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ArribaAbajoEl señor maestro

Estaba abierto el portal de la escuela porque ya era verano. ¡Pronto llegarían los gozosos meses de la vacación! Los chicos miraban desde sus bancos la tarde luminosa y callada de los campos dorados y maduros y el cielo descendiendo serenamente en la llanura.

La escuela había sido labrada dentro de los muros del viejo adarve, en lo postrero y alto de la aldea. Algunas cabras de los ganados que salían a pacer en la vera se asomaban roznando las matas, mordidas de las ruderas y grietas; los leñadores, que venían de lo abrupto, doblados por los costales verdes y olorosos, dejaban en el recinto fragancia y sensación de la tarde, de la altura alumbrada, libre, inmensa; la entrada de un diablillo-murciélago, el profundo zumbido de una abeja, dos mariposas blancas que volaban rasando el mapa de España y Portugal divertía ruidosamente a todos. Y el señor maestro no se enojaba.

*  *  *

Ya era pasada la hora de que los muchachos saliesen, y el viejo maestro no lo permitía, hablando, hablando; pero ellos no le hacían caso, y a hurto suyo se desafiaban y concertaban las pedreas en el eriazo del Calvario o se decían en cuál gárgola de la iglesia anidaba un cernícalo.

Y el señor maestro repetía su amonestación diaria, siembra de piedad. «¿Por qué habéis de coger los nidos? Yo digo que si lo hicierais por llevar a los pájaros chiquitines abrigo y mantenimiento creyendo que en el árbol y en el campo no lo tienen, casi casi se os podría perdonar... Torregrosa, estese quieto... Pero no, señor; agarráis un pobre pájaro; luego lo atáis, arrastrándolo por el aire... ¿Que no?...».

Los chicos estregaban los pies sobre las losas, tosían, golpeaban los bancos..., y el maestro los dejaba libres. Y salían gritando alborozadamente.

Desde el quicial veíalos el viejo subir a las ruinas, esparcirse por los bancales. Un árbol movía sus ramas bajo la pesadumbre de los rapaces. Después los chicos escapaban mirando hacia la escuela.

-¡Han robado otro nido, Señor!

Y los entristecidos ojos del maestro viajaban por el paisaje, que iba quedando en dulce apagamiento.

Entraba; encendía su lámpara de aceite, y dormitaba escribiendo su tratado de Prosodia.

Por los pupitres sonaba un ruido áspero de brincos y golpes recios de alas. La mirada del maestro se hundía amorosa en la penumbra de la escuela.

-Ven, pobrete, ven -decía riendo. Sacaba de su faltriquera un puño de granos de rubión; derramábalos sobre la mesa...

-Ven, hijo Arturo, ven; ya se han marchado todos.

Entonces un pájaro grande saltaba por el suelo con las alas tendidas como haldas demasiado largas; subía a la tarima; resonaba un aleteo, y junto a la rugosa mano del señor maestro aparecía ufanamente un cuervo.

*  *  *

En la mañana encalmada, caliente y azul, de Jueves Santo, que vino aquel año dentro de la tibieza aromosa de abril, bajó el maestro del collado de su aldea al hondo y ancho campo comarcano. Nunca le pareció el paisaje tan reposado, limpio y bueno como en ese día. No sonaba una voz labriega ni se balanceaba un árbol; apenas se estremecían y rizaban las cimas de los panes, tan altos y granados. La pureza del ambiente lo presentaba todo limpio, próximo, como guardado bajo recinto de cristal.

Ya muy lejos, pasó el maestro la honda zubia, derivada de un pantano, y entrose por tierra pradeña, donde el ganado pacía libremente. Los pastores conversaban tendidos; eran mozos. Distante y encima de la hierba tenían sus hacecicos de esparto para tejer, y sus mantas y zurrones con el repuesto.

Los saludó el maestro con dulzura y sonrisa de abad viejecito.

-¿Tampoco hoy hicisteis fiesta, siquiera para asistir a los Oficios?

-¡Nosotros, no, siñor; que tenemos oficio perenne!

-¿Ninguna cabra es vuestra? -les dijo después viéndoles tirar piedras, no para advertir, sino enfurecidos, con deseo de acertar en la res.

-¡Qué va a serlo, qué va a serlo! Todas son de uno que se está en el pueblo.

Por el azul pasaban tres cuervos. Volaban despacio y redondamente sobre la tierra praderosa. Entonces el paisaje parecía más agreste; su paz más profunda y serena.

Viéndolos uno de los pastores, dijo:

-¡No hay animal tan galopo como ése!

-Todos -repuso el señor maestro-, todos tienen su malicia; pero también su bondad. Y en este día todo ha de parecernos santo -y alzó su mirada.

-¡Si es que son merenderos! -gritó sañudo el mozo-. ¡Hay de ellos que solo pasan del companaje que nos roban!

Los negros pájaros se habían apartado, bajando, cayendo. Dos pastores se hundieron en la espesa verdura, deslizándose. Luego una piedra rasgó el azul; corrieron los hombres, tirando sus cayadas; volaron dos cuervos; en el cielo se perdía un gañido de dolor, y una voz de júbilo, fuerte, encendida, gritaba:

-¡Cayó uno; pero aún, aún está vivo el ladrón!

-¡Déjalo, déjalo que lo remate la perra mía!

Fueron todos a verlo; tenía tronchadas las alas, una garra rota y el plumaje costroso, amasado de tierra, sangre y zumo de yerba.

No consintió el maestro que lo acabasen; lo pidió para curarlo y tenerlo, y con el ensangrentado pájaro volvió a su escuela, hablándole como a un amigo enfermo, y uniendo y calentando con sus manos los destrozados huesos.

*  *  *

Y el cuervo daba fidelísima amistad y compaña al maestro, que éste vivía solo. Su mujer había muerto, y su único hijo, sacerdote, estaba de ecónomo en una humilde parroquia de la diócesis valenciana.

Curó el animalito, aunque quedó lisiado de una pata, y torpe, casi impedido para el vuelo. Nada más llegaba a las eminencias de la mesa y cama del señor maestro.

Y el cuervo, no solo fue amigo, sino discípulo. Sabía dos palabras: «Pan y Pepe».

Salía donde estaban los chicos, gritando y alegrándose con ellos.

Eran estos recreos y bullas muy del agrado del profesor, y aun entraban en su sistema de crianza y pedagogía, por creer que amando y compadeciéndose de los animales se domaba la fiereza o animalidad del niño. Pero andando el tiempo, un maldecido rapaz dio en enseñar al cuervo una mala palabra, que fue la ya preferida; después le hicieron crueldades. Y el animalito los odió; y apenas oía el vocerío de los muchachos se retraía a la cámara del amo y por la ventana saltaba y se iba a picotear y espadañarse entre las ruinas de la cumbre del otero.

Mucho pensó y dudó el señor maestro antes de dar nombre a su amigo. Y un domingo de invierno, estando aquél sentado en su umbral recibiendo el abrigo del sol, y el cuervo sobre sus rodillas, bajó a la memoria del anciano piadoso la gracia de un recuerdo legendario, y la lisiada ave tuvo nombre.

El señor maestro había pronunciado gravemente:

-Tú te llamarás Arturo, en memoria de otro sagrado cuervo de remotas edades.

*  *  *

-¡No hay escuela, no hay escuela esta mañana! -gritaban los muchachos viéndola cerrada.

Y es que venía el hijo del maestro. Años duraba la separación. Y el padre, gozoso, conmovido, salió muy temprano para aguardarle; y cuando llegó, cuando tuvo al hijo, no se hartaba de contemplarlo. ¡Qué gordo y hermoso estaba!

Era el señor vicario un mozallón moreno, de grandes mandíbulas, labio azulado por el rasuramiento, los ojos pequeños y encendidos y el cabello crespo y negrísimo.

-Pues yo a usted, padre, también le encuentro bueno, aunque un poco blando; pero en esta temporada tengo que endurecerle esa carne. Ya verá qué paseos y correrías... ¿Qué tal anda esto de caza?

No lo oyó el maestro porque llegaban a la escuela y entrose con presura para animar a la vieja que le guisaba.

Comieron pronto. Después el hijo se retiró a su alcoba para abrir su cofre y acomodarse, y el padre fuese por la aldea buscando a los chicos que no acudían creyendo cabal la fiesta.

Vuelto a la casa con algunos rapaces, no halló al hijo. Y comenzó la clase; no había quietud; todos murmuraban. Cansado el profesor de la lectura, empezó a predicarles el provecho y virtud de la lástima. «Yo os he visto desplumar a redropelo un pájaro. Figuraos que a vosotros os desollasen...».

-Señor maestro -prorrumpió una vocecilla oscura-, esa tarde que usted nos vio me lo culparon a mí; pero no era yo, fue el señor Torregrosa.

-¡Diga que es mentira, que sí que fue él! -gritó otro rapaz de cabeza trasquilada, vestido con delantal negro.

-¿Que es mentira? -replicaba el otro amenazándole, y apagando la voz no sé que le dijo de su madre, y de que cuando saliesen...

-¡Basta, basta; silencio! -ordenó cansadamente el maestro, dando una débil palmada sobre su tabla.

Fuera, en la paz de la cumbre, sonó un disparo.

-¡Otra crueldad de los hombres! -murmuró el señor maestro.

Y enlazaba su plática; pero el desmentido proseguía con ardimiento:

-Mire si fue el señor Torregrosa, que cuando usted se marchó, va y le arrima el pájaro, que era un gorrión, a la trompa del Canelo, ese mastín sarnoso del alguacil, hasta que el perro se lo fue tragando vivo...

-¡Qué horror, madre mía! -murmuró angustiadamente el anciano.

De súbito obscureció el portal una negra figura. Pasó el señor vicario.

-¡Tú con escopeta, tú!

-¡Y ya ve usted, toda la tarde andando para matar allá arriba este pobre bicho!

Y el clérigo arrojó desdeñosamente al suelo un cuervo muerto.

-¡Hijo Arturo, hijo Artu...!

Y el señor maestro sollozó...




ArribaAbajoLa llegada

Son los barrios, en la psicología de las ciudades, como los flecos de un mantón rozagante que, si no manifiestan el primor de los realces y dibujos, dicen rudamente los colores de que está hecha toda la trama. Y los flecos o suponen el nacimiento o fin del tejido; y los barrios descubren el natural y originario color del alma de la ciudad o lo postrero de su carácter.

