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Del quetzal al gallinazo: la percepción popular del ángel en dos cuentos hispanoamericanos («El ángel caído» de Amado Nervo, y «Un señor muy viejo con unas alas enormes» de Gabriel García Márquez)

Eduardo Chirinos






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Vino el que yo quería
el que yo llamaba.


Rafael Alberti, Sobre los ángeles                


Presente en casi todas las mitologías, el ángel ha sido siempre la encarnación del deseo humano de volar, y se lo ha imaginado como compañero y emisario de los dioses. Si trazamos su genealogía, lo podemos hallar vinculado con los dioses planetarios babilónicos y en los antiguos mitos hebreos y musulmanes. Más cerca a nosotros lo hallamos formando parte de los «Huamincas»1: guerreros alados que luchaban en el ejército de Wiracocha contra las huestes del Demonio («Zupay») que los predicadores jesuitas asociaron con el miles coelestis del Dios cristiano en su proceso de evangelización2. No pretendemos aquí un tratado de angelología, sino convenir en la universalidad de estos seres a los que se les consideraba superiores debido a sus atributos sobrenaturales provenientes de su relación con la divinidad.

En nuestra cultura, los ángeles están asociados a la iconografía judeocristiana y entre sus características más saltantes -aparte de las alas, privilegio que comparten con Mercurio aunque las de éste sean más pequeñas y las lleve en los tobillos- están su excepcional belleza, su obediencia ciega a Dios3 y su aspecto andrógino y juvenil que sedujo a los habitantes de Sodoma. Pero no siempre formaron parte del miles coelestis, pues sabemos que uno de ellos llamado Satán (o Lucifer) lideró a un grupo con el propósito de destronar a Dios. El fracaso de su empresa y su conversión en Príncipe de los Infiernos están registrados en los versos del Lost Paradise de John Milton: su Satán (a diferencia del Satán dantesco) cae en un abismo sin fin y al caer cae en sí mismo: la infinitud de su caída nos da la idea de la infinitud de su pecado. También del incalculable heroísmo de su empresa.

En el siglo XVIII el Racionalismo pretendió desterrar a los ángeles de la literatura. Quizás porgue no convenían con el espíritu de los tiempos, quizás porque la ciencia admitía la posibilidad de que el hombre volara, los ángeles dejaron de interesar a los escritores. Pero no desaparecieron del todo. Un siglo más tarde los románticos emprendieron una relectura de Milton y ensalzaron en Lucifer al rebelde por excelencia, al guerrero de la libertad que se atrevió a enfrentarse a Dios mismo. En el poema narrativo La fin de Satan (1866) Víctor Hugo relata que en su descenso el héroe abandona una pluma, la misma que tocada por el ojo de Dios se convierte en un ángel femenino: L'Ange Liberté4.

Pero el ennoblecimiento romántico no impidió el destierro de los ángeles, quienes pasaron a formar parte de la mitología religiosa, es decir, de leyendas populares en las que ya nadie en su sano juicio cree. Fuera de la noción de realidad del hombre contemporáneo, los ángeles sólo pueden irrumpir en nuestro mundo valiéndose de su prestigioso arraigo en la imaginería popular: cualquiera sabe lo que es un ángel, el problema es que nadie sabría qué hacer con él. Por eso su retorno sólo puede ser explicado como una equivocación extemporánea o un fatal error de cálculo, como lo demuestran los cuentos «El ángel caído» de Amado Nervo y «Un señor muy viejo con unas alas enormes» de Gabriel García Márquez.

Desprestigiado por la Academia pero leído por una legión de admiradores que, al decir de su biógrafo Manuel Durán, supera en número a la de Ramón López Velarde y aún a la de Leopoldo Lugones5, Amado Nervo comparte con el colombiano García Márquez la devota popularidad que sólo obtienen aquellos escritores que han sabido calar en el interior del alma popular hispanoamericana.




