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Del intelecto a la voluntad. San Juan de la Cruz y la mística

Guillermo Serés





  —259→  

La mayor parte de conceptos que hemos ido viendo encuentra su confirmación en los versos y en la prosa de San Juan de la Cruz. Los primeros pasos del llamado Cántico espiritual coinciden con la primera etapa que vimos en los últimos pasajes citados de fray Luis de León, a la luz de San Pablo y San Agustín:


¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dexaste con gemido?


La esposa busca en su alma los vestigia divinitatis, o sea, la imagen de Dios. En la prosa nos indica lo inútil de la búsqueda del Esposo, pues Este «está escondido en el íntimo ser del alma» (C 1, 6), en lo que llamaban el «corazón del alma», por lo que a ella se dirige así: «¿Qué más quieres, oh alma, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado, a quien desea y busca tu alma?» (C 1, 8). Es muy probable que -a la vista de las premisas trinitarias con que he cerrado el capítulo anterior- la fuente directa o indirecta sea San Agustín,1 especialmente   —260→   cuando subraya la concordancia entre las premisas de la introspección y las de la Revelación (Conf., X, IV; De Trin., IX). Esta introspección o «conocimiento de sí -dice San Juan- es lo primero que tiene que hacer el alma para ir al conocimiento de Dios» (C 4, 1), y a ello se dedica la Esposa en las canciones 2 y 3; en la cuarta,


¡O bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado!,
¡o prado de verduras
de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha passado.


comienza a caminar por la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado, Criador dellas, porque, después del exercicio del conocimiento propio, esta consideración de las criaturas es la primera por orden en este camino espiritual para ir conociendo a Dios


(ibid.)                


Palabras que son eco de las paulinas citadas al final del capítulo anterior: «las cosas invisibles de Dios... se han hecho visibles... por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas... » (Rom, I, 20), que le sirven de pretexto y fundamento para ir al encuentro de sí misma y de Dios, pues el alma (o sea, el hombre), hecha a imagen y semejanza de Dios, es la mejor huella que Este dejó de sí en la creación. Por tanto, basta con que busque en su interior para descubrir sus grandezas, que «cave», como indicaba Hugo de San Víctor («fodere namque est conscientiam scrutari»; De contemplatione) y recogieron todos los místicos, especialmente, Osuna. San Juan, pues, subraya la grandeza que el hombre lleva dentro de sí, dado que su origen es divino, y el alma es el «aposento donde Él mora y el retrete y escondrijo donde está escondido» (C 1, 7); es el Dios escondido de San Agustín: noverim me, noverim te.

La canción quinta,


   Mil gracias derramando
pasó por estos bosques con presura;
—261→
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dexó de hermosura,2


culmina esta concepción del hombre, dado que este comparte con Cristo su humanidad: la «figura» del Hijo de Dios «las [a las criaturas] dejó vestidas de hermosura comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios y, por consiguiente, a todas la criaturas con Él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre» (C 5, 4). La consideración de Cristo como microcosmos -tal como confirmó fray Luis en su De incarnatione y en los Nombres -significa especialmente que la divinización del hombre a través del hombre- Dios, del Verbum incarnatum, incluye a las criaturas, en tanto que «omnis creatura, homo». Cristo «se ha convertido en hombre, así que el hombre puede elevarse con él para convertirse en Dios».3 Sí parece que sea una derivación del Dios intimo meo de San Agustín que alcanza una de su más explícitas manifestaciones en la canción cuarta (1-2) de la Llama de amor viva:


¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno ...!


El Esposo, Cristo, en tanto que microcosmos, recuerda (vale decir: hace despertar) en el interior del alma todo lo creado4. Así, la asunción de la   —262→   microcosmía humana, aliada al recuerdo platónico, para defender la creación rememorada por el Cristo que todos llevamos dentro («recuerdas en mi seno»), es la culminación del concepto expuesto en las canciones 5 y 36 («vámonos a ver en tu hermosura») del Cántico, donde la Esposa alcanza el conocimiento de las criaturas a través de Dios. A continuación (canciones 6-12 del Cántico) emprende el camino del conocimiento de Dios y su impaciente búsqueda, o sea, la necesidad de verse reflejada en el Esposo (con quien comparte la naturaleza humana), o viceversa: la urgencia de reconocer la imagen del Esposo que lleva grabada en el alma, como recuerda la canción 12:


   ¡O christalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!


En la siguiente, la 13, hay una de las claves, pues tiene lugar, al fin, el descensus del Amado, que «por el otero asoma / al ayre de tu vuelo, y fresco toma».

Repárese en que el Esposo se presenta una vez la Esposa, el alma, se ha reconocido interiormente y ha visto la anhelada imagen de su Esposo grabada: al constatar su común condición humana (ergo microcósmica) y la semejanza previa, puede amar al Esposo, transformarse en él. O sea, el alma no puede amarse ni amar a Dios sin conocerse a sí misma, sin constatar su origen divino. A continuación puede empezar a conocer a Dios (canciones 14-15: «Mi Amado las montañas... ») y a amarle (la indisoluble tríada agustiniana, mens, notitia, amor, expuesta en el De Trinitate, IX).5 Dios, claro, resulta ser la divinización de la creación que era ella misma, pues la Esposa, interiormente -por su condición microcósmica-, posee todo eso: valles, montañas, etc. Además Dios, según   —263→   la fórmula tomista, está en todas las cosas por presencia, potencia y esencia, como recuerda Laredo, Subida, II, 2. La Esposa conoce o reconoce a Dios al reconocerse y constatar su riqueza interior. El Esposo le premia, así, el «amor del conocimiento» y la confirma en su condición, agustiniana, de capax Dei o deus creatus.

Pero hay una contradicción inherente (que va a reflejar en la explanatio en prosa): «el conocimiento no es innato, sino transmitido a través de los sentidos a la mente... el individuo no puede salvarse volviéndose dentro de sí mismo para descubrir lo que conoce de modo natural... tiene que salvarse desde fuera de sí mismo, por el don de Dios... por tanto, el alma ha de purgarse de todos los conocimientos adquiridos naturalmente, que podrían dificultar la unión» (Thompson, p. 225). De ahí que en las canciones 16-21 se aplica a conjurar los peligros que suponen las aprehensiones distintas, las pasiones y todo lo que venga de fuera o sea conocido «naturalmente»: la conjura de todo ello, la «noche oscura» del alma, es, por lo tanto, un paso previo para la unión, descrita en las canciones finales, 22-40, donde ya es posible la contemplación, el conocimiento de Dios y divinización del alma; pero, paradójicamente, liberada de omnis creatura interior. Parece una contradicción, pues aunque, como hemos visto, el hombre es toda la creación (y además divinizada por Cristo), a ella tiene que renunciar, aniquilarla, para poder unirse con Dios, pues las aprehensiones distintas, las pasiones, etc., no pueden servir a tal fin, sino su negación, como confirmará en la prosa de la Noche oscura del alma y en la Subida del monte Carmelo, donde explícita dichos aniquilamiento, extrañamiento o altruismo y negación, y que son, posiblemente, la continuación del aparentemente contradictorio proceso de unión con el Esposo iniciado en el Cántico. Digo aparentemente porque para lograr transformarse en el Esposo, la Esposa ha de negar (mediante la «noche oscura») todo lo que le vincula al exterior.

Para explicar el camino de desposesión (de imágenes, recuerdos, conceptos y pasiones) y aniquilamiento que debe seguir el espiritual hacia el «Monte de perfección»6, parte, claro, del concepto aristotélico-escolástico   —264→   de la tabula rasa: «el alma, luego que Dios la infunde en el cuerpo, está como una tabla rasa y lisa en que no está pintado nada; y si no es lo que por los sentidos va conociendo, de otra parte naturalmente no se le comunica nada» (S 1, 3, 3). Sin los sentidos, el alma se queda a oscuras y vacía, pero a ellos debe renunciar el espiritual, y a los gustos y apetitos, para ir desde la «gran tiniebla» a la luz, que diría el Niseno o Dionisio. Asimismo, los sentidos interiores y las tres potencias del alma deben ser desterrados. Aunque parezca otra contradicción -que se agranda si tenemos en cuenta que la negación sirve para poseerlo todo, a Dios-, deja de serlo si seguimos el proceso anagógico de la prosa de San Juan, que quiere sublimar las tres potencias anímicas agustinianas y establecer correlaciones entre ellas y las tres virtudes teologales. O sea, estas son concebidas por el carmelita como potencias de oscurecimiento y negación: la fe vacía el entendimiento y ocupa su lugar, la voluntad se transforma en caridad y la memoria en esperanza. Vaciado y purgado aquel, anuladas y transformadas estas, el alma pasa a la contemplación de Dios.

Cualquier fragmento de la explicación alegórica del propio San Juan a los primeros versos de la Noche oscura así nos lo hace ver (ed. cit., p. 261):


   En una noche escura
con ansias en amores inflamada
   ¡o dichosa ventura!
   salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.


Reza un pasaje del comentario: «Y porque el alma ha de venir a tener sentido y noticia divina muy generosa... de todas las cosas divinas y humanas... conviénele al espíritu adelgazarse y curtirse acerca del común y natural sentir... con sentido interior y temple de peregrinación y extrañez de todas las cosas, en que le parece que todas son extrañas y de otra manera que solían ser; porque en esto va sacando esta noche al espíritu de su ordinario y común sentir de las cosas, para traerle al sentido divino. Aquí le parece al alma que anda fuera de sí en penas... y anda maravillada de las cosas que ve y oye... de lo cual es causa el irse ya haciendo remota el alma y ajena del común sentido y noticia acerca de   —265→   las cosas, para que aniquilada en este, quede informada en el divino, que es más de la otra vida que desta».7

Ni que decirse tiene, por supuesto, que análogos asertos, aunque sin la explanación teórica de San Juan, encontramos en Santa Teresa de Jesús. Valga un párrafo, entre muchos, de la explicación del arrobamiento en suspensión de potencias y sentidos, «en lo subido de él»:

No digo que entiende y oye cuando está en lo subido de él (digo subido, en los tiempos que se pierden las potencias, porque están muy unidas con Dios), que entonces no ve ni oye ni siente, a mi parecer; mas, como dije en la oración de unión pasada, este transformamiento de el alma de el todo en Dios dura poco; mas eso que dura, ninguna potencia se siente ni sabe lo que pasa allí.8


  —266→  

Vemos cómo la alienación («extrañez»), la aniquilación, la salida («remota y ajena al común sentido») y la progresiva transformación («informada en el sentido divino») de San Juan, o el arrobamiento y «transformamiento» de Santa Teresa, son momentos rigurosamente sucesivos de la vía purgativa; aún no se han referido a la iluminativa.

Lo confirmamos en San Juan leyendo la Subida del monte Carmelo, estrechamente relacionada con el comento a la Noche oscura, y aunque su comento esté incompleto, podemos intuir su continuación, pues no deja de ajustarse a un bien ordenado sistema. Faltan, entre otras, las glosas de la canción central de la Noche oscura, la quinta:


   ¡O noche, que guiaste!
¡O noche amable más que la alborada!
¡O noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!