...¡Y líbreme el Señor de inferir la más leve filosofía del barrio de mi cuento!

Nuevecito y vistoso y arbolado era aquél. Lo habitaban gentes de humilde linaje, enriquecidas y alegres. Los hombres casi todos estaban gordos, pesados y morenos del sol de la ruda faena pasada en los muelles. Sus camisas rizadas por el almidón y aplanchado, parecían en ellos de muy cruda blancura y rigidez. Sus trajes, su calzado, su sombrero, el bastón de puño con labras de fauna monstruosa, la soga de oro del enorme reloj, todo expresaba el amoroso cuidado con que se llevaba y la solemnidad al vestirlo y colocárselo su dueño, mientras le contemplaría la familia con mudo contentamiento. El ideal de las hijas y mujeres era colgarse medallones, amuletos, dijes y onzas de las cadenas y pulseras, y vestir una bata larga y randada y lucirla sentadas en mecedoras, delante de sus portales o paseando por las aceras, oyendo recuestas de los mozos, que también trascendían a flecos de ciudad.

Era riguroso tener casa propia muy pintada; huertecita, aunque sólo rindiera higos, habas, sandías y albahacas; cabriolé o tartana con iniciales muy lindas, y jaca menuda y traviesa; y en el cementerio un nicho o panteón, con versos de oracionero y retrato de algún difunto, puesto entre flores de vidrio y porcelana...

Del caudal de todos se conocía la causa: el puerto o el logro. Por eso maravillaba el distinto origen de la abundancia reciente de una familia que comía cocido de suculencia copiosa, todos los días, y el hombre leía periódicos y fumaba en mangas de camisa, engordando por la bendita holganza; y ellas, su mujer y cuñadas, llevaban siempre batas y perfumes y aun joyas de poderoso relumbror.

Menudeaban las compras para su atavío y regalo; y casas, solares y bancales próximos, cuya venta se publicase o supiese, pasaban luego a su dominio.

No fue posible malsinar del marido por vicio ni artería o complacencias demasiadas. Eran cuñadas y esposa amigas de bullicio y diversión en su entrada, acera y huerto, merendando y cantando con vecinos, entre los que destacaba un tañedor de vihuela, que aunque menudo, era el «Petronio» del barrio. Pero todos esos pasatiempos los gozaban sin ninguna manera de licencia o deshonestidad que se sepa...

*  *  *

...Antaño tuvo el marido barbería de las de soportal y tertulia política; y siempre fue holgachón y dado a la zumba. En cambio, ellas, descoloridas, consumidas, suspiraban de tedio y de necesitadas, y vestían con tanta humildad que apenas tenían amistades ni osaban salir por recato de su pobreza. Un hermano, presbítero, andaba de ermita en humilladero, de aldea en pueblo, de iglesia en monasterio al olor de alguna misa, rosario o sermoncico, que le diese lo indispensable; y en un cuartito del señor rapista se acostaba.

Los del barrio no trataban ni se acordaban de esta familia, como no fuera para dedicar a su vida un comentario de misericordia.

El curita volandero desapareció. Y dijo el cuñado que era sacerdote en un vapor de apartada ruta.

...Pasados tres años amaneció cerrada la oscura barbería, y los que la ocupaban trasladados a otra calle más animada y ancha, en cuya acera se oreaba, por las tardes, sentado en mecedora, el antiguo barbero, y las mujeres sacaban sus sillas flamantes y platicaban muy risueñas. En el siguiente año, todos los de la casa gozaron sendas mecedoras, y aun sobradas. Acudieron amigos, que en el café y en sus hogares no acababan de encarecer el ornamento de las habitaciones y el regalo de la mesa y de toda la vida de aquella familia, antes miserable.

Frecuentemente les decía el ex rapador:

-Hoy las profesiones, los oficios son un padecer. Yo, ¡la verdad!, había nacido para negocios y empresas de importancia. ¡Qué quieren que les diga; las profesiones fijas son un padecer!

-¡Nosotras siempre se lo decíamos, tú, Vicente, eres para negocios! -De este modo hablaban las mujeres, meciéndose y sonriendo.

*  *  *

...Pues el adamado tañedor de vihuela prendose de una de las cuñadas, y la pidió en matrimonio. Lo admitieron. ¡Era tan donoso y apuesto el mancebo!

Se casaron y pasáronse a un piso del mismo edificio. Pero casi siempre comían juntas las dos familias; y su alborozo y holgura dio a la casa envidiable fama de felicidad.

Aumentaron las amistades. El de la vihuela ya no iba a lecciones, y sólo tocaba algunas noches de danza y convite, en el huerto o en la misma acera, bajo las acacias.

-¡En verdad, señor Vicente, que no puede quejarse de la fortuna! -le murmuraban zalameros los vecinos.

-¡No me puedo quejar! ¡A mí, negocios, asuntos serios, y ya me tienen satisfecho! -Y chupaba con ansia del recio puro; toda la boca se le nublaba y espesaba de humo, que iba dejando salir muy despacio y contemplándolo voluptuosamente.

Los demás también le miraban el humo. «¡Oh, fumaba, comía y gozaba como nadie en el barrio! ¡Qué deliciosos negocios los suyos!».

Y se supo que no los hacía él sino el ausente presbítero, que empezó a lucrarse en los barcos, y después quedose en América, ensanchando un ignorado tráfico y remesando a sus hermanos los dineros para su guarda y colocación.

Ellos no lo negaron. Y ya no se habló de los negocios del ex rapista, sino del hermano rico. Las mujeres decían lindamente cosas de América; imponían los figurines traídos de Valencia; se reían con esmero, como damitas de teatro.

El sacerdote escribió su propósito de volver al pueblo natal y descansar de su vida errabunda y trabajada.

La noticia atrajo la atención de todos.

La familia prometió enseñar a los amigos cuanto de raro y precioso les trajera el hermano. El señor Vicente decidió hacer obra en la casa, aunque decía misteriosamente a los buenos visitantes:

-¡Yo no sé, no sé si debo hacer estos gastos!

-¿Que si los debe hacer? -exclamaban los otros-. ¡Ya lo creo que sí! ¿Pues quién mejor que usted?

-Lo mismo le decimos nosotras -terciaban ellas.

-No es eso; no es eso -replicaba muy orondo el bienaventurado-; es que, con la posición de nuestro hermano, ¡quién sabe si nos quedaremos aquí, o querrá él que nos marchemos a un Madrid, a un Sevilla o más lejos, para emprender asuntos que aquí... vamos, no sé yo...! -Y se doblaban sus labios con desdén.

-¡Es verdad! ¡Quién sabe! -repetían las cuñadas, la esposa y el tocador de vihuela.

Y ellas sonreían a las pasmadas vecinas, imaginándose viajeras con sus velos y abrigos, triunfales, opulentas, y aparentando entristecerse por la separación...

-¡Oh, nosotros que pudiéramos! -suspiraban los amigos.

-Sí, sí; pero créannos; ¡rinde, fatiga tanto esa vida!... -Y al pronunciarlo hacían un melancólico gesto de cansancio.

...Y el sacerdote avisó su pronta llegada, aunque no fijó el día por desconocer el vapor-correo que podría alcanzar. «Me queda la realización de las últimas fincas raíces». La lectura de estas palabras fue repetida delante de los amigos. Las hermanas añadieron por glosa:

-Vamos, es que aquello debe ser inmenso. ¡Ya ven! ¡Fincas raíces!... ¡Debe ser! ¿Verdad?

*  *  *

...Resonó la calle por la carrera estrepitosa de un coche cerrado, en cuya cima se amontonaban maletas y mundos de cuero muy lujoso.

Todos los portales y ventanas se poblaron de ávidas cabezas.

«¡El cura rico!» «¡Válgame y qué suerte de personas!».

Y las gentes miraban hacia la casa de los felices hermanos, que salieron gozosos, anhelantes; ellas, sólo tuvieron tiempo de empolvarse; y despeinadas, flotantes las batas, acudieron a recibir al viajero. Sintieron la mirada de envidia de todos los ojos, y una onda de orgullo bañó de espumas sus almas.

Abriose la portezuela, y bajó el sacerdote.

Estaba canoso, enjuto; sobre el hábito vestía un gabán aseglarado, de suma elegancia y riqueza; llevaba bastón de ébano, de alta contera y puño de plata; guantes de seda, zapatos ingleses. Lo besaron, lo abrazaron, y abrazado quisieron entrarlo. Pero él contuvo a la amorosa familia. Se acercó al carruaje y tendió exquisitamente su brazo, y apoyándose en él, descendió, lenta y altiva, una mujer lozana, blanca, fastuosa. Y el hermano rico la presentó a los pobretes y espantados hermanos, diciendo con modestia:

-¡Mi señora ama de gobierno!




ArribaAbajoCrónica de festejos

Los más poderosos señores de un lugar levantino, picados del tábano de los celos de un pueblo inmediato que hizo fiestas maravillosas, quisieron que las del suyo alcanzasen grandísimo lustre y nombradía.

Trazaban su programa teniendo delante el de los enemigos. Estaban igualados en danzas, luminarias, simulacro de batalla de moros y cristianos y bendición de un altar a Santa María de la Cueva, resplandeciente altar levantado a carga y sacrificio del vecindario, porque el señor rector dijo: «Un rico muy piadoso quiere costearlo solo, pero la gracia ha de llegar a todos; que hasta el más pobre y humilde arrime su hombro». Y todos lo arrimaron fervorosamente; quien con un cahiz de rubión, quien con un cántaro de vino generoso o una haldada de aceituna. Las mujeres subían odres y herradas de agua del hondo río, y los hombres arrastraban troncos cortados en los pinares. El señor rector les bendecía gritando: «¡Ellos hicieron altar, pero no como nosotros! ¡Lo he de decir a su ilustrísima!». La santa obra estaba ya acabada. Juntos los excelsos vecinos, acordaron que les faltaba un número de fiestas que les diese preeminencia sobre sus émulos, y entonces decidieron hacer Juegos Florales, como en la capital, de donde tomaron parecer y aviso, pues allí sabían toda minucia en punto a certámenes.

Lo costoso era alcanzar un mantenedor de fama, principalmente política: un ex ministro, ex director o diputado a cortes.

