfana ella de un protegido del senador, había sido la querida de éste, quien, al dejarla en cinta, la casó con Pascual, conserje de la Diputación de Salamanca. El conserje apechugó con la boda a pleno conocimiento; pero llegó a trascender al público que, habiéndole cobrado a su mujer cariño, soportó luego su «menaje a tres» con tristeza, y que muerta la recién nacida y compadecido o medroso el senador de aquella torva sumisión irritada para con él y con las gentes (porque Aurora daba además mucho que hablar, aparte de ambos), había decidido alejarlos, con este empleo de Ultramar...

     -Total, un amigo como hay tantos, este simpático violinista, y ella una chai, ¿sabe? -díceme Enrique.

     Y con una agudeza de práctico y tenaz observador somático de las mujeres, que yo no habría sospechado en su aturdimiento donjuanesco, confiésame que se alegra de que el tenientito de Cazadores le haya evitado el peligro de la andaluza, muchacha de rápido compromiso en su condición de señorita sensual, apasionada y tonta.

     Aparecen como evocados, allá abajo, Pura y el tenientito.

     Buena moza, le lleva al novio la cabeza o poco menos. Se reclina en la borda, debajo de un blanco bote que pende de sus garfios.

     Por no espantarlos, nos asomamos al mar igualmente en este extremo.

     Cree el húsar que el mucho comer y el mucho holgar y el trato de mañana a noche en el barco, con aquella madre imbécil, podrán serle funesto a Pura... Al contemplarla tan guapa, de espaldas, ceñida en su traje blanco de piqué que acusa espléndidas redondeces, no estimo tan sincera la conformidad de mi amigo...; pero él insiste en razonarla, hombre, además, según veo, incapaz de concebir quince días de su vida sin aventuras amantes:

     -Vale más la pescadera, ¡qué diablo!... para un viaje. ¿Dónde andará? ¡No ha subido esta mañana!... Tal vez bañándose... Aun en un fugaz lance con ella, sin contar la enorme diferencia de responsabilidades, puede uno al menos quedar tranquilo de eso tan terrible que consiste en dejar desencantada a una inocente... por culpas de lo veloz...

     ¡Oh, en esto tiene Enrique desabridas experiencias! Es un sensual «a fondo»... Se explana. No comprende que se burle la pasión fuera de sus grandes escenarios de reposo -y él se apasionaría tal vez demasiado de Pura. La otra, en cambio, la no pura, con arrestos para el capitán y para diez en amigable concierto, es sin duda una de esas impasibles lanzadas a todos los trances de la galantería con la frialdad de un maniquí que no supiera qué hacerse en otro caso de sus galas...

     -Lo juraría! -añade- ¡es un leño! ¿No ve usted aquellos ojos grandes, apagados, de estúpida seriedad de ídolo cuando ya...?

     Alguien llega, interrumpe... Son Pascual, el señor indio y el relojero-violinista.

     Yo dejo al húsar con ellos, estrechando relaciones.

     Pero la tertulia no se normaliza hoy, con la esperanza de tierra y la atención al buque inglés.

     Lo alcanzamos, lo alcanzamos. A las doce leemos con gemelos claramente sus doradas letras en el casco: Ophir.

     Entre él y nuestro buque chispea menudamente el mar lleno de sol.

     El capitán sigue en el puente. Me entero al fin. No es por pasar al Ophir, sino porque no abandona jamás la vigilancia en las cercanías de costa. Habíame parecido un tanto pueril tal regata.

     Entro a escribirle a mi madre en la camareta de señoras, convertida en escritorio general ya que aquéllas no la ocupan, y encuentro por excepción a Charo y Sarah con Lucía. Quiero dejarlas, pero me instan y escribo en la mesa del rincón. Esta pieza aseméjase a un tranvía, con sus divanes grises, con sus ventanas altas a los cuatro lados de la cubierta, armadas de persianas y cristales. Hay en las mesas papel y tinteros, con el escudo de la fastuosa Compañía. -Sarah no cesa de observarme, y me distrae. A mi pesar oigo frases sueltas. Me invade un terror. Había yo advertido de sobra que todos tienen a bordo cerillas, menos yo, y que el húsar, contra no importa qué prohibiciones y prudencias, fuma en su litera. Ahora resulta que la condesa confiésale a Lucía que se riza el pelo con tenazas, efectivamente, y que le brinda «un poco de alcohol para las suyas...» Este alcohol ardiendo con su llamita azulada junto a las ropas y las camas y las cortinas del estrecho camarote, acaba de hacerme reír de todas las ordenanzas del mundo. Si hemos de achicharrarnos por una punta de cigarro o porque una mujer se embellezca... ¡aún esto es preferible!

     Cierro la carta. Ya estoy solo. He llenado dos pliegos. Empiezo otra para alguien... que no lo merece -y la rompo. Mas... no, no estoy solo; al salir veo a Sarah que ha permanecido en el diván detrás de mí, leyendo un libro.

     -Dispense... ¡oh, Sarah!

     -¡Ah!

     -¿Qué lee?

     -Mire.

     Me muestra. Un espanto. Del amor, del dolor, del vicio, por Gómez Carrillo.

     -¿Es de usted?

     -De mamá.

     -¡Bah, por Dios... no lea esto!. ¿Lleva mucho?

     -¡Empezaba!

     Cambia su color.

     -¿Es malo? -pregunta.

     -¡No... ea!... pero fuerte para una... para usted!

     Cambia más su color, más no al rosa, al pálido.

     Yo, saliendo, me planteo la duda de si empalidece porque la descubro leyendo un libro que ella no creería tan poco inocente, o al revés, porque la creo por demás inocente para el libro... ¡Eh, lo primero! ¡pobre chiquilla!... Sin embargo, que no lo juzga el Fleury, demuéstralo su lectura aquí esquivada de la madre.

     Sorpréndeme el Ophir, casi emparejado con nosotros.

     Con los gemelos se descubre su pasaje, que a su vez nos contempla.

     Se descubre mal, por la distancia -aun con un anteojo marino que me da don Lacio: blancas y pequeñas figuritas de misses, entre la confusión blanca de los toldos.

     -¡Tierra! -grita Lucía, bajando el catalejo, indicando el horizonte, gozosa de ser la primera en descubrirla.

     Es la misma cinta lejana y tenue que en Sicilia. Miro el reloj. La una. A las cinco ha dicho el capitán que estaremos en Port-Said.

     Don Lacio saluda con un chapurrado y berreado de la Africana a la costa egipcia:

                          spettácolo divino.....
     ... sognata terra....


     Apenas bajamos media hora al refresco de las dos, nos encontramos al tornar sobre cubierta con el Ophir más apartado de nosotros, pero atrás, sin duda atrás... Un ¡hurra! vencedor estalla... Y a continuación, a fiesta de alegría, las guitarras surgen y empieza como en la pasada noche un gran tumulto de canciones...

     ¡Oh, los ingleses!

     Aquel buque blanco, fantástico, grande, silencioso, que marcha recto con sus palos hacia el cielo, debe llevar un cargamento de tiesos autómatas... de aburridos... de spleen ¡esta es la frase!- Nos damos cuenta, en efecto, de que nuestro escandaloso y español Reus, desbordante de peteneras y de tangos, lleva los mástiles un poco inclinados, con cierto aire de calavera que debe ser una gracia desde lejos..., especie de ómnibus que vuelve de los toros brindándole juerga y salero al mundo... ¡viva España!

     Mas ¡oh!... sin duda cada cosa requiere su escenario, y debe ser la noche azul el de la guzla y la dulce malagueña. La juerga ha saltado al sol chulesca, aguardentosa, desgarrada en las gargantas... Y muere pronto por fortuna, ahogada de sí misma... El último tango canalla de zarzuela es disipado por el extraño espectáculo de la costa a que nos vamos acercando. Una barrera larga y tendida a flor de olas, al otro lado de la cual divisamos claramente otro mar maravillosamente tranquilo. El nuestro es plomizo. El de allá, azul, de un azul de zafiro, terso como el cielo.

     Esta costa parece una escollera tortuosa, interminable. El Reus marcha perpendicularmente a ella como para estrellarse. Dijérase que el capitán se ha vuelto loco -que hace bien en venir ya atrás, muy lejos, el Ophir con toda su pausa...

     No es costa, en suma. Es una lengua de arena que nos cierra el paso en mitad del mar. Lo vemos según nos acercarnos. Por último, el doctor, único hombre de a bordo que no está ocupadísimo en esta aproximación al puerto, nos dice que aquella agua tranquila es el lago Manzaler, en cuya estrecha entrada de perforación está Port-Said -y el canal empieza... sin canal... o lo que es lo mismo, sin orillas...

     Una hora después, entre barcos, entre vueltas, tras un recodo de peñascos, se nos aparece la ensenada de Port-Said. Una población como casi todas las marítimas, sencillamente, en herradura hacia la playa. Apenas un airón de palmeras, entre las casas blancas, entre los hotelitos levantados en la arena alrededor, nos hablan del África ardorosa.

     El sol, sí, nos tuesta. Y en cambio, tan pronto como enfilamos el puerto, una turba de piraguas nos acoge, nos sigue, con negros muchachos desnudos que gritan y gesticulan pidiendo que se les arroje dinero al mar.