2

«El ángel caído» pertenece a un libro de madurez de Amado Nervo titulado Cuentos misteriosos6. A tono con los títulos de aquellos autores que incursionaban en lo fantástico desde las filas del modernismo (Las Fuerzas Extrañas de Lugones o los Cuentos Malévolos de Clemente Palma) el de Nervo se esfuerza por anunciar el carácter de los relatos, aunque su «misterio» resulte poco sugerente para el gusto de los lectores actuales. Sin embargo, «El ángel caído» llamó la atención del poeta y crítico chileno Oscar Hahn, quien sugirió su parentesco con el relato de García Márquez «Un señor muy viejo con unas alas enormes»:

El cuento de Nervo, que se mueve en una atmósfera muy cercana al «realismo mágico», se anticipa a uno muy posterior de García Márquez, «Un señor muy viejo con unas alas enormes», que desarrolla prácticamente la misma línea argumental. Pero cuando el colombiano escribe su historia, ya ha pasado mucha agua -y mucha sangre- bajo los puentes de Latinoamérica, lo que ha alterado su visión simbólica de la realidad; y el ángel bello de Nervo, «de plumas gigantescas, nunca vistas, de ave del Paraíso, de quetzal heráldico y de quimera», es sustituido en el relato de García Márquez por un mito degradado: «Le quedaban unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca» y «sus alas de gallinazo grande, sucias y desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal».


(Hahn, 1990: 39).                


En estas breves líneas, Hahn parece haberlo dicho todo (o casi todo), pero no nos exime de plantear algunas interrogantes. Si hemos de emprender una comparación entre ambos cuentos debemos empezar por sus títulos. El de Amado Nervo -«El ángel caído»- moviliza inmediatamente un recuerdo consagrado por la mitología judeocristiana todos sabemos que el ángel caído no es otro que Satán, quien al perder la gracia se condenó al eterno descenso. «Caída» equivale en el vocabulario cristiano a expulsión del Paraíso y se le supone el máximo castigo de la divinidad al más reprobable acto de transgresión. No sabemos si Amado Nervo -un autor tan moralista y lleno de buenas intenciones- tenía en mente las connotaciones «satánicas» de su título; nos inclinamos a pensar que sí, ya que de este modo consigue un efecto «de desvío» que nos obliga a preguntarnos si detrás de la aparente beatitud de su ángel no se oculta un matizado Satán. En este punto creemos importante recordar que detrás del melancólico poeta que quiso escribir un libro de oraciones en verso con la aprobación de la censura eclesiástica española, se ocultaba un espíritu «no del todo limpio de esnobismo satánico». Le robamos estas palabras al estudioso Francisco González Guerrero7 para señalar que el poeta no pudo sacudirse de cierto romanticismo, al mismo que debemos agradecerle que el devocionario en verso quedara al fin trunco.

¿Por qué «cae» el ángel de Nervo? El efecto «de desvío» que supone el título se ve inmediatamente corroborado cuando leemos que la transgresión de su ángel es más bien venial: retozar más de la cuenta sobre una nube. No estamos -y eso es obvio- frente a la «caída eterna» que sugiere el título, sino ante una caída finita que desata inmediatamente una interrogante: ¿sabrán en Hispanoamérica y en pleno siglo XX qué hacer con este ángel extemporáneo? Esa es exactamente la misma pregunta que nos hacemos al leer el cuento de García Márquez.

Si nos detenemos en el largo y barroco título de su cuento, comprobamos su carácter perifrásico: en efecto, «Un señor muy viejo con unas alas enormes»8 evita cuidadosamente cualquier mención a los ángeles (exclusivo grupo cuya membresía excluye, entre otros, a las mujeres, a los negros, y a los ancianos). Lo mismo podríamos decir de los dos primeros párrafos: el efecto sorpresa hermana las tribulaciones de Elisenda y Pelayo con las del lector al sospechar que ese viejo con alas tirado en el patio sea un ángel. ¿Por qué «cae» el ángel de García Márquez? Aquí la respuesta es más complicada y está comprometida con las especulaciones de los personajes, uno de los cuales sostiene que venía por el niño, pero como el pobre estaba tan viejo lo tumbó la lluvia (12). Como se ve, la única transgresión de este ángel es su senilidad, del mismo modo que la única transgresión del ángel de Nervo es su infancia: si el primero cae por los achaques propios de la vejez, el segundo cae por las travesuras propias de su naturaleza infantil.