La asamblea de vecinos partiose en dos comisiones: la una para buscar quien predicase las glorias de María: la otra para traer quien mantuviese la justa literaria. De poetas y jueces no se preocuparon. Los poetas acudirían a bandadas, y jueces serían ellos. El dueño de una grande y frondosa heredad quedó hecho presidente; era de pensamientos y designios muy radicales; y como hablase el señor rector de tres solemnidades religiosas, él propuso celebrar tres días Juegos Florales. Vacilaron, pero de la ciudad dijeron que no se estilaba.

Se hicieron los festejos; el mantenedor no fue precisamente ex ministro, ni ex director de Agricultura, ni diputado, sino catedrático de Historia Natural en un instituto de la Mancha. En cambio había nacido en el pueblo y gozaba fama de saber y virtudes.

Llegó enternecido de alegría, «ca una de las placenteras cosas que en el mundo ha -escribe don Juan Manuel-, es vevir home en la tierra do es natural, et mayormente si Dios le face tanta merced que pueda vevir en ella honrado et preciado».

Pues el señor mantenedor venía a vivir todo un verano en su pueblecito blanco y sosegado, y Dios le hacía merced de que, habiendo salido miserable, llegase muy loado, como el escudero de que nos habla el sabio infante. Le recibieron con música y espantosos truenos de pólvora. Traía dos niños, que luego fueron elegidos pajecicos del torneo, y traía a su mujer. Fue su flaqueza: casarse con la hija del bedel de su aula; manchega fermosa, pero necesitada de almohaza.

El señor catedrático era todo bondad y grosura. Vestía de azul marino, como dicen que lo gasta don Miguel de Unamuno -que el cronista de estos peregrinos sucesos nunca le vio- y cruzaba sus manos, blancas y redonditas, encima del vientre como un prior bienaventurado.

Leyó con grande templanza su discurso. Las damas lugareñas rodeaban a la esposa; y todos hablaron y se distrajeron durante la oración. El triunfo fue del poeta de la flor, que había recitado estruendoso su ancha y larga oda Las Cruzadas, que llegaban a Numancia, Sagunto, Lepanto, Otumba y Arapiles...

A la siguiente mañana, muy temprano, buscaron al mantenedor para hacerle el agasajo en la masía del presidente del jurado.

Estaba ya ataviada la esposa para la gira; hubo muchos comedimientos y cortesías entre la señora y los jueces, porque la fiesta era sólo para los clarísimos varones; pero no desistió la bizarra machega, y la llevaron. Las criaturitas se quedaron llorando y furiosos como novillos; y fue preciso entretenerlos hasta que los padres saliesen escondidamente por puerta zaguera.

Llenaban los invitados tres galeras ruidosas y enormes. En la misma iba el mantenedor y el poeta, que ansiaba decir de sus versos. Atravesaban yermos abundosos de margas, y el catedrático habló de los yesos; de aquí pasaron a la preparación de los vinos; y todos contendieron. El poeta le recitó a la señora una silva.

Penetraron en tierras de la heredad. En seguida lo avisó su dueño al catedrático. Eran campos rojizos plantados de viñal, y llanos de mieses altas y verdes; veíase el manso viento de la mañana pasando encima y dejándolas holladas como un agua trémula.

La masía blanqueaba entre olmos, grande, cuadrada, con enorme reloj de sol y bullicio de palomos que aleteaban, llegando y saliendo de los sobrados.

El mantenedor, torpe y rendido, aplastó, al bajar de la galera, un desventurado pollito; escandalizó iracunda y aterrada la clueca, y se deslizó toda la pollada, huyendo como cándidos copos de algodón llevados del aire.

Atribulose el catedrático; el masero le limpió la ensangrentada bota, y ya más aliviado fueron todos a la huerta que trascendía a riego y a frutales en cierne. Alto el sol, se recogieron bajo las anchas parras donde estaban las mesas.

Volaba sobre el casal el blanco humo, oloroso de lumbre de sarmientos hecha en el corral para cocer los gazpachos, porque la vasta cocina estaba invadida de cacerolas y paellas donde se enternecían y doraban las piernas de carnero y las aves rellenas y lardosas.

Mucho tiempo estuvieron los señores invitados conversando y mirando los moscones y abejas, que revolaban entre los racimos agraces. Después se distrajeron viendo las sombras morenas de los pámpanos sobre la tierra brilladora y rubia de sol, y dándose cuenta de que se aburrían fueron a rodear la hoguera del corral, mezclándose en el bullaje de los guisadores.

El presidente del jurado y dueño de la hacienda, tomando del brazo al mantenedor, quiso mostrarle la bodega y almazara. En una rinconada del patio y cercado de alambres, estaba el pobladísimo gallinero, y el señor catedrático, muy aficionado al averío, detúvose para verlo con detenimiento, y alabó la gentileza y el ardimiento del pollastre, comentándolo de científica manera, y aquí se hallaba, cuando en lo alto del alcahaz estremeciose, voznando sobre una percha, un fastuoso pavo real.

Buscó el mantenedor la hembra, pero no la había, y ya hablaba, también científicamente, adolecido de la viudez de la hermosa ave; mas el dueño de la finca, riendo con malicia, le dijo:

-No piense así, que si nos apartamos y tiene paciencia ha de ver cosas del animalito de mucha curiosidad.

Y las vieron escondidos bajo una umbría de leños y calabaceras trepadoras.

Sonó batir de alas, y el pavo real descendió. Ante su magnificencia y poderío, el bizarro pollo se puso medrosico y refugiose entre colodras de salvado y tiestos de agua. La pomposa ave mostró toda la opulencia y hermosura de su plumaje a una gallina rubia y moñuda... Después, naturaleza hizo lo demás.

El catedrático dio un grito.

-Pero esto es vergonzoso para el pavo.

-¡Dijera para el pollo! -repuso alborozado el presidente.

-¡Ahora sí que he visto lo más peregrino de estas fiestas, y me entristece, amigo, me entristece!

-¡Oh, no le dé pena!... ¡Quién no ha sido pavo en este mundo!

El señor catedrático suspiró.




ArribaAbajoEl final de mi cuento

Como los personajes trazados en mi artículo los conoció íntimamente la señora de Villalba, vieja, maldiciente y también escritora, me pidió que se lo leyese antes de entregarlo.

Acomodose la señora en su butaca de grana; abandonó en su regazo la media que estaba urdiendo; quitose los resplandecientes espejuelos, y aguardó.

Y yo leí:

...Descansaba llena de luna la noche, y pareció suspirar y estremecerse como una doncella dormida, volviéndose, desnuda y casta, en la blancura de su lecho. Y la respiración de la noche, atravesando los huertos, pasó por las ventanas y aromó al poeta. La aspirada delicia le distrajo y dejó comenzada la estrofa.

Creando la vida de su fábula, atendiendo el íntimo pulso, los regocijos y tristezas de sus criaturas, se había olvidado de la «amada», de la noche.

La fragancia de rosas, de árboles floridos, de verdores recientes, de inmensidad, que le había acariciado las sienes y oreado el alma, le atrajo a la vida que él tomaba para llevarla a los hijos alumbrados en sus libros, sin apenas gozarla, como pican y traen las aves el sustento a los pichones, sin quedarse nada para su hambre...

Entonces subió y envolvió al artista toda la grandeza del silencio, de la soledad, y vivió en sí mismo, pareciéndole que los hijos de su arte se escondían y callaban bajo las blancas losas de las cuartillas.

La estancia era amplia, abrigada con tapices ya pálidos, nublados por los años, y los muebles, anchos y propicios a la meditación y bellas quimeras del maestro. Un grande acero bruñido, traído de un viejo palacio de Florencia, colgaba como espejo, encima de la mesa de trabajo.

Alzose el escritor, y mirándose dentro del arcaico acero se vio cerca de la vejez, exprimido, rugoso, agobiado. Luego contempló la perfumada noche. Lejos, en el confín, se esparcía una niebla blanca, luminosa, un halo de plata. Asomaba el alba. Y contristose el corazón del hombre.

Se retiró a su dormitorio. Encendió la lámpara de cristal azul, que daba claridad suavísima de estrella, y contemplando a su esposa dormida recogió su fragancia. ¡Oh, era como la de la noche, y también su cuerpo espléndido, desnudo, juvenil, parecía lleno de luna! Sintió más su vejez y su tristeza, y la besó devotamente.

Apagada la luz, surgió para él en las tinieblas, como destacando sobre un fondo de negro terciopelo, la imagen de su esposa desnuda, blanca, placentera, semejante a las heroínas de sus libros, que le ungieron de gloria, imaginadas mujeres que habían «amado mucho».

Y pensándolo se estremeció angustiosamente, y quiso desvanecer la ficción. De nuevo lució la lámpara; lámpara celeste, voluptuosa, de tálamo dichoso.

La mujer esquivó la claridad volviéndose, y toda la peregrina firmeza de su carne manifestose bajo la delgada blancura de las ropas.

El artista la besó en los cabellos. La contemplaba serenamente; le parecía hija de su arte. Y los ojos del escritor tenían lumbre gozosa de triunfo.

Siguió mirándola, y ya la besó arrebatado, impetuoso. La llamó la más hermosa de todas las mujeres. Si por ella hubiese padecido quebrantos, suplicios, persecuciones, él la habría perdonado y bendecido contemplándola, como hicieron viendo a Helena los ancianos de Troya.

Se durmieron abrazados.

...La llamarada de amor que revivió en la sangre del poeta le alumbró más sus ruinas de hombre.

La esposa le observaba con extrañeza, con inquietud. Aquel hombre, consumido por altísimos amores, apartado de la pobre vida y tan olvidado de la mocedad y hermosura de la mujer, que motivó la perfidia de ella, en el pensamiento, no llegando a la realización del pecado contenida por la excelsitud del nombre del artista; aquel hombre, ahora, bajando de su eminencia de genio de eterna juventud a la humana tierra, parecía decrépito, celoso, roído de flaquezas.

Todas las noches se despertaba ella sobresaltada, miedosa, sintiendo en toda su carne la impresión de una mirada de tanta tenacidad y fuerza, que parecía exhalar ardor de fiebre, como la boca de un enfermo. Los ojos del marido tenían fuego hondo y feroz.

