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ArribaAbajo«Lo que va de ayer (1844) a hoy (1845)»: el donjuanismo en El hombre de mundo de Ventura de la Vega

María-Paz YÁÑEZ


Universität Zürich

Las muchas vicisitudes por que ha pasado la figura del «Burlador» a lo largo de los siglos y las culturas han ido dejando en el olvido los rasgos principales que la hicieron posible. Del don Juan nacido literariamente en el siglo XVII sólo se reconocen hoy las facultades amatorias, que no pasaban entonces de ser un rasgo más entre otros: su pecado fundamental no era la lujuria, sino la soberbia, manifestada por su audacia frente al universo transcendente.259 Se trataba, ante todo, de una figura luciferina, cuyo conflicto con la divinidad iba manifestándose gradualmente por medio de los falsos juramentos de matrimonio, hasta culminar en el desafío a la estatua. Como Luzbel, acababa cayendo espectacularmente en los infiernos.

Lo que en tiempos de la Contrarreforma se concibió como aviso para mantener el temor de Dios, fue asimilado por los románticos como emblema de su rebeldía. La soberbia satánica representaba la máxima afirmación del yo frente a un universo despreciable. Ninguna figura, pues, tan idónea como Don Juan para asumir el primero entre los valores románticos. Para ello, ni siquiera era necesario modificar su significación, bastaba con modificar su valorización.

Suele atribuirse al triunfo de la ópera de Mozart el auge que la figura comienza a tomar en el siglo XIX. No hay duda de que la pieza musical contribuyó a su popularidad, pero el interés literario se apoyó más en su propia identidad que en el éxito alcanzado por la ópera. De hecho, en España apenas si se ha tenido en cuenta el Don Giovanni hasta muy entrado nuestro siglo, y, sin embargo, contamos con dos obras claves del romanticismo -El estudiante de Salamanca de Espronceda y el Don Juan Tenorio de Zorrilla-, en las que pueden observarse dos de las transformaciones fundamentales de la cosmovisión novecentista.

Es evidente que Espronceda revistió la figura donjuanesca de todos los signos satánicos, contemplados desde una perspectiva romántica. La descripción de don Félix de Montemar, a pesar de abundar en los rasgos tradicionalmente considerados negativos, despierta más admiración que repulsa. Del mismo modo, su descenso a los inflemos tiene más de triunfo que de fracaso. Ya no vemos los resultados de la justicia divina, clave moral de la obra barroca, sino la realización de un sujeto capaz de transcender los límites del conocimiento humano. El texto lo ha marcado en la transformación del apelativo «segundo don Juan Tenorio» (v. 100), con que comenzaba su descripción, en «segundo Lucifer» (v. 1253), título que recibe a su entrada en el espacio transcendente.260

Con muy pocos años de diferencia, esta figura luciferina experimenta un importante deterioro de sus rasgos diabólicos. El don Juan de Zorrilla es, ya desde el comienzo de la obra, a lo sumo, un «diablillo», como lo llama Brígida, aunque no falten los términos satánicos en algunos pasajes, términos que suenan más a convención que a afirmación de la identidad del individuo.261 Y este diablo convencional, tocado por el amor, acabará por convertirse nada menos que en ángel. Zorrilla dio un giro de 180 grados al discurso romántico, convirtiendo la rebelión en conformidad burguesa, el amor imposible en vínculo santificado y el descenso a los inflemos en ascensión a los cielos.262

El paso hacia su aburguesamiento ya estaba dado, pero el público no se dio cuenta de la transformación, adoptando la pieza como expresión máxima del romanticismo. Era ya la época en que sólo se conservaban los signos externos de la estética romántica: el amor, las imágenes nocturnas, las lágrimas y los suspiros. La actitud, en fin, que, no en balde, fue considerada como último grado de la cursilería, dada su pérdida total de autenticidad.263 No es extraño, pues, que la figura de don Juan sirviera a las nuevas tendencias positivistas de punto de referencia del romanticismo y que tantos textos del último tercio de siglo se hayan ensañado en su desvalorización.

Pero la ola antidonjuanista no tuvo que esperar al pleno asentamiento del nuevo discurso. Un año después de la aparición del Tenorio, Ventura de la Vega, unido generacionalmente a los románticos,264 había dado el primer paso hacia su ridiculización. Que El hombre de mundo es una teatralización del «anti-don Juan» nadie lo ha puesto en duda. Ya John Dowling empleó con fortuna este término en 1980.265 Lo que, a mi entender, todavía no se ha hecho, es constatar los diversos elementos donjuanescos del texto y los procedimientos irónicos de su transformación.

Lo que ya aparece transformado es el encuadre espaciotemporal. El tiempo se ha desplazado a la época contemporánea y el espacio se ha reducido al saloncito burgués. La relación con la pieza de Zorrilla parte de los nombres de los dos protagonistas masculinos, don Luis y don Juan, que se presentan enfrentados en una situación bastante similar. Don Juan Tenorio, en la nutrida noche que llena la primera parte del drama famoso, tenía que cumplir dos programas: raptar a doña Inés y conquistar a doña Ana, la ya casi esposa de don Luis Mejía:


«¡Bah! Pues yo os complaceré
doblemente, porque os digo
que a la novicia uniré
la dama de algún amigo
que para casarse esté.»


(A. I, E. XII)                


En El hombre de mundo, encontramos un don Luis ya casado, feliz en su matrimonio y dispuesto a convencer al libertino don Juan de las ventajas de la vida matrimonial. No hay aquí apuestas ni competiciones, pero el programa de don Juan se asemeja al segundo de su precursor, en tanto que se propone conquistar a la mujer de su amigo. Cuando intenta comprar al criado, éste le reprocha:


«¿Conque usted, por lo que veo,
ni a sus antiguos amigos
perdona?»