Pese a la falta de comentarios del autor, podemos deducirlos si desandamos a grandes rasgos el camino que ha llevado al alma a transformarse en el amado. San Juan dispone este camino o peregrinatio del alma en tres «noches», aunque sólo poseemos comentarios de dos: la noche «activa» del sentido (purgación de los apetitos «animal» y «sensitivo» del Aquinate) y la «pasiva»: purgación del tercer apetito, el «intelectivo», o sea, la voluntad. Por la tercera noche (sin comento) se entiende «el término adonde va [el alma], que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S 1, 2,1), como ya apuntaba en la copla «Sin arrimo y con arrimo»:



   Y aunque tinieblas padezco
en esta vida mortal,
no es tan crecido mi mal,
porque si de luz carezco,
tengo vida celestial,
—267→

   porque el amor da tal vida,
cuando más ciego va siendo,
que tiene el alma rendida,
sin luz y ascuras viviendo.


Pero volviendo a la Noche oscura, hay que decir que desde un principio, el místico propone sendos significados a las «noches»:

Por tres cosas podemos decir que se llama noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios: la primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo del apetito de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre. La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento como noche. La tercera, por parte del término adonde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida.


(S 1, 2, 1; p. 459 A)                


También resulta obvio que esta tripartición la ajusta a otras dos, pues las tres noches se corresponden con las virtudes teologales respectivamente: esperanza, fe y caridad, y con las tres potencias del alma tradicionales: memoria, entendimiento y voluntad. Evidentemente, la caridad y la voluntad son el término ad quem; la memoria y la esperanza, el término a quo; la fe y el entendimiento, el tránsito, progresivamente negativo, del sentido (sensus communis y cupiditas) a su aniquilación, paso previo a la unión (caritas).9 Tal analogía tripartita, con todo, no anula, aunque   —268→   sí diversifica, los orígenes, mediata o inmediatamente, platónico-aristotélicos (incluso estoicos, como veremos), que comparte, parcialmente, con fray Luis de León. Insisto en tal tradición porque, cultural, filosófica y literariamente, San Juan difiere menos de Garcilaso, fray Luis y demás que de la mayoría de los místicos que considero más adelante; otra cosa es que desde los puntos de vista doctrinal, teológico y teleológico esté, claro, más cerca de estos. Pero volvamos a las «noches» de San Juan.

El importante cuarto verso de la primera estrofa citada al principio del capítulo, «salí sin ser notada», coincide poco menos que plenamente con los vv. 3-4 de la de fray Luis, también citados: «... y fuera/ de sí el alma pusiese». En ambos casos la fuente remota es la «salida» platónica,   —269→   el «entusiasmo» (Fedro, 249 d-e), o sea, uno de los cuatro furores o manías: la amorosa. En palabras que ya conocemos por otros capítulos, «se trata del amor hereos o heroico que saca fuera de sí al enamorado, le llena de entusiasmo y deseo, le rapta y atrae hacia el amor oscuro, hacia el objeto del deseo que es la luz» (D. Ynduráin, Aproximación, p. 206). San Juan transfigura dicho rapto o éxtasis en los primeros pasos de su comentario: «quiere decir... que salió -sacándola Dios- sólo por amor del, inflamada en su amor en una noche oscura, que es la privación y purgación de todos sus apetitos sensuales».10

La primera noche, la de la memoria, es, por lo tanto, la ilustración mística del furor platónico: el alma ha de ir dejando el lastre acumulado por tantos años de sensus communis, o sea de visio (más los otros sentidos exteriores) y de los sentidos interiores con ella relacionados: la memoria, la imaginación o phantasia (cuya etimológica «luz» ha de eliminar la «noche») y el entendimiento, que opera con imágenes. Pues, como dice el célebre pasaje aristotélico, «nihil potest homo intelligere sine phantasmata» (De anima, 432 a 17), esto es, el hombre nada puede inteligir («entender», pero también «razonar») sin imágenes. Así, el objetivo principal de la «noche activa del sentido» es, paradójicamente, dejar su actividad, oscurecerla, para anular los phantasmata que impiden el paso de la luz auténtica y trascendente, la divina. Dios sólo se puede conocer y amar en las «tinieblas» del sentido porque su esencia trasciende   —270→   todo conocimiento y toda comprensión.11 A sabiendas de que se le planteará una duda fundamental al principiante, San Juan se anticipa:

¿Por qué, pues es lumbre divina -que, como decimos, ilumina y purga el alma de sus ignorancias-, la llama aquí noche oscura?... Cuando esta divina luz de contemplación embiste en el alma que aún no está ilustrada totalmente, le hace tinieblas espirituales, porque no sólo la excede, pero también la priva y escurece el acto de su inteligencia natural. Que por esta causa San Dionisio y otros místicos teólogos llaman a esta contemplación infusa rayo de tiniebla -conviene a saber, para el alma no ilustrada y purgada-, porque de su gran luz sobrenatural es vencida la fuerza natural intelectiva y privada... Esta es la causa por que, en derivando de sí Dios al alma que aún no está transformada este esclarecido rayo de su sabiduría secreta, le hace tinieblas oscuras en el entendimiento


(N 2, 5,1-3).                


La «inteligencia natural» o «fuerza natural intelectiva» se oscurece por la divina, cuya luz es tan intensa, que a su lado la humana es «tinieblas oscuras». Siendo así, parecería a priori imposible conocer a Dios, amarle y transformarse en Él; pero si tenemos en cuenta que el alma fue creada a imagen y semejanza suya, y que, por lo tanto, «haec lux [la divina] est inaccessibilis, et tamen proxima animae... est etiam inalligabilis et tamen summe intima» (San Buenaventura, In Hexaemeron, XII, XII), hay que buscar dicha lux en el interior del alma -como indicaba San Agustín y el propio San Juan de la Cruz al inicio del Cántico-, porque precisamente es en calidad de imagen suya que Dios ilumina el alma, en concreto, su porción superior.12 Ahora bien, inevitablemente, las impurezas terrenales han hecho que, aquí abajo, el alma nunca sea perfectamente deiforme, vale decir: no tiene la plena y distinta semejanza de Dios. De intentar recuperarla se trata a través del itinerarium en tres etapas que marca San Juan a los principiantes, iniciados y perfectos, pues restablecer la semejanza de Dios en el alma, para que pueda abandonar   —271→   la regio dissimilitudinis, es la única forma de que se junte «amado con amada», merced al descensus del Verbo encarnado, consubstancial imagen de Dios -el hombre es meramente la semejanza de la imagen, como se encargó de matizar San Agustín- y puente entre Él y el alma. Sólo con la mediación del Amado o Esposo podrá el alma ver a Dios y transformarse en Él.

Este proceso de purificación introspectiva del alma -que supone oscurecer o anular todo conocimiento natural o exterior- la lleva a descubrir, contemplar y amar lo que le asemeja a Dios, lo que tiene de divino; pero, a su vez, la contemplación y amor no son más que un eco del amor de Dios hacia ella (la infusio caritatis), materializado en su Encarnación, en su descensus. Por lo tanto, y tal como vimos ya en Orígenes, se trata de un éxtasis a la inversa, pues el alma no sólo encuentra a Dios en su interior -en tanto que creada a semejanza suya- y se eleva para transformarse en Él, sino que es Dios quien la encuentra en su descenso: el «vuelo» ascendente o extático de la Esposa de la canción 13 del Cántico espiritual es «interceptado» por el descendente del «Amado»: «Vuélvete, paloma». Puesto que el alma, su parte superior, ha restaurado la semejanza con Dios, la «ha cortado a su medida», como diría Garcilaso, y, por lo tanto, se ha transformado en Él. Claro es que no se trata de una imagen «naturalmente aprehendida», pues Dios no tiene imagen: ha sido preciso oscurecer todo lo recibido externamente y dejar que «embistiera» la luz divina en la parte superior del alma, la intelectiva.

La primera parte del proceso también se puede plantear estableciendo una analogía con el amor humano, aunque platónicamente concebido. Sin dejar a Garcilaso, antes vimos cómo, en la Égloga I, Nemoroso estaba aquejado de negra melancolía por el omnipresente phantasma de Elisa en su memoria y, consecuentemente, en su imaginación, y cómo para poder curarse del patógeno recuerdo no le quedaba más remedio que aguardar a que la muerte le devolviese la luz y aniquilase las tinieblas melancólicas, pues viviría en ella intelectiva, no sensitivamente. En estos pasos de San Juan se constata que el «espiritual» que pretenda unirse, transformarse en Dios, tendrá que aniquilar todas las «aprehensiones» («imágenes, figuras, formas»), deberá «vaciar la memoria de aquellas aprehensiones, pues todo cuanto ellas son en sí no le pueden ayudar al amor de Dios tanto cuanto el menor acto de fe viva y esperanza que se hace en vacío y renunciación de todo» (S 3, 8, 3; p. 569 B), pues «nada ha de haber en la memoria que no sea Dios... ninguna forma, ni figura, ni imagen, ni otra noticia» (S 3, 11, 1; p. 571 A). Entre otras cosas, porque las imágenes, noticias o formas «ninguna comparación ni proporción tienen con el ser de Dios, por cuanto que Dios no cae   —272→   debajo de género y especie»(ibid.).Todas las imágenes, por lo tanto, «han de quedar perdidas de vista, y en ninguna forma de ellas ha de poner el alma los ojos, para poderlos poner en Dios por fe y esperanza» (S 3, 13, 4; p. 573 B). Resulta obvio que la visio, origen de toda imagen y directamente unida al sentido común, es la primera que debe ignorarse, pues para unirse y transformarse en Dios el «espiritual» ha de ir «desuniéndose de todo lo imaginario».13

Repárese en que está siguiendo a contrario el proceso psicológico que hemos ido viendo en los anteriores capítulos; lo que significa, entre otras cosas, que lo tiene en cuenta, aunque sea para rebatirlo o desandarlo a lo divino. Tanto es así, que, por ejemplo, la celebérrima consideración garcilasiana de la imagen de la amada como «hábito del alma», en San Juan, ese cometido le corresponde a la fe;14 y ya nos ha recordado que esta virtud teologal en su sistema está estrechamente unida al entendimiento:

la fe dicen los teólogos que es un hábito del alma cierto y oscuro. Y la razón de ser hábito oscuro es porque hace creer verdades reveladas por el mismo Dios, las cuales son sobre toda luz natural y exceden todo humano entendimiento sin alguna proporción


(S 2, 3,1; p. 485 A).                