El ángel, pues, ha envejecido de un cuento a otro, y si en uno puede efectivamente llevarse a los niños (lo que, bien mirado podría entenderse como un hurto gravísimo), en el otro las únicas fuerzas posibles serán dedicadas a levantar su propio cuerpo. El hecho de someter a los ángeles a las vicisitudes del deterioro físico supone un atentado contra su imagen popular, pero es precisamente gracias a ese atentado que pueden introducirse como personajes de interés en la literatura contemporánea. Además ambos cuentos, si bien están destinados a un lector adulto, presuponen en distinta medida un lector infantil. En el de Nervo la intencionalidad se transparenta en la dedicatoria («Cuento de navidad dedicado a mi sobrina María de los Ángeles»), lo que explica el tono a la vez sencillo y austero de la narración, cuyo formulismo introductorio («Érase un ángel...») delata su posible adscripción al género maravilloso y, más concretamente, al cuento de hadas. Descontando el hecho de que «Un señor muy viejo...» haya resultado favorecido muchas veces por las antologías del cuento infantil hispanoamericano, la nota editorial de la contraportada nos informa que la mayoría de los relatos de La increíble y triste historia... partieron de «un proyecto de libro de cuentos para niños que no llegó a cuajar». Que no llegue a cuajar no significa necesariamente que haya perdido su sustrato infantil. No por lo menos en el relato que nos interesa.




3

El cuento «El ángel caído» está narrado en tercera persona por un narrador heterodiegético y omnisciente que goza de ese carácter conversacional que celebraran Anderson Imbert y Manuel Durán9. La historia es muy sencilla: un ángel que retoza en una nube cae a tierra y se estropea un ala. Un niño lo encuentra y se lo lleva a su casa, donde vive con su madre y su hermana María (en quien adivinamos la ficcionalización de la sobrina de Nervo, quien lleva el mismo nombre). El ángel se cura y se hace amigo de los niños con quienes juega y se divierte. Cuando está plenamente restablecido el ángel les comunica que tiene que partir, que lo reclaman del cielo. Los niños pretenden impedirlo, pero luego de deliberar deciden que el ángel se los lleve y que luego retorne por su madre.

La sencillez del relato es engañosa y puede conducir a equívocos, ya que contiene elementos maravillosos y fantásticos. Leamos el deslinde que propone Roger Caillois:

El universo de lo maravilloso está naturalmente poblado de dragones, de unicornios y de hadas; los milagros y las metamorfosis son allí continuos; la varita mágica, de uso corriente; los talismanes, los genios, los elfos y los animales agradecidos abundan; las madrinas, en el acto colman los deseos de las huérfanas meritorias... En lo fantástico, al contrario, lo sobrenatural aparece como una ruptura de la coherencia universal. El prodigio se vuelve aquí una agresión prohibida, amenazadora, que quiebra la estabilidad de un mundo en el cual las leyes, hasta entonces eran tenidas por rigurosas e inmutables. Es lo imposible, sobreviniendo de improviso en un mundo donde lo imposible está desterrado por definición.


(1970: 11)                


El prodigio que desencadena la historia de Nervo (la aparición de un ángel) propone un imposible que sólo es explicable por creencias religiosas que, como ya se ha dicho, han sido superadas: el ángel problematiza nuestra noción de realidad porque irrumpe en un mundo presentado como mimético (América, siglo XX). Se trata entonces de un hecho sobrenatural presentado como posible, lo que conduce a pensar que se trata de un cuento fantástico, sólo que el ángel -como los unicornios, los elfos o las hadas que menciona Caillois- está perfectamente codificado por un sistema cultural y literario que lo signa como maravilloso. Dicho de otra manera: el cuento plantea la situación de que en un mundo «donde lo imposible está desterrado por definición» sea posible la presencia de un ser maravilloso.

Pero es importante recordar que el prodigio en ningún momento se vuelve una agresión prohibida que amenace la estabilidad del mundo... a menos que leamos al ángel como un disfrazado Satán que seduce hábilmente a los niños para luego llevárselos. No descartamos esa lectura (recordemos el «no del todo limpio esnobismo satánico» de su autor), pues nada nos obliga a suponer que el ángel se llevara a los niños al cielo ni que regresara efectivamente por la madre. Sin que el autor se lo proponga nos invita a una lectura opuesta a la que aparece en la superficie del relato; en nombre de esa posibilidad (y de la salud literaria) nos gustaría decir de Nervo lo mismo que dijera William Blake de John Milton: «He was a true Poet and of the Devil's party without knowing it»10.