     -¡Peseta! ¡Peseta!

     -¡A la mer! ¡a la mer!

     -¡A la mer! ¡Un franco!

     -¡Peseta! ¡Peseta!

     -¡Capitano, un franco!

     Les dicen capitano a todo el mundo. Ven como linces, nadan como peces. Si la moneda no es de plata, es inútil, no se sumergen tras ella. Acá y allá vuelven con la peseta entre los dientes, ganando las piraguas, que se vuelcan.

     -¡A la mer! ¡a la mer!

     -¡Capitano, un franco!

     -¡Peseta! ¡Peseta!... ¡a la mer!

     Los hay de todas las edades, en igual ágil competencia. De cinco años, de doce años, de quince años. El liviano guiñapo que estos talludos se lían a la cadera, cae y se desliza a cada instante en la furia del gritar, del nadar... Cerca de mí está asomada Pura, que ríe y chilla algunas veces tapándose el rostro con los dedos... Igual hacen otras damas a lo largo de la borda, Charo, Aurora, Sarah, Lucía, la india y otras, y otras... Únicamente las niñas del coronel miran serias, impávidas.

     -¡La naturaleza es inmoral! -dice gravemente don Lacio.

     Y como las damas recogen en absolución su sentencia, añade:

     -¡Y sobre todo, de viaje!

     Hemos parado en mitad del puerto. Con el bote de sanidad nos rodean y nos asaltan muchas barcas pintorescas cuyos tripulantes convierten la cubierta, a escape, en una feria oriental. Son negros no mucho más vestidos que los chicos, y que venden mongolias, plumas de avestruz y pedazos de marfil; moros con colorinescos bombachos y turbantes, que ofrecen joyas y sedas carmesíes; judíos de cómica caperuza de palma que cambian duros por dollars; lavanderos mecánicos que nos devolverán limpias y planchadas en dos horas las camisas... Y entre todos, saludando compatriotas, garantizando servicios, el cónsul de España escoltado por un gigantesco abisinio en cuyo turco uniforme de oro y cobalto cae terrible el combo alfanje...

     No nos hemos dado cuenta de que el buque ha vuelto a andar, de que se para, de que está abarloado en el muelle hacia el cual tiende desde el portalón sus pasarelas.....

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- VI -

     Dan las seis en no sé qué náutico edificio del puerto, cuando lo dejamos en pandilla la condesa, su hija, Lucía y Alberto, el coronel con su familia, don Lacio y yo. Contra la claridad del crepúsculo el gas, empieza a lucir en la recta calle larguísima a cuyo frente está el Reus.

     Debe de ser la más importante de Port-Said completamente europea, llena de tiendas de griegos.

     Antes de recorrer dos tramos, ya las señoras han sufrido la tentación de algunos comercios, y bajo su dirección realizamos compras. Trajes de hilo, por medias docenas, baratísimos -ventaja de puerto franco. Nuestro poco de francés nos sirve a maravilla. Los horteras van enviando paquetes al buque, tomando nuestros nombres y entregando en garantía sus tarjetas.

     Dos horas en compras. Yo me aburro. Sospecho que no veré la ciudad, por acompañar a estas damas. Me distraigo a las puertas, donde me acompañan Sarah y las hijas del coronel. Están llenas de gente las aceras. Por todo «exotismo» lucen los hombres, con chaqueta o con chaquet, gorros turcos. Tal cual negro, tal cual moro, pasan por la calzada con cargas, o vendiendo dátiles y cocos. Pocas señoras. Abundan tipos que, si son indígenas, no lo dicen más que en su morena tez y en sus negras cejas finas -que me empeño en ver oblicuas. Nuestros compañeros de barco han ido pasando a bandadas. No ha debido de quedar uno a bordo.

     Por fin arrancamos. A los cien metros, nos detienen los frescos stores de un restorán que place a Charo. Entramos a cenar. Cocina inglesa, mucha salsa picante, carne cruda... Charo, como siempre, trinca mucho. Creo que esta célebre condesa se pasa la vida chispa. Se encuentra a gusto. Han entrado y han comido y se han largado dos caballeros morenos, y no acabamos nunca nosotros. Al final champaña, y charteux con el café exquisito -esto sí. Los cigarros son de paja.

     Un escándalo -salimos a las once. Cuando Charo rindió a todos con su hablar, se puso con los mozos, la han informado de que es el ropero del mundo Port-Said. Hacia Europa, los pasajes de los buques compran abrigos, lanas; hacia el Asia u Oceanía, telas leves. Es raro el día que no pasan veinte correos de todas las naciones, afluyendo al Canal o del Canal. -Esto me explica, otra vez en la calle animadísima, el cosmopolitismo y la falta de carácter de la población, nada antigua -centro de mercaderes.

     No hay coches. En una cruz de esquinas vemos parejas de enormes burros blancos, con sillas de montar, tenidos por beduinos, del diestro.

     Un bazar fotográfico invita al grupo a comprar vistas. Tiemblo; pero, menos mal, veré el país en estampas. Charo parla y revuelve a sus glorias; le ha dicho al comerciante que somos una compañía de Circo que va a Manila. -Des femmes! ¡des femmes! -pide. -Des costumes de l'harem! -Muestra el dependiente algo perplejo una reservada puerta, y nos lanzamos...; pero Alberto vuelve a salir con los brazos en cruz, deteniendo a las señoras...

     Hemos visto de una ojeada el harem bien el harem...

     -¡Oh, el Egipto es inmoral, señoras mías! -lamenta don Lacio calle arriba, guiando.

     A matemáticas distancias, otras calles rectas, menos alumbradas, cortan la que seguimos interminablemente, sin fin, que se pierde de vista con sus tiendas y sus luces. Los edificios, de dos, de tres pisos, tienen poco de monumentales. Sin duda lo selecto de esta plutocracia habita en los sueltos hotelitos de la playa.

     Nos llaman siempre la atención en las esquinas los beduinos, con sus parejas de grandes burros. Reparamos que, indefectiblemente, de cada dos asnos, uno está con silla de jinete, otro de amazona. Nos los brindan, mas no comprendemos para qué; preguntamos, mas no nos entienden. Como no hay coches ni rastro de tranvías, suponemos que sean el medio urbano de transporte.

     ¡-Burros de junto! -dice don Lacio.

     La animación continúa, como de artesanos que saliesen del trabajo en tanta sastrería. Deslúmbranos la blanca iluminación eléctrica de un chato palacete con balconaje de piedra, con atrio de columnas, en cuyo piso alto suena música. Subimos los hombres, exploradores, escarmentados del bazar, y hallamos una especie de salón de Alhambra lleno de mesas vacías, con discretos camarines al fondo, con ancho estrado en el frente donde una orquesta femenina tañe violines y liras y harpas. Al golpe de vista nos parece que hay en las artistas caras y trajes de todos los países. Únicamente nuestros combarcanos el húsar y el tenientito (-¡Adiós!- saludamos con los dedos) en un rincón, y un presunto alemán, en otro, toman refrescos en las sendas compañías de dos turcas, de una georgiana... Y en tanto, sonando un vals, las dulces orquestistas de trajes y pelos y senos de todos los matices, nos sonríen...

     -¡Horror!!! -reniega don Lacio, reaccionándose de un desmayo para bajarme de estampía por la escalera.- ¡Esto clama al cielo!... Será preciso ¡vive Dios!... dejar las damas a bordo.

     Tal designio le domina -al aire libre otra vez, tras de haber alarmado el pudor de las señoras con la misma exclamación. Nota Charo su prisa por hacerlas recorrer la calle, a fin de retomarlas por igual camino al Reus, y le pellizca. No importa. Él sigue, sigue, las fatiga. No hay teatros, no hay nada, no hay más que ese antro del mal..., «¡horror! ¡furor!»... Y esta calle infinita en Port-Said. Se queja del corazón. Desea descansar, en su querido barco... Estamos a un kilómetro. Tenduchos miserables, ya, no más, de cordeles y babuchas...

     Encontramos a Pascual con su mujer y el paisano relojero. Él trae arte de dado al diablo. Ella se alegra de hallarnos, simplemente; no muestra el menor asomo de contrariedad por la compañía del amigo. Y nos volvemos juntos. Es la ocasión de desandar lo andado.

     Tornamos a tropezar con los grupos de aburridos compatriotas. No se ve un carruaje siquiera en la incesante animación. Pero de improviso, por el centro de la vía, un tropel se nos acerca. Es una charanga que anuncia con gran farola de papel un baile.

     Algo más abajo, otro tumulto de cosas rápidas nos sorprende y nos repliega a la acera. Son los burros blancos a todo galope, con los beduinos detrás a palo limpio. Diez, doce, veinte... seis más..., y encima de cada burro gigantesco un rubio inglés o una blonda miss elegantísima cuyas gasas y flores del sombrero vuelan entre risas y algazara...

     El pasaje del Ophir.

     ¡Oh!

     Nos dejan estupefactos, a los alegres españoles, a los juerguistas de los tangos, sobre todo, que no cesan de pasar, de dos en dos, de tres en tres, como quintos.