(A. II, E. I)                


Del mismo modo que los conquistadores de Zorrilla necesitan la publicidad de sus hazañas y las anotan y las convierten en objeto de apuesta, los modelos donjuanescos de Vega consideran el escándalo un ingrediente imprescindible para el triunfo: «Ya sabes / que no parece completo / el triunfo sin la salsilla / de que corra.» (A. II, E. I)

De forma más refinada, se establece una relación entre las dos protagonistas. Aunque ha cundido la hipótesis de que Inés deriva del latín «agnete»266, parece ser que su verdadero étimo es el griego a(gnh/ [hagné], «pura».267 Y «pura» es también una de las acepciones del adjetivo «clara» que da nombre a la perfecta casada que protagoniza nuestra obra. A la relación etimológica de los nombres se añaden además ciertas consideraciones de algunos personajes que sitúan a Clara metafóricamente en un espacio religioso. En cierta ocasión, el criado de la casa piensa de ella que «para abadesa no hay otra» (A. II, escena IV), y se queja ante don Juan de que «Esta casa es un convento» (A. II, E. I). Este, por su parte, le consuela con la promesa de «trocar antes de dos meses / este triste monasterio / en la mansión del placer». Y del mismo modo que el héroe de Zorrilla pinta a doña Inés sus propósitos de rapto disfrazados de liberación («... y si odias esa clausura, / que ser tu sepulcro debe, / manda, que a todo se atreve / por tu hermosura don Juan.» [A. III, E. III]), así también el conquistador de Vega justifica su asedio como favor a la dama en pro de su libertad:


«Tu ama es preciosa, y merece
que por compasión al menos
se la arranque de esa vida
de hacer cuentas y andar viendo
cómo se barre y se cose.»


(A. II, E. I)                


Tenemos, pues, en la heroína una fusión de las dos damas del Tenorio: doña Ana, casi esposa de don Luis, y doña Inés, personificación de la pureza, a la que conocemos en un espacio religioso.

Por lo que se refiere al lenguaje, como bien ha notado David Gies,268 no faltan en el texto de Vega frases, expresiones e imágenes del más puro romanticismo, presentes también en el drama de Zorrilla. La obra comienza ya por un «¡No, por Dios!». Se define el amor prohibido como «aquel delirio, / aquella fiebre de amante, / abrasadora, incesante, / que más que gozo es martirio.» (A. I, E. VII). Y no faltan las inevitables figuras del fuego: una antigua amante de don Luis era «un volcán»269 (A. I, E. VII). Pero claro está que todas estas imágenes se emplean para expresar conceptos valorados negativamente. El amor conyugal, el que privilegia el texto, es «fuego que da calor / al alma, sin abrasar» (A. I, E. VII). La figura del fuego, tan querida de los románticos, se ha transformado aquí en calor doméstico.

En una ocasión de carácter romántico -el asedio amoroso de cierto joven-, Clara emplea una imagen que nos recuerda una situación muy diferente en la obra de Zorrilla. Según nuestra heroína, el pretendiente de su hermana permanece todo el día frente a las ventanas de su amada «hecho una estatua de piedra». Y ella misma rompe en seguida el clima con unas preguntas totalmente antirrománticas: «¿A qué hora come ese hombre? ¿A qué hora almuerza?» (A. I, E. I). Al contraste de los conceptos se añade aquí la inversión de la imagen «estatua de piedra», que pasa de representar al viejo y arrojado Comendador a aludir a un tímido enamorado, «un niño, que cuenta apenas veinte años» (A. I, E. I).

En cuanto a los signos característicos del donjuanismo, resultan todos ironizados de principio a fin. En primer lugar, el satanismo. En nuestra obra no es el hombre, el conquistador de oficio, el que aparece relacionado con el diablo, sino la mujer. Otra de las antiguas amantes de don Luis «era el mismo Belcebú». Las mujeres, a decir de don Juan tienen un «don infernal» y «la que más santa parece / es porque engaña mejor». Otra inversión que no deja de llamar la atención hacia la ironía textual.

Por otra parte, la obra nos muestra la historia de dos donjuanismos fracasados. Uno de los conquistadores, don Luis, ha perdido su status al casarse y, para colmo, cree haber tomado el papel de sus víctimas, los maridos burlados. De hecho, lo toma, aunque sin consecuencias. Ciertas apariencias le hacen creer que Clara mantiene relaciones con el joven Antoñito, que en realidad es el novio secreto de su hermana. La ironía del texto consiste en que, creyéndose don Luis engañado por Antoñito y queriendo evitarlo, se está dejando engañar por su amigo don Juan del modo más inocente. Preocupado por no dejar sola a su mujer con su presunto rival, encarga a su amigo la vigilancia, sin notar que es él el verdadero peligro:

 

(Estando Juan no hay peligro)

 
DON LUIS
Pues te exijo
que hasta que vuelva has de estarte
aquí.
DON JUAN
Si me dan permiso
estas señoras. [...]
CLARA
Bien

 (con empacho) 

DON LUIS
(¡La incomoda el testigo!)
Sí; acompaña a mi mujer.
DON JUAN
Pierde cuidado. [...]
[...] (Cómo allana el camino,
cuando a sí propio se pone
en ridículo un marido.)

(A. III, E. XIV)                


Don Luis no sólo se nos revela como un tenorio domesticado por el matrimonio, aparece además en trance de intercambiar los papeles con sus víctimas, los maridos engañados. Por lo que respecta al otro burlador, el que conserva el nombre de don Juan, ya en su primera intervención nos muestra un contraste llamativo con su homónimo. En la obra de Zorrilla, una de las principales características de don Juan es su largueza, alabada continuamente por sus sirvientes y amigos y confirmada en sus propias declaraciones: «a cualquier empresa abarca, / si en oro o valor estriba» (A. I, E. XII). El don Juan de Vega asume ya los valores mercantilistas del discurso burgués:


¡Esta tuya es un portento!
Poco te podrá gastar:
tiene facha de hacendosa.»


