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Del huerto provinciano

Gabriel Miró

Miguel Ángel Lozano (ed. lit.)



Caminando por las sendas de este huerto provinciano, me entré en las espesas y doradas mieses de la vida.

De mis impresiones hice cuentos y crónicas de mucha simplicidad. No he podido guardarlo todo, que naturalmente soy abandonado y perezoso, y se me han caído muchas de las espigas segadas en las cálidas tierrecitas de mi huerto. Dos manojos me quedaron, no sé si de las más granadas y gustosas o si de las peores por vanas y desabridas. Con uno de ellos hice este libro; y el otro, lo tengo todavía en mi pequeño troje.

Estas páginas no son altas ni hondas, ni estruendosas, ni resplandecientes.

Tampoco todos los lectores han de ser ceñudos, solemnes y macizos de sabidurías.

Yo más quiero un mediano entendimiento y un corazón sencillo que mire las humildes hermosuras de la vida, que perciba sus menudas y escondidas sensaciones, y que como yo se contente aspirando el olor de la leña quemada y de la sembradura húmeda, y guste del silencio campesino, del vuelo de los palomos y de las gaviotas, de hollar las frescas tierras de los prados, del sueño de las nieblas de los ríos, y estremecerse de santo deleite asomándose a la Creación desde la soledad de una cumbre de serranía...

Yo escribo para esas almas amigas.






ArribaAbajoEl reloj

Hogar es familia unida tiernamente y siempre. El padre pasa a ser, en sus pláticas, amigo llano de los hijos, mientras la madre, en los descansos de su labor, los mira sonriendo. Una templada contienda entre los hermanos hace que aquél suba a su jerarquía patriarcal y decida y amoneste con dulzura. Viene la paz, y el padre y los hijos se vierten puras confianzas, y toda la casa tiene la beatitud y calma de un trigal en abrigaño de sierra, bajo el sol.

A los retraídos aposentos de muebles enfundados suele llegar frescura y vida de risa moza; y vuelto el silencio, síguese la voz del padre que dice de su infancia, de la casa de los abuelos...; y el cuento de las costumbres de antaño, celebradas buenamente en familia, se trenza con el de las travesuras infantiles de los hijos, ya hombres, que están atendiendo. Y el íntimo y sereno contentamiento acaba cuando el padre queda con la mirada alta y distraída recordando el verdor de su vida; suspira, o bien murmura: «¡En fin!», y mira al reloj. Entonces, los hijos besan su frente y su mano y la mano y la frente de la madre...

*  *  *

En estas casas, los muebles también son amados. Macizos, grandes y poderosos, sin alindamiento ni gracias de catálogos de mueblistas falaces. Los labraron pacientes y humildes oficiales en cipreses, nogales, caobas. Los fundadores del hogar, entonces prometidos, vieron los árboles, arrancados en heredades propias o traídos de bosques remotos, y aspiraron de los troncos la fragancia de su limpia y noble ancianidad.

Y estos viejos muebles han asistido a los regocijos y quebrantos del hogar y sufrieron con bondad y complacencia de abuelo los antojos y agravios de los hijos pequeños. Las maderas se han hecho prietas, tomadas como de una pátina de vetustez y cariño; capas de cariño puestas por las miradas y respiración de los dueños.

Mas en el jugoso árbol de este amor, prorrumpen valientes renuevos de parcialidad. Una consola con profunda cicatriz de injuria hecha por manos mercenarias, o un armario de olorosas maderas, o una mesa que sirve generosamente para todos los menesteres hogareños, por ser lo primero que se mercara cuando se decidieron los desposorios, o por otro suceso efusivo y dichoso, se ha dado en respetar y querer más devotamente que a todo el menaje.

¡Presentación de desventuras y alegrías fundidas y amadas, que prende y resucita en nuestra alma el mueblaje, es noble y bendito «fetichismo» que no estudió Binet!

*  *  *

Un reloj era lo predilecto en el ajuar de una mansión provinciana.

Comprolo el padre en la húmeda tienda de un viejo artesano. Dos generaciones del mismo linaje habían ya conocido a este hombre en la senectud. Su obrador estaba en un portal cerrado por cancel. Luz de aceite con verde pantalla alumbraba su cráneo redondo de monje, inclinado para estudiar con recia lupa las entrañas de cualquier mecanismo.

El reloj de aquella casa era decano de todos, y formaba grande óvalo de ébano con taracea de aceros oxidados; las horas teníalas de traza latina, protegidas por un cristal grueso y hermoso; su latido era muy reposado y la campana sonaba como grave cuerda de órgano mantenida con pedal, y su vibración entraba a todas las habitaciones, derramándose en sus ámbitos mansamente, como en las sierras el tañido de Ángelus aldeano.

Para la familia era este reloj un antepasado o el pecho de un antepasado de todos los relojes de sus mayores, de corazón sonoro y sabia voz. En la casa vivía desde su origen; y tanto lo humanizó la piadosa fantasía del padre y lo respetaron todos, que, sin necesidad de manifiesto entredicho, solo las manos santas y augustas del padre curaban del reloj y proveían su cuerda, despacio y blandamente, mientras la esposa y los hijos miraban como miramos al médico cuando visita y escucha a un amado maestro.

Esto acontecía una vez semanal y en precisa hora. Al tañerla el prócer pecho de ébano del antepasado, cometía la vanidad, perdonable en servidor anciano, de prepararse ruidosamente. La familia burlaba.

-Es preciso, y no tenéis razón para esas malicias -decía el padre en defensa del óvalo amigo-. Son cuarenta años de buenos servicios, ¿qué pensáis?

-No, pero si nosotros no nos reímos de él.

Y el reloj parecía mirar a todos muy gravemente por las cuencas de las llaves, entre las VIII y las IIII.

...Llegó un día en que las entrañas del noble reloj padecieron flaqueza y agotamiento. Daba las horas con doliente fatiga; de tañido a tañido mediaban silencios intranquilizadores. Nadie lo tocaba ni atendía. Otro, pequeño, mudo, de mesita de enfermero, gozaba los cuidados y miradas de todos.

La estancia del decano, que era el comedor, se halla desierta, sin risas de hijos ni pláticas de padre. El padre moría lentamente.

Y el lacerado corazón del buen reloj no tuvo la caricia de las santas manos y desprendiose del pecho rompiéndose. Alguien que pasaba entonces, oyó un golpe y un crujido de lastimera música y todo el óvalo de ébano resonó gran tiempo. Detúvose aterrado. No se hendía el silencio con la medida del péndulo. Acercose y lo halló derribado.

Cundió la noticia con misterio desolador de augurio.

Buscose al viejo de la tienda, y ya no vino, sino un mozo hijo o nieto de aquel mecánico que cargó sobre sus anchos hombros al pobre antepasado de todos los relojes del hogar. Y en tanto que salía por corredores y aposentos, el mazuelo de las horas, al ludir con la recia espiral, produjo una trémula lamentación que se esparció por los ámbitos de las salas de muebles enfundados.

*  *  *

Y al mes lo trajeron. Ya había muerto el padre en la casa. La madre y los hijos recorrían las salas, los dormitorios, el comedor... Todo, ¡qué grande ahora!

Estaban cenando. Y de súbito se miraron estremecidos, hablándose con los ojos su desventura. Luego los alzaron como para adorar sagrada reliquia. Y del pecho de ébano salieron profundas y templadas las horas, derramándose en todos los recintos y dejando fugaz ilusión de padre vivo...




ArribaAbajoDía campesino


   «Y aver alegría
Syn pesar nunca cuede,
Commo syn noche día
Jamás aver non puede».


(El Rabbi Don Sem Tob, Proverbios morales)                


Se olía y aspiraba en la mañana una templada miel. Ya tenían los almendros hoja nueva y almendrucos con pelusa de nido; la piel gris de las rígidas higueras se abría, y el grueso pámpano reventaba; y lo más nudoso y negro de las cepas abuelas se alborozaba con sus netezuelos los brotes. Eran rojas las tierras, y así semejaban más calientes. El río, estrecho y centelleante de sol, aparentaba dar de su fondo fuego de oro y era limpia espada que traspasaba la rambla con dichosas heridas de frescura. Venía el agua somera, sin ruido y apenas estremecida por los cantos y guijas de la madre. Estaban rubias y mullidas las márgenes de tamarindos arbusteños; y en lo postrero de la vista, las aguas espaciadas hacían una tranquila y pálida laguna. De dentro, los tamarindos, ya árboles, asomaban sus cimas anchas y doradas como el trigo en las eras o islas románticas; y enteramente lo copiaban las aguas.

Cerca del río tronaba un viejo molino harinero. Delante del portal había un alto álamo de trémula blancura; y en aquellos campos primaverales el árbol grande y blanco parecía arrancado de un paisaje de nieve.

Vinieron de la ciudad a esta ribera dos amigos. Entonces descansaban, sumergiéndose en el dichoso gremio de la dulzura matinal de primavera. De lo alto del aire o de lo hondo de la tierra pasaba a instantes la templanza un estremecimiento, un aleteo rápido y leve de frío, pero frío de invierno, huido, ya lejos.

Luego resultaba más grueso y dulce el abrigo del sol. Era buen tiempo. El buen tiempo rizado, conmovido por frescura sana y seca; el buen tiempo, el deseado por el enfermo amado de nuestra alma que murió en el invierno. Ahora estaría con nosotros, bajo la gracia de los cielos, y después, en la santa quietud de los tibios crepúsculos, cuando empieza a balbucir en la verdura, hija de la lluvia, un élitro de son argentino. Es del trovador grillo. Lo busca tiernamente nuestra mirada; pero es que su cántico tembloroso resuena en toda la soledad; y el lírico insecto parece oculto en todos los rodales de matas...

Y no volvemos la espalda al recuerdo del enfermo que ya no está con nosotros, no lo olvidamos, y la madurez de la mañana aumenta la salud y ésta nos genera y renueva alegría. Habían salud aquellos amigos y era olor de salud el de los árboles verdes, el de espigas granadas y el de la harina y el de la humedad del río...

Habían alegría, alegría que parece brotar de todos nuestros poros en finos manantiales y llega al penetral del corazón y allí remansa y se clarifica. ¡Grande y fuerte beatitud de la naturaleza! La voz del sabio se oye en las inmensidades: «Vuélvete, alma mía, éntrate a tu reposo, porque te ha hecho bien el Señor».