     -¡Qué estúpidos! -comenta uno.

     Es su venganza. Ganarnos hasta en zambra y buen humor los sajones, es ya ganarnos en todo.

     Gente que lo entiende. Lucía recuerda que este sport lo puso en moda en París el rey Eduardo, siendo príncipe de Gales. Daudet lo alude en Les rois a l'exil.

     Llegamos al puerto. El Reus aparece negro de carbón, rodeado de acarreadores que entran y salen por dos profundas escotillas de su panza. El Ophir está amarrado al pie, asaltado también de polvo y de hombres negros. -Acaso un poco entristecidas las damas, por la española educación que no las consiente las inglesas expansiones, van subiendo a encerrarse.

     Pascual, desde hace rato, no se separa de mí, con ganas de decirme algo difícil.

     -¡No, mira, espera! -le grita a su mujer.

     Y a un ademán, me aparta, y... no se atreve. Guarda un papel y un lápiz que traía en la mano y cruza la pasarela tras de Aurora, cabizbajo. Yo, comprendo. El desdichado ha venido indagando qué idioma se habla aquí, mirando rótulos, preguntando cómo se escribe fonda en francés y en inglés... Juraría que habría querido que yo le escribiese una petición de cuarto para algún hotel por algunas horas. El relojero antes, y ahora el miedo de no hacerse entender o de quedarse en tierra, le traen desesperado. Son las doce. El Reus, según el cartelón de aviso, debe zarpar a las tres de la mañana.

     Sin saberse cómo, yo, que quedo el último en el muelle, me siento embrazado por don Lacio... «¡horror! ¡horror!» que tira de mí... «¡horror!»... que me arrastra. Le ha dado el quiebro en el mismo portalón a la condesa, refugiada dentro a escape con todos los demás, huyendole al carbón...

     Toma dos burros, de los que acuden al Ophir, salta, salto, picamos... Y bien pueden correr los beduinos al alcance.

     -¡El rapto de los pollinos! -grita don Lacio, calle arriba otra vez, apartando gente, tratando inútilmente de guiar con los brazos, porque las cabalgaduras no tienen bridas ni cosa que lo valga.

     Torcemos, o tuercen ellos, los burros, y nos llevan a placer por otras calles, por plazas, por plazuelas, en vertiginoso desfilar de cosas y de casas... Algo de barrio egipcio hemos debido cruzar, en el laberinto soledoso donde la luna platea arcos y ajimeces..., con los beduinos detrás echando el hígado. De tiempo en tiempo, las caravanas de ingleses, siempre a la carrera. Don Lacio califica a su burro de burro-exprés. Ya que no puede guiarlo, lo espolea.

     Vamos por donde ellos quieren... Ahora nos pasan junto a una mezquita. Enseguida por una fortaleza... Otras calles, más calles... gente de nuevo. Por fin la calle principal, tomada por arriba, y los compatriotas que un si es no es nos reconocen asombrados... Sólo que pasamos, pasamos como sombras... Y he aquí que los burros se plantan, en seco, y nos admira ver a nuestros beduinos... ¡en el portal de la orquesta! esperándonos. «¡Mesié! ¡Mesié

     Han debido de atajar, ciertos de que aquí darían los burros con nosotros. Se nos acercan, mano tendida:

     -¡Mesié! ¡Mesié!

     Después de pagar, bajamos, habiendo podido bajar por las orejas. La carrera ha terminado. Debe de ser siempre igual, sabiamente seguida por los burros.

     Y puesto que la carrera itinerariamente acaba aquí, en este bar, o music-hall, o café-tocante o lo que sea ello, bien animada al fin su terraza, sospechamos que sean los del Ophir los que arriba suenan.

     En efecto, cada mármol nos muestra a los rubios ingleses y a las blondas misses en torno a la cerveza y la soda. No tienen ellas en verdad traza de cocotas, con sus castas y rosadas caras audaces que me retraen la de Lucía; no tienen, no, sino muy señoril aspecto amable, aunque sean harto perdidas de todas las tierras ardientes estas artistas de trajes bizarros. Hay música, y se limitan a escuchar. Se guarda la forma del decoro, y les basta. Don Lacio cae en un instante de seriedad y de amargura para lamentarlo inverso de la educación de nuestras mujeres. Son gazmoñas, por culpa nuestra, ignorantes, hipócritas, incapaces -aun los más capaces de toda grosería recatadamente-, de afrontar en público con esta conciencia de ausencia, de dignidad, la más leve apariencia de pecado ajeno. Yo sonrío, pues no me parece el problema tan sencillo. Pero vuelve otro vals. Descubrimos al húsar y al tenientito. Nos sentamos. Las dos turcas llegan, se sientan. Toda la nube de griegas, persas, tártaras, armenias, circasianas, indias, chinas, japonesas, egipcias... recorren la concurrencia con bandejitas donde caen monedas. Si se las invita, aceptan frutas heladas, refrescos; si no, pasan... Don Lacio convida a una linda y pequeña macaca de «ojos de almendra». Yo a una odalisca azul con aljófares al cuello y ajorcas en las manos y en los pies... Dice «Cairo». Será del Cairo. Se quedan. Vuelven a volver... el juego es conocido. El tenientito se obstina en hacerle hablar a su turca el caló, creyendo que todas estas orientales pueden ser falsificadas con chulas madrileñas..., ¡que es creer en Port-Said!

     A plazo casi justo, tres y cincuenta, pues el capitán nos confidenció que había tiempo hasta las cuatro y sólo anticipamos diez minutos -llegamos al buque un poco derrotados. Está en zafarrancho de baldeo y lo aprovechamos para cambiar de ropa y recibir la ducha que nos purifica de orientalismo. Todos duermen, menos la tripulación, lista a zarpar. Nos ha reanimado el agua y resolvemos esperar a ver la entrada del canal famoso. El calor, en la calma clara de la noche, es asfixiante. El pantalón, la chaquetilla, las chinelas, se nos secan en el cuerpo.

     Ha desamarrado el Reus y empieza a marchar.

     El lago nos recibe. Vamos a media máquina. No hay canal... pero el espectáculo es magnífico; -lo marcan balizas, y del agua inmóvil de plata surgen focos voltaicos de trecho en trecho. Una fantasía de luz en mitad del lago. La línea de blancos focos piérdese infinita delante de nosotros, detrás de nosotros, en la noche alumbrada más pálidamente por la luna. A espacios, se quiebra rectilíneamente, y a ambos lados, luces rojas, verdes, de pontones de señales, forman perspectivas de una iluminación fantástica, sin fin en el plano inmenso del mar. El agua hendida suavemente, cruza ondulando dulce por las bandas, abierta en hidras de fulgores nacarinos...

     En las lejanías, fuera del apoteósico trayecto marcado en luz como para una cabalgata de nereidas, no se ve más que confusión azul, donde a ratos parecen esfumarse costas bajas sembradas acá y allá de dispersas luminarias. Luego las percibimos más distintamente, se acercan, se buscan, se angostan, y acaban por encerrarnos en verdadero canal donde apenas coge el buque. Son bordes de arena, que se ostentan bien al vívido resplandor no interrumpido de los focos -desesperadamente uniformes, desesperadamente iguales, que no se sabe además si asoman del lago como bancos, pues se siguen con líquida planicie los horizontes hasta la línea del cielo, tras ellos, a uno y otro lado.

     No sabemos, en fin, cómo vamos, ni por dónde vamos, ni cómo está hecho todo esto. De rato en rato una linda casa flotante, con un apartadero donde una draga se recoge, déjanos pasar... Sin duda el alba, que ya clarea, nos lo podrá decir bellamente; pero... nos caemos de sueño y de fatiga...

     -¡Oh por Dios, no subamos juntos! -pide el tenientito, que se siente, con póstumo pesar, novio infiel.

     Y se lanza el primero a la cubierta.

     Hemos ido llegando a la mesa a las once, en almuerzo extraordinario, él, Enrique y yo.

     Cuando subo con Enrique, nos sorprende el mar... un mar opaco... arena, los desiertos... el canal todavía, que ya creeríamos bien pasado. Un asombroso paisaje de sencillez austera. ¡El mar, el desierto, todo lo grande aparece tan sencillo!... Arena..., el ruedo inmenso de una plaza de toros sin plaza, cortado al medio limpiamente con una cinta de agua por donde va el buque... El canal, al sol, sin las fantasmagorías nocturnas, se parece, pues, a los regatos que hacen los chiquillos en la calle después de una tormenta.

     El desierto... ¡ah! el desierto es una cosa harto simple en su desolación monótona. Echo mis cuentas... babor, estribor... izquierda...: es éste el de la Arabia, entonces. Y al ir a ver el africano, al lado opuesto, me encuentro a don Lacio que me recibe delante del grupo de señoras:

     -¡Hombre! ¡Perdido!... ¡Conque han tenido que retrasar anoche la marcha por esperar a ustedes!... ¡Moritas! ¡moritas!... ¡qué juventud! ¡horror! ¡horror! Y así...