Incluso afirma que si el alma no se libera de las otras imágenes (o vestidos = «hábitos»), no podrá recibir la luz divina.15 La «noche oscura»,   —273→   de este modo, supone la negación de las imágenes impresas en la memoria, en el alma, pues «de las cuales estando el alma vestida, no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios» (S 1, 4, 1; p. 461 A). La paradójica luz «oscura» de la fe, consiguientemente, oscurece a la del entendimiento y sobrepasa con creces a la de la fantasía y la memoria, ancillae de aquel, que son las que le sirven los phantasmata con que inteligir, según la tradición aristotélica. San Juan conoce bien el proceso, pues sabe que el entendimiento «ninguna cosa de suyo puede saber por vía natural, lo cual es sólo lo que alcanza por los sentidos, para lo cual ha de tener las fantasmas y las figuras de los objetos presentes en sí o en sus semejantes, y de otra manera, no». (ibid.) Y si la fe, «toda sciencia trascendiendo» («Entreme donde no supe», 8g), es hábito del alma para el «espiritual», las imágenes impresas en la memoria y representadas en la fantasía no son más que un burdo disfraz (cf. también San Pablo, Col., III, 9 y 11), un simulacro, pues

en este alto estado de unión del que vamos hablando, no se comunica Dios al alma mediante algún disfraz de visión imaginaria o semejanza o figura, ni la ha de haber; sino que boca a boca, esto es, esencia pura y desnuda de Dios -que es boca de Dios en amor- con esencia pura y desnuda del alma, que es la boca del alma en amor de Dios. Por tanto ... ha de tener cuidado el alma de no se ir arrimando a visiones imaginarias, ni formas ni figuras ni particulares inteligencias ... [pues] antes le harían estorbo.


(S 2, 16, 9; pp. 515B-516A)                


El alma, borrando, desnudándose de las «visiones imaginarias», «semejanzas» o «aficiones» en ella grabadas, consigue otro beneficio: no se asimila al objeto del que son un simulacro, pues «la afición y asimiento que el alma tiene a la criatura iguala a la mesma alma con la criatura... porque el amor hace semejanza entre lo que ama y es amado... Y así, el que ama criatura, tan bajo se queda como aquella criatura» (S 2, 4, 3; pp. 461 B-462 A). Nótese que está explicando el proceso de enajenación y transformación en el amado tal como lo hubiera hecho cualquier neoplatónico (v. g., Plotino, Enn., V, I, 1), pero acaba ciñéndose, probablemente, al viejo esquema de San Agustín: «Talis est quisque, qualis eius dilectio est»,16 para demostrar, obviamente, que debe anularse («oscurecerse») el funcionamiento de las facultades relacionadas con el sensus   —274→   communis y el de los apetitos animal y sensitivo, que comportan las «aficiones» y pasiones: sólo el «apetito intelectivo», la voluntad, permite la unión con el Esposo.

Por lo mismo, con el ambiguo «boca a boca» no se refiere tanto al valor simbólico del beso cuanto a la primacía del conceptual y esencial amor ex auditu, de oídas,17 que para llevarse a efecto no precisa imágenes, simulacros o disfraces. El único hábito o disfraz que se permite el alma, como vimos, es el de la fe; o a lo sumo, el de las tres virtudes teologales, como dirá más adelante, ya en la «Noche pasiva», en ocasión de comentar la segunda estrofa de la Noche,


   ascuras y segura
por la secreta escala, disfraçada,
   ¡o dichosa ventura!
   a escuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.


Porque «la librea [del alma] que lleva es de tres colores principales, que son blanco, verde y colorado, por los cuales son denotadas las tres virtudes teologales» (N 2, 21, 3; p. 682 B). Pero aparte la simbólica librea tricolor (otra tríada de origen agustiniano), recurre en más de una ocasión al amor de oídas por lo antedicho, porque no precisa de las patógenas visio, phantasia o intellectus:18 «la fe... nos dice cosas que nunca vimos ni   —275→   entendimos en sí ni en sus semejanzas, pues no la tienen... pero sabérnoslo de oído, creyendo lo que nos enseña, sujetando y cegando nuestra luz natural» (S 2, 3, 3; p. 485 B), pues «la fe no es sciencia que entra por ningún sentido, sino sólo es consentimiento del alma de lo que entra por el oído» (ibid.; también en C 14-15, 15).

Las explicaciones de San Juan en apariencia se contradicen: antes ha comparado a la fe con una luz tan intensa que oscurece a la del entendimiento, ahora más bien la equipara a la inteligencia, o al saber esencial o abstracto que sólo puede encerrarse en la palabra, en el concepto. Lo que ocurre es que está tratando de materias «sobrenaturales», porque

para venir un alma a llegar a la transformación sobrenatural, claro está que ha de escurecerse y trasponerse a todo lo que contiene su natural, que es sensitivo y racional, porque sobrenatural eso quiere decir, que sube sobre el natural; luego lo natural abajo queda


(S 2, 3,4).                


Pese a que el recurso a lo sobrenatural le exime de dar ulteriores explicaciones filosóficas o teológicas, sigue utilizando el modelo heredado. Así, un poco más abajo, en ocasión de hablar de la «noticia» sobrenatural (contemplación) frente a la «noticia» intelectual (meditación) y las «aprehensiones» (imágenes, formas, recuerdos sensibles), afirma:

De la misma manera [que el rayo sol atraviesa el cristal de una ventana, «cuanto más limpio está, tanto más oscuro y menos aprehensible le parece» al ojo que lo mira] acaece acerca de la luz espiritual en la vista del alma, que es el entendimiento, en el cual esta general noticia y luz que vamos diciendo sobrenatural embiste tan pura y sencillamente... ajena de todas las formas inteligibles, que son objetos del entendimiento, que él no la siente ni echa de ver; antes, a veces (que es cuando ella es más pura), le hace tiniebla, porque le enajena de sus acostumbradas luces, de formas y fantasías... y por tanto se queda el alma a veces como en un olvido grande... Y la causa deste olvido es la pureza y sencillez desta noticia, la cual ocupando el alma así la pone sencilla y pura y limpia de todas las aprehensiones y formas de los sentidos y de la memoria por donde el alma obraba en tiempo, y así la deja en olvido y sin tiempo.


(S 2, 14, 10-11; pp. 510 B-511A).                


Ni que decirse tiene que el origen de la doctrina del olvido hay que buscarlo en Platón y la del sol y el cristal en el Pseudo Dionisio Aeropagita.19 A contrariis se ajusta a sus explicaciones para describir el proceso   —276→   de denudado que arriba he ilustrado (capítulo II), entre otros, con Guillermo de Conches y los médicos. Todo se encamina a que «cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor» (S 2, 5, 3; p. 489 B).

El autor juzga nocivos para la transformación los objetos de los sentidos, y aun sus representaciones internas, por lo que se tiene que prescindir de las imágenes y olvidarlas. Todo ello exige que, más que a Plotino y a los neoplatónicos -como quiere E. Maio (pp. 72-79)-, haya que remitir, entre otros, a los ancestrales temas del «Sileant omnia» de San Agustín (véanse las Confesiones, I, III, 13; X, 8; XX; III, I, 5-8), o a la «munditia a phantasmatibus et spiritualibus formis a quibus omnibus», que «docet abscedere Dionysius» (Santo Tomás, In III Sent. , d. 34, q. 1., a. 1). Pues «se ha de desnudar el alma... de su entender, gustar y sentir, para que, echado todo lo que es disímil y disconforme a Dios, venga a recebir semejanza de Dios, no quedando en ella cosa que no sea voluntad de Dios; y así se transforma en Dios» (San Juan, ibid.). Sólo así se puede establecer la religatio con Dios (San Agustín, De vera religione, LV, 113; De civ. Dei, X, III, 2): la vuelta a y la transformación en Dios; o, lo que es lo mismo, sólo así vuelve a tener sentido su imagen en el alma.

Nótese que San Juan insiste en el «vaciado» del entendimiento,20 además del de las otras potencias, para que opere la voluntad «transformante». La «noche del entendimiento» equivale, pues, a ir «desembarazando y vaciando y haciendo negar a las potencias su jurisdicción natural y operaciones, para que se dé lugar a que sean infundidas e ilustradas de lo sobrenatural»,21 o sea, para el itinerarium mentis in Deum de San Buenaventura. Supone, de este modo, una scala perfectionis del sentido al intelecto, y de este a su aniquilación voluntaria de las «noticias» que le han suministrado las potencias. Pues, habida cuenta de que «Dios no cae debajo de forma ni noticia alguna distinta», el alma debe ir «no comprehendiendo» (ibid.); vale decir, oscureciéndose intelectualmente: la docta ignorantia mística.

  —277→  

La «noche oscura» de las potencias es, como afirmaba San Juan antes, la fe, paso previo a la contemplación y a la transformación. Es tan clara la «divina luz de contemplación» por esa virtud conseguida, tras vaciarse de los fantasmas transmitidos por los sentidos, que cuando «embiste en el alma que aún no está ilustrada totalmente, le hace tinieblas espirituales... que por esta causa San Dionisio y otros místicos teólogos llaman a esta contemplación infusa rayo de tiniebla.... porque de su gran luz sobrenatural es vencida la fuerza natural intelectiva y privada» (N 2, 5, 3; p. 649 B). Con el a primera vista paradójico «rayo de tiniebla» del Aeropagita (De mystica theologia, I, 1), pero también intuido en Filón, Orígenes o el Niseno,22 San Juan se refiere a que la «contemplación» que propicia la luz sobrenatural oscurece, por contraste, la subsidiaria y contingente luz del entendimiento, que únicamente sirve para el «discurso» y para la «meditación», nunca para la visión o contemplación. Demuestra que, hasta que se conoce, se ha vivido en las «tinieblas» del intelecto. No otro es el tema central de Tras un amoroso lance, más los motivos anejos de la «caza de amor» y otros:



   Cuando más alto subía,
deslumbróseme la vista
y la más fuerte conquista
en escuro se hazía;

   mas por ser de amor el lance,
di un ciego y oscuro salto
y fui tan alto tan alto,
que le di a la caja alcance
. . . . . . . . . . . . . .

   Abatime tanto tanto,
que fuy tan alto tan alto,
que le di a la caça alcance.


  —278→  

La oscuridad de la conquista y del salto representan la purgación de las tinieblas del intelecto, de los accidentes del alma («abatime tanto tanto»), correlativa y consecuente con su iluminación. Es un paso necesario para la contemplación y la unión («que fuy tan alto... »), por más que para ello tenga que oscurecerse, o sea, precise «limpiar» todo lo que, mediante el sentido, le une al mundo.

O viceversa: la mente del hombre ve, conoce y ama sólo porque participa de la luz emanada de Dios: «in quo et a quo et per quem intelligibiliter lucent... omnia» (San Agustín, Soliloquios, I, 1, 3). Vale decir: el conocimiento no proviene de la mente, sino que es sólo participación de la luz irradiada por Dios, es rayo reflejado por la única luz verdadera:

...idque esse lumen quod ipsa non est, sed a quo creata est et quo intelligibiliter inluminante intelligibiliter lucet. Dat etiam similitudinem ad illa incorporea de his caelestibus conspicuis amplisque corporibus, tamquam ille sit ipsa sit luna. Lunam quippe solis obiectu inluminari putant. Dicit ergo ille magnus Platonicus animam rationalem, sive potius intellectualis dicenda sit, ex quo generer etiam inmortalium beatorumque animas esse intelligit... nec aliunde illis supernis praeberi vitam beatam et lumen intelligentiae veritatis, quam unde praebetur et nobis, consonans evangelio, ubi dicitur: «Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes; hic venit in testimonium, ut testimonium perhiberet de lumine, ut omnes crederent per eum. Non erat ille lumen... Erat lumen verum, quod inluminat omnem hominem venientem in hunc mundum». In qua differentia satis ostenditur, animam rationalem vel intellectualem, qualis erat in Ioanne, sibi lumen esse non posse, sed alterius veri luminis participatione lucere.


