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Del rey Arturo a Don Quijote: Paisaje y horizonte de expectativas en la tercera salida1

Carlos Alvar


Université de Genève
Centro de Estudios Cervantinos
Alcalá de Henares (Madrid)



Don Quijote abandona su aldea manchega tres veces, según Cide Hamete Benengeli; dos de ellas, en la primera parte de la novela, mientras que la última salida ocupa prácticamente toda la continuación de 1615. En este viaje se suceden con velocidad vertiginosa los acontecimientos y las aventuras más dispares, siempre con un propósito: llegar a las justas que van a tener lugar en Zaragoza; sin embargo, como es bien sabido, este propósito se altera a partir del capítulo II, lix, como consecuencia de la lectura del Quijote de Fernández de Avellaneda por parte de Cervantes: el cambio de itinerario tiene como pretensión primordial dejar por mentiroso al nuevo cronista de las hazañas del Ingenioso Caballero2.

Para nuestro propósito es indiferente que Don Quijote fuera a Zaragoza o continuara hasta Barcelona, ya que en todo caso se tratará siempre de un viaje, y ésa es la característica esencial de la tercera salida, lo que permite que sea analizada en gran medida como si se tratara de un relato de viajes, en el que el desplazamiento intensifica una experiencia y da vida a lo imaginado, a lo extraordinario, gracias al encuentro aleatorio de personajes a lo largo del camino.

Pero antes de continuar, hagamos un brevísimo repaso de los acontecimientos que se suceden durante esta tercera salida:

Al abandonar la aldea, nuestros personajes van a El Toboso, donde ven a Dulcinea encantada, y emprenden el camino hacia Zaragoza (II, ix y x); no tardan en tropezarse con «Las cortes de la Muerte», cuadrilla de cómicos que constituyen el primer encuentro armado y el primer descalabro del protagonista (II, xi). De allí llegarán a un lugar de frondosos árboles en el que durante la noche oirán los amorosos suspiros del Caballero del Bosque por la sin par Casildea de Vandalia; el encuentro concluirá con el combate de los dos caballeros y la victoria de Don Quijote (II, xii-xiv). Reemprenden el camino hacia Zaragoza y se encuentran con el Caballero del Verde Gabán, Don Diego de Miranda, con quien continúan el viaje (II, xv-xvi): en un alto en el camino se produce la aventura de los leones (II, xvii), nuevo «triunfo» del protagonista. Tras abandonar la casa de Don Diego, en la que han pasado varios días (II, xviii), reemprenden la marcha y coinciden con dos estudiantes que les informan de que van a las bodas de Camacho y Quiteria, para desgracia de Basilio (II, xix-xxi). La fiesta adquiere un desenlace imprevisto, tras el cual los recién casados y Don Quijote y Sancho van al pueblo de Basilio, donde permanecen tres días. De allí van a la Cueva de Montesinos, en cuyas profundidades Don Quijote encuentra a una serie de héroes del pasado (II, xxii-xxiii).

A continuación, vuelven a tomar el camino de Zaragoza, al anochecer se acomodan en una venta, en la que les cuentan la historia de los dos corregidores que rebuznaron, y a la que llega Maese Pedro con su mono adivino y su retablo (II, xxiv-xxvi). Continúa el viaje hasta orillas del río Ebro; para atravesarlo, entran en un barco que resulta estar encantado: por fortuna, unos molineros del lugar consiguen hacerlos naufragar antes de que caigan por la presa del molino (II, xxix). El día siguiente, al salir del bosque, se encuentran con los Duques, que se divertían practicando la cetrería y que de inmediato reconocen a los personajes, pues habían leído la Historia del Ingenioso Hidalgo. En el castillo de los Duques se suceden numerosas aventuras: la jabonadura (II, xxxii); la del diablo correo que acudía de parte de Montesinos con el anuncio de la próxima llegada de Dulcinea encantada (II, xxxiv); la aparición de Merlín y el anuncio de los azotes de Sancho (II, xxxv); la llegada de la Dueña Dolorida y la embajada de Trifaldín (II, xxxvi-xl); el vuelo de Clavileño (II, xli); la preparación para el gobierno de Sancho y su llegada a la Ínsula Barataria (II, xlii-xliv), momento a partir del cual se entrelazan alternativamente las historias de caballero y escudero: uno es víctima de los amores de Altisidora, de la aventura gatuna y de las desdichas de Doña Rodríguez y su hija (II, xliv a lii en capítulos pares y II, lvii), mientras que el otro experimenta la dura vida del poderoso (II, xlv a liii en capítulos impares). Sancho abandona el poder y regresa a casa de los Duques, pero antes de llegar encuentra en su camino a Ricote (II, liv) y, luego, cae en una sima (II, lv). Por fin se produce el reencuentro de los dos protagonistas y la victoria de Don Quijote sobre Tosilos, representante del mozo que había deshonrado a la hija de Doña Rodríguez (II, lvi). Reemprenden el camino hacia Zaragoza y se encuentran en un prado a unos labradores que llevan unas imágenes de santos, todos ellos de estirpe caballeresca: San Jorge, San Martín, Santiago y San Pablo; en el bosque cercano hallan una fingida Arcadia; la aventura concluye con la presencia de una manada de toros bravos que arrolla a Don Quijote que pretendía defender un «paso honroso» (II, lviii). Se reponen un tanto de las magulladuras en un prado con una fuente, verdadero locus amoenus, y después de comer, continúan su viaje a Zaragoza. En la venta en la que se detienen a pasar la noche, Don Quijote conoce la existencia de una historia falsa de sus hazañas, lo que le lleva a mudar su propósito y a encaminarse hacia Barcelona (II, lix). Llevaban seis días de camino cuando se tropiezan con bandoleros ahorcados por la justicia y con la cuadrilla de Roque Guinart, que les facilita salvoconductos hasta la ciudad, en la que entran en medio de un cortejo con música y regocijo general (II, lx y lxi). Les hace de anfitrión Don Antonio Moreno, en cuya casa pueden apreciar la sabiduría de la cabeza encantada; luego visitan una imprenta y ven en el puerto unas galeras, pudiendo asistir a una escaramuza naval que concluye con el abordaje de un bergantín turco mandado por Ana Félix (que resulta ser hija de Ricote el morisco, presente en los hechos disfrazado de peregrino) y con los preparativos para la liberación de Don Gaspar Gregorio, caballero enamorado de la bella Ana Félix (II, lxiii). El día siguiente se encuentra Don Quijote en la playa con el Caballero de la Blanca Luna, que lo reta y lo vence, obligándolo a regresar a su aldea de donde no podrá salir en el plazo de un año (II, lxiv). Mientras se reponía de los golpes, llega la noticia de la liberación de Don Gaspar Gregorio y de la concesión en matrimonio de Ana Félix a éste, lo que lleva a Don Antonio Moreno a interceder ante el virrey a favor de Ricote, para que pueda regresar a España (II, lxv). Ya de camino hacia La Mancha, se plantean la posibilidad de hacerse pastores y quedarse a vivir en la fingida Arcadia (II, lxvii). Por la noche serán atropellados por una piara de cerdos; y al atardecer del día siguiente fueron obligados a ir al castillo de los Duques (II, lxviii). En el castillo concluye la aventura de Altisidora, que «resucita» ante la presencia de los dos, y en especial gracias a la intervención de Sancho, e intenta de nuevo conseguir el amor de Don Quijote (II, lxix-lxx). Cabalgan hasta llegar a una venta en la que coinciden con Don Álvaro Tarfe, amigo del Don Quijote de Avellaneda: queda de manifiesto su error y los embustes del apócrifo. Por fin, Sancho acaba la sentencia de los azotes que deben desencantar a Dulcinea y llegan a la aldea (II, lxxi-lxxii).