     Le corta y me anonada el chaparrón de medias frases y de sonrisas punzantes... Yo, callando, recuerdo «la inconsciente osadía de las mujeres» comentada anoche por don Lacio; pero estoy por darle a él un bofetón, al informarme: «Se ha levantado, como siempre, a las nueve; jugó al tresillo y durmió en la cubierta, como siempre»... Y capaz ha sido de hacérselo creer a su mujer -y como siempre, el color bilioso de su triste faz, ni da ni quita sospecha, ¡al rapto de las rabinas! -como enmendó a última hora.

     Me defiendo, y es tremenda la carga de bromas y de pullas... por Charo, por Aurora al frente... Consuélame ver que no está Lucía...

     -¡Sí, sí, sí! -falta Pura-, ¡como aquél!

     Señala displicente al tenientito, que está más lejos, mirando los desiertos con cara de fastidio.

     Le ha despedido del grupo. Le ha mandado a paseo, como él anoche se fue, dejándolas a la madre y a ella en el barco. Por suerte, este resquemor de novia agraviada desvía de mí la atención. Pura se queja asaz ingenuamente. ¡Señoras solas, no tuvo el... buen amigo! la cortesía de invitarlas a Port-Said. Las únicas que no lo han visto. Y luego por... por... Jura con los dedos en cruz no volver a hablarle en la vida... por... por...

     -¡Ejem!... ¡Oh miren! -tose el coronel.

     Señala una draga; pero todos le entienden y se habla de la draga -yo el primero. La bellísima, Purita iba trocando la sonrisa en franca ira. Es capaz de desbocarse...

     Mas no había yo juzgado cuerdamente el canal: tiene su hermosura, y sobre todo, su tipo. Llega una de estas lindas casitas alzadas al borde en cada trecho y vemos en su verandah, bajo el volado alero chino, unas damas que nos miran, de blanco, rubias. Un pequeño macizo de palmeras procúrale sombra detrás, derramadas encima airosamente. Las dragas trabajan. Nos entera el doctor de que jamás cesan. El paso de cada buque basta a desmoronar las orillas, donde apenas en cortos espacios su misma infijeza permite muros de contención, sobre los cuales arrojan igual oleadas de arena los vientos del desierto. Y es tan importante mantener franco el paso, dado el perjuicio que un simple estorbo de días causase al comercio mundial y a la Compañía propietaria, que buque que embarranca y no sale en pocas horas, se le vuela, Cada buque de alto bordo viene a pagar por cada tránsito cuarenta y cinco mil duros, en oro, en cheques sobre Londres, al entrar, como ya en Port-Said lo pagó el Reus.

     Surge como una aparición un beduino, por la orilla, aullando. Mal cubre su carne obscura una corta y sucia chilava de lienzo. Los demás, ya deben saber, porque veo que empiezan a dispararle desde la borda manzanas, naranjas, pedazos de pan... que él recoge. Corre y nos sigue -tan despacio marcha el buque. Su mechoncito de pelo en la cabeza rapada, flaméale en la coronilla. Va depositando las provisiones en haldada del balandrán, que sostiene con una mano, enseñando ya demasiadamente las zancas. Grita siempre, y canta, y ríe y hace piruetas y zalemas. Nos acompaña una hora, infatigable... Y poco después, otro aparece... Salvajes mendigos del canal, a quienes se les arroja la comida como a fieras... Tal vez sus huellas marcadas en la arena, como de feroces plantígrados, son las que muchos nos vamos empeñando en creer de tigres y leones.

     Mas, esta vez, es clásica la perspectiva. Alcanzamos a una caravana. Veinte o treinta árabes con camellos. Un poco más adelante, mientras penosamente remolcado con cables desde una lancha para y se entra el Reus en un apartadero, para dar paso en contraria dirección a un crucero francés, vemos otras caravanas acampadas en la orilla. Van ganando la opuesta en balsas. Por el lado asiático se pierden otras en la llanura amarillenta que ahora, al menos, nos deja ver al final siluetas de montes.

     Vamos contando los buques que encontramos, siempre ellos apartados, exceptuando el de guerra, por ser correo el nuestro. A la una, yo he visto cinco. A las dos, creemos llegar al mar, y no son más que otros lagos, los Amargos. Me dicen que se pasó otro esta mañana, viéndose de lejos Ismailia, donde está el palacio de Lesseps. El joven relojero y violinista, que resulta pintor, además, va sacando apuntes con su caja de colores.

     Por fin, a las tres y media llegamos a Suez, en cuya enorme rada fondea el barco para dejar el práctico del canal y tornar el del mar Rojo y fogoneros árabes. Parece que junto a la caldera harán falta estos hombres habituados al fuego y al clima infernal. Hacemos la breve escala tan lejos del puerto, que apenas éste se divisa. Y ahora sí, se advierte que estamos en la mar. Ya se mueve, dejando sentir su ancha bravura. Los gemelos quieren descubrir el Sinaí en cada lejano pico de una sierra.

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- VII -

     Han inducido a cambios muy notables la escala de Port-Said y estos días de mar Rojo.

     En primer lugar, todos los hombres vamos de blanco, de un verano reducido a la más mínima expresión de indumentaria, con la chaqueta de tira cerrada en el cuello sobre la camisa sutil -gracias a las compras realizadas.

     En segundo lugar, podrá no ser rojo este mar, pero no le cede al golfo de Lión en bailadito. Las olas vuelven a rizarse. Los niños, los mareómetros de a bordo, yacen pálidos y serios por las sillas. El baile, hoy principalmente, es tal, que nos hemos encontrado, la no mucha gente reunida al almuerzo, con los platos casillados en cajones, en «pesebreras», para que no se vuelquen. Aun así, la mayor escoradura causada en el Reus por toda la carga de carbón a una banda, nos ha echado encima alguna vez las copas, las botellas, en los balanceos furiosos.

     Por suerte cae la molesta danza tras de aquel ensayo de «aclimatación» del principio, y los mareos redúcense, en la mayoría, al vago malestar que trasciende en displicencia a los cuerpos y a las caras. Sólo los propiciatorios permanecen tumbados en los camarotes, con perfecto desdén del Universo..., el marido de Lucía, el húsar, Pascual, que yo sepa. Sólo los fuertes y probados persistimos en casi nuestro dominio: yo, Lucía, la pescadera, Charo, Sarah, don Lacio, el comandante... sin perjuicio de marchar muy mal por las galerías o la cubierta lejos de los pasamanos -cosa que nos hace preferir estar quietos, leyendo.

     El mar, revuelto, azul, fuertemente azul contra la serenidad del cielo.

     Todos leemos, a este extremo de la proa de la desolada cubierta. El aire es cálido, con silíceas aristas de los inmensos arenales -que cortan. De tiempo en tiempo divisamos una punta, un ribazo de costa muy distante, y volvemos a leer. A ratos pasan algas bermejas, destejidas por las olas: son, según el capitán, las que hacen a este mar digno de su nombre cuando abundan por la serena superficie. Pocas veces se ve agitado, pero nos ha tocado así.

     El mareo, causa cósmica aquí bien ostensible, como otras causas ambientes invisibles en todas partes, rigen sin duda buen puñado de grandes acciones humanas que se achacan a la altiva voluntad. La hermosa pescadera, que vino por los lagos contenta de las cortesías de Enrique, bajo el pabellón protector del marido y en la ausencia del capitán reclamado por el puente, está hoy entregada a los flirteos de éste en la plena libertad de aquéllos -que echan tal vez abajo las tripas. Pura, la bella Pura gentil, que ayer ya empezaba desde largo a perdonar al novio, consuélase y véngase a un tiempo de él, también mareado, hablando amarteladamente con el relojero-violinista. ¡Hacen tan mal acorde las náuseas y el amor!...

     Y al fin de cuentas, con este igualitarismo del blanco traje, que ha borrado rangos de sastrería, el relojero está bien más elegante y airoso que el tenientito chic, que todos, con su fina barba rizosa y su arrogancia de atleta. Pura y él son las dos bellezas del barco.

     Se han juntado.

     ¡Cuántas duquesas preferirían herreros a príncipes si se escogiese en pelota!

     Leemos. Incluso Sarah, versos de Rubén Darío. Incluso el comandante, allá solitario junto a la borda y un poco despegado de Charo desde hace días... (creo que desde uno en que se la vio en el cogote las raíces canas de su pelo mal teñido). Un poco sueltos y apartados los lectores del grupo del amor que forman la pescadera y Pura, con la madre de ésta entre ambas, silenciosa, y en los lados el relojero y el capitán, los miramos y nos miran malignos de cuando en cuando. Yo estoy cerca de Lucía, que lee la insípida Niña Dorrit, de Dickens. Pasa hojas. El marido no la consiente otros libros; pero la he visto algunas tardes, en ratos ausentes de él, uno de Mirbeau: Journal d'une femme de chambre. Yo estoy concluyendo Mirella, de Mistral, y lo cierro al fin.

     -¿Qué es eso? -pregúntame plegando con fastidio el suyo.

     -Mirella.

     -¡Ah!

     La exclamación es casi un bostezo, también hacia Mirella.

