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- XII -

     El ministro había tenido sobrada ocasión de medir la fuerza dialéctica de su joven adversario, y sentía su inferioridad, y casi impotencia, para luchar con el cuerpo a cuerpo.

     Mister Brooke no era tan miope para dejar de ver que las súbitas e intermitentes llamaradas que salían de vez en cuando de la boca de Eduardo durante la palestra, eran efecto más bien que del orgullo del vasto incendio de celo religioso que abrasaba su pecho. Por lo tanto, nuestro héroe merecía por ello, en lugar de injusta censura, el más sincero agradecimiento. Empero, como dice la sagrada Escritura, los que están sentados en las sombras del error, tienen ojos y no ven, narices y no olfatean, pies y no andan, etc. [230]

     -Si Eduardo no tuviera el genio tan vivo..., dijo el ministro clavando la vista en el capitán, así que terminó el almuerzo que hemos visto empezar en el precedente capítulo.

     -¿Qué?, preguntó mister Mac-Kievet esperando que el hijo de Escocia completase su frase.

     -Sería muy agradable trabar con él interesantes polémicas religiosas.

     -Esto depende de mis pocos años, ministro, respondió Eduardo con dulzura y sonriendo. Procuraré enmendarme con la ayuda y favor de Dios, añadió para sí.

     El capitán se apresuró a salir a la defensa de su joven compañero diciendo:

     -La exaltación de Eduardo procede de los vivos deseos que tiene de convertiros, ministro.

     Estas palabras hicieron asomar una maliciosa sonrisa a los labios de mister Brooke.

     -Sólo los verdaderos creyentes que apreciamos el imponderable valor de las doctrinas que profesamos, podemos comprender y admirar hasta dónde llega el celo por la salvación de las almas; y...

     -Es cierto, repuso Eduardo interrumpiendo al capitán. Por insaciable que sea la ambición de los conquistadores de la tierra, ministro, tiene que limitarse a la posesión de una ciudad, de una provincia, de un reino; ¡o si se quiere, del mundo entero! Pero todos los cetros y coronas de la tierra, por poderosos que sean, están destinados a perecer en el torrente devastador del [231] tiempo; mientras que un alma es una joya de un valor infinito e imperecedero.

     -Yo creo que Eduardo está poseído de rectas intenciones, y que desea de veras mi conversión, dijo el ministro con tono zumbón; pero no soy partidario de discusiones acaloradas cualesquiera que sean su entidad y naturaleza. Si Eduardo se corrige de este pequeño lunar, habrá adelantado muchísimo en el delicioso arte oratorio; pues cuando este joven razona con calma (añadió mirando al capitán y designándole a Eduardo), es tan elocuente que bien podría otorgársele un sillón en el Parlamento británico.

     -¿En la Cámara de los lores o en la de los comunes? ¿Con los whings o con los torys?, preguntó Eduardo sonriendo.

     Al oír la oportuna e inesperada interpelación del joven español, el capitán y mister Brooke prorrumpieron en una carcajada.

     -¡Soberbia estacada! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Eduardo es el diablo para los chistes; ¿no es verdad, capitán? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

     -Eduardo esgrime con destreza toda clase de armas, señor ministro, respondió el capitán sonriendo.

     -Basta ya de lisonja, señores, dijo Eduardo sin dar lugar a que el ministro hablara. La alabanza inmerecida sólo es sátira escondida, añadió el joven en español.

     -¿Qué ha dicho Eduardo?, preguntó el capitán volviéndose al ministro. [232]

     -¿Qué ha dicho Eduardo?, repitió el interpelado remedando el ademán de su interlocutor.

     El joven español se mordía los labios de risa al oír la recíproca e idéntica interpelación de sus dos compañeros.

     -No extrañéis mi pregunta, ministro, dijo el capitán corrigiendo con el tubo de su pipa la expresión de sonrisa que contraía sus labios, como sé que habláis correctamente el francés, creía...

     -Creíais que yo debía de entender también el español; ¿no es verdad, capitán?

     Mister Mac-Kievet hizo un ademán afirmativo.

     -Entre el francés y el español hay bastante analogía, capitán, observó Eduardo; porque ambos idiomas emanan principalmente del latín. Pero su afinidad no es tampoco tan íntima, que poseyendo la clave del uno se posea también la del otro.

     -El alemán y el inglés tienen el mismo origen, y no obstante están separados por diferencias muy sensibles, dijo mister Brooke.

    -Precisamente, respondió Eduardo.

     -Con todo eso, todavía no sabemos el significado de las palabras de Eduardo, dijo el capitán.

     Entonces Eduardo, cuyas mejillas tiñó ligeramente el rubor, tradujo en inglés la frase que había pronunciado en español.

     -La modestia tiene sus límites, Eduardo, dijo enseguida el ministro con algo de severidad. El [233] capitán comprenderá muy bien que no trato ni puedo burlarme de vos en el terreno de la discusión.

     Mister Mac-Kievet hizo otro ademán afirmativo.

     -Vamos, este hombre quiere ponerme una dedada de miel en la boca, pensó Eduardo mirando al soslayo al ministro.

     -Vos sois muy joven, prosiguió el hijo de Escocia; y los conocimientos nada vulgares que adornan la temprana flor de vuestra inteligencia pueden conduciros algún día a representar un brillante papel en los asuntos políticos de España.

     -Esto es muy lisonjero para vos, Eduardo, dijo el capitán.

     -Demasiado, contestó el joven español. Pero el humo del incienso no podrá oscurecer mi razón hasta el punto de desviarme de mi firme e irrevocable propósito.

     -¿Y cuál es vuestro propósito, Eduardo?, preguntó el ministro.

     -El de no mezclarme jamás en los asuntos políticos de mi país.

     -¿Por qué?, murmuró el capitán.

     -Porque siempre he odiado ese abigarrado mosaico de opiniones que se disputan y arrancan alternativamente el mando de las manos, especulando con el poder como si fuese una vil mercancía. Es preciso tener en cuenta, señores, que en el mundo político hay ciertos hombres tan [234] intrigantes y ávidos de figurar, que como perros hambrientos asedian tenazmente las gradas del trono ensordeciéndolas con sus famélicos ladridos, y para ahuyentarlos de allí, no queda otro remedio que arrojarles siquiera un miserable hueso para roer.

     -Esos hombres son la polilla de la sociedad, observó el capitán.

     -Es cierto, repuso el ministro; pero la política no tiene nada que ver con los que medran vergonzosamente a su sombra; con esos zánganos que chupan la rica miel del panal del presupuesto elaborado con los sudores y economías del plebeyo... No, la política es la ciencia del buen gobierno, es la fuerza motriz y reguladora de la grande y complicada máquina del Estado, y por lo tanto, su misión es muy elevada y no puede de ningún modo confundirse con las odiosas y mezquinas rencillas, cuyo origen y pábulo estriban en las ambiciones personales.

     -Estamos de acuerdo, dijo Eduardo.

     -¡El ministro ha puesto el dedo en la llaga!, exclamó el capitán.

     -El estado anormal de vuestra patria cesará, prosiguió mister Brooke clavando la vista en su joven interlocutor. Los partidos reconocerán al fin su error y se agruparán en torno de la gran bandera nacional: entonces se consolidará el orden, inaugurándose la brillante era del progreso para el pueblo español.

     -¡Cuánto dudo, señor ministro, que mi amada [235] patria se levante jamás de su postración!, exclamó el joven moviendo tristemente la cabeza.

     -No desconfiéis, murmuró el capitán mirando a Eduardo.

     Éste exhaló un profundo suspiro por toda contestación.

     -La enfermedad que aqueja a España; aunque inveterada, no es incurable, repuso el ministro. La posición geográfica de la Península ibérica es inmejorable: por el Norte se levanta la eminente y prolongada cordillera pirenaica formando una barrera natural divisoria con la Francia; el Atlántico y el Mediterráneo reflejan a porfía la pureza de su cielo en sus aguas de zafir, bordeando sus hermosas y extensas costas con su blanca espuma. ¿Que diré ahora de la feracidad de su suelo, de su abundante y variada riqueza mineral, de sus caudalosos ríos, de sus puertos capaces y seguros, de sus sobrios, laboriosos e inteligentes habitantes, y de sus lindas y populosas ciudades?... ¡Una nación que cuenta en su seno tan fecundos gérmenes de riqueza y prosperidad, no puede perecer!, añadió el ministro con entusiasmo.

     -¡Muy bien!, exclamaron sus dos interlocutores.

     -No parece sino que el ministro ha viajado por España, observó el capitán fijando la vista en Eduardo.

     -En efecto, repuso éste sonriendo.

     -No he viajado nunca por España, capitán, [236] pero he leído con sumo interés los más culminantes hechos de su historia antigua y contemporánea; dijo mister Brooke, y añadió lanzando una cariñosa airada a Eduardo: No sé si dudaréis de la sinceridad de mis palabras; pero voy a declararos sin rodeos; que vuestra nación ocupa el segundo lugar en el rango de mis simpatías.

     He aquí un inglés que no está atacado de hispanofobia, pensará acaso el lector.

     -Estoy viendo que mister Brooke es medio compatriota vuestro, Eduardo, dijo mister Mac-Kievet con acento socarrón.

     Eduardo se sonrió; e hizo un signo afirmativo de cabeza al capitán; diciendo:

     -Tengo la íntima convicción de que el ministro toma un vivo interés en los asuntos de mi país.

     -¡Oh! Sí; creedlo Eduardo; repuso el hijo de Escocia, todos los males que azotan a España desde algunos años acá, aunque graves, son transitorios. Con las guerras intestinas y las revoluciones, acontece lo propio que con los litigios: cuando los pueblos advierten (tarde muchas veces; es verdad) que han agotado estérilmente todas sus fueras y recursos, concluyen por hacer una avenencia saludable y amistosa.

     Ahora bien, continuó mister Brooke; el día (no muy lejano a mi entender) en que todas esas dispersas moléculas que divagan por la anubarrada atmósfera política española adopten la feliz [237] resolución de reunirse formando un conjunto sólido estable y homogéneo; los hombres que sus luces y acrisolada probidad se sientan con fuerzas para conducir con acierto el rumbo de la nave del Estado...

     -Que conceptúo más difícil de gobernar que el timón de la fragata Lord Efingham, dijo el capitán sonriendo e interrumpiendo bruscamente al ministro.

     Una carcajada de éste y de Eduardo siguió a las palabras de mister Mac-Kievet.

     -¡Oh! Sí; para manejar el gobernalle de la nave del Estado, se necesita más pericia que para dirigir el de este buque, dijo el ministro. Aunque en la borrasca del cabo de Hornos cuando la fragata se encabritaba como un brioso y gigantesco corcel echando espumarajos por sus ijares... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

     -¡Es verdad!, exclamaron sus dos compañeros.

     -¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, prorrumpieron los tres a coro.

     La risa produjo una breve pausa en la conversación de nuestro triunvirato.

     -El caso es que la chistosa y oportuna ocurrencia del capitán ha truncado mi cláusula; y no recuerdo... murmuró el ministro dándose una palmada en la frente como para despertar su dormida reminiscencia.

     -Eduardo; acudid en auxilio de la memoria de mister Brooke, dijo el capitán sonriendo. [238]

     -Me parece que nos hablabais de los hombres aptos para conducir el timón del Estado, dijo Eduardo mirando al ministro y soltando una carcajada.

     -¡Es verdad! ¡Es verdad!, murmuraron sus dos interlocutores. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

     -Decía, pues, continuó mister Brooke tras una breve pausa, que auguro y vislumbro ya un brillante porvenir para los fastos de la monarquía española. Y cuando esto suceda, los hombres ilustrados y virtuosos deben de sacudir su apatía y tomar una parte activa en los asuntos vitales de su país; porque tales hombres contraen (ipso facto) un compromiso moral e ineludible ante su patria. He aquí por qué desapruebo la opinión de Eduardo tocante a este punto, añadió mister Brooke volviendo su rostro al capitán.

     -Si algún día (calmada la efervescencia de los ánimos), respondió Eduardo, se reclamasen mis cortos alcances y mis débiles fuerzas; no sería el último, señores, no, añadió con energía, en llevar mi pequeña piedra para la restauración del edificio de mi idolatrada patria. Pero ¡ay!, temo que la bella aurora de la pacificación y engrandecimiento de mi país está lejos... ¡lejos todavía! ¡Dios quiera deparar a España dilatados días de prosperidad y ventura! ¡Dios mío! ¡Escuchad la débil voz de la más miserable de vuestras criaturas que os pide con ardor la felicidad de su patria desde la inmensidad del océano! [239]

     Al terminar estas palabras, una lágrima rodó por las mejillas del joven español.

     -No sé por qué Eduardo es tan pesimista al emitir su juicio sobre los asuntos de su país, dijo el ministro observando la emoción retratada en el semblante del joven español.

     -España no se halla en el caso de mi pobre Irlanda, Eduardo, murmuró el capitán. Aquella nación encierra grandes elementos de vitalidad; como acaba de demostrarnos mister Brooke. Por otra parte, continuó, el pueblo español es profundamente religioso; y si bien es cierto que Dios envía días de prueba a las naciones como a los individuos, con todo no desampara nunca los que le aman y sirven de veras.

     -¡Ah! No extrañéis, señores, mi desaliento y excesiva desconfianza respecto al porvenir de mi patria, dijo Eduardo con triste acento. Durante muchos años la frágil navecilla de mi existencia ha sido rudamente combatida por el oleaje del embravecido mar de la política española.

     Nací a fines del año de 1833, prosiguió el joven (¡rara coincidencia!). Cuando la pálida y diminuta estrella de mi ser asomaba por el horizonte de la vida, el grande y refulgente astro que ocupaba el trono de san Fernando acababa de entrar en su ocaso. La monarquía española lloraba con fastuosa pompa la muerte de su soberano, y en mi hogar doméstico se celebraba con modesto regocijo el nacimiento de un nuevo individuo. ¡Qué contraste! El último suspiro [240] del rey hizo estremecer los cuatro ángulos de la Península ibérica; y mi primer gemido... ¡Ay! ¡Quedó sepultado en las cuatro paredes de mi casa!

     -La rara y fortuita circunstancia que medió en vuestro nacimiento es un buen presagio Eduardo, dijo mister Brooke chanceándose, tratando de desvanecer la tristeza que revelaba el rostro de nuestro héroe.

     -Mister Brooke tiene razón; Eduardo, murmuró el capitán sonriendo, adivinando y secundando la intención de su compañero.

     Eduardo estaba tan abismado en sus melancólicos recuerdos, que ni siquiera reparó en la broma iniciada por el ministro y apoyada por el capitán, quien viendo la sombría imperturbabilidad del joven le interpeló de esta manera:

     -¿En qué estáis pensando, Eduardo?

     -No evoquéis recuerdos tristes: pelillos a la mar, dijo el hijo de Escocia clavando los ojos en el joven español.

     -¡Es verdad, ministro!, exclamó éste moviendo la cabeza con ademán distraído como al despertar de un pesado sueño; estaba hablándoos de mi nacimiento. Pues bien, prosiguió con el mismo tono de tristeza con que empezó su relación; mi entrada en el teatro del mundo coincidió, señores, con el origen de la fratricida y encarnizada guerra de siete años que ensangrentó la vasta superficie de mi amada patria. Así aconteció que los rumores bélicos rodearon [241] mi cuna, y más de una vez el agudo y mortífero silbido de las balas fue el marcial arrullo que cerró mis infantiles párpados.

     Entre los horrorosos dramas que presencié en la guerra civil, recuerdo uno que, aunque de fecha muy antigua, se halla indeleblemente esculpido en mi memoria con caracteres de sangre.

     Al decir esto, el metal de voz y el rostro de Eduardo reflejaban una tristeza incomparable.

     -En una calurosa tarde de verano (contaba yo apenas cinco años) estaba jugando sobre las rodillas de mi padre, quien sentado en una silla tomaba umbral de la puerta de mi casa tomaba el fresco divirtiéndose con mis pueriles chistes y caricias; en tanto que mi madre se encaminaba a un huerto inmediato al pueblo. De repente invadieron mi casa cuatro soldados jadeando, y cubiertos de sudor, de polvo y de harapos. (¡Dios me libre de ver jamás cuatro caras más horribles!) No se necesitaban grandes esfuerzos de imaginación para comprender enseguida, que aquellos cuatro hombres se aprovechaban de los azares de la guerra civil, como de un manto de criminal impunidad, para entregarse desenfrenadamente al pillaje, a la brutalidad y al asesinato.

     -¡Cuántas calamidades trae consigo la guerra!, dijo para sí el capitán.

     -Uno de aquellos cuatro forajidos (todavía me parece estar viendo su rostro de hiena y oyendo su voz de endemoniado), continuó Eduardo con voz ahogada por los sollozos, intimó imperiosamente [242] a mi padre, apuntándole con su fusil, que le prometiera entregarle en el acto doscientos dollars, o en caso negativo; le deja cadáver. Al oír esta terrible amenaza, el rostro de mi padre se puso blanco como la nieve, me dio una dulce mirada, y respondió temblando como la hoja en el árbol: «No tengo tanto dinero».

     -¿Y disparó el malvado su fusil?, preguntó el capitán con impaciencia.

     -¡Sí!, repuso Eduardo con voz entrecortada, la bala atravesó el brazo de mi padre, quien tartamudeó mi nombre... y se desvaneció... cayendo de espaldas al suelo anegado en la sangre que salía a borbotones de su herida.

     Dichas estas palabras, Eduardo estaba tan pálido y conmovido, que sus dos interlocutores cruzaron una mirada de ansiedad que parecía decir: «Este muchacho me da cuidado».

     -Pero no acaba aquí el drama, continuó nuestro héroe con los ojos arrasados en llanto.

     -Pues ¿qué sucedió después?, preguntó el ministro con vivo interés.

     -Mi tío, que a la sazón se hallaba trabajando en uno de los aposentos del primer piso, prosiguió el joven, así que oyó la detonación del fusil, bajó corriendo la escalera. Cuando el hermano de mi padre llegó al lugar de la catástrofe, el último continuaba tendido en el suelo, sin sentidos y bañado en su propia sangre, cuyo cuerpo contemplaban de pie el agresor y sus tres compañeros con la más estúpida ferocidad. Así [243] que mi tío vio aquel cuadro desgarrador, erizáronsele los cabellos y palideció como un difunto. Pero instantáneamente la sed de la venganza abrasó sus lívidos labios, y aunque tenía que batirse contra cuatro adversarios; con todo, ebrio de cólera, no reparó siquiera en la desigualdad de la lucha; ¡sino que se arrojó como un tigre rabioso sobre el cobarde asesino de mi padre!

     -¡Bravo!, murmuró el ministro.

     -Mi tío era un hombre de treinta y cinco años y de complexión atlética; por manera que si su rival no hubiese tenido guardadas las espaldas por sus tres compañeros, o no apelara a un recurso vil y alevoso, no hubiera escapado con vida de las formidables garras del hermano de mi padre.

     -¿Cómo terminó la lucha, Eduardo?, preguntó el capitán con vivísimo interés.

     -¡Ah! ¡Terminó de un modo terrible!, exclamó el interpelado con voz trémula y exhalando un profundo suspiro. Al apercibirse los tres bandidos de la desventaja con que luchaba su compañero, intervinieron en la reyerta, en favor de éste. A pesar de la superioridad numérica, mi tío se batía con todo el furor de la desesperación: hubo un momento en que llegó a tener en jaque y a infundir miedo a sus cuatro adversarios, más por fin, todos sus heroicos y desesperados esfuerzos se estrellaron contra el número de sus odiosos rivales. [244]

     Entonces mister Brooke hizo una horrible mueca de displicencia.

     -Cuando (gracias al auxilio de sus compañeros)el asesino vio que tenía un brazo libre, llevó rápidamente su mano al cinto donde llevaba oculto un puñal; y con la más monstruosa cobardía... (aquí la voz de Eduardo fue casi sofocada por los sollozos), hundió toda su hoja en el pecho de mi tío... quien vomitando torrentes de sangre... ¡cayó desplomado y exánime a los pies del cuerpo de mi padre!...

     -¡Infame!, exclamaron mister Brooke y el capitán en tono de indignación. ¿Escaparon impunemente los malvados? ¡Aquellos cafres merecían ser desollados vivos!, añadió el ministro.

     -La justicia divina alcanza tarde o temprano a los malvados: aquellas cuatro fieras no tardaron en experimentar los terribles efectos de la justicia de la tierra que en aquella ocasión (¡ojalá lo fuera siempre!) fue un instrumento y reflejo de la del cielo, dijo Eduardo con emoción.

     -¡Bravo!, prorrumpieron sus dos interlocutores.

     -Uno de aquellos malhechores, profiriendo una horrenda imprecación y poseído del vértigo de su criminal y cobarde triunfo (al decir esto el joven se deshizo en llanto), descargó una patada feroz sobre la inanimada cabeza de mi tío; aplastándole los ojos y desfigurándole horriblemente el rostro. Yo, señores, que hasta allí había [245] permanecido mudo espectador de aquel drama desgarrador (y a pesar de mi corta edad), sentí que me hervía la sangre en las venas, y, lanzando una mirada de ira y de deprecio al cobarde asesino que había profanado las aún cálidas cenizas de mi tío; le amenacé con mis crispados puños... Pero ¡yo era un niño!... ¡y los hombres sepultados en el negro e insondable abismo del crimen, no retroceden de su infernal intento ante las impotentes amenazas de la debilidad y del candor!...

     -¡Es verdad!, exclamaron mister Brooke y el capitán con despecho.

     -El profanador del cadáver de mi tío no vio mi rostro encendido de cólera ni mi fiero ademán; pero aquel incidente no pasó desapercibido para uno de sus compañeros, quien mirando a estos y designándome con el dedo; dijo con risa sardónica: «¡Hola! Este niño revela instintos precoces de tigre». Y diciendo esto me dio un puntapié tan brutal, que me derribó al suelo cuan largo era, y entonces prorrumpí en amargo llanto.

     -¡Qué infamia!, exclamó el capitán.

     -En tan triste situación cruzó por mi mente infantil una idea que me sugirió la divina Providencia: me levanté de repente, enjugué mi llanto lo mejor que pude; y (para no infundirles recelos que hicieran traición a mi aparente designio) dije a aquellos cuatro desalmados (que en aquel momento obstruían el umbral de la puerta) que quería salir a la calle para jugar. [246]

     -¿Y os dejaron salir, Eduardo?, preguntó el capitán con viva inquietud.

     -Sí, prosiguió el joven español, la satánica perversidad de aquellos hombres se vio burlada por mi inocencia; de suerte, que accedieron a mi petición, franqueándome el paso. Cuando me vi en la calle (pensando que los malhechores podían atisbar todos mis movimientos); anduve despacio como unos cien pasos, y en llegando allí grité desaforadamente: «¡Que me matan! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Ladrones!» Entonces uno de aquellos malvados disparó su fusil, y la bala pasó rozando mis rubios cabellos.