La tercera salida ha durado en total 87 días -según los cálculos de Vicente de los Ríos incluidos en la edición del Quijote impresa por J. Ibarra para la Real Academia Española (1780)-, ya que se inició el 3 de octubre para concluir el 29 de diciembre de 1604; Don Quijote moriría una semana más tarde.

En este largo itinerario, el camino es el hilván que va uniendo los episodios; pero además de ese hilo conductor, hay otros elementos que forman la trama de tan singular tapiz: por un lado, el castillo de los Duques, que constituye un centro generador de aventuras y acontecimientos, equivalente a la venta de Juan Palomeque en la Primera parte del Quijote. Por otro lado, encontramos a nuestros personajes que visitan poblados y regiones despobladas, que atraviesan florestas y bosques, que combaten o se solazan en prados y riberas, que alcanzan las estrellas y bajan a las profundidades de las simas…

Es cierto que han realizado un largo viaje, en el que han encontrado todo tipo de accidentes geográficos, pero cabe la sospecha de que muchos de esos lugares, habitados o no, escondan un significado simbólico, cuyas claves interpretativas ya tenían una larga tradición en tiempos de Cervantes3.

Quizás no todos los lectores de la novela fueran capaces de desentrañar el significado oculto, pero Don Quijote, en su locura caballeresca, es absolutamente consciente de lo que se esconde tras cada recodo del camino, y sabe que una cueva es algo más que una apariencia, o que una barca a orillas de un río tiene una razón de ser y una función en el relato de sus aventuras, pues Don Quijote es, no sólo lector de libros de caballerías, sino también el instigador de la narración que deberá escribir su cronista, y en todo momento piensa en cómo se escribirá su historia.

Los accidentes geográficos y la vegetación que jalonan todo el itinerario apenas son descritos, pero los datos son suficientes. A Cervantes no le basta con decir que cabalgaron sin detenerse hasta llegar a su destino; le interesa señalar dónde cenaron o dónde durmieron, y con frecuencia las referencias al espacio se imponen a la cronología interna: así, por ejemplo, Don Quijote se encuentra a los Duques a la puesta del sol; va con ellos al palacio, comen y a continuación el caballero duerme la siesta; y aunque todos los cálculos señalan que era otoño, sin embargo, Cervantes dice que es un día de verano...


1. Los caminos

Es evidente que el camino constituye el hilo conductor de las aventuras. En general, en los libros de caballerías los itinerarios que siguen los héroes los llevan a alguna aventura; por eso, el espacio se plantea como una abstracción más, con su valor simbólico propio: el caballero no necesita la realidad, pues su búsqueda poco tiene que ver con la realidad. Cuanto mayores son los caminos, más importante será la aventura que espera al protagonista, o más cerca se encontrará de su destino final4.

Don Quijote y Sancho frecuentan los caminos reales, como corresponde a su destino heroico, y en ellos -en concreto, en el camino real que lleva a Zaragoza- se encuentran con la aventura de los toros (II, lviii) y algo más tarde, abandonan el camino real para dormir, cuando son despertados por el ruido de la piara (II, lxvii).

Estas vías anchas llevaban a grandes poblaciones (El Toboso, Zaragoza, Barcelona) o castillos importantes, y por eso Sancho toma el camino real de regreso a casa de los Duques, tras su experiencia de gobernador; en él se encuentra a Ricote y, para mayor discreción se apartan para poder hablar con tranquilidad (II, liv).

Frente a los caminos principales hay sendas encubiertas y atajos casi impracticables porque la maleza los borra (II, xxxix) o porque con frecuencia son practicados por bandoleros y forajidos, como los que forman la partida de Roque Guinart (II, lx y lxi).