(A. I, E. V)                


Pero, sobre todo, llama la atención su manifiesto fracaso. Si don Luis ha pasado a ser un posible marido engañado, don Juan resulta un burlador burlado.270 El proceso comienza en la escena que protagoniza a solas con Clara. El astuto galán ha buscado la ocasión de mantener una conversación con la dama. Pretende hacerse perdonar cierta equivocación, pero lo que en realidad intenta es emprender su conquista, a costa de despertar en Clara dudas con respecto a la fidelidad de su marido. Emplea así expresiones tales como «el ansia con que lo imploro», o «a esas plantas he puesto», de tono muy tenoriesco. El efecto cómico de la escena resulta de la actitud de Clara que, dudosa de antemano de la conducta de su marido, aprovecha la ocasión para obtener informaciones, haciendo creer al fatuo don Juan que su conquista es cosa hecha. Es ella quien maneja todo el juego de la escena, con frases de segunda intención que luego recoge, como por ejemplo, cuando don Juan alardea de sinceridad, y responde:

CLARA
¡Así me gusta a mí un hombre!
DONJUAN
¿Le gusta a usted?
CLARA
Para amigo.

(A. III, E. XII)                


La ironía surge del uso de los apartes, en los que el público ve claro el juego de ambos y nota cómo se están intercambiando los papeles. Mientras ella dirige al auditorio frases como «¡Hola! Este viene con plan.», «¡Dale con echarme flores!» o «¡qué posma!», él se vanagloria con otras como «¡Bien va el asedio!» o «La tengo en medio de la espada y la pared». Esta estrategia, que obliga al espectador a identificarse con Clara, destruye todo el halo mítico de don Juan, situándole en una postura ridícula. El juego terminará en el acto IV, cuando Clara le revela su estrategia:


«A usted. Que si en un momento
pude, por satisfacer
esta duda, tolerar
lo que una mujer de bien
no consiente a ningún hombre
cuyas intenciones ve,
ya es tiempo de que usted sepa
que se ha engañado esta vez.»


(A. IV, E. XII)                


Podría pensarse que aquí acaba el fracaso de don Juan, pero aún continúa en la escena siguiente. Por cierto malentendido, él cree que la presunta amante de don Luis es la hermana de Clara, la joven Emilia. Convencido de tener que renunciar a su primer plan, se decide a abordar el segundo, y, cuando Clara habla de arrojar de su casa a su rival, él se ofrece como protector, esperando sacar partido del lance. Su gran sorpresa es ver salir en su lugar, hecha un mar de lágrimas, a la criada:

BENITA
¡Señora!
CLARA
No, no te aflijas.
Mira, el señor quiere ser
tu protector
BENITA

 (Va hacia él llorando) 

¡Caballero!
DON JUAN
¡Quita, quita! (¡Conque ésta es'
¡Y ese bruto de Ramón!... )

(A. IV, E. XIII)                


Otro chasco para el maestro en el arte de conquistar, que es el único que quedará desemparejado y también el único que abandonará fracasado la escena antes del final feliz.

Además de los dos modelos de degradación donjuanesca, la obra nos ofrece una parodia del tipo en la persona del criado Ramón, confidente y ayudante de las conquistas de don Luis, cuando éste ejercía el donjuanismo, y condenado ahora por el matrimonio de su amo a la monotonía de la vida doméstica. No sólo galanes y dama ostentan rasgos de los principales personajes del Tenorio. También Ramón se presenta recordando la primera intervención de Ciutti, cuando se vanagloria ante Buttarelli:


«No hay prior que se me iguale;
tengo cuanto quiero y más.
Tiempo libre, bolsa llena,
buenas mozas y buen vino.»


(A. I, E. I)                


Ramón cuenta así las ventajas de que gozaba antes de la boda de su amo:


«... y mientras estaba dentro
el amo, ensayarme yo
en conquistar el afecto
de una linda camarera!...
El que se ha criado en eso
no puede... Pues ¿y propinas?
¿Y ser dueño del dinero,
sin andar jamás con cuentas
de esto pongo y esto debo?»


(A. II, E. I)                


Para facilitar los planes de don Juan, Ramón intenta conquistar a la criada Benita, dando lugar a una escena de divertidos contrastes entre los tópicos amorosos del galán y las protestas de la dama por su negligencia en la compra:

RAMÓN
      ¿Será cierto?
¡Benita! ¿Usted me llamaba?
BENITA
Sí, señor; ¿a ver si aquello
ha sido en la vida un cuarto
de perejil?
RAMÓN
¡Dios eterno!
¡De perejil viene a hablarme!
BENITA
Todos los días tenemos
la misma canción. La Juana
dice que es usté un mostrenco,
que no trae la compra bien
casi nunca.
RAMÓN
[...]
¿Qué me importa? A quien yo quiero
agradar no es a la Juana,
sino a ese rostro de cielo
que...
BENITA
Siempre trae las perdices
pasadas.
RAMÓN
Pasado el pecho
tengo yo.
BENITA
De las dos libras
de vaca, la mitad hueso.
RAMÓN
¡Usted me lo hace roer,
ingrata!...
BENITA
El tocino, añejo.
RAMÓN
Más añejo es este amor...
BENITA
La leche, aguada.
RAMÓN
que siento...
BENITA
Los tomates...
RAMÓN
en el alma.
BENITA
podridos.

(A. II, E. III)                


Encontramos, pues, en primer lugar, la ridiculización de los tres modelos: don Luis, que se comporta como los maridos engañados de sus antiguas amantes; don Juan, que resulta burlador burlado en manos de Clara; y Ramón cuyas palabras de amor reciben como respuesta perejil, perdices y tomates.

El prestigioso conquistador queda descalificado como integrante de la sociedad ideal, avalada por el matrimonio, según el esquema del pensamiento burgués, representado por la intachable Clara, que asume la moraleja a la obra:


«Lo que él con otros ha hecho,
cree que hacen todos con él;
y esa sospecha cruel
le tiene en continuo acecho.
Ella las mañas pasadas
del marido sabe ya;
y al menor paso que da
cree que ha vuelto a las andadas.
De manera que a uno y otro,
¿de qué les viene a servir
tanto mundo? De vivir
eternamente en un potro.»