En aquella mañana inicial de primavera los dos amigos paseaban junto a la orilla del humilde río, recreándoles puerilmente la huida de las ranas que saltaban, reluciendo al sol, desde el limo de las márgenes y al caer y zambullirse se oía en la paz de las aguas quebrarse un cristal. Y por eso, uno de los amigos sonreía buenamente.

«Amable es el hombre que se compadece», había leído en los Psalmos. Pues el compadecerse sea de todo, de lo magnífico y de lo menudo, que esto no enmuellece ni disipa el ánimo, y sin menoscabarlo, lo adelgaza y apura y lo hace muy sencillo.

De los dos amigos, uno era famoso ingeniero, que estudiaba el recogimiento y prisión del río en canal, para después precipitarlo espumoso, torrencialmente, desde las altitudes y dar su fuerza a industria de señores logreros. Pero él solo pensaba entusiasmado en el arco estruendoso de espumas irisadas por el sol como inmenso velo nupcial colgado en el abismo.

El otro amigo no buscaba ni trazaba arbitrio alguno en aquel paraje. No se había propuesto nada.

Junto al molino repararon en cinco ánades que picoteaban granzas, harija, hosecicos de oliva majada; y esto lo hacían perezosamente, descansando sus buches en la tierra; pero al ver a los hombres se asombraron mucho y se alzaron mirando a todos lados, y dieron grande estrépito.

Y como el natural contentamiento facilita los más pequeños amores, los dos amigos contemplaron enternecidos a los patos, y sonrieron.

Los ánades, gordos, muy despacio y cabeceando, como señores canónigos saliendo del coro, según comparación del ingeniero, se fueron apartando del molino; contempláronse en el río, y se estuvieron murmurando con aspereza, mirando siempre recelosos a la gente de tan nueva catadura.

Entonces se llegó a los amigos un hombre risueño; cuajábanse sus ojos de luz húmeda; le sudaban los carrillos como si se les fundiera la grosura. Era de los beneficiados con el canal del río. Su cara era un incendio de sangre y alegría; también estaba muy alegre, pero sin importarle la ternura y dulcedumbre de la mañana.

Con voz blanda y espesa, como si se deshiciera una rica pasta en su boca, dijo:

-¿Los han visto? No los hay mejor cebados en toda la provincia. De aquí me los mandan para mi mesa, y yo mismo, aunque tengo un grandísimo cocinero, yo mismo hago los pasteles de hígado, pero incomparablemente más exquisitos que los preparados en Amiens y en Tolosa. Créanme: estos patos son tan tiernos como un seso; yo no les iba a decir una cosa por otra...

Los dos amigos le respondieron que sí que lo creían.

-¡Si ustedes los probasen, madre mía! -Y la saliva brilló en toda la boca de aquel hombre, trémula como la de un lujurioso grosero cerca de la hembra codiciada.

El ingeniero y el romántico -así les diremos para diferenciarlos- le miraban atraídos por su voz, rellena de guisos suculentos y olorosos. Y el romántico pretendió desasirse de bajas tentaciones, y se volvió para atender a las aves.

Ya habían bajado a las aguas, menos una, que quedó llena de incertidumbre en lo enjuto. Parecía su cabeza de terciopelo verde, y a veces vislumbraba o se quedaba negra.

Era el ánade más pesado y filosófico de todo el averío.

Y el romántico lo contempló para amarlo en armónica onda de amor, que nacía desde la hierbecita que hollaban las patas membranosas, pasaba por el río, atravesaba la arboleda, hendía el cielo, los horizontes gayos y luminosos, y este arco iris de amor y caridad envolvía otros campos hasta posarse, acaso en otras humildades...; mas los ojos del amador se detuvieron demasiado en la opulenta pechuga del animalito.

-Mírenlo, es el más filosófico.

-Créame, es el más tierno de todos -le replicó el gastrónomo-. ¡Hay que saberlos comer!

Adelantose; hizo cauta y diestra maniobra. Se levantó un graznido como si removieran hierros roñosos y materiales de fábrica. Y el hombre vino a los amigos con el pato en sus brazos.

-Tiéntele aquí abajo.

Y las manos del romántico sintieron un temblor caliente de vida asustada.

-¿Qué le parece, si lo añadiéramos a los gazpachos? La olla es inmensa: ya tiene dos perdices, una gallina y un pollo. ¿Qué, lo añadimos?

El romántico no contestó.

-¿Lo ha comido usted en gazpacho? -prosiguió el otro-. Es la delicia de las delicias. Con su espuma podrían alimentarse seis hambrientos. ¿No lo ha catado nunca?

No lo había catado. Y balbució tímidamente:

-¿Es que no bastará con las perdices y todo lo que ha dicho?

-¡Qué mezcla de gustos de carnes... y en gazpachos, madre mía! ¿Qué? ¿Va? -continuó tentando el glotón, que reía idiotizado por la imaginación del placer.

Cerca, reía servilmente otro hombre, que debía ser el cocinero de aquel demonio de la gula.

¡Pero por qué le pedían la sentencia al romántico! Y vio los ojitos del ánade, que le miraban suplicándole gracia; y volviose al ingeniero para transferirle la resolución; pero el ingeniero estaba leyendo en su manual de notas y cálculos, ajeno a la contienda mantenida entre el estómago y el corazón de su amigo. Y éste no quiso saber más del pato ni de sí, y apartose con apresuramiento para entregarse a la fortaleza y magnanimidad del paisaje; pero encima de su corazón le aleteaba angustiadamente el pato.

...Muy alto el sol, y en intensa y soberana quietud los campos, sonó la gran voz del señor de los pasteles llamándole.

Acudió el romántico casi con entusiasmo. Tenía hambre. Voz de la carne le prometía gozar y... la escuchaba. Notábase fuerte y sensual.

En el portal del molino estaba la mesa. El fresco olor de harina reciente casi lo apagaba el de las viandas. Las tortas ázimas eran enormes como las muelas que rodaban allá en lo hondo con grave ruido. Y mirar y oler las tarinas de aves guisadas, hartaba.

Mucho tiempo estuvieron comiendo sin decir palabra.

Después, en un breve descanso de las quijadas, el hombre risueño preguntó al romántico:

-¿Qué me dice del pato?

El otro se estremeció culpablemente.

-¿Luego murió el pato?

-No, señor; lo matamos y usted engulló la mitad de su pecho.

-¡Yo! Si no me di cuenta. Lo comí por perdiz. ¡Inútil, inútil el sacrificio! Lo juro.

Y el glotón reía devorando un muslo como un mazo de mortero.

...Por la tarde recorrieron el trazado del canal. Sus sombras se acostaban prolongándose sobre el río y la otra ribera.

Cruzaban el azul, ya pálido, avecitas que volvían a la querencia de sus árboles. Por el río humeaba una niebla castísima. La laguna era cielo caído y los tamarindos fuertemente inflamados por sol de ocaso encendían macizos de hogueras en el bello sueño de las aguas. Un autillo dio un grito de lástima desde el remoto olivar de una sierra; y palpitaba en la quietud del crepúsculo un coro de insectos.

Sentíase una mística tristeza; y el hombre de los pasteles lanzaba, de tiempo en tiempo, el estampido de una carcajada que manifestaba honradez.

¿Pero es que no piensa en el pato, en nuestra víctima?, se dijo el romántico; y en cambio él veía su doliente espectro caminando a su lado, con el cuello retorcido y sangrante, y creciendo, agigantándose como la sombra de un avestruz monstruoso. ¿Es que sólo había pecado su corazón y el ánade fue víctima únicamente suya, porque sola su alma había sido la elegida para recoger el latido de piedad?

Y quedó contemplando el lago. La belleza de inocencia del paisaje avivaba los remordimientos. Se apagaron dulcemente los árboles de oro. Y el romántico quiso envolverse de la serenidad de la visión; y dijo:

-Ya ven la santidad constante de este sitio. Nos marcharemos, lo olvidaremos y las aguas y los tamarindos continuarán ofreciendo su belleza en la soledad. ¿No es todo más generoso que nosotros?

Entonces el regocijado, cuya alma no era buena ni malvada, y sí a modo de habitación o profundidad cegada, y nada tenía, murmuró:

-Poco les queda de ser generosos a los tamarindos. Nuestro canal les quitará el agua.

-¿Y han de morir? -dijo el romántico.

-Sí, señor. ¿A qué hemos venido sino a estudiar su muerte?

Frío húmedo se levantó de las aguas; en los olivos gimió otra vez el autillo, y entre dos espesuras de tamarindos cruzó lenta y triste una garza de plata.

Los hombres caminaron.

Y acabó el día campesino, comenzado alegremente por un hombre que se creyó bueno y amable porque compadecía, según el psalmista... Y fueron cometidas crueldades.


Sol claro, plasentero
Nuve lo fase escuro,
De un día entero
Non es ombre seguro,



escribió el judío Sem Tob.




ArribaAbajoLa fiesta de Nuestro Señor

Acabado el enjalbiego, dijo la señora tía, ya doblada por senectud, al sobrinico huérfano:

-Anda, Ramonete, anda; anda, hijo, y acuéstate, como a buen seguro hicieron ya todos los muchachos, que muy de mañana se ha de ir a la parroquia.

-¿Qué hay entierro o casamiento, señora tía?

-Pues, descabezado, ¿que no recuerdas el día que es? ¿Qué dijo el señor maestro?

-¡Que no había escuela!

-¿Y no paró en hablar de la grande fiesta de Nuestro Señor?

-Sí dijo de fiesta, señora tía, sí dijo.

-¿Y no entendiste que había de ser la del Corpus la más preciosa y bendita, hijo Ramonete?

-Sí que podrá ser, señora tía; que Damián y Javierico, los de la «Corrionera», y Luis y «Gabiel» y Barberá hablaron que estrenaban botas de cordones y gorras de visera reluciente y trajes de...

-Anda, Ramonete, hijo; anda y acuéstate, que bien supiste las fantasías de los rapaces... Corpus es mañana y el señor rector predica, con que...

Y el sobrinico huérfano bebió de una cántara sacada al sereno; besó la mano sequiza y rugosa de la señora tía y entrose muy despacio por la negrura del portal.

Desde lo hondo llamó tímidamente:

-¡Señora tía! ¡Señora tía!

-¡Ay, Ramonete, ay, hijo! ¿Qué antojo es ése?