Una noche, él le dijo, trémulo de lascivia y de angustia:

-¡Me da rabia verte! ¡Eres hermosa, fuerte, lozana; tu boca es de flores y ascuas, terrible de tentación! ¡Oh, si yo me muriese antes que tú!

Ella le tuvo miedo.

Y el viejo poeta enfermó.

*  *  *

Era primavera. Quiso el artista que lo llevasen a su estudio. En el sitio de la mesa se puso la cama. Y al pasarlo se vio el enfermo en el precioso acero, y todo su cuerpo se crispó desesperadamente. ¡Oh, Señor, se había mirado muerto!

Postrado, contemplaba los huertos en su gozosa resurrección. Brotaban y florecían los árboles, y los viejos rosales trepaban a las ventanas y tejían un fragante dosel.

Ni la sabiduría ni la poesía, que siempre había sorprendido el artista hasta en lo menudo y humilde, dieron fortaleza y consolación a su alma. Era sólo hombre miserable. Se rebelaba, se enfurecía contra la muerte, ante la espléndida invitación a la vida que le presentaba la primavera, encarnada en su esposa, supremo vaso de delicias, que otro hombre sabría apurar dichosamente.

Y una noche de junio, clara, olorosa, inmensa, sintió el enfermo que le ceñían los brazos secos y helados de la muerte, y gritó empavorecido, ronco, agónico. Su esposa le miraba estremecida de piedad y miedo.

¡Aún podría estrangularla con sus manos convulsas, sudadas, frías!...

La llamó, abrió los brazos, pidiéndole con los ojos que se acercase... Ella se fue apartando, apartando...

Y el poeta, que degeneró por ansias insaciadas del ya perdido goce, sublimose al penetrar en la santa tristeza y serenidad de la muerte. Recibió la gracia de la sabiduría y perdonó a la amada. Murió sonriendo como un suicida o un elegido. Pero al entornarle los ojos las bellas manos de la mujer, sus dedos se mojaron de las lágrimas del muerto.


Mi amiga, la señora de Villalba, se enjugó los ojos con su primoroso pañizuelo de randas.

Confieso que me envanecí por el enternecimiento y compunción de la vieja dama. Yo había domado sus ironías.

Proseguí leyendo:

Gentes esclarecidas de la ciudad, y hasta de pueblos muy apartados, vinieron a traer ofrenda de su dolor al poeta muerto.

Las recibía la esposa, todavía más gentil envuelta en los lutos de la viudez, y ahora intensa y verdaderamente afligida. ¡Tardío testimonio de algunas mujeres -exclama Montaigne-, con el cual acreditan que no aman a los maridos sino muertos! Y ésta lo quiso con enloquecimiento doloroso, sintiendo traspasada su alma con todas las espadas de los santos amores.

La admiración y el duelo de la ciudad por el hombre glorioso se tradujeron de modo que lo enalteciese y quedasen en manifestación bella y perdurable. Y muy pronto, delante de las ventanas de la casa del artista, se elevó su estatua, en la suprema actitud de atender sobre su frente el vuelo divino de las ideas.

Estaba la casa recogida en el mismo silencio que cuando el maestro laboraba.

No dormía la viuda. Escuchaba con ansiedad detrás de las ventanas, inquieta, pálida, torturada de remordimientos feroces, que le oprimían y laceraban las entrañas, como si dentro de ella hubiesen resucitado las manos del esposo.

Apagó la lámpara. Sonaban horas en un templo. Se acercaba él, el esperado, recatadamente, por miedos a los enojos y murmuraciones de la ciudad. Era la primera cita de amor.

La viuda abrió los postigos. Apareció la plaza solitaria, blanca y romántica de luna como un lugar de leyenda, y en el centro destacaba la negra estatua del esposo, y su sombra, que se prolongaba por la tierra y subía, rota, las paredes, penetró siniestra, pavorosa, en el aposento, tendiéndose encima del trono preparado para el deleite.

Y fuera, en la callada noche, pasaba el amante, mientras la mujer sollozaba arrepentida, sobre el espectro de la gloria del esposo.

¡La gloria del poeta, aun después de morir, la subía a la cumbre del sacrificio!


La señora de Villalba, sonriendo, me preguntó:

-¿Así acaba su cuento?

Yo le dije que sí.

Mi amiga se puso los lentes, y siguió tejiendo su calza.

Me alcé indignado. Y ella murmuró:

-Bueno; pero la viuda, ¿usted no lo sabe?, la gentil viudita, cambió de casa al día siguiente...




ArribaAbajoParábola del pino

El viejo hidalgo don Luis había heredado de sus abuelos templanza y sabiduría, algunas hanegas de sembradura y un pinar que empezaba delante de su casona, labrada en las afueras del pueblo, con un pino grande y añoso.

Todas las tardes acudían y se sentaban al amparo oscuro y fragante de las ramas los amigos y discípulos de don Luis. No podían pasar sin verle y escucharle, porque era maestro y señor de todos en la causa de un príncipe desterrado. Como ellos vivían en la ciudad se congregaban a su antojo; decidían cualquier empresa, pero a punto de realizarla se les aparecía, en la memoria, el solitario caballero, majestuoso y dulce, de barbas blancas y copiosas que le bajaban hasta el magno pecho, y calvo y limpísimo cráneo en cuya cima resplandecía la lumbre llegada entre el ramaje del pino.

Era fuerza recibir su consejo y permiso. ¡Y siempre el árbol endoselándolo como un trono de patriarca! Sentían su pesadumbre y oscuridad; y hasta llegó a parecerles que el entredicho, la aprobación o censura brotaba del ancho y venerable tronco, como la goma de su corteza. Y he aquí que los fieles amigos del hidalgo le respetaban con grandísimo amor y murmuraban del pino del portal; de modo que, amando al monarca, vinieron a malquerer el trono.

Acabado el examen y discernimiento de lo político y lugareño, don Luis les decía serenamente filosofías de mucho donaire y sencillez; y luego dedicaba a su buen árbol palabras de gratitud y alabanza.

-Sí que debe de querer esta sombra compañera -le dijeron una tarde-; pero también le priva de contemplar todo el valle, que es una bendición para los ojos.

Don Luis defendió su pino. Para ver el paisaje en su inmensidad bastábale salir del abrigo y umbría de las ramas; así, tenía valle y sombra amiga. Sin el árbol pareceríale su casa demasiado sola, desnuda y como avergonzada y medrosa. Y el viejo pino, que semejaba oír y agradecer esta privanza, producía una música de mucho apaciblimiento.

Y otra tarde, porque el hidalgo amonestó a sus amigos con grande severidad, sintieron ellos en su corazón densa y enemiga la sombra del ramaje. Y ya lo aborrecieron como se aborrece a un hombre. Lo miraron, lo celaron ansiosos de hallarle motivo que justificase la malquerencia. Las miradas de los hombres bajaron desde las ramas cimeras a la fuerte raigambre. Vieron en la cercanía otros pinos menudos y ruines, quizás engendrados por el frondoso del portal, y se conmovieron de lástima.

Entonces, el más audaz y valido del maestro le mostró los arbolitos recientes, y exclamó: -¡Todo el amor es para el viejo, mientras esos pobretes se mueren!

Una voz logrera dijo: -Si lo cortara medrarían los otros, y no faltaría quien se lo mercase por treinta duros.

Don Luis se enfureció, se afligió... Mas supo perdonar a los blasfemos. Fingiendo sumisión y arrepentimiento, se fueron los amigos.

*  *  *

¿Qué tenía el árbol amado?

Amarilleaba, empobrecía su verdor. Vanos fueron los sabios y tiernos cuidados de don Luis. Desprendiose la pinocha. Y el árbol quedó raído, seco, siniestro.

Lloró el anciano oyendo los hachazos de los leñadores.

En el crepúsculo se derrumbó todo el árbol, muerto, con estrépito y quejumbres, como si las brisas, furias del vendaval y cantos de aves que en él se recogieron tantos años escaparan gimiendo para buscar otra fronda viva y lozana.

No quiso el hidalgo que partieran el tronco, y entero lo guardó en su inmenso patio, donde gallinas y gorriones lo envilecieron, lluvias lo pudrieron y ratas y carcomas lo devoraron...

Lo tocaba suavemente don Luis, auscultando las pobres entrañas; lo contemplaban sus ojos, ayudados de recia lente, buscándole el mal que lo secara; y el áspero crujido de su aniquilamiento le conmovía dolorosamente. Y al cabo decidiose a que un leñador abriera el tronco. Sonó el golpe del hacha astillándolo, desgarrándolo, y el hidalgo apartaba con angustia la mirada, temblándole la voz al preguntar qué iba mostrando la honda herida.

Y cavando en ella salieron chispas azules, y el hacha se rompió.

El leñador y el viejo caballero se contemplaron con grande pasmo. Luego, investigando afincadamente, vieron un hierro largo y un trozo agudo de pedernal.

Dijo el leñador, después de larga meditación:

-Pues el clavo lo hincaron encendido... y si es al pedernal, debieron darle algún unto del diablo.

Don Luis, la noble barba estremecida de ira, los ojos llorosos de compasión, alzó los brazos y gritó: -¡Me lo asesinaron!

...Inútilmente llamaban los amigos a la puerta de la noble casa. No lograban ver a su jefe y maestro. Siempre les decían que andaba por los campos; y don Luis no salía de su cámara. Pero se recibieron nuevas de que un señor, eminente en política y nobleza, llegaba al pueblo para descubrirles y preparar los designios del amado príncipe del destierro; y como el solitario era el caudillo de los políticos lugareños, y en su casa había de aposentarse al enviado, abrió sus puertas, y con el forastero pasó, también, el olvido de sus querellas. Y es que, aunque sabio y todo, el buen don Luis era hombre.

...Después de la recepción y comida, salieron al arcaico balconaje de la casona.

El ilustre enviado miraba con embelesamiento la alegría y feracidad del amplio valle y la valiente espesura del bosque, celebrando el gayo verdor y lozanía de un pinar joven que estaba cercano.

Entristeciose el hidalgo y, con apagada voz, dijo:

-Aquí delante había un pino viejo, árbol fuerte, glorioso, que ya protegió los solaces de mi abuelo cuando era infantico... ¡Y me lo mataron!

