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Del manuscrito al impreso

Jaime Moll





En 1604, Miguel de Cervantes ha terminado el original del Quijote. Ante la interesada difusión de su creación, por supuesto por medio de la imprenta, al ser una obra demasiado extensa para su difusión manuscrita -como era habitual en la obra poética o en algunas obras cortas (recuérdense los Sueños de Quevedo)- se le plantea la necesidad de encontrar un editor. Aunque hubiese pensado en las palabras que pondrá en boca de don Quijote, en la visita a la imprenta barcelonesa, «este libro ¿imprímese por su cuenta o tiene ya vendido el privilegio a algún librero». La disyuntiva tenía clara solución. Imposibilitado de financiarse la edición, lo que se hubiese traducido en el a costa del autor que figura en algunas portadas, tiene la necesidad de encontrar un librero-editor, aunque le «dé por el privilegio tres maravedís y aun piensa que me haze merced en dármelos» (ambas citas en Quijote, II, cap. LXII). Hace casi veinte años que un librero alcalaíno, Blas de Robles, trasladado a la corte, posible amigo de su familia, le había editado La Galatea. Ignoramos si mantenía Cervantes alguna relación con su hijo, Francisco de Robles, instalado en Madrid, pero que se había trasladado temporalmente a la nueva ciudad cortesana. Valladolid, y que, por otra parte, raramente editaba obras literarias. Del encuentro en Madrid o en Valladolid entre Cervantes y Francisco de Robles, decidió éste editar el Quijote, lo que se formalizaría en un contrato de cesión por el autor de la exclusiva de edición de la obra, percibiendo una determinada cantidad que no podemos precisar, al no haberse localizado el correspondiente documento notarial. Sólo tenemos dos puntos de referencia, lo percibido en 1585 por La Galatea (1.336 reales) y por Las Novelas ejemplares en 1613 (1.600 reales y 24 libros).

Toda obra debía tener una licencia de la autoridad civil para poderse publicar. Además, si el autor quería proteger sus derechos de edición, solicitaba al rey un privilegio de exclusividad de la edición, habitualmente dado por diez años, que podían prorrogarse, privilegio limitado a un reino. Si quería ampliar territorialmente su exclusiva, debía solicitar privilegios para otros reinos de la corona española. Directamente Cervantes o encargándoselo a Francisco de Robles, se iniciaron los trámites administrativos previos a la impresión de la obra. Se entregaba al Consejo de Castilla -en una ciudad de los reinos de Castilla, Madrid, se pensaba imprimir el libro- el original, en este caso manuscrito, autógrafo o copia encargada y controlada por el autor. El Consejo daba el original para que fuese censurado por la persona que nombraba para ello. Si la censura era aprobatoria se reflejaba en un texto, más o menos breve, firmado por el censor, que bajo el título de aprobación figurará en los preliminares. Ante la aprobación, el Consejo daba la licencia para la edición, encargando a uno de sus escribanos de Cámara -en este caso Juan Gallo de Andrada- que rubricase las páginas del original y al final pusiese su número y lo firmase. Devuelto el original al autor, ya podía iniciarse la impresión del texto.

Obtenida la licencia del Consejo de Castilla, podía el autor solicitar al rey la concesión de un privilegio de exclusividad de edición por un determinado número de años, habitualmente diez. El privilegio del Quijote fue firmado por el rey el 26 de septiembre de 1604.

En posesión de la licencia y privilegio que Cervantes había cedido a Francisco de Robles, el librero-editor encargó la impresión de la obra a Juan de la Cuesta, quizá el impresor que más trabajaba para él.




ArribaAbajoEl taller fundado por Pedro Madrigal

Pedro Madrigal se instaló en Madrid en 1586, con los materiales del taller salmantino de Domingo de Portonariis. Alquiló, y luego compró en 1588, una casa en la calle de Atocha, esquina a la actual costanilla de los Desamparados. Su imprenta, bien dotada, adquirió pronto gran prestigio. El 15 de octubre de 1593 fue enterrado Pedro Madrigal, pasando el taller a su viuda María Rodríguez de Rivalde, que en 1595 se casó con el impresor alcalaíno Juan Íñiguez de Lequerica. El 16 de septiembre de 1595 se formalizó la escritura de aceptación de la dote que aporta al matrimonio María Rodríguez de Rivalde, magnífico documento que nos da con todo detalle los elementos materiales y humanos que se integraban en el taller que había sido de Pedro Madrigal. Un documento notarial de 23 de octubre de 1595 nos presenta un cambio total de la situación creada hacía poco más de un mes. Juan Íñiguez de Lequeriea da a su mujer plenos poderes para que pueda actuar libremente sin necesidad de la preceptiva autorización de su marido. La causa es la separación del matrimonio celebrado. Ante la nueva situación, Juan Íñiguez de Lequeriea devuelve a María Rodríguez de Rivalde los bienes que recibió de su dote.