     Hemos hablado ya muchas veces de literatura, y he podido admirar cuánto ama la vida esta mujer tan mal amada. Ella no comprende los idílicos o plácidos libros pasados, en nuestra época. Gusta de psicologías y problemas hondos, y detesta, más que nada, de los exquisitos del arte por el arte que no saben encarnar un corazón -en odios, en pasiones, en todas las modernas recónditas fierezas que surgen por las entrañas detrás de los aspectos escépticamente sonrientes. La he oído frases que no olvidaré: «Lo que más necesita un escritor es un concepto total y firme de la vida...» «Escribir novelas debe ser el arte de saber todo aquello que no debe ser escrito»... «Una novela que no encierra toda la vida aplicada a un caso particular, vale poco».

     Me mira. Ha vuelto de nuevo la cabeza hacia mí y está mirando la admiración de ella en que caigo tan fácilmente; pero la ve tan alta, tan llena de noble fraternidad, que la acepta amiga y confiada en sus serenos ojos valerosos. Habla:

     -¿Quiere usted prestarme la Lea, de Prevost, que leía ayer?

     -Sí -contesto- y usted deme Mensonges, si la acabó; no la conozco.

     -Sí -responde.

     Y se levanta, con su gracia ágil, y me levanto, y bajamos.

     El barco se mueve de tan horrible modo, que a pesar de la baranda, en que ella apoya la mano izquierda en la escalera, me parece cortés darla el brazo. Lo acepta, y dice abajo desenlazándose:

     -No diga a Alberto que el libro es mío.

     Sigue ella bajando hacia el comedor; yo tuerzo a mi camarote. Cuando volvemos, salvadas con paso igual distancias equivalentes, nos encontramos en el arranque de la escalera. Cambiamos los libros. Abre Lucía el que le doy, y detiénese sobre la alfombra a mirarlo. Yo abro el suyo y noto que es imposible que ella pueda leer a la luz difusa que cae de lo alto. Entonces sospecho que querrá que no nos vean volver aparecer arriba juntos.

     -¡Sí! -digo-. ¡Subo!

     Pero no comprende mi confidencial resolución; y simple, sencilla, con una completa seguridad de su amable indiferencia, que me avergüenza un poco, me sigue, me coge del brazo, que ofrezco maquinal al esperarla, y cruzamos así la cubierta delante de la gente.

     No sé qué altiva diadema hay en la ancha y pura frente de Lucía, que nadie se permite la menor sonrisa... Sólo Sarah, fingiendo un lento ademán de sueño, tras una fulguración del rostro, gira a un lado de la poltrona y lo esconde sobre el brazo entre los suyos cruzados...

     Así permanece. ¡Oh, la chiquilla! La observo desde mi sitio. De pronto levántase, se marcha..., juraría que la he visto en la puerta llevarse aprisa el pañuelo a los ojos al desaparecer.

     Pero olvido esto. Leo Mensonges.

     Lucía lee ávidamente. Se ha arrellanado en el sillón japonés, lleno de grecas y rizados de bejuco, que ocupa ordinariamente su marido, y apoyándose en los codos, sostiene el libro con ambas manos, delante de la cabeza recostada muy bajo en el respaldo.

     Yo leo -hago que leo. No veo su cara. Huyo los ojos de este cuerpo esbelto lleno de gracias, moldeado bajo la blusa de espumilla blanca y la sencillísima falda de seda plomo. Huyo también; procuro huir de la delectación que me produce el tener un libro, algo de la secreta propiedad de ella entre las manos.

     Pero en vez de entender los pensamientos de Bourget (¡pobres autores de novelas, si supiesen cómo a veces se leen sus obras más queridas!), atroquelo en una voluntad de generoso descuido, que corresponde al de Lucía, este juicio hecho de todos los infinitos y menudos contentos miserables donde tal vez quiso alzarse perversa mi esperanza: «Su advertencia de que le oculte a Alberto que la novela sea de ella, y que envuelve para él un matiz de traición y de ridículo involuntarios, amargos, es prenda de intelectualísima amistad: ha comprendido que adivino su alma y que no concederé más que su justo valor noble a un ruego que tanto tiene de confesión».

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     Acércansenos el capitán, el cura y el médico. Vienen a darnos una noticia que nos parece absurda en esta vida de pereza y de regalo. «Ha muerto uno en tercera»; deja a su pobre mujer desamparada, y trátase de que iniciemos una suscripción en su favor. Las señoras van a ver a la viuda; nosotros, un grupo de hombres, al muerto. Se nos unen varios. Entre ellos un doctor Roque, cuyo nombre sé por la tarjeta cosida a sus sillas, y con quien yo no he hablado nunca. Amigo del filipino, sabemos de él, nada más, que ejerce en Manila hace tiempo, que es su mujer la rica india feísima con la cual y con un hijo pequeño retorna de España, y que permanece casi siempre aislado de todo trato, al lado de su esposa, bien porque su experiencia de pasajero contumaz le haga aborrecer estas chismosas tertulias de a bordo, ya por orgullo. Trátase, en efecto, de un hombre alto, seco, rígido, no viejo aún, de vivos ojos altaneros, en su rostro antipático y cetrino como de enfermo del hígado.

     El espectáculo del muerto, tapado sobre el lecho aún con una sábana, en el camaranchón destartalado de la enfermería de tercera, me sorprende, me contraría, como algo extraño a mis gustos.

     Hay sin duda un terrible egoísmo en nuestras vidas. Imaginamos que el universo está dentro de nosotros, acordado con nuestras míseras emociones.

     Yo, que me había forjado la idea de ir registrando en mi atención cada latido del alma de este pequeño mundo que forma el Reus, sin más que mirar y recoger de alrededor sencillamente, veo ahora que apenas miraba y veía sino el archirridículo sainete de nuestro «grupo distinguido». ¡Cuántas pasiones, cuántos dramas e íntimas tragedias de harto mayor interés no irán dando tumbos por las olas en estas gentes de la popa -ocultas en cada corazón de estos rudos luchadores a quienes no dejan tregua el rigor y la miseria!

     La viuda, una rubia casi bella en el dolor de su desesperación, de su desamparo, es arrancada al fin de junto al muerto. Su pena me hiela. El doctor Roque, a pretexto de auxiliarla, vase con las camareras y las mujeres, que la acompañan llorando. Descubro en la cara antipática del doctor yo no sé qué repugnante piedad que enmascara lúbricos instintos de bruto, de fiera...

     ¿Y quién es esa muchacha?... Ya lo sabemos: una honrada. Su cara no miente. El candor, el pudor, pueden fingirse. La honradez, no tiene un semblante de modestia que se extiende a todo el cuerpo. Sus dedos están picados de la aguja.

     El capitán, después que la hemos visto partir junto al doctor Roque, aléjame de la cama del muerto y me dice efusivamente, con un nobilísimo afán de purificar sus intenciones de aquellos otros vanos galanteos de nuestra cámara:

     -Nada hay, capitán, más despreciable que una mujer estúpida; pero no hay nada más respetable que una mujer honrada. ¿Quiere usted iniciar la suscripción entre el pasaje, para ésta?... Su marido, ese infeliz, iba de maquinista a la Colonia de San Luis, en Joló. Ella tal vez querrá volverse a España desde el primer puerto.

     Acepto la idea con entusiasmo. El capitán, tal vez, ha visto, como yo, las ansias de lujuria de tantos hombres como encontraría en Manila esta infeliz. Es preciso, en efecto, que se vuelva a España, o que no se encuentre al menos entregada al egoísmo miserable de las gentes, sin recursos al desembarcar hasta que pueda valerse por sí propia. Busco inmediatamente a Lucía y la intereso y la asocio a mis trabajos. Don Lacio se nos une; y antes de una hora tenemos dos listas.

     Lucía y yo vamos a ver a la viuda a media tarde. Está en la cubierta de segunda, entre otras mujeres mareadas. Alberto, totalmente mareado también, confinado en su camarote, no ha podido seguir ayudándonos en la cuestación, que ya asciende a ciento trece pesos. Ha vuelto el mar a alborotarse horriblemente, más que nunca, y el cielo está surcado de anchas nubes densas, que el viento arrastra.

     Sostiénele a la joven el dolor, con harto feroz privilegio, el dominio de sí misma, entre las demás mareadas. Nos mira con la mezcla de conmovida gratitud que le ha dado el anhelo de un cariño y el recelo de ver un poco hollado su tormento por extrañas curiosidades. Nos sentamos, y pregúntanos por el capitán. Querría saber dónde tienen el cadáver... querría que la consintiesen verlo...

     -¿Le han vestido ya? -prosigue-. Le habrán puesto su ropa... Yo desearía que llevase un traje nuevo que tengo en el baúl. Díganle al señor capitán que nosotros traemos diez y ocho duros... que pueden pagar con ellos la caja...

     La tranquilizamos. Ignora totalmente los detalles de un entierro en el mar, y sostengo su ilusión con mentiras: «La caja la ponen a bordo por cuenta del buque; son de cinc y ya está soldada, a fin de que pueda esperar el desembarco en Aden; no podrá verla; la colocan desde luego en un cerrado camarín, junto a la capilla». -A seguida dícele Lucía que es a mí a quien debe agradecer el trabajo de la cuestación, y ella me contempla entre lágrimas, exclamando:

     -¡Ah, gracias!... ¡gracias!