(A. IV, E. XVIII)                


Zorrilla había transformado la figura al gusto del discurso burgués, pero había mantenido su halo mítico. Un año más tarde, Ventura de la Vega la desmitificó por todos sus flancos. Zorrilla había hecho del héroe romántico un héroe cursi, pero válido para las perspectivas de su época. Vega creó con los mismos elementos una imagen de antihéroe multiplicada por tres.

Y aún hay más. La pérdida del componente mítico y el aburguesamiento de la figura se manifiesta en la mercantilización de los valores: a los mencionados comentarios de don Juan acerca de los gastos materiales del amor, se une la actitud de Ramón, que, enterado de que el padre de Benita es cosechero, decide, a pesar de sus convicciones donjuanescas, seguir el camino de su amo y casarse con ella.271 El final de la obra pone en claro estos valores. La sanción que don Luis recibirá por su mal comportamiento ya no va a ser el fuego del purgatorio, sino la renuncia a una parte de sus bienes de fortuna. Ofuscado por sus celos, ha firmado un documento regalando a Clara una de sus fincas, con el ánimo de separarse de ella, dejándole la vida asegurada. Cuando el enredo se aclara, la dama traspasa el regalo, ya de su propiedad, a su hermana, presentando el hecho como castigo: «El haber / dudado de tu mujer / te ha de costar el dinero.» (A. IV, E. última).

Esta transformación del discurso amoroso romántico en discurso mercantilista burgués va desarrollándose a lo largo de la obra, iconizada en los dos objetos que desencadenan la trama: unos pendientes y una sortija. Clara sabe que don Luis ha comprado unos pendientes y espera en vano recibirlos. Ella, a su vez, ha comprado una sortija, descubierta por su marido al registrar sus paquetes, que no le entrega, esperando antes los pendientes. Pero don Luis ha dado éstos a Ramón para que los emplee en conquistar a Benita y, entre tanto, Emilia ha comprado en secreto la misma sortija para Antoñito. Al final del acto III, de forma espectacular, Clara y Luis descubren a un tiempo los pendientes en las orejas de Benita y la sortija en la mano de Antoñito, y ahí culmina el conflicto. La aclaración final del origen y destino de estos dos objetos, aclara también los malentendidos entre la pareja central.

Ahora bien, las joyas, en tanto que objetos de arte, tienen aquí un valor poetológico. En dos ocasiones se llama a las mujeres «alhaja» (Ramón a Benita y Luis a Clara), y, como es sabido, tanto la mujer como el ornamento de valor pueden asumir la representación metafórica de una determinada estética. Merece la pena observar con atención las características de estas dos joyas, presentes en todas las escenas fundamentales y punto de partida que da lugar a los equívocos que articulan la diégesis. Lo que, en ambos casos, pone el texto de relieve es que a su belleza se une lo económico de su precio. Así conocemos la existencia de los pendientes:

EMILIA
       A propósito, ¿Querrás
explicarme qué fue aquello
que te dijo el tirolés
al oído, que al momento
te hizo dejar los pendientes
que ibas a llevar? Has hecho
mal.
CLARA
Es verdad.
EMILIA
Tan baratos
CLARA
¡Mucho!
EMILIA
¡Y de un gusto tan nuevo!

(A. II, E. VI)                


Igualmente, se alaba en su presentación el bajo precio de la sortija:

EMILIA
       Por eso
has comprado esta sortija.
¡Qué linda!
CLARA
Y de poco precio.

De este modo, los valores mercantilistas del plano del contenido afectan también al plano de la expresión -el ornatus- que aparece así simplificado, abaratado pudiéramos decir, lo que lejos de ser valorizado negativamente por el texto, cobra nuevos valores a la luz del discurso burgués. Recordemos que los pendientes son «de un gusto nuevo». Y así se iniciaba una nueva poética que privilegiaba lo cotidiano, lo sencillo, lo considerado por la estética romántica de poco precio.

Sabido es que El hombre de mundo conoció uno de los mayores éxitos de su época y que ciertas frases, como ocurrió con las del Tenorio, llegaron a hacerse populares, en especial una referente a los maridos engañados: «Todo Madrid lo sabía, / todo Madrid menos él».272 Con esta obra se inició el nuevo subgénero teatral, que dio en llamarse «alta comedia», pero que, en realidad, tendía a bajar el tono altisonante en que estaba derivando el drama romántico.

Al mismo tiempo, la degradación de la figura de Don Juan, abría el camino a los futuros Álvaro Mesía, Juanito Santa Cruz y tantos otros donjuanes ironizados en la gran novela del último tercio de siglo. Ante el interés que en los últimos tiempos está despertando el estudio del donjuanismo en la literatura, se impone rescatar del olvido una obra que representa la primera interpretación abiertamente burguesa de la figura. Me atrevo a decir que se trata del tercer punto clave, después de las respectivas obras de Espronceda y Zorrilla, de la transformación de la cosmovisión novecentista española a través de la figura de don Juan. Es más aún: es el eslabón entre el pseudorromanticismo de Zorrilla -de inspiración burguesa disfrazada de romántica- y la actitud positivista que va a imperar en el discurso de la segunda mitad del siglo.

El hombre de mundo merece una mayor atención crítica, no sólo por tratarse de una comedia muy bien construida y muy válida dentro de su género, cualidades que no le ha negado ninguno de los pocos estudiosos que se han acercado a ella, sino sobre todo por tratarse de un paso decisivo en la transformación de la figura de don Juan en la literatura española.