Varios regentes se hicieron cargo de la imprenta a la muerte de Pedro Madrigal, hasta que Juan de la Cuesta recibió el 18 de mayo de 1602 plenos poderes de la propietaria para gestionar la imprenta. Poco después, en 1604, puso su nombre en los libros que imprimía el taller, aunque no era el propietario.

Juan de la Cuesta, nacido hacia 1579, ingresó en noviembre de 1599 en la Hermandad de Impresores de Madrid, siendo oficial de la imprenta de María Rodríguez de Rivalde. El 26 de junio de 1602 se desposó con María de Quiñones, probablemente sobrina de María Rodríguez de Rivalde, naciendo el 18 de julio de 1606 su primer hijo, Juan, que fallecería, pues el 28 de febrero de 1608 nació otro hijo llamado también Juan, que tampoco viviría mucho tiempo.

Imagen

«Impressió librorum». Grabado de Phillipus Galle según dibujo de Johannes Stradanus (Théodor Galle, Nova Reperta, Amberes?, Phls Galle, entre 1590 y 1612?, núm. 4. Madrid. Biblioteca Nacional ER/1605).

Para poder liquidar deudas, el 9 de diciembre de 1601 vendió María Rodríguez de Rivalde la mitad de su propiedad, la parte que hacía esquina entre la calle de Atocha y la costanilla de los Desamparados, al hospital que tenía a cargo el albergue de los desamparados. Ignoramos si ello significó también la reducción del número de prensas que tenía el taller, seis según el inventario de 1595. Fue en esta casa-taller que quedó después de la venta donde se imprimieron todas las obras de Cervantes que figuran bajo el nombre de Juan de la Cuesta. El taller permaneció en este lugar hasta fines del siglo XVII.

Ignoramos el motivo -¿sobrecarga de deudas?-, pero el hecho es que el 4 de diciembre de 1607 Juan de la Cuesta se encuentra en Sevilla, habiendo dejado en Madrid a su mujer embarazada, y firma un documento notarial por el que da plenos poderes a su mujer, a María Rodríguez de Rivalde y al impresor Jerónimo de Salazar, para que gestionen la imprenta. Lo curioso es que se mantiene el nombre de Juan de la Cuesta en las portadas, como nombre comercial, hasta 1627 en que falleció María Rodríguez de Rivalde. Hasta el momento no se conocen noticias posteriores de Juan de la Cuesta.




ArribaComposición e impresión

El manuscrito pasó de Valladolid a Madrid, y, antes de iniciar la impresión, el editor fijó las características materiales de la edición: formato, cuerpo de letra, tipo de papel y quién lo pagaba, tirada, etc., sin olvidarse de ajustar el precio y forma de pago y el ritmo del trabajo.

El formato decidido era en 4.º, habitual para este tipo de obras, o sea, que un pliego se doblaba dos veces. Pero en esta época era muy normal el citarlo conjugado, formando el cuaderno con dos pliegos, introducido uno dentro del otro. O sea, que las hojas 1, 2, 7 y 8 pertenecían al pliego externo y las 3 a 6 al interno. Interesa señalar que las páginas de un libro no se componían seguidas, o sea, 1, 2, 3, 4,..., pues no había suficiente número de tipos para hacerlo. Se componían las páginas que formaban una cara del pliego y así sucesivamente. Por ejemplo, en los pliegos externos de los cuadernos de un libro en 4.º, se componían las páginas 1, 4, 13 y 16, que integran la forma exterior del pliego exterior de un cuaderno. A continuación se componen las páginas 2, 3, 14 y 15, correspondientes a la forma interior, y así sucesivamente. Para poder componer de esta manera no consecutiva, era preciso calcular en el original lo que irían ocupando las páginas, proceso éste, el de contado del original, previo a la composición y que en determinados casos altera el texto del autor. Si lo previsto al contar el original no llena la página, es necesario eliminar abreviaturas, espaciar más las palabras o -aunque no es una buena solución- reducir el número de líneas. Si lo previsto excede a las posibilidades de la página, es preciso aumentar el número de abreviaturas, disminuir los espacios entre palabras y -tampoco es recomendable- aumentar el número de líneas de la página. Estos son los usos normales, pero a veces los componedores introducen palabras o frases si les falta texto, o bien las eliminan si sobra, usos plenamente reprobados.