El antirracionalismo de los modernistas -heredero de la mejor tradición romántica- ha rescatado en sus obras la imaginería popular de viejos relatos, mitos y leyendas que han sobrevivido como literatura «para niños». Y lo ha hecho de una manera muy particular: insertándolos en el mundo mimético que corresponde a su propio presente. No se trata de una reelaboración de mitos populares, sino de una confrontación muchas veces conflictiva entre la verdad que propone la ciencia moderna y la verdad del mito. En Azul..., por ejemplo, Rubén Darío invoca el retorno de personajes consagrados por la literatura maravillosa tradicional (los gnomos de «El Rubí», la Ninfa del cuento parisiense, la Reina Mab) y los instala con el mayor desparpajo en el mundo positivista de finales del siglo XIX. ¿Por qué razón Nervo elige como destinatarios (y personajes) de su cuento a los niños? Creemos no equivocarnos si sostenemos que el autor participa, aunque de manera rezagada, del espíritu panteísta que animaba a Darío. Nervo sabía que en una sociedad ganada por el mercantilismo, la ciencia y los negocios, sólo los niños podían acceder sin prejuicios racionalistas al pacto ficcional, pues sólo ellos podían hallar en su relato la misma legalidad que el hombre anterior a la cultura del Renacimiento encontraba en los mitos.

Los niños protagonistas del cuento no reaccionan ante la aparición del ángel con temor o cualquier otra inquietud psíquica que demuestre una grieta en su noción de realidad. Cuando el niño ve por primera vez al ángel su primera reacción es la sorpresa, pero inmediatamente la reemplaza por la compasión. Lo mismo podríamos decir de María, a quien le interesaron -como es natural- sus alas. Incluso la madre no parece sorprenderse ante tan inusual visita, lo que le da un status privilegiado frente a los demás adultos. La conservación de esta «capacidad infantil» es un presupuesto necesario para la comunicación con el ángel, pues los adultos -con la excepción señalada de la madre y de un poeta- ni siquiera son capaces de prestar atención al prodigio:

Cuando llegaron a la casa, solo unos cuantos chicuelos curiosos les seguían. Los hombres, muy ocupados en sus negocios, las mujeres que comadreaban en las plazuelas y al borde de las fuentes, no se habían percatado de que pasaban un niño y un ángel. Sólo un poeta que divagaba por aquellos contornos, asombrado clavó en ellos los ojos y sonriendo beatamente los siguió por un espacio de tiempo con la mirada... Después se alejó pensativo...


(397-398)                


Y bien, ¿qué características tiene este ángel? La cita de Hahn nos ha adelantado algunas, todas ellas cotejables con las características consagradas por el imaginario popular: maravilloso en belleza, piel traslúcida, «iluminada por una suave luz interior», ojos azules... Sólo una caracterización lo aparta de la iconografía convencional: sus «plumas gigantescas, nunca vistas, de ave del Paraíso, de quetzal heráldico...». No sabemos si la mitología maya concede al quetzal un valor análogo al ángel de la mitología judeocristiana o incaica (ya hemos hecho referencia a los «Huamincas»), pero su sola mención es ya una marca de americanismo, la única que delata el espacio donde se desarrollan los eventos. El ennoblecimiento físico del ángel no es visible sino hasta su recuperación en manos de sus amigos, pues al comienzo del cuento es presentado como víctima de su traviesa transgresión: con el ala estropeada, despatarrado, sangrando y dando voces de socorro. Un ángel demasiado humano, dispuesto a hacer de su angelicalidad un recurso para ganarse a los niños como premio por haberlo auxiliado. Un ángel como los de Rafael Alberti, perdido en un mundo incrédulo que aún los necesitan11.




4

El cuento «Un señor muy viejo con unas alas enormes» también está narrado en tercera persona por un narrador omnisciente y heterodiegético, narrador cuyas características son fácilmente reconocibles por el lector atento, quien puede comprobar la proyección operativa del Garría Márquez posterior a Cien años de soledad. La historia no es tan sencilla como la del cuento de Nervo, pero conserva curiosas semejanzas: Limpiando su patio de cangrejos, Pelayo encuentra a un hombre muy viejo «tumbado boca abajo en el lodazal» quien no podía levantarse debido a sus enormes alas. Asustado llama a su mujer y juntos consultan a una vecina, quien determina su naturaleza angélica. Este hecho inusual motiva la aparición de los curiosos y las conjeturas más disparatadas sobre su procedencia y función. Pelayo y Elisenda tapiaron el patio y cobraron cinco centavos por ver al ángel, con lo que lograron salir de la pobreza. Con el tiempo el ángel fue convirtiéndose en un estorbo para la pareja («Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles») pero temían su muerte, ya que nadie había podido decirles qué hacer con los ángeles muertos. Pero el ángel no sólo no murió, sino que se repuso en secreto, y un buen día de diciembre emprendió un torpe vuelo contemplado por Elisenda a través de la ventana, hasta que se convirtió en «un punto imaginario en el horizonte del mar».