     La emoción de estas palabras me compensa. Interrogada por Lucía, nos cuenta que es la mayor de nueve hermanos que abruman a sus padres, arrendatarios de una pequeña huerta en Murcia. Preferiría continuar a Filipinas y trabajar en la costura. La vuelta a su casa, a su campo, no haría más que aumentar la carga de familia hasta que encontrase otra vez ocasión de ejercer en la ciudad su oficio de modista. Pudo hacerse en poco tiempo clientela al lado de su marido, y ahora iban llenos de esperanza, porque les habían afirmado que en Manila escaseaban las modistas españolas.

     Llora desconsoladamente.

     Es la convicción de la forma de soledad más horrible; la que impone el destino en medio de la esperanza de queridos seres a cuyo amor ha de llevarse el aumento de fatigas y de angustias.

     Es bella esta muchacha; es dulce. La contemplo, la contempla también absorta Lucía, respetando su pena... y... ¡horror!... siento de improviso la vergüenza del vil pensamiento que me ha cruzado con el disfraz de piedad... ¡como el doctor Roque! He pensado que de tantos hombres como querrán hacer de la desamparada linda una querida, en la gran ciudad adonde ella llegará tan sola, yo podría ser el que la encanallase menos, el que la respetase más... con mis caricias. ¡Oh, sí! ¡como el doctor Roque! ¡como todos éstos del grupo distinguido que no han cesado de venir a ver a la viuda rubia con pretextos compasivos, comentando luego picarescamente su suerte!... Parézcome brutal, grosero, asqueroso..., de una iniquidad sin fin en esta momentánea ansia de besos de lujuria y de dolor de dolores. Y una convicción tremenda, horrible, que me inunda de algo repugnante, háceme ver en mis entrañas el cieno de los demás. ¡Todos pensamos lo mismo... Y ellos sin tanta interna hipocresía, que es la más abominable!...

     Lucía tira de mí. Hay en su faz una sorpresa. Ha adivinado tal vez mi intención, mi maldad.

     Alejándonos por la cubierta, del brazo, me para de pronto hacia el mar y me dice:

     -¡Eh! ¡no, no!... Pensaba, Andrés, una cosa que no debe realizarse: llevarme a esta infeliz. Es modista; pudiera serme útil... mas yo no le daría en mi casa la ganancia que ella obtendrá sin duda..., y obligada a mí por gratitud, sería mi acción en suma un egoísmo envuelto en generosidades.

     Como yo no respondo, sorprendido, asombrado de no sé qué vagas semejanzas entre mi intención y la de Lucía, ella insiste:

     -¿No le parece?

     Yo invito a continuar marchando.

     -¡Ah, Lucía! -exclamo al fin- ¡Es usted altiva, hasta para ser bondadosa! ¡Es usted de sobra exigente consigo misma, hasta para la caridad!... ¡Un egoísmo... por Dios!

     -¡Oh! ¿qué? -me responde-, ¿cree usted?... Pues, es cierto. En el fondo, un egoísmo. La caridad lo ha buscado, como siempre..., y dudo si doy a usted el derecho a dudar si no se hubiese mi caridad desvanecido como sombra inútil de no encarnar en conveniencia. Ciertamente que no debo llevarme a esa muchacha. Su porvenir está en Manila, y mi marido y yo iremos a Iligan, a provincias.

     Sonríe, y su sonrisa tiene un hermoso color de humildad, como de perdón a su egoísmo pasajero. Herido yo de esto tan dulce y arrogantemente humano que me explica a mí propio súbitamente, siento el impulso de decirle que la admiro... que «es cierto», que yo también soy el mismo miserable que ella se siente en el fondo, y no más, ni menos, aunque hayan nacido con un disfraz de egoísmo más vivamente pasional hacia la pobre rubia mis piedades...

     Al bajar la casi vertical escalerilla, yo primero, para dar la mano, la falda corta de Lucía se prende en un peldaño, y ella luego la hace caer con un movimiento naturalísimo... He visto la esbelta pierna perfecta estrechada en la media de seda oscura. El aplomo de esta mujer para todo, vuelve a admirarme; creeríase que una invisible coraza de alma la redime de torpes intenciones y la absuelve de encogimientos. ¡Qué diferencia de esta íntima elegancia severa, que he visto como pudiera haberla visto el brazo enguantado, y aquellas otras piernas colorinescas que lucen sin cesar en los balancines de la proa Charo, Pura, Aurora... en verdadero teatro de encajes y sensualidad!

     Seguimos silenciosamente por la baja borda de entre las dos cubiertas, y una ola se estrella y nos salpica. Parece un bautismo de nuestra fraternidad, quizás poblada de fantasmas de todas las pasiones.

     Piedad, sí -pienso sintiéndola el brazo y más cobarde que ella para darla el pensamiento. Ha dicho bien, «piedad encarnada en egoísmo». Y veo la enorme diferencia entre mí y los otros. Feliz el egoísmo que desde los antros de la vida, donde rebulle en los demás guardando su furia de apetito, pudo en la mía subir y extenderse en glorias de piedad. Belleza y dolor, en su colmo, en su fuego, en su llama, la pobre rubia esa... ¿qué mucho que pudieran encenderme la divina compasión perdida y dilatada en ansias de dar besos?... ¿quizá no es el amor el beso así perdido en tules de alma?

     Me encuentro, pues, hermosamente miserable, restituido por la serenidad de esta mujer a la justa humanidad. No tengo ya que huir de la idea de que a pesar de mi purísimo desinterés por la linda rubia, yo la besaría la boca..., de que besaría con inmensamente más agrado, con fe de eternidad, la de esta gentil amiga tan castamente robada a mis deseos. -Sé que puede ser bruta mi sensualidad, pero que no ha realizado jamás en nombre del amor ninguna villanía.

     Llegamos a la subida de nuestra cubierta. La amiga se despide hasta después. Va por la baja galería a su camarote.

     - ¡Gracias! -exclamo con tal vehemencia, que ella se detiene.

     -¿De qué?

     -Del bien que me ha hecho. Estaba juzgándome implacable, a propósito de nuestra protegida, un egoísta... harto más egoísta que usted!

     Ella divaga la vista en breve reflexión; se acerca:

     -¡Oh, a ver!... ¡dígame!

     -¡Oh, no!... ¡Adiós!

     Soy yo el que la deja. Subo la escala.

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- VIII -

     El resto de la tarde lo empleo en mi cuestación caritativa, en compañía del capitán y don Lacio, pero al anochecer, la mucha mar obliga al capitán a retirarse al puente, y el fuerte mareo del pasaje entorpéceme no poco.

     Contamos el total, a las nueve de la noche, don Lacio y yo, en el comedor: quinientas ochenta pesetas. Pero es un horror el barco; se mueve y cruje por todas partes como desencajado a los furiosos vaivenes. El calor nos ahoga. Don Lacio, en fin, no es capaz de continuar dictándome la cuenta de justificación que yo escribo, y se retira al camarote... Prosigo solo, sacando fuerzas de flaqueza, por no ceder a este girar de luces y de cosas, y últimamente termino, encontrándome tan mal, que voy en demanda también de mi litera...

     No hay nadie por los pasillos. Tengo que asirme fuertemente a cada instante, para no dar contra las paredes. A través de las pequeñas puertas de caoba, oigo gritos, lamentos... Ha sido un desastre la comida de esta tarde -diez personas. La vajilla no ha cesado de romperse, a pesar de las dichosas pesebreras... Botellas que rodaban de las mesas, rimeros de platos y bandejas de copas que se hacían añicos al caer los camareros de columna a columna, lanzados por los balances.

     De lejos, a lo largo del alumbrado pasadizo, que más bien parece una ardiente cañería cuadrada de calefacción, veo alejarse la silueta de otro pasajero, que resulta diagonal en su verticalidad, con respecto al suelo y al techo, en la gran inclinación que ha aumentado el Reus desde Port-Said.

     El camarote está imposible. Tumbados sin desnudarse Pascual y el húsar, ni siquiera hablan. Cierran los ojos en las caras lívidas. Es un horno, sofoca, asfixia. No hay que pensar en abrir el ventanillo; al revés, tengo que atornillarlo más exactamente...: lo bate el agua sin cesar, y por los resquicios de su circunferencia se ha ido infiltrando pared abajo. Sea de esto, o de improvisadas fregaduras de aquellos hombres que se multiplican por el barco con cubos y escobones, el suelo se ve húmedo; y de vez en cuando lo cruzan las maletas de extremo a extremo, resbalándose en los más fuertes balanceos..., en los que diríase que se agarran y retuercen también las entrañas... haciéndonos de paso afirmarnos al borde de ataúd de la litera, para no caer... Se inclina tanto algunas veces, que llego a creer que se me vendrán encima desde la pared de enfrente, convertida en techo, el húsar, Pascual... En suma, salto de la estrecha cama, no pudiendo soportar más tiempo esta atmósfera limitada y pesadota en el cerrado cajón que sube y baja desniveladamente como el de una montaña rusa...