Contado el original, y establecido el número de prensas que se ocuparían de este trabajo, se repartía entre los componedores la parte del original que les correspondía componer. El componedor, frente al chibalete con las cajas que contenían en sus cajetines los tipos, colocaba en el divisorio la hoja que iba a componer. Después de leer un fragmento del texto y retenerlo temporalmente en la memoria, iba cogiendo con la mano derecha los tipos que formaban las palabras que colocaba en el instrumento llamado componedor, que tenía en su mano izquierda. Las líneas compuestas se trasladaban a la galera. Completada una página, se la ata para que no se deshaga la composición y se desliza encima de una mesa. Compuestas las páginas correspondientes a una forma, o sea las que llenan una cara del pliego, se colocan dentro de la rama -un marco de hierro con tornillos laterales para apretar las guarniciones que cercan los moldes de las páginas- en la posición adecuada para que, doblado el pliego, las páginas figuren en el orden y posición correctos. La rama pasa a la prensa, colocándose encima del mármol del carro.

La prensa de imprimir es una muestra de la planificación racional del proceso para una determinada función productiva. Sobre unos moldes de páginas del libro, de los que quedan realzados los ojos de los tipos, hay que realizar una serie de actos: entintar los ojos de los tipos, operación que es preciso hacer para cada pliego, colocar éste encima de los moldes entintados sin que la tinta lo emborrone, hacer presión con el cuadro para que pase al papel la tinta de los ojos de los tipos, sacar el pliego cuidando nuevamente de que no se emborrone. Esto es preciso hacerlo dos veces para cada pliego, o sea, para el blanco y la retiración, con lo que quedan impresas las dos caras del mismo.

El molde no podía estar fijo debajo del cuadro de presión, pues entonces sería necesario dar muchas vueltas al tornillo para levantarlo suficientemente y dejar espacio para el entintado. Este se hacía por medio de las balas, semiesferas de piel, rellenas en su interior, con unos mangos de madera que servían para agarrarlas. El batidor cogía una bala en cada mano, las entintaba en el tintero, repartía bien la tinta en su superficie y a golpes entintaba los ojos de las letras de los moldes.

La distancia entre la forma y el cuadro tenía que ser suficiente para realizar el trabajo del batidor y también las operaciones con los pliegos. La solución dada fue hacer que la forma se deslizase fuera del cuadro, con lo que se podían hacer sin problema todas las funciones necesarias y permitir que el cuadro se situase a la mínima distancia de la forma, con lo que el movimiento de la barra era inferior a los 180º, suficiente para que el tornillo hiciese la presión necesaria sobre el cuadro.

Para el desplazamiento se colocaba la forma en un cofre -el carro- que tenía en su parte inferior una piedra perfectamente lisa. El carro era movido por medio de una manivela. Situado el carro con la forma fuera del cuadro, el batidor podía entintarlo fácilmente, mientras que el tirador -al servicio de la prensa había dos oficiales- debía colocar el pliego sobre la forma, una vez fuese entintada. Para facilitar la rapidez de la operación y sobre todo evitar el emborronamiento, no se colocaba el pliego directamente sobre la forma, sino sobre un marco cubierto de piel o pergamino, relleno en su interior para amortiguar el golpe del cuadro, llamado tímpano, que se unía al carro con unas bisagras que le permitían un movimiento circular. Para evitar que las guarniciones pudiesen manchar las hojas de papel, un nuevo cuadro -la frasqueta- estaba unido al tímpano por unos goznes, lo que permitía abatirlo sobre el mismo. La frasqueta estaba cubierta con un pergamino, al que se le hacían unas aberturas que coincidiesen con la composición de las páginas.

En esta prensa, adaptada a la función que tenía que realizar, se imprimían los pliegos que iban a componer un libro. El proceso es el siguiente. Terminado el segundo golpe de barra, el tirador mueve con la manivela el cofre con la forma, de manera que quede fuera del cuadro. Levanta el tímpano, haciéndolo girar sobre las bisagras, levanta la frasqueta, saca el pliego impreso y lo coloca en un montón que va haciendo. Entretanto el batidor ha cogido con las balas tinta del tintero, la ha esparcido bien y entinta los moldes de la forma. El tirador ha cogido un pliego nuevo que coloca en el tímpano, baja la frasqueta, baja el tímpano con la frasqueta sobre la forma, con la manivela hace deslizar el carro, pero sólo queda debajo del cuadro medía forma, mueve la barra para que el tornillo baje el cuadro y haga presión, devuelve la barra a su posición, con la manivela desliza de nuevo el carro quedando bajo el cuadro la otra mitad, da un segundo golpe de barra, la devuelve a su sitio y con la manivela desliza el carro en sentido contrario, para empezar de nuevo el ciclo.