Pero las verdaderas sendas, angostas y estrechas, son las de la caballería (II, xxxii, xxxiii, xxxv, xxxix): el sentido figurado indica la dureza del ejercicio y las dificultades con que se tropiezan de continuo los caballeros andantes.

El viaje es la columna vertebral del relato y, sin embargo, el camino apenas es objeto de atención de la mirada siempre atenta de Cervantes; así lo prueba la gran pobreza de denominaciones (caminos, carreras, sendas). Y da la sensación de que cuando Don Quijote no avanza por el camino real, va campo a través, sin preocuparse de senderos, ni de veredas: frente a las vías frecuentadas, a veces el caballero prefiere la soledad máxima para poder dedicarse a sus profundos pensamientos. La ausencia de caminos asegura la aventura predestinada al héroe y sólo a él.

Así, en la narración de Cervantes puede haber realismo en las descripciones, pero no falta el elemento simbólico que añade una carga importante de connotaciones; por eso hay incoherencias en los desplazamientos de nuestro héroe, pues no es un viajero que intenta simplemente llegar de un sitio a otro; es, ante todo, un caballero andante, que camina según le lleva la ventura, y muchas veces esa ventura corre fuera de los caminos habituales, a la búsqueda de sí mismo y en defensa de las causas más nobles5.

En todo caso, el viaje se convierte en un camino hacia la perfección, y de ahí la dureza y el sufrimiento que Don Quijote asume como el mejor modo de conseguir su meta final: demostrar la superioridad de Dulcinea y dejar de manifiesto que él es digno de su amor.

Los caminos transitados son un lugar de encuentro y se rigen por las mismas reglas que los poblados, en cuanto a hospitalidad y normas de cortesía se refiere. También las veredas menos conocidas posibilitan algunos encuentros. Don Quijote y Sancho se encuentran a lo largo de su viaje hacia Zaragoza y, luego, a Barcelona a un número considerable de personajes: los cómicos de «Las cortes de la Muerte»; a Don Diego de Miranda, caballero del Verde Gabán; a los que transportan a los leones; a los estudiantes que les hablan de las bodas de Camacho; al proveedor de lanzas para el combate del pueblo de los rebuznos y al mozo que quiere hacerse soldado; a los molineros y pescadores de la aventura del barco encantado; a los Duques; a Ricote; a los labradores que llevan las imágenes de los cuatro santos; a los pastores de la fingida Arcadia y a los que llevan los toros bravos; a Roque Guinart...

Allí, la hospitalidad se manifestará en el alojamiento y en la comida, pero también en el trato afable, que intentan imitar algunos venteros, y en la conversación, que es otro de los ejes importantes del Quijote, pues la ironía descansa en su mayor parte en el diálogo y en el choque de puntos de vista dispares. Los encuentros que se producen a lo largo de los caminos sirven, ante todo, para dar nuevas perspectivas y presentar otras vertientes de la realidad.




2. Bosque, selva y monte

Los caballeros andantes se mueven, por lo general, en dos ambientes bien definidos: la corte y el bosque. La corte constituye el lugar de encuentro con el mundo conocido, sujeto a orden y normas, del individuo social. Por el contrario, el bosque es el espacio de lo ignoto, de la naturaleza silvestre y salvaje; es el lugar del caballero solitario6. En el bosque trabajan leñadores, carboneros, cazadores, guardabosques y pastores; pero también hay ermitaños, antiguos caballeros andantes que han abandonado las armas para vivir lejos de la sociedad, dedicados a la oración, según las normas benedictinas. Todo ello tenía sentido en los siglos XII y XIII, cuando era trasposición literaria de la vida real7.

El bosque es el lugar al que acuden los caballeros andantes y, en ocasiones, las doncellas.

Los caballeros se inician en el mundo de las aventuras a través de la superación del bosque, con sus amenazas; y así, podría ser considerado el lugar de rito de iniciación caballeresca; la espesura, la oscuridad, las fieras salvajes, los ríos caudalosos, la noche, añaden matices al secreto y al peligro que constituye cada «paso»; sólo en algunas ocasiones aparece la luna, que con su luz acompaña al caballero y disipa el temor. El bosque se convierte, pues, en un lugar complejo, familiar y hostil a la vez, deseado y evitado. Nada de particular tiene, entonces, la presencia de animales -más simbólicos que reales- que añaden otra nota más de misterio y temor y sirven, por tanto, para acrecentar el heroísmo del caballero.

Por otra parte, el bosque es, también, el lugar de la purificación o del perfeccionamiento antes de comenzar una etapa nueva de la vida. En este sentido, el carácter de espacio iniciático es indudable. Tras los fracasos amorosos o debido a las derrotas en los combates o en las búsquedas y aventuras, los caballeros se refugian en el bosque y llevan una vida de privaciones y sufrimientos, de ascetismo, que les permitirá ocupar el lugar que se merecen. Es, en definitiva, etapa previa a estados diversos; y una de las metas posibles es el Más Allá, y el bosque se convierte, de forma muy especial, en el preludio del Otro Mundo, al que sólo se puede llegar después de atravesar el bosque y sus ríos.

Ambos aspectos simbólicos, lugar de iniciación y preludio del Mas Allá, están íntimamente unidos, y resultan difíciles de separar. Y como es obvio, en los textos caballerescos no siempre se conserva el simbolismo, o bien se mezcla con visiones menos profundas, más cotidianas, que contribuyen a crear una atmósfera a la vez mágica y real8.