-Pues desde que se secó -murmuró otro- que medran esos tiernos y han triplicado su valer, que el grande se chupaba todo el jugo...

-Entonces hicieron bien en matarlo -sentenció el forastero, que también debía de ser sabio-. La vida se renueva y perpetúa por el sacrificio de otras vidas, aunque éstas nos parezcan venerables.

-¡Qué hicieron bien! -gritó angustiado don Luis. Y no pensaba en su árbol. Sentía dentro de su carne y de su alma herida de pedernal untado y de hierro encendido. Vio a los pinos jóvenes, que parecían sonreír dorados de sol, y a los amigos-discípulos alborozados, como si bebiesen jugos de una vida poderosa, que era la suya...

Por la noche hizo abdicación de su mando y señorío: bajó al patio y besó el tronco muerto.




ArribaAbajoLa compasión

Vivía don Isidoro con su hija, cuyo esposo muriera, y con sus nietos, dos chicos muy rollizos, blancos y alegres.

Tenían casa grande y sencilla, de ancho zaguán enlosado, y las habitaciones con puertas y zócalos de labrado roble como de sacristía y coro de catedral.

Una heredad poseían en la sierra, edificio viejo y moreno, rodeado de huertas, cuyos árboles, siendo todos lozanos y esquilmeños, todavía semejaban más verdes, más frescos y viciosos por lo apagado y rudo de la casa.

Don Isidoro había visitado muchos y remotos países, y de sus viajes y empresas trajo para la vejez dineros y enseñanzas.

Su viudez antes, y luego el casamiento de la hija con hombre vehementísimo y crapuloso, le afligieron reciamente. Y cuando éste murió, apartado del hogar, don Isidoro llevose al suyo a los huérfanos y a la madre, pálidos, asustados. Pero pronto la vieja y grande casa del abuelo se remozó en el contento del amor y la paz.

Don Isidoro no iba al casino a malsinar del gobierno y de las gentes. Tenía sosiego, hija dulcísima, alegría de nietos hermosos, grandes rentas, y todo esto, sus memorias y algunos estudios le llevaron a ser filósofo. Y lo fue tierno y optimista, aunque el optimismo suyo no era «el del esclavo que se cree dichoso, ni el del enfermo que no siente su mal».

Hallaba don Isidoro que la naturaleza era buena y hermosísima, y sólo en el hombre se escondía lo malo; pero esto tenía remedio, porque limando y quitando de la criatura humana el germen de la crueldad, la vida resultaría de una completa bienaventuranza. Y para conseguirlo se necesitaba cuidar de esa pobre criatura humana desde su nacimiento, desde muy criatura.

Era don Isidoro un viejecito que vestía sencillamente de negro; afeitado, de naricita femenina, por la que siempre se le resbalaban los espejuelos de concha; sus mejillas sanas, limpias, sonrosadas; su frente redonda, muy pálida, y sus largos cabellos blancos, que la hija peinaba con mucha paciencia, abriéndolos en noble línea por el centro del cráneo, dábanle, verdaderamente, semejanza de antiguo filósofo, aunque también de dama gruesa y bondadosa, tanto, que los nietos aseguraban que el gran retrato de la abuelita muerta que estaba en la sala era de don Isidoro; de lo que él gustaba y se reía mucho.

Tan blanco, tan limpio y dulce era el filósofo, que de su augusta cabeza parecía emanar como una transparente lumbre de plata, tranquila y mística.

Las buenas tardes de invierno tomaba de las manos a sus nietos y paseaban por los campos. No permitía que pisasen ni arrancasen una mata de los alcaceres, enseñándoles a conocer la cizaña para quitarla de las tierras que llevaban sembradura; y si la mala hierba nacía en roijal o yermo, aconsejaba dejarla para que también viviese.

Si andaban por la ciudad, para distraerles de las demasías que cometían y hablaban otros muchachos, contábales historias de príncipes generosos como Ciro, consejas de barcos encantados, de corderos perdidos, de héroes y sabios buenos y humildes, como patriarcas. Y alguna vez, viendo pasar a un señor apuesto y grave, los nietos se quedaban mirándolo y preguntaban:

-¿Abuelo: es el señor Ciro, o algún príncipe o sabio de ésos que tú dices?

Entonces don Isidoro se volvía también a mirarlo, y sonriendo templadamente, murmuraba:

-¡Me parece que sólo es concejal o un licenciado!

Y como los chicos no sabían lo que esos títulos supusiesen, aún lo contemplaban más, entre pasmados y medrosos. Y el señor concejal o licenciado no les hacía nada.

Era aficionado el viejecito a observar menudamente los portales de las casas artesanas, que a su parecer decían contentos y padecimientos, y un rapaz o una vieja que se asomasen, un grito fosco de hombre o una risa placentera de mujer-madre, todo le servía de motivo de plática.

Parábase delante de los hornos y tahonas para que los nietos recibieran impresión de sosiego y honrada felicidad aspirando el tibio y gustoso vaho de la leña y de la reciente cochura y el fresco olor de los salvados y harinas.

-Abuelo: ¿nos mercas de esas roscas blancas de azúcar?

Don Isidoro se enfadaba porque los chicos, en vez de aspirar olores y enseñanzas, pedían roscas; pero acababa por comprárselas, pensando que la inocente golosina podía conducirles a más altas consideraciones.

En verano se trasladaban a la heredad, y bajo los grandes árboles del huerto, este Sócrates con zapatillas y lentes de concha, y sus tiernos discípulos con delantales blancos, dialogaban de las plantas, de los hormigueros, de las luciérnagas, de los niños campesinos que pasturan sus hatos de ovejas.

En resolución, pláticas y cuentos del abuelo eran lecciones y parábolas sencillas que les apartaban de todo designio y entretenimiento de crueldad infantil.

Sucedió que una tarde muy ardiente el filósofo se quedó reposando en su ancha butaca del comedor, y los chicos se salieron a la huerta, gozosos de holgar y divertirse solos y libres. Y fueron alejándose entre los frutales, que parecían temblar de tantas cigarras.

En la humedad de una cañada se retorcía un viejo allozo, y dentro del silencio de la hondura se notaba más el canto, ya cansado, de una cigarra, allí la única. Quizás por serlo les dio tentación de verla y de tenerla.

Los dos hermanitos se miraron, miraron al almendro, y el mayor subió por el tronco, que era añoso y se rendía en la tierra. Y ya alargaba su sombrero de palma para la caza, cuando oyose la voz de don Isidoro:

-¿Dónde estáis? ¿Qué hacéis?

Los nietos quedaron angustiados como nuestros primeros padres al escuchar la palabra del Señor llamándolos.

-¡Subidos a un árbol, Dios mío! ¿Pues qué maquinábais, qué queríais?

Todo lo confesaron ellos.

-¡Coger una cigarra! -clamó atribulado y severo don Isidoro.

Al pie del almendro hizo el filósofo un elogio grandísimo de la cigarra, seguido de consejos de amor hasta por lo más baldío y humilde de la creación.

Aún hablaba, cuando los discípulos descubrieron en un hendido codo del ramaje una trama fuerte y polvorienta de araña, y ésta en un rincón. Era alta, flaca, velluda; parecía sentada sobre dos zancos torcidos, acaso quebrados.

Los chicos mostraron a don Isidoro el solitario insecto.

-Sí; esta pobrecilla -les dijo enterneciéndose- debe de tener hambre y miedo, porque sospecho que está lisiada, y no puede buscar sustento ni tener defensa. ¡Ya la veis: parece una persona viejecita, necesitada, inútil!

Entonces, los discípulos que ya ardían en lástimas y amor y hasta imaginaban la araña como un mendigo que les tendiese la mano, se inclinaron a la tierra, y viendo una mosca, la cogieron y rápidamente la echaron en las polvorosas mallas.

La vieja hambrienta y tullida avanzó arrastrándose, doblándose y hundió sus palpos feroces en el tierno vientre de la mosca, cuyas alitas se estremecían y tumbaban quejándose angustiosamente.

Don Isidoro besó a los nietos, les sonrió y dijo:

-Y ahora, decidme: ¿no sentís dentro de vuestras almitas así, como la voz de un ángel que os da las gracias por vuestra compasión, por el bien que habéis hecho a la pobre araña?

Los chicos, retozando de alegría, gritaron:

-¡Sí que es de verdad, sí que es de verdad, abuelito!

Y añadió el más pequeño:

-Mira la mosca cómo tiembla; ¿es qué le hace daño?

Tembló y sudó don Isidoro advirtiendo la crueldad que él había loado; y alzando la mirada y los hombros se dijo: «¡Señor! ¿en qué mallas de escuelas y doctrinas de filosofía no habrá caído siempre alguna pobre mosca?».




ArribaAbajoEl presagio1

Naturalmente somos los alicantinos distraídos, indolentes y pacíficos. No cavamos nuestra alma con lentas y profundas meditaciones ni resistimos mucho tiempo un mismo pensamiento.

Es verdad que lo nuevo, lo inesperado, nos intranquiliza y alborota, y que lo decimos y comentamos, y de todo contendemos muy ardientemente, viéndolo desemejante por excesos imaginativos. Mas luego vienen las zumbas y risas y el olvido, y somos dichosos en la dejadez, indiferencia y socarronería.

Hay en el diccionario un vocablo que sospecho extraído de la cantera espiritual de nuestro pueblo. Alicantina, f. fam.: «treta, astucia o malicia con que se procura engañar o no ser engañado».

De modo que no necesitamos de bizarrías, audacias ni de costosas empresas. Nos basta con una alicantina o varias, y se desliza nuestra vida placenteramente, contemplando el mar liso, bruñido, perezoso, y los campos, secos, amarillentos; todo cegador de lumbre, que hace entornar los ojos y nos predispone para una siesta eterna y venturosa. A esto y a nuestros buenos padres los árabes culpamos de nuestro temperamento. Otros antiguos contribuirían también. Yo no sé lo que de nuestra psicología hubiera escrito Stendhal, la señora Stäel, Taine... Da lo mismo. Quizás Unamuno nos diría cuatro lindezas o cuatro frescas. Perdería el tiempo.