     Vuelta atrás en el pasillo. Llego como puedo al fumadero. Unas señoras chillan, o tras yacen acá y allá por los divanes, desajustadas, enseñando alguna vez en contorsiones más de lo que convendría al recato, entre hombres que vomitan sin maldito aprecio alrededor... La pescadera y Pura con su madre, rezan con fervor junto a una mesa, donde todavía se muestran esparcidas las barajas. No hallo más conocidas, al aislarme en un rincón. Lucía sabe hurtarse, la primera a estos cuadros lastimosos.

     Me explico la concurrencia aquí. Al menos, por la lumbrera, cuyas compuertas están abiertas, baja aire. De rato en rato caen también por ella chispas de agua; y una vez, a un hundirse y volcarse todo que se creería parar en el infierno, cae una verdadera rociada de gotas que aumenta el chillar de las chillonas... Son éstas un grupo de rebeldes más ganadas que por el marco por la rabia del terror... Sueltan cosas estupendas, contra el capitán, contra el buque:

     -¡Pero esto es una barbaridad! ¿a qué seguir?

     -¡Que se acerquen a una costa!

     -Al revés, señora -ha dicho un oficial-; que conviene separarse para evitar los escollos.

     -¡Pues que me lleven a mí y sigan si les parece!

     -¡O que vuelvan para atrás; dicen que vamos con tra el viento! ¡Vaya unos marinos!

     Las infelices creen de buena fe que bogamos por un río en cuya orilla podríamos esperar mejor tiempo. -Y a las once, cuando nos cierran desde arriba la lumbrera a causa de los más frecuentes golpes de mar, vuelve a aumentarse mi angustia con el calor, y siento, en verdad, la irritación de protesta instintiva que ellas contra esta fatalidad de no poder sustraernos en modo alguno al danzar furioso del buque, que todo se mueve igual por todas partes. En un teatro, en un templo, si alguien se desvanece de luces y perfumes, se sale; en un coche, se apea... Aquí no hay más que «seguir, seguir»... esto que horroriza a estas mujeres..., seguir a través de la negrura del horror mismo de lo inquieto, sin un momento de reposo...

     Hay una idea que llega a atribularme. Siéntome desvanecido, y escuché días atrás al capitán, en admiración mía, que resisto más que él propio... ¡Si él se hubiese marcado y su gente también, en el puente, dejando sin gobierno al Reus!... Mas como la rápida noción del peligro me serena, pienso inmediatamente que más a ellos les dará fuerzas el espectáculo de la lucha y la conciencia de la responsabilidad. Entonces me levanto y subo a la cubierta, prefiriendo igualmente el cuadro del airado mar a esta angustia orgánica peor que todo.

     En la escalera, la boca siniestra del exterior, que se abre y se cierra un segundo para dejar paso a un marinero, me aterra. Entran el agua y el huracán en bocanada. Dudo si, aun afirmándome con fuerza, no seré barrido por el viento y por las olas. Sin embargo, el alivio material que he sentido, me impulsa, y salgo a probar fortuna.

     Me aferro a los pasamanos. Nunca como ahora se me justifican estos pasamanos que yo juzgué prodigados con exceso por el buque. Mis ojos, habituados a la luz, no ven sino tinieblas sacudidas en un fragor de infierno... El cielo está obscuro, el mar está obscuro, en la cubierta no hay más que alguna linterna mortecina... Y aunque el viento lleno de agua y de espuma sigue batiéndome, me doy cuenta al fin de que exagero precauciones... Se puede incluso marchar suelto sin más riesgo que una desviación o una leve caída, porque si bien son enormes las subidas y bajadas del buque, son lentas, muelles, casi previstas...

     Pronto acomódanse mis ojos a la sombra, y veo. Es algo que participa de lo hermoso y lo espantoso. El Reus parece avanzar entre gasas voladoras; las luces de los mástiles, y la triple hilera de ventanillos de los camarotes, a todo lo largo del costado, alumbran en su torno un romper de olas y de espumas curvadas en láminas luminosas remolinadas sin cesar y siempre cambiantes en fantástico aleteo de danza serpentina... Se hunde, se alza, se yergue gracioso y lento..., es el barco una agilísima funámbula que va bailando su serpentina por la brava negrura de la noche...

     El viento le cubre algunas veces de las gasas, de los blancos tules desgarrados...

     Recorro la cubierta, afianzándome en la borda. Voy hacia la popa, procurándome el resguardo del vendaval en lo posible. Una sombra se destaca, inmóvil. No me siente, en el estruendo horrísono de todo. Veo relucir en su mano un arma... Y esto me detiene. ¿Quién es?... Ya me ha divisado. Estamos a tres pasos.

     -Hola, capitán, qué noche, ¿eh? -me dice.

     Es un hercúleo oficial reservista cuyo nombre ignoro. Ha tratado de ocultar la enorme navaja albaceteña; y no pudiendo, decídese a mostrarla y explicarse:

     - ¿Eh?... No creo que está demás. Se lo aconsejo. La cosa está para un tumbo... Si el caso llega... ¡zis! ¡zas!... oportunamente. Éste es mi salvavidas: el 30.

     Leo el número, efectivamente, en la blanca rosca amarrada a la baranda. El buen hércules ostenta un ademán resueltamente egoísta que me hace sospechar si la navaja no le serviría para defender también su salvavidas de hombres y mujeres... contra toda previsión de aquel reglamento que ya veo que no he leído solo. Háblame enseguida de que él podría salvarse sin bote, que no ve para qué sirva con olas como montañas...; es nadador y confía en que no será muy ancho este mar Rojo que recuerda de los mapas.

     Paréceme la caricatura de mí mismo. Hay, en efecto, en mí, larvas de las mismas intenciones... Y yo no sé, quizás, si llegado el caso, defendería también mi vida insulsa a coces y a mordiscos... Sólo que no creo el asunto para tanto, y me despido, agradeciendo los consejos. Dígole que, como liado poco, prefiero los salvavidas de chaleco que hay en los camarotes también.

     Confortado con tal forma original de cobardía, vuelvo hacia la proa, despacio. Durante un rato me distrae esta sensación de subir y bajar un poco dislocada como si estuviera en el extremo de un largo balancín. Al fin, me tiendo, pescando al paso un sillón que va y viene con los demás en dulce deslizarse, a cada vaivén, como los trastos del camarote. Por si acaso, lo sitúo no lejos de un asidero.

     Y sí, rueda un poco todavía, no obstante mi peso, en los rudos balances. Los demás sillones no dejan de ir y volver desde la borda, acompasadamente, a cada tres o cuatro bamboleos, que viene uno mayor. El calor es fuerte, pero la salpicadura de las olas va compensándome la ducha. Estoy bajo el puente y diviso la baja borda delantera. La cruza el mar, incesantemente, por encima de los portalones. Las olas llegan, saltan, se extienden... vuelven a verterse en torrente por ambos lados. Las pobres terneras y gallinas de nuestra provisión deben ir medio anegadas. El viento me azota con salvaje ira, rugiendo, silbando, en una sinfonía a que se juntan, con el estallar de las aguas, los crujidos del buque y el rechinar de hierros y poleas por las alturas...

     Algunas veces, entre la espuma pulverizada que viene más terrible abierta desde la proa como las dos blancas alas de un sudario que hubiesen al fin de envolvernos, el barco se inclina, se inclina contra el mar que sube en montaña monstruosa y que remonta la banda en abismo. Luego sube, sube la banda, baja el hinchado mar, y es la proa la que cae de un tremendo zarpazo, puesta al aire por la ola... Otras veces se siente como en una angustia del corazón el girar lejano y vago de la hélice en vacío...

     El agua me moja. Hay unos instantes en que adviérteme la intuición que si esto no es una tempestad, puesto que ni llueve ni luce relámpagos el cielo en cerrazón por todas partes, tampoco las celestes furias harán mucha falta para ponernos en real peligro por sólo cuenta del mar, a nada que ya fuerce su furia. Marchamos contra el mar, contra el viento, efectivamente, según dijeron abajo...; y sea una ola por el timonel mal tomada, sea que fue más grande que ninguna la sima que abrió a su pie, y que iluminaron verdosa y horrible las luces de la banda, he visto al buque acostarse con una pesada pereza de indecisión y de cansancio cual si no fuera más a levantarse...

     Es imponente este rodar en las tinieblas. Más allá de la zona débilmente alumbrada por el barco, donde alternan los combos antros cristalinos con los juegos formidables de las madejas de espuma, nada ven los ojos sino sombra, lejos, encima... inmensa... Creo a ratos que la quilla rasca rocas..., que el Reus va hacia un lado, rendido y suelto... Pero las dobles campanadas cada media hora, tranquilízanme; garantiza las demás esta vigilancia del reloj que sigue realizando un marinero, tan exacta.