Don Quijote entra en el bosque en varias ocasiones. A instancias de Sancho se refugia en él mientras el escudero va a El Toboso en busca de noticias de Dulcinea. Es el momento de máxima proximidad del caballero y la dama de sus desvelos. La presencia de tres labradoras sobre sendos borricos -o hacaneas, depende como se mire-, hace las veces del encuentro con las doncellas de otros libros de caballerías, y Sancho sabe aprovechar bien la circunstancia (II, x).

«Entre unas espesas encinas o alcornoques» les llega la noche cuando iban hacia Barcelona «fuera de camino» y allí Don Quijote intenta azotar a su escudero; es en ese bosque en el que Sancho descubre a los bandidos ahorcados (II, lx).

Pero sin lugar a dudas, donde el bosque adquiere su dimensión literaria mayor es en los capítulos xxxiv y xxxv, en los que se anuncia cómo conocieron el modo de desencantar a Dulcinea. Como es habitual en Cervantes, se mezcla la realidad y la ficción: los Duques organizan una partida de caza en la que participan nuestros dos personajes. En la montería cazarán un jabalí; después irán a comer a unas grandes tiendas colocadas en medio del bosque, donde abundan todo tipo de alimentos, y a continuación, cuando ya cae la noche, se oye una gran barahúnda con estrépito de batalla y ante ellos pasa «un postillón en traje de demonio»; luego, un séquito de cuatro carros con los sabios Lirgandeo, Alquife, Arcaláus y Merlín.

Es una broma más, pero la escenificación corresponde a las apariciones que se producían en los bosques según cuentan las novelas artúricas y los libros de caballerías. El tremendo ruido y el demonio anuncian la llegada de la estantigua: naturalmente, la noche es oscura, «no tan clara ni tan sesga como la sazón del tiempo pedía». No extraña el pavor que sienten todos, ni sorprende que Sancho se desmayara.

Sinónimos de «bosque» son «selva» y «monte» -en una de sus acepciones-, y en general tienen los mismos valores que aquel término, aunque se pueden establecer algunos matices.

«Selva» aparece siempre en sintagma con «monte» y tiene un valor arcaizante o literario, pues la encontramos en el discurso de Don Quijote sobre la caballería andante, donde encomia los esfuerzos de quien «por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras» (II, xvii) y el término reaparece cuando el protagonista de la novela, de regreso a casa, abatido, propone a Sancho cambiar la vida caballeresca por la más tranquila actividad pastoril, y sugiere que «nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados» (II, lxvii), y un poco más adelante, el sufrido escudero medita sobre «las estrechezas de la andante caballería usadas en las selvas y en los montes, si bien tal vez la abundancia se mostraba en los castillos y casas» (II, lxvii). Se trata del latinismo «silva» y no plantea mayores dificultades. Su presencia resalta estilísticamente las palabras o los deseos de Don Quijote, y remiten a un mundo literario.

En cuanto a «monte», cabe decir que además del sentido de 'montaña' equivale a 'bosque' en algunos casos. Así, el capítulo II, ix comienza con los versos de un romance y presenta a caballero y escudero acercándose a casa de Dulcinea: «Media noche era por filo, poco más o menos, cuando Don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en El Toboso». Es cierto que podrían haber descendido de una montaña, en caso de que cerca de la localidad manchega las hubiera y si quisiéramos creer que Cervantes está describiendo el paisaje de los alrededores con todo realismo, pero también podría haber ocurrido que nuestros personajes abandonaran su refugio entre los árboles para ir al poblado; más adelante, cuando tropiecen con el labrador, regresarán para ocultarse y Don Quijote quedará «emboscado» a sugerencia de Sancho, lo que hace pensar que estamos ante un sinónimo de «bosque».

Algo similar se podría decir referente a la aventura del rebuzno: el asno ha escapado y no logran encontrarlo; por fin, uno de los corregidores dice al otro: «en el monte le vi esta mañana [...] en lo más escondido del monte», lo que parece indicar que en el primer caso «monte» alude a un accidente orográfico, mientras que en el segundo estaríamos, de nuevo, ante un sinónimo de «bosque». La hipótesis queda corroborada, a mi modo de ver, por el hecho de que algo más tarde «le hallaron [al asno] en lo más escondido del bosque, comido de lobos» (II, xxv).




3. Prados

El paisaje de los caballeros andantes está formado, básicamente, por caminos, bosques y prados, o según describe Cervantes con tonos paródicos, en boca de Sancho, que habla con la Duquesa (II, 33):

los escuderos de los caballeros andantes, casi de ordinario beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados, montañas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un ojo.


En este texto parece evidente que «prado» es un lugar árido, hostil; al menos tan duro como los bosques y los riscos.

Sin embargo, en esta tercera salida de Don Quijote encontramos muy diversos tipos de prados, según la tradición literaria a la que pertenece el episodio en el que el término se nos presenta, pues en gran medida, las descripciones heredan una tradición, de la que frecuentemente se burla Cervantes, como ocurre en el encuentro con el Caballero del Bosque:

En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del Oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los prados con su venida.


(II, xiv)                


Así, los prados bucólicos son verdes, lugares apacibles que invitan al descanso, al amor. En el recuerdo pueden estar las palabras del poeta (Garcilaso, Égloga III) cuando Don Quijote ennoblece la imagen de Dulcinea que le ha traído su escudero (II, viii); y no difiere mucho el prado de la fingida Arcadia (II, lviii y lxvii). Como corresponde al locus amoenus, no falta un riachuelo que lo fertiliza (II, lviii), y, naturalmente, son prados llenos de florecillas y colores (II, lv, lxvii), en los que el rocío matutino se puede comparar a las perlas o al aljófar, y también a las lágrimas (II, lix); en fin, son extensas superficies que invitan al deleite y al solaz (II, lxvii), en los que habitan las ninfas, al igual que en los bosques (II, lviii), y que paradójicamente son descritos con los mismos términos que se empleaban en la descripción de la dura vida caballeresca: «nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados» (II, lxvii)9.