-¿Ha de venir pronto, señora tía? ¡Mire que todo está fosco, y en «lo» corral sentí ruido y pasó como una fantasma, señora tía!

-¡Ay, hijo Ramonete! Encomiéndate al buen Ángel; mira que recelo que todo eso es el Enemigo que te lo hace ver...

A poco sosegaba el chico; y la vieja cerró con cautela el postigo; guardose en la faltriquera del refajo la llave, trabajosa y pesada como de puertas de ciudad, y fuese a la casa de la mayordoma, cuyo zaguán bullía de gente devota y picotera. Conversaban de la fiesta. El señor rector y otro eclesiástico forastero paseaban gravemente celando al vicario, recién afeitado, que platicaba en un ruedo de doncellas afanadas por acabar el recamado de cañutillo de la nueva palia para el Sagrario. En un aposento alto, los mozos ensayaban el «Credo» de la misa.

Ya cerca de la media noche llegaba la señora tía a su dormitorio. El sobrinico quejábase en pesadilla.

-Hijo Ramonete... -llamó la vieja, signándose.

Y como Ramonete balbuciera de la visión manifestando que soñaba, la señora tía murmuró para sí: «No sosiega una con criaturas».

Ya acostada percibió la congoja del sobrinico. Y ella sopló al candil y rezó tres veces su jaculatoria: «San Pedro, con vuestra licencia voy a dormir; mis ventanas guarden San Joaquín y Santa Ana; mi aposento, el Santísimo Sacramento».

Ramonete despertó espantado al «sentir» en su carne las manos afiladas del fantasma. Se había caído de la cama. Subiose muy medrosico; ensanchó los ojos y gimió:

-¡Señora tía!... ¡Señora tía!

Y estuvo aguardando.

La señora tía roncaba.

*  *  *

-¡Hijo! ¿Qué regodeo es ése?... A buen seguro que te pudrirías durmiendo si no te tuviera a mi cuidado... ¡Pues qué, no oíste aquel estrépito de campanas y de morteretes, que no parecía sino que era venida «la» fin del mundo! ¡Y la bulla de los mozos que llegaban del monte con sus costales de pino y romero para enramar la casa de Nuestro Señor! ¿No piensas en la fiesta? Darán las cinco y te estarás ahí como un gusano... Anda, hijo Ramonete, anda, despabila; y en tanto que yo avío la clueca y los cochinos, colócate este devantal lavado y el pañolico de pita... y venga, Ramonete, anda, hijo, que vayamos a la parroquia para bien acomodarnos...

Y la señora tía saliose muy presta a su corral, donde la pollada y los cerdos la recibieron con alborozos y contiendas por gula.

Atolondrado se incorporó el sobrino; entrose las calzas que sujetó a las rodillas con ataderas verdes; luego descuidó su atavío para estregarse los ojos. Dulce emperezamiento le rendía y se acostó diciéndose: «¡Corpus, Corpus es! ¡La fiesta de Nuestro Señor! ¿Qué será Corpus?».

Mas, desde la pocilga, acuciábale la señora tía:

-¡Hijo Ramonete!, ¿qué negocio tan largo es el que me llevas que no acabas de salir?

Muy azorado levantose de nuevo el sobrino. Se puso las alpargatas y salió a bañarse la cara en la pila del pozo.

La señora tía ya estaba en su cámara mudándose las haldas; prendió su mantellina de pana negra y raída, con larga cruz de ébano tendida sobre el seno, cuya lisura y enjutez se confesaban por lo lacio del corpiño; alcanzó del clavo de la cabecera su rosario de dieces cabales y asió de la mano del sobrinico, sin permitirle enmendar la lazada del cenojil que se le había desceñido.

-¡Ay, señora tía, que se me cae una calza!

-¡Hijo Ramonete!, ¿qué nuevo antojo dices para ir reacio?

-¡Mire, señora tía, que muestro el calcañar!

-Obra es del Enemigo, hijo Ramonete, para que no oigamos al señor predicador.

Y tiraba del zagalico que había de jadear y brincar como un chivo zaguero para poder seguirla.

Cuando arribaron a la iglesia, colgaba los muros el vicario, ayudado de dos mozos. Otros esparcían juncia y espadañas en las losas.

Una lámpara pestañeaba en la lobreguez de la capilla de las benditas Ánimas.

Llegó la mayordoma de la Cofradía. Las hijas entraron una butaca de su estrado, que había de servir para el oficiante.

-¡Hijo Ramonete, no miras cuánto lujo!... Ahora quédate sin menearte ni resollar en este puesto, que es el más acomodado, y yo iré a cumplir mi trabajo.

Y la señora tía acercose al hormiguero de amigas que colocaban la palia nueva.

Quedó Ramonete custodio del codiciado asiento; y pensaba: «Corpus, Corpus ¡La fiesta de Nuestro Señor! ¡Qué será Corpus!». Y miraba a los muchachos que pasaban libres y gozosos. Todos estrenaban ropas; chupaban regalicia. Damián y Javierico traían bastones de hombrecito y Barberá lucía cadena de reloj y todo.

...Ramonete se aburría... «Corpus... Corpus... Corpus...». Y se quedó dormido.

...Lo despertó muy enojada la señora tía.

-Hijo Ramonete, ¿no acabarás de afrentarme? Atiende, que está aquí todo el pueblo y nos conoce... Mira que comenzó la fiesta...

Descaecía el sobrino entre la muchedumbre, y pareciole que su estómago recogía como un ávido olfato olores mezclados de pisadas verduras, de cera ardiente, de sudor de carne sucia, de telas tiesas y nuevas...

Los cantores gritaban rudamente el «Gloria in excelsis Deo».

La señora tía, de rato en rato, mandaba al sobrinico: «Ponte en pies, hijo Ramonete...» «Anda, hijo, y ponte de hinojos...» «Ahora, Ramonete, puedes "asentarte" en tierra si te cansas...».

Hacíalo puntualmente el sobrino, y suspiraba de cansancio y hastío.

-¡Señora tía! ¡Señora tía!

-¡Calla, hijo Ramonete, calla y mira a Nuestro Señor, que te ve desde la Custodia!

Subió Ramonete la mirada por el altar y la puso medrosamente en el viril, en cuyo centelleo se apagaba la blancura de la Hostia.

Estuvo Ramonete muy quieto, muy quieto, y sin apartarse de la contemplación, musitó:

-¡Señora tía, no me mira Nuestro Señor!

Y sudaba y se removía buscando descanso con la mudanza de actitud.

Avizorábale indignada la vieja.

-Pero, hijo Ramonete, ¿qué nuevo antojo te dio?

-¡Ay, señora tía, es que... es que me estoy orinando!...

-¡En la casa de Dios esos pensamientos!... Reza, hijo Ramonete, que todo es el Enemigo que te posee… Pero, calla, hijo, que el señor rector subiose ya al púlpito… ¡Qué bendición de hombre!

Ramonete miró a lo alto. Los anteojos del señor rector resplandecían como los del señor maestro en la malhumorada lección de los lunes...

*  *  *

Ya era cerca del medio día cuando la vieja y el sobrinico huérfano llegaron al portal de su casa.

La quejumbre de los goznes inquietó a los cerdos.

-Vamos, vamos, ¿no conocéis al ama?

Y la risica de la señora tía fuese entrando por los oscuros cuartos, hasta que sonó muy zalamera y despejada en el corral calentado de sol, ruidoso de moscas. De la umbría de la pila y de la leña salieron las gallinas.

Ramonete aguardaba.

Al entrar, reparó en él la señora tía.

-¡Mustio hoy, Ramonete! ¿Pues qué maquinas, Ramonete?

Y alcanzó del último vasar de la alacena un cuarto de hogaza; goteó la miga con aceite de la alcuza, añadiole sal, y se lo entregó al sobrino, diciéndole:

-Anda, Ramonete, y hártate; la señora tía come en casa de la mayordoma, que da comida a la congregación y a los señores curas. Pero, hijo, no voy a regalo, sino a faena, que bien me conoces, y no acertara llevándote. Hártate cuanto quieras, pues eres chico... Y ya sabes que en la procesión hemos de vernos. Amigos tienes, pero mira cuál es tu comportamiento, que quedaste a mi guarda... No se diga, hijo Ramonete, no se diga...

Y así murmurando llegaron a la calle; cerró la casa la señora tía y se apartó del sobrinito huérfano…

*  *  *

Estaba en quietud toda la aldea; y por las calles repasaban muy bajas las golondrinas. En la sombra de un cornijal sesteaba un perro.

Ramonete se acercó a la casa de la mayordoma y oyó voces de gargantas espesadas al engullir; la señora tía no sosegaba de hablar.

Ramonete se alejó mordiendo el pan y marchose al ejido. Comía y miraba el valle ancho, suave y arbolado. Lo abría un río de aguas silenciosas que trasparentaban las trémulas frondas de los chopos.

Y el paisaje le envió toda su tristeza en aquella tarde de la fiesta de Nuestro Señor.

De la aldea surgió una vocecita campanil que parecía pasar voladora entre la calina y perderse en los campos.

El sobrinico estuvo atendiendo y sus ojos se regocijaron y pensó: «¿Será Gregorico?... Gregorico es, que dijo que helaría limón para Corpus». Y guardose en sus bolsillos los zoquetes que le quedaban de su yantar, y tornó al pueblo.

Ya estaban empaliados los principales balcones y las calles rociadas.

En un cantón de la plaza estaba Gregorico cercado de muchachos que lamían la garrafa con la mirada.

Llegó Ramonete al grupo y saludó risueño y humilde al vendedor; pero los ojos claros y fríos de Gregorico no le acogieron amigos. ¡Oh! Gregorico no tenía cara de chico, sino de hombre abobado y cermeño. Miraba desdeñoso la rapacería anhelante; destapaba la heladora; con el largo cazo arrancaba de las paredes del cañón los grumos de dulce nieve y alzando la mano caía estrepitoso el rico y codiciado suco de oro... Y cuando algún labriego o lugareño pedía de su refresco, le servía solemnemente con hazañería y melindre de poner, en apariencia, más de lo que cabía en el vaso de vidrio recio y nublado. Y luego preguntaba chancero: «¿Va otro? ¡Vaya otro!».

Ramonete se perecía de risa al oírlo para celebrarle la chanza. Y Gregorico no lo notaba.