Obsérvese que el esquema «Caída/Ruptura de la cotidianeidad en los seres afectados por su llegada/Retorno» se cumple en ambos cuentos. También se cumple el hecho de que los personajes movilicen (probablemente igual que el lector) toda una imaginería popular angélica que se ha sedimentado a través de los siglos para cotejarla al fin con un ángel «de carne y hueso». Por último, se cumple que la aparición de los ángeles ocurra en el mundo contemporáneo donde las creencias científicas y aún las religiosas están impedidas de explicarla. Descartadas la religión y la ciencia, es lógico que sea la percepción popular (que Nervo y García Márquez conocen tan de cerca) la encargada de dotar a estos dos ángeles de verosimilitud.

Por supuesto que las diferencias saltan a la vista. Para comenzar, el ángel de Nervo es un niño y el de García Márquez un viejo decrépito, pero -al margen de la «degradación del mito» de la que hablaba Hahnes importante recordar que el extremismo de sus edades constituye la transgresión propiciadora de sus respectivas caídas. En realidad, desde el momento en que caen, los dos están degradados: su naturaleza celestial pierde en la tierra un atributo que les impide volver. Mientras lo recuperan son ángeles rebajados, aunque mantengan una discreta dignidad acorde con su conducta y su temperamento. El ángel niño tiene mejor suerte: aunque en su aparatosa caída conozca por primera vez el dolor (atributo de los mortales «forjados para la pena»), su recuperación le permite hacer demostraciones de angelicalidad que exhibe como un feriante:

El ángel, enteramente bueno ya, podía volar, y en sus juegos maravillaba a los niños, lanzándose al espacio con una majestad suprema; cortaba para ellos la fruta de los más altos árboles, y, a veces, los cogía a los dos y volaba de esta suerte.

Tales vuelos, que constituían el deleite mayor para los chicos, alarmaban profundamente a la madre.

-No vayáis a dejarlos caer por inadvertencia, señor Ángel gritábale la buena mujer. Os confieso que no me gustan juegos tan peligrosos...

Pero el ángel reía y reían los niños, y la madre acababa por reír también, al ver la agilidad y la fuerza con que aquel los cogía en sus brazos, y la dulzura infinita con que los depositaba sobre el césped del jardín... ¡Se hubiera dicho que hacía su aprendizaje de Ángel Custodio!


(399)                


Hemos empleado a propósito la palabra feriante para subrayar la analogía con el ángel de Elisenda y Pelayo, convertido también en exhibición, sólo que esta vez se trata de la manipulación de un ángel-monstruo carente de voluntad propia: mientras el ángel de Nervo se divierte exhibiendo su diferencia, el de García Márquez se convierte en fenómeno de circo, es decir, en un espectáculo a pesar suyo:

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor del infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la vecina sabia era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena.


(15)                


En su artículo «Lo "Real Maravilloso" como categoría literaria» (1988) Jorge Marcone señala que el hecho de que los pueblos hispanoamericanos no necesariamente indígenas crean en supersticiones y milagros, no significa que la noción de lo «real maravilloso americano» sea una noción que afirme que esas creencias sean necesariamente verdaderas, sino que su utilización «sólo puede llevar a escribir ficciones fantásticas o ficciones maravillosas». Y añade:

García Márquez realiza una operación de dos niveles distintos: recoge mitos y supersticiones de la realidad americana y utiliza un narrador con una perspectiva cultural que acepta como dadas las maravillas de estas creencias.


(1988: 35)                


Esta aclaración nos ahorra abordar la espinosa polémica acerca de lo Real Maravilloso y su configuración en la obra de García Márquez12 y de paso nos ayuda a explicar la configuración del ángel en el imaginario popular y cómo se manifiesta en el discurso de los personajes. A diferencia del relato de Nervo (donde la descripción del ángel corre por cuenta del narrador y desde el punto de vista de los niños) en el de García Márquez asistimos a una polifonía discursiva que no excluye de manera alguna al narrador. La aparición del ángel es un hecho social que compromete en primer lugar a la familia de Pelayo, en segundo lugar al pueblo, y en tercer lugar a las autoridades eclesiásticas, obligadas a emitir un fallo que por lo demás nunca llega debido a su ejemplar burocracia. No se trata de un hecho íntimo, sino de un hecho comunal: todos tienen que ver con el ángel. Y, claro, todos tienen su propia opinión y sus propias expectativas.