En contraste con la tradición bucólica, los prados caballerescos son los lugares adecuados para que sobrevengan las aventuras más extraordinarias: Dulcinea aparece en un prado y luego se aleja en su cananea (II, x); las bodas de Camacho tienen lugar en un prado (II, xix); y, en fin, encuentran a los Duques en un prado (II, xxx). Pero sin lugar a dudas, hay que destacar por su valor simbólico el prado en el que despierta Don Quijote al bajar a la Cueva de Montesinos (II, xxiii), en el que, de nuevo, verá a Dulcinea:

cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana.


El prado, como el bosque, es lugar de aventuras imprevisibles, pero también de encuentros públicos, y en la tradición caballeresca, los encuentros públicos dan lugar a demostraciones de valor y habilidad en las que siempre destaca el caballero correspondiente10.

Pero también existe la realidad que sirve de referencia, con sus prados concejiles (II, x), como el que hay en el pueblo de los protagonistas, y en el que Don Quijote tiene dos yeguas preñadas, cuyos potros promete a Sancho; o con prados que sirven de pasto a Rocinante y el rucio (II, 59); o con prados como los añorados por Sancho en su conversación con el ventero, y que marcan -a juicio del escudero- la grandeza de su señor, ya que «nos tendemos en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos» (II, lix).




4. Montañas y valles

Llama la atención en la Segunda parte del Quijote la escasa importancia que tienen las montañas y los valles, sólo explicable porque el bosque (y sus sinónimos) y el prado ocupan el lugar que se atribuye a estos accidentes geográficos. Así, podemos leer «florestas, selvas y prados, montañas y riscos» (II, 33), en el texto ya citado al hablar de los prados. Aquí, la «montaña» se refuerza con los «riscos», que serían los terrenos más ásperos, tan ásperos que su contrario es el suave algodón (II, 35), mientras que la dureza del terreno queda marcada por las «peñas».

Las montañas apenas aparecen, y una sola vez reciben un adjetivo, en superlativo, «altísimas» (II, 34), que sirve para crear un espacio agreste, preparando al lector para los acontecimientos que van a ocurrir: es la partida de caza de los Duques en la que según el epígrafe del capítulo, se prepara uno de los momentos claves de la novela ya «que cuenta de la noticia que se tuvo de cómo se había de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más famosas deste libro».

La escasez de montañas, la pobreza de calificativos, nos alejan de la tradición literaria caballeresca11. No hay hipérboles, y sorprende que las escasas montañas no hagan surgir profundos valles: montañas y valles tienen vida independiente en el Quijote.

Los numerosos valles que aparecen en la literatura artúrica no se corresponden con la misma abundancia de montañas o de colinas: da la sensación de que los caballeros tienen más facilidad en encontrar las depresiones del terreno, pues en muy pocas ocasiones -aunque no faltan- se alude a las duras pendientes. Los valles son, por una parte, el resultado de la existencia de montañas, aunque éstas apenas se vean; por otra parte, los valles se oponen a los bosques, por sus características propias. Son lugares abiertos, a los que la luz llega sin dificultad, y en los que no existe el peligro imprevisible: los valles serán el lugar del juego, de los bailes, del entretenimiento y del descanso; en el valle duermen los caballeros sin más preocupaciones que el frescor de la sombra de los árboles, aunque el bosque haya quedado a escasa distancia: se trata de dos mundos completamente distintos. Pero se puede pensar, además, que en gran medida los valles marcan el curso de los ríos, y que, por tanto, constituyen el último lugar conocido antes del inicio de la aventura dudosa y temida que es pasar a la otra orilla o entrar en el agua; en este sentido, el valle será un elemento familiar y acogedor, situado entre dos enemigos, el bosque y el río.

Los valles se asocian a los montes, pero tampoco reciben calificativos referidos a su amplitud o a su belleza. Así, el ama pide a Don Quijote que se deje «de andar por los montes y los valles como ánima en pena» (II, vi), y en los demás ejemplos que encontramos, los valles aparecen como caja de resonancia de las más diversas músicas y sonidos: «ya los instrumentos que anoche oímos vuelven a alegrar los valles», señala el caballero a su escudero, invitando a las bodas de Camacho (II, xx); los cercanos valles retumban con el rebuzno de uno de los corregidores (II, xxvii); y nuestros dos personajes «sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido, que por todos aquellos valles se estendía» sin saber qué era, hasta que se encontraron en medio de la piara de cerdos (II, lxviii). Nada heroico, en verdad.

Sin embargo, se puede señalar una excepción, burlesca, en la que los montes se oscurecen y los valles se sumen en la tiniebla:

Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en parte que pudiese ser vista: que tal vez la señora Diana se va a pasear a los antípodas, y deja los montes negros y los valles escuros.



Cervantes ha querido crear una ambientación, dando al paisaje los tenebrosos tonos habituales cuando se va a producir una aventura extraordinaria; pero no se resiste a dar la clave interpretativa, de tono burlesco, con la personificación de la luna en Diana, que se ha ido de paseo al lugar más lejano. Estamos en la oscuridad absoluta, y la idea queda reforzada por el vocabulario: «noche», «escura», «negros», «escuros»; de nada vale la concesiva «puesto que» (es decir, «aunque»), pues la luna se había ocultado. En este ambiente, los montes y los valles marcan unos límites inquietantes. Es lo habitual en los libros de caballerías. No es tan habitual, sin embargo, que el atronador ruido que a continuación llega se deba a los gruñidos de cientos de cerdos, pues el texto citado es el comienzo de la cerdosa aventura.

Quedan lejos los valles llenos de elementos mágicos y sortilegios, valles de los que no se podía regresar y en los que estaban condenados los falsos amadores12.