(De civ. Dei, X, 2; el evangelio es Juan, I, 6 ss.)                


Es la verdadera luz, la que guía «más cierto que la luz del mediodía» (Noche oscura, 4b),la ontológica. Todo ser, y en particular el hombre, es contingente, o sea, alcanza su valor en función de su vinculación teológica con su principio; por lo tanto, irá ascendiendo en la escala de perfección conforme sea capaz de enajenarse progresivamente en el grado jerárquicamente superior, hasta la final unión con Dios. En este proceso de enajenación u oscuridad progresiva, el alma, la amada, es raptada, se eleva hasta que en plena noche del sentido y del intelecto, combinándose el ascensus de ella y el descensus de Él, se juntan


   amado con amada,
amada en el amado transformada.


Las imágenes que simbolizan dicha unión y transformación son muy diversas. Otra, también tópica y en apariencia contradictoria, con   —279→   la que se refiere a la oscuridad es la del «madero encendido».23 Pues el amor divino se explica de la misma forma que el fuego, que, tras secar el madero, «le va poniendo negro, oscuro y feo... y, yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando fuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego, y, finalmente... viene a transformarle en sí y ponerle hermoso como el mismo fuego; en el cual término, ya de parte del madero ninguna pasión hay ni acción propia... » (N 2, 10, 1-2; pp. 660 B-661 A). La oscuridad del carbón, así, es paradójicamente sinónima, y a la vez consecuencia, de la purificación de la madera por la acción del fuego y por contraste con su luz:

A este mismo modo, pues, habemos de filosofar acerca de este divino fuego de amor de contemplación, que, antes que uña [sic] y transforme el alma en sí, primero la purga de todos sus accidentes contrarios, hácela salir afuera sus fealdades y pónela negra y oscura, y así parece peor que antes y más fea y abominable que solía (ibid.).


De este modo, la purgación de los accidentes del alma, correlativa y consecuencia de su iluminación, es un paso necesario para la contemplación y transformación, por más que para ello tenga que oscurecerse, o sea, que «limpiarse» de todo lo que, mediante el sentido, le une al mundo.

Esta supuesta paradoja24 no es mayor que su análoga en la estrofa de la Noche que estamos considerando,


   ¡O noche, que guiaste!
¡O noche amable más que la alborada,


pues, en principio, no habría que suponer cualidades de «guía» a la ausencia de luz, a la noche. Se resuelve la aparente contradicción si tenemos presente que para la unión y transformación no interviene más que la voluntad (el «apetito intelectivo», según el Aquinate),25 que, desde   —280→   este punto de vista, supone el ápice de la scala perfectionis que empieza en el sentido y pasa por la memoria, que, a su vez, se sublima en el entendimiento.

Es preciso un paso más para la unión transformante: la intervención -escolásticamente hablando- de la voluntad, que, como nos recordaba antes, era la potencia correspondiente a la caridad; de forma análoga a como se «debe purgar el entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza» (S 3, 15,1; p. 576 A). Y así como ha sido preciso purgar y «vaciar» de imágenes la memoria y de conceptos el entendimiento, hay que liberar (en términos sanjuanistas, «oscurecer») de pasiones o afectos a la voluntad. Para ello, San Juan, buen conocedor de su tradición, recurre a las conocidas cuatro pasiones, de lejanos orígenes platónico (Fedón, 83 b) y estoico (cf. Diógenes Laercio, Vitae phil., VII, 111; Cicerón, Tusculanas, IV, 11), aunque bien pronto cristianizadas (cf. San Agustín, De civ. Dei, XIV, m, 2; Boecio, De cons. phil., I, verso 7,25-28; Santo Tomás, Summa, I-II, q. 25, a. 4, etc.), previa sistematización aristotélica (Retórica, 1377 b-1388 b). La mayor parte de tradiciones concuerdan, con las obvias diferencias doctrinales, en que se apoderan de la voluntad, en efecto, las «cuatro pasiones», o «afecciones y apetitos» (S 3, 16, 3; p. 577 B) característicos,

porque, si la voluntad se goza de alguna cosa, consiguientemente a esa misma medida la ha de esperar, y virtualmente va allí incluido el dolor y temor acerca de ella; y a la medida que de ella va quitando el gusto, va también perdiendo el temor y dolor de ella y quitando la esperanza.26


Las cursivas son, claro, los cuatro «afectos» que la ética estoica recomienda eliminar: placer, dolor o aflicción, miedo y esperanza, que tan bien vemos reflejados en la «Canción de la vida solitaria» de fray Luis de León (ed. cit., pp. 54-55, vv. 36-40):


   Vivir quiero conmigo;
gozar quiero del bien que debo al cielo,
—281→
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.


O, a contrariis, en su Exposición romance del Cantar de los cantares,

en la cual, debaxo de una égloga pastoril, más que en ninguna otra escriptura, se muestra Dios herido de nuestros amores con todas aquellas pasiones y sentimientos que este afecto suele y puede hacer en los corazones humanos más blandos y más tiernos: ruega y llora y pide celos; vase como desesperado y vuelve luego y, variando entre esperanza y temor, alegría y tristeza; ya canta de contento, ya publica sus quejas haciendo testigos a los montes y árboles dellos, a los animales y a las fuentes, de la pena grande que padece... Aquí se oye el sonido de los ardientes sospiros mensajeros del corazón, y de las amorosas quexas y dulces razonamientos, que unas veces van vestidos de esperanza, otras, de temor, otras, de tristeza o alegría


(ed. cit. de J. M. Blecua, pp. 44-46, la cursiva es mía).                


Estos pasajes de la Exposición de fray Luis ya los utilizó San Juan a la hora de declarar las canciones 20-21 del Cántico espiritual: las «aguas, aires, ardores / y miedos de las noches veladores» de la 20 representan, respectivamente, «las afecciones del dolor», las «de la esperanza», las «de la pasión del gozo» y «las del temor» (ed. cit., p. 758 A). O sea, el Esposo «conjura y manda a las cuatro pasiones del alma, que son gozo, esperanza, dolor y temor, que ya de aquí adelante estén mitigadas y puestas en razón» (p. 756 A). Repárese, por otra parte, en que los «testigos» del Esposo de la Exposición del Agustino (montes, árboles, animales, fuentes...) son, grosso modo, los mismos que los del carmelita en las canciones citadas. Pero a diferencia de San Juan, fray Luis, en este caso, se propone leer el Cantar como un libro del amor humano.

Volviendo a la Subida, San Juan también parece acogerse al ideal, lejanamente estoico, de la apátheia27 y, próximamente escolástico, de la purgación de los apetitos sensitivo y animal. Vale decir: se ciñe a la extinción de los afectos, cuya enumeración puede sufrir alguna variante,   —282→   pues aunque vemos que fray Luis en el poema cita cinco afectos, los dos primeros suponen el desdoblamiento del gaudium latino; los otros tres son metus, dolor y spes. Es probable, no obstante, que San Juan partiera de las fuentes más próximas, es decir, que conociera los versos de la Consolatio de Boecio: «Tu quoque si vis / lumine claro / cernere verum / tramite recto / carpere callem: / Gaudia pelle, / pelle timorem, / spemque fugato / nec dolor adsit» (I, metro 7); tampoco es imposible que leyera los versos boecianos en Santo Tomás (Summa, I-II, q. 25, a. 4). Con todo, la materia era muy conocida.

Aunque en los siguientes capítulos de la Subida el carmelita sólo desarrolla el primer afecto, el gozo, no deja de ser curioso que de repente opte por el pensamiento «estoico» para referirse a la voluntad, o mejor, dicho, a la denudatio de dicha potencia como preparación para la transformación. Procediendo de este modo, está equiparando la perniciosa presencia de las imagines en la memoria y de conceptos en el entendimiento con la de las «afecciones» en la voluntad. O sea, está juzgando con el mismo rasero y engarzando dos tradiciones y sistemas distintos, el «psicológico» de raíz agustiniana y el estoico, según se trate, respectivamente, de los sentidos interiores y potencias dependientes del sensus communis, o de la voluntad.

Aparte que, para mi sorpresa, no encuentro referencias bibliográficas sobre esta cuestión, me parece sumamente hábil y justificable la combinación de ambos sistemas para conseguir un único propósito: el intento de explicación de la transformación del amante en el amado mediante la aniquilación de la voluntad, susceptible de ser «afectada», equivalente a la anulación del amor concupiscenciae y sus consecuencias, y, por lo mismo, equiparable al modo de alcanzar el amor benevolentiae, o sea, la caritas.28 La apátheia estoica le sirve, de este modo, como puente entre el entendimiento y la voluntad, pues la hace análoga   —283→   a la «noche activa» del sentido. Compárese también con la pérdida del agua de la leña por la acción del fuego, y con la de cualquier «pasión y acción propia», que vimos antes con la imagen del madero encendido.

Estos conceptos y nociones, que tanto van a utilizar, como veremos más adelante, otros místicos contemporáneos, no parecen servir enteramente a los fines de San Juan. Porque cierto es que la deuda de San Juan con los autores españoles es considerable (Laredo, Osuna, Ávila, Granada, Santo Tomás de Villanueva, Santa Teresa, Estella, etc.), pero, por lo dicho, cabe presumir que los fundamentos teóricos hay que buscarlos, mediata o inmediatamente, entre los antiguos y entre los muy influyentes místicos renano-flamencos.

Ni que decirse tiene, por fin, que el concepto de la transformación del amante en el amado figura en los otros grandes poemas de San Juan, o sea, en la Llama y en el Cántico, literalmente y con los motivos asociados. Verbigracia, siguiendo las palabras de San Bernardo, «el alma más vive donde ama que en el cuerpo donde anima»:


   Mas ¿cómo perseveras,
¡oh vida!, no viviendo donde vives
y haciendo por que mueras
las flechas que recibes
de lo que del Amado en ti concibes?