     -¡Dios mío!, exclamaron sus dos interlocutores horrorizados.

     -Así que oí el silbido y sentí el roce del proyectil, llorando y temblando como un azogado, me refugié en una casa que tenía enfrente; pero con tan mala estrella, que en mi aturdimiento tropecé con una gruesa piedra, dando una caída tan tremenda que me ocasionó una profunda herida en la cabeza; de la cual conservo aún este vestigio, añadió Eduardo llevando su mano a la cicatriz que tenía en la frente.

     A no haber acaecido en tiempo de guerra, el primer disparo de aquellos malvados contra el padre de Eduardo hubiera alarmado a toda la gente del pueblo, y muchos hombres hubieran volado al lugar de la catástrofe. Empero, tratándose de un sitio en que el tiroteo era casi continuo, todo el mundo estaba demasiado familiarizado [247] con el silbido de las balas y el olor de la pólvora para dar grande importancia a la detonación de un arma de fuego.

     Por otra parte, en el pueblo apenas quedaban más que ancianos, mujeres y niños: casi toda su juventud florida había tomado una parte activa en la guerra, cuyos estragos cubrían de luto y de miseria en el reino de Aragón. Así sucedió, que al salir nuestro héroe a la calle, no se veía en ella un alma vivente, ni tampoco aquellas chillonas y voraces bandadas de gorriones que en tiempo de paz se pasean y solazan por las calles de los pueblos. ¡Como si los pájaros hubiesen huido horrorizados de aquellos parajes en que reinaba la más espantosa miseria, y donde los hombres se mataban unos a otros como fieras!

     Durante la patética narración de Eduardo, las miradas del ministro se encontraban a menudo con las del capitán; y ambos personajes estaban profundamente afectados, tanto por lo dramático de la historia que les estaba refiriendo el joven español, como porque el descompuesto semblante de éste y las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas eran fieles intérpretes de la amargura que destrozaba su corazón.

     -Mis desaforados gritos, y, más que todo, el estruendo del segundo tiro, prosiguió Eduardo, sobresaltaron a algunos vecinos, los cuales; o se asomaron a las ventanas; o se precipitaron a la calle. Al ver la actitud del vecindario; el pánico se apoderó de los cuatro asesinos; que apelaron a [248] la fuga. Entonces un hombre que acertó a pasar por delante de mi casa, se llenó a un tiempo de horror e indignación al ver tendidos junto al umbral de la puerta y nadando en un charco de sangre a mi tío bárbaramente asesinado, y a mi padre herido de bastante gravedad. La noticia de aquel horrendo crimen cruzó por todo el pueblo con la velocidad del rayo, y dos segundos después la campana de la iglesia tocaba a rebato y la gente acudía en tropel a mi casa. Es imponderable el sentimiento de ira contra los asesinos y de compasión hacia las víctimas que sobrecogió a la multitud a la vista del horroroso cuadro que se le ofreció al penetrar en mi casa. Entonces cambió la escena: algunos se apresuraron a restañar con sus pañuelos la sangre que brotaba de la herida de mi padre, quien gracias a los eficaces y oportunos auxilios que se le prodigaron, recobró luego los sentidos; estos se apoderaron del cadáver de mi tío, y lo subieron a su aposento; y aquellos, finalmente, ebrios de cólera y sedientos de venganza, volaron a empuñar las armas, y corrieron desalados en varias direcciones, en persecución de los asesinos, jurando por lo más sagrado, que no volverían al pueblo sin traerlos vivos o muertos.

     -¡Muy bien!, exclamaron sus dos interlocutores.

     -Al oír el lúgubre tañido de la campana, mi madre regresó al pueblo presurosa y en extremo agitada: un presentimiento fatal había exaltado [249] su mente. Antes de llegar a casa, unos vecinos la enteraron del sangriento drama que tenía consternados y exasperados todos los ánimos. Mi pobre madre no pudo resistir aquel terrible golpe: «¡Virgen santísima!», exclamó, dándole instantáneamente un prolongado desmayo, que puso en grave peligro su existencia.

     -Estoy impaciente por saber si fueron aprehendidos los malhechores, dijo mister Brooke interrumpiendo a su interlocutor.

     Voy a satisfacer vuestros deseos, ministro, continuó Eduardo enjugando con su pañuelo las lágrimas que surcaban sus descoloridas mejillas. Los asesinos fueron sorprendidos en su fuga por una mujer que volvía al pueblo; de suerte que ésta indicó a los perseguidores la dirección que aquellos habían tomado. Los valientes e indignados campesinos alcanzaron a los bandidos a media hora del pueblo: allí se trabó un corto, reñido y sangriento combate. Los primeros tuvieron, por su parte, cuatro hombres heridos; pero la derrota de los facinerosos fue completa; dos de ellos quedaron muertos en el campo de batalla, y los otros dos fueron hechos prisioneros y llevados en triunfo al pueblo por sus bravos y victoriosos habitantes.

     -¡Bravo! ¡Bravo!, prorrumpieron mister Brooke y el capitán batiendo palmas, con frenesí.

     -Es de todo punto inconcebible el grado de exaltación que se apoderó de todos los ánimos [250] al tener noticia de la victoria alcanzada sobre los bandidos: al momento la población entera corrió al encuentro de sus victoriosos convecinos. Cuando la multitud divisó a los dos prisioneros malhechores, la indignación universal llegó a su colmo; mil ojos lanzaban rayos y mil lenguas vomitaron horribles amenazas sobre aquellos dos malvados que por milagro llegaron vivos al pueblo: uno de ellos fue principalmente el blanco de la ira popular... ¡era el asesino de mi tío! Los bandidos, pálidos y sobrecogidos de terror, caminaban con paso vacilante en medio de la vocinglera y enfurecida muchedumbre, pensando, sin duda, en que su vida corría inminente riesgo: los rostros de aquellos dos hombres habían perdido gran parte de su ferocidad. Así que penetraron en el pueblo, se les condujo a la cárcel, donde se les notició que se preparasen cristianamente para morir, puesto que debían ser fusilados la mañana siguiente en un campo inmediato al pueblo. Al oír tan infausta y apremiante nueva, aquellas dos fieras prorrumpieron en amargo llanto. (¡Quizás sus ojos, secos por el crimen, no se habían humedecido desde su infancia!) Al día siguiente, pues, en tanto que el cadáver de mi tío era conducido al cementerio y escoltado por el universal llanto y dolor, atronó el espacio una descarga cerrada cerca del pueblo: aquella descarga indicaba a sus habitantes que la justicia humana quedaba satisfecha, y que las almas de los [251] dos bandidos (purificadas de sus nefandos crímenes), ¡habían comparecido ante el tremendo tribunal de Dios!

     -Las almas de aquellos hombres no han podido volar al cielo, sino que están sepultadas en el abismo de fuego del infierno, Eduardo, se apresuró a contestar el ministro con tono de cólera. Dios no perdona tan monstruosos delitos, que sólo se expían con un castigo terrible y eterno.

     -La misericordia de Dios es infinita ministro, respondió enseguida el capitán, escandalizado de la opinión herética de su interlocutor. Si el arrepentimiento de aquellos hombres fue sincero, si sintieron un acerbo dolor de sus crímenes, su salvación es indudable.

     Eduardo, cuyo pálido rostro estaba bañado de sudor, se sentía a la sazón muy conmovido y fatigado; descansó un rato antes de refutar la heterodoxa doctrina del ministro tocante a la misericordia divina, aprovechando aquella breve pausa para meditar y lanzarse con nuevos bríos a la candente arena del debate.

     Eduardo deseaba la conversión del ministro, con una vehemencia que sólo puede infundir el celo apostólico: esta noble y santa idea descollaba en el campo florido de su joven inteligencia, como el blanco, esbelto y fragante lirio irgue su frente en medio de una florida pradera. Con la conquista de una sola alma, Eduardo se consideraba más grande que Alejandro y que César. Esto le hacía pensar a menudo: «Aquí, dentro de [252] esta fragata, y al paso que aquella prosigue su derrotero hacia Europa a impulsos de la brisa atmosférica; yo debo de encaminar el alma del ministro hacia el paraíso con el auxilio del blando e inmortal céfiro de la doctrina católica. ¿Llegará antes la fragata a las frías y nebulosas costas de Inglaterra, que el entendimiento de este hombre al luminoso y seguro de la verdad?»

     Nuestro héroe quería, pues, que el ministro volviese a Escocia no con el título de pastor de una secta errónea, sino que pudiese engalanar su frente con la modesta; pero brillante aureola de católico. ¿Vio Eduardo realizado su ideal de cristiana belleza antes de llegar al término de su largo viaje marítimo? El curso de la narración es el único faro que puede aclararnos nuestra duda.



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- XIII -

     Las almas cándidas, aquellas, almas que celosas ante todo de su pureza, conservan su prístina blancura dentro del barro del cuerpo, como la paloma su vestido de nieve dentro de su grosero nido; esas almas, decimos; tienen santas alarmas. ¿Sabéis por qué? Porque poseen un tesoro de valor inmenso; y así como a aquellos hombres que nadan en un mar de riquezas caducas, que provocan la codicia ajena, les asaltan continuos temores de que pueden arrebatárselas el día menos pensado; del mismo modo las [253] almas, que enriquecidas con la inestimable joya de la pureza, sabiendo que hay ladrones astutos y vigilantes que de un momento a otro pueden robársela, conciben por ello santos temores.

     Eduardo, en quien resplandecía la virtud de la humildad, antes de entablar una polémica con el ministro acerca de la misericordia divina, recordó la injusta reconvención de su adversario, que había alarmado, sin embargo su escrupulosa conciencia: «Es preciso que reprima la energía de mi carácter, dijo en sus adentros el joven español; es preciso que en la templanza de la discusión demuestre prácticamente a mister Brooke que mi Religión tiene el poderoso freno de la humildad para contener los desbordamientos del impetuoso torrente del orgullo, por más que esta detestable pasión aparezca encubierta con el rozagante manto de santas intenciones».

     He aquí, pues, la contestación de los dos bandidos fue tan cristiana y ejemplar como relajada y criminal había sido su vida: aquellos dos hombres dieron evidentes pruebas de un profundo arrepentimiento y de verdadera enmienda antes de salir de este mundo. Yo me complazco en creer que sus almas habrán sido absueltas ante el justiciero tribunal de Dios a quien he pedido muchas veces tan insigne gracia.

     -¡Cómo!, repuso el hijo de Escocia con sorpresa [254] e indignación: ¿Vos, hijo de un padre villanamente herido, y sobrino de un tío bárbaramente asesinado y profanado su cadáver, pedir perdón por los infames autores de tan horrendos delitos? ¿Es posible que podáis perdonar de corazón a los cobardes asesinos que han sembrado el llanto y la amargura en vuestro hogar doméstico, y que de seguro estaban ya tan familiarizados con el crimen que no sentían siquiera su horror? No, lo repito, Eduardo, añadió el ministro clavando en éste sus encendidos ojos; tales hombres son indignos de obtener el perdón, son degradadas excrecencias del mundo moral que deben cercenarse a toda costa de la sociedad, arrojando luego sus cuerpos a un muladar tan inmundo y pestilente, como los crímenes que pesan sobre sus depravadas conciencias.

     -¡Qué rígidos son los principios de moral que profesa el ministro!, pensó el capitán. Si algún día este hombre fuera legislador, haría lo que Dracón; escribiría las leyes con sangre.

     En tanto que el ministro declamaba con inusitada virulencia, el despensero penetró en la cámara para recoger la vajilla que había sobre la mesa; y al retirarse de la estancia gruñó entre dientes:

     -Vamos; es tan cierto que estos hombres han nacido para disputar, como yo para despensero sin memoria.

     La filípica del ministro, recordando a Eduardo los terribles sufrimientos que ocasionó a su [255] familia el sangriento drama de que fue teatro su propia casa, abrió de nuevo las mal cicatrizadas llagas de su corazón, de modo que sus ojos (ese telégrafo que reproduce exacta e instantáneamente al exterior el colorido de las vivas sensaciones internas) se inundaron de lágrimas.

     -¡Oh! Sí, respondió Eduardo contestando a las vehementes frases de su antagonista con una dulzura que contrastaba con la iracundia de este; aquel crimen que trajo en pos de sí dilatados días de amargura a mi hogar doméstico aun no se han disipado enteramente los nubarrones que aquel aciago día eclipsaron en mi casa el sol de la alegría; ¡todavía no se ha borrado la mancha de sangre, que persiste rojiza y humeante marcando con mudo y lúgubre acento el sitio donde se representó la trágica escena!... Mi padre estuvo largo, larguísimo tiempo, sepultado en el lecho del dolor: cuando se levantó de allí, los sufrimientos físicos y morales habían demacrado espantosamente su cuerpo, arrugado su rostro, y plateado sus cabellos. ¿Y mi madre? ¡Pobrecita!, sus ojos estaban cóncavos, secos y colorados de tanto llorar, su voz temblorosa; su encorvado cuerpo se arrastraba lánguido y vacilante, ¡y su enfermizo cerebro reflejaba el negro pesar que devoraba su alma!... Pero ¿sabéis, señores, cómo se consolaban mis cristianos padres, y cual era la estrella que invocaban en el encrespado mar de sus tribulaciones?, añadió Eduardo mirando a sus dos compañeros. [256]

     -En las grandes aflicciones, respondió el ministro, todos los consuelos de la tierra son estériles para calmar la congoja que despedaza el corazón, y no nos queda otro recurso que alzar la vista al cielo e implorar el auxilio divino.

     -¡Si habrá tocado Dios el corazón de este hombre!, pensaron Eduardo y el capitán al oír la santa máxima aconsejada por el ministro.

     -Aun en las cosas materiales, prosiguió éste, el cielo es el foco donde van a concentrarse todas nuestras aspiraciones: el labrador consulta el aspecto del cielo para cerciorarse de si caerá el rocío o lluvia que apetece para sus agostados campos; el astrónomo fija su vista de águila en el cielo, y con el auxilio de sus potentes telescopios explora, descubre, acaricia, observa y mide las colosales dimensiones de esos cuerpos sólidos y luminosos que nadan en ese inconmensurable océano de zafar que forma la techumbre de nuestro planeta; el navegante da una escudriñadora y ansiosa mirada al cielo antes de emprender su largo y peligroso viaje. Si del mundo corpóreo pasamos a la esfera moral; hallaremos que cuando nos muerde la ponzoñosa víbora de la calumnia; invocamos al cielo en nuestro favor y lo tomamos por el mejor testigo de nuestra inocencia en definitiva; así como el blanco y esbelto cisne, zambulléndose en un arroyuelo se goza en la contemplación de su imagen trasparentada embellecida en las límpidas aguas que susurran trazando espirales de plata al través de la verde [257] y mullida alfombra de los prados, así también el hombre alza la vista y se deleita en la contemplación del puro diáfano azul del firmamento porque da belleza y sublimidad a sus pensamientos y reviste de un deslumbrante colorido sus más risueñas esperanzas: esas hojas siempre verdes y olorosas que engalanan el árbol de la vida.

     Cuando el ministro terminó su peroración impregnada de cristiana poesía, sus dos compañeros cruzaban entre sí miradas de curiosidad que rayaban en el asombro. El capitán y Eduardo se interrogaban mutuamente con la vista, como si hubieran querido decirse: «¿No es verdad que este hombre no está tan lejos de nosotros como era de suponer?»

     Por su parte, el ministro revelaba en sus excesivos ademanes que estaba completamente satisfecho de su persona, y probablemente se mecía en este pensamiento: «Vamos, Eduardo, convengamos en que la religiosidad y la elocuencia están reñidas con el protestantismo como creíais equivocadamente».

     -¿Por qué el hombre se complace tanto en alzar los ojos al cielo?, preguntó Eduardo mirando al ministro.

     -¿Por qué?, repitió éste extrañando que su joven contrincante insistiese y pudiese decir nada más sobre un punto, de lo que él mismo acaba de exponer con tantas enérgicas como brillantes frases.

     -Porque cree; repuso Eduardo, que detrás [258] de ese magnífico e inmenso telón azul, que limita su vista, está la deliciosa y eterna mansión de los bienaventurados, donde residen los más sagrados objetos de su adoración, y a donde van a parar todas sus más íntimas y santas afecciones. Al contemplar el cielo; la mirada del hombre no se detiene ante esa hermosa gasa azul, que sirve de barrera a los ojos del cuerpo, sino que, en alas del pensamiento la desgarra y atraviesa con la velocidad del rayo, hasta abismarse en el océano de luz infinita y creadora del universo; al que llena y conserva con su presencia. El hombre, en este caso, se parece al viajero que tras una larga ausencia suspira por su idolatrada patria, y se enternece, y su corazón palpita de puro gozo al distinguirla vagamente desde una elevadísima montaña en el más remoto confín del horizonte. Así pues, el mortal llora también de santa alegría y esperanza al contemplar la bóveda celeste; porque siente que, ¡más allá de aquel espacio sin fin están los hermosos y resplandecientes umbrales de su patria eterna!

     -¡Magnífico!, exclamaron mister Brooke y el capitán, electrizados por las palabras del joven español.

     -La mente de este muchacho es un hervidero de sublimes ideas, pensó el ministro clavando los ojos en Eduardo.

     El lector no habrá olvidado, que Eduardo iba a indicar los medios que empleaban sus padres para contrarrestar los embates de las tribulaciones, [259] consecuentes al horrendo crimen que se perpetró en su casa; cuando la inesperada interrupción del ministró torció el cauce de la conversación. Pues bien, mister Mac-Kievet, que, a fuer de buen católico, sabía la clase de armas que nos suministra nuestra augusta Religión para salir triunfantes en nuestros mayores apuros; sin embargo, interesándose vivamente en todo lo referente a Eduardo, y a la familia de éste, deseaba que su joven compañero continuara su interrumpida materia, de modo que; volviéndose a sus dos compañeros, dijo con la sonrisa en los labios:

     -No pretendo trazaros el método que debe guardarse en el hilo de las discusiones, porque esto implicaría fatuidad en un hombre que, como yo, asiste como mero y pigmeo espectador a la lucha entre dos gigantes. Pero me permitiré haceros una observación.

     Nos parece ocioso advertir que la agudeza del capitán divirtió en extremo a sus dos amigos.

     -Sobrado motivo tiene el capitán de estar ufano en esta ocasión, comparándose con un pigmeo, respecto de nosotros, Eduardo, dijo mister Brooke con tono de chanza.

     -¿Por qué?, preguntaron sus dos interlocutores riéndose.

     -Porque en este caso, repuso el ministro fijando la vista en el capitán y siguiendo la metáfora de éste, vos sois un pigmeo que conducís a bordo de vuestra fragata; y al través de los mares, a dos gigantes que, sin vuestra cooperación [260] y por más elevada que sea nuestra talla, no saludarían nunca las costas de Inglaterra, ¿no es cierto, Eduardo?

     Un aplauso y una carcajada coronaron la feliz expresión del hijo de Escocia.

     -Ya lo veis, Eduardo, mister Brooke siempre está de broma. Con pasajeros como vosotros, señores; quisiera yo dar la vuelta al mundo, por largo y penoso que fuera el viaje.

     -Gracias, capitán, contestaron afectuosamente sus dos compañeros. Pero ¿cuál es la observación que queréis hacernos?, añadió el ministro sonriendo y lanzando una mirada a mister Mac-Kievet.

     -Eduardo iba a referirnos, respondió éste, cómo sus padres sobrellevaban las tribulaciones, y siendo éstas extensivas a todos los mortales, en mayor o menor grado, es bueno saber cuáles son los medios más eficaces para combatirlas con fruto. He aquí una materia que quizá no sea muy del agrado del ministro, pensó mister Mac-Kievet.

     En efecto, aquel hizo una mueca que ratificó la opinión del último.

     -En el firmamento de mi Religión, dijo Eduardo con acento de tristeza y accediendo a los ruegos del capitán, hay una fúlgida estrella que era la predilecta de mi familia en las grandes calamidades que alteraban el reposo y la alegría de mi casa. ¿Qué hacen, señores, los despavoridos pájaros cuando oyen el lejano mugido de una espantosa [261] tormenta? ¿No vuelan a posarse y guarecerse bajo la copuda y secular encina? Mis atribulados padres imitaban, pues, la conducta de las tímidas y cautelosas aves, es decir; corrían a refugiarse bajo el frondoso y sagrado árbol de la cruz. Del augusto emblema de nuestra redención extraían la rica miel que endulzaba la amargura de su espíritu, así como las pintadas y aéreas mariposas liban aquel precioso jugo del aromático y palpitante cáliz de las flores para su sustento y regalo. La contemplación de la imagen del Crucifijo infundía a mis apesadumbrados padres el valor de la heroicidad cristiana, que fuera de allí hubieran buscado en vano.

     Al pronunciar su última frase Eduardo llevó la mano a su pecho, apretándola con viveza contra su corazón (precisamente en el paraje en que llevaba oculto el Crucifijo de bronce con el cual selló los labios del moribundo Cooper). El vivo ademán y la animada expresión del rostro de nuestro héroe revelaban con harta claridad la idea que en aquel acto absorbía por completo su espíritu: «Aquí, debajo de mi mano está el sagrado objeto de mi puro y ardiente amor, decía en sus adentros el joven español, él es el que regula y recoge los latidos de mi corazón: y cuando este volcán de la vida se apague y convierta en fría ceniza, ¡ni aun entonces se separará de mi helado e inerte cuerpo!»

     -Ya hemos entrado otra vez de lleno en la senda del fanatismo, dijo en voz muy baja mister [262] Brooker haciendo un gesto de desagrado, y luego volviéndose hacia Eduardo añadió: ¿Han tenido, por fin, vuestros padres la rarísima virtud de perdonar a sus inhumanos verdugos? ¿Creéis que en los más recónditos pliegues de su corazón no alimentan una leve chispa de odio contra aquellos desalmados?

     -Mis padres son verdaderos católicos, señor ministro, repuso el joven con sequedad.

     -Vamos, ya he logrado amostazar a Eduardo pensó el ministro con cierto ademán de orgullo que trasparentaba su secreta y maliciosa satisfacción. No pongo en tela de juicio la acrisolada virtud de vuestros padres, Eduardo, porque no he dudado de ello un instante, dijo luego con mal disfrazada benevolencia.

     -Este hombre aguza su ingenio en vano para atenuar el efecto que sus impremeditadas palabras han causado en el ánimo del pobre Eduardo, dijo para sí el capitán lanzando una furtiva mirada al hijo de Escocia.