ArribaAbajoUn drama romántico alternativo: Alfredo, de Joaquín Francisco Pacheco

Piero MENARINI


Università di Bologna

El año de 1835 había empezado bastante mal para el recién nacido romanticismo español. En los primeros cuatro meses, si se excluye el estreno de Don Álvaro o la fuerza del sino, en los teatros del Príncipe y de la Cruz se pusieron o repusieron en escena muchísimas comedias de Scribe, unos cuantos dramas y dramones traducidos del francés (La cabeza de bronce, El hombre de la selva negra, Las cortes de Castilla, La quinta de Paluzzi, etc.) y una cantidad sorprendente de refundiciones (La vida es sueño y Con quien vengo vengo, de Calderón, El vergonzoso en palacio y Mari-Hernández la gallega, de Tirso, Entre bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla, El perro del hortelano, de Lope de Vega, La Numancia, de Cervantes). Siguen atrayendo público tragedias ya harto conocidas como Edipo, de Martínez de la Rosa, Blanca de Borbón, de Gil y Zárate, y Mérope, de Bretón de los Herreros. Es evidente la oscilación entre repertorios diferentes: los empresarios parecen no tener claro aún cuál va a ser el gusto del público y tampoco parecen demostrar suficiente valor como para dirigirlo hacia la nueva escuela. Por ello cada vez que tienen dudas reponen La huérfana de Bruselas, La pata de cabra, Treinta años o la vida de un jugador, etc.

Pero ya a partir de finales de mayo el cuadro se presenta más perfilado: además de dramas nuevos de Bouchardy y Delavigne, entre otros, y de las reposiciones de Macías, La conjuración de Venecia y Don Álvaro, ocupan las tablas madrileñas con vehemencia, pero no siempre con éxito, los dramas de Hugo (Ángelo, tirano de Padua y Lucrecia Borgia) y Dumas (El bravo y la veneciana y Ricardo Darlington, a los que hay que añadir la primera versión de Antony)273.

Según nuestros datos274 en todo 1835 se estrenaron y/o editaron 57 obras nuevas (22 originales y 35 traducidas del francés), de las cuales sólo el 27,3 % eran dramas. De éstos pocos fueron los dramas originales (sólo 6 contra los 16 traducidos), pero de lo más interesante desde el punto de vista historiográfico: El maniquí (11 de julio), «drama original», y Teresita o una mujer del siglo XIX (escrito y editado después de Don Álvaro), «drama de costumbres morales», ambos de Covert-Spring; Incertidumbre y amor (1º de junio), «drama original», y Un día del año 1823 (14 de agosto), «drama original», ambos de Ochoa; Don Álvaro o la fuerza del sino (22 de marzo), «drama original», del Duque de Rivas, y finalmente Alfredo, «drama trágico», de Pacheco. Dejando aparte El maniquí -del que no se sabe casi nada, pues ha desaparecido sin dejar más huellas que una reseña en El Artista-,275 cada una de las otras obras parece intentar abrir un posible camino diferente para el naciente romanticismo español. Y, respecto al año anterior, cuando Macías y La conjuración aparecieron como «dramas históricos», la mayoría de los de 1835 sugieren definiciones más generales, y genéricas, como la de «drama original». Teresita inaugura la senda del romanticismo intelectual, ideológico y «socialista»; los dos dramas de Ochoa abren la posible vertiente del drama liberal volcado hacia lo contemporáneo; Don Álvaro la del drama del sino, sólo hasta cierto punto «histórico», y Alfredo, colocándose en la veta del drama satánico, propone la fusión entre el nuevo género (el drama histórico) y el que está suplantando (la tragedia).276

Estrenado en el Príncipe el 23 de mayo, tuvo tan poco éxito que permaneció en la cartelera nada más los tres días de la contrata corriente. Según la reseña aparecida en el Eco del Comercio de Madrid, «en la primera noche, sólo había la mitad de la gente cabe en el teatro», pero esto no impidió que al caer el telón se oyera «un concierto no muy acorde de palmadas y chicheos» que «a lo último degeneraron en descarados y sonoros silbidos».277 Algo malignamente el periodista subraya que hubo aplausos al final del acto II, pero que «por haber sonado sólo en un punto del teatro demostraron claramente que no eran del público». A pesar de su intención demoledora, esta reseña hace involuntariamente hincapié en algunos elementos importantes, que son exactamente los que hoy nos revelan cuán difícil era evaluar esta obra que se salía de las huellas trazadas por obras maestras como Macías, La conjuración de Venecia y Don Álvaro.

Sin detenernos en los aspectos de la puesta en escena, que debió de contribuir de manera escandalosa al fracaso del estreno,278 no cabe duda de que muchos de los que al periodista le parecieron defectos de la obra, hoy se nos revelan como ensayos de algo quizá demasiado nuevo y complejo para que se pudiera apreciar en ese momento. Por ser tantos los «defectos» que se destacan en la reseña, nos ceñiremos sólo a uno, porque atañe a la estructura misma de la obra y, naturalmente, a su interpretación.

Según el Eco del Comercio, el fallo más evidente consiste en el hecho de que este drama «carece de argumento dramático propiamente dicho, o si tiene alguno, concluye enteramente en el 2º acto: todo lo demás es declamación, parola y entrar y salir hasta el 5º acto sin qué, ni para qué». La observación nos parece interesante pues de ella se infiere que el crítico ya tiene una idea propia y clara acerca de lo que debe ser un drama romántico: acostumbrado quizá a la mayoría de la producción francesa de segunda categoría que invadía las tablas madrileñas, él identifica el argumento con la acción y la acción con la incesante sucesión de situaciones dramáticas y golpes de escena. Su punto de vista parece evidente: la «nueva escuela» está produciendo obras que, aunque desarregladas, logran suscitar el interés del auditorio. Por ello el periodista queda desilusionado frente a este drama: «Nosotros creíamos ver [...] una de aquellas composiciones modernas, que aunque pecase algo contra lo natural y verosímil, nos divirtiese o al menos excitase nuestra curiosidad por lo nuevo y extraordinario de las escenas, por la lucha y vehemencia de las pasiones y por las situaciones dramáticas [...]; con lo cual hubiéramos dado una higa a las rigurosas unidades de Aristóteles. Nada de esto».279 Este análisis tendría sentido (pero ninguna razón) si Pacheco hubiese querido escribir, como era razonable esperarse de un joven que tenía entonces 27 años, un drama histórico; sin embargo el periodista no se entera de que el autor escoge una fórmula dramática diferente, en la que la extensión trágico es determinante para entender que lo que el autor se proponía realizar era una mediación entre tragedia neoclásica y drama moderno. Dicho de otra manera, Pacheco comprende perfectamente que el drama está reemplazando a la tragedia e intenta homologar este pasaje acudiendo, sí, a efectismos a veces baratos, pero sin olvidar las rigurosas unidades de Aristóteles». En este sentido, entonces, la reseña se equivoca porque la obra en cuanto drama quizá carezca de argumento, pero en cuanto tragedia tiene demasiado: en cuanto drama trágico, al contrario, ofrece un apreciable equilibrio entre las exigencias de reflexión y de modelo universal propias de la tragedia y las de acción pasional e individual propias del drama.