Para cuya inteligencia es de saber que el alma más vive donde ama que en el cuerpo donde anima, porque en el cuerpo ella no tiene su vida, antes ella la da al cuerpo, y ella vive por amor en lo que ama.29


Y Antolínez lo glosa así: «Lo segundo es de advertir que el alma que de veras ama a Dios, aunque esté en el cuerpo, está por afecto y amor en Dios, que ama, más que en el cuerpo que anima».30 Como ya hemos visto antes, la fórmula era archiconocida, aunque no sería de extrañar que San Juan la sacara de Osuna, que la atribuye al obispo de Hipona: «San Agustín dice... que el ánima más está donde ama que donde anima; porque a lo amado se va según lo mejor della, que es lo más puramente espiritual, y donde anima queda según la menor operación suya, que es vivificar». Al igual que Santo Tomás de Villanueva: «... como dice   —284→   nuestro padre San Agustín, la ánima... más está do ama que donde anima con todas sus potencias».31

Es una fórmula, repito, muy conocida y sobre la que me extiendo un poco más adelante. Si no la he considerado especialmente al hablar de San Juan es porque he preferido centrarme primordialmente en la Subida y en la Noche, para subrayar en especial la vía purgativa e ilustrar mejor el proceso previo a la unión transformante, también manifiesta, claro, en las últimas estrofas del Cántico espiritual, en la Llama y en otros poemas, y para rastrear a grandes rasgos las principales fuentes, que, como digo, no parece compartir con la mayor parte de escritores «espirituales».

En efecto, a diferencia de la mayor parte de los tratadistas contemporáneos del amor sacro, San Juan intenta explicar la transformación del amante en el amado siguiendo bastante de cerca algunas de las tradiciones humanistas. Se podría pensar incluso que no se conforma con los postulados de los principales tratados anteriores o contemporáneos y que a la hora de explicar la transformación quiere ceñirse a los sistemas de pensamiento más «nobles» que le permitan justificar la opción por el amor sub specie caritatis. Posiblemente, algunos de sus contemporáneos, místicos o teóricos, pensasen que para ese camino, el que lleva del sentido común a la voluntad, no hacían falta tantas alforjas conceptuales o filosóficas, pues la «unión de voluntades» (alejada, claro, de cualquier referencia a la cupiditas) figura en cualquier tratado medianamente aceptable desde la Edad Media, y que a San Juan le hubiera bastado con echar una ojeada a la tradición de San Agustín, o de San Buenaventura, como más adelante veremos.

La otra razón de peso por la que la mayor parte de los tratadistas recurren directamente a la voluntad para explicar la unión con la divinidad es que el «espiritual» o aspirante al amor extático no puede, ni tiene por qué, formarse una imagen de Dios, o sea, no tiene por qué fijarse en las etapas fisio-psicológicas del proceso amoroso, porque Aquel no puede reducirse a figurae, phantasmata u otros simulacros de las potencias directamente relacionadas con el sentido común. En el amor divino no interviene, no puede intervenir, la imaginación o su aliada, la memoria, y sin ellas, tampoco el contingente entendimiento, que depende de aquellas; recuérdese el aristotélico «nihil potest homo intelligere sine   —285→   phantasmata»: : De anima, 432 a 17. Por lo mismo, la mayor parte de los autores no tiene en cuenta los principios platónicos básicos y sus derivados, que sí considera San Juan, simbolizados en el andrógino del Banquete, o en el auriga y el espejo del Fedro; ni se remiten a los principios psicológicos que establecen la jerarquía: sensus communis, memoria, phantasia, aestimativa, intellectus; con todas sus funciones: visio, cogitado, etc. Lo más frecuente entre estos místicos es postular, para el acto de contemplación, la intervención directa de un intelecto impoluto de imagines o el concurso de la voluntad (las dos facultades «propiamente humanas», según León Hebreo), o bien la colaboración de ambas potencias. Connivencia que, por otra parte, garantiza que este amor no derivará en melancolía, pues no intervienen las facultades interiores que la originan: la memoria y la phantasia.

Como muy bien apuntaba el sagacísimo doctor Villalobos, refiriéndose al «muy excelente y soberano amor», «aquí [en el amor a Dios] no receles de perder el seso, porque en estos amores ninguna imagen ni fantasma tienes formada ni figurada en la imaginación o fantasía, que no son amores sensuales estos ni se conciben en los sentidos, mas son amores intelectuales y puestos en razón» (op. cit., col. 491 B). Siendo así, el aspirante a consagrarse al amor divino puede estar tranquilo, pues en su ejercicio «antes honras y acrescientas tu naturaleza, que, como eras de condición mortal, te haces inmortal, y como eres humano, te haces divino» (ibid.), y el corolario: «pues el amante se transforma en el amado: si tú amas a Dios, te transformas en él y te haces una cosa con Dios y hijo suyo» (492 A).

San Juan de la Cruz recorrió a contrariis el proceso cupiditas-caritas (o sea, sentido común-voluntad) para llegar a la idea, apriorística, de que la negación de imágenes «naturales» o aprehendidas impide la concupiscencia, y aun la cupiditas, y permite «restaurar» la imagen de Dios en el alma. La «noche oscura» del espíritu, activa y pasiva, supone, pues, encarar abiertamente la cuestión a partir del modelo del amor hereos y su purificación,32 complementaria de la «noche oscura» de la   —286→   voluntad, consistente en la eliminación estoica de los afectos. No quiero decir con ello que otros místicos o espirituales se acojan al intelecto o a la voluntad para explicar la transformación como alternativa a la falta de imágenes de Dios, que es pura esencia, más bien lo contrario: puesto que no hay imágenes «naturales» de Dios (y, por lo tanto, tampoco cupiditas, que deriva de la visio y de la cogitatio), no es posible memorizarlas ni recrearlas mediante phantasmata. Partiendo de estas premisas, el proceso es muy otro y, por lo mismo, no tienen sentido los célebres conceptos de origen platónico que simbolizaban al alma como una tablilla de cera en que se imprimían las imágenes, o la del reflejo -amado- en el espejo -amante-, ni siquiera el del furor o «salida de sí» del amante. En efecto, todos estos conceptos y símbolos platónicos suponen la existencia de simulacros o figuras patógenas, además de precisar espíritus para transportarlas, tal como indica fray Juan de los Ángeles en un muy «científico» texto que nos recuerda a los anteriormente citados de Ficino, Pico, Hebreo o Castiglione, y donde también se menciona el furor platónico («ánimo arrebatado»):

Adonde quiera que la intención continua del ánimo es llevada, allí corren y vuelan los espíritus, que son como litera o instrumentos del ánima. Estos espíritus se crían en el coraçón de la subtilísima y más pura sangre, porque el ánimo del que ama es arrebatado a la semejança del amado, la cual tiene impresa en su phantasía: tras él se van o son llevados los espíritus vitales y allí continuamente se resuelven, si no hay muy ordinario reparo para ellos.


O en este otro, donde se extiende con pormenor sobre los tópicos del «rapto», también platónico, y de la «muerte de beso»: «Cuando las cosas callan en el hombre y sólo el espíritu vela y está atento a Dios; cuando no hay ruido alguno en el alma, porque todos los sentidos y potencias guardan estrecho silencio... A este silencio se sigue el rapto, que por otro nombre llamaron los Santos muerte de beso, porque se hace mediante el contacto suavísimo de Dios con nuestra ánima en la parte superior della. ¡O sueño dulce y deseado, en que se le hace la salva a la bienaventuranza y se gusta cuan suave es el Señor!».33

El silencio de los sentidos exteriores, interiores y potencias es condición   —287→   indispensable para llegar al vacío y propiciar la unión. Así lo recomienda Alejo Venegas en su Tercera parte del Abecedario Espiritual, donde, para lograr el necesario «silencio divino» recomienda que cesen las fantasías e imaginaciones, que se consiga el ocio espiritual para oír la palabra de Dios y que, en fin, el entendimiento contemple en Él al transformarse toda el alma.34

Escasos son, como vengo diciendo, los testimonios por el estilo, pues por lo general no figura en ellos ninguna scala perfectionis, o, como indica el título de uno de los pioneros y fuente de San Juan, el franciscano fray Bernardino de Laredo, apenas si describen alguna Subida del monte Sión por la vía contemplativa... (Juan Cromberger, Sevilla, 1535) para lograr la unión substancial. Fray Bernardino, al igual que el otro franciscano citado, fray Juan de los Ángeles, recoge la mayor parte de símbolos platónicos que vimos en San Juan: desde la imagen del rayo de sol y el cristal para explicar la infusión del amor divino en el alma del espiritual hasta la del espejo, pasando por la victorina del fuego y el hierro: variante del leño ardiendo que vimos en San Juan. Tras ofrecernos una pormenorizada descripción de cuatro clases de amor (operativo, desnudo, esencial y unitivo), Laredo deriva hacia la concepción místico-geométrica (véase Morales Borrero, pp. 889 ss.) del círculo amoroso:

el ánima que desea infundirse y transformarse en el abismo y infinito amor increado es menester ser transmudada en amor, y que este amor vaya al centro donde salió, es a saber, a su Dios; por manera que sea la ánima como una piedra preciosa, tan redonda, que no tenga entrada ni salida... La piedra es nuestro amor criado. El relicario es el amor infinito (III, XXVI, de la 2.ª edición, 1538).


Previamente, ha pergeñado la descripción del proceso: la ascensión o sublimación en cuatro grandes etapas.

Pero como vengo diciendo, la generalidad de místicos no suele ceñirse a las etapas de dicho proceso, pues lo más frecuente es que se parta de la total oposición entre el amor de concupiscencia y el «benevolencia» o caritas?35 A pesar de los «doce grados» de ascensión tras los   —288→   que el alma penetra en la «escura caligen», al decir de fray Juan de Cazalla en su Lumbre del alma,36 que nos podría recordar, aunque equívocamente, la «noche oscura» de San Juan de la Cruz. Si acaso, dicha «lumbre», como tendremos ocasión de ver en seguida, simboliza, precisamente, el amor «intelectual» a Dios y es vestigio del símbolo dionisiano del sol. Pero no hay que entender aquí el término intelecto como resultante de una depuración del amor sensual, porque este amor que simboliza Cazalla con la luz, siguiendo con las imágenes platónicas, no «imprime imágenes de cera» ni sabe de cupiditates complementarias o residuales ni actúa como un «espejo» en que los amantes comprueban su común naturaleza y su participación en el amor universal, sino que depende directamente de la voluntad.