Diréis que por fuerza hemos de tener nuestra característica. Y sí que la tenemos. En crónicas, libros de viajes, y hasta en las más humildes geografías, podéis leer que los alicantinos somos muy hospitalarios. Y sí que lo somos. Verdaderamente hemos recibido un opulento mayorazgo para lucirnos y agasajar al huésped, sin desconfianza ni miedo de que se lo lleven o menoscaben. Esa riqueza es nuestro ambiente, dulcísimo y dorado, como si viviésemos acostados dentro de un inmenso panal, que, afortunadamente, no necesitamos labrarnos, y nuestros bosques de palmeras, que tampoco ha sido menester que las plantásemos nosotros, ni es bueno tocarlas, porque la principal rareza y hermosura la tienen en la evocación del pasado o de tierras sagradas y remotas.

¡Oh, nuestra bella heredad de cielo alegre, limpio, nuevecito como recién pintado de azul por las manos de Dios; de clima amorosísimo y templado como regazo de madre; de mar dócil, resplandeciente de sol, que dora y madura hasta las sierras; de sombra deleitosa y romántica de palmeras!

Tal vez convendría algún trabajo para el atavío y perfección de nuestro solar, divertimiento y tentaciones que llamasen y retuviesen a los de fuera, a los enfermos, a los amigos de holganza; pero de esta preocupación y faena es justo que otros se encarguen. ¡Nosotros no hemos de darlo y hacerlo todo!

*  *  *

Tranquilos y alborozados vivíamos de nuestra vida sosegada, que para algún filósofo pizmiento y lúgubre acaso signifique el devorarnos a nosotros mismos muy ricamente y sin sentirlo, cuando tembló nuestra tierra y antojósele a un arúspice bárbaro leer en las entrañas, no de ave, sino de terrible sismógrafo, que habíamos de sufrir otro estremecimiento que derrumbaría la ciudad.

Gritamos, gemimos, suspiramos. Hombres de sabiduría nos enteraron de la liviandad de la corteza cuaternaria, basa de Alicante.

Desde entonces, si mirábamos el suelo de la calle o las torrenteras del castillo o los bancales del paisaje cercano, seguidamente calificábamos la condición del terreno y decíamos, mioceno, cretáceo y otras lindezas geológicas.

Hubo noticia de que una sierra próxima hervía en sus profundos y humeaba en su cumbre. Y luego fuimos valerosamente a contemplarla. Era día blando, suavísimo, de lluvia de lágrimas, lluvia menudita que saca la fragancia de maternidad a los campos, que regocija el verdor de los alcaceres y lava buenamente a los árboles.

Subíamos la sierra buscándole hiendas para escuchar los truenos de la sima infernal. Y toda sosegaba. En los abrigos de las húmedas cañadas recibíamos la temprana sonrisa de la primavera de los almendros floridos; la cumbre humeaba bellamente de nieblas muy blancas y tendidas.

Pues entonces ¡no había volcán! Pero el presagio de ruina y acabamiento ya era de precisión que crispaba de terror la pobre vida nuestra. Había de suceder el 20 de marzo. Estaba escrito por hados fatídicos leídos en el sol y la luna. Acaso subiese el mar y avanzase anchamente. Alguien recordó profecías de San Vicente, patrón de un pueblecito memorable por la captura de el Herrero. Afirmaron que el santo dijo: «San Vicente será puerto de mar». Y esto no podía ser sino pasando las aguas por encima de nosotros.

Resbalaba el tiempo; mirábamos los astros y no veíamos nada; mirábamos al mar... y tampoco. ¡Señor, Señor! ¡Y era posible que pereciésemos viéndonos tan sanos, gozando tan deleitoso clima y sin poder apercibirnos contra el enemigo!

Los ricos invernantes huyeron. Hoteles y hospederías quedaron despoblados, tristes, en silencio. Por sus corredores y aposentos sólo resonaban las pisadas del dueño entristecido. Y antes que nuestro delgado cuaternario, tembló el comercio alicantino. Las gentes huían...

¡Oh, profunda, brava, consoladora y sin igual alegría de medrosos y mercaderes, que podían vengarse de la propia flaqueza y de sus quebrantos, odiando y maldiciendo ferozmente al escondido monstruo de la catástrofe, plasmado y hecho carne en los sabios geólogos, astrónomos y periodistas que, presagiando y publicando el exterminio, nos arruinaban por adelantado alma y hacienda climatológica!

Mas el augurio tuvo reparos y modificaciones. Nuestro hundimiento ya no era seguro, sino probable, y tal vez nada más que posible. Había de suceder la horrenda desventura... en algún punto. De cien mil probabilidades, una tenía Alicante de ser el escogido. Entonces, la incertidumbre fue un padecer de agonía. ¡Es que no podíamos siquiera hacernos el ánimo de morir!

Llegaron las vísperas de nuestras postrimerías, y muchas gentes, acabada la cena, fueron a lo llano y descubierto de las plazas y afueras, para evitar la muerte entre escombros, si es que sucedía anticipada. Por la mañana, la labor en escritorios, agencias y almacenes se distraía o retardaba. Un señor licenciado hubo de razonar muy severo con su amanuense:

-Son cerca de las doce. ¿No le parece que vino usted tarde?

-¡Sí, señor; algo tarde vine!

-¡Y cómo algo!

-Es que nos acostamos al amanecer. Hemos pasado la noche yo, la mujer y otros vecinos en la calle, porque ya ve... ya sabe... los peligros...

-¡Pero eso es impío! ¡Es impío exponer las criaturitas a las crudezas de la noche! ¿No lo piensan ustedes?

-¡No, señor; si los chicos estaban en casa!

La fe, la piedad revivió en los tibios. Se llenaban los templos de almas laceradas, que pedían confesión. Y después de la penitencia, fuera de los canceles, la mirada pasaba ansiosamente de la dulce umbría de las capillas a la lumbre gozosa del mar que había de engendrar la ola maldita.

En los hogares se rezaba con grandísima contrición, singularmente de noche. Después, las señoras se acostaban sin desnudar sus cuerpos ni descalzar sus pies. ¡Podrían recogerlas muertas, pero al menos estarían vestidas! También algunos varones ilustres demostraron honestos sentimientos.

Y entramos en la noche siniestra. Terminaba el día del patriarca San José, abogado de la buena muerte, y para el santo eran las oraciones y jaculatorias más fervientes.

Algunos padres, maridos, hermanos, quisieron salir un momento por escuchar el espacio, el mar y a los hombres. Fueron al casino. En el vestíbulo vieron escrita la pizarra de los telegramas. Devoraron la estupenda noticia y corrieron desaladamente a sus casas.

Las esposas, las hijas, las hermanas, las fámulas, amarillas, mustias, exprimidas, acabadas por las vigilias, oraban en grupo de dolor y arrepentimiento. De súbito enmudecieron para atender la noche.

En los olmos y palmeras de los paseos, en los hierros y balaustres de los balcones, gemía el vendaval. Sonó una puerta. Se oyeron pasos, gritos... Las cabezas se rindieron, esperando, esperando... ¡Y entró él! Le contemplaron espantadas, enloquecidas.

-¿Qué, qué?

-¡Por fin! ¡Ya está! Hay un telegrama...

-¡Jesús! ¿Y qué, qué?

-La catástrofe ha sido en Barcelona. Se ignoran detalles de víctimas... Pero ¡ha sido!

Y todas las manos se elevaron al Señor, mientras los labios suspiraban trémulamente:

-¡¡Gracias, gracias, Dios mío!!

*  *  *

No nos hemos muerto, ni en Barcelona tampoco. Era mentiroso y humorístico el telegrama.

Los alicantinos nos reímos dichosamente gozando nuestra siesta perdurable, y desde ahora no nos conmoverá ni el presagio del más espantoso terremoto.




ArribaAbajoLa mirada

«Y crio Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo crio; macho y hembra los crio». Y el esposo leía y se acordaba siempre con gran contentamiento de estas palabras del Génesis, porque se decía: «Si el Señor Todopoderoso se satisfizo para poblar la Tierra de Humanidad con sólo una pareja de esta especie, no peco yo, no pecamos nosotros (porque se refería a su matrimonio), privándonos de producir más hijos de los que tenemos, que también son dos, macho y hembra, como nuestros padres originales».

Es verdad que no era el santo y fervoroso deseo de su acercamiento a la divinidad lo que le llevaba a detener baldíamente los naturales y felices fines de toda varonía en su entereza, ni tampoco salacidad perversa de vicio forastero. ¡Oh, no! Venía todo de pobre egoísmo. Decíanse marido y mujer que, aun siendo más que medianamente ricos, como lo eran, el exceso de hijos menguaría el caudal, siguiéndose preocupaciones, atamientos, agobios, y que los hijos no podrían mirar sin aflicción de envidia la abundancia de los niños amigos. Con otros de padres de la medianía se juntaban, y todos hablaban de sus juguetes, de sus corderitos y campos y vestidos, y se enseñaban las meriendas tan distintas. Atravesábanse sus vocecitas, queriendo cada uno apagar las palabras del otro con el cuento y alabanza de lo suyo. Los amiguitos humildes oían la contienda de los dichosos con pena íntima, que les mojaba los ojos, y si alguna vez no podían reprimir la dulce tentación de decir de ellos, reíanse los otros, no creyéndolos.

-¡Qué desgracia, Señor! -suspiraban aquellos padres continentes-. ¡Si nuestros hijos mirasen un día con la tristeza que tienen los ojos de los niños humildes!

*  *  *

Muy contristado vino el hijo a la casa. Llegaba de otra donde viera un diminuto teatro. Nunca podía alabarse bastante el peregrino decorado, la movediza farándula, su alumbrado, y todo tan hermoso y cumplido, que semejaba de veras. Se lo explicó a la hermana, y los dos, imaginándolo, quedaron con celosa pesadumbre.

Lo supo el padre y al punto les prometió otro teatro cuyo fausto, invención y acabamiento diera al traste con todas las maravillas soñadas y envidiadas. No quiso traerlo de ningún apartado comercio, porque tenía ingenio despierto, y así trazó el diseño, eligió preciosas maderas y llamó a un habilísimo artífice para que ejecutase su pensamiento.

Partiose el oficial a su taller, agobiado de avisos, de papeles y modelos. Y como se llegase el día en que debiera terminar la obra, los padres, más impacientes que los muchachos, apetecieron verla y fueron, ya entrada la noche, a la casa del buen artesano.