     Admiro tanto más la rara virtud de vuestros padres, Eduardo, prosiguió el ministro volviéndose al capitán; por cuanto yo, que no me creo desheredado de sentimientos humanitarios, he de confesar ingenuamente que estos hubieran impulsado hasta el punto de relegar al olvido un crimen perpetrado con tan cínica perversidad. Comprendo que pueda perdonarse una lamentable exaltación momentánea; mas no esos monstruosos engendros de la barbarie, cuya trama [263] se urde con tan sutil e infernal malicia como esas primororísimas telas que las arañas van elaborando lentamente para cazar y devorar en ellas a los sencillos e incautos insectos.

     -Por un sublime e inquebrantable precepto de mi Religión, observó el capitán, estamos estrictamente obligados a perdonar a nuestros enemigos, cualquiera que sea la enormidad de la ofensa que de ellos hayamos recibido.

     -El Catolicismo nos ofrece bellísimos ejemplos de magnanimidad que imitar, ministro, dijo Eduardo. En la vida de Jesucristo vemos a una mujer encorvada y gimiendo bajo la carga de sus numerosos y enormísimos crímenes que, torturada por el cruel e insufrible aguijón del remordimiento, corre desalada, y con su cabellera flotante y esparcida en desorden, en busca del Redentor. Al encontrarle, se arroja a sus pies loca de santo entusiasmo, se los riega con lágrimas de verdadero dolor, e imprime en ellos un ardiente beso como una chispa del incendio de puro amor que abrasa su pecho. ¿Cuál fue, pues, el proceder de Jesucristo en aquel acto? ¿Rechazó acaso con indignación a la insigne pecadora que tenía humildemente postrada y compungida a sus divinas plantas? No por cierto; sino que, como bondadoso Padre, vio que aquella hija de la cual había recibido tan monstruosos agravios y ofensas, estaba ya sinceramente arrepentida, y olvidando su pasado criminal, la estrechó amorosamente entre sus brazos. [264]

     -¡Qué lecciones tan saludables nos ha dejado la vida de Jesucristo!, exclamó el capitán interrumpiendo al orador.

     -¿Quién es capaz de comprender, señores, prosiguió éste, el grado de júbilo que inundaría el corazón de aquella insigne pecadora, al ver que el rostro de Jesucristo, lejos de reflejar la severidad de un Juez irritado e implacable al fulminar la sentencia de muerte contra el reo que tiembla ante su presencia como la hoja en el árbol, se apercibió, por el contrario, que de los ojos del divino Maestro brotaban lágrimas de ternura y de sus labios palabras de consuelo, de perdón y de esperanza?

     -En el Evangelio hay otro ejemplo relativo al punto que estamos tratando (que quizás sea más conmovedor que el que acabáis de citarnos), y prueba hasta dónde se extiende la divina misericordia, observó el capitán volviéndose al joven español.

     -¿Cuál es?, preguntó el ministro.

     -El capitán alude seguramente a la conversión del buen ladrón, ¿no es esto?, dijo Eduardo.

     -Cabalmente, repuso mister Mac-Kievet.

     -Dice bien el capitán, ministro, murmuró Eduardo clavando los ojos en el discípulo de Lutero. ¡Muchas veces he intentado en vano de representarme en mi imaginación con su vivo colorido, los últimos episodios del más desgarrador y trascendental de los dramas del drama del Calvario! Pero siempre he tenido que retroceder [265] de mi intento lleno de estupor y como si mis pies estuvieran próximos a resbalar hacia un horrendo precipicio.

     -Del calvario brotó el manantial del caudaloso y fertilizante río del Cristianismo, pensó el ministro.

     -En el Evangelio se lee, que dos malvados fueron condenados a expiar sus iniquidades en una cruz cabiéndoles el insigne e indignísimo honor de acompañar al Cordero sin mancha en tan infame suplicio. Pero (¡oh monstruosidad increíble!), aquellos dos hombres unían sus agonizantes voces a las de la muchedumbre inmensa, inicua, blasfema y estigmatizada con el más inaudito y execrable de los crímenes, la cual se agitaba y mugía al pie de la cruz del Salvador (iba a decir semejante a las olas del océano encrespadas por el huracán). Mas no, añadió Eduardo con vehemencia; ¡los espantosos aullidos y convulsiones de aquella turba vomitada del seno del infierno, no tienen símil adecuado en este mundo!

     -¡Muy bien!, exclamaron sus dos interlocutores.

     -Parece mentira, observó el capitán, que dos hombres próximos a morir fuesen tan insensatos para formar coro con el pueblo judío, en los denuestos, escarnios y sacrílegas amenazas que éste vociferaba contra la divina persona de Jesucristo.

     -¡Ah! Señores. ¿Cómo podremos nosotros [266] comprender jamás, por muy noble y compasivo que sea nuestro corazón, prosiguió nuestro héroe, que los divinos y cárdenos labios del Redentor, que poco antes de cerrarse para siempre debían de ser abrevados con hiel y vinagre por el pueblo deicida, destilaran gotas de miel hasta sus últimos instantes?

     -Esto es en efecto incomprensible, murmuró mister Brooke.

     -El opimo fruto de la postrera oración de Jesucristo a su eterno Padre en favor de sus inhumanos verdugos, prosiguió el joven, fue el divino resorte que movió a uno de los dos malvados que compartieron el afrentoso suplicio de la cruz con el Hijo de Dios: entonces fue cuando uno de los dos ladrones horrorizado de la enormidad de sus crímenes, y pisando ya los umbrales de la eternidad, buscó como el náufrago una tabla donde asirse. Pero ¿quién había de imaginar que del hediondo seno de la maldad y de la desesperación habla de salir instantáneamente la felicidad perdurable? ¿cómo era posible creer que el tenebroso abismo de una conciencia depravada sería disipado por un rayo de luz divina? ¡Qué lucha tan corta y terrible debió de sostener aquel hombre en sus adentros para acallar el grito desgarrador de su conciencia, y qué angustiosa perplejidad antes de decidirse a implorar, la clemencia de su divino compañero! Sin embargo el hilo de la vida iba a romperse...; era menester adoptar una resolución súbita, heroica, [267] irreparable, trascendental...; era forzoso y apremiante optar por la eternidad de las tinieblas, de la muerte y de los tormentos en compañía de Luzbel y de sus secuaces; o por la eternidad de la luz, de la vida y de las delicias en compañía de Dios, de los Ángeles y de los Santos... El Evangelio, ese libro el más auténtico, el más sencillo al par que profundo, el más interesante, moral, patético, inspirado, consolador, poético, elocuente de cuantos libros se han escrito en el mundo; el Evangelio, pues, nos dice que el ladrón eligió el camino del cielo. Por manera que volviendo con respetuosa timidez su moribundo rostro hacia Jesucristo, le reconoció por su verdadero y único Rey y Señor, suplicándole humilde y fervorosamente que no le olvidara al entrar en su reino. Entonces Jesucristo, lejos de pulverizar la cabeza de aquel famoso criminal con un rayo de su divina cólera, le prometió que aquel mismo día le llevaría consigo al paraíso.

     -Eso es admirable, respondieron a coro el ministro y mister Mac-Kievet.

     Aquel hombre, pues, continuó Eduardo, que pocos momentos antes merecía ser arrojado en lo más profundo del infierno por sus numerosos y abominables delitos, estaba ya purificado de ellos, e iba a gozar de las delicias de los predestinados. Eso es grande y asombroso, continuó el joven; esos rasgos de magnanimidad sólo son peculiares del divino Fundador del Catolicismo; [268] y así como los palacios de los magnates de la tierra se distinguen por su esplendor y magnificencia, así también en todas las obras de Jesucristo (Rey de los cielos) resplandece la auréola de la divinidad.

     -En vista de los actos y doctrina de Jesucristo, no comprendo que haya hombres que puedan poner en duda su divinidad; dijo el capitán.

     El ministro hizo un ademán de cabeza dando a entender que participaba de la misma opinión que mister Mac-Kievet.

     -Todos los instantes, palabras y actos de la vida de Jesucristo, contestó Eduardo, están revestidos de un aspecto milagroso: pero el sobrenaturalismo es, si cabe, más tangible en los últimos momentos de su vida, o sea durante su pasión y muerte, cuyas fases llevan tan profunda e indeleblemente impreso el sello de la divinidad, que deslumbran y desesperan a los que tienen la incalificable osadía de combatirla con sus sacrílegas palabras o escritos. A la manera que el astro del día, al trasponer su globo de fuego en el Occidente proyecta sus postreros y oblicuos rayos bañando de un subido color de rosa todo el horizonte que se inflama y centellea como una inmensa mole de hierro candente, del mismo modo el divino Astro, que cerca de veinte siglos ha apareciera en el horizonte de Judea, esparciendo un instante sus vivificantes y celestiales rayos, y sacudiéndolos a guisa de finísimas [269] hebras de oro sobre la tierra, despidió intensos e inextinguibles fulgores al eclipsarse en la cumbre del Gólgota... ¿Qué hecho más preclaro y asombroso que éste nos han legado los anales de la humanidad? Ninguno; porque las más brillantes fases de la historia antigua han llegado hasta nosotros, es cierto, pero muy debilitadas y oscurecidas por la distancia; más no sucede lo propio con el sacrificio que se consumó sobre el monte Calvario, pues del mismo modo que un peñasco, desgajado de una elevadísima cumbre, aumenta su movimiento y estruendo al rodar por la escarpada vertiente y a medida que va acercándose al umbroso y profundo valle; así también el eco de la pasión y muerte de Jesucristo, lejos de amortiguarse al atravesar las densas tinieblas del tiempo, retumba, por el contrario, con más fuerza, al ser arrastrado por la rápida y tumultuosa corriente de los siglos. Hoy, más de cuatrocientos millones de hombres, desde todos los puntos de la tierra, proclaman a voz en grito la divinidad de Jesucristo, y adoran su muerte y gloriosa resurrección, a la manera que las aves saludan la aparición de la sonrosada aurora con sus cotidianos y melifluos trinos.

     El ministro había escuchado atentamente las palabras de Eduardo, de las cuales se deduce lógica y cristianamente, que debemos perdonar de veras nuestros enemigos sin reparar en la índole y malignidad de la ofensa que estos nos hayan inferido. [270]

     Al hijo de Escocia no se le ocultaba que Jesucristo es el gran capitán de la milicia cristiana, cuyas divinas huellas estamos todos obligados a seguir si queremos perfeccionarnos y ser acreedores al premio eterno. Sin embargo el ministro no estuvo acorde con Eduardo en este punto. He aquí su contestación:

     -Jesucristo es un modelo tan grande, que todo nuestro empeño en querer imitarlo fuera más que ridículo temerario. ¿No nos reiríamos a la vez de despecho y compasión, de un pintor de brocha gorda que se propusiera parodiar con su tosco pincel las obras maestras (esos prodigiosos partos del genio) de esas lumbreras de las bellas artes?... No; no, continuó: nosotros como profanos e indignos de remontar tanto nuestro rastrero vuelo; debemos contentarnos, hasta cierto punto, en ser simples admiradores del inimitable dechado de perfección que nos ofrece la vida del Redentor del mundo; aspirar a más sería por nuestra parte necedad, vana presunción y delirio.

     Eduardo y el capitán se miraban silenciosos y como asombrados de las heréticas palabras de su compañero.

     -¡Pues, qué! ¿No sois de mi opinión?, añadió el ministro viendo el efecto que sus frases habían producido en el ánimo de sus dos amigos.

     -El capitán y yo estamos tan distantes de pensar como vos en este punto, como lo está el [271] cielo de la tierra, repuso Eduardo después de una breve pausa.

     -Dios me libre de participar de sus ideas, dijo para sí el capitán mirando de reojo al ministro.

     -¿Cuáles son, pues, vuestras ideas, sobre esta materia?, preguntó mister Brooke clavando los ojos en el joven español.

     -¿Habéis olvidado, ministro, respondió éste, que los mártires cifraron toda su dicha y encontraron toda su fortaleza en la imitación de Jesucristo? ¿Qué otro norte ha podido guiar a esas pléyades de héroes cristianos de todos los tiempos, sexos, edades y categorías, más que el glorioso símbolo de nuestra redención enarbolado en la cima del Calvario? ¿Qué diríamos, señores, de un ejército que capitaneado por un bizarro general, dejara que éste asaltara solo la plaza enemiga, y cruzándose de brazos se contentara simplemente con admirar la proeza de su jefe? ¿No diríamos que aquel ejército se ha cubierto de oprobio con su vergonzosa y cobarde conducta? ¿No le acusaríamos de alta traición por no haber secundado el rasgo heroico de su general, abandonándole a perecer en manos de sus adversarios? Pues bien; en la milicia cristiana sucedería lo propio si los que a ella nos envanecemos de pertenecer, no siguiéramos los pasos de Jesucristo (nuestro Capitán) para asaltar la fortaleza del cielo triunfantes de todos nuestros enemigos.

     -Es cierto, Eduardo; repuso el capitán. [272]

     Aquí concluyó la conversación de nuestros tres personajes.



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- XIV -

     Pocos días después de lo que antecede, la fragata Lord Efingham, con las velas tendidas y graciosamente redondeadas por la brisa de las regiones intertropicales, enderezaba su obtusa proa hacia la isla de la Trinidad; pequeña isla inhabitada del Atlántico, cuya posición geográfica es a los 20° 30' latitud sur, y a los 25° 38' longitud oeste.

     Es indescriptible el placer que experimentaron Eduardo y el ministro al descubrir aquel pedazo de tierra, sobrenadando en medio del océano, al cabo de cuatro meses de navegación, en cuyo largo intervalo la continuidad de la línea que trazaba el mar al confundirse con el horizonte, no era interrumpida en ningún punto, más que rarísimas veces por los mástiles de algún buque que se divisaba en lejana perspectiva.

     La isla de la Trinidad es muy rica en manantiales: esta circunstancia fue la que impelió al capitán a querer tomar agua en aquel punto.

     Al declinar, pues, de una deliciosa tarde de mayo y a favor de una fresca y apacible brisa, la fragata inglesa se fue acercando al sur del predicho islote; y cuando estuvo a unas dos o trescientas brazas de distancia de él, se puso al pairo enfrente de una enorme y pelada roca, casi cortada a pico, la cual tenía en su seno, o [273] sea a diez o doce metros sobre la superficie del mar una ancha y profunda hendidura o grieta por donde brotaba un grueso chorro de agua cristalina que caía en forma de cascada, semejante a una lluvia de diamantes sobre una alfombra de zafir recamada de plata, y cuyo estrépito era perceptible a una respetable distancia.

     El capitán mandó echar dos botes al mar, y en poco tiempo se llenaron todas las pipas de a bordo de agua potable de superior calidad.

     Sólo faltaba ya abastecerse de víveres, cuya poco menos que absoluta carencia constituía la negra y eterna pesadilla del despensero, puesto que como dijimos en otro lugar de nuestra historia, el ánimo del pobre hombre fluctuaba entre el temor y la esperanza. Empero la aurora de esta última no tardó en asomar al horizonte, porque al día siguiente y a poco de amanecido, un bergantín español cruzó por delante de la fragata y sacó al despensero de su apuro.

     Mister Mac-Kievet hizo seña al bergantín de ponerse al habla; y al comunicarse con él supo que era procedente de las costas brasileñas, y que tenía a su bordo cuantas vituallas podían necesitar nuestros navegantes; de modo que al cabo de dos horas estos tenían provisiones cuando menos para dos meses (tiempo que se consideraba suficiente para que la fragata pudiese abordar el litoral británico), de varios artículos consistentes en conservas de carne, arroz, galleta, azúcar, té, etc. [274]

     El buque español fue visitado por Eduardo y sus dos compañeros, quienes obtuvieron la más benévola acogida de su capitán y pilotos.

     Nuestro héroe pasó un rato sumamente agradable en compañía de sus compatriotas; y no pudo menos de enternecerse al pensar en su patria y en sus amados padres.

     Así, pues, nuestros tres personajes regresaron a bordo del Lord Efingham, agradecidísimos del simpático y cordial recibimiento que se les había hecho en el bergantín.

     -Se dice que los marineros españoles son poco galantes, Eduardo (dijo el ministro así que entró en la fragata con sus dos compañeros); he aquí, pues, una excepción de la regla, añadió designándoles algunos tripulantes del bergantín español que a la sazón estaban sentados sobre la baranda de éste.

     -El suelo español es demasiado fecundo en toda clase de productos agrícolas para que no crezca en él la flor de la galantería, repuso el joven con una sonrisa.

     -¡Muy bien! Eduardo, murmuraron sus dos interlocutores aplaudiendo la idea de nuestro héroe.

     Aquella misma noche nuestro triunvirato se hallaba reunido como de costumbre en la cámara del capitán, en donde había muy a menudo una densa niebla artificial formada por las tres columnas de humo que salían, casi sin interrupción, de las pipas en que fumaban nuestros [275] tres individuos con asiática majestad y delicia.

     -Apostaría mi cabeza a que Eduardo está ya meditando su plan de ataque para esta noche, dijo el ministro viendo a su joven compañero muy pensativo.

     -Sois un excelente fisonomista, ministro, replicó Eduardo sonriéndose. Ciertamente ahora alimentaba mi pensamiento con un punto de controversia religiosa que es de las más interesantes y que desearía que ventiláramos juntos.

     -¿Y cuál es ese punto?, preguntó el ministro lanzando una escudriñadora mirada al joven español.

     -Si mi presencia ha de serviros de estorbo en vuestra polémica, voy a salir de aquí, dijo el capitán levantándose del sofá.

     -No capitán, respondieron a coro sus dos interlocutores. Quedaos, añadió el ministro tirando blandamente del brazo a mister Mac-Kievet hasta que éste volvió a sentarse. En toda representación son necesarios los espectadores; y vos, capitán seréis además nuestro censor para aplaudirnos o silbarnos, ya desempeñemos bien o mal nuestro respectivo papel. Nada satisface más el amor propio y estimula tanto a los actores a lucir sus brillantes dotes artísticas en nuestros teatros, como el ver un lleno completo al levantarse el telón. ¿Por qué se batían con tan prodigioso valor los gladiadores romanos en los circos? Porque estaban rodeados de un público numeroso que contemplaba y aplaudía con entusiasmo [276] su bravura. ¿Qué era lo que enardecía a los arrogantes e intrépidos caballeros de la edad media en los torneos, donde luchaban con la elasticidad de la ardilla, la astucia de la serpiente y la hidalguía y fiereza del león? ¿No era acaso por los bellos ojos de las damas que presenciaban y coronaban sus proezas?

     Mientras que el ministro hablaba, el capitán y Eduardo pusieron en juego el telégrafo de su vista, haciéndose mutuamente significativos guiños como si hubiesen querido decirse: «A qué conduce la sempiterna palabrería de ese hombre».

     -¿Cuál es, pues, el tema de vuestro sermón de hoy, Eduardo?, prosiguió el hijo de Escocia con tono de chanza y lanzando una furtiva mirada a su joven interlocutor.

     -Voy a hablaros del culto de los Santos, respondió este con seriedad.

     -Buen tema ha escogido Eduardo ministro, observó el capitán despidiendo una espiral de humo por un ángulo de su boca, y dejando la pipa encima la mesa.

     -El culto de los Santos es una de vuestras mayores supersticiones, dijo el hijo de Escocia mirando a sus dos camaradas. En la Reforma tenemos hombres ilustres, virtuosos y hasta mártires, y nunca se nos ha ocurrido, ni se nos ocurrirá en lo sucesivo, erigirles altares en nuestros templos. ¿No echáis de ver que esto es deificar las aciones humanas, que por más meritorias, [277] sublimes y heroicas que sean, siempre tenemos que han sido ejecutadas por seres viles y abyectos gusanos, e indignos, por lo tanto, de que se les eleve al rango de dioses? Vosotros, señores católicos, profesáis el politeísmo sin advertirlo; porque ¿qué significa esa caterva de imágenes con que adornáis vuestros templos y ante las cuales os prosternáis y oráis como pudierais hacerlo en presencia de la misma Divinidad? ¿No es verdad que vuestro modo de obrar en esta parte tiene mucho de ridículo y un si es no es de ateo?

     El lenguaje heterodoxo de mister Brooke (que es desgraciadamente el mismo que emplean en nuestros tiempos algunos que de católicos sólo tienen el nombre) entristeció profundamente a Eduardo y al capitán, quien volviéndose al ministro dijo:

     -¿Dónde están, pues, vuestros santos? ¿qué milagros han obrado?

     -¿Y quién de vosotros puede asegurarme que esos esforzados campeones objeto de vuestro culto, y cuya memoria perpetuáis en esas imágenes de barro, madera, bronce o mármol (algunas de ellas de pésimo gusto artístico por cierto), han obrado esos portentosos milagros que sólo son del exclusivo arbitrio, potestad e incumbencia del Omnipotente? ¿No os está indicando el sentido común que con el don de milagros o de sobrenaturalismo que suponéis y adoráis en la [278] criatura, cercenáis insensatamente uno de los mayores atributos de la Divinidad?

     Hasta este momento Eduardo no había despegado los labios, pero entonces imploró la asistencia de la gracia divina para derribar con el potente soplo de la doctrina y humildad cristianas el herético edificio sin cimientos que acababa de levantar el discípulo de Lutero.

     -No creo que pretendáis borrar las infinitas páginas ensangrentadas sí, pero por lo mismo muy brillantes, que nos ofrece la historia de los primeros siglos del Cristianismo, dijo el joven español fijando la vista en su rival.

     -¿Y quién ha tenido tan incalificable pretensión, Eduardo?

     -Vos, ministro.

     -¡Yo!, exclamó éste abriendo desmesuradamente los ojos y clavándolos en su joven antagonista.

     -Sí, vos, repitió éste:

     -Probádmelo, Eduardo, probádmelo:

     -¿No nos acabáis de decir que los Santos son para nosotros (¡Dios mío! ¡Purificad mi lengua en este instante!), más bien objeto de superstición que de veneración?

     -Lo he dicho, y os lo repetiré hasta la saciedad, repuso secamente el interpelado.

     -¿Habéis olvidado, ministro, que la semilla del Cristianismo fue fecundada y regada con la sangre de los millones de mártires que en los [279] siete primeros siglos de nuestra era, y por amor a Jesucristo, pusieron gozosos sus inocentes cuellos bajo la desapiadada hacha de los verdugos del Capitolio romano, a cuyos pies gemía abyecta aherrojada la humanidad entera? ¿Cuál fue en los primitivos tiempos de la Iglesia el más poderoso, argumento para atraer hacia ella a los gentiles, que la constancia, la resignación, el valor y el heroísmo con que las ilustres víctimas de la fe soportaban toda clase de privaciones, sufrimientos y horrorosos suplicios? ¿No debía de ser un espectáculo en extremo conmovedor hasta para los corazones más empedernidos, el contemplar como tantas vírgenes, débiles por su sexo y arrancadas brutalmente del seno de sus familias, marchaban con incomprensible firmeza y alegría hacia el sitio del tormento, y al llegar allí, con sin igual intrepidez se arrojaban en las hogueras, cuyas voraces llamas debían consumir sus tiernos y castos cuerpos, o en los circos, donde mil horribles y rugientes fieras iban a despedazar sus entrañas?