La concepción de esta facultad interior como la única indispensable, puesto que acaba reemplazando o imponiéndose a las otras, comporta asimismo una total desconsideración hacia el amor platónico y hacia el proceso psicológico aristotélico, pues estos autores, a diferencia de San Juan, parten de la visio, ya sea para llegar a la idea, ya para alcanzar el concepto intelectual, previo paso por la imago, respectivamente. Veamos, si no, el capítulo II, 2 («De nueve condiciones propias del amor») de fray Juan de Cazalla, que, por su importancia, transcribo en gran parte:

La primera condición del amor es que tiene propiedad de unir y trabar, convertir y transformar al amante en el amado o en la cosa amada. Y de aquí es lo que dice San Agustín que tal es cada uno cual es lo que ama. La segunda es que el amor, de su propia naturaleza, es don libre que de su mesma gana se da... La tercera propiedad es que donde quiera que el amor va, lleva consigo la voluntad del amante; y porque la voluntad es todo el hombre, por consiguiente, decimos que se lleva consigo a todo el hombre... La cuarta condición... es que aqueste transformamiento del amante en la cosa amada no es violento ni forzado ni penoso ni trabajoso, mas voluntario, libre, dulce y muy delectable... La quinta propiedad es que el mesmo amor siempre queda libre, aunque traspase la voluntad en la   —289→   cosa amada. E ansí mesmo la voluntad siempre queda voluntad y en su libre poder y querer, aunque por el amor sea transformada en el que ama. La sexta es que cual es la cosa amada, tal se hace el amor, y cual es el amor, tal es la voluntad de donde nasce. De donde se sigue que la cosa primero y principalmente amada da nombre, naturaleza y forma a la voluntad que ama; y de aquí se concluye que si la voluntad primero ama tierra, tierra se hace y terreno se llamará su amor... y si a Dios primero ama, divina es. De donde se manifiesta una gran dignidad del hombre, y es que por el amor se puede transformar y mudar en cualquier cosa que quisiere más alta o más baja que él. Y cuando los poetas amadores de ficciones te dicen que algunos hombres se tornaron o se convirtieron en bestias o en plantas y otros en dioses, según lo ya dicho lo has de entender. La séptima es que... el amor siempre se levanta a amar y querer cosas más altas... que la voluntad de donde procede... E ansí nuestra voluntad... es obligada a amar cosas más nobles y más excelentes que ella, porque se pueda traspasar y convertir en ellas, pues solamente le cuesta el quererlo... es obligada, si quiere seguir su propia naturaleza, a primero y principalmente amar a Dios y a quererse, por este amor, hacer una mesma cosa con él conforme a aquello del Apóstol que dice: «El que por amor se llega a Dios, un espíritu se hace con él»


(pp. 121-123, la cursiva es mía).                


Las otras dos «condiciones» se refieren a sendos aspectos ya mencionados: la octava incide en que ni «la cosas corporales ni ninguna voluntad criada es digna de nuestro primero amor, y de tener señorío sobre nuestra voluntad» (p. 123); la novena consiste en que «ninguna cosa debe nuestra voluntad amar de quien ella mesma no pueda ser amada con mayor amor de el con que ama» (p. 124), por lo que vuelve a ser Dios el «primero objeto», pues sólo Él nos «torna y paga amor infinito y eterno».

Basta con que nos fijemos someramente para descubrir en el texto de Cazalla la mayor parte de referencias que hemos citado antes, en el capítulo I. Desde la máxima paulina contenida en la séptima condición, hasta la dilectio de San Buenaventura (más adelante lo amplío) de la segunda, tercera, cuarta y quinta; pasando por la celebérrima de San Agustín de la primera y sexta: «Terram diligis? Terra eris. Deum diligis? Quid dicam? deus eris» (véase capítulo I, nota 54); las tres últimas condiciones parecen más vinculadas al Pseudo Dionisio Aeropagita y a los victorinos.37 Con todo, la fuente primordial de fray Juan de Cazalla es Raimundo Sibiuda, como ya demostró en su día S. Révah.38

  —290→  

Antes, sin embargo, de hablar de la fuente inmediata, Sibiuda, veamos las mediatas. Del locus agustiniano ya he hablado antes suficientemente; en cambio, la concepción de la voluntad según San Buenaventura merece que me detenga un poco más. El Doctor Seráfico subraya la cooperación de las potencias racional (visio), concupiscible (dilectio) e irascible (fruitio) en el acto de la beatitud, según las cuales «anima convertitur in Deum», «et secundum hos actus dotes assignantur, quia secundum hos anima unitur Deo tanquam sponsa et sponso ... Hos autem actus quidam dicunt esse tres, quia tria requiruntur ad hoc, quod anima perfecte gaudeat de Deo, scilicet perfecta visio, perfecta dilectio et perfecta ipsius fruitio... Unde rationalis, cuius est modo credere per fidem, tune videbit aperte; concupiscibilis, cuius est amare, diliget tune perfecte; irascibilis, cuius est erigi et initi per spem, tune tenebit continue et certe» (Sent., IV, d. 49, p. I, q. 5, conclus.; ed. cit., tomo IV, pp. 1.009-1.010). Esta cooperación es obvia consecuencia de concebir las tres potencias del alma dependientes de una misma sustancia.39 Siendo así, en segundo lugar, hay que citar el axioma básico: «voluntas est nobilissimum et supremum substantiae rationalis» (Sent. III, d. 17, a. I, q. 1, arg. 4; op. cit., tomo III), o sea, que es la facultad que, por cima de la razón, tiene el primado del alma.

Pero no se queda ahí, sino que además afirma que «qualitas in qua principaliter assimilatur anima Deo, est in voluntate» (Sent., II, d. 16, a. II, q. 3, conclus.; t. II. Vale decir que es la facultad que permite al alma asimilarse a Dios, transformarse en Él, divinizarse. Dicha facultad sólo se deja regir, junto con la razón, por el libre albedrío: «liberum arbitrium est consensus rationis et voluntatis» (ibid., d. 25, p. I, a. unic, q. 2, 3 y 4; t. II, pp. 596-602) , por lo que podría decirse que el   —291→   libre albedrío sería la posesión de la razón y la voluntad. Por lo mismo, en la segunda condición Cazalla afirma que el amor (el «rationalís», hay que entender) «de su propia naturaleza es don libre», en tanto que fruto del consenso de la voluntad y del intelecto, pues la libertad es, según San Buenaventura, un acto de voluntad ilustrado por la razón (ibid.; especialmente la q. 6). En la misma cuestión San Buenaventura afirma que, pese a que ningún fenómeno exterior puede suprimir el libre albedrío humano, la libertad está expuesta (por la unión que existe entre el cuerpo y el alma) a la influencia de fenómenos exteriores: el sueño, la locura y la embriaguez la suprimen; la fatiga del intelecto y las súbitas imagines de la phantasia la debilitan.

Repárese en los dos últimos factores de debilidad de la libertad: el intelecto fatigado y la imaginación, pues, a pesar de San Buenaventura, son las facultades interiores que no se han de tener en cuenta para la unión con Dios, según esta rama del amor místico que estoy considerando, representada de momento por Cazalla. Insisto, por tanto, en lo dicho antes: la necesidad de que no intervengan estas facultades en el amor extático místico es una de las claves que lo diferencian del profano, pues aquel supone la anulación de todo el proceso platónico-aristotélico. Ya no tienen sentido las expresiones «grabar» o «reflejar una imagen», sino que se hablará de «contemplaciones en», actos de voluntad, manifestaciones del libre albedrío, etc.; y más si tenemos en cuenta que Dios no se puede reducir a una imagen. Por lo mismo, cobran sentido las afirmaciones de Cazalla que se refieren a que el hombre «se puede transformar y mudar en cualquier cosa que quisiere» (cuestión sexta), o sea, que puede elegir en qué transformarse. Efectivamente, teniendo en cuenta el libre albedrío, el hombre puede elegir; pero es otro tipo de transformación: no depende ya de un intercambio de espíritus o corazones, ni de la fijación de una imagen en la memoria, sino de un acto de voluntad.

Por ello, pese a que Cazalla afirme que esta posibilidad de elección amorosa, esta indeterminación,40 es «una gran dignidad del hombre», este -el hombre- no puede fiarse de sus órganos sensibilia ni dedicar su amor a las species que por ellos entren («octava cuestión»). Es decir,   —292→   no debe amar sub specie cupiditatis. No sólo porque, entre otros motivos, en ningún pasaje se alude a ello, sino también porque «Él solo [Dios] es dignísimo y merecedor de poseer nuestra voluntad y tener dominio sobre nosotros teniendo nuestro primer amor» (ibid., p. 124) ; o sea, amor sub specie caritatis. Por lo tanto, la «dignidad» humana consistente en la indeterminación (tan cacareada en ciertos círculos de humanistas) sólo lo es nominalmente, pues de hecho el hombre, poseedor de libre albedrío, está fatalmente (y, por lo tanto, paradójicamente, pues estamos hablando de «libre» albedrío) enderezado a rechazar, en materia de transformación amorosa, el sensus communis y las operaciones de las potencias interiores con él relacionadas.

También se deja ver la huella de San Buenaventura en la cuarta condición, cuando al libre albedrío necesario para «aqueste transformamiento» añade que este acto es «dulce y muy delectable» (p. 122). Me parece que se trata de la traducción de dilectio y fruitio, que son dos actos del alma (junto con la visio) que intervienen en la transformación o en el acto de beatitud: «Hos autem actus quidam dicunt esse tres, quia tria requiruntur ad hoc, quod anima perfecte gaudeat de Deo, scilicet perfecta visio, perfecta dilectio et perfecta ipsius fruitio».41 Con todo, la fruición, que es un acto de voluntad, es la más importante, pues incluye a las dos primeras: «nam fruitio ista tria complectitur»(ibid.). Evidentemente, ninguna palabra se le escapa a Cazalla sobre la participación de las virtutes irascible y concupiscible en el citado goce, por más que las cite el Doctor Seráfico.

Sin embargo, no hay que echarle del todo la culpa a Cazalla, puesto que esta cuarta condición y las dos siguientes las toma casi verbatim de la Theologia Naturalis de Raimundo Sibiuda, aunque con sintomáticas diferencias y omisiones.42 Sibiuda, por ejemplo, se ciñe al indumentum animae de Hugo de San Víctor (o sea, al «hábito del alma» posteriormente ficiniano y garcilasiano), además de a San Agustín; no así Cazallan que sigue al segundo y no al primero. Otro ejemplo: el autor de la Lumbre elimina en su sexta condición este fragmento de Sibiuda (título CXXXI: «Qualis sit ista mutatio et conversio»): «ipsa voluntas... induitur   —293→   ac vestitur vestimentis rei amatae, et portat habitum eius, et denominatur a re amata, quia talis est amor, qualis est re amata... » (p. 172). Muy posiblemente, a fray Juan le parecería demasiado sensibile que el alma pudiera tener un vestido, o sea, que estuviera, como vimos antes, capítulo II, «revestida» por una imagen, pues de esta forma se rompía el primado de la voluntad.

Sibiuda volvió a recoger las condiciones o proprietates del amor, en el tercer diálogo, «De amore et viribus eius, conditionibus et fructibus», de su De natura hominis (en la edición de Lyon, 1544, ocupa las pp. 84-118). Pero tampoco aquí deja de ceñirse a la ortodoxia, que se resume en la octava conditio: «Amor... mutat ipsam voluntatem in rem amatam et ponit eam sub imperio rei amate» (pp. 87-88), para apostillar, sin ningún rubor, que «milla creata voluntas est digna nostro amore, nec debet nostrae dominari voluntati. Solus igitur Deus dignus est, qui a nobis ametur, qui nos possideat, qui nos in se convertat» (p. 88). La voluntad particular de lo creado se ha de someter a la divina, pues sólo ella nos puede corresponder convenientemente, como dice la novena condición o propiedad: «Nulla igitur res quae est nostra voluntate inferior debet principaliter amari, non elementa, non animalia, non aliqua corporalia, quia amorem reddere non possunt» (ibid). Poco había transitado Sibiuda los libros platónicos.