Todo ello sin contar que en Alfredo aparecen también todos los recursos que forman lo histórico según las nunca proclamadas reglas románticas: el tiempo remoto de la acción (siglo XII), un lugar que sea cruce de culturas y de misterios (el sur de Italia), las pasiones exageradas (el supuesto incesto de Alfredo y Berta), lo misterioso (la desaparición del padre del protagonista quince años antes), lo satánico (el personaje del Griego) y hasta la presencia de la sombra y voz de un muerto (las de Jorge, asesinado por Alfredo). Sin contar que cada acto, según la conocida costumbre editorial romántica, tiene un título propio: «El presentimiento», «La pasión», «El remordimiento», «La confusión» y «El crimen». Pero hay que añadir que en nuestro drama todos estos elementos no se presentan como desearía la reseña, es decir esparcidos de manera sobrecogedora a lo largo de una fábula llena de movimiento, sino en un lienzo de diálogos y monólogos en el que la acción no tiene sino la función de marco. En este sentido, por ejemplo, ese inquietante personaje que es El Griego no puede interpretarse sólo como personificación del «diablo», como subraya el periodista, sino como un doble de Alfredo, o la proyección de su parte mala, del mismo modo que el regreso del padre Ricardo es la concreción de su parte buena. Igualmente la sombra de Jorge -que sólo ven Alfredo, Berta y El Griego (III, 11)- no puede interpretarse ingenuamente como la aparición de un muerto resucitado, sino una referencia a la sombra de Banco en el Macbeth de Shakespeare.280 Y la voz del muerto que atormenta a Alfredo no supone una vuelta «al siglo de los duendes, brujas y almas en pena»,281 sino la introducción del sentido de culpa de una manera casi psicoanalítica, tanto es así que el mismo autor define esas apariciones como «fantasmas que él mismo se crea» (III, 10).

Pero vamos a ver ahora cómo concretamente realiza Pacheco esta contaminación o evolución de un género a otro. Para efectuar nuestro análisis seguiremos el tratamiento en el drama de las tres unidades seudo-aristotélicas.

Unidad de lugar.

Como ya había planteado la comedia sentimental o lastimosa y se concretará en la mayoría de las obras románticas posteriores a Alfredo, Pacheco introduce en su drama dos diferentes geografías: una física y otra sentimental o interior.

Geografía física. En el primer parlamento del drama (I, 1), Alfredo nombra «las playas de Palestina», «la altiva cumbre del Mongibelo» (es decir el Etna), «las costas de Sicilia» y el Oriente, cuna de felicidad o desgracia. El anciano Roberto, a su vez, cita la Tierra Santa, Sicilia e Inglaterra. Pero es el Peregrino/trovador de la esc. 2 el que nos propone un recorrido realmente extraordinario: antes de que salga a la escena se le oye cantar «la luna de Agar» entre «las palmas radiantes [de] Cedar» (I, 2); luego al contar su historia dice que es provenzal, pero que viene de Génova con rumbo a Chipre donde se está reuniendo la nueva cruzada para la Tierra Santa: nunca conoció esos lugares, y lo jura por un «báculo tocado en el sepulcro de Santiago y en el altar de San Marcos de Venecia»; finalmente concluye que los versos que antes cantaba los aprendió «en Alemania [de] un trovador inglés que tomaba de la Palestina» (I, 3). En I, 6 Alfredo decide liberar a sus esclavos sarracenos para que vuelvan «al África». Poco más tarde (I, 8) llegan de Palermo dos extranjeros, el cruzado Jorge y su hermana Berta: son ingleses y vienen de Palestina, donde tomaron parte en el sitio de Tolemaida, quedando luego presos en las mazmorras de Damieta. Sicilia y el Etna se habían nombrado también en la acotación inicial.

A pesar de la amplitud de este panorama, hay que notar que el autor no hace sino trazar, con cierta exactitud además, la ruta de las armadas que intervinieron en la 3ª cruzada: de Inglaterra a Marsella y de Alemania a Génova; luego a Mesina y Palermo; de ahí a Chipre y finalmente a Palestina. Puesto que todos esos lugares no son sino referencias orales, podernos afirmar que en el drama de Pacheco la unidad de lugar está casi respetada. Efectivamente toda la acción se desarrolla en la Sicilia imperial; más aun, cuatro de los cinco actos se ubican en un único lugar: el castillo de Alfredo. La única desviación es la del acto IV que se desarrolla siempre en «la falda del Mongibelo», pero al otro lado de la llanada de Palermo» (IV, 5) donde está situado el castillo mismo.

Hay que subrayar que, si el autor parece fiel a esta regla y casi convencido de que no hay que distraer al público con repentinos cambios de decorado, de las citas anteriores se desprende que las indicaciones de lugar no se limitan tan sólo a dibujar una geografía física, sino también otra, que llamaremos sentimental. En este sentido los mismos lugares adquieren una diferente valoración. En la física el autor presenta esencialmente dos lugares en cierto sentido complementarios: Sicilia y Palestina (o Tierra Santa). El primero es donde están los personajes durante el tiempo de la acción con sus pasiones, intrigas y traiciones, y el segundo el de donde vienen o adonde quieren ir para realizar sus proyectos de expiación y santidad. Dicho de otra manera, Sicilia es al mismo tiempo tanto el lugar concreto de la acción como la sede de las aspiraciones de todos los personajes: de las ya realizadas o pasadas, en el caso de los que vuelven de Palestina, y de las por realizar o futuras, en el caso de los que, por razones diferentes, quieren hacerse «guerreros de Cristo» (I, 2). De la misma manera, Palestina puede ser el sitio real e histórico de la guerra santa, pero también el lugar metafórico e ideal del infierno (las mazmorras de Damieta) o del paraíso (la cima del Carmelo). Existe pues un movimiento continuo en el drama, pero más interior que físico.