5. Mar, vados y ríos

En la tradición heroica, el mar ha sido siempre la gran aventura, el reto que sólo podían superar los mejores (Ulises, Jasón, Apolonio de Tiro...) Entre los precursores de los libros de caballerías, en la Materia de Bretaña, el mar no es uno de los escenarios principales. A decir verdad, se trata de un espacio de paso, meramente transicional, que funciona en la economía narrativa del género conectando ocasionalmente aventuras y personajes. Los viajes marinos suelen consignarse en estas obras con el simple apunte de su realización: «Cabalgaron hasta el mar; lo cruzaron y llegaron a Gran Bretaña»; o «los compañeros se armaron y se hicieron a la mar, y tuvieron buen viento favorable y llegaron a puerto bastante pronto». El marinero es, por esta razón, un personaje raro en la novela artúrica y su medio, el mar, un espacio extraño, temido por desconocido y hasta inaccesible: se viaja rápido al surcarlo pero, a cambio, la travesía se vive como una aventura peligrosa. Así, cuando Meraugís y Galván escapan en barco de la Isla sin Nombre no se atreven a adentrarse en alta mar, sino que bordean la costa hasta encontrar un país favorable.

Frecuentemente el mar que conocen los caballeros artúricos se configura como apenas un brazo de agua que encierra un lugar maravilloso, cercano a tierra firme, una ciudad, un castillo, una isla mágica: la Isla de Oro, la Isla sin Nombre, etc. En términos parecidos, el Castillo del Grial se sitúa, en una de las versiones de la historia de Perceval, mar adentro y se accede a él por una avenida cubierta por las ramas entrelazadas de los cipreses, pinos y laureles que crecen a ambos lados, al tiempo que un mar embravecido y un viento tempestuoso sacude los árboles. Un sentido similar tiene, también, en la leyenda tristaniana; Irlanda, tierra de gigantes y dragones, respecto a la corte del rey Marco en Cornualles, pues aquí el mar no sólo ejerce su función transicional, expresada en los continuos viajes entre ambos países, sino que alcanza un protagonismo mayor al suceder durante una travesía marítima el episodio fundamental del filtro mágico, que ocasiona la tragedia amorosa de Tristán e Iseo.

Este tipo de viajes por mar podrían estar relacionados con el motivo de la navegación al Otro Mundo, o imrama, de la literatura céltica. A esta misma fuente cabría imputar varias naves habitualmente no tripuladas que surcan el mar en la novelística artúrica, ya que además de expresar el sentido transicional de este espacio -suelen preceder o suscitar nuevas aventuras-, poseen una carga simbólica que apunta claramente a la muerte y al mundo escatológico: la nave de Salomón, la que conduce a Carlión el cadáver de Raguidel, la del moribundo Arturo con rumbo a Avalón o aquella en que Tristán, herido por la ponzoñosa flecha del Morholt, es llevado a la deriva hasta Irlanda. Ya fuera de la maravilla, el mar ve también cómo se arman grandes flotas para proceder a asedios e invasiones: diez mil hombres de Arturo cruzan el canal de la Mancha para guerrear contra Claudás y sus aliados romanos (repárese, por cierto, que para muchos de ellos el continente es una tierra desconocida que no habían visto antes). El mismo viaje, pero en sentido inverso, realizan el joven Lanzarote y la Dama de Lago para trasladarse a la Bretaña insular o Gran Bretaña, donde aquél desea que Arturo lo invista como caballero13.

Don Quijote llega al mar en Barcelona (II-lxi-lxv), sin que se produzca una aventura marina, ni siquiera una travesía, pues nuestro caballero no participa en la escaramuza de las galeras con la nave de Ana Félix, ni interviene en la liberación de Don Gaspar Gregorio, muy a su pesar, pues pretendía ir a Berbería a rescatarlo (II, lxiv), quizás recordando las grandes hazañas de caballeros pasados, y consciente de que aquella caballería había concluido:

Ya no hay ninguno que, saliendo deste bosque, entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y, hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y, saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces.


(II, 1)                


Sin embargo, la playa barcelonesa se convierte en un espacio simbólico, pues en ella es derrotado y en cierta medida puede decirse que acaba el caballero Don Quijote a orillas del mar, como si se tratara de un anuncio del viaje al Más Allá de los textos artúricos.

Los ríos tienen la misma función narrativa que el mar en los relatos artúricos y en numerosos libros de caballerías: son el tenue hilo que separa el mundo real del imaginado Más Allá, y, en todo caso, los ríos anuncian siempre una aventura extraordinaria; para alcanzarla, es necesario atravesarlos como si se tratara de un rito de paso.

Los vados constituyen uno de los pasos que permiten atravesar los ríos y, por tanto, ir a un mundo diferente. La abundancia de vegetación en las riberas, la presencia en sus orillas de divinidades de aguas y bosques, la incertidumbre de un resultado que dependía en gran medida de elementos ajenos al valor del caballero, como sería la fuerza de la corriente, la existencia de fangos o de remolinos, hacían del vado un lugar especialmente atractivo para todo tipo de aventuras, y más aún con la presencia de algún caballero -personificación de los obstáculos citados-, que se enfrentaba al protagonista del episodio; pero la frecuencia con que se dan combates significativos en las proximidades de vados, hace pensar en la posibilidad de una pervivencia de ritos antiguos en los que la divinidad acuática correspondiente debería decidir dando la victoria al caballero elegido. Según esta hipótesis, nada de extraño tendría el arrojar las armas al lecho del río como tributo a una divinidad belicosa. Así, el vado se convierte en un símbolo de gran importancia14.