     -¡Muy bien! Eduardo, exclamó el capitán.

     -Nunca he puesto en duda el heroísmo de los mártires del Cristianismo; pero esto no es tampoco una razón válida y admisible para endiosarles y pedirles cosas naturales; por ejemplo la lluvia en tiempo de sequía, la paz en tiempo de guerra, la salud en nuestras enfermedades, las riquezas, la tranquilidad de espíritu, y toda esa interminable retahíla de gracias que los católicos [280] pretendéis alcanzar de esos hombres, que no negaré que estén en el cielo, antes bien lo creo con toda seguridad, pero que no tienen ciertamente las omnímodas y latísimas facultades que vosotros queréis concederles.

     -En nombre del cielo, ministro, no ensartéis más disparates, dijo Eduardo con tono suplicante.

     -Disparates según vuestra doctrina, Eduardo; pero juiciosas sentencias según mi profesión de fe, respondió su interlocutor con aspereza.

     -¡Cómo se conoce que no habéis pedido ni recibido nunca ningún beneficio por intercesión de los Santos!, observó el capitán lanzando una mirada al discípulo de Lutero.

     -Y vos, capitán, ¿qué favor habéis alcanzado por conducto de los Santos?, murmuró el hijo de Escocia clavando sus ojos en el rostro de mister Mac-Kievet.

     -¡Oh! Sí, ministro; más de una y más de dos, repuso éste con entusiasmo; pues como podéis suponer, en mi larga carrera de marino me he visto en gravísimos apuros, y siempre he salido bien librado de ellos invocando a la santísima Virgen y a mi patrón san Patricio. ¿Quién creéis que salvó nuestras vidas en la horrorosa tempestad del cabo de Hornos?, añadió.

     -Es ciertísimo, contestó nuestro héroe, que aquella noche debía ser la última para nosotros sin la visible protección de la Emperatriz de la gloria. [281]

     A estas palabras, el discípulo de Lutero lanzó una oblicua mirada a sus dos interlocutores, hizo un ademán de incredulidad; y apretando con los dientes el tubo de su pipa, corrigió la expresión de desdeñosa sonrisa que se dibujó en sus labios diciendo:

     -Sólo Dios, señores, tiene el poder de apaciguar o enfurecer los elementos cuándo y cómo le place. No seáis del número de esas gentes crédulas que doblegan su débil y ofuscada razón bajo la férrea mano de esos déspotas de las inteligencias. No, hoy estamos ya demasiado inundados de luz para que no se perciban a simple vista esas manchas con que algunos pretenden afear el rozagante manto de la cultura y civilización que nos rodean. Afortunadamente han pasado ya aquellos tiempos en que la razón humana estaba avasallada y envilecida por los monopolizadores de las luces científicas.

     -Conviene que sepáis, ministro, respondió el joven español, que los católicos veneramos e invocamos a los Santos para mayor honor y gloria de Dios, y que solamente nos valemos de ellos como de mediadores para obtener las gracias que deseamos alcanzar del cielo. ¿No vemos que en las monarquías de la tierra se apela muchas veces al valimiento de un ministro favorito para impetrar con más eficacia la clemencia o protección del Soberano? ¿No nos parecería muy natural y justo que un príncipe acogiera con paternal solicitud la petición de aquel súbdito que [282] llevara su comisión y fidelidad hasta exponer noblemente su vida en defensa de su real persona? ¿Por qué no hemos de conceder, pues, que Dios se complace extremadamente en dispensar sus gracias a las criaturas que se las pidan por mediación de sus Santos que son sus ministros predilectos y que han derramado hasta la última gota de su sangre en defensa de la Religión?

     -En efecto, dijo el capitán.

     -Pero ¿quién ha visto jamás los milagros obrados por intercesión de los Santos?, insistió mister Brooke. Yo no acierto a ver en todo esto más que la superstición llevada hasta sus últimos límites.

     -Comprendo, hasta cierto punto, que los protestantes califiquéis de absurdo lo que no es más que una lógica consecuencia de la religión católica; es disculpable que el ciego de nacimiento se equivoque palmariamente en la distinción y clasificación de los colores; y que el que tiene el paladar gastado por los manjares condimentados con exceso no pueda apreciar con exactitud los diversos sabores de las sustancias alimenticias.

     -De modo, que según vos, Eduardo, ¡los protestantes no tenemos completamente expedito el uso de los sentidos de nuestro cuerpo!, se apresuró a responder el ministro con ironía.

     -No; no es este el sentido del lenguaje de Eduardo, observó cándidamente el capitán mirando al ministro y designándole el joven español. [283]

     -Harto sabe el ministro que soy enemigo de usar palabras anfibológicas en tratándose de puntos tan esenciales como el que estamos ventilando.

     El ministro movió la cabeza afirmativamente.

     -Lo que yo quería demostrar, prosiguió el joven, era que Dios obra a menudo milagros por medio de sus Santos; lo que los protestantes os empeñáis tenazmente en negar. Y sino, decidme, ministro: ¿por qué las llamas o las fieras deponían su natural voracidad respetando y aun acariciando los cuerpos de los mártires que se les arrojaban para pasto? Leed y meditad las vidas de los Santos del Catolicismo, y veréis que en todas épocas el cielo prodiga a los mortales insignes favores por intercesión de aquellos esclarecidos y heroicos varones: unos sanan enfermos, otros convierten obstinados pecadores; estos aplacan la ira celeste librando a los pueblos de los horrores de la peste, del hambre, de la guerra, de los terremotos... ¿qué más? aquellos vuelan a las más remotas e inhospitalarias regiones del mundo para catequizar a los pueblos que todavía yacen sumidos en las sombras del error, del oscurantismo, ¡de la barbarie! Nada, nada es capaz de contener el santo celo de esos insignes Apóstoles, los cuales rompen todos los dulces lazos de familia y de la amistad renunciando a las comodidades, riquezas, honores y hermosura con que el mundo les brinda en dorada copa; todo, todo es desechado, hollado y pospuesto por [284] esos hombres consagrados exclusivamente al servicio y defensa del Catolicismo, que no tienen otro móvil, otro deseo, otro consuelo, otra esperanza ni otra recompensa que la conversión de sus semejantes a costa de inauditas penalidades y aun de su propia vida.

     Los ojos del capitán expresaron una indecible satisfacción al oír la brillante apología de Eduardo acerca los milagros y virtudes de los Santos.

     -En vista de lo que acabo de exponeros, prosiguió el joven; ¿persistiréis en vuestra opinión de que el lugar que el Catolicismo asigna a los Santos ataca a los fueros de la razón y es antitético con el estado de la sociedad contemporánea?

     -Por más datos y razones que aduzcáis y acumuléis en pro de vuestra tesis, Eduardo, siempre hallo exageración en la importancia que concedéis a vuestros Santos, respondió el discípulo de Lutero. Y luego, como esquivando hábilmente la contestación al principal argumento que se le proponía, añadió: ¡Pues qué! ¿Ignoráis que los misioneros protestantes se ocupan también infatigablemente en la conversión, cultura y civilización de las tribus salvajes y antropófagas? Id a la California, a la China, a la India; y en todas partes tropezaréis con celosos ministros dedicados a la conquista de almas para el Cristianismo.

     -Pero ¡cuánta diferencia va de vuestros misioneros a los nuestros!, observó el capitán. [285]

     -¿Por qué?, murmuró el ministro con sorpresa.

     -Porque los vuestros residen generalmente en las ciudades rodeados de su familia y disfrutando de una buena renta; mientras que nuestros misioneros viven en medio de los bosques o de los desiertos; a menudo, sin otro elemento que algunos vegetales, sin más casa que la inclemencia y sin otra compañía que los salvajes o las fieras.

     -Exageráis, capitán, replicó el hijo de Escocia, como si hubiera querido desviar el golpe que con tanto acierto le asestó mister Mac-Kievet. No, no es raro encontrar a nuestros ministros en medio de las hordas incivilizadas e indómitas imponiéndose todo linaje de privaciones y sacrificios.

     -Es posible que algunos de vuestros colegas lleven sus excursiones catequísticas hasta el centro de las regiones bárbaras; pero en este caso, ¿cuáles son los países que han convertido? ¿Dónde está la huella de la propaganda hecha por vuestros misioneros?, dijo el joven español. Y añadió: antes que apareciera en el mundo vuestra secta, ya habían salido del seno del Catolicismo legiones de soldados del Evangelio precedidas del pacífico y glorioso estandarte de la cruz y capitaneadas por los fundadores de dos insignes órdenes religiosas que luego sembraron la semilla cristiana en el imperio de Marruecos, la Persia y la Turquía; y hoy, las pisadas, y las [286] palabras llenas de unción evangélica de los misioneros católicos resuenan por todos los climas y países de la tierra.

     -Y todos esos hombres son santos; ¿no es verdad, Eduardo?, repuso el ministro sonriéndose.

     -No puedo ni intento afirmaros tal cosa; pero lo que sí puedo aseguraros, es que el catálogo de nuestros Santos ha tenido un notable aumento con los nombres de los muchos mártires de la fe que han producido nuestras misiones.

     -Por manera, que siguiendo a este paso, respondió mister Brooke con maliciosa intención, dentro de pocos años os veréis obligados a agrandar considerablemente vuestras iglesias, so pena de no poder albergar en ellas al sinnúmero de Santos nuevos que vayan ingresando en vuestro martirologio. ¿No es mil veces preferible la sencillez que se observa en nuestros templos, que no los adornos de que están atestadas las paredes de los vuestros?

     -Por favor no nos habléis de vuestros templos, ministro, replicó bruscamente el capitán. El corazón se hiela al penetrar en ellos y sobre todo al presenciar vuestras frías ceremonias.

     El ministro acogió estas palabras con marcada frialdad, y volvió el rostro al capitán diciéndole con tono ofendido:

     -Ya se ve, los católicos creéis adorar mejor a Dios encendiendo una profusión de cirios, quemando mucho incienso y con los lujosísimos hábitos [287] pontificales de vuestros sacerdotes. No, señores, no consiste en eso la verdadera adoración de la Divinidad, añadió suavizando la voz.

     -Para convenceros de vuestro error en esta parte, dijo Eduardo mirando al ministro; no tenéis más que comparar la impresión que siente el ánimo entrando, por ejemplo, en la basílica del Vaticano de Roma o en la de San Pablo de Londres cuando se están ejecutando las ceremonias con que se solemnizan las grandes festividades del Cristianismo; ambos templos son suntuosos, colosales; verdaderas obras maestras de arquitectura, es cierto; ambas ceremonias nos recuerdan alguno de los augustos misterios de la religión del Crucificado, también es cierto; pero al penetrar en el primer edificio el ánimo queda como arrobado y aquella indefinible impresión de grandiosidad religiosa se imprime fuertemente en vuestra mente y dura toda vuestra vida, mientras que hallándoos dentro del segundo templo, vuestro corazón experimenta un vacío sensible que contrasta con la grandeza de los objetos que se presentan a vuestra vista, y al salir de allí se os borra el recuerdo con la misma facilidad y presteza que un surco trazado sobre la superficie del mar.

     -¡Cualquiera diría que habéis estado en Roma y en Londres, Eduardo!, observó el ministro con acento socarrón.

     El capitán y Eduardo se sonrieron de la ocurrencia de su compañero. [288]

     -Aunque no haya estado en mi vida en Londres ni en Roma; con todo las relaciones de varios viajeros que conozco personalmente vienen en apoyo de mi aserto. Pero en defecto de esta prueba debo deciros, que antes de ir al Perú tuve ocasión de visitar en Francia algún templo protestante, y no he salido de allí muy edificado que digamos.

     -Esto no prueba sino que cuando penetráis en uno de nuestros templos abrigáis muy de antemano una tonta prevención contra lo que vais a ver en su interior. Todo lo de este mundo es susceptible de presentar distintos aspectos, Eduardo, según el prisma bajo el cual lo observemos. Así no es de extrañar que lo que para unos es menospreciado y aborrecible, para otros sea encomiado e idolatrado; todo depende de nuestro modo de pensar y juzgar las cosas.

     -No soy de vuestra opinión, respondió el joven español.

     -Pues ¿cuáles son vuestras ideas acerca este punto?, preguntó mister Brooke.

     -He aquí mi opinión lisa y llana respecto al asunto que nos ocupa, contestó Eduardo: el hombre consta de alma y cuerpo; éste transmite a aquélla las impresiones de los objetos del mundo material; de modo que una gran parte de ideas y afectos que elabora nuestro espíritu tienen su origen en las sensaciones recibidas de los objetos que nos rodean.

     -¿Adónde vais a parar con vuestra ideología?, [289] observó el ministro sonriéndose e interrumpiendo bruscamente a su interlocutor.

     A esta aberración, el capitán y Eduardo cruzaron una mirada risueña.

     -He aquí mi punto objetivo, ministro, repuso el joven español. El hombre por su misma naturaleza necesita fijar constantemente sus ojos en todo lo que le recuerde las grandezas y misterios de su religión; ¿y qué objetos pueden elevar más el entendimiento y conmover el corazón, que esas bellas y venerandas imágenes que adornan los altares de nuestras iglesias?

     -¿Qué replicáis a esto, mister Brooke?, preguntó el capitán expeliendo una espesa columna de humo por el ángulo izquierdo de su boca.

     -Digo que no tenemos necesidad de imágenes artificiales para sublimar nuestras ideas y afectos hacia la Divinidad. Más fruto saca el hombre en sus meditaciones, colocándose en la cima de una montaña desde donde abarca de una ojeada una pequeña parte de las grandiosas obras del Autor de la naturaleza, que no encerrándose en el mezquino espacio de un edificio; llámese éste San Pablo de Londres o San Pedro de Roma, que para el caso es indiferente.

     -¡Que mucho que los iconoclastas del siglo XVI prefieran adorar a Dios al aire libre como lo verifican los salvajes!, observó Eduardo.

     -No recuerdo precisamente la significación histórica de la palabra iconoclastas, interrumpió el capitán volviéndose a Eduardo. [290]

     -Esta palabra procede de una secta de herejes que en la edad media se renovó desplegando un satánico furor en derribar y destruir todas las sagradas imágenes que caían bajo sus manos.

     -Tenéis razón, Eduardo, ahora acude a mi memoria este hecho histórico.

     Durante este pequeño incidente, mister Brooke parecía impacientarse por continuar la polémica con su joven compañero al cual lanzó una mirada diciendo:

     -Lo más racional es que se adore a la Divinidad en su propio palacio; ¿y cuál es el palacio más digno de hospedar y ensalzar a Dios más que aquel que el mismo ha fabricado con su omnipotente brazo, teniendo por techumbre el cielo, por luces los millones de astros esparcidos por el espacio infinito como polvo de reluciente oro, por música el gorjeo de las aves o el bramido de los elementos, y por pavimento los mares y continentes?

     -El ministro quiere echarlas de poeta, dijo para sí el capitán.

     -¿No habéis reparado, querido ministro, el efecto que produce en el ánimo la vista de un soberbio edificio, por ejemplo, el palacio de cristal de Londres, o la esplendidez de la corte de un magnate?, contestó nuestro héroe. Sin embargo, todos sabemos muy bien que el edificio de la naturaleza sobrepuja a todo lo más grande y primoroso que sale de la mano del hombre hasta un grado que excede infinitamente nuestro [291] cálculo; a pesar de ello vemos a cada paso que muchos hombres se extasían a veces ante las más insignificantes obras del arte, sin que les causen la menor admiración y asombro las grandiosas e innumerables maravillas que encierra la inmensa máquina del universo.

     El ministro hizo un gesto de incredulidad y el capitán movió la cabeza con ademán afirmativo.

     -Empero no consiste en esto todo, prosiguió el joven español; puesto que si bien por la contemplación de las obras de la naturaleza podemos remontarnos hasta el conocimiento de la existencia absolutamente necesaria de su Autor, con todo la noción positiva que tendríamos de él sería muy insuficiente para que pudiéramos adorarle como es debido; y nos expondríamos a incurrir, en esta materia, en mil groseros y abominables absurdos como sucedió con el politeísmo a despecho de las elucubraciones filosóficas de los sabios de la antigüedad. Además, el mundo sensible nada nos revela acerca nuestro origen y nuestro fin, dejándonos, por lo mismo, completamente a oscuras tocante al punto que más nos interesa. He aquí, pues, la necesidad de la revelación y de que erijamos templos y altares a los objetos sensibles que simbolizan las verdades de nuestras creencias. Por esto vemos que el pueblo hebreo, único depositario de la doctrina revelada, se apresuró a construir el magnífico templo de Salomón, custodiando en su espaciosísimo recinto el arca santa con todo el esplendor que [292] requería tan sagrado objeto. ¿Cómo podríamos representarnos con más viveza la pasión y muerte de Jesucristo, que concentrando nuestra mirada en los trofeos e instrumentos con que el pueblo deicida martirizó y crucificó al Hombre Dios? ¿y qué otra cosa más a propósito que una piadosa imagen o efigie de éste para excitar en nuestra mente nuestra más tierna compasión, amor y agradecimiento? ¡Oh! ¡Qué consuelo encuentra el cristiano moribundo teniendo el Crucifijo fuertemente asido entre sus crispadas y enflaquecidas manos! ¡Cómo la fe de aquella alma que va a abandonar esta triste mansión, anima el mármol, el bronce o la madera de que está formada la sagrada imagen! ¡Cómo la mira y contempla, habla, besa y encuentra en ella su fortaleza y amparo para salir triunfante en su último y supremo combate contra las potestades infernales!

     -Bien dicho, Eduardo, murmuró el capitán.

     -Con la Biblia en la mano puede alabarse y adorarse a Dios del mejor modo posible, dijo el ministro lanzando una mirada a su joven compañero. Allí hallaréis majestuosa y poéticamente amplificadas todas las nociones apetecibles sobre el Ser supremo.

     -Excelente medio de meditar la doctrina revelada y la vida de Jesucristo nos suministra la sagrada Escritura; pero es también indispensable que los fieles tengan un punto de reunión donde puedan orar juntos, y donde se ofrezcan a [293] su vista representaciones corpóreas y emblemáticas de los sagrados objetos a que deben rendir culto. ¿No vemos que se erigen estatuas y panteones a los hombres ilustres para que sus proezas o escritos trasciendan a la más remota posteridad? ¿Quién es, pues, más acreedor a que se inmortalicen sus divinas obras y doctrinas que Jesucristo regenerador de la humanidad? Justo, justísimo es, por lo tanto, que dediquemos a su memoria grandes templos donde podamos tributarle todos los obsequios y adoración que le corresponden; porque nosotros los católicos, ministro, poseemos el cuerpo de Jesucristo real y verdaderamente sobre nuestros altares, añadió Eduardo.

     -He aquí una cosa que no puede conciliarse absolutamente con la razón: Jesucristo está en el cielo, y por lo tanto no puede hallarse simultáneamente en tantos puntos cuantas son las iglesias católicas desparramadas por toda la superficie del globo, repuso el hijo de Escocia. Los protestantes somos más lógicos en esta materia, puesto que creemos que en el cenáculo el Hijo de Dios encargó encarecidamente a sus discípulos que celebraran la Pascua en honor y conmemoración de su venida al mundo; pero de ningún modo les dijo que les daba en manducación su propio cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino: ¿no encontráis que esto es imposible?

     -¡Imposible!, exclamaron sus dos interlocutores escandalizados. [294]

     Hubo una breve pausa en cuyo tiempo cada uno de los dos contrincantes parecía afilar sus respectivas armas para lanzarse nuevamente al combate con mayor denuedo.

     -No hablemos con tanta ligereza de un dogma de mi religión, señor ministro, repuso Eduardo. Vos creéis, como yo, que Jesucristo vino al mundo y murió enclavado en una ignominiosa cruz para redimirnos, ¿no es verdad?

     Mister Brooke respondió con una profunda inclinación.

     -Pues bien, continuó el joven español mirando a su adversario, sondead si podéis la inmensidad del océano de amor hacia la criatura que movió a Jesucristo, es decir, al Hijo de Dios (ante cuya presencia se prosternan y tiemblan los cielos, la tierra y los infiernos) para encarnarse en el seno de una Virgen y nacer en una miserable choza de Judea.

     -En efecto, éste es un acto de humillación incomprensible, dijo el ministro.

     -Empero no para aquí el anonadamiento de Jesucristo para con el hombre; sino que durante su corta vida predicó la doctrina más pura, más sublime y más santa que cabe imaginarse; obró varios milagros, ora resucitando muertos y curando enfermos de cuerpo y de espíritu; y por último cargando sobre sus divinos hombros el peso de todos los crímenes cometidos por la criatura y de los que ésta pudiera cometer en adelante, quiso ser inmolado como víctima expiatoria [295] de todas nuestras iniquidades para aplacar la cólera de su divino y coeterno Padre, y restablecer con mayor intimidad que antes la unión entre el cielo y la tierra que había destruido el pecado original.

     -Es verdad, murmuró el capitán.

     -Hasta ahora nada tengo que objetaros, Eduardo, repuso el hijo de Escocia; pues los antes protestantes creemos todo eso, y admiramos y adoramos tanto o más que los católicos a los dos misterios de la encarnación y la redención. Pero en estos misterios no sé ver ninguna analogía con la realidad del Sacramento eucarístico, tal como la interpretáis y pretendéis los papistas.

     -¿Decís que no halláis analogía y afinidad entre los dogmas de la encarnación y de la cruz con el de la sagrada Eucaristía?, replicó el joven español.

     -Yo no encuentro ninguna; y no atino el motivo por qué vos, Eduardo, insistís tanto en ello.

     -Pues estáis en un gravísimo error, ministro.

     -¿Por qué?

     -La razón es muy obvia: si Jesucristo ha llevado su abnegación y amor hacia nosotros hasta revestirse de nuestra frágil humanidad y sacrificarse en la cima del Calvario; ¿hay nada más natural que la creencia de que nos ha dejado su sacratísimo cuerpo y sangre como prenda o en rehenes de nuestro rescate de la esclavitud del pecado? Y no digáis que es imposible que Jesucristo [296] esté a un tiempo en el cielo y sobre nuestros altares; porque si reconocéis su divinidad tenéis que aceptar su omnipotencia; y ante ésta se eclipsa todo lo que nos parece imposible como a la presencia de la luz se desvanecen las más negras sombras. Por lo demás, bien claras, concisas y terminantes son las palabras que el divino Maestro dirigió a sus amados discípulos poco antes de separarse de ellos para ir a cumplir la voluntad de su Padre: «Este es mi cuerpo y esta es mi sangre, dijo Jesucristo a sus Apóstoles en la última cena y dándoles a cada uno un pedazo de pan y un poco de vino». Y añadió: «En verdad os digo que el que no comiere mi cuerpo o no bebiere mi sangre, no entrará en el reino de los cielos».