Vinieron Barberá, Damián y Javierico y también refrigeraron, que llevaban dineros. Bebían muy despacio contemplados por Ramonete. «¿Le habría puesto la señora tía alguna moneda en el delantal para celebración de la fiesta de Nuestro Señor?». Y tentose anhelosamente los bolsillos y no halló sino los mendrugos de la hogaza.

Comentaban los demás el refresco. ¡Luego todos, todos lo habían catado!

Gregorico explicó menudamente la mixtura y cuando dijo del azúcar, Ramonete, que ansiaba intervenir y congraciarse, preguntó:

-¿Y es «asúcar morena», verdad?

-¡Morena, morena será! ¡Qué va a ser morena! -gritaron, burlándose, los otros; y miraron y se acercaron más a Gregorico para desagraviarle.

Y aunque el vendedor reconocía la verdad de lo moreno del azúcar de su limón, hizo a Ramonete mueca de desprecio y admitió muy dignamente la protesta coral de sus amigos.

Arrepentido Ramonete, oseó con humildad las moscas que revoleaban tenaces sobre la abierta vasija. Pero Gregorico no estimó la fineza, y antecogiendo vasera y garrafa se alejó voceando, rodeado de muchachos.


...Como suele en los rediles
en torno de los tarros de la leche
zumbar de moscas numeroso enjambre,
cuando ya llega la estación florida
y ordeñan al ganado...



que dijo el padre Homero.

...«Corpus, Corpus, Corpus... La fiesta de Nuestro Señor» -íbase diciendo el sobrinico huérfano y volvió al ejido y se tendió en su llano calentado de sol.

De abajo, de un olmo ribereño brotaba, esparciéndose en el silencio de la tarde campesina, la apasionada cántiga de un ruiseñor.

Súbitamente cayó sobre la gran paz estruendo de campanas y alarida de banda. En el azul aparecían copos de humo, reventaban los cohetes y el tronar se arrastraba de montaña a montaña. Pasaron muy alto los gorriones de la aldea, refugiándose en el valle.

...«Corpus, Corpus, Corpus...» -murmuraba Ramonete. Y se afligió su alma.

La procesión apareció en la calle frontera al ejido. Todos los aldeanos y labriegos de la cercanía iban alumbrando.

Vio Ramonete a la señora tía delante de la mayordoma. Un viejo agobiado por su capa pardal acercose a hablarla. Y la señora tía abandonó su puesto para buscar al sobrinico huérfano; su diestra empuñaba un cirio doblado, rendido.

-¡Hijo Ramonete! ¿No tienes compasión de la señora tía? ¿Habré de coserte a mis faldas? ¡Pues no ves que todo el pueblo acompaña a Nuestro Señor!

Y trabando el brazo del sobrinico, lo llevó a la fila de los piadosos congregantes.

En un remanso de la procesión, ocurriósele a la señora tía platicar con la mayordoma, y los cirios de las dos devotas gotearon espesamente en la cabeza del rapaz. Quiso éste apartarse, y al hacerlo, derribó la candela de la mayordoma.

Entonces la señora tía creyó morirse de vergüenza.

-¡Ay, hijo Ramonete, hijo Ramonete! ¿Te mordió alguna sierpe, o es que en verdad te ha poseído el Enemigo?...

*  *  *

...Ya muy estrellado el cielo, entraban en su casa la señora tía y el sobrinico huérfano.

-¿Cómo tropezabas tanto, hijo Ramonete?

-Es que me estaba durmiendo, señora tía.

-Bien dices, hijo; a mí también me rinde el sueño, que si tu divertimiento te cansó, yo estoy majada del trajinar de todo el día. Y mejor será acostarnos, que no conviene la cena tarde; y mira, hijo Ramonete, que mañana hay escuela y no todo ha de ser holgar y regalarse.

Y la señora tía se entró en su cámara.

El sobrinico huérfano sollozó.

-Pues cómo, hijo Ramonete, ¿ya te dormiste y te anda la pesadilla?

-¡No es durmiendo, señora tía, que estoy llorando, estoy llorando de verdad!

-¡Llorando, hijo Ramonete, llorando en la noche de la grande fiesta de Nuestro Señor!

-¡Corpus, Corpus, Corpus!... La fiesta fue de Damián y Javierico y Barberá, que yo...

-¡Ay, hijo Ramonete: rézale al buen Ángel y mira no murmures, hijo, no sea que te castigue el Nuestro Señor!...

Ramonete no podía ya dormirse. Tenía hambre y miedo. Y gimió:

-¡Señora tía! ¡Señora tía!

La señora tía roncaba...




ArribaAbajoPlática de amigos

Un honorable varón de la judicatura y un brigadier, entrambos jubilados, y un funcionario de Hacienda y un rentista tacaño, reúnen grandes prendas para tener amistad hasta el acabamiento de su vida. Es maravilla no ver este grupo en toda ciudad provinciana.

Reúnense por las tardes y si es invierno también pasean al buen sol de la mañana.

Hablan muy despacio, desgranando las palabras. El señor magistrado dirá de códigos; otro, de aranceles, quién de algún enojo o demasía de la criada; el brigadier, de empresas hazañosas; todos, de intimidades y miserias de compañeros. Si pasa una mujer lozana y placentera, que les trae recuerdos de la mocedad, ríen tosiendo, y luego han de pararse para desembarazar sus bronquios. Pero casi siempre hablan de escalafones, aunque ellos no esperen nada. Sus frases son desgastadas, sin propio latido. Por ejemplo: «son habas contadas», «en realidad de verdad», «aquello fue la bola de nieve», «mi general, querer es poder». Hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión; el que dice, si no traza y aun plasma el pensamiento, ¿para qué habla entonces? Bueno; pero estos señores han vivido largamente sin el noble placer de la palabra, y yo creo baldía esta preocupación de que en sus años postreros hablen de otra manera, cuando con la suya, que es la de todos, han llegado a la magistratura, o a preeminencia en las armas, y a lo que es peor (quiero decir costoso), a tener caudales, y son padres y gobernadores de sus honradas casas. ¡Oh, pobrecita vida la de sus hijas doncellas, que saben menudamente de ascensos y traslados y de bolsa!

*  *  *

Los viejos amigos llegan al casino y se sientan, rodeando una mesa cuyo mármol permanece siempre solitario como un yermo nevado. Es que no piden nada; no beben más refrigerio que el agua. Los camareros se lo susurran y comentan malsinándolos.

Tienen también estos graves señores una costumbre, un rasgo inquietador, y es que acuden a casi todos los entierros de la ciudad y algunas veces quizás no conocieron al muerto. ¿No habrá en esta afición ascetismo o aburrimiento o involuntaria y recóndita alegría porque no son ellos los cerrados en la caja negra y larga?... Encorvados, rugosos, vestidos de negro, con calzar blando y mudo de paño, parecen huidos de otros féretros.

Una tarde, en el casino, fingiéndome distraído, escuché su plática.

Al cabo de mucho silencio, el señor rentista, que llevaba chaleco abierto y descubría toda la durísima pechera como una blanca lápida con el breve y negro epitafio de la corbata, el rentista, digo, preguntó a sus camaradas:

-¿Recuerdan aquel perrito rubio, muy rizado, que yo tenía?

Los amigos se quedan pensando, pensando; descansan las flacas manos sobre los puños de hueso de sus bastones, y dicen que sí; pero no lo recuerdan.

Se enciende el alumbrado eléctrico. El rentista se quita los lentes y se limpia los irritados lagrimales. Los anteojos, puestos sobre la mesa, dejan en la blancura del mármol dos gotitas de intensa lumbre.

Los amigos, entretenidos en mirarlas, no atienden al cuento.

-Pues aquel perrito se me perdió.

Entonces los demás manifiestan grandísimo pesar y admiración.

-No; pero de esto hace ya muchos años.

-¡Ah, vamos!

Y vuelven a distraerse y aburrirse.

Seguramente estos buenos señores casi nunca se escuchan. Y el que habla lo sabe, y cuando otro le sucede, él tampoco lo oye.

El rentista prosigue.

-Ahora adivinen ustedes lo que me pasó recientemente.

Como no han de acertarlo, lo cuenta de este modo:

-Iba yo una tarde por la calle de... no me acuerdo de su nombre... Es ésa que... (Y aquí va desmenuzando el plano de la ciudad. Todos intervienen; surge tranquila contienda, y acaban por no saber el título de la calle). Pues pasaba yo por esa calle, y de pronto se me echa encima un perro muy menudo, ladrando y moviendo la cola de tan contento. Yo, la verdad, me asusté. Pero me fijo y... era mi perro perdido. Lo llamo... ¿Cómo se llamaba?... Bueno, es igual, lo cierto es que lo llamé; y ya me seguía, cuando se me acercó un hombre reclamándome el perro. Protesté, y el otro porfiaba tercamente que el animal era suyo... ¡Figúrense ustedes! Entonces imaginé una probanza segura y definitiva: la de que los dos llamásemos al animalito, desde sitio distinto, para ver a quien prefería. Y así lo hicimos...

-¡Claro, se marchó con el otro! -sentencia el magistrado.

-No, señor -dijo el rentista.

Y el general murmura:

-Yo creo que se iría con usted.

Era la solución que faltaba, y el ilustre soldado ha tenido un gran acierto. Yo no sé, pero este varón sale siempre triunfante de toda disputa.

-Ni más ni menos. Conmigo vino. Y mirándolo bien, vi que el perro estaba tiñoso, y le dije al buen hombre: «No se apure, y tómelo, que yo no lo quiero...». Pues tuvo que atarlo. El animalito se quejaba, desollándose con la cuerda para acercarse a mí... Puedo asegurarles que lloraba, pidiéndome por amo... ¡Oh, cómo me miraba! Me dio grandísima pena...

Los amigos, riéndose, exclamaron:

-Mucha, mucha lástima; pero el perro se lo llevó el otro.

-¡Por supuesto!... ¿Y es que ustedes querrían en sus casas un perro tiñoso?

Todos dijeron que no.

Entonces yo me levanté y salí, mirándolos con odio y estremecido de compasión por el perrito rubio desdichado.

Después, hablando con quien sabe de antaño las vidas de los del grupo aborrecido, me enteré de que todos tuvieron ternuras y sufrimientos románticos, y que aún guardan en sus almas rincones floridos: el magistrado ama los palomos y la música; el de Hacienda se alivia de la carga de la vejez contemplando el mar y los campos; el brigadier traza arbitrios y empresas que glorifiquen la patria; el avaro lo es pensando en un netezuelo...