Pero no siempre hay un vado; a veces, los caballeros se ven forzados a atravesar puentes, defendidos por otros caballeros o, lo que es más temible aún, por animales salvajes y autómatas15. Nada de ello encuentra Don Quijote. Como los caballeros andantes a los que añoraba al comienzo de la Segunda parte, al llegar al río Ebro descubre un barco:

Yendo, pues, desta manera, se le ofreció a la vista un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco de un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no vio persona alguna; y luego, sin más ni más, se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que lo mesmo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase muy bien, juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí estaba. Preguntole Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamiento. Respondió don Quijote:

-Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él, y vaya en él a dar socorro a algún caballero, o a otra necesitada y principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita, porque éste es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican: cuando algún caballero está puesto en algún trabajo, que no puede ser librado dél sino por la mano de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres mil leguas, y aun más, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires, o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda; así que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mesmo efecto; y esto es tan verdad como es ahora de día; y antes que éste se pase, ata juntos al rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios, que nos guíe, que no dejaré de embarcarme si me lo pidiesen frailes descalzos.


Como buen lector de libros de caballerías, Don Quijote está convencido del destino que le deparará su navegación16; en breve espera salir «al mar dilatado» y cree haber

caminado, por lo menos, setecientas o ochocientas leguas; y si yo tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera las que hemos caminado; aunque, o yo sé poco, o ya hemos pasado, o pasaremos presto, por la línea equinocial, que divide y corta los dos contrapuestos polos en igual distancia.


Y continúan sus especulaciones, basadas ahora en conocimientos reales y en la experiencia del propio Cervantes: «de trecientos y sesenta grados que contiene el globo, del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea que he dicho».

Poco a poco, como ocurre en otras ocasiones, se va distanciando la conversación de caballero y escudero de las fuentes literarias para enriquecerse con otros elementos. Cervantes recurre ahora a la experiencia de los marineros que van a las Indias desde Cádiz, que cuentan que se les mueren los piojos al pasar la línea equinoccial.

Pero la tradición caballeresca señalaba que el equinoccio establecía la separación entre dos mundos: el Más Allá se sitúa en los Antípodas, reino deshabitado, reino de los pigmeos o de los muertos. La preocupación que manifiestan San Isidoro y San Agustín negando insistentemente la existencia de los antípodas, debe interpretarse como una clara muestra del profundo arraigo que había adquirido la idea de la existencia de ese mundo ya desde época clásica, como atestigua -sirva a modo de ejemplo- Macrobio (muerto h. 435 d. J. C.) en su Comentario al ciceroniano Sueño de Escipión, que pensaba que la región de los antípodas estaba deshabitada; mientras que su contemporáneo Marciano Capella (finales del siglo IV d. J. C.), inspirándose en el griego Crates de Mallos (siglo II a. J. C.), sitúa en la región de los antípodas a los pigmeos. Tanto Macrobio como Marciano Capella son pilares fundamentales en la formación del pensamiento medieval y en la difusión de algunos temas que se mantuvieron como verdades inamovibles hasta bien entrado el siglo XVI. Los libros de caballerías participaban de esas creencias y los caballeros andantes se mueven en ese mundo imaginario17.

En la tercera salida de Don Quijote hay otros ríos, pocos y de carácter completamente distinto, como el mítico Guadiana, escudero de Durandarte, transformado en corriente de agua por Merlín, o el río que fluye a los pies de la horca en la que se ejecuta a los mentirosos que pasan el correspondiente puente, según uno de los casos que tiene que dilucidar el prudente gobernador Sancho (II, li). Hay, también ríos y arroyos que atraviesan los bucólicos prados del mundo pastoril, que ofrecen sus cristalinas aguas a los jóvenes que se solazan en sus inmediaciones, y que constituyen otro mundo imaginario, completamente distinto del recorrido por los caballeros andantes: Don Quijote, vencido, quiere entrar en ese otro mundo (II, lxvii).




6. Cuevas y simas

Entre los episodios de la tercera salida se encuentra el descenso de Don Quijote a la Cueva de Montesinos, que resulta tan sorprendente por las cosas que allí ocurren, que al narrador le parece necesario hacer alguna puntualización:

Dice el que tradujo esta grande historia del original, de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que, llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas, de mano del mesmo Hamete, estas mismas razones:

«No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito: la razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles, pero ésta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible; que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más; puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della, y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias».


(II, xxiv)                


Sin embargo, tanto la Cueva, como lo que en ella sucede parecería normal a los lectores de los libros de caballerías, habituados a esos accidentes en la actividad de sus héroes18.

En efecto, según ha estudiado J. M. Cacho Blecua, la presencia de cuevas en los relatos de caballerías adquiere un carácter ambiguo, en el que se mezclan los ameno y lo sombrío, lo maravilloso y lo temible. Es normal, pues, que los escritores -y también los lectores- quieran destacar el valor extraordinario de la cueva mediante una serie de signos que sirvan de orientación en la lectura: la persecución de animales singulares (ciervos blancos, jabalíes...), la localización en medio de un espeso bosque, la lejanía de todo poblado y, por tanto, del mundo de las normas y leyes.

La cueva resulta ajena a las pautas que regulan la vida cotidiana, y de ahí las señales que anuncian la entrada en un dominio extraordinario. Todo lo que ocurra dentro de la gruta se someterá a una lógica propia, que en nada coincide con la del mundo exterior. En definitiva, hay que pensar que al entrar en las cuevas de los libros de caballerías se atraviesa la línea que separa el mundo de los vivos y el Más Allá. Un Más Allá que puede ser concebido como un paraíso o como un infierno. Un lugar en el que abundan todo tipo de riquezas y de alimentos, y en el que no faltan valientes caballeros de antaño y bellas damas con vida propia (es el caso del Sir Orfeo inglés, 1370, o del reino de Herla en los Nugis curialium de Walter Map, h. 1183 y de tantos otros textos). La lejana tradición de la Materia de Bretaña pervive aún, acrecentada y transformada, en Clarián de Landanís (Iº, cxxviii), en Polindo (xv) o en Olivante de Laura (pról., Iª).