     -¿Y quién puede poner en duda la veracidad de estas consoladoras palabras?, observó mister Mac-Kievet.

     -Poco a poco, Eduardo, contestó el ministro con viveza. Jesucristo acostumbraba hablar a sus discípulos en lenguaje parabólico; y así no es de extrañar que el sentido literal de las palabras del Redentor en la celebración de la Pascua, no sea interpretado por nosotros del mismo modo que por los católicos.

     -Las ambigüedades en el Nuevo Testamento y en un punto tan trascendental repugnan al sentido común; este principio ilógico es precisamente la falsísima base sobre que descansa el edificio de vuestra secta; y por esto la veis subdividida [297] en tantas otras: pues como todas quieren interpretar los pasajes de la Biblia a su antojo resulta de ahí que hay tantas creencias cuantas son las personalidades.

     Es cierto que en el Antiguo Testamento vemos muchas alegorías: así, por ejemplo, el sacrificio de Isaac sobre el monte Moriah, fue una figura del que Jesucristo debía consumar sobre el Gólgota; las doce tribus en que estaba fraccionado el pueblo de Israel, representaban los doce discípulos que más tarde debían predicar, y extender el Cristianismo a todas las naciones; el maná que llovió del cielo durante la peregrinación de cuarenta años, de los israelitas por el desierto en busca de la tierra de promisión, simbolizaba el alimento eucarístico que debía dar la vida eterna a los hombres en la plenitud de los tiempos y hasta la consumación de los siglos. De modo que todas las figuras y profecías de la ley antigua, lejos de estar en contraposición con la nueva ley, son por el contrario los mejores comprobantes de las verdades de la doctrina de Jesucristo según las creencias que profesamos los católicos.

     -¿Tenéis algo que replicar a las palabras de Eduardo, mister Brooke?, dijo el capitán sonriéndose.

     -Esta cuestión es tan ardua e intrincada, contestó el ministro mirando a sus dos interlocutores con aire de perturbación, que para ponernos de acuerdo sobre ella, tendríamos que comentar [298] los textos de los cuatro Evangelistas que hablan del asunto; y ni aun así la resolveríamos satisfactoriamente. Por lo tanto me parece que lo más acertado es, que cada cual piense como le plazca tocante la cuestión que nos ocupa.

     -Pero con todo esto no resolvéis nada, ministro, repuso vivamente Eduardo; y la materia es demasiado interesante para que no fijemos en ella toda nuestra atención juzgándola con sano e imparcial criterio.

     El discípulo de Lutero estuvo un minuto perplejo, en cuyo tiempo se atrajo las miradas de sus dos compañeros, quienes esperaban con impaciencia que el hijo de Escocia iba a hacer alguna objeción; pero las palabras evasivas de éste les sacaron de su duda.

     -Sacad una botella de cerveza, capitán. Tal vez así aclararemos mejor nuestras ideas, dijo mister Brooke chanceándose. No hay nada como la cerveza para despejar la atmósfera intelectual.

     La escapatoria del ministro divirtió en extremo a Eduardo y al capitán, quien se levantó del sofá, sacó una botella de cerveza del armario, y al ponerla encima la mesa se volvió al ministro diciéndole en tono humorístico:

     -Hela aquí; ved si dentro de ella encontraréis algún argumento convincente para la causa que defendéis.

     Eduardo y mister Brooke se sonrieron de la idea del capitán.

     -Bebamos, pues, todos, Eduardo, a la salud [299] de los amables y corteses marinos de vuestra patria que hemos conocido por la mañana, dijo el capitán después de haber llenado, hasta el borde, tres vasos de cerveza, y alargando uno de ellos al joven español que tenía enfrente de sí.

     -Tenéis razón, capitán, respondió el ministro luego de haber apurado su vaso de cerveza. Ahora fumemos, fumemos. Quédese la polémica religiosa para mañana, añadió rellenando su pipa de tabaco. ¿Os parece bien, Eduardo?

     -Como queráis, ministro, contestó el joven con afabilidad.

     Desde aquel día hasta el de su arribo a Inglaterra, Eduardo y el ministro sostuvieron largas e interesantes polémicas, acerca el dogma del purgatorio los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, el celibato eclesiástico, etc.

     En la exposición y dilucidación de todas esas importantísimas e intrincadas materias, Eduardo demostró tanto saber, celo, talento y elocuencia, que más de una vez desconcertaron a su nada despreciable rival, cuyo ánimo al terminar la navegación empezaba a dar inequívocas señales de querer entrar resueltamente en la única vía de salud, en la única nave que puede evitarnos un terrible naufragio en medio del proceloso mar de esta vida, y conducirnos ilesos y triunfantes al puerto de salvación eterna. [300]



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- XV -

     Nada de particular ocurrió a bordo del Lord Efingham en los veinte días que mediaron entre el encuentro del bergantín español y la patética escena que vamos a describir. En este tiempo la fragata inglesa había cruzado felizmente la línea ecuatorial, y se hallaba muy cerca del trópico de Cáncer. La mayor armonía y confraternidad reinaba entre las personas que moraban en el buque: Eduardo y mister Brooke se engolfaban con frecuencia y amigablemente en discusiones políticas y religiosas: el capitán terciaba en ellas de vez en cuando; pero generalmente abandonaba el campo de la discusión al joven adalid, que salía triunfante en todos los combates contra el discípulo de Lutero; en resumen, nuestros navegantes disfrutaban una paz octaviana. He aquí, pues, la descolorida reseña del hecho que vino a turbarles la felicidad.

     El cook, o cocinero de a bordo, era un mulato de treinta años, oriundo de los bosques de Virginia; de modo, que puede afirmarse, que a pesar de su largo y continuo roce con el mundo civilizado, conservaba todavía en sus adentros algunos resabios de su primitivo instinto salvaje.

     Dos o tres días antes del horripilante drama, cuyo mal pergeñado relato va a desenvolverse ante nuestra imaginación, mister Mac-Kievet dio una repulsa al cook, con sobrada razón, por la [301] desaliñada manera con que éste cocía, condimentaba y presentaba la comida; pero aquel incidente pasó casi desapercibido, y nadie le dio más importancia de la que intrínsecamente merecía.

     No obstante el cocinero yankee alimentaba en pecho la llama del rencor, y acechaba la ocasión propicia para vengarse de la justa reprimenda del capitán.

     Una mañana éste se paseaba solo por delante de la cocina, e iba a entrar en ella con el objeto de encender su pipa: empero, así que el yankee vio el ademán de mister Mac-Kievet, desde el interior de la cocina, obstruyó la entrada con su cuerpo, tomando luego una actitud agresiva y lanzando una provocadora mirada al capitán, quien al observar aquellos síntomas de rebelión, gritó con tono imperioso.

     -¡Déjame entrar!

     -¡Atrás!, contestó su interlocutor con irritante altanería.

     -¡Cómo! ¿Te atreves a insultarme? ¿Ignoras acaso que está en mi mano el imponerte un terrible castigo por tu insolencia y rebeldía? ¡Dejarme entrar, repito, o sino...!, añadió con un sobrecejo y amenazando con su puño al revoltoso.

     Pero éste en vez de desarmarse con las palabras del capitán, se enfureció más y más; de suerte, que en un abrir y cerrar de ojos sacó de su blusa un descomunal cuchillo, cuya larga, ancha, reluciente y afilada hoja blandió un segundo sobre la cabeza del capitán, y prorrumpió [302] en un espantoso alarido, descargó con furia infernal una cuchillada sobre la mejilla izquierda de éste, cuyo cuerpo, como herido del rayo, cayó desplomado sobre cubierta, sin sentido, y bañado en la sangre que salía con abundancia de la herida de su rostro.

     La trágica escena, cuyos solos protagonistas fueron el capitán y el cocinero, sólo duró un minuto: dando la casualidad de que a la sazón los marineros se hallaban conversando y fumando en su cámara de proa; y Eduardo, mister Brooke y los demás individuos de la tripulación estaban en la parte de popa.

     Empero los marineros al oír el aullido del cocinero corrieron al lugar de la catástrofe, encontrando ya al capitán tendido, y casi exánime sobre el puente; y al agresor como petrificado, apoyando su espalda en la puerta de la cocina, teniendo en su mano el arma fatal ensangrentada y humeante, y contemplando con la más cínica estupidez la víctima que yacía a sus pies.

     -¿Qué es eso, Dios mío, preguntaron los marineros al ver lo que pasaba, clavando sus asombrados ojos en el cocinero. ¿Lo has herido tú? añadió uno de ellos designándole el cuerpo del capitán.

     El interpelado hizo un ligero y maquinal ademán de cabeza afirmativo.

     -¡Está loco! ¡Está loco!, exclamaron todos los marineros a coro mirándose unos a otros con una especie de estupor. [303]

     Pero el cocinero no hizo el menor gesto ni despegó siquiera los labios para desmentir el epíteto que le dieron sus compañeros.

     -Si el cook está loco, observó uno de estos con severidad, a bordo no queremos locos, pues si hoy se le ha antojado herir al capitán, mañana puede repetir la misma locura con uno de nosotros; y así os propongo que le arrojemos al mar enseguida. ¿Aprobáis mi proposición?, añadió volviéndose a sus compañeros y señalándoles al yankee con el dedo.

     -¡Sí, sí!, respondieron todos con frenético entusiasmo, acompañado de votos e imprecaciones.

     Y al propio tiempo cayeron todos como fieras sobre el cuerpo del cocinero, quien cayó desvanecido sobre el puente al ver la buena acogida que obtuvo entre la tripulación el bárbaro plan propuesto por uno de sus miembros.

     En aquel mismo instante, Eduardo, mister Brooke, y los demás individuos que se hallaban en el departamento de popa, justamente alarmados por la batahola de los marineros, se precipitaron hacia el puente.

     -¡Dios mío! ¡El capitán está herido!, exclamó el joven español con acento de angustia y señalando al hijo de Escocia el pálido y ensangrentado rostro de mister Mac-Kievet.

     -¿Y quién ha sido el miserable?... preguntó el ministro a los marineros con indignación. [304]

     -¡Éste! ¡Éste!, respondieron unánimes disponiéndose a arrojar al mar el inerte cuerpo del cocinero que tenían en sus brazos.

     -¡Deteneos!, dijeron Eduardo y mister Brooke con actitud suplicante al ver el diabólico intento de la tripulación.

     A la voz de los dos pasajeros, algunos marinenos accedieron sumisos y otros refunfuñando, y vomitando maldiciones; pero por fin, todos soltaron su presa.

     Mientras tanto el contramaestre vendaba la herida del capitán; y el steward hacía oler a éste el pomito de éter: merced a esos perentorios y eficaces auxilios, mister Mac-Kievet no tardó en volver en sí, y luego haciendo un heroico esfuerzo, se puso en pie de un brinco, lanzando una aterradora mirada a su agresor, y diciéndole con tono de ira:

     -¡Morirás, perro maldito!

     A estas palabras, Eduardo cayó de rodillas y anegado en llanto a los pies del capitán, gritando con compasivo acento:

     -¡Por Dios, capitán, perdonadle!

     -No, no, replicó éste con voz de trueno, ¡es preciso que muera! ¡Carpintero, cargad mis pistolas!, añadió.

     Esta última frase aterró a todos los circunstantes, pues creían que la terrible sentencia pronunciada por el capitán sería irrevocable, y se ejecutaría al pie de la letra. [305]

     -¡Cielos!, exclamó el carpintero encaminándose a popa en cumplimiento del mandato de mister Mac-Kievet.

     Hubo dos minutos en que nuestro héroe y el ministro parecían dos estatuas. Por fin el primero se levantó del suelo, y acercándose al último, le dijo casi al oído:

     -La caridad cristiana nos manda imperiosamente que procuremos aplacar el enojo del capitán, por todos los medios imaginables, para salvar la vida de este hombre.

     Y al terminar su frase Eduardo indicaba a su interlocutor al cocinero, quien al reponerse de su pasmo oyó el tremendo veredicto del capitán, desde entonces se revolcaba por el suelo presa de horrorosas convulsiones.

     -¿Qué hora es?, preguntó el capitán, tras un breve silencio y con lúgubre acento.

     Las ocho, respondió el primer piloto sacando su reloj de bolsillo.

     -Pues bien, te concedo una hora de tiempo para prepararte a morir, ¿lo oyes?, dijo Mac-Kievet clavando sus centelleantes ojos en el infeliz cocinero, que continuaba revolcándose en el paroxismo de la desesperación.

     -Idos a la cama, capitán. Estáis muy pálido, dijo el ministro con voz entrecortada.

     -Quiero que aprenda ese asesino, repuso mister Mac-Kievet lanzando una mirada de solemne desprecio al cocinero, que a bordo no hay más autoridad que yo, que aquí represento al rey; y [306] que un atentado contra mi vida o contra la de cualquier de mis subordinados, debe castigarse con la muerte.

     Las palabras del capitán respiraban a la vez tanto ardor, iracundia y melancolía, que al oírlas, Eduardo no pudo menos de horripilarse de pies a cabeza; y luego hablando consigo mismo decía con sollozos:

     -Aquí... dentro de este buque... y en el corto espacio de una hora... debe matarse a un hombre... ¡Dios de mi alma! Vos que nos habéis librado de tantos peligros... Vos imploro en estos momentos críticos para que nos evitéis un espectáculo tan desgarrador.

     El enojado capitán apenas podía sostenerse en pie por el acerbo dolor que le causara la herida recibida en su lívido rostro.

     -En nombre del cielo, idos a la cama, capitán, dijo Eduardo con mortal ansiedad y tirándole blandamente por el brazo.

     -Necesitáis reposo, capitán, insistió mister Brooke, de lo contrario os exponéis a que se encone vuestra herida, y...

     -Importa poco que yo muera, ministro, con tal que ese maldito pague su vil osadía con el precio de su vida, aulló bruscamente el capitán temblando de ira.

     -Eduardo, vamos a llevarle a su camarote, dijo enseguida mister Brooke colocándose a la derecha del capitán, y haciendo un ademán al joven español para que pasase al otro lado. [307]

     Entonces el capitán, apoyándose en los brazos de sus dos compañeros, se dejó conducir hasta su camarote.

     Apenas nuestro héroe y el ministro hubieron depositado al capitán sobre su cama, cuando se oyó un ruido siniestro en el comedor: era que el carpintero cargaba las pistolas encima la mesa.

     Aquel ruido hirió los oídos de Eduardo como pudiera hacerlo el silbido de una enorme serpiente: nuestro joven sintió que su cabeza se perdía en un espantoso vahído, y que su sangre se helaba en sus venas hasta el punto de paralizar los latidos de su corazón. En cuanto a mister Brooke no pudo menos de estremecerse a pesar de su habitual sangre fría.

     -En tanto el cocinero seguía retorciéndose los brazos desesperadamente, dando terribles cabezadas sobre el puente, rechinando los dientes, y exhalando salvajes aullidos.

     Aquel espectáculo indescribible conmovió a algunos marineros, induciéndoles a querer levantar del suelo al yankee; pero éste les hizo desistir de su humanitario intento con sus mordiscos y sendos puñetazos.

     -¡Dejadle!, vociferó un marinero al ver la fiera resistencia que oponía el cook. Que muera de un balazo en la cabeza, o que se la estrelle contra el puente, me parece que lo mismo da, ¿no es cierto?, añadió mirando a sus compañeros con sardónica sonrisa. [308]

     -¿Y si podemos evitar que muera de ambos modos?, observó algún otro.

     -¿Cómo?, preguntó el interpelado.

     -Yendo ahora mismo todos juntos a pedir al capitán que le haga gracia.

     -¿Y creéis que el capitán se dejará ablandar por nuestra petición?, observó un tercero. ¿No estáis viendo que los dos pasajeros hacen cuanto pueden para conseguir el perdón para este perro rabioso, y que hasta el presente nada han alcanzado?, continuó señalando con el pie al cocinero.

     -No importa, lo probaremos, se apresuró a responder el iniciador del proyecto de salvación.

     -¡Sí, sí, probémoslo!, exclamó a coro toda la asamblea enderezando sus pasos hacia la cámara de mister Mac-Kievet.

     Cuando los marineros penetraron en la cámara, Eduardo y mister Brooke intercedían por el infeliz cocinero con tanto interés como puede hacerlo una madre por el hijo de sus entrañas cuya cabeza se dispone a tronchar el verdugo. Pero el corazón del capitán no se ablandaba, y el tiempo seguía su marcha veloz y como cebándose en apresurar a pasos de gigante la llegada del minuto solemne, angustioso, ¡terrible!

     Parecía que el capitán se había vuelto insensible a cuanto le rodeaba; pues de lo contrario no podía concebirse su estoica impasibilidad ante las reiteradas y fervientes súplicas de sus dos compañeros, en especial las de Eduardo, quien [309] vertió amargas y copiosas lágrimas, agotando todo su repertorio de frases llenas de religiosa ternura a fin de obtener el indulto para el desventurado yankee.

     Los marineros, los pilotos, todos fueron a implorar la clemencia del capitán; pero todo fue en vano: éste se mantuvo inexorable.

     Sólo faltaban cinco minutos para que se ejecutara la sentencia fatal.

     En aquel momento salió al puente el carpintero con una pistola amartillada en cada mano, ordenando a los marineros que cogieran a viva fuerza el cuerpo del cocinero (que permanecía en el mismo estado que hemos descrito), y que lo ataran sólidamente contra el palor mayor.

     Los marineros obedecieron aquella terrible orden a pesar suyo: algunos de ellos llegaron hasta derramar lágrimas, las cuales contrastaban horriblemente con el embrutecimiento, y aun ferocidad, que reflejaban sus semblantes.

     Era el espectáculo más horroroso que puede elaborar la más tétrica imaginación, el ver el rostro del cocinero, cuyos ojos inyectados de sangre parecían pugnar por desprenderse de sus órbitas, y en cuya boca entreabierta se dibujaba una satánica sonrisa. Únicamente el infierno puede presentar un tipo semejante.

     Cuando los marineros levantaron al reo, éste hacía esfuerzos sobrehumanos por desasirse de las manos de sus compañeros, que atenaceaban distintas partes de su cuerpo, como otros tantos [310] garfios, por cuyo motivo el desdichado cocinero exhalaba ayes desgarradores, y hacía impotentes ademanes de querer repartir puñetazos y puntapiés a diestro y a siniestro. Empero los marineros prosiguieron su triste y penosa tarea hasta que lograron agarrotar al delincuente contra el palo mayor, y vuelto de espaldas a popa.

     En aquella violentísima y angustiosa situación el desventurado cocinero no cesaba de exclamar con voz capaz de enternecer a las mismas piedras:

     -¡Mister Eduardo! ¡Mister Eduardo!

     Como si pensara que del joven español sólo dependía la salvación de su vida.

     Luego de haber terminado los marineros su operación, el carpintero se colocó a dos pasos de distancia del palo mayor, levantando el gatillo de una de las pistolas que tenía en sus manos; y al mismo tiempo Eduardo alzaba sus llorosos ojos hacia el reloj de la cámara, y al ver que iba a dar la hora fatal, sintió que un sudor frío bañaba todos sus miembros, y haciendo un supremo y violentísimo esfuerzo, se arrojó sobre la cama del capitán, abrazando tiernamente a éste, en cuya mente evocó los recuerdos de todos los seres más queridos de su corazón; sobre todo le representó a Jesucristo en su terrible agonía, enclavado en la cruz en medio de dos ladrones, y rogando por ellos así como por sus mismos verdugos.

     -Por el amor de Jesucristo que nos está contemplando [311] desde los cielos y que ha de juzgarnos en nuestra última hora, ¡salvad la vida de este hombre!, dijo finalmente Eduardo apretando al capitán contra su corazón.

     -¡Pues bien! Sí... le perdono... Eduardo, respondió mister Mac-Kievet con voz débil y trémula e incorporándose penosamente en su cama.

     A estas palabras Eduardo y mister Brooke corrieron como dos locos hacia el puente; pero cuando les faltaba sólo un paso para salir del comedor; oyeron una detonación que hizo vibrar todos los aparejos del buque, seguida instantáneamente de un agudo grito de horror escapado del pecho de todos los marineros.

     -¡Dios mío! ¡Es tarde!, exclamó entonces Eduardo con acento de indescribible angustia, cayendo desmayado junto a la puerta del comedor.

     Mister Brooke quedó inmóvil en el mismo sitio como magnetizado por una fuerza invisible.

     El estruendo producido por el tiro hizo estremecer de horror al capitán, quien saltó de la cama, y a pesar de su debilidad y trastorno, voló hacia el puente para ver con sus propios ojos lo que allí sucedía.

     Mister Mac-Kievet llegó al expresado sitio jadeante y pálido como un difunto: parecía un espectro escapado de su tumba.

     El disparo a boca de jarro que hizo el carpintero contra la cabeza del cocinero, había destrozado materialmente el cráneo de éste, cuyos sesos [312] esparcidos por el suelo salpicaban el puente de sangre en torno del palo mayor.

     En vista de un desenlace tan funesto, un temblor nervioso se apoderó del cuerpo del capitán, erizáronsele los cabellos como púas de hierro, y sus dientes tiritaban entrechocando fuertemente. Entonces todo el mundo llegó a temer seriamente por la vida del capitán; de modo que los dos pilotos y el despensero se apresuraron a llevarle en brazos a su camarote.

     Entre tanto Eduardo volvía lentamente en sí, a beneficio del éter que le hacía oler el ministro; y al propio tiempo los marineros arrojaron al mar el mutilado cadáver del cocinero, que se enterró sin otra ceremonia que con dos o tres lacónicas oraciones que recitó el ministro con su manual protestante, después que el mar había engullido su presa.

     Un cuarto de hora después de la ejecución de la sentencia no quedaban más vestigios palpables de aquella horrible tragedia, que un pequeño charco de sangre sobre el puente; pero quedaban en los corazones de todos los asistentes, especialmente en los de Eduardo y del capitán, un hondo pesar, una angustia, un desconsuelo y una melancolía indefinibles, cuyos desastrosos efectos debían hacerse sentir durante mucho tiempo a bordo del Lord Efingham.

     Aquel mismo día mister Benson consignó el hecho en su diario de bitácora, en los siguientes términos, cuya lectura hizo en voz sonora y firme [313] frente del camarote del capitán: «Hallándose la fragata Lord Efingham a los 22° 50' latitud norte y a los 15º 20' 50'' longitud oeste, el cocinero, por un pretexto trivial, descargó una cuchillada sobre el rostro del capitán; por cuyo motivo éste castigó su criminal alevosía con la pena de muerte. Al efecto el carpintero disparó un pistoletazo a quemarropa sobre la cabeza del revoltoso, cuyo cadáver fue, arrojado enseguida al mar. Y para que éste sea un dato fehaciente e irrecusable ante el Almirantazgo británico lo firmamos y rubricamos a tantos de mayo pie 1854». Seguían las firmas del capitán, de los dos pilotos, del contramaestre y el carpintero.