     No una borrasca -pienso-; un poco de marejada que el mar me brinda cortés, ya que lo cruzo. Y aun dándome cuenta de esta positiva pedantería íntima y enorme de mi realeza, «cortejada y festejada por el mar», me abandono a ella, por no ceder a esa más enorme cosa que consiste en el anonadamiento de uno mismo ante las grandezas espantosas, fundido a ellas como un átomo del aire, como una gota más de agua. ¡Con qué tremenda indiferencia me tragaría este mar, como a un gallo arrebatado del jaulón, como a una paja..., a mí, con mis dolores, con mi universo de cosas en la frente! Me finjo entonces que el Reus es un colosal hipocampo que me lleva sobre el lomo, que me hace sentir el fuerte subir y bajar de su carrera por las crestas de las olas, que me da el placer de mi destreza en ceñirle cuando se alza, cuando se alza, cuando vuelca hacia abajo y me falta... como un caballo de flexibles piernas poderosas galopando por montes y barrancos en medio de la noche.

     Y me duermo..., persuadido de la firme triunfal seguridad de este galope que me mece más suave... Me duermo...

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     Una como parada repentina del buque, me despierta.

     ¡Oh!... alborea... Amanece, mejor dicho. ¡Cuán cambiado todo! Del cielo, apenas franjeado por pabellones heliotropo, le caen al mar casi sereno, cansado, luces de plata.

     Yo, olvidado del pobre muerto que debieron arrojar anoche, soñaba ahora que acababan de arrojarlo por la borda...: mis ojos le seguían hasta el fondo, en gran transparencia del agua, sombrío, envuelto por el saco, arrastrado por las pesas de hierro, seguido de tiburones...

     Pero el barco da una vuelta, ciertamente... ¡Qué!... Miro. Nadie en la cubierta... Vuelvo al otro lado la cabeza. Del castillete de proa baja un grupo... Y el cura revestido y con la cruz delante...

     ¿Acaban de arrojar el muerto?

     Cierro los ojos por no verlo hundirse, pasando... Mas ya lo vi ¡oh ensueño y realidad!... Me doy cuenta de la maniobra; es la que explicó el capitán: el buque para, se lanza el cadáver y se vira en redondo para darle tiempo a sepultarse sin cogerlo con la hélice. Sin embargo, el capitán me dijo que sería el entierro a la una.

     No habrán podido.

     Es igual. Todos deben dormir en el barco, tronchados por la noche cruel.

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- IX -

     Todo pasó. Estamos leyendo con la misma indolencia de siesta bochornosa que antes de morirse nadie y de haber estado a punto de hundirnos con el muerto. La pobre rubia no es sino una pasajera más que ha tenido la rarísima fortuna de ganar categoría con su desdicha: tercera preferente -cámara y cubierta de segunda- gracias al capitán. Por las tardes van a acompañarla algunos ratos Lucía y otras señoras. Acaban departir. Con su pañolillo de luto, con su humilde compostura, sin el desaliño trágico y las sombras del dolor, su cara no es tan bella... tiene algo de abultada rudeza campesina. -Sin embargo, con ocasión de su desgracia, de la peregrinación que hubo al día siguiente hasta su cámara, y ya que mi intervención y la de Lucía no dejaron que el doctor Roque pudiese averiguar el éxito de su dinero contra la honradez de la muchacha, el doctor Roque conoció, a la cocota francesa que trae su amigo y casi compatriota el filipino; y parece que en la noche última ha debido intervenir la vigilancia de a bordo: el filipino y el doctor llegaron casi al revólver, por no se sabe bien qué intentos o sorpresas en aquellas apartadas galerías... Madama está castigada a no salir en ocho días del camarote.

     ¡Oh, los amigos!

     Cuando se habla de anteanoche, se dice mirando con horror las olas, aún inquietas: la noche de la tempestad. Abundan los tafetanes por las narices y las frentes, encima de los chichones. Además, el mar arrancó del barco algunos bocoyes y dos jaulas de gallinas. He tenido que inclinarme a la evidencia de estos resultados, y sobre todo después de haberle oído ayer al capitán, en el almuerzo: «Oh, sí, sí, una decente pelea. ¡Hubo sus ratos muy serios!»...

     Vuelvo a leer, dejando recuerdos. Vuelvo a alzar delante de los ojos Las vírgenes de las rocas. Cerca de mí, tres sillas al medio, ha quedado solamente Pura, dormitando, bostezando... esperando al relojero...

     La novela es de Lucía y está en italiano; las notas en inglés. Pero he realizado dos descubrimientos: adivino el italiano, sin más que mis recuerdos de la ópera y de las compañías dramáticas que van desde Roma a Madrid, y he ido además testarudamente traduciendo el inglés, valiéndome de mi poco de alemán, mejor que el alemán mismo. No teme igual, duda, Lucía, de su marido, a quien le esquiva preferencias literarias y sus más sutiles pensamientos con estas políglotas habilidades.

     Voy repasando las notas manuscritas.

     Dice aquí:

     «¡Oh, soberano artista que me irrita!»

     Aquí es el pasaje de la irrupción de aguas en la fuente:

     «¡Admirable! ¡Admirable!... No es posible fundir más el alma y la vida y el agua y la piedra. Así la palabra inimitablemente dominada puede lograr, etéreamente, más armónica fluidez, y plásticamente, más riqueza de color y de relieve, que la música, que la pintura, que la escultura.»

     Sin embargo, es cierto: le irrita. Parece concederle una violenta admiración rabiosa de no poder dejar de concedérsela:

     «Ni con todo el talento de D'Annunzio se tiene derecho a una ignorancia tan completa del conjunto de la vida.»

     Hay en estos rápidos juicios de ingenuo rigor un aplomo indiferente... de mujer dulcemente indómita, que me aturde. Parece que estoy oyendo su voz en el mismo ritmo pausado con que la oí hablarle a Charo, el otro día, del alcohol de los rizados; con que la he oído conversar acerca de los jaires de las faldas de campana... ¿Y acaso suponen más las maravillas del arte que los lazos y los rizos?

     He aquí, en efecto, otra nota que confunde gentilmente ambas cosas:

     «Clara Mill, elegante neoyorkina, discurrió vestirse siempre de verdes, ya que nadie usaba este color; para ir como ninguna, según mi Moniteur de la Mode. Gustó en París, y al año estaba de verde media Europa. Clara se volvió a su tierra dispuesta a vestirse de negro y amarillo. Debe de ser terrible esto para un artista que no pueda igual mudarse de arte que de frac.»

     Pregunta ahora, con llamada al pie de estos renglones: y yo, después de haber calmado cada día con cualquier acto mi necesidad de predominio sobre los hombres, iría a tu amor...

     «¿No es ésta la cruel incertidumbre de superioridad, teniendo que reafirmarse cada veinticuatro horas?»

     Otras notas concretan, enlazan:

     «Parece un extraordinario original y no es casi constantemente más que un extraordinario ejecutante de Wagner y de Nietzsche. Es el supra-artista que corresponde al superhombre ridículamente genial.»

     Otras se refieren a la técnica, en sorprendente relación inesperada, al pie de la más exquisita e ideal divagación:

     «Labor al revés de inventarismo zolesco. Persigues en tu interior - tu universo- la vibración sensible, hasta dejarla agotada en un analicismo científico de sutil psico-fisiologista que te quita sugestionabilidad, quitándole al lector toda emocional colaboración. ¡Ah, si Zola y tú no fuerais los contrarios prolijos prodigiosos!»

     Otras, largas, con mayor rencor, se extienden y se cruzan por las márgenes:

     «Insuperablemente conciso y exquisito cuando hunde su hipersensibilidad en las bellas cosas directas que se la enfrenan y objetivan (las aguas de Venecia y los galgos, en El fuego, y la fuente en este libro) es majestuosamente insoportable cuando se desborda él mismo de sí mismo o sobre aquello que no le domina la imaginativa exuberancia en gracia y naturalidad -como en el discurso del palacio de los Dues y en la romería de mendigos del El triunfo de la muerte. La Vida: esto es lo que no ha vivido jamás, intensamente, sino en el viejo arte de los otros, el supra-artista. Tal mujer es la resurrección orgullosamente confesada de tal mito, de tal dantesca visión, de tal gesto de Leonardo; tales manos, no son como esto o aquello que pueda ver cualquiera en los cielos o la tierra, sino «como los de la virgen de Rafael que está en el rincón tal de la sala cuál del Vaticano» o «como las de las de la estatua de Fidias que yace sola en el murado jardín de...»

 

     Oigo:

     -¡Qué antipáticos se ponen ustedes con los libros!

     Es Pura, sola, no lejos de mí, tres sillas al medio, bostezando.

     -¡Cómo! ¿No le gustan?

     -¡Bah!

     -¿Cuáles ha leído?

     -¿Yo?... Ninguno. Estaba deseando a los doce años salir de la escuela por tirarlos.

     -¿Y entonces, en qué se distrae usted?

     -¡Yo! -dice asombrada de que yo venga como a juzgar necesarios a su distracción, los libros...¡toma!.. pues... ¡mire!... pues... ¡bah!... Ni que acaso Dios no hubiese...

     Vuelvo la cabeza, porque la he visto iluminarse súbitamente de alegría.

     Es que llega el relojero. Se sientan. Se hablan. Yo me marcho y me pongo a pasear.

     Esta muchacha ha hablado también en nombre de la vida con la ingenuidad de sus bostezos. Acaso muchos le concedemos una importancia excesiva al arte de los libros.

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