El castillo del Alfredo es por lo tanto el punto de encuentro no sólo de todas las rutas de la cruzada, sino también de los anhelos de salvación y de las obsesiones de perdición de cada personaje. Allí todo va a ser posible, porque a lo largo de ese recorrido se desplazan de un extremo a otro reyes, armadas y peregrinos solitarios, pero también pasiones, dudas y deseos. Es un mapa nuevo el que delinea Pacheco: un mapa de hombres en guerra contra otros hombres y también consigo mismos.

Salvando la constatación formal, desde luego significativa desde el enfoque romántico, de que vamos rápidamente bajando del norte al sur de Italia, con respecto a los dramas españoles anteriormente estrenados, se notará que la doble geografía de Alfredo presenta una potencialidad mayor. En la obra de Martínez de la Rosa, Venecia es el lugar histórico de los acontecimientos dramatizados, si bien utilizado también en sus vertientes de color local y de evocación de misterios (históricos también, desde luego, como el mismo carnaval o el Consejo de los Trece). En Don Álvaro las referencias geográficas son casi exclusivamente objetivas: unas históricas (p.e. la Veletri de 1744), otras tirando a lo pintoresco (p.e. el puente de Triana). Sólo el convento de los Ángeles se vuelve, al rematar el drama, un lugar interior, pero gracias sobre todo a elementos meteorológicos, es decir a esos truenos y relámpagos que reflejan en la naturaleza exterior el conflicto interior del protagonista.

En Alfredo estos mismos efectos escénicos (truenos y relámpagos) son al mismo tiempo: 1. la presencia concreta del Etna que se está despertando; 2. la rebelión de la naturaleza contra el crimen «contra-naturaleza» de Alfredo; 3. la irrupción de la ira del Cielo por negarse Alfredo al arrepentimiento; y 4. la señal de la victoria del infierno.

Unidad de tiempo.

En la acotación inicial nada se dice a propósito del tiempo de la acción, pero de los diálogos se deduce de manera muy clara que ésta se sitúa cronológicamente en la época de la 3ª cruzada, que tuvo lugar de 1190 a 1192. A pesar de que todos los personajes midan el tiempo, muy románticamente, por lustros, el autor ofrece en el acto I varios indicios que nos permiten ceñir aún más estos extremos. La fecha clave es la de la caída de S. Juan de Acri (la Tolemaida del texto), el 12 de julio de 1191. Ahora bien, al llegar al castillo de Alfredo, Jorge y Berta cuentan haber tomado parte en el cerco y toma de Tolemaida, por lo tanto en 1191. Antes habían declarado haber salido para Palestina «cuatro años hace», lo que significaría en 1187, es decir cuando Enrique II Plantageneto hizo voto para la cruzada y muchos ingleses empezaron a salir para Palestina con bastante antelación. Se puede suponer que el viaje de regreso de los dos hermanos comenzó casi inmediatamente después de la reconquista de Tolemaida, pero su galera se topó con la flota del Saladino y ellos quedaron «cautivados y cargados de cadenas» dos meses. En cuanto a Ricardo, el desaparecido padre de Alfredo al que todos creen muerto en Palestina, él había dejado Sicilia tres lustros antes (I, 1), atraído probablemente por las nuevas de la toma de Jerusalén (1175).

Estos datos, que aparecen todos en el acto I, señalan por lo tanto que la acción de Alfredo empieza aproximadamente en el mes de octubre de 1191. En la prosecución del drama ya no hay referencias temporales explícitas, pero es posible computar la marcha del tiempo a través de la acción misma. Al empezar el acto II han pasado pocos días, así que siempre estamos en el otoño de 1191. El acto III debería situarse muy pocos meses más tarde, por tanto a finales de 1191 o principios de 1192. También pocos meses han transcurrido cuando empieza el acto IV, y finalmente el acto V se desarrolla sólo unos días después del anterior. La acción se concluiría pues hacia la primavera de 1192.

Aunque es evidente que Pacheco, por verosimilitud romántica, no tiene la menor intención de conformarse con las «inverosímiles» 24 horas canónicas de la unidad de tiempo, tampoco se desborda en los meses y años que separan, por ejemplo, las jornadas y hasta los diferentes cuadros de una misma jornada en el Don Álvaro. Al contrario hay que observar que en nuestro drama trágico cada acto tiene una unidad temporal muy rigurosa (tiempo real). En general el paso del tiempo sólo le sirve a Pacheco para justificar la transformación de los sentimientos y la manifestación de las pasiones. Por último hay que destacar que el autor, en este caso también como en el de la geografía, dramatiza dos líneas de evolución: una cronológica y objetiva, otra sentimental y subjetiva. En efecto el tiempo interior del drama es mucho más rápido que el cronológico; por ello los personajes, sobre todo a partir del acto IV, parecen haber envejecido todos bajo el peso de las pasiones y de los acontecimientos, e incluso manifiestan darse cuenta de ello, refiriéndose a la situación de los comienzos, es decir de unos meses antes, con expresiones como «en otro tiempo» (IV, 6).

Unidad de acción.