     -He aquí la página más fúnebre y sangrienta que registra mi diario, pensó el capitán moviendo tristemente la cabeza.

     En los primeros días posteriores al tristísimo y deplorable suceso que acabamos de reseñar, mister Mac-Kievet estaba tan desahogado y fuera de sí que se revolvía sin interrupción en su cama como si hubiese sido presa del delirio. A menudo le parecía ver la sombra del cocinero, tomando mil distintas y diabólicas formas, y acusándole de su muerte.

     El capitán, Eduardo y mister Brooke pasaron bastantes días sin despegar apenas los labios: los dos primeros personajes puede decirse que no se hablaban más que con las lágrimas que brotaban sin cesar de sus ojos. [314]

     De vez en cuando salían estas palabras de la boca del capitán:

     -¡He manchado mi vida con un espantoso crimen!

     Y al decir esto miraba a sus dos amigos con una especie de idiotismo.

     -No, no, capitán, no habéis hecho otra cosa que cumplir con vuestro deber, replicaba el ministro procurando tranquilizarle.

     Al cabo de tres semanas (en las cuales la fragata, detenida por la calma, no anduvo un solo paso), el capitán empezó a levantarse de la cama; pero estaba tan desconocido, que su demacrado cuerpo y sus desencajadas facciones no podían mirarse sin sentirse traspasado de dolor y compasión.

     Eduardo hacía filiales esfuerzos para distraer y endulzar los padecimientos y amarguras del capitán, cuya herida se iba cicatrizando con desesperante lentitud.



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- XVI -

     Estamos a fines de junio.

     Desde el puente superior de la fragata Lord Efingham se divisan las costas de Irlanda por entre las trasparentes nubes matizadas de oro y arrebol por los resplandores del sol naciente.

     Todos los verdaderos amantes de la libertad e independencia del tan vejado como grande, heroico [315] y religioso pueblo irlandés, sienten oprimírseles el corazón al acercarse a sus playas: diríase que la sombra de O'Connell revolotea por el aire desgarrado por el ruido de las cadenas de ocho millones de esclavos.

     En la época que encabeza el presente capítulo, hacía quince días que el escorbuto (ese encarnizado enemigo del marino, y que proviene del uso de la carne salada), se cebaba con insólita y aflictiva tenacidad en la tripulación de la fragata inglesa, en términos que había invadido ya la mitad del equipaje.

     ¡Qué plaga es el escorbuto para la gente de mar! ¡Cuán dignos de compasión son los marineros atacados de tan cruel y peligrosa enfermedad, que esparce sobre sus demacrados rostros una palidez y melancolía extremadas!

     Desde la aparición del escorbuto a bordo, Eduardo había visitado con frecuencia la cámara de proa donde se veían diez o doce marineros sepultados en sus estrechas, miserables y pestilentes camas. Los cuerpos de aquellos hombres estaban tan apergaminados, que podían confundirse con otras tantas momias. Era indudable que si la navegación se hubiese prolongado algunos días más, la muerte asomara de nuevo su negra cabeza en el buque.

     El joven español, con sus cristianos consejos, se esforzaba en hacer más llevadera su tristísima suerte a los enfermos, a quienes demostraba con apostólico celo, que en este mundo no se encuentran [316] por doquier más que trabajos, miserias, enfermedades, sinsabores y crueles desengaños; que la verdadera felicidad no es patrimonio de ningún mortal; que Dios nos envía los males y tribulaciones para que levantemos hacia él nuestros llorosos ojos, y nos persuadamos de que mientras vivimos nos hallamos en un destierro; y que por consiguiente es necesario que aquí ganemos, a costa de mil sacrificios, la corona de nuestra felicidad eterna. Al propio tiempo Eduardo instruyó a aquellos marineros en el conocimiento, excelencias y bellezas de la religión católica, suplicándoles encarecidamente que abjuraran cuanto antes los errores del Protestantismo, para abrazar las verdades de aquella.

     Aquellos hombres, para quienes el lenguaje religioso era completamente desconocido, y cuyos corazones estaban vacíos de sentimientos nobles y generosos, se enternecían, sin embargo, al oír las suaves amonestaciones y saludables consejos que les daba el joven español, prometiendo a éste algunos de ellos que se convertirían al Catolicismo tan pronto como estuvieran restablecidos de su enfermedad.

     Basta ya de digresión, y volvamos a nuestro relato.

     Así que el capitán (que a la sazón se paseaba solo por el puente de popa) divisó en lontananza las costas de su amada patria, humedeciéronse sus ojos, y luego bajó corriendo la escalera interior para participar tan fausta nueva a sus dos [317] compañeros, que aún dormían profundamente en sus respectivos camarotes.

     -¡Hola! ¡Eduardo! ¡mister Brooke!, grito el capitán al penetrar en su cámara, y colocándose delante del tabique divisorio de los camarotes de los pasajeros, a los cuales asomaba la cabeza rápida y alternativamente.

     -¿Qué hay de nuevo, capitán?, preguntó el ministro bostezando y esperezándose.

     -¡Qué estamos en Irlanda! ¡Eh, vamos, levantarse!

     -¿En Irlanda?, repitieron sus dos interlocutores con acento de agradable sorpresa, y levantándose apresuradamente.

     -¡Qué noticia puede ser más grata para los navegantes que han pasado seis meses en el mar, que la de haber llegado al tan anhelado término de su larga y peligrosa carrera! ¡Qué pluma ni qué pincel son capaces de bosquejar la alegría que se experimenta (7) en aquel acto en que parece que todas las fibras del corazón vibran con la más deliciosa armonía, para indemnizaros en un instante de todas las penalidades, peligros y contratiempos que durante la navegación han oprimido vuestro pecho, arrugado vuestra frente y plateado vuestra cabeza!

     Cinco minutos después del llamamiento del capitán, éste y sus dos compañeros se paseaban de uno a otro extremo del puente de popa dando gracias a Dios, desde el fondo de sus corazones, por haber colmado sus deseos dejándoles llegar [318] sanos y salvos a Inglaterra, y felicitándose de haber alcanzado tan singular beneficio de la divina Providencia.

     -¡Dios mío! ¡Pronto volveré a abrazar a mis amados padres!, decía Eduardo en sus transportes de júbilo a sus compañeros.

     Por la animación de los semblantes y extraordinario brillo de los ojos de estos, se conocía con harta claridad que ambos personajes se mecían en la misma idea; esto es, en que muy en breve se hallarían en medio de sus respectivas familias.

     -Ministro, dijo Eduardo en aquella ocasión volviéndose hacia sus dos compañeros, hoy vamos a llegar al término de nuestro viaje de medio año; hoy abandonaremos por fin esta vivienda acuática, para regresar a nuestra respectiva patria; mas no olvidéis que en la hora menos pensada nos veremos obligados a alejarnos para siempre de nuestra morada terrestre, para entrar en el puerto de la eternidad. Meditad concienzuda y desapasionadamente sobre las graves e interesantísimas materias que hemos tratado en nuestro largo itinerario marítimo; y aunque yo no deba hacer alarde de mi escaso mérito personal; con todo, impelido ahora por mis sentimientos religiosos, me atrevo a deciros que yo he sido quizás el vil instrumento de que Dios se ha servido para haceros abrir los ojos a la luz pura del Catolicismo; he sido yo de quien el cielo se ha valido para arrojaros una tabla de salvación en [319] medio del naufragio de vuestros errores; yo quien me consideraré el más feliz de los mortales si consigo apartaros del insondable y tenebroso abismo que se abre a vuestros pies.

     -Escuchad las palabras de Eduardo, ministro, dijo el capitán mirando a éste que parecía estar muy pensativo. Yo también tomo mi parte de interés en vuestra conversión. Abandonad ya vuestra secta que no es más que una farsa; puesto que no es otra cosa que el resultado de las cavilaciones de los hombres apartados de la senda la verdad.

     Mister Brooke acosado tan de cerca por los sanos consejos de sus dos amigos, dijo tras un minuto de vacilación:

     -He prometido a Eduardo que en llegando a Escocia me ocuparé seriamente en leer las menores obras que se han escrito en defensa de vuestra Religión; y os doy mi palabra de honor que su imparcial lectura inclina mi ánimo a abjurar mis actuales creencias, lo haré sin titubear.

     -En nombre de Dios hacedlo, repuso Eduardo dando un cordial apretón de mano al ministro, no tendréis por qué arrepentiros de ello. Quizás perdáis algunas amistades e intereses materiales y caducos en la abjuración de vuestros errores..., mas no importa, el hombre en este mundo expía en una lóbrega cárcel las funestas ascendencias del primer delito hereditario de todas las generaciones. Es verdad que veréis que muchas gentes emplean mil amaños y artificios [320] para paliar y hasta aniquilar los efectos de la culpa originaria, ostentando cierto oropel que halaga los sentidos y cautiva el corazón... Empero no os dejéis seducir por los deslumbrantes atavíos de la diosa de la mentira, sondead con mirada serena vuestro interior, pensad en vuestra vida pasada, y cotejadla con vuestro presente, y veréis lo que se puede razonablemente esperar de las vanas pompas de la tierra...: entonces podréis contemplar impávido las negras nubes que se vislumbran y ciernen, amenazadoras y terribles, sobre el horizonte de vuestro porvenir; entonces podréis deducir de tales premisas la lógica y rigurosa consecuencia de que en vuestra corta peregrinación por este destierro encontraréis, es cierto, a rarísimos intervalos alguna rosa en vuestro camino; pero ¡cuántos afanes, cuántos pesares, sufrimientos y congojas agobiarán vuestro pecho antes que os sea dado coger en vuestras manos aquella flor, extasiaros en la contemplación de sus purpurinos pétalos, y deleitar vuestro olfato aspirando sus embriagadores perfumes!... Mas ¡ay!, que mientras que tenéis aquel ídolo en vuestras manos, su belleza se marchita como por ensalmo, ¡y en un momento os causa hastío!... Entonces la arrojáis con asco y desdén lejos, muy lejos de vos; porque aquel foco de vuestras afecciones y caprichos ha perdido ya todos sus encantos; porque aquel manantial cristalino en que veíais reflejado el sueño dorado de vuestra felicidad se ha enturbiado y corrompido y ya [321] es incapaz de apagar la sed estética en que arde en vuestra alma.

     El ministro parecía bastante conmovido con las palabras de Eduardo, quien llegó a sorprender una lágrima en los párpados del discípulo de Lutero.

     -Ya estamos en Cork, señores, dijo entonces el capitán designando a sus dos amigos aquella ciudad de Irlanda, que se divisaba a una milla de distancia de la fragata inglesa.

     Poco tardó ésta, a beneficio de una fresca brisa en ganar el puerto de Cork, en cuya embocadura salió al encuentro de nuestros navegantes un bote tripulado por tres personas, una de cuales indicó a mister Mac-Kievet que el cargamento de guano que llevaba su buque debía desembarcarse en el puerto de Bristol, añadiendo que allí se hallaban ya la esposa y la hija del capitán.

     En consecuencia la fragata viró en redondo enderezando su proa hacia el canal de Bristol, y aquella misma tarde fondeaba el Lord Efingham delante de un pueblo distante unas dos leguas de la ciudad de Bristol; pues (8) siendo a la sazón la marea baja, no pudo llegar al antedicho puerto hasta al cabo de dos días.

     A poco de haber echado el ancla, el capitán dispuso que los marineros enfermos fueran trasladados enseguida al hospital de Bristol. Al efecto se mandó a tierra a buscar algunas poltronas para que la traslación pudiese hacerse con más comodidad [322] y menos peligro; pues, como llevamos dicho, el estado de aquellos infelices era sumamente crítico e inspiraba la más viva compasión. Los enfermos fueron sacados uno a uno de su cámara; pero a juzgar por sus pálidos rostros y por el espantoso enflaquecimiento de sus cuerpos; nadie hubiera creído que aquellos hombres tuvieran nada de común con los seres vivientes: parecía más bien que se estaba practicando una exhumación de cadáveres.

     Eduardo presenció con penosísima sensación el trasbordo de los marineros, cuya lastimosa escena le trajo a la memoria la que se ofreció a su vista en la víspera de su marcha del Puerto del Callao, cuando aquellos mismos hombres, a la sazón borrachos, eran izados a bordo como los cerdos.

     El joven español estrechaba con efusión la mano de los enfermos a quienes alentaba dándoles esperanzas de pronta curación. Mas harto conocía nuestro héroe que para la mayor parte de ellos no había remedio humano que pudiera evitarles una muerte muy cercana.

     -Good bye, mister Eduardo. «Adiós, mister Eduardo», balbuceaban aquellos desgraciados al tiempo de bajarles en la silla de brazos por la escalera exterior del buque para ser embarcados en la lancha que debía conducirles a tierra.

     Los enfermos fueron trasladados a tierra en una misma lancha y en dos expediciones; y apenas se alejaron los primeros de la fragata inglesa, [323] cuando desde el puente de ésta pudo observarse a lo largo de la playa una compacta multitud de curiosos atraída allí por el desembarque de los marineros atacados de escorbuto. Mas a pesar de la triste pintura que de estos hicieran los marineros que fueron al pueblo a buscar las poltronas; con todo, nadie esperaba que la realidad añadiría negrura al lastimoso cuadro que iba a ofrecerse a sus ojos.

     Así sucedió, que al tocar la primera expedición en la orilla fue acogida con una nutrida salva de ayes, lamentos, sollozos, suspiros y hasta imprecaciones.

     -¿Les habéis desenterrado?, preguntaron varias voces con estupor a los marineros que conducían a los enfermos.

     -Pues como estos todavía quedan a bordo media docena, respondió uno de los interpelados designando a los enfermos y volviendo el rostro hacia la muchedumbre.

     -¡Dios mío!, exclamó ésta como un solo hombre.

     Eduardo, el capitán y el ministro observaban lo que pasaba en la playa desde el puente de popa, con el auxilio del anteojo, de cuyo instrumento se servían los tres personajes por turno.

     -¡No veis, ministro, qué irrisión es la felicidad humana!, exclamó nuestro héroe señalando en fin el dedo a los pobres enfermos a medida que les iban sacando de la lancha sentados en la silla de brazos y depositándole sobre la playa. [324]

     -Es verdad, Eduardo; la felicidad humana es una insigne decepción: es un velo hipócrita que el infortunio y la muerte se encargan de desgarrar a cada paso, respondió mister Brooke con acento de convicción profunda.



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- XVII -

     Apenas el ministro hubo terminado su frase, cuando llamó la atención de nuestro triunvirato un bote que se dirigía a la fragata hendiendo las ondas con asombrosa ligereza.

     Dentro de aquella frágil embarcación se veían dos señoras sentadas cerca del timón, y agitando sus blancos pañuelos en ademán de júbilo: era la familia del capitán, quien al reconocerla se volvió a sus dos compañeros designándoles con el dedo índice el bote que se aproximaba, y diciendo con tono de incomparable ternura:

     -Son mi esposa y mi hija.

     Y al decir esto mister Mac-Kievet se separó de sus dos compañeros, y bajando por la escalera de estribor fue al encuentro de aquellas dos señoras, que no tardaron en pisar el puente de la fragata.

     Mistress Mac-Kievet era una mujer de treinta y cinco años, de estatura alta y bien proporcionada. Su rubicundo y agraciado rostro anunciaba una salud inmejorable. En la dulce expresión de sus ojos azules y rasgados se leía un fondo inagotable de bondad y modestia. Su rubia cabellera caía en sedosos y abrillantados bucles sobre [325] sus sienes, sombreando la mitad de su ebúrnea frente.

     El cuerpo de la esposa del capitán iba ataviado con un vestido de lana de color oscuro, y un gran schal de la India: un sencillo sombrero de paja, completaba el traje de aquella señora.

     Miss Mary era una joven de dieciséis años, alta y bien formada. Exceptuando la lozanía de la juventud, podía decirse que la cara de la hija era el retrato fiel de la de su madre; pero el cuerpo de la primera era mucho más esbelto, y su terrible talle sugería la idea de una palmera oriental meciéndose en las caricias de la perfumada brisa de la Arabia.

     El traje de nuestra joven heroína competía con el de su madre por su sencillez y semejanza.

     Cuando mistress Mac-Kievet y su hija estuvieron a bordo, se alarmaron sobremanera al notar el descompuesto semblante del capitán, y la ancha cicatriz que éste ostentaba en la mejilla izquierda.

     -¿Qué ha sucedido a bordo, Dios mío?, preguntaron ambas con viva ansiedad y clavando los ojos en el capitán, como si buscaran la solución del enigma en un minucioso examen fisonómico.

     Al apercibirse de la natural inquietud de sus dos interlocutoras, mister Mac-Kievet se apresuró a contestar con una tranquilizadora sonrisa:

     -Luego lo sabréis.

     Y diciendo esto abrazó cordialmente a las dos [326] señoras, que lloraban de ternura, y luego las introdujo en el departamento de popa.

     Eduardo había abarcado, desde el puente de popa, de una ojeada el simpático conjunto de las facciones de miss Mary, y se había sentido herido como una corza traspasada por la envenenada flecha del árabe del desierto.

     Empero no eran las gracias exteriores de nuestra heroína lo que había robado principalmente el corazón del joven español: no. Lo que había seducido a Eduardo era el aire de modestia y humildad que observó en la mujer, a quien desde aquel instante consideró como la esposa que el cielo le destinaba.

     Mister Brooke, al apercibirse de la impresión que la vista de miss Mary produjera en el ánimo de su compañero, quiso sondear el corazón de éste para cerciorarse de la exactitud de su pensamiento con las siguientes palabras:

     -¡Sabéis que la hija del capitán es una joven encantadora! ¡Creo que en esta materia andaremos acordes, Eduardo!, añadió el ministro en tono de chanza y mirando de hito en hito a su interlocutor.

     -Debo confesaros ingenuamente que las gracias de miss Mary me han cautivado; no tanto por lo que halaga a los sentidos, sino porque a través de aquel velo brillante y seductor creo haber descubierto un fondo de mansedumbre e inteligencia, que para mí son las prendas más recomendables que pueden adornar a una mujer. [327]

     -Convengo con vos, Eduardo, que las prendas morales e intelectuales son excelentes; pero las físicas no son tampoco nada despreciables, ¿no es cierto?, añadió el ministro sonriéndose:

     -Cuando contemplamos la belleza corporal con los ojos de nuestras pasiones, ciertamente que le damos un valor muy exagerado y altamente peligroso; entonces erigimos a un falso e indigno ídolo un altar de sacrificio, inmolando en él la víctima de nuestro corazón, que debiéramos reservar para otro objeto más elevado; más sublime, más santo e imperecedero.

     El hijo de Escocia parecía escuchar las palabras de Eduardo con aire distraído, y éste prosiguió diciendo:

     -Una de las causas primordiales de esa desazón e infelicidad que corroe las entrañas de la sociedad contemporánea, es sin duda el inmoderado deseo de goces materiales. Los sentidos; que deben ser simplemente los esclavos del alma, se han extralimitado de su esfera, y ejercen hoy más que nunca un imperio absoluto y tiránico sobre la parte inmaterial del hombre. De modo, que se ha introducido un trastorno radical; un caos anárquico y espantoso en el mundo moral. Y todo y ¿por qué?, continuó el joven clavando sus ojos en los de su compañero.

     -Porque se necesita un freno, una barrera que contenga los combates del impetuoso torrente de las pasiones, ¿es eso, Eduardo?

     -Precisamente, repuso éste; pero ese poderoso [328] freno y formidable barrera (persuadíos de ello, ministro) no se encuentran más que en el Catolicismo.

     El discípulo de Lutero se quedó mirando a su interlocutor con un aire que parecía decir:

     -Es muy posible que la razón esté de vuestra parte.

     Al llegar aquí nuestros dos personajes fueron interrumpidos en su diálogo por la voz del capitán, quien les llamó desde el pie de la escalera interior, y por cuyos escalones se deslizaron pausadamente el ministro y Eduardo. Este último, presa de contrastadas ideas y sentimientos que se retrataban en su juvenil y afable rostro.

     Al penetrar en la cámara Eduardo, precedido del ministro, mistress Mac-Kievet y su hija estaban sentadas en el sofá, y parecían vivamente conmovidas por el relato que el capitán acababa de hacerles de todos los sucesos que ofreció la navegación. Lo que especialmente afectó a aquellas señoras fue la sentencia de muerte ejecutada en la persona del cocinero.

     -Tengo el honor de presentaros a esos dos caballeros, dijo el capitán volviéndose a su familia así que vio entrar a aquellos en su cámara.

     Eduardo y mister Brooke hicieron un cortés saludo a las dos señoras.

     -Son los únicos pasajeros que he traído de América, continuó el capitán señalando con el dedo al ministro y al joven español que estaban de pie, y guardando una actitud muy respetuosa. [329] Son dos personas recomendables bajo todos conceptos; y desde ahora declaro en su misma presencia y sin rebozo, que son los mejores y más ilustrados amigos que he conquistado en mi larga carrera de marino, y que me tendría por el más dichoso de los mortales si pudiera vivir en su compañía los años que el cielo me reserva de vida.

     -Gracias, capitán, gracias, se apresuraron a responder Eduardo y el hijo de Escocia con acento conmovido, y apretando alternativamente y con efusión la mano de mister Mac-Kievet.

     -También podemos lisonjearnos nosotros de haber encontrado al capitán más amable, valiente y entendido de cuantos surcan los mares con sus buques, dijo el ministro mirando a las señoras, ¿no es verdad, Eduardo?, prosiguió volviéndose hacia su compañero.

     Eduardo iba a hacer un brillante elogio del capitán; pero éste, que adivinó la intención del joven español, se apresuró a manifestar su gratitud al ministro, y volviéndose hacia su esposa, dijo:

     -Es preciso que sepas, Victory (este era el nombre de nombre de pila de mistress Mac-Kievet), que cuando este joven llegó a bordo, prosiguió designando a Eduardo, apenas entendía nuestro idioma; pues aunque lo había aprendido en el colegio, no estaba acostumbrado a hablar con ingleses; pero ahora lo habla ya tan correctamente como nosotros, y a no ser por su, casi imperceptible, [330] acento extranjero, cualquiera apostaría que es un inglés de pura raza, ¿no es cierto, mister Brooke?

     -¡Y tan cierto como es! No he visto en mi vida una disposición y facilidad tan asombrosas para aprender nuestra lengua conto las que ha demostrado Eduardo durante el viaje.