Del mismo modo, tampoco hay ningún pasaje de Cazalla, ni de Sibiuda, que se haga eco de las teorías, imágenes o símbolos platónicos. No sólo falta la «salida» o el «arrebatamiento» del que hablaban, respectivamente, San Juan de la Cruz o fray Juan de los Ángeles (el auriga y los caballos), sino también el otro principio platónico básico de la semejanza apriorística entre los amantes (por su participación en el alma del mundo), o sea, el reconocimiento de que comparten una naturaleza común: el espejo del Fedro. La tercera condición («donde quiera que el amor va, lleva consigo la voluntad del amante») podría hacernos pensar en el furor platónico, pero en realidad se trata de la conversio que ejemplificamos al principio del capítulo III con la Sátira de don Pedro de Portugal, cuya fuente, el Tostado, derivaba, entre otros, del Pseudo Dionisio Aeropagita. El mismo axioma de la séptima condición («el amor se levanta a amar y querer cosas más altas») también le aleja de la semejanza platónica antes aludida y le acerca a los planteamientos del Aeropagita.

La pervivencia de la tradición que llega a Cazalla es fácilmente comprobable en teóricos de primer orden. Ya vimos antes (capítulo I, nota 60) que fray Diego de Estella en La vanidad del mundo se atenía a dichos principios, basándose, principalmente, en San Agustín y en Hugo de San Víctor, aunque también había alguna reminiscencia platónica. En otros   —294→   pasajes se rige por las máximas paulinas: «San Pablo dice: "El que se llega a Dios, hácese un espíritu con Dios". Ninguna cosa nos llega a Dios, sino el amor. El cual, así como de humanos nos hace divinos, así estando sin él, de hombres somos hechos criaturas insensibles».43 Cuando no, por las de la voluntad de San Buenaventura:

En meditar ni contemplar no consiste la perfección, sino en amar a Dios. La contemplación obra es del entendimiento y camino y medio para la perfección; pero en levantar nuestra voluntad a Dios por divina unión y amor soberano consiste la perfección.


(p. 584)                


La defensa a ultranza de la voluntad, opuesta a la fría contemplación intelectual, es palmaria: «La dulzura no está en la pura contemplación especulativa, sino en el amor, porque el entendimiento no da de comer a nuestra alma». Sigue aquí de cerca el postulado de Hugo de San Víctor («Intrat dilectio et appropinquat, ubi scientia foris est»: Expos. in Hieran coel. S. Dionysii, PL, 175, col. 1038 D): «el que ama no se contenta con lo exterior del amado, pero quiere en cuanto es a él posible penetrar lo interior del que ama. 'Quedando la ciencia de fuera, entra dentro el amor'». (ibid.)

A no dudarlo, los pasajes más conocidos de Estella a este respecto son los derivados de la lectura de Cazalla, especialmente la Meditación LXXVI («Cómo el amor transforma al amante en el amado»):

Este traspasamiento del amante en la cosa amada no es violento, ni forzoso, ni penoso, ni trabajoso, mas voluntario, libre y dulce y muy deleitable... y asimismo, la voluntad siempre queda voluntad y en su libre poder y querer, aunque por el amor sea transformada en el que ama.


(loc. cit., p. 287)                


A continuación cita los indefectibles lugares paulinos, agustinianos y demás, pero se deja en el tintero el motivo del vestimentum o habitum   —295→   animae de Sibiuda; lo que, además, prueba que sigue a Cazalla y no a aquel. Tan «insensitiva» puede ser la transformación de este modo lograda, que de las palabras de Estella se desprende una especie de nostalgia por la ausencia del proceso mismo (que tan bien explican la mayor parte de sus compañeros de orden: Osuna, Laredo, Juan de los Ángeles, etc.), no exenta, eso sí, del consabido entusiasmo franciscano:

¿Qué sentirá mi alma, que, cuando llegare, mudará su ser espiritual en el divino y quedará transformada en tu claridad?


(Meditación LXXVIII).                


Por lo general, los tratadistas suelen incluir algunas referencias de Platón para legitimar ciertos pasajes, pero el fundamento filosófico, e incluso el metodológico, lo forman San Pablo, el Pseudo Dionisio, San Agustín, San Bernardo, San Buenaventura, los Padres Victorinos y pocos más. Valga como ejemplo fray Héctor Pinto, que se apresura a citar el Banquete para rematar con San Bernardo, aunque lo atribuye a San Agustín:

Diotima, uno de los interlocutores de aquel diálogo de Platón intitulado «Del amor» dice que el amor no tiene casa propia, porque su casa es la mesma casa del alma. Y la casa del alma es el cuerpo, el cual ella casi desampara cuando actualmente está amando, porque el alma más está adonde ama que adonde anima, como lo dice San Agustín.44


Ahora bien, por citar que no quede, pues la retahíla de autoridades da mucho relumbrón: Trismegisto, Hesíodo, Parménides, M. Ficino, etc. El otro tópico, esta vez realmente agustiniano, lo ha expuesto un poco antes: «como quiera que el amor transforma al amante en el amado, claro está que el que ama la tierra queda tierra, y el que ama el cielo queda cielo» (237 v.). No pueden faltar tampoco en el fraile portugués otros loci relacionados con las facultades principales, la voluntad y el entendimiento:

¿En qué debemos, pues, emplear nuestro entendimiento, si no en Dios, y a quién debemos entregar nuestra voluntad, si no a Él?... y muestre a la voluntad el sumo bien, para que se ate y se pegue con él con dulce y perpetuo ñudo del altísimo amor... De esta manera estará el alma transformada   —296→   en Dios, embebida en esta bienaventurança, inflamada en este amor; tan contenta y tan alegre, que, estando en la tierra, está conversando en el cielo


(242 v.).                


Cierto es que, como San Juan, utiliza la imagen de la oscuridad, pero tampoco sigue el proceso que vimos en el carmelita. Cuando Pinto se refiere a que hay que iluminar intelectualmente el alma, en vez de acudir a la gradación y purificación jerárquica sentido común-entendimiento, se acoge a la contraposición amor (o sea, voluntad)/entendimiento; en la que siempre triunfa la voluntad: «Y ansí inflamada el alma en el maravilloso fuego del divino amor, y embebida en aquella suavidad, se levanta a su más excelente potencia, que es el entendimiento. El qual desavahado [sic] de la escuridad de las ignorancias y deshechos los nublados de los terrenales pensamientos, contemple la divina sabiduría y eterna bondad y admirable hermosura...» (242 r.). Repárese en que el proceso es inverso: la voluntad precede al conocimiento.45 Al no plantear la cuestión en sus justos términos, está prescindiendo de una diatriba muy antigua que ya planteara, entre otros, San Agustín: «Quem tamen nisi iam nunc diligamus nunquam videbimus. Sed quid diligit quod ignorat?» (De Trinitate, VIII, IV, 6); o sea: «a quien no amemos ahora nunca lo veremos, pero ¿quién ama lo que no conoce?». No voy a entrar en esta cuestión tangencial, amor-conocimiento, antes citada al hablar de la tríada mens, notitia, amor, si la he sacado ha sido para constatar el no excesivo rigor metodológico del tratadista.

Tampoco es famoso por su rigor Malón de Chaide, quien, saltándose a la torera los planteamientos previos, entra a saco en la cuestión, utilizando conceptos tan ambiguos como «vida» y metáforas un tanto romas: «Pues mirad ahora el artificio de Dios, que, para obligar a todas las cosas a que le amasen, hizo que ninguna de ellas tuviese vida de suyo... De suerte que, si habéis vos de tener vida, ha de ser en Dios. ¿Cómo? ¿Entendiéndole? No, sino amándole; porque, como habemos dicho, el amor une al amante con el amado, y hácele comunicar la vida de quien ama, y que el amado sea alma del amante. Y así, no es metáfora ni sólo estilo de hablar, cuando al amado le llamamos "nuestra vida, nuestra   —297→   alma"».46

Un poco más arriba ha entrado de lleno en el primado de la voluntad, con términos y argumentos poco menos que escolásticos:

El amor consiste en la voluntad, porque es efecto y acto propio suyo. La voluntad es la señora que manda a las demás potencias; el amor llámase potencia unitiva, que une al amante con el amado, sacándole de sí y llevándole a lo que ama, y allí lo transforma y hace uno con él. Pues como el amor lleve a la voluntad tras sí, y ella, por ser señora, lleve las demás potencias consigo, siguese que el amado es señor de todo el amante, y el amante se transforma en el amado.


(I, pp. 69-70)                


Al igual que los anteriores, Malón intenta combinar coherentemente algunas nociones, conceptos y argumentos sacados de aquí y de allá: desde el «arrebato» pseudoplatónico al «deleite» de San Buenaventura, pasando por la caritas paulina y el amor meus, pondus meum agustiniano (Conf., III, IX; lo cita en las pp. 62-63), entre otros. En las siguiente parafrasea el furor platónico con la fruitio de San Buenaventura: «Cuando, sacando el alma de sí la arrebata y lleva y une con Dios, se llama deleite... ». Por no hablar de la ya muy manoseada luz: «... la centella / de la luz, que en el alma me pusiste, / participada de tu lumbre bella / de tu resplandor se cubre y viste» (II, 110). Incluso se permite citar, sirva para lo que sirva, a Virgilio (Bucólicas, XI, 69): «¡Oh, amor, que todo lo puedes, todo lo rindes, todo lo vences! Omnia vincit amor, et nos cedamus amori» (p. 67). «E così via.»