Hallaron cerrado el portal; pero su vejez y resquicios descubrían la claridad de dentro. Miraron por la entrada de la llave y vieron, sobre doladuras y entre bancos, tornos y tablas, sentados a una muy limpia y grande, al matrimonio y un grupo de chicos menudos y crecidos, y todos rollizos y morenos, menos uno, que era rubio, descolorido y delgadito...

Llamaron los señores, y al abrir y conocerlos, todos se alzaron para recibirlos.

Ligeramente vieron los llegados la primorosa miniatura de teatro, protestando de que no querían turbar el sosiego de la cena. Les respondieron que ya estaba acabada, que se sentasen y examinasen puntualmente el trabajo.

Miraba la gentil señora la templada alegría, la patriarcal serenidad, que parecía flotar como un perfume fundido con el sano olor de las maderas vírgenes y recién labradas, de las ropas de los humildes, del menaje, de las paredes y vigas del hogar.

Y los esposos opulentos estuvieron pasando y repasando sus ojos por el rebañito de hijos, hasta que ella manifestó su asombro, diciendo:

-¡Ocho tienen ustedes, Dios mío!

-Siete nada más -repuso la mujer sonriendo.

-¡Siete!

Y tornó a contar la señora, y dijo donosamente.

-Pues salen ocho. ¿Cómo brotó el octavo?

Llama de contento y rubor encendió las mejillas, los ojos y la frente de la mujer, y acercando a su regazo la cabecita del niño rubio balbució:

-Es que éste no es hijo de veras...

Los otros rapaces mirábanle riendo y llamándole, porque él, inquieto y vergonzoso de la contemplación de todos, ya casi llorando, pretendía esconderse enteramente en el cálido refugio de las faldas.

-¡Ah! ¿Es algún huerfanito? -murmuró con piedad la señora.

-No lo sabemos, porque madre sólo la tuvo en el momento preciso y el padre lo sacó de la Inclusa y el mismo día se lo regaló a un amigo que tiene tienda; pero su mujer se enfureció, porque no quería hijos de nadie. Yo entré a mercar; vi el alboroto y a la criaturita hundida en un rincón, detrás de una zafra, como un perrito apedreado. Y como la tendera porfiara en echarlo..., pues yo me lo traje; se lo dije a mi marido, y... nos lo quedamos tan ricamente, porque ya ven: quien tiene siete, bien puede con ocho...

Calló la mujer, y todos, en silencio contemplaron al niño delgadito. Después dijo la inmensa madre:

-Y yo no sé qué nos pasa con esta criatura... pero nos dice padre y madre y mira de un modo que, si se pelean o rompen algo, siempre lo pagan los hijos de verdad, y es que el pobrecito se mete en las entrañas de una, ya que no pudo salir de ellas; y no hay quien lo arranque de allí...

-¡Siete...; es decir, ocho! -murmuraban los esposos señores.

-¡Sí, señora; ya lo creo!

Algo como un remordimiento hería el corazón de aquéllos.

Miráronse en lo más hondo de sus ojos, y se estremecieron sus almas de alegría al transmitirse con la mirada una mutua promesa de santo y fecundo goce...




ArribaAbajoUn vagar de Sigüenza

Los que guarden memoria de Sigüenza no necesitan ahora que yo les diga las prendas de este hombre asomado en días remotos a las páginas de un menudo libro. Y los que no le conocen, tampoco lo han de menester para lo que de él ha de referirse en este pegujalillo de mi huerto.

*  *  *

En tarde primaveral muy alborozada y limpia de cielo, y de quietud dulcísima en su calle, salió Sigüenza, antes de que se le mustiara el ánimo a poder de pensamientos, que si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, eran de estrecheza que agobian las más levantadas ansiedades.

-¿Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas? - se dijo el caballero, quizás para disculparse de su cansancio, ¡y solo había peregrinado por su aposento! Nada se contestó de Goethe, para no inferirse el mal de la respuesta. Es verdad que entonces pasaba por su lado la gozosa bandada de muchachos de una escuela, en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su obscura meditación, y aún le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, ya revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado y espeso en la llanura, ofreciéndose generosamente a las manos de los así, el campo presentaba idea de abundancia, de paz y bendición.

Sigüenza, ya descuidado y aun alegre, como si toda la tarde fuera suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar. Liso y humillado copiaba mansamente los palmerales costaneros, como las aguas calladas y dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos. En el horizonte, una isla de gracioso contorno, la amada mansión de un poeta, sonreía melancólicamente, dorada de sol. Durante la mañana la ciñeron velos de brumas, y ahora, en la tarde, se descubría alumbrada, pálida y rosa como un cuerpo desnudo y virginal.

Mirándola se imaginó muy opulento y dueño venturoso de la isla; «vio su» bajel blanco, «su» castellar vetusto, «cubrió» espesamente las peñas de pinares, rumorosos y músicos como las olas...

Una gaviota que se alzó de las aguas, y remontada en el azul, mostró la cándida espuma de su pecho, distrajo a Sigüenza de los embelecos de ínsula y poderío a que frecuentemente le llevaban sus mismos deseos de andante independencia.

Anchamente, con aleteo grande y pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos ansiadores del hombre; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín, habiendo trazado un magno círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.

Sigüenza la envidió sin aborrecimiento.

Después entrose en la ciudad, siempre pensando en la gaviota, fiera y solitaria moradora de los azules libres del mar y de los cielos y del silencio de los peñascales.

A su lado pasó una niña humilde y delgadita que llevaba cansadamente en sus brazos un rapaz gordo y esquilado como un cordero, y en cuyos ojillos pegajosos de lágrimas y del sueño se le paraban de esas moscas tenaces, blandas, de los muros y tierra de las calles soleadas.

La detuvo un grupo de amiguitas jugando y conversando de su costura. La niña del rapaz en brazos las miró sin poder sosegar en su canturia y movimiento que acallaban al hermanito. ¡Y esa niña con carga ya de madre, qué ternura y compasión inspiró a Sigüenza!

Volviose. Asomado a la reja de un colegio le estaba mirando un chico. Era un castigado. Se acercó Sigüenza y vio la sala despoblada y triste; olía a delantales y pupitres. En lo hondo, junto a las ventanas de un patio, mondaba guisantes la vieja mujer del maestro; los cristales de sus antiparras resplandecían fieramente.

-¡Tú solo en la escuela! Todos salieron al campo -le dijo suavemente al muchacho, que entonces le miró pasmado. La señora maestra también, y arregazándose el delantal donde tenía la legumbre, se fue aproximando lenta y recelosa.

-Es que estoy castigado, que no me supe ni ayer ni hoy lo del «participio».

Sigüenza pensando, pensando... y se ruborizó. «¡Dios mío, yo no me acuerdo del "participio"!».

La señora quizás tampoco lo supiese. Se lo hubiera preguntado; pero ella le observaba con demasiada severidad, y tomando del brazo al chico llevóselo junto a su silla.

«¡Oh, ni la posible libertad lo era en la niñez! ¡Y por un "participio", Señor!». Hablándose de ese modo, se fue apartando. Un amigo le saludó jovialmente, golpeándole la espalda. Era hombre joven y macizo; siempre le sudaban las manos, el cuello y la frente; tenía los ojos risueños, y un infeliz gesto de malicia en su boca. Y se llamaba Martínez.

Juntos siguieron andando por las calles.

Hatos de cabras se iban parando en los portales. Las esquilas dejaban como una estela de sencillez y vida agreste, de cumbres y sendas amorosas de otero.

Entonces, Sigüenza dijo a Martínez de la fiereza y soledad de las gaviotas: «Yo creo que la de esta tarde me miraba con altiva lástima... Son casi más felices que las mismas águilas; alcanza su señorío a los mares, donde hunden audazmente sus picos y sus cuellos para devorar los peces aún palpitantes... ¡Vayamos a la playa!».

No lo permitió Martínez, que le había escuchado mudo y socarrón. Quería mostrarle, en una cercana casa, algo que Sigüenza habría de considerar como suma de lo maravilloso.

-Pero, ¿qué es? ¿Hombre, o alimaña?

Y el otro, sin responderle, le condujo a una zapatería tenebrosa.

El dueño estaba cosiendo la suela de una bota de paño: En los travesaños de su asiento dormitaba un pájaro grande, viejo, de alas grises, caídas, flojas; una zanca la tenía escondida en el atusado plumón del pecho, que era blanco.

-¡Sigüenza, he aquí una brava gavina!

-¿Esto es gaviota, gaviota? -prorrumpió admirado, incrédulo y desdeñoso el señor Sigüenza.

El enorme pájaro abrió sus ojos y contempló fríamente al hombre.

-Gaviota, gaviota es -afirmó sonriendo el menestral, y tomó un cigarro que le ofrecía Martínez.

-¡Y se resigna al encierro, a esta vida de calle, de zapatería!

La gavina, cansada, mudó de zanca y tornó a dormirse.

-Es todo acostumbrarse, créalo -murmuró el zapatero-. Este animal se come los garbanzos del puchero lo mismo que un loro. Sale conmigo, siguiéndome. Yo la he llevado junto a la mar; la mira y mira; y si me siento, se acerca y me pone la cabezota encima para que la rasque...

...Sin embargo de la seguida risa del señor Martínez y de la pesadumbre de su desengaño, quiso Sigüenza volver a la anchura del mar y a la visión de sus libres aves.

Cerca de la orilla reposaban las barcas pescadoras; de sus mástiles pendían, secándose, las redes. Los marineros guisaban su rancho en los anafes; y el oloroso humo llegó a los dos amigos.

-Sigüenza, ¿no comerías de esas ollas? ¿Verdad que sí?

No lo apetecía Sigüenza; y así lo manifestó sencillamente.

-¡No digas que no; no lo digas! ¡Huele!

Y la nariz de Martínez temblaba, y sus ojos y boca brillaban humedecidos por la gula.

Sigüenza dijo que bueno. ¡De todas maneras no habían de comer!

Y pronunció:

-El Eclesiastés ha dicho: «Todo el trabajo del hombre es para la boca de él; mas su alma no se llenará».

-¡Y casi tiene razón! -exclamó Martínez.

-La tiene enteramente. Se afirma que hemos nacido con especiales y altísimos fines que realizar; pero todos nuestros días y fuerzas se consumen para solo conseguir lo que, según el Evangelio, se nos habrá de dar «por añadidura».