     -He hecho cuanto ha dependido de mí para aprovechar los seis meses de navegación dedicándome al estudio y ejercicio de vuestro difícil idioma, replicó Eduardo con afabilidad y lanzando una mirada a la familia del capitán. Pero debo confesar, continuó el joven con una ligera sonrisa, que mi tarea hubiera sido mucho más ardua a no haber sido admirablemente secundado en ella por vuestro esposo y mister Brooke.

     -Dejad la modestia a un lado, Eduardo, repuso el ministro con viveza. Nuestra cooperación en vuestros portentosos adelantos lingüísticos ha sido demasiado insignificante para que hagáis mención de ella delante de estas señoras: creo que el capitán será también de mi parecer.

     Mister Mac-Kievet hizo un vivo ademán afirmativo.

     Antes que aparecieran en la cámara nuestros dos personajes, el capitán había enterado a su familia de las largas, frecuentes e interesantes polémicas políticas, sociales y religiosas que Eduardo había sostenido, con notoria superioridad, contra el ministro.

     Mistress Mac-Kievet y su hija eran dos verdaderas [331] católicas. Durante la larga ausencia del capitán no cesaron de rogar fervorosamente a la Virgen para que extendiera sobre éste su manto amoroso y protector, permitiendole volver sano y salvo al hogar doméstico.

     Miss Mary vivía en el mundo; pero para el caso era lo mismo que si estuviera muy lejos de él porque su religiosa madre ponía todo su ahínco en preservarla del contagio del siglo. Las conversaciones entre ambas señoras versaban a menudo sobre materias religiosas. Las únicas novedades en cuya lectura se recreaba el tierno corazón de miss Mary eran las vidas de los Santos, y la única música que hería sus castos oídos eran los torrentes de mística armonía escapados del órgano de la iglesia: los bailes, los teatros, los galanteos y todo ese séquito de mundanales pasatiempos y locuras que constituyen el desideratum de la sociedad moderna, eran enteramente desconocidos a nuestra heroína.

     Colíjase, pues, cuán aventajado juicio formarían madre e hija del joven español antes de conocer a éste personalmente; pues en el momento que aquellas señoras penetraron en la fragata, sus ánimos estaban demasiado afligidos y alarmados por el aspecto del capitán, para reparar en los dos pasajeros que se paseaban sobre el puente de popa. Empero la presencia de Eduardo, lejos de desvanecer el favorable concepto que formarán de su persona, la esposa y la hija del capitán por el relato de éste, robusteció más y más la simpatía [332] y aprecio de aquellas hacia el joven español.

     La primera idea que germinó en la mente de mistress Victory al ver a nuestro héroe (idea que mucho antes concibiera su marido), fue la siguiente:

     -He aquí el joven que elegiría para esposo de mi idolatrada hija.

     Por su parte ésta y Eduardo cruzaron una tímida mirada de benevolencia desde el principio de la entrevista que con harta claridad expresaba la mutua simpatía que sintieron los corazones de ambos jóvenes, cuya circunstancia no se ocultó a la perspicacia del ministro, quien previó desde luego el desenlace de aquel incidente.

     Hasta aquí mistress Mac-Kievet y su hija no habían despegado los labios, por lo cual Eduardo estaba anhelando oír el timbre de voz de la última.

     -¡Qué viaje tan largo habéis tenido!, dijo por fin la esposa del capitán con cariñoso acento y mirando a Eduardo y mister Brooke. Hace más de un mes que estábamos aguardando con viva inquietud la llegada de la fragata.

     -¡Oh! ¡La Virgen ha acogido con benevolencia nuestras fervorosas e incesantes súplicas concediéndonos la gracia de volver a abrazar a papá después de dos años de ausencia!, exclamó la hija del capitán con dulce y tímido acento. ¡Cuán largo me ha parecido este tiempo!

     Las palabras de nuestra heroína respiraban un candor tan irresistible, que Eduardo tuvo que hacer [333] un violentísimo esfuerzo para ahogar un sollozo en la tumba de su corazón.

     -Puedo aseguraros, señoras, dijo el ministro clavando sus ojos en sus interlocutoras, que me hubiera muerto mil veces de tedio durante nuestra larga navegación, sin la amable compañía de nuestro excelente esposo y la de este ilustrado joven.

     Y al terminar su frase el hijo de Escocia dio una palmadita sobre el hombro de Eduardo.

     -Si hubieras oído, Victory, las discusiones que se han tenido en esta cámara en los últimos meses de nuestra navegación, ciertamente te pareciera estar escuchando los debates del Parlamento británico, dijo el capitán sonriéndose.

     Esta ocurrencia excitó la hilaridad de todos los circunstantes.

     -Tengo entendido que Eduardo ha intentado traeros hacia nuestra Religión, dijo mistress Victory fijando la vista en el ministro. ¿Os habéis convencido, por último, de que la nuestra es la única verdadera?

     -No enteramente, señora, respondió el interpelado con una sonrisa. Eduardo, a pesar de ser un buen espadachín dialéctico, no ha logrado todavía vencerme por completo; pero es posible que más tarde sienta los efectos de los nobles y brillantes esfuerzos que ha hecho mi compañero para que desertara de las filas del Protestantismo.

     -Sí, sí, dejad ya vuestros errores, repuso enseguida la esposa del capitán: veréis, ministro, [334] ¡qué consuelo, qué paz y alegría experimentareis abrazando nuestras creencias! Puesto que Dios os ha hecho encontrar un joven que con tanto celo ha trabajado para vuestra conversión, no desechéis los saludables consejos de Eduardo... Quizás algún día os pesaría amargamente de haberlos desoído.

     -¡Sí, mister Brooke es ya de los nuestros!, exclamó el capitán mirando a su esposa y alargando la mano al ministro, quien la estrechó entre las suyas. Confío que dentro de poco tiempo nos participaréis vuestra conversión, añadió volviéndose hacia su compañero.

     De hecho el ministro se hallaba ya fuera de su errónea secta; puesto que los invencibles razonamientos de Eduardo habían destruido los más hondos cimientos de sus falsas creencias. Así era que el hijo de Escocia atravesaba el periodo crítico de aquellos que acaban de desilusionarse de sus abejas preocupaciones y desvaríos; y ora se ladean hacia la oscuridad, ora hacia la luz.

     Por lo que acabamos de exponer no se extrañará que el ministro se viera medio confuso para contestar a las palabras del capitán.

     -Si se realizan vuestros deseos y esperanzas, capitán, dijo el ministro tras un minuto de deliberación, os doy mi palabra de honor de que os lo comunicaré enseguida a vos y a Eduardo donde quiera que los tres nos encontremos.

     -¡Qué dicha será la mía, exclamó este último con entusiasmo, al saber que habréis derribado [335] los altares y destrozado los ídolos que ocupan actualmente vuestro corazón! ¡Quiera el cielo acoger propicio los votos que le dirige una indigna criatura para que en vuestro entendimiento brille el sol de la verdad y en el santuario de vuestra conciencia resida Jesucristo! Pero no aquel Jesucristo que invocáis en vuestros desmantelados templos; sino el Jesucristo que adora el mundo católico, el cual se alimenta y vigoriza con su sacratísimo cuerpo y sangre, y cuyo Vicario en la tierra es el Soberano Pontífice que ocupa el solio de sus trescientos ilustres y santos predecesores, desde donde ejerce su imperio espiritual sobre las conciencias de doscientos millones de almas diseminadas por toda la haz del globo, ya fulminando sus rayos contra el despotismo, la impiedad y la herejía, ya extendiendo vasto manto paternal sobre el débil, el penitente y el desgraciado.

     Las palabras de Eduardo eran escuchadas por su pequeño auditorio con marcadas muestras de admiración.

     Miss Mary y su madre cambiaron una rápida mirada de inteligencia como si hubiesen querido decirse entre sí:

     -Este joven es un santo.

     Al anochecer del mismo día, la familia del capitán regresó a Bristol para esperar allí la llegada del buque. Pero antes de salir de éste, las dos señoras se despidieron con la mayor finura de Eduardo y mister Brooke, a quienes hicieron prometer [336] formalmente el capitán y su esposa, que irían a pasar siquiera dos o tres días en Belfast, en cuya ciudad de Irlanda vivía la familia Mac-Kievet, la cual se proponía partir para aquel punto, tan pronto como la fragata Lord Efingham estuviese fondeada en el puerto de Bristol.

     Tanto Eduardo como el ministro se excusaron cortésmente de no poder aceptar la invitación de los esposos Mac-Kievet, pretextando que debían regresar sin demora al seno de sus respectivas familias, a las cuales estaban muy ansiosos de abrazar. Empero el capitán y su esposa no juzgaron insuperables los obstáculos que les oponían los dos compañeros para dejar desairada su petición, e insistieron en ella con tanto empeño, que estos creyeron deber aceptarla. En consecuencia el joven español y mister Brooke se decidieron a pasar a Irlanda con la familia Mac-Kievet.

     El capitán estaba demasiado agradecido a los infinitos cuidados y atenciones que los dos pasajeros le habían dispensado, para no darles un testimonio palpable de su reconocimiento para con ellos.



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- XVIII -

     Cuatro días después de lo que referimos en el capítulo antecedente; la familia Mac-Kievet, Eduardo y mister Brooke tomaron pasaje en un vapor que les condujo a Irlanda. [337]

     Durante la corta travesía marítima se estrechan más íntimamente los vínculos de amistad que unían a los dos pasajeros del Lord Efingham con el capitán y la esposa e hija de éste. Allí fue cuando Eduardo pudo acabar de convencerse de que miss Mary poseía en alto grado todas las cualidades morales que recomiendan a una doncella, únicas que sobreviven a la mano destructora del tiempo, únicas capaces de consolidar la paz y la dicha en el hogar doméstico.

     Desde luego nuestro héroe concibió el proyecto de pedir la mano de la joven irlandesa, en quien vio a la compañera que la divina Providencia le paraba para identificar con ella sus destinos.

     Sin embargo nuestro joven no se atrevía a declarar abiertamente su propósito a los esposos Mac-Kievet sin el previo consentimiento de sus ancianos padres, cuya voluntad no quería contrariar a ningún precio. Empero mister Brooke quien tomó a su cargo el definitivo arreglo el asunto que nos ocupa a la entera satisfacción de las partes contratantes, conforme veremos en lo sucesivo.

     La modesta vivienda del capitán respiraba aseo y religiosidad, y no carecía de lo que constituye lo confortable de la vida.

     De ordinario la familia del capitán se entregaba a sus quehaceres domésticos en un pequeño salón rectangular, en cuyas paredes se veían algunas imágenes religiosas; en el centro se levantaba una mesita redonda con un tapete verde. [338] En cada extremo de aquella estancia había dos puertas fronterizas que conducían a otros tantos aposentos sencillos y cómodamente amueblados. Media docena de sillas, un sofá forrado de terciopelo de Utrecht y un piano componían el mueblaje del antedicho salón. En todas partes descubría el ojo del creyente los objetos más venerados o adorados de nuestra Religión.

     En la parte posterior de la habitación del capitán había un bonito y pequeño jardín cultivado con asiduidad y esmero por nuestra joven heroína, cuyo jardín ostentaba a la sazón todas sus más ricas y variadas galas, embalsamando el ambiente con los efluvios odoríferos que se desprendían de las matizadas corolas de las flores.

     Eduardo hubiera sido completamente feliz en aquella mansión si su pensamiento no se preocupara a menudo con la angustia de sus amados y ancianos padres por saber lo que había sido de su hijo tras una tan larga ausencia.

     El capitán y su familia se desvelaban por complacer a sus dos huéspedes, quienes correspondían a las finezas de sus anfitriones con palabras y ademanes atentos.

     A bordo del vapor que les llevara a Irlanda, Eduardo y miss Mary habían tenido ocasión de hablarse y comunicarse su recíproca inclinación; en términos que nuestros dos jóvenes estaban deseando ya que el sagrado e indisoluble vínculo del matrimonio uniera para siempre sus corazones. [339]

     Los esposos Mac-Kievet se regocijaban interiormente de la simpatía que descubrían entre su hija y el joven español; y mister Brooke el mismo día de su llegada a Belfast aventuró las siguientes palabras casi al oído de mistress Mac-Kievet, en tanto que el capitán se paseaba por el jardín en compañía de su hija y del joven español:

     -Eduardo será vuestro yerno.

     -¡Eduardo!, exclamó su interlocutora esforzándose en vano para disimular a los ojos del ministro la indecible satisfacción que le causaba aquella noticia. ¿Sabéis algo de positivo?, añadió fijando la vista en el mensajero.

     -No, pero es preciso ser muy ciego para dejar de ver que vuestra linda hija y Eduardo son dos tiernos y nobles corazones que tienen idénticas aspiraciones; y por lo tanto creo que el himeneo hará la felicidad de ambos y la vuestra.

     Estas palabras vibraron en los oídos de mistress Mac-Kievet como la música más armoniosa; pues aunque ella y su marido habían hablado a solas del mutuo afecto que les parecía que se profesaban su hija y el joven español; con todo la buena mujer se alegraba de que mister Brooke hubiese hecho la misma observación y aprobase el enlace de nuestros dos héroes.

     -Si Eduardo pide la mano de mi hija; tanto Patrick como yo estamos dispuestos a otorgársela; pero con una condición, dijo mistress Victory en contestación a las palabras del hijo de Escocia. [340]

     -¿Cuál?, preguntó éste con interés.

     -Que no queremos absolutamente que se vaya a vivir en España. ¡Dios mío! ¡Cuán desgraciada sería yo si mi hija debía separarse de mi lado!, continuó enterneciéndose. ¿Os parece, ministro, si Eduardo se conformará con nuestra condición?

     -No puedo asegurároslo de fijo, señora; pues como Eduardo tiene su familia en España, ignoro hasta qué punto se conformaría con vuestro precepto.

     -Pues bien, si la ocasión se presenta, os agradeceré que participéis vos mismo a Eduardo cuál es mi decisión sobre este particular.

     -Contad conmigo, señora.

     Aquella misma noche Eduardo entró en el cuarto en que estaba alojado el ministro, y enteró a éste de su proyecto matrimonial con la hija del capitán.

     -No me decís nada de nuevo, Eduardo, dijo el ministro con tono zumbón.

     -¡Cómo! ¿Sabéis ya que yo solicitaba la mano de miss Mary?, replicó el joven con admiración.

     -No, pero era my fácil adivinarlo, contestó su interlocutor sonriendo.

     -Pues bien, sí, conozco que la voluntad de Dios es que una mi existencia a la de esa joven. Sin embargo no quisiera dar un paso semejante sin el previo beneplácito de mis amados padres.

     -¿Y estáis seguro de que miss Mary os ama? [341]

     -Sí.

     -Pues en este caso (salva la aprobación de vuestros padres), sólo falta celebrar el casamiento, respondió el ministro comprimiendo una sonrisa.

     -¿Es decir que puedo contar con la aquiescencia del capitán y de su esposa?, preguntó el joven español con alborozo.

     Mister Brooke hizo un gesto afirmativo, y enseguida le enteró de la condición que le imponía mistress Mac-Kievet.

     Eduardo lloró amargamente, pensando que tendría que separarse para siempre de sus amados padres precisamente cuando más necesitarían estos de sus filiales desvelos. No obstante en sus adentros nuestro joven se sentía irresistiblemente compelido a llevar adelante su empresa. Así fue que, después de haber dado una breve expansión al dolor, dijo al ministro con ternura:

     -¿Queréis hacerme el obsequio de decir vos mismo a mistress Mac-Kievet que acepto su condición, si mis padres no se oponen a ello?

     -Lo haré con el mayor gusto, Eduardo, repuso su interlocutor con amabilidad.

     Al día siguiente el ministro comunicó la resolución del joven español a los esposos Mac-Kievet, quienes dieron espontáneamente su consentimiento. Entonces mistress Victory llamó aparte a su hija para cerciorarse de si su corazón pertenecía en realidad a nuestro héroe.

     -Querida Mary, dijo la madre de ésta con [342] acento cariñoso, tengo que comunicarte una noticia.

     -¿Cuál?, interrogó con timidez la joven irlandesa, y ruborizándose al presumir lo que su madre iba a decirla.

     -Eduardo ha pedido tu mano; es un joven muy virtuoso o instruido, tu padre tiene que agradecerle algunos cuidados y favores como tu sabes, y creo que puede labrar tu felicidad. Pero no por eso, hija mía, quiero violentar tu corazón; porque si tu no amases de veras a ese joven, Dios me libre de obligarte ni siquiera aconsejarte a que fueras su esposa.

     -¡Oh! ¡Mamá de mi alma!, respondió miss Mary tras un breve silencio, cayendo de rodillas y anegada en llanto a los pies de mistress Victory. Eduardo tiene prendas demasiado estimables para que le rehúse mi mano; y así os declaro desde ahora que creo que Eduardo es el marido que el cielo me envía, pues tengo un presentimiento de que seré dichosa uniendo mi suerte con la suya.

     -Hija mía, aunque Eduardo sea un joven recomendable bajo muchos conceptos; con todo antes debes pedir con fervor a la Virgen que te indique lo más conveniente para tu felicidad presente y eterna. Eres demasiado joven todavía, prosiguió la esposa del capitán, para conocer lo que es el mundo, pero a medida que vayas adquiriendo experiencia, verás que todas las vanidades de la tierra no pueden compararse con la [343] paz interior que experimenta el alma pura que no apetece otros goces que los que le proporciona nuestra Religión.

     Miss Mary escuchaba, sollozando y con su cabeza reclinada sobre las rodillas de su madre, las palabras de cristiana ternura que salían de la boca de esta.

     -Sobre todo no te envanezcas de tu propia belleza, hija mía, añadió mistress Victory; porque este don del cielo dura muy poco y se marchita como las flores de nuestro jardín. Ayer las gracias adornaban todavía mi rostro; hoy ya empieza a ajarse mi hermosura; mañana ¡ay! ¡No quedará sombra de mi belleza de algún día!... Sólo una cosa permanece y se perpetúa íntegra hasta más allá de la tumba; esto es, la virtud.

     Aquella misma noche nuestros cinco personajes se hallaban reunidos en el saloncito de que ya tiene noticia el lector.

     Los esposos Mac-Kievet y el ministro sentados en el sofá, hablaban del proyectado enlace de Eduardo con miss Mary, en tanto que ésta tocaba el piano teniendo a su lado al joven español.

     De repente, nuestra heroína tocó con admirable maestría el patético final de la Norma. Entonces Eduardo no pudo contener una lágrima con sus párpados; porque se agolpó en su mente el magnífico al par que triste espectáculo que se desplegara ante su vista cuando el velo fúnebre de la noche le ocultó para siempre las hermosas costas del Perú. [344]

     -¿Qué tenéis, Eduardo?, preguntó miss Mary con viva ansiedad al sorprender la emoción pintada en el semblante de su interlocutor.

     -¡Nada! El trozo de ópera que estáis ejecutando ha evocado en mi mente un triste recuerdo, repuso el joven haciendo un melancólico ademán de cabeza.

     Entonces refirió a su futura esposa el panorama que describimos al final del segundo (9) capítulo de esta historia.

     Dos días después de este incidente, Eduardo y el ministro se despidieron de la familia Mac-Kievet para dirigirse cada uno a su respectiva patria; pues el primero quiso cumplir con su deber filial antes de contraer matrimonio con la joven irlandesa, como hemos indicado ya.

     Es imponderable el sentimiento que causó la marcha de nuestros dos personajes al capitán y a su familia; a pesar de que Eduardo prometió formalmente que regresaría luego para realizar su casamiento con miss Mary, en la hipótesis de que sus padres no suscitaran ningún obstáculo, o que en caso negativo, se lo escribiría al momento.

     El ministro y Eduardo viajaron juntos hasta Bristol, en cuyo punto se separaron como dos verdaderos amigos, el primero tomando el camino de Escocia, y el otro en dirección a Londres.

     Pero antes de darse el último abrazo, el joven español recordó a su compañero, con toda la [345] elocuencia que le sugirió su cristiano corazón, todas las interesantes controversias religiosas que trataron ambos a bordo del buque inglés y todas las escenas de que éste fue teatro.

     -Ministro, dijo nuestro héroe en el acto de separarse de su compañero de viaje, el cielo espera vuestra conversión: ya que juntos hemos atravesado los mares, es preciso que juntos también nos hallemos algún día en nuestra verdadera y eterna patria... Para llegar a ella, no hay otro camino más recto y expedito que el que nos traza el Catolicismo. Os encargo de nuevo muy encarecidamente que leáis y meditéis las obras que han escrito esas grandes lumbreras de la humanidad, esos insignes y virtuosos campeones que han pulverizado con sus rigorosos e indestructibles argumentos las sutiles paradojas de esa falange de heresiarcas de todos los siglos que han asestado sus acerados dardos contra la Iglesia católica.

     -Cumpliré mi palabra, Eduardo, repuso el ministro un tanto afectado. En llegando a mi patria leeré y meditaré las obras de los más esclarecidos autores católicos en defensa de vuestra Religión; y si me convencen, os prometo, os juro por lo más sagrado que arrollaré cuantos obstáculos se opongan a mi resolución para abrazar la nueva doctrina que me proponéis con tanto entusiasmo.

     Dichas estas palabras, el ministro y Eduardo permanecieron un minuto abrazados derramando [346] ambos abundantes lágrimas, y por fin se despidieron con un adiós tan tierno y tan significativo, que sólo puede compararse con el adiós de la madre cuando su hijo va a partir muy lejos y para siempre de su lado.

     La familia Mac-Kievet y Eduardo obtuvieron del hijo de Escocia la promesa solemne de que éste no faltaría al casamiento de nuestros héroes. El súbito recuerdo de esta promesa hizo que Eduardo se volviera para decir a su compañero que se hallaba ya a algunos pasos de distancia:

     -Confío que asistiréis a mi boda.

     -Sí, sí, contad con mi asistencia, repuso el hijo de Escocia volviendo el rostro hacia el joven español con una sonrisa y prosiguiendo su camino.

     Entonces Eduardo tomó el ferrocarril de Londres, y en pocas horas entró en la capital del Reino Unido, en la moderna Babilonia inglesa.



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- XIX -

     Al declinar de una serena y calurosa tarde de verano, un gallardo y apuesto jinete hacía galopar su caballo, cuyos cascos levantaban una densa nube de polvo, por un camino angosto trazado en medio de las llanuras de una provincia de Aragón, dirigiéndose hacia un pueblo de blanco y desparramado caserío, situado en el fondo de un fresco y arbolado valle que se divisaba a poca distancia, semejante a una bandada [347] de palomas posadas sobre una verde y aterciopelada alfombra: aquel jinete era Eduardo.

     En uno de los recodos del camino, y muy cerca del pueblo, se veía enhiesta una tosca y maciza cruz de piedra descansando sobre tres anchas gradas circulares. A la espalda del augusto emblema de nuestra redención distinguíase un pequeño campo cercado, sobre cuyas parduscas y agrietadas tapias descollaban algunos cipreses ostentando sus sombrías pirámides que, agitadas a la sazón por la brisa crepuscular parecían otros tantos penachos fúnebres: aquel campo era el cementerio del pueblo.