¡Por qué nuestra enemiga hacia esas almas sin bizarrías ni grandezas, almas descoloridas, llevadas por los cauces de la vulgaridad! ¡Qué ansiedad es la nuestra por hallar siempre héroes y genios, si a la vida no le importa esa excelsitud de nosotros! Y, además, acaso tampoco pensemos en el muerto a cuyo entierro asistimos, ni fuéramos capaces de tener... un perro tiñoso...




ArribaAbajoLa doncellona de oro

Maciza, ancha y colorada se criaba la hija que participaba más del veduño o natural del padre que de la madre. Aquél era fuerte y encendido y aun agigantado. La riqueza a que le condujo el tráfico del azafrán y esparto lograba encubrir, para algunos, la basta hilaza de su condición, y llegó a ser muy valido y respetado en toda la ciudad, aunque tacaño. La mujer, venida de padres sencillos, era alta, delgada, de enfermiza color y pocas palabras, y éstas sin jugo, sin animación, sin alegría.

En lo espiritual tenía la hija esa bondad tranquila y blanda de las muchachas gordas; era inclinada a la llaneza, a piedad y sosiego.

Una mujer, amiga de la madre en el pasado humilde, vivía con ellos en calidad de gobernadora de la casa; reunía la fidelidad de Euriclea, la añosa ama de Ulises, el grave y autorizado continente de la señora Ospedal, dueña muy respetada en el hogar del caballero Salcedo, y la curiosidad y malicia del ama que ministraba, con la sobrina, la mediana hacienda de don Alonso Quijano el Bueno.

La casa de esta familia lo fue antaño de algún titulado varón, porque en el dintel campeaba escudo; pero el comerciante le quitó toda ranciedad a la fábrica, haciendo pulir la piedra y revocar muros y hastiales y restaurarla internamente. Había enfrente un paseo de plátanos viejos y palmeras apedreadas por los muchachos que allí iban por las tardes a holgar y pelearse. Mirábalos la hija del mercader, y quiso muchas veces mezclarse con las chicas que también acudían, y jugaban al ruedo y a casadas y a damas y sirvientes; pero los padres no se lo otorgaron, porque «no estaba bien que hiciera amistades tan ruines». Y no salía. Ya grandecita, hastiábale oír la seguida plática de dineros que siempre había en la casa; le sonaban las palabras como esportillas de monedas sacudidas, volcadas ruidosamente. No escuchaba sino el comparar fortunas ajenas con la propia para menospreciarlas.

Trabajado su ánimo, se refugiaba la doncella en su balcón, y desde las vidrieras contemplaba el paseo provinciano que tenía recogimiento de huerto monástico; allí la contienda de los pájaros en los árboles y el vocerío y bullicio de los chicos, se empañaban de tristeza.

¿Qué apetecía la hija estando gorda, fuerte, sana, rodeada de abundancia que se manifestaba en lo costoso de sus ropas y hasta en la pesadez de los manjares que en aquella casa se guisaban?

No reunieron los padres amistades íntimas con quienes departir y acompañarse en tertulias hogareñas y divertimientos, y así salían y estaban siempre solos con el ama. Y cuando la hija decía y celebraba el contento, la distinción, la vida bella y placentera de otros, notaba en el padre o madre visaje de acritud y desprecio y la misma murmuración: «¡Todo es corteza o apariencia, Dios sabe la verdad de trampas y ayunos que encubrirán con sus remilgos esas gentes que dices!».

-Ni más ni menos -añadía el ama con mucha gravedad y reverencia.

La hija continuaba engordando y aburriéndose.

Una mañana apareció en el paseo, entre dos largas palmeras, cuyas támaras nunca doraba la madurez, porque los chicos las desgranaban en agraz, un hombre mozo y casi elegante. La aparición era firme, diaria. Mirándolo sintió la doncella estremecérsele toda su naturaleza robusta. Supo la madre este coloquio de miradas; celó a la hija y entró a su aposento, helándole una sonrisa de promesa.

-¿Es que quieres tu perdición?

-¡Yo, la perdición!

-¿Pues no ves, hija, que lo que ése busca aquí sólo es dinero? No hay más que mirarle.

Estuvo la castigada contemplándolo. Sí; era flaco y descolorido. Después el ama se enteró de su pobreza y vagancia. Y las palmeras quedaron solitarias.

Volvió la hija a la confianza de los suyos. Ya alcanzaba la plenitud de la mocedad y de la robustez. El padre estallaba de dicha; con no sé qué logrerías dobló su fortuna.

Y otro galán surgió en el terreno. El ama pesquisó con grandísima diligencia las prendas del nuevo. Y otra vez la madre entró en la estancia de la hija.

-Hija, otro más y cientos de ésos han de venir al olor de tu dote.

-¿Pero todos han de acercarse tentados de lo mismo?

-¡Claro que todos, como no traigan también lo «suyo»!

Llorando acudía la doncella, ya treintañona, a su ama, y ésta, jesuseando, decíale para mitigarla: «Si tú admitieras que admitieras a uno de ésos, Jesús, después sí que vendrían las muchas lágrimas, y sin remedio... Razón que le sobra tiene tu madre».

Las tres salían por las tardes en su coche viejo y pesado.

Mirábanla las gentes murmurando: «Llegó a doncellona y... nada. Toda es avaricia y grasa y años».

Los amadores no se acercaron más.

Y cuando ellas retornaban de andar en coche, sin haber gustado el dulce pan de una palabra amiga, de un momento alegre, la madre solía decirle:

-¿No reparaste cómo te miraban hombres y mujeres?

-¡Mirarme! ¡Si ya me llaman la «doncellona de oro»!

-¡Doncellona, doncellona... y de oro! ¡Envidia es!

-¡Y cómo si la envidian! -exclamaba el padre-. ¡Todo lo tiene: dinero, bien comer, bien vestir… y esa salud que es una hermosura!

Quedábase la hija mirando con tristeza aquella su demasiada hermosura de salud.

Y desde un rincón, el ama, que tejía calza o repasaba cuentas, murmuraba:

-¡Gloria a nuestro Señor que tanto nos quiere!




ArribaAbajoLas águilas

Cuando las cumbres se encendían de sol grande y nuevo, y los sembrados de la llanura y las tierras arboladas, los hondones y el río, aún quedaban en el misterio de un remanso de noche, pasaban entre las sierras dos águilas, y se perdían excelsas, penetrando en el cielo, declinante en bóveda sobre otros paisajes.

Si era mañana recatada y blanca de nieblas, las nieblas, dóciles a los costados de los montes, recogidas en la fronda, tendidas castamente al amor del río, y viajeras encima de la anchura de todo el valle, las águilas hendían el blanco humo, y envueltas en girones de gasas parecían muy negras, más solitarias, bravas, augustas como la de los Alpes, que viera Obermann conmovido de grandeza.

Y por las tardes, cuando las cumbres recibían la morada doración de sol grande y rendido y se iban apagando las laderas y el azul se desnudaba de color fundiéndose en palidez de cansancio, tornaban lentas las nobles aves.

Algunos días las águilas resbalaban muy altas en el lago del cielo del valle sin estremecer sus alas, trazando ondas y ruedos de vuelo, voluptuosidad de la mirada.

...Y los senderos abiertos en la serranía y en los cultivos, los buenos senderos que no nos parecen en quietud sino que se deslicen por lo liviano y lo fragoso como tranquilos manantiales; y los barrancos hoscos y húmedos o pedregosos y sedientos; y los gruesos verdores de los pinares; y los gentiles chopos asomados al río; y los tiernos campos regadizos y los añosos olivares que suben las laderas; y los casales esparcidos en la soledad, todo el valle, hondura, eminencias y cielo, todo estaba como ennoblecido, espiritualizado y sellado de la adustez y grandeza melancólica de las dos aves, que habían elegido la desgarradura de un peñasco para mansión suprema de su amor.

*  *  *

...Y llegó al valle de las águilas un hombre prendado del silencio, de la fuerza y de la paz de las montañas.

Habitó una casería resplandeciente de blancura, y desde la quietud horaciana de su huerta, fragante de manzanos, y en sus paseos por veredas y campos lindados de acequias cantoras, se entretuvo mirando la marcha serena de las águilas que le dejaba como una estela melancólica de deseos.

Amó su vuelo prócer y dichoso; celó la salida y el retorno de las moradoras del abrupto yermo y su alma viajó sobre sus fuertes alas.

De las águilas habló a los campesinos y le dijeron que ya sus abuelos conocieron siempre dos águilas en el valle.

«¡Oh, si él pudiera contemplarlas muy cerca; sentir todo el poderío y altivez de los ojos que se incendian de sol; tocar, abrazarse a sus cuerpos ardientes; respirar el viento de sus alas ungidas de inmensidad, de silencio, de espacio! ¡Si él pudiera tenerlas!».

Logró saber el nidal de las solitarias y quiso pisarlo.

Subió graderías de bancales paniegos; entrose por los breñales en cuyas hiendas se torcían allozos; se arrastró por desnudeces de peñascos enemigos; se laceraron sus pies y le sangraron las manos; en el magno silencio retumbaba su vida y se agarró desalentado, rendido, al liso y arrogante peñón del nidal... ¡No podía!

Sonó sobre su frente un estruendo de alas, y las águilas se remontaron y ahondadas en el cielo giraban dulcemente avizorando al hombre, que descendió entristecido al valle...

...Ya no tuvo el regalo de quietud y esparcimiento el espíritu de aquel soñador. Aborrecía, amaba y envidiaba a las águilas. Las quería suyas. Es que solo en la posesión se alcanza el cabal conocimiento de lo deseado.

Lo dijo al campesino de su casería, hombre descarnado, recio, que al sonreír enseñaba una dentadura blanca que parecía cuajada en un solo hueso muy frío:

-¿Que quiere las águilas, dice?

-Las quiero; pero las quiero ahora.

-¡Ahora! ¡Si ahora están perdidas por otros campos!

-Las esperaremos -repuso enardecido el joven.

-Pues subamos cuando estén; aún de noche, nos apostaremos y al venir el día las acabamos.

-¿Muertas hemos de cogerlas?

-Muertas; mire que pueden con perros y corderos, que son grandes, grandes. Pasaran cerca del señor y oiría temblar y aplastarse el aire como en tormenta.