...Llegaba la dulce declinación de la tarde. Todo se bañaba de un azul purísimo; y las lejanas costas palidecían, semejando nieblas dormidas, reclinadas sobre el mar, liso, inmóvil, como de hielo.

Lejos, rompían la soledad del horizonte las blancas alas de un barco velero.

Amaba Sigüenza esos bellos barcos, que le dejaban en su alma inocencia y sueños infantiles.

-¡Oh, blancas y fantásticas apariciones que parecéis traernos la emoción de tierras de misterio!...

-Pues, Sigüenza, no traen sino salazón; casi siempre bacalao.

-¡Martínez! Y lo odió.

«¡Pero qué culpa tenía Martínez!» -Y ya dulcificado, musitó Sigüenza:

-¡Por qué la santa nave del Ideal ha de venir, Señor, cargada... hasta de bacalao, que tanto huele, y hemos de sufrir tan reciamente para solo ver su alada blancura!

-Es que si no sufres -repuso el amigo-, te conviertes en gavina de zapatero, que baja la cabeza para que le rasquen y come garbanzos fríos del cocido... ¡Y qué cocido, Sigüenza, qué cocido se hará en aquella casa!

Sigüenza contempló enternecidamente a Martínez.

Le había resignado y fortalecido el corazón.




ArribaNotas del mismo

Todas las tardes de los domingos, algunas mujeres recién peinadas y mudadas que se hastían de conversar en sus portales, se dicen: «¿Por qué no nos marchamos, paseando, al cementerio?...» «Es verdad; vamos paseando, paseando...». Y andan muy despacio esas mujeres; de ellas viejas, de ellas mozas y aún niñas que miran y atienden insaciables, porque las grandes hablan, maldicientes, del vestido que estrenó la hija de una amiga; y burlan de la frente del marido de una vecina y de su holganza; y dicen de un hombre que entra a deshora en la casa, sin cuidado del otro... Las viejas mascullan palabras; las solteras talludas se reían demasiadamente, y las rapazas beben la ponzoña del cuento infame que les presenta una turbia imaginación de las hembras malsinadas en intimidades placenteras.

El camino del cementerio es ancho y sube mansamente, entre viejos sauces de fronda lacia, por un otero pedregoso.

Confidencia o cansancio, detiene y espesa al grupo. Le sigue un hombre que viste luto de rigor. Es Sigüenza, aquel apartadizo que recorrió los parajes leprosos levantinos. Detrás y honda queda la ciudad, rubia y resplandecientes sus vidrieras de sol.

Exhala como un vaho de silencio, de abandono y tristeza que sólo percibimos en las tardes de fiesta.

Por los senderos abiertos en la sembradura nueva y en los campos labrados, salen gentes que van a merendar bajo el cobertizo de casucas ahumadas y sombrías, de cuyo dintel cuelga una rama vieja.

El mar se tiende al fondo del poblado, un mar dormido y azul. Y Sigüenza, contemplándolo, se dice: «¡Qué tiene el mar en estas tardes de los domingos que nos llama a viajes, penetrando sin ruta por el bello horizonte de nubes blancas y alumbradas de sol cansado! Se desea ir lejos, lejos, sin memoria de que es lunes mañana. ¿No nos mustiará el domingo por ser presentación muy fría de todos los domingos y lunes y martes, de todos los días iguales, disciplinados, como un mismo surco hendido y repasado constantemente...?».

Y la mirada del solitario se recoge sobre las calles postreras donde se percibe, se siente más la honda desolación de la tarde. Todas, todas las gentes se han marchado a solazarse por mandamiento de la fiesta. Sólo quedaron algunos chicos reunidos en los montones de ruina de una obra; no los ha vestido la madre, la tía, la abuela; y en esta tarde no alborotan ni riñen; son más buenos amiguitos que nunca. Los gorriones saltan descuidados por umbrales, luceras y sobradillos; desde una entrada profunda, desde una reja con celosías, los mira una enferma, un anciano, y una viejecita muy seca, que tiene las manos cruzadas como los cadáveres, reza o se acuerda de hijos o de tiempos desvanecidos o no piensa, fijos los ojos en un trozo de cielo pálido.

Cerca del cementerio, junto al camino, la cuesta del cerro se suaviza haciendo una solana de alfar, redonda y espaciosa como una era, donde se cuecen y secan al sol las tiernas vasijas de un alcaller. En la callada tarde de domingo el obrador del alfarero está cerrado; y en la yerma tierra, dos pordioseros huelgan un rato, de implorar y plañir, y fuman y repasan los mendrugos y cuartos que guardan en un fardel mugriento, y ríen comentando desmanes, ribalderías o alguna honradez graciosa, para la cual también pueden estar capacitados.

Al cabo del camino ven el grupo de mujeres y después la soledosa figura de Sigüenza. Se alzan los pordioseros; se les acercan y aún con visaje de risa y burla, tienden las manos y doblándose dicen su lacería.

Entonces, de las más añosas mujeres, una les grita enemiga: «¡Piensan que no les vimos despiojarse y reír en aquel erial, ni que vemos ahora la socarronería!... ¡Vayan, vayan que menos padecen que quien tapa por vergüenza su miseria!...».

Los mendigos se allegan a Sigüenza; los ojos de los míseros repletos van de la iracundia encendida por las agrias palabras de la vieja, palabras que recibió el ánimo de Sigüenza como muy prudentes. «¡Ahora venían estos alegres hombres con voz de mancilla!... Apaga la hipocresía todo piadoso sentimiento... Ciertamente más felices y en relación menos escasos se hallarían que él, cuyo traje era de luto teñido...».

-¡Hermanos, Dios les remedie!

Y se aparta Sigüenza musitando aquel famoso apóstrofe de Benengeli: «¡Pero tú, segunda pobreza!, ¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos más que con otra gente? ¿Por qué los obligas a dar pantalia a los zapatos y a que los botones de sus ropillas unos sean de seda, otros de cerdas y otros de vidrio?...». Y diciéndolo el caballero contempla su ropa, su calzado, y a punto de entrarse en maquinaciones le interrumpe el rodar de un coche fúnebre; su ruido retiembla hasta en las entrañas de la calzada.

Apresúranse las mujeres por llegar a tiempo de ver el cadáver que quizás conozcan.

Ya en el cementerio, pasan entre nichos y panteones, bulliciosas y parleras o entretenidas mirando ajadas ofrendas, deletreando versos de humildes oracioneros alquilados; epitafios llorosos, de loa, de exaltación romántica. En algunos se jura «llorar toda la vida sobre la fría losa».

Sobre la fría losa ha crecido hierba menudilla, espesa, rizada; pero no hay nadie.

Los afligidos que hacen compañía a sus muertos, porque así creen recibir consolación, por piedad, por amor o por costumbre, distraen un momento la plegaria de sufragio y miran con recio enojo a estas mujeres de los domingos. «¿A qué vendrán? ¿Es este lugar de ocio?», murmuran considerándolas intrusas.

Y nuestro caballero piensa que ellas vienen porque se aburren en sus portales, y vienen porque aunque amemos naturalmente la vida y ensalcemos el gozo de vivir, hallamos en la muerte una ciega atracción, un invencible interés separado de todo ascetismo, de toda moral filosófica, interés morboso, perverso; porque les sucede a muchas imaginaciones representarse, ver, plasmar la muerte en los muertos, y en los muertos de los demás, en los ajenos.

Arrinconado en los muros hay un viejo sepulcro, grietoso, alto y estrecho. Letras cavadas hondamente en mármol, declaran que dentro está quien fue virrey de las Indias, «y que sus grandes virtudes y merecimientos hacen perdurable y grata su memoria».

Ni las mujeres, ni Sigüenza han sabido nunca de tan ilustre varón. Y siempre contemplan largamente este sepulcro. Un custodio del cementerio les dice que al señor virrey no lo sepultaron yacente, sino de pie y con su fausto de arreos, insignias y ropas militares, que al podrirse, con la carne, se desprenderían y quizás quede el esqueleto desnudo y erguido.

A Sigüenza se le antoja que el señor virrey no ha muerto y que tampoco es vivo, sino que allí lo encerraron con violencia, impedido de vida y de muerte. Inquietado de tan sandia quimera entra nuestro caballero por una calle angosta, andando remiso y suave porque en esta estrechez los pasos se perpetúan, y quedan resonando solos mucho tiempo. Y llega al cementerio de los pobres. Le recibe toda la tarde, ancha, libre, dulce en sus confines de montañas azules, resignada en la soledad de las llanuras aradas, melancólica en las umbrías; el aire viene mezclado suavemente de olores de hierba, de surcos y hontanar, como vuelo de un ave invisible que se recoge en estas afueras, invadidas de ortigas y geranios y cruces de leños, y muradas por tapias bajas.

Matas viciosas y floridas de dondiegos dejan en el ambiente mística fragancia, como esencia de vidas acabadas que se funden con la magna vida.

Una mujer del grupo rompe un tallo de la planta aromosa y prende una florecita en su cabello. Sigüenza cree percibir un quejido y ver la flor arrancada como una gota de sangre.

Las mujeres rodean una sepultura cuya cruz se hunde entre un hinojal bravío; detrás asoman tumbas ruinosas y sube la negruzca lanza de un ciprés. Un rapacillo refugiado en las faldas astrosas de su madre descabeza hormigas. La madre muestra muy honda aflicción.

Sigüenza se va acercando y oye del grupo chismero la vocecita trabajosa y caduca de la vieja que rechazara a los alegres mendigos del alfar, que está murmurando: «Bien saben hacerlo para dar compasión; esto no es sino farsa de desgracia; me creo que ni el muchacho es hijo, ni el muerto suyo». Y, luego, se apartan, y Sigüenza nota vacilante y menguada la dulce llama de la caridad. Entonces, él dice: «Porque los mendigos reían no merecieron socorro, y, ahora, porque los mendigos muestran sufrimiento, decimos si es mentiroso. ¿No descubre esto en nosotros raíces de crueldad, deseo de que sea cierta la desventura e incesante en su opresión?».

...Retorna Sigüenza por el ancho camino de los sauces. De la cumbre del otero baja un hato de cabras. Comienza la santa hora del crepúsculo; en el ocaso se deshace la brasa de una nube...




 
 
FIN DEL HUERTO PROVINCIANO