     En el lado opuesto, y a veinte pasos del borde del camino, dos cuervos graznaban sobre la frondosa copa de una secular encina.

     Al llegar a aquel triste y solitario sitio, tan a propósito para la meditación, nuestro héroe detuvo de repente su caballo y se apeó para recitar algún Padre nuestro por las almas de los difuntos; y después de atar su montura al tronco de un árbol, se arrodilló devotamente sobre las gradas de piedra que circuían la cruz.

     En aquel momento se extinguían los tenues resplandores del crepúsculo; la luna, levantando gradual y majestuosamente su disco de plata, se destacaba del manto azul de los cielos y empezaba a iluminar el paisaje con sus pálidos y helados reflejos, y la campana de la iglesia pregonaba con su lengua de bronce la vespertina salutación angélica. [348]

     Aquel conjunto de tristísimos detalles era capaz de conmover el corazón más insensible.

     Por lo dicho puede inferirse cuán apesadumbrado estaría en aquel instante el sentimental y cristiano corazón de Eduardo.

     Apenas hacía dos minutos que éste estaba orando por los difuntos, cuando fue bruscamente interpelado por una anciana mujer que acertó a pasar por el camino, la cual fijó atentamente la vista en nuestro joven, y al reconocerle, exclamó con agradable sorpresa:

     -¡A no engañarme sois el señorito Eduardo!

     Éste, que estaba arrodillado de espaldas al camino, volvió lenta y maquinalmente su cabeza para ver quién le hablaba.

     -¿Quién había de pensar que regresaríais tan pronto al pueblo? ¡Qué alegría vais a dar a vuestra hermana!, continuó la anciana.

     A estas palabras un frío sudor bañó todos los miembros de nuestro héroe, cuyo semblante se cubrió de una palidez mortal: acababa de atravesar por su mente la desgarradora idea de que los cuerpos de sus amados padres descansaban en la mansión del olvido que tenía frente de sí.

     -¿Y mis amados padres?, demandó nuestro joven con acento de indescribible angustia.

     -¡Cómo! ¿No habéis sabido que murieron a poco de haberos marchado a América y con ocho días de diferencia el uno del otro?, respondió la vieja mirando a Eduardo con estupefacción, y deslizándose como una sombra a lo largo del camino. [349]

     Ante la terrible realidad de su fatal presentimiento, nuestro héroe cayó como anonadado sobre las gradas de piedra; y luego levantándose como impulsado por un mágico resorte, fijó sus arrasados ojos en el cielo prorrumpiendo con enternecimiento:

     -¡Padres de mi corazón! ¡Seres queridos de mi alma! Echad desde vuestra morada de eternas e inefables delicias vuestra bendición paternal sobre vuestro hijo, que cual peregrino acaba de atravesar los mares, y que, al regresar al hogar doméstico ¡ay! ¡No le queda otro consuelo que orar y llorar en medio del silencio sepulcral de la noche, cerca de vuestros inanimados y yermos despojos! ¡Cuántas veces desde la inmensidad del océano he pensado en vosotros contemplando la pálida faz de esa misma luna que esparce sus melancólicos y helados rayos sobre vuestra tumba! ¡Días risueños de mi infancia, vosotros que os reflejáis todavía en mi juvenil imaginación, reproduciéndoos en ella como la verde y graciosa cabellera de un sauce, mecida por el blando céfiro, al mirarse en el cristalino espejo de un manso arroyo... ¡ah! ¡Traed, sí, a mi memoria, de cuántos desvelos, de cuántas caricias, lágrimas y sudores soy deudor a mis amados y ya difuntos autores de mi existencia! ¿Cómo podré jamás agradeceros bastante la cristiana educación que me disteis desde los primeros albores de mi razón y a la cual debo toda mi felicidad en este mundo?... ¡Oh! ¡Cuánto compadezco a los [350] hijos que no han recibido en sus tiernos corazones la fecunda semilla de la Religión!... ¡Mil veces, sí, hubiera sucumbido aplastado por el peso del infortunio sin aquella égida protectora de la humanidad, sin aquel escudo invulnerable contra el cual se han hecho trizas todas las asechanzas de los implacables enemigos de mi alma!

     Mientras que Eduardo terminaba su patético soliloquio, realzado por las circunstancias del lugar y de la hora, fue sorprendido por su hermana, que, sabedora de su llegada por la anciana; que hablara con nuestro joven, y extrañando la tardanza de éste en ir a casa, había salido a su encuentro, acompañada de su marido.

     La hermana de Eduardo estaba recién casada.

     -¡Oh, querido Eduardo! ¿Qué haces aquí?, dijo con ternura viéndole en actitud suplicante y corriendo a abrazarle.

     -Hermana mía, repuso el joven sollozando, acaban de decirme que Dios se ha llevado a nuestros ancianos padres durante mi ausencia, y he querido verter una lágrima, y pedir una gracia cerca de su sepulcro antes de entrar en el pueblo.

     Dichas estas palabras, los dos hermanos permanecieron un instante confundidos en un abrazo y anegados en un mar de llanto.

     -¿Y quien es ese hombre que te acompaña?, preguntó Eduardo en voz muy baja a su hermana, tras una corta pausa, extrañando la presencia del desconocido. [351]

     -Es mi marido.

     -¿Tu marido?, repitió el joven con extrañeza y desprendiéndose de los brazos de su hermana.

     -Sí, hace medio año que nos casamos, se apresuró a responder ésta designándole a su compañero.

     Era éste de agradable figura, y su rostro marcaba de treinta y cinco a cuarenta años.

     -No creíamos que volvieras tan pronto de América, Eduardo. ¡Ah! ¡Qué alegría hubieran tenido nuestros padres antes de morir, hallándote en la cabecera de su lecho! El corazón se te hubiera destrozado al oír tu nombre repetido mil y mil veces por ambos en su agonía: «¿Dónde estará mi hijo?, decía a menudo mi padre. ¡Dios mío, amparadle! No permitáis que su corazón se pervierta. Vale más que viva y muera pobre; ¡que no que atesore todas las riquezas de la tierra en la impiedad!» Vamos a casa, Eduardo, añadió la hermana de éste con voz conmovida.

     Nuestro desconsolado joven desató su caballo del árbol, y tomándolo por la brida se alejó de aquel sitio con sus dos compañeros.

     Eduardo había escrito desde Lima algunas cartas a su familia, y extrañaba no haber tenido contestación a ninguna de ellas. Ésta fue la causa de que ignorase la muerte de sus padres antes de salir de América; pero precisamente ahí está la explicación de la carencia absoluta de noticias domésticas, pues la hermana de nuestro joven queriendo [352] ocultar a éste tan sensible pérdida, adoptó el partido del silencio.

     Apenas Eduardo hubo entrado en su casa, dio rienda suelta al intenso dolor que le causara el fallecimiento de sus amados padres, y la vista de los objetos del hogar doméstico, que formaban un mudo coro de indefinible melancolía para recordarle los días venturosos que pasó al lado de aquellos a quienes debía su existencia.

     ¡Oh! ¡Qué tristeza nos sobrecoge al regresar bajo el techo paterno tras algunos años de ausencia, encontrándolo vacío de los seres que en otro tiempo nos lo hacían tan agradable y encantador!

     Después que nuestro héroe hubo aplicado el bálsamo de la doctrina católica sobre las profundas y chorreantes heridas de su corazón, refirió a sus hermanos todos los sucesos que ocurrieron desde el día de su marcha del pueblo para América. Sus interlocutores escucharon con el más vivo interés la larga narración de Eduardo; pero lo que sorprendió más a la hermana de éste, fue el proyecto de matrimonio con la joven irlandesa.

     -¿Has pensado bien en lo que vas a hacer, Eduardo?, decía con admiración. ¡Tú casarte con una inglesa, y ausentarte para siempre de nuestro lado! No creo que nuestros padres hubiesen aprobado tu resolución.

     -Pero ¿qué importa que la mujer que he elegido por esposa sea inglesa o española, con tal que sea virtuosa y pueda hacer mi felicidad?, respondía [353] Eduardo con cariño, esforzándose en desvanecer la preocupación de su hermana. He pedido muchas veces a Dios y a su santísima Madre, que me indicaran lo que debía hacer en este caso, y siempre he sentido en el fondo de mi conciencia una voz que me decía, que iba a ser feliz llevando a cabo mi designio. Todo el mundo es obra de Dios; a él pertenecen todas las criaturas; por lo tanto no debemos fijarnos en las distancias que nos separan de ellas para realizar los planes que nos inspira la Providencia. La virtud es tan bella en Inglaterra como en España.

     La hermana de Eduardo escuchaba estas palabras con profunda atención; pero dando muestras de no quedar completamente convencida: hasta que por fin su marido, uniendo su voto al de nuestro héroe, inclinó el ánimo de aquélla hacia la aprobación del proyecto matrimonial de éste.

     Pocos días después de su llegada al pueblo; Eduardo se despedía tiernamente de sus dos hermanos para regresar a Inglaterra.



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- XX -

     Han transcurrido tres semanas.

     Eduardo acaba de reunirse con la familia Mac-Kievet, que le recibe con entrañable cariño. Sin embargo, los velados ojos de nuestro héroe anunciaban que la benévola y hasta paternal acogida de que fue objeto, por parte de sus futuros suegros [354] y esposa, no era bastante a borrar la huella del sufrimiento que había grabado en su corazón la irreparable pérdida de sus idolatrados padres.

     -¿Qué os ha sucedido, Eduardo?, preguntó mistress Victory con aire solícito al estrechar la mano del recién llegado, leyendo en su semblante alguna inquietud. ¿Se oponen quizás vuestros padres a que os caséis con mi hija?, añadió lanzando a ésta (10) una ansiosa mirada.

     Miss Mary, que se hallaba al lado de su madre, se puso extremadamente pálida y clavó su azorada vista en la del capitán, como invocando el auxilio de éste en la terrible duda que acababa de suscitar su madre.

     -¡Mis padres han muerto! Se apresuró a responder el joven español con amargura y comprimiendo un suspiro.

     -¡Dios mío!, exclamaron sus tres compañeros con el mismo tono y mirándose unos a otros con asombro.

     A esta exclamación siguió la reseña de Eduardo de lo ocurrido en su hogar doméstico durante su ausencia, cuya reseña arrancó abundantes lágrimas a sus oyentes.

     Aquel mismo día se acordó él en que debía tener lugar el matrimonio de nuestros dos jóvenes, cuya noticia se apresuró Eduardo a poner en conocimiento del ministro, para que éste pudiera honrar el acto con su presencia, conforme había prometido al joven español en el momento de separarse ambos en Bristol. [355]

     Pero llegó la mañana prefijada para la boda a que compareciera mister Brooke, o, cuando menos, una carta explicando el motivo de su conducta; lo cual extrañaron muchísimo Eduardo y la familia Mac-Kievet, quienes tras mil comentarios, concluyeron casi por atribuir a desaire el inexplicable proceder del ministro.

     No obstante, aquella misma tarde, después de la celebración del matrimonio, y en tanto que nuestros novios radiantes de alegría estaban sentados a la mesa con los esposos Mac-Kievet y algunos parientes y amigos de estos, se recibió una carta que fue inmediatamente entregada al capitán, quien al examinar el sobre vio que procedía de Edimburgo, e iba dirigida a Eduardo.

     -Es de mister Brooke, Eduardo, dijo el capitán con tono jovial y alargándola a su yerno, que la abrió con precipitación.

     -¡Será alguna excusa cortés!, dijo mistress Mac-Kievet sonriendo y paseando una mirada en torno de la mesa.

     -¡Oh! ¡No, no!, exclamó Eduardo con energía al pasar sus ojos con avidez por las primeras líneas de la carta del ministro. ¡Dios mío!... ¡Qué veo!... ¡Es un hermoso sueño!, prosiguió el joven como fuera de sí.

     Hubo un minuto de pausa, en cuyo intervalo todos los comensales estaban como pasmados de la inexplicable febril exaltación que se había súbitamente apoderado del ánimo de nuestro héroe.

     -¿Qué dice, pues, el ministro?, inquirieron [356] todos los circunstantes con viva inquietud.

     -¡Se ha convertido!..., murmuró el interpelado poniendo la carta encima la mesa y prorrumpiendo en tiernísimo llanto.

     Aquella agradable noticia enterneció vivamente a todo el mundo.

     -Al menos la preciosa semilla, sembrada por mi yerno en el corazón del ministro, ha producido un precoz y opimo fruto, pensó el capitán mientras estrechaba cordialmente la mano del novio.

     -Leédnosla, Eduardo, dijo mistress Victory designándole la carta que aquel acababa de recoger de la mesa con ademán de metérsela en el bolsillo.

     -¡Sí, sí, leédnosla!, exclamaron todos a coro.

     Entonces Eduardo hizo un supremo esfuerzo para dominar su viva emoción, y, poniéndose de pie, empezó con voz algo trémula la lectura de la carta, cuyo contenido estaba concebido en los siguientes términos:

     «¡Soy católico!

     »Ayer recibí sobre mi cabeza las aguas regeneradoras. Cuando sentí que el cielo me llamaba renuncié con el más vivo placer mi sueldo, cargo y prerrogativas de pastor protestante para formar parte, como el más humilde de los soldados, de ese brillante ejército de doscientos millones de hombres, desparramados por toda la faz de la tierra, que profesan una misma doctrina, abrigan en sus pechos una misma esperanza, [357] y no reconocen a otro jefe supremo que al Soberano Pontífice que ocupa la cátedra de San Pedro, y es el último anillo de la cadena de doscientos varones, santos, sabios y esclarecidos, que viene perpetuándose desde el Príncipe de los Apóstoles (piedra fundamental de la Iglesia), hasta la consumación de los siglos.

     »Reconozco y confieso que Dios ha obrado un patente milagro para mi conversión. En los dos meses transcurridos desde el día de nuestra despedida en Bristol, querido Eduardo, no he cesado de leer y meditar (siguiendo vuestro santo consejo), algunas de las mejores y más eruditas obras que han escrito los insignes apologistas del Catolicismo en contra del Protestantismo... Una de las que ha llamado más vivamente mi atención, ha sido la de ese sabio español que ha bajado a la tumba en el cenit de su juventud; pero que antes de eclipsarse de la escena del mundo ha dejado, en su rápida carrera, un ancho surco de inextinguible luz en el horizonte de la religión católica.

     »No obstante, a pesar de una lectura y meditación asiduas de aquellos escritos, impregnados de santa sabiduría; experimentaba aun en mis adentros los terribles efectos de la eterna lucha entre el error y la verdad, entre la saludable fe católica y el funestísimo y embrollado caos de los sistemas filosóficos; y, semejante al ciego de nacimiento, quien por un feliz fortuito accidente puede hacer uso del precioso órgano [358] de la visión; así vacilaba yo, entre abrir mis ojos a los intensos rayos de la fe, o mantenerlos obstinadamente cerrados en el escepticismo.

     »Empero, la sed de verdad que abrasaba mi enfermizo y desfallecido espíritu, y más que todo la gracia del Espíritu Santo, me impulsó a penetrar en un templo católico en ocasión que el sacerdote celebraba el sacrificio incruento. Allí me arrodillé ante una piadosa imagen del Crucificado; y le pedí con ardor que me sacara de mi terrible incertidumbre respecto de mis creencias.

     »Mas ¡oh, querido Eduardo! En aquel momento mi corazón sintió un gozo indecible, y se disiparon cual fugitivas sombras todas las crueles dudas de mi inteligencia... Entonces pude apreciar la magnitud del beneficio que Dios me dispensaba, y mi pecho reventó de santo alborozo como un torrente desbordado, y besando repetidas veces el pavimento de la iglesia con frenesí, me deshice en llanto de agradecimiento».

     En llegando aquí, el pequeño auditorio de Eduardo no podía contener las lágrimas y sollozos; y éste, embargado por la emoción, tuvo que suspender la lectura de la carta del ministro.

     «Mientras que mi corazón se anegaba en un mar de delicias (continuó el joven reanudando su lectura, tras una breve interrupción), no me olvidé de rogar a Jesucristo con todo el fervor [359] de que fueron capaces mis débiles fuerzas por la felicidad temporal y eterna de mi buen amigo y compañero de viaje... Nunca se borrarán de mi memoria aquellos días que pasamos juntos, a bordo del Lord Efingham, los cuales se van alejando de nosotros con tanta rapidez como las nubes barridas por el huracán: días ¡ah! ¡Que no volverán jamás!... Tiempo bendito, en que vos, mi excelente amigo, Eduardo, habéis trabajado con un celo, un ardor y una elocuencia imponderables para mi salvación... Lo que vos habéis hecho por mí, no puede pagarse en este mundo... No: todas las riquezas y honores que ostenta la tierra no alcanzan a satisfacer la inmensa deuda de gratitud que he contraído para con vos... Pero el cielo, Eduardo, os reserva el premio a que sois acreedor... ¡Sólo Dios que es infinito en su esencia puede otorgar galardones infinitos a las criaturas que han observado fielmente su santa ley y han procurado inculcarla en sus semejantes extraviados...!

     »Mi esposa y mi hijo no se explican mi cambio de vida y están casi por creer que me he vuelto loco... ¡Ojalá el cielo persuada a entrambos que la locura que ellos sospechan en mí, no es otra cosa que la victoria de la razón sobre las indómitas pasiones, de la verdad sobre el error...!      »Me lisonjeo de que esta carta suplirá con usura mi ausencia en vuestra boda, y será un descargo bastante poderoso para sincerar mi [360] conducta a vuestros ojos y a los de la amable familia Mac-Kievet. Me parece que diréis en vuestros adentros al leer mis mal pergeñados renglones: 'Prefiero un millón de veces que esté lejos de mí sabiendo que es católico, que no a mi lado siendo protestante'».

     »Basta, querido amigo, observo que las lágrimas caen sobre el papel en que escribo, y que mi ánimo desfallece... vuestro corazón católico os hará comprender mejor que mis palabras lo que omito y mi pluma no acertaría a explicaros en este instante...

     »Sed feliz, sí, muy feliz, en compañía de vuestra bella, amable y virtuosa esposa, y de vuestros excelentes suegros. Pero ¿qué digo feliz?... vuestra felicidad consiste en vuestras creencias religiosas...: no las abandonéis, y vuestra dicha será eterna...!

     »¡Entre tanto disponed a vuestro antojo de vuestro amigo que os reserva un señalado lugar en su corazón, y que os abraza con la ternura que sólo es peculiar de los que militan bajo la gloriosa bandera que enarboló Jesucristo cerca de dos mil años ha en la cima del Calvario...!

     »B. BROOKE.

     »Posdata.- Estoy deseando con viva impaciencia que me enteréis circunstanciadamente de vuestra boda.

     »Saludad afectuosamente de mi parte a la familia a la cual tal vez perteneceréis al recibo de la presente». [361]

     La cristiana alegría que reinó entre los concurrentes al festín nupcial luego que Eduardo finalizó la lectura de la larga, interesante y satisfactoria carta del ministro, es más para imaginada que para descrita.

     Todos se apresuraron a porfía a dar su caluroso para bien al joven español por su brillantísimo triunfo moral sobre la persona del ministro: Eduardo obtuvo una completa y merecida ovación. He aquí como a veces la virtud tiene su recompensa ostensible en la tierra.

     Desde aquel momento la felicidad conyugal de nuestros jóvenes fue, pues, grande; porque estaba calcada sobre un grande e imperecedero principio: el de la fe católica.

     Pocos meses después del casamiento de Eduardo con miss Mary, el capitán recibió una carta de un amigo suyo de New York, instándole para que se trasladase allí con su familia y ofreciéndole el mando de un vapor mercante.

     La familia Mac-Kievet deliberó larga y sesudamente acerca el partido que convenía tomar; y Eduardo fue de parecer de pasar a América, donde era probable que él encontrara una buena colocación mercantil. Habiendo prevalecido la opinión del joven español, todos optaron por emprender cuanto antes el viaje a los Estados Unidos.

     Allí fijó, pues, su residencia la familia Mac-Kievet.

     A poco de haber pisado el suelo americano, [362] Eduardo entraba en clase de dependiente en una respetable casa de comercio, donde se granjeó desde luego las simpatías de todos con su afabilidad y talento; y el capitán se encargaba del mando de uno de los más hermosos steamers que surcan el litoral norteamericano.

     Miss Mary y sus padres se felicitaban incesantemente de contar en su familia al joven español, quien lejos de defraudar las risueñas esperanzas que concibieran aquellos de su persona, añadió por el contrario, sin cesar en su ejemplar comportamiento, nuevos quilates al aventajado concepto que les mereciera desde el principio.

     Podía decirse, por lo tanto, que la familia Mac-Kievet había alcanzado el colmo de su ventura: el cielo se complacía evidentemente en derramar a manos llenas sus beneficios sobre ella.

     Eduardo, antes de partir de Inglaterra, no se olvidó de escribir al ex ministro protestante participándole aquel suceso. La contestación del hijo de Escocia fue tan tierna como cabe serlo entre dos corazones unidos con los dulces e indisolubles vínculos de la fraternidad cristiana.

     Un día nuestros personajes fueron agradablemente sorprendidos en New York por una carta de mister Brooke, en que éste les enteraba de la muerte de su esposa dentro del gremio de la Iglesia católica, añadiendo, con unción evangélica, que había resuelto pasar a la China en calidad de agregado a una misión próxima a salir para dicho punto, y cuyo exclusivo objeto era [363] sembrar la semilla cristiana en los más remotos confines del celeste imperio.

     He aquí, pues, querido lector, terminada mi relación del viaje del Perú a Europa.

     Al dejar mi tosca y destemplada lira, pido fervorosamente al cielo que al pasar tus ojos por las páginas que acabo de emborronar, te afiances en tus creencias, dado caso de que poseas todavía en tu ánimo tan inestimable joya; y si hubieses tenido la fatalidad de perderla, para que te decidas a recobrarla a costa de cualquier sacrificio.

     Éste ha sido el intento que ha guiado mi pluma hasta ahora. ¿Conseguiré el fin que me he propuesto?... He aquí la duda que tortura cruelmente mi corazón, y que desde luego resolvería negativamente, atendida la magnitud de la tarea que gravita sobre mis débiles hombros, si el eficaz auxilio de la divina gracia no estuviera de parte de aquellos que a pesar de sus cortos alcances, abrigan en su pecho el propósito de reportar algún bien positivo a sus semejantes, ofreciéndoles un ramillete de místicos perfumes, sin el cual es de todo punto imposible alcanzar el bienestar y la tranquilidad en la tierra y la bienaventuranza eterna en la patria celestial.



FIN Arriba