Hubiera preferido el soñador aprehenderlas vivas, pero no disponían de lazos ni armadijos para lograrlo.

Violas llegar doradas al sol de la tarde. Estuvieron deslizándose en el crepúsculo.

Mirábalas el joven atormentado de ansiedad y remordimiento.

-¿Las tendremos? -exclamó cuando ellas se posaron y desaparecieron.

-Muertas, sí.

-¡Pues... muertas!

*  *  *

Aún de noche, salieron; él no quiso armas; el campesino traía un fusil viejo, feroz, enorme, de semejanza de arcabuz. Sabía las trochas, los repliegues y docilidades de la serranía. Y ahorró cansancio y sufrimiento al soñador, que trepaba sin cuidados de riesgos ni caídas, ávido de la llegada.

Caminaba en el cielo la dulce llama de Venus. Y comenzó a mostrarse la palidez del alba.

Subían los hombres asiéndose a las rocas, resbalando por las recias vegetaciones parásitas de las lisuras. Y de pronto, el rústico oprimió los hombros del caballero para que se abatiera, porque estaban junto al peñón del nidal.

Postrose el joven; sentía en lo profundo de su vida la intranquilidad que produce el penetrar en el claustro de un codiciado secreto.

Se fijó en su guía, que caminaba bestialmente usando de las manos, impidiéndose el aliento, plegándose para acecharlo todo.

¿Tendría él la misma apariencia en su crueldad?

Los dos hombres se contemplaron, porque habían sentido en su corazón relámpago de vergüenza y arrepentimiento. Oían como el rumor de las vidas perseguidas, descuidadas en su nobleza.

Pero otra vez fueron señoreados por la violencia. Y sonó un estampido perpetuado por todas las montañas.

Entonces pasó junto al joven una bramante ola de aire estremecido, y una de las águilas hundiose en el valle; luego se alzó, y pareció fijarse en el azul: su grito se derramaba en las inmensidades.

-¡Ha caído una, la hembra! -aullaba el campesino.

El joven percibió una convulsión ruidosa de huesos, de plumas, de pico, de garras...

*  *  *

Sentado en el portal, como un suplicante, miraba el soñador a sus pies el águila desangrada, muerta.

La pobre ave tenía el cuello roto, las alas dobladas, las patas rígidas... ¿Dónde la realeza y el poderío del águila, si el joven la hallaba mísera, inferior, repugnante como un ave de cercado degollada?

En el centro del valle se cernía el águila solitaria. Dos veces descendió al peñón de su querencia y oyose un grito de infortunio.

Y en el esplendor de la tarde el águila se elevó inmensamente y se internó para siempre en otros paisajes.

Y el valle quedó mutilado, vulgarizado, sin misterio.

Fue en una mañana otoñal cuando el soñador alejose hacia la ciudad.

Sentía la amargura del silencio de su alma, su alma como un valle sin magnificencia de águilas vivas, fuertes y gloriosas.



¡Vuelen siempre sobre las cumbres de nuestra alma águilas ideales que tengan sol de esperanza y nieblas de misterio purísimo!

Ideales de amor, de arte, de toda la vida, estén siempre excelsos y esfumados, besándolos nuestros ojos en contemplación y ansia de nobleza.

Codiciarlos groseramente, acercarlos es verlos empequeñecidos, probar el ajenjo del hastío, o hundirse en desventura eterna, viéndolos alejarse y perderse.

Sean más grandes que nosotros.

...En la posesión se consigue todo el conocimiento de lo amado..., ¡pero el valle se queda sin águilas!...




ArribaAbajoEl señor Augusto

Era un lugar humilde, de casas de labranza; los campos, de llanura de rubias rastrojeras, viñal pedregoso y ralos alcaceres. Todos los horizontes estaban cerrados por un círculo de sierras fragorosas y peladas, sin umbrías ni pastura para los ganados que habían de trashumar.

Era un pueblo de quietud y silencio. Los lugareños salían por la mañana a sus pegujales; y la vieja espadaña de su iglesia, cuyos bancos huelen a pobreza y sudor de cráneos de labriegos que dormitan, y las ventanas y puertas de las casas les miraban, desde lejos, frías, contristadas; y la mirada de las piedras llegaba hasta un pueblo blanco, risueño, ceñido de huertos de mucho verdor y abundancia.

Y al lugar humilde vino un hombre, que traía amplio sombrero, pantalón de pana crujidora, chaqueta recia y tralla pasada por los hombros. Era del mediodía de Francia, y hablaba un castellano tan gangoso y roto como si padeciese un mal de garganta; pero su salud era hasta insolente; grande, encendido, rebultado, de poderosas espaldas cargadas de... fuerza y grosura, un verdadero cíclope al lado de estos aldeanos españoles, enjutos, cetrinos, hundidos de ojos, de pecho y de vientre, callados, temerosos, y con un rebaño de criaturas harapientas, que se quedaban contemplando al extranjero y aun le seguían haciéndole visajes de burla. Pero el francés lo resistía todo con mucho comedimiento. Las madres y los viejos y las gentes trashogueras viendo aquel hombre tan enorme, que aplastaba, al pisar, los cantos de las callejas, volverse si oía alguna chanza de los rapaces y preguntarles el sentido de la grosería, y, luego de meditarlo, pasar a celebrarla y reírla sosegadamente, se sintieron arrepentidos e impusieron respeto para el recién llegado.

Si los sábados surgía en el hostal alguna contienda entre labriegos, arrieros y trajinantes, que se juntaban para sus tratos y holganzas, el señor Augusto -que así se nombraba el francés-, salía de los pesebres, donde se estaba frecuentemente mirando las bestias, y hacía paz; y luego bebían todos un azumbre de vino áspero, rojo y denso como la sangre. Los ojillos, de vidrios azules, del señor Augusto, se humedecían y fulguraban. Y el resultado era siempre algún cambio o venta de mulas, que el forastero desembarcaba en la ciudad cercana.

El señor Augusto también gustaba y entendía del campo. Y muchos lugareños le llevaron a sus tierrecicas, y recibieron enseñanza para su remedio. Decíales el señor Augusto que necesitaban estiércol, una hila quincenal de agua, que podría derivarse del alumbramiento artesiano que él había hecho cercanamente, y otra bestia para la labranza que aventajase al asno tristón y flaco, lleno de mataduras y moscas; y arrancar el viñedo y sustituirlo por almendros, pues el terreno mejor llevaría allozas que uvas.

-¡Señor Augusto, señor Augusto, lo que habemos de menester nosotros son dineros!

Mon Dieu, dinegos! -Y el señor Augusto mostraba pesadumbre, pasmo y enojo de la poquedad de aquellos ánimos-. ¡Dinegos! ¡Et bien!... -No era él rico, pero tampoco precisaba serlo; él lo dejaría.

Los campesinos se rascaban las trasquiladas cabezas; cruzaban los brazos; miraban a la tierra, miraban al cielo; se descansaban ya en un pie, ya en el otro, y sonreían con desconfianza. Mas, pronto quedaban maravillados, porque recibían los árboles, los costales de guano y la mula. El señor Augusto golpeaba con mucho halago las flacas espaldas de los labriegos, y las ancas y la panza de la bestia haciéndola andar y ladearse y probar su fortaleza y casi su gallardía. Y el señor Augusto no se quedaba con intereses de los dineros dejados; ni los pedía. No.

Más tarde, lo que hacía era quedarse con la finca mejorada, con la bestia ya domada y avezada a la mansa faena campesina y hasta con el hombre, que había de trabajar en servidumbre la tierra que antes fuera suya.

Y los campos se hicieron ricos y frondosos. Y el señor Augusto se adueñó de todos los ánimos del lugar y de casi todas sus casas y haciendas, y tenía espuertas llenas de monedas y billetes mugrientos.

En el hostal, en los portales, al retorno de la faena, se murmuraba menudamente de la grande ventura del francés; pero los malos pensamientos de los aldeanos quedaban reprimidos por la sonrisilla torcida y socarrona del señor Augusto y algunas palmaditas de protección en sus espaldas. Y las gentes se resignaban y lo respetaron.

*  *  *

Una mañana de abril, grande, diáfana, tibia, de júbilo de sol y azul, olorosa a sembrados húmedos, quitó el señor Augusto el tendal de lona del cabriolé, enganchó su gordo caballo, y salió del lugar.

Miraba el señor Augusto los verdes bancales, los árboles que ya rebrotaban muy viciosos, la serranía del confín que se perfilaba clara y dulcemente, y todo amparado por un cielo de tanta pureza y alegría, que redundaba felicidad en las almas y daba como la sensación y la esperanza de una vida eterna y gozosa.

El señor Augusto tenía hartura y cabriolé nuevecito y vistoso; hacía sol y sus tierras prometían abundancia; y el señor Augusto sentía que su corcel rezumaba salud y contentamiento; y musitaba en patois una canción picaresca, y participaba del regocijo de la mañana pensando en el préstamo vencido a un labriego del cercano pueblo, cuya plaza halló muy bulliciosa, pues era día de mercado.

Bajo de los anchos nogales colgaban dos cerdos recién desollados; voceaban los buhoneros; un juglar de hogaño, flaco, miserable, decía adivinanzas y donaires; un mendigo oracionero cantaba los milagros de las benditas ánimas; los chicos de la escuela gritaban, en coro, los mandamientos de la Santa Madre Iglesia; la campana de la parroquia tañía a misa; dos palomos blancos picaban, saltando, entre los cuévanos de hortalizas; y los caños de la fuente caían estruendosos, llenos de resplandores.

Dejado el cochecico en la posada, el señor Augusto atravesó la plaza, recibiendo la salutación de todos, que también aquí se le conocía por su mucha riqueza; y pronto llegó a la casa de su deudor. Tenía una entrada honda y ruda, y el dueño, hombre huesudo, moreno y calvo, estaba pesando un quintal de patatas, rodeado de campesinos. En el umbral, lleno de sol, dormitaba un viejo mastín, consintiendo por pereza y mansedumbre que un muchacho le soplase en las arrugas de los ojos, y le abriese y le mirase las quijadas.

Se sentó el señor Augusto encima de un arca esperando que acabasen de pesar y entenderse; y mientras todo lo huroneaban sus ojitos de vidrio azul, empezó a percibir una tosecica y un llorar de niña enferma, y palabras de mujer entristecida que, de rato en rato, pasaba templando una taza humeante.