Cuando Pelayo encuentra al ángel su primera reacción es el susto, pero inmediatamente lo reemplaza por la compasión. Lo mismo podríamos decir de Elisenda a quien le interesaron (como es natural) las alas de «gallinazo grande, sucias y medio desplumadas». Incluso la vecina no parece sorprenderse demasiado: le basta una mirada para darse cuenta de que es un ángel y conjetura que vino por el niño, pero que debido a su vejez fue tumbado por la lluvia. Es verosímil suponer que tras el comentario de la vecina subyace la creencia en los ángeles como enviados de Dios para llevarse al cielo a los niños que mueren sin ser bautizados. De ser cierta esta conjetura quedaría probada no sólo la ineficiencia de este ángel, sino la oblicua maldad del ángel de Nervo al llevarse efectivamente a los niños: quizás le hubiera convenido a la madre escuchar el breve sermón del padre Gonzaga, donde recordaba a los curiosos que el demonio «tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para engañar a los incautos» (14).

Para la vecina sabia, «los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial». No es difícil leer en sus palabras una reminiscencia de la rebelión de Satán tal como la relatara Milton (y la popularizara los grabados de Gustave Doré), sólo que este pobre ángel no será capaz de proyectar su demonismo en un acto de rebeldía heroica, sino -por el contrario- en su capacidad para producir estorbo y frustración. Ninguno de sus atributos es digno ni celestial, sólo inspira burla o una infinita lástima; pero no debemos olvidar que su aparición -como todo hecho sobrenatural- fue explicado como un anuncio de liberación o de catástrofe:

Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del universo.


(13)                


Si esos simples fueron capaces de pagar los cinco centavos que cobraba Elisenda por verlo, fueron capaces también de desilusionarse por su pasivo desdén y por la falta de juicio al realizar sus pocos milagros. Pero Pelayo y Elisenda -quienes se enriquecieron gracias a él- no podían contar siquiera con esta inapreciable ventaja:

El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles.


(19)                


En los finales de los dos relatos es una mujer la que contempla el vuelo de retorno. Pero mientras en el primero la madre ve «crecer» al ángel conforme se aleja, Elisenda (quien está en la cocina cortando cebolla13) lo ve empequeñecerse sin desaparecer hasta convertirse «en un punto imaginario en el horizonte del mar». Despojado de su pasada grandeza y de su heroísmo romántico, el ángel -quetzal o buitre- retorna sabiendo que sólo en las páginas de autores como Nervo y García Márquez encontrarían, luego de cien años de soledad y abandono, una segunda oportunidad sobre la tierra.






Bibliografía

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  • Blake, W. The Complete Poetry & Prose of William Blake, New York, Anchor Books, 1988.
  • Borges, J. L. El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Barral Editores, 1993. [La primera edición estuvo a cargo de la editorial Proa y fue hecha en Buenos Aires el año 1926].
  • Caillois, R. Imágenes, imágenes, Buenos Aires, Sudamericana, 1970.
  • Darío, R. Azul..., Madrid, Espasa Calpe, 1937.
  • García Márquez, G. La increíble y triste historia de la candida Eréndira y su abuela desalmada, Buenos Aires, Sudamericana, 1972.
  • Hahn, O. «Trayectoria del cuento fantástico hispanoamericano», en: Mester, University of California, Los Angeles, vol. XIX, Fall 1990, n.º 32, pp. 35-45.
  • Marcone, J. «Lo "Real Maravilloso" como categoría literaria», en: Lexis, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, vol. XII, n.º 1, 1988, pp. 1-11.
  • Mujica, R. Ángeles Apócrifos en la América Virreinal, Lima-México, FCE, 1992.
  • Nervo, Amado. Cuentos y crónicas, México, UNAM, 1971.
  • ——. Obras Completas, tomo I, Prosas, Madrid, Aguilar, 1973.
  • Victor Hugo. La fin de Satan, París, Gallimard, 1984.


 
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