Para cada cara de un pliego es preciso dar dos golpes de barra, por lo que serán necesarios cuatro golpes para imprimir por las dos caras -blanco y retiración- un pliego. La tirada media diaria -en castellano se llamaba una jornada- era de 1.500 hojas, o sea, 3.000 caras, o sea, 6.000 golpes de barra. Se nos hace difícil comprender estas cifras, pero la realidad europea era esta.

Aunque se hayan corregido pruebas antes de iniciar la tirada, por el autor o el corrector de la imprenta, a veces durante la misma se advierte alguna errata, que se corrige, con lo que parte de los pliegos tienen la errata y otra parte la versión corregida.

Terminada la tirada de una forma, se lavan con lejía los moldes y se distribuyen los tipos en sus correspondientes cajetines para ser usados posteriormente. Mientras se va tirando un pliego, un componedor va componiendo las páginas correspondientes de otro pliego.

Acabada la impresión de todo el texto, se envía un ejemplar impreso con el original rubricado por el escribano de la Cámara al corredor oficial, en este caso el licenciado Francisco Murcia de la Llana, del Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, que certificó el primero de diciembre de 1604 que lo impreso coincidía con el original presentado al Consejo.

Realizado este trámite, fue preciso enviar a Valladolid el texto impreso para que el Consejo señalase la tasa, el precio de venta del libro en papel, o sea, en rama, sin encuadernar. Se fijaba el precio del pliego impreso, dando el número de pliegos y el monto total. Se calculó la tasa teniendo en cuenta los pliegos que ocuparían la portada y los preliminares legales y literarios. El escribano Juan Gallo de Andrada certificó la tasa el veinte de diciembre de 1604. Se enviarían a Valladolid algunos ejemplares con el primer pliego impreso, excepto la página tercera en la que debía imprimirse la tasa. En Valladolid, en la imprenta de Luis Sánchez, se imprimió la tasa en los ejemplares enviados, posiblemente para dar a los miembros del Consejo de Castilla. En el resto de ejemplares que quedaron en Madrid, la tasa fue impresa en la imprenta de Juan de la Cuesta. Terminada esta última actuación de la imprenta, pasaron los ejemplares a poder de su editor, Francisco de Robles, que inició la distribución y venta de los mismos en Madrid, en su tienda de la Puerta de Guadalajara, y en Valladolid, y enviándolos a otros libreros. Parte de los ejemplares pasaron a las Indias.

Aunque el libro estaba impreso y con los trámites administrativos realizados a fines de 1604, en la portada se decidió poner la fecha, de 1605, el año en que realmente se distribuyó la obra. Adornaba la portada una de las marcas de la imprenta.

La expectativa de éxito hizo que libreros-editores de otros reinos -Portugal, Valencia- reeditasen inmediatamente la obra. La reacción de Francisco de Robles fue la de solicitar, de acuerdo con Cervantes, privilegio para el reino de Portugal -se incluyó en los preliminares de la segunda edición, de 1605- y para los reinos de la Corona de Aragón, privilegio éste que, aunque figura anunciado en la portada, no aparece en los preliminares ni fue solicitado. Documentalmente se ha conocido la existencia de un privilegio para el reino de Valencia.

El Quijote había iniciado su andadura, que sin reposo ha llegado hasta nuestros dias, cuatro siglos después.






Breve nota bibliográfica

  • Garzoni,Tommaso, Plaza universal de todas ciencias y artes. Madrid, Luis Sánchez, 1615, f. 367r-368v. Versión, ampliada en lo referente a la imprenta, de Cristóbal Suárez de Figueroa. Edición moderna en Imprenta y crítica textual en el Siglo de Oro. Dir. Francisco Rico, Valladolid, Fundación Santander Central Hispano - Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 200o, pp. 261-266.
  • Moll, Jaime, «La imprenta manual». Imprenta y crítica textual en el Siglo de Oro. Dir. Francisco Rico,Valladolid, Fundación Santander Central Hispano - Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2000, pp. 13-27.
  • Moll, Jaime, «Problemas bibliográficos del libro del Siglo de Oro». Boletín de la Real Academia Española, LIX (1979), pp. 49-107.
  • Paredes, Alonso Víctor de, Institución y origen del arte de la imprenta y reglas generales para los componedores. Edición y prólogo de Jaime Moll, Madrid, 1984. (2.ª ed., 2002).
  • Pérez Pastor, Cristóbal, Documentos cervantinos, Madrid, 1897-1902.


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