El lugareño dejaba frecuentemente su negocio, y también se entraba y se le oía hablar conmovido y ansioso.

Llegaron dos hombres mal avenidos por no sé qué cuenta de ganados, a que aquél se la esclareciese, y como no estaba, el señor Augusto se les ofreció; aceptaron ellos; el francés sentenció prudentemente el pleito, y al recibir las gracias notó una buena alegría en el corazón que no era semejante a la sentida allá, en el pueblo de sus empresas. Después, vinieron otros que, descubriéndose, sometían a su censura sus compras y contiendas; y también les satisfizo, gustando un desconocido sosiego. Y cuando el lugareño quiso pasarlo a un retirado aposento donde tratar del préstamo, el señor Augusto le pidió que antes le dijese si padecía alguna desgracia, pues de ella sospechaba por su tristeza y ver cuidados como de enfermo. Entonces, respondió el otro que tenía una hija con mal de pecho; y el francés mostró, sin advertirlo él mismo, tan grande solicitud, que el padre le llevó a la alcoba.

La niña enferma era rubia como el ámbar y se quejaba como un corderito. No quería que le pusieran el unto y los algodones calientes que dispuso una curandera aldeana; y el señor Augusto, sonriendo enternecidamente, dijo que él había de ponérselos de modo que no le doliese ni quemasen.

Conmoviéronse los padres; y la pequeña, de tan asombrada, consintió. Y el señor Augusto la curó con toda la suavidad posible de sus enormes manos.

Otra vez quiso el padre que hablasen y acabasen lo del préstamo. Y el forastero replicó que después, porque había de salir. Marchose; y a poco vino trayendo la más alta y lujosa muñeca que halló en las cajas de los buhoneros. La enfermita la besó ciñéndole el craso cuello con sus bracitos que al francés le parecieron blancos y trémulos como las alas de un pichón. Los padres le llenaban de bendiciones, exclamando: «¡Qué será que desde que usted pisó nuestros portales ha entrado por los mismos la felicidad de esta casa, la salud de la nena y la gracia del Señor! ¡Pues todos, en el pueblo, no se cansan de alabar su hidalguía!».

El señor Augusto sintió en lo más hondo de su vida esa dulzura que tienen los que lloran de contento. Húmedos estaban sus ojos, pero aún no lloraban. ¿Es que empezaba a llorarle el alma? ¡Y todo el bien hecho no le costaba sino los seis reales de la muñeca y los plazos que otorgó al necesitado!

Al despedirse se abrazaron como hermanos; la mujer le dio un cesto de olorosas manzanas de cuelga, y hasta el viejo mastín humedeció con su lengua, ancha y caliente, los recios zapatos del extranjero...

*  *  *

Declinaba la tarde cuando el francés volvía a su lugar. La fragancia de las manzanas, puestas en el fondo del cochecito, le traía pensamientos de gratitud y sencillez; abríase su alma a la generosidad, y hasta su frente, gorda y rojiza, semejaba ennoblecida, espiritualizada, reflejando la santa palidez del cielo.

Y el señor Augusto, que de la virtud sólo había probado sus buenos dejos sin haber subido a lo áspero y difícil del sacrificio, decíase muy confiadamente que el hacer el bien era dulce y sencillo, y que había de amar a todos los hombres. Y para cerciorarse de la fineza de sus generosos propósitos recordaba a sus deudores más reacios, y también les sonreía su corazón...

En fin, el señor Augusto habíase trocado de socarrón y avaro en manso sin hipocresía y magnánimo por goce y convencimiento.

Y arribó a su casa. Había gentes rodeándola, que miraron al señor Augusto aparentando compasión, pero sus labios murmuraban y hacían una risica torcida y pérfida. El señor Augusto se estremeció de angustia, porque aquellas miradas y risas eran como las suyas... de antes. Entró. Y de súbito dio un grito de locura. ¡Le habían robado todas sus espuertas de dinero y documentos de crédito! Volviose y sorprendió el regocijo de sus deudores y los odió...

Y el señor Augusto persiguió ferozmente a los menesterosos, mientras en el hogar de la niña enferma bendecían su nombre, y las manzanas, olvidadas en la cuadra, dieron su fragancia de generosidad hasta pudrirse.

Y es que parece que los hombres no coincidimos en el bien; y quizás por esto, habrá siempre un señor Augusto en todos los lugares de la tierra...




ArribaAbajoDos lágrimas

Era un dulce varón alto y anciano, de noble frente, ojos habladores de tristezas y manos blancas de lenta y suavísima acción.

Vivía con su hija y con los nietos.

El pueblo era humilde; sus casas, bajas y morenas; la iglesia, decrépita y remendada; el señor párroco calzaba alpargatas y vestía sotana lustrosa sin mangas, y las de la americana tenían la urdimbre muy recia.

El anciano salía a los campos en las tibias y quietas tardes del invierno levantino. Los campos eran oliveros, anchos, y sobre las buenas tierras pasaba un cielo limpio y alegre que lejos parecía descender con dulzura purificadora.

Y en el villaje silencioso que tenía ambiente de agua y hierbas de acequias, de frutas y mazorcas colgadas en los desvanes, de pesebres cálidos y mullidos, se alzaba ufana una casa de arquitectura flamante, plagio de edificio de ciudad. En la rotonda había labrado un apellido plebeyo lugareño y después leíase la palabra «Banquero».

Cruzaba el pueblo el noble anciano. Sus manos amparaban las manitas de los nietos. Nieto y nieta; mayor la niña que el muchacho.

Y al pasar junto a la altiva mansión mirábala el abuelo y su cabeza se movía suavemente como la cima oreada de un árbol viejo y tenían sus labios sonrisa de pensamiento compasivo: «¡A qué esa orgullosa interrupción de la humildad del pueblecito! ¡A mí me da lástima el señor banquero!».

Contemplábanle los niños, ganosos de seguir caminando.

¿Dónde querían ir los nietos?

Ya en el paisaje, los nietos quitaban de los terrones de bancal caracoles vacíos, fosilizados, o comían, a hurto del abuelo, granos lechosos de espigas verdes, o soplaban en tiernas flautas hechas de frágil cogollo de cañas de los vallados... Y si el abuelo se espaciaba mirando un sabio tejido de hebras de araña que al sol vislumbraban, o las travesuras y codicias de las procesionales hormigas, sirviéndole estos sagaces animalios para repaso de gratas páginas del Símbolo de la Fe, los nietos se impacientaban y asían las nobles y grandes manos protectoras y le instaban a retornar al pueblo.

«¿Dónde querían ir los niños?... ¡A ninguna parte, Señor! Las criaturas querían ir, seguir, sin cristalización de motivo ni deseo; ir, seguir como las aguas corrientes, pasando vida, sorbiendo vida y dejando su frescura...».

Por eso este abuelo de dulce y serena alma, que gozaba la tranquilidad de que nos habla Marco Aurelio en los Soliloquios y una proceridad de entendimiento como si la visión la diera desde una callada cumbre, se dijo que su vigilancia y la lentitud de su paso y lo entretenido de sus pensamientos y miradas, eran demasiada disciplina para la borbotante sangre de los netezuelos. Y lo habló a la hija. «Bien que alguna tarde saliera con los chicos; pero no todas; renunciaría al grupito patriarcal».

Ya por las tardes, la madre lavaba y vestía a los hijos; besaban éstos la noble mano anciana y decía la madre a la niña: «Anda, Luisa, acompaña a tu hermanito».

Enfermó el abuelo. Mucho tiempo padeció dolores de vejez. Sanó, y el brazo de la hija le dio dulce sostén en sus lentos paseos por los campos tendidos y oliveros. Estaba solitario el paisaje; entre los árboles generosos que expresan la paz, por las doradas almantas, llegaba la canción de un yuntero. Y lejos descendía el palio de los cielos.

«¿Para quién, Señor, la santidad de la tarde, que hace pensar dulcemente en la muerte como un enlace de la vida, si no hay nadie?». Y el anciano poblaba los senderos y los sembrados de nietos vivos, de sus padres, de su compañera, y de los hermanos muertos, y todos olían a trigos verdes, a tierra labrada, que daba humedad de sus entrañas y de raíces trozadas y descubiertas por la reja, y las frentes y las mejillas tenían claridad de oro de sol y de azul de los cielos tranquilos, y todos participaban de la serenidad del alma del abuelo y de los campos.

Y a la siguiente tarde, la madre lavaba y mudaba a los hijos y decía: «Anda, Luisa, acompaña a tu hermanito».

Entonces el nieto hacía júbilo ruidoso, y en la mirada y en la frente de la nieta asomaba ternura y seriedad de mujer madre.

Luego salía el anciano con la hija.

...Y sucedió que una tarde, aquella lavó y vistió sólo al muchacho, porque Luisa se arreglaba en su aposento. Después, apareció domando con su manita pálida una adorable rebeldía de su tocado.

La madre dijo: «Anda, Enrique; Luisa quiere salir; acompaña a tu hermana».

Besaron seriecitos los nietos al anciano.

En la mirada y en la frente de la virgen asomaba aún la niña, y los dedos de un hada triste tañeron la cuerda más tierna del alma del abuelo, que perdió la serenidad, de que nos habla Marco Aurelio, y vertió dos lágrimas muy grandes.




ArribaAbajoEl beso del esposo

No siempre el beso legítimo es de miel y vida para la boca besada... Yo sé que a veces tiene amargor y muerte...

-¿Cuándo, cuándo sucede esa desventura tan grande por un beso? -prorrumpieron, entristeciéndose, las gentiles doncellas que vinieran aquella tarde otoñal a la apartada Villa de tía Isabel.

Y la hermosa señora de opulentos cabellos de plata y continente de reina, les dijo con donaire y melancolía…

-¿Y si las avecitas de este parque lo oyeran, y luego me acusaran a vuestros padres, cuya rancia severidad es enemiga de estas pláticas y aun de que vengáis a mi retiro?

-Cuente, tía Isabel, que sus palabras nunca son pecado; y hemos de darle nuestra compañía muchas tardes.

Esto lo pronunció la más joven de las sobrinas, que llevaba como una túnica blanca; su carne parecía de un ámbar purísimo.

Y todas descansaron en el vetusto banco de cedro.