El también agustino, y agustiniano, fray Agustín Antolínez hace asimismo acopio de nociones familiares (vidriera, espejo, hierro fundido o madero quemado), con ocasión de intentar describir lo que ocurre en el centro o «bodega» del alma cuando se produce la unión con Dios:

No se puede decir lo que aquí pasa. Y no es mucho [que] no se diga, pues se comunica Dios, que es indivisible y el alma se transforma en Él... ora sea como la vidriera retocada del sol, o el espejo en que se mira el sol y reverbera... o el hierro o madero con el fuego. Y queda el alma como escondida con el sol y toda parece un sol. Esto, que es indecible, dice la esposa aquí como puede decirse, moviendo Dios su lengua con estas palabras:


  —298→  

En la interior bodega
de mi Amado bebí.47


Sin embargo, todas estas imágenes y tópicos, sincréticamente combinados, no pueden surtir el efecto que arriba apreciamos en San Juan de la Cruz (a pesar de que el propio Antolínez es su comentarista), pues no encontramos el referente o correlato de la cupiditas, o del amor humano. Parece como si lo inefable de la experiencia unitiva comportara también la imposibilidad de describir el proceso y, por lo tanto, que el tratadista estuviese disculpado de entrar en detalles demasiado groseros. Así, el alma se halla en la «bodega», en el centro, «sin saber por dónde ni quién la entró»(ibid.). Antolínez sólo nos refiere los viajes del alma hacia su centro, hacia Dios, pero no ya con la imagen del «arrebato», del furor platónico, traídas por fray Juan de los Ángeles o San Juan de la Cruz, sino mediante una suerte de inexplicable «vuelo» intelectual que remeda al de San Pablo cuando «echó de ver le llevaban volando al tercer cielo» (p. 145), una vez eliminado, o no considerado, el orgánico y concupiscible «velo» de la carne.48

Quisiera citar también unas significativas líneas del dominico fray Domingo de Soto, pues nos sirven para constatar, más si cabe, la progresiva «purgación» de términos comprometidos con las tradiciones del amor humano, o sea, la progresiva asepsia e inocuidad del motivo central, por mor del intelectualismo y de la participación de la voluntad. Así, la unión con Dios «se consigue por el amor que nos transforma en Él, como hijo engendrados de su gracia y voluntad». Es una transformación, por tanto, en potencia y mediante las facultades reinas, cuyos objetivos finales son la fruitio y la delectio de, otra vez, San Buenaventura:

  —299→  

En esto se mostró el grande amor de Dios con nosotros... se hizo hombre por nosotros y nos dejó su mismo cuerpo y sangre en el santísimo Sacramento para que con aquel celestial mantenimiento nos transformásemos en él. Aunque la perfectísima unión y consumadísima nuestra con Dios ha de ser en el otro siglo, donde viéndole como él es y recibiendo la lumbre de su divinidad... estaremos transformados en él... Pero nos transformaremos por nuestras potencias, que nuestro entendimiento estará transformado en el resplandor de su luz y resplandeciendo en ella, y nuestra voluntad inflamada en su amor, y nuestras almas empapadas en la fruición y delectación de su presencia.49


La «voluntad inflamada», junto con los otros motivos característicos, está bien representada en los tratados del amor divino. En pocos, sin embargo, se constata la presencia o intervención activa de las otras facultades del alma, a no ser el entendimiento, que, progresivamente, conforme nos acercamos al siglo XVII, va adquiriendo un carácter más abstracto, mostrándose casi como el sinónimo de la Razón de las disputas alegóricas medievales. A tal efecto, el de confirmar la preeminencia de aquella facultad y el papel subsidiario de esta, quisiera detenerme un poco más de lo habitual en el Tratado del amor de Dios de Cristóbal de Fonseca, en concreto en el capítulo VII: «Que el amor transforma al que ama en la cosa amada».50 Lo he elegido entre muchos otros y para rematar el capítulo, no sólo porque fue escrito a las puertas del siglo XVII, sino también porque es un buen representante del sincretismo filosófico y teológico del siglo que acababa, y un compendio de tópicos mejor o peor combinados al servicio de una tradición y una ideología que van a sentar definitivamente sus reales en el siglo siguiente. Buena prueba del afán compilador que lo preside nos la da, irónicamente, con retranca, el propio Cervantes en su prólogo al Quijote:

  —300→  

Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia.


Volvamos a Fonseca para citar la significativa nota final:

Hay tres uniones y todas son efectos de amor. La primera, la que tiene el hombre consigo mismo, cuando trae el alma unida con su cuerpo, la razón con la voluntad... La segunda es la que tienen entre sí los hombres por amistad humana, o por amistad divina, que es la caridad... La tercera, la que hay entre Dios y el alma; de quien dice el mismo S. Pablo que hace el justo un espíritu con Dios...


(49 v.).                


El primer tipo de unión no nos interesa; el segundo, como se ve, es inicialmente la amicitia aristotélico-ciceroniana, pero pasada por el tamiz bíblico (Act., IV, 3; Juan, XV; Ef., IV); el tercero es consecuencia del anterior (1 Juan, IV). Para este viaje no hacían falta todas las alforjas conceptuales de las anteriores páginas.

No obstante, ya podíamos prever esta conclusión, pues el capítulo lo inicia con una cita tomada por los pelos del Pseudo Aeropagita: «San Dionysio... dice que el amor es una virtud que hace una unión estrecha, un lazo, un nudo ciego entre el amante y el amado». Tanto el pasaje dionisíaco (De div. nom., IV; véanse los loci antes citados, en el capítulo I) cuanto el concepto («nudo», «lazo»; o sea, sýndêmós)51 son los menos apropiados para el caso, por más que luego lo intente arreglar con Platón y Aristóteles. De este, el pasaje consabido de la Ética sobre la amistad; de aquel, el extemporáneo fragmento (Leyes, VI, 9) en que dos amigos le piden a Vulcano que «los fundiese y de dos sacase uno, para que así consiguiesen el fin de sus amores, que era la unidad posible de las almas y los cuerpos» (42 r.). La cita de Platón es a contrariis, análoga a la de Lucrecio por parte de Ficino (y que, como vimos, recoge Aldana), para demostrar que es imposible la unión de los cuerpos, pues aquella

se hace por una transformación del que ama, que es un trasegarse, un traspasarse, un mudarse a vivir en la cosa amada, como de una casa a otra... mudanza espiritual o moral; conviene a saber, del mueble de la voluntad y de las demás potencias.


(42 v.)                


  —301→  

Además del zafío símil de la mudanza, hay que subrayar el carácter rector de la voluntad. Las citas, a renglón seguido, son las típicas: Cicerón y el amigo como dimidius ego; San Bernardo y su anima verius est ubi amat..., que, según él, «tomólo de S. Dyonisio y de Cicerón» (43 r.), etc. Luego recoge el otro gran tópico: «el que ama está muerto en el cuerpo propio, y vive en el ajeno, porque se lleva el amor tras sí el alma, que es la que da vida» (ibid.), aduciendo para ello a, nada menos, Platón, Catón y los pitagóricos, «que concedían el tránsito de las almas en los cuerpos» (43 v.).

Como puede apreciarse, no falta nadie. Con todo, también se comprueba que muchos de los aducidos son convidados de piedra, pues se mantiene el predominio de la voluntad sobre el resto de facultades: «así, nuestras obras todas, pensamientos y deseos, imaginaciones y cuidados, en fin, el caudal todo del alma, se lleva tras sí el amor, porque el amor es dueño de la voluntad, y tras la voluntad van todas las demás potencias» (43 v.). Buena prueba de que no tiene en cuenta los conceptos platónicos básicos ni la tradición fisiológica subsiguiente es que, a renglón seguido, cita también los típicos lugares agustinianos; tanto el que hemos visto antes en Malón y otros: «Y así dixo San Agustín: "amor meus, pondus meum... » (44 r.) , cuanto el más célebre: «tierra amas, tierra eres; si cielo, cielo eres... » (ibid.).

La voluntad vuelve a dejar a su zaga al entendimiento un poco más abajo, tras un breve repaso a los tópicos centrales de Ficino y León Hebreo, y a los símbolos habituales: el sol que atraviesa la vidriera, el injerto y demás:

La diferencia que ponen los filósofos en el entendimiento y la voluntad... [consiste en que] el entendimiento, para entender las cosas, desnúdalas de todo lo material, espiritualízalas y allégalas a sí, y hácelas sus semejantes, y así las entiende. Pero la voluntad vase tras las cosas que ama y abrázase a ellas, hácese semejante a ellas. Y ansí el entendimiento se compara al sello, que hace semejante a sí la materia en que se imprime; la voluntad, a la cera blanda, en quien se imprime ... la figura de cualquier cosa que por amor se le avecina (47 v.).


El ejercicio de sincretismo conceptual es primoroso. Prescinde, por una parte, de todo el proceso de denudatio, consistente en el paso del sentido común, la memoria y la imaginación al entendimiento, alegando que toda la purgación sensitiva y fantástica se reduce a una operación intelectual. Por otra, se acoge al símbolo platónico de la cera, que en el Filebo representaba a la imaginación, para referirse a la voluntad.

  —302→  

Con todo, no hay que negarle a Fonseca una gran habilidad para llevar el agua (pseudo-) neoplatónica a su molino del amor sacro. Para ello no se para en barras y cita bastantes pasajes bíblicos que aproximadamente recuerden, o se puedan combinar, con otros tantos de aquilatada dignidad teórica. Valga como ejemplo un pasaje que recoge conceptos que hemos visto en anteriores capítulos: «Marsilio Ficino, comentando a Platón, dice que el amigo es espejo del amigo, en quien se vee su imagen y su retrato. Y si el amor es recíproco, viene a ser recíproco el efecto. De aquí viene a decir León Hebreo que entre los que hay amor mutuo, siendo dos, son uno, y siendo uno, son cuatro; y pruébalo claramente, porque transformándose cada uno en el otro, de cualquiera dellos se hace dos, y dos veces dos son cuatro; y así cada uno dellos es dos, y los dos son uno y cuatro» (47 r.). Siguiendo con la combinatoria sacroprofana, no le cuesta nada aducir los famosos versículos del encuentro de Moisés con Dios (Éxodo, XXXIII, 12-20) para fundamentar sus afirmaciones, interpretando el texto a su manera:

...y hay algunos que se parecen tanto a su padre, tan transformados en Dios, y Dios en ellos, que, mirados atentamente de ojos discretos y claros, han sido tenidos por dioses y adorados... En los días que se detuvo [Moisés] en aquel monte con Dios, hizo su oficio el amor y transformole en Dios de tal suerte, que bajó hecho un medio Dios.


(44 v.)                


Lo remata con unos pasajes de San Pablo más pertinentes (2 Cor., III, 13, 18), pues se refieren a la especulación y transformación en Dios por la luz, o sea, por la gracia.

A pesar de ello, está ya muy alejado de la imagen platónica del espejo, no sólo porque el ámbito en que se mueve es el del amor sacro, sino también porque dicha imagen -junto, claro, a la de la luz- la reelabora al margen de la tradición amorosa neoplatónica y la arrima al ascua doctrinal que le interesa: la mediación beatífica de la Virgen María y los Santos, espejos en que se refleja el cegador, por excesivo para nuestra capacidad, sol divino:

Convino, pues, que, como la naturaleza hizo milagros en que se pudiese ver la luz del Sol natural, así Dios hiciese milagros en que se pudiese ver la luz del Sol divino. Estos milagros son la Virgen y los Santos; de ella dice la Sabiduría que es espejo sin mancilla, y imagen de la bondad y magestad de Dios, [y] hace milagros en sus Santos.


(46 r.)                


La intercesión especular de los Santos no deja de ser una mediación doctrinal que aleja, más si cabe, de sus sentidos original y literal las instancias   —303→   amorosas platonico-aristotélicas (y dionisianas) de la luz y los ojos.52

La mediación de lo doctrinal y el alejamiento o reelaboración sincrética de las fuentes básicas parecen marcar, a su vez, la transición entre los siglos XVI y XVII. Aunque, claro está, algunos enamorados siguen anclados en el fino amor:

Y ¿no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, y ¿quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser.


(Quijote, I, 30)                


Como muy bien le recuerda su escudero, con más intuición que ortodoxia, sigue bebiendo en la religio amoris: «-Con esa manera de amor -dijo Sancho- he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena» (ibid., I, 31).53





 
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