Pero las cuevas se presentan, y no pocas veces, como lugares infernales, recordando a veces la morada de Plutón, según se describía en las narraciones referidas a Orfeo (Lidamarte, xxxii).

Es cierto que las cuevas, además, pueden convertirse en lugares maravillosos o en moradas de todo tipo de alimañas, en prisión o refugio, pero estos casos interesan menos.

Son las cuevas que llevan al Más Allá las que constituyen el centro del viaje iniciático, prueba extraordinaria que sólo pueden acabar los héroes escogidos; al penetrar en la cueva estos caballeros podrán lograr bienes materiales, pero no faltan los casos en los que la bajada a las profundidades los hace conocedores de los más variados asuntos: son ésos los momentos más importantes, solos reservados a unos pocos héroes.

Don Quijote baja a la Cueva de Montesinos (II, xxii-xxiv) después de haberse preparado para la «peligrosa y nueva aventura», plenamente conocedor de una tradición literaria que hundía sus raíces en el folklore. Es un viaje iniciático, como señala A. Redondo, en el que aparecen todos los elementos caracterizadores del viaje al Más Allá, y por eso Sancho alude al «infierno» y de «bajada al otro mundo» (II, xxiii). En este contexto, el profundísimo sueño de nuestro caballero no hace sino incidir en el carácter de su aventura, además de dar a Cervantes la posibilidad de salvar con cierta verosimilitud una situación poco creíble. Al llegar al prado («me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana», antesala de toda aventura extraña como he indicado más arriba, don Quijote encuentra

un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacia mí se venía un venerable anciano...


La riqueza del lugar, la presencia de Montesinos y de Durandarte, que murieron en un pasado remoto y que, sin embargo, mantienen toda su vitalidad, no dejan lugar a dudas de que nuestro héroe ha llegado al Más Allá. Por eso no se come y el tiempo transcurre de otra forma, lo que obliga a Don Quijote a pedir comida cuando regresa a la superficie y plantea serias dudas acerca de su relato, por la percepción del tiempo del protagonista, que cree haber estado tres días bajo tierra, y de sus acompañantes, que calculan que apenas ha transcurrido una hora.

El tono paródico y burlesco que confiere a todo el episodio Cervantes no es óbice para apreciar el valor iniciático del mismo. Y el éxito final será la revelación del encantamiento de Dulcinea y que puede ser desencantada. De regreso, Don Quijote despierta de nuevo a la vida19.

Distinta es el carácter de la sima en la que cae Sancho al regresar de su gobierno en Barataria, pues, como corresponde al escudero, es un accidente orográfico sin más posibilidades, y así lo reconoce el desdichado ex gobernador:

Esta que para mí es desventura, mejor fuera para aventura de mi amo don Quijote. Él sí que tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y estrecheza a algún florido prado; pero yo, sin ventura, falto de consejo y menoscabado de ánimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso se ha de abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tragarme. ¡Bien vengas mal, si vienes solo!


(II, lv)                


Es inevitable, incluso para Sancho, pensar en la Cueva de Montesinos y en las diferencias que separan ambos episodios.








Conclusión

En las páginas precedentes he hablado de algunos elementos geográficos que se encuentran en la tradición caballeresca anterior al Quijote, y más en concreto, en la tradición artúrica y en la Materia de Bretaña, señalando el valor simbólico que tenían en los primeros textos y notando cómo Cervantes, por una parte, juega con el valor que la tradición atribuía a esos elementos y, por otra, abandona la senda utilizada por sus precursores para enriquecer su propia historia con la aportación de materiales procedentes de otras tradiciones literarias (en especial de la novela pastoril), o de la experiencia directa.

Todo ello da al conjunto un aspecto muy peculiar, pues abundan los contrastes entre la realidad y la ficción, entre el texto y lo que el lector espera encontrar en el mismo. Pero el arte de Cervantes se basa, justamente, en ese juego de contrastes, en hacer ver lo que no es y en confundir lo que se ve con algo que es ficción, solo ficción. Para lograr mejor el efecto que se propone, y conseguir convencer al lector, Cervantes se ve obligado a atenuar las luces y, así, ilumina sus escenas con la luz de la luna e, incluso, llega a ocultar su único foco para dejar la escena en penumbra o en total oscuridad. Los ruidos, entonces, resultan más sobrecogedores, pues nada se ve; y la verosimilitud no necesitará otras explicaciones.

Desde 1777 hay ediciones del Quijote en las que la historia del caballero se acompaña con mapas que indican los lugares de las distintas aventuras.

El itinerario de la tercera salida de nuestro Ingenioso Hidalgo ya figura en la edición de la Real Academia de 1780, impresa por Joaquín Ibarra: fue establecido sobre el terreno por el capitán de ingenieros Joseph Hermosilla y delineado por don Tomás López, cartógrafo de S. M.

Luego, se han sucedido los mapas y las ediciones, y el empeño de los estudiosos en convertir el Quijote en una exacta guía de viajes más que en un libro de aventuras.

Don Quijote era un caballero andante, y ya se sabe que para los caballeros andantes ni las distancias se miden del mismo modo que para los demás, ni el tiempo transcurre de igual forma. Quizás por eso, al salir de El Toboso camino de Zaragoza, nuestro caballero emprendió la ruta hacia el sur, en vez de ir al norte. ¿Se equivocó don Quijote?



 
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