Dejaron en medio a tía Isabel que habló de esta manera:

-De libros muy antiguos sacaron la substancia de una conseja muy linda. «Érase una mujer que desde niña, casi recién nacida, fue avezada al zumo de serpientes, y hasta se afirma que la alimentaron y criaron con sangre de tan espantosos animales. Y lo que para todos era tósigo y muerte, fue para ella salud y vida. Creció y se hizo lozana y hermosísima, aunque en sus ojos no sé qué brillaba de siniestro y bravío.

Un mancebo gallardo y audaz prendose de esta mujer, y ella también le quiso locamente. Y se casaron. Sus bodas tuvieron todo el fausto y regocijo de su jerarquía, porque eran los dos príncipes muy poderosos de la India, y gozaban dulce rendimiento de sus súbditos. Llegada la noche, se recogieron los desposados en su cámara, resplandeciente de pedrería, y aromada, no con juncieras, como hacían nuestras dueñas y madres, sino con braserillos donde se quemaban las gomas y perfumes más deleitosos de Oriente. Y sucedió que al otorgarse lo que pide amor, besáronse; pero ella, impulsada de la fiereza que le dejó en la sangre el licor de serpientes, mordió en los labios del mancebo. Y el esposo se llagó de ponzoña y murió hinchado maldiciendo a la amada y retorciéndose como los reptiles.


Y el cuento es acabado,
sea Dios siempre loado...



¿Quedasteis adolecidas del mancebo? Quizás la conseja no es sólo de entretenimiento, sino también de enseñanza que aún no podéis descubrir. Habéis oído la historia del beso de la esposa; os guardo, para otra tarde, el beso del esposo...».

Ellas se le acercaron, y haciéndole mil caricias le pidieron que lo contara entonces.

Tía Isabel sonrió en silencio.

Delante del banco había una fuente musgosa; brotaba el agua del roto cuello de un cisne de piedra, y al verterse sonaba un coloquio cristalino de gotas. Las tórtolas quejumbraban en el cedro, que, bañado de sol poniente, era como un inmenso candelabro de oro...

La noble dama, la solitaria de aquellos jardines, rechazada de los graves y rigorosos hermanos por peregrinas locuras de amor, contempló a las doncellas y dijo:

«En una ciudad, no muy lejos de aquí, vivía un matrimonio de ilustre casa y grandísimo celo religioso. Dos hijos varones estudiaban en un colegio de padres de la Compañía; y de él salieron para ingresar en academias militares. Nació, también, una hija, que la crio la madre en recogimiento monjil.

Ya mayorcita, la niña no pisaba la calle sin la custodia de sus padres. Los cuales siempre estaban con semblante de pesar, que siendo en ellos de naturaleza, lo aumentaba, entonces, el andar escasos de renta. No tenían otro pasatiempo ni extraordinario que sentar, los jueves, a su mesa a un caballero célibe y noble, de los mismos años y costumbres del padre, del cual era antiguo amigo y casi pariente. Además, era muy letrado y cristiano, y en aquella casa se le consultaba y oía como un libro precioso.

La hija fue mujer; pero de una hermosura y gracia que embriagaba los corazones, como los vinos rancios y los aromas fuertes. Y esta belleza avivó de recelos y cuidados el ánimo piadoso de la madre. Lo que más le inquietaba era pensar en el casamiento de la doncella; así lo confesó al sabio amigo, acabada la comida de un jueves, añadiendo lastimeramente: "¿No hay muchos ejemplos de mujeres hermosas que fueron desdichadas?". "Los hay -afirmó el amigo-. ¡Mujeres desdichadas que llevaron la perdición al hombre!". Y nombró desde la antojadiza Helena hasta algunas damas de Madrid y del extranjero, muy principales, divertidas y andariegas, y a todas les dedicó palabras de las Sagradas Escrituras: "La mujer, más amarga que la muerte; lazo de cazadores; red su corazón; prisiones sus manos". Que de todo entendía y sabía aquel doctísimo varón. A la pobrecita Eva y a la taimada sierpe, las citaba mucho. Y, por las noches, la madre padecía sueños horrendos de mujeres, mitad humanas, mitad serpientes, cuyas cabezas hermosísimas se parecían a la de su hija... Y pasó el tiempo sin que se alterase aquel hogar monástico. Pero un jueves el comensal les comunicó sus propósitos de alejarse para reponer su fortuna, también quebrantada. Le conferían cargo de autoridad y ganancia en Nueva España y quizás consintiera. Y aceptó, y un domingo de Pascua florida lo fue de sufrimiento y lágrimas para sus amigos.

...Vinieron cartas del ausente llenas de amor para la familia amiga y de quejas del frío de su soledad y de narraciones muy elegantes y emocionadoras de aquellas tierras remotas. Todo lo leía la hija, y aspiraba conmovidamente el intenso perfume de lo nuevo y lejano.

Llegó también una fotografía donde estaba él entre árboles centenarios y rodeado de indígenas de ferocísimo gesto y negra desnudez. La figura del europeo aparecía gallarda, pálida; su barba patricia, ya canosa, y su avanzada frente, recibían toda la claridad que penetraba por la floresta; aquel hombre resaltaba como un símbolo del heroísmo y nobleza de una raza. "¡Yo lo encuentro hasta bizarro y hermoso!" -exclamó entusiasmado el amigo-. Y para la hija, que entonces compendiaba a los hombres en el grupo fotográfico, fue el de Nueva España el más galán de todos los nacidos. Algo le escribió el padre de la amorosísima impresión que sintiera la joven al mirar el retrato. Y la siguiente carta dio sorpresa y gusto al matrimonio, porque en ella el expatriado confesaba un secreto que mantuvo siempre en su alma: el del amor a la hija. Decía luego su tristeza por la distancia que les separaba y por la otra distancia aún más amarga de sus edades. Cinco años llevaba cautivo de su pingüe empleo, y otros cinco le quedaban de residencia en tan extraño confín. Había cumplido los cincuenta; de modo que al retorno se hallaría en los umbrales de la vejez. "¡Había de hacer dolorosa renuncia del único y más sagrado precio de su vida!". La madre, alborozada con la idea de tan conveniente y tranquilo refugio para la hija, le habló, le rogó y pudo persuadirla a casamiento. Ya las cartas vinieron para ésta; y era tan arrebatado y lozano lo escrito, que la novia sentía castísimos anhelos de caricias de aquel hombre, y llegó a fingírselo fuerte y gallardo».

-¡Ay, tía Isabel! ¿Y lo era de verdad? -interrumpieron las gentiles sobrinas de la narradora.

Tía Isabel sonrió con suave malicia, y dijo:

«¡Acallad vuestras ansias, que todo lo sabréis! Los novios de mi cuento se desposaron en la separación, por poderes. Helada y triste le pareció la ceremonia a la doncella; pero así fue preciso, porque al de Nueva España le angustiaba la espera de su regreso, y a los padres de la novia horrorizábales solo el pensamiento de que su hija emprendiese el largo viaje. La primera carta que recibió la esposa del esposo le abrasó el pecho como si el corazón se hubiera vuelto en temblorosa llama, encendió sus mejillas y estremeció dichosamente todas sus entrañas. Acababa con estas promesas: "Iré muy rico; y he de decirte como Salomón: nuestro lecho será de sándalo y florido, y en él tus besos, más sabrosos y dulces que el vino y la miel!". Y la esposa besó estas palabras, y aquella noche lloró en su lecho de virgen».

-¿Lloráis también vosotras?

-¡Ay, tiita mía -gimió la doncella dorada como el ámbar-, es que imagino que me sucede a mí, y se me aprieta el corazón!... ¡Hablaba aquel hombre con un fuego!... ¿Y tenía de veras tantos años?

«Tres llevaba de casada -prosiguió la señora- y pasaba la hermosa mujer los días contando los de los dos años siguientes como si fueran los azabaches de su rosario. ¡Cuántas veces!... Y una tarde de septiembre, tarde de oro como esta, la madre penetró gozosamente en la estancia de la esposa casi pidiéndole albricias como se usaba en lo antiguo... La hija se levantó palideciendo y trémula: ¿Sería él?... No; no era él, sino un enviado suyo, un compatriota que regresaba y le traía dones y obsequios preciosos. Entró el mensajero. Viéndolo, sintió ella los dulces rubores de la esposa al conocer el tálamo. "¡Por qué, Dios mío, si era otro, otro!". Joven, blanco, rubio, el llegado parecía un príncipe de conseja, que viniese a librarla del penoso encantamiento de su doncellez... Hablábale del ausente, y a ella le parecía que decía de sí mismo. Prometía que el marido vendría antes de dos años; y la virgen se preguntaba en voluptuoso deliquio: "¡Alma mía! ¿No vino ya el amado?". Mientras estuvo este hombre en la ciudad, ella cuidó de su atavío, tuvo alegría y bendijo la vida... Pero el Príncipe partió, y entonces apuró la esposa el vaso de hiel del adiós a la felicidad, deshecho como una niebla. Ya sola, ya triste, se preguntó si había pecado, si cometió adulterio en su corazón. ¡Casada y amante sin saber aún del amor legítimo ni del prohibido! Y lloraba más de tristeza que de arrepentimiento. Pero como, según dijo un filósofo que yo he leído, "nada se adhiere al corazón que haga siempre llorar o siempre amar", fue la esposa mitigándose de su lacería y luego pasó al goce por el anuncio del pronto arribo del marido. Faltaba un mes. Y ella y sus padres fueron a un puerto de Andalucía para recibirle... Extenuada de ansiedad, pisó el muelle la desventurada mujer. Todos los encendidos requiebros de las cartas acudían entonces a su alma. "¡Oh, nuestro lecho será de sándalo y florido; y allí, tus besos más sabrosos y dulces que el vino y que la miel!". Y ella gustaba sus mismos labios y desfallecía anticipándose fingidamente la dicha.

Entró en las serenas aguas del puerto el negro vapor, despacio, rendido... ¡no encontraban al deseado los ojos de la amada! ¡Venían tantas gentes! Muchas manos agitaron pañuelos. "¿Y él?". Él llegó.

La esposa pálida, angustiándose, muriéndose, recibió en su frente un beso breve, enjuto entre blancura de barba patriarcal de un anciano flaco, doblado, que balbució: "¡Oh, mi Isabel!"».

-¡Isabel, Isabel! -exclamaron las doncellas rodeando a la señora.

...Tía Isabel sonrió llorando.



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