Fiel a su título y sobre todo a una tradición más bien trágica que dramática, la obra de Pacheco tiene un solo protagonista: Alfredo. Todos los demás personajes actúan por lo tanto exclusivamente en función de él, tanto es así que en las raras escenas en las que no aparece en las tablas sólo se habla de él (IV, 1-5).282 Es evidente pues que, en cuanto a la acción, el drama es un modelo de ortodoxia: un solo personaje y una sola acción. La novedad consiste en la falta de cualquier unidad en la índole o carácter del protagonista, que no corresponde a ninguna norma anterior. Su identidad es totalmente romántica: esquizofrénico como la mayoría de los protagonistas de la nueva escuela, es a veces liberal otras tiránico, sensible hasta las lágrimas y bestial hasta la vulgar, piadoso y satánico, etc. Esto implica que las acciones producidas por Alfredo no tienen unidad alguna en sí mismas sino contradicción y oposición.283

Lo dicho anteriormente es prueba suficiente de que Alfredo quiere presentarse en el panorama teatral español de 1835 como obra innovadora exactamente por su semitradicionalismo. A pesar de su juventud y de no ser un profesional del teatro, Pacheco escribe su obra con gran madurez, consiguiendo una difícil evolución desde formas consolidadas hasta formas aún por definir. Con respecto a las normas llamadas aristotélicas hemos visto que Alfredo sería una tragedia; pero en cuanto a la variedad y calidad de los recursos dramáticos que utiliza es un drama. Lo trágico en efecto se desplaza del fatum tradicional, que aniquila al individuo desde afuera, hacia algo que le consume desde adentro.284 En este sentido no sólo Alfredo supera a la tragedia tradicional, sino también se presenta distinto de la Conjuración, del Don Álvaro y del futuro Trovador, donde el fatum sigue condicionando a los personajes desde el exterior y es pues algo objetivo que imposibilita su voluntad.285

En Alfredo la fatalidad, tema que recurre desde el principio, es en cambio algo subjetivo: es la oscilación personal entre el bien y el mal (véase I, 1). Rugero en varias ocasiones le repite a su amigo Alfredo que «no nos impele una potencia irresistible... Siempre tenemos fuerza para defendernos... siempre, para quebrantar y sacudir el yugo de las pasiones» (II, 4). Está claro que Pacheco a través de Rugero afirma el libre albedrío y puede concluir su evaluación moral del protagonista con la afirmación: «Él es culpado... es culpado todo el que deja vencerse...» (IV, 2). Por lo tanto quien sucumbe a las pasiones y las llama fatalidad realiza ante-litteram lo que se llamaría remoción en psicoanálisis o, según la moral católica, falsa conciencia para vaciar de toda responsabilidad los yerros o pecados propios, atribuyéndolos a causas externas.

En este sentido también Alfredo ofrece una novedad muy interesante: el romanticismo español, que es en general muy poco católico -o, cuando lo es, muy poco ortodoxo-, tiene en este drama una alternativa molesta por su sentido hondamente cristiano, puesto que rechaza de una manera tajante la naciente «teología del sino», es decir del hado y sus múltiples variantes léxicas, como nuevo dios ciego.286 Prueba de ello es el acto V, en el que se introduce el tema del perdón como solución concreta para reconciliar a todos. Berta recobra su virtud, su paz y su salvación acogiendo el perdón de Ricardo: es el perdón y su aceptación lo que derrota a la supuesta invencibilidad del sino y permite a la joven pasar del naufragio de la pasión a la libertad de la voluntad. En cambio Alfredo -rendido a las insinuaciones satánicas del Griego, que afirma la imposibilidad del perdón porque «¿Somos por ventura dueños [...] de nuestra voluntad?» (V, 8)-, al rechazarlo enardece su desesperación y soledad, y encuentra su condena quitándose la vida al grito, naturalmente, de: «¡Maldición sobre mí!». En ese mismo instante, según la acotación que remata el drama, «aparece el Griego de repente en el fondo: vese un momento sobre sus labios una sonrisa infernal, y desaparece. Cae el telón». Es decir que el mal pudo sólo con quien no supo ni quiso arrepentirse.

El enfoque cristiano de Pacheco, que se desarrolla sin devoción exaltada ni devocionismo pintoresco, nos permite comprender vanas cosas, entre ellas por qué el fatum de la obra, si lo hay, se identifica con lo satánico. Pacheco pone en escena la lucha que todo hombre debe encarar para escoger libremente entre las promesas de Dios y las seducciones del diablo. Por esta razón las personificaciones satánicas son dos, no una: el Griego, en su función de tentador que consigue triunfar, y Alfredo, el tentado que se deja vencer. Eso explica por qué no se hace nunca referencia a los intereses materiales del Griego (riqueza, poder, etc.): su único fin es la perdición de los hombres a través de la pasión/sexo. También se explica por qué para connotar la descripción de la relación de Alfredo con Berta (en aquella época tenida por incestuosa), pocas veces se utiliza el término amor, muchas pasión y muchísimas placer.

La prueba de que el drama trágico de Pacheco ha sido casi siempre interpretado de manera errónea porque nadie ha tenido en cuenta ese fondo cristiano, la tenemos en la conclusión de la reseña del Eco del Comercio, que define al protagonista como «el fatalista de Sicilia», y en la lacónica descripción de Cejador y Frauca: «drama de acción violenta, de espíritu fatalista y antisocial».287 Sin embargo hemos visto que ninguno de estos atributos («fatalista» y «antisocial») puede cuajar con el sentido religioso de la obra, sin detenernos sobre ese «antisocial» que, de aceptarse en cuanto juicio literario, realmente pondría en tela de juicio el Romanticismo europeo. Todo lo contrario, el autor quiso darnos con Alfredo un exemplum, al negativo por supuesto, de una moral muy firme que no acepta ni el hado ni la supuesta impotencia del hombre frente a él y al mal. También en este sentido Alfredo es un drama diferente: plenamente romántico, defiende una moral antirromántica, o por lo menos que se opone al modelo surgido en aquellos años con Don Álvaro.288




ArribaAbajoMentiras que fueron veras. Sobre otra posible fuente de Don Álvaro o la fuerza del sino

Rosa NAVARRO


Universitat de Barcelona

Hablar de fuentes a propósito de Don Álvaro o la fuerza del sino es hacerlo del tejido con el que elaboró su extraordinaria obra el duque de Rivas. En todas sus ediciones, es obligado dedicar un apartado a este tema. No hay, por tanto, originalidad en mi punto de partida y sí, en cambio, el riesgo de atribuir un nexo de causa-efecto a un motivo literario presente en dos obras y cuya recurrencia pueda ser, sólo, fruto del azar. Como dice Alberto Blecua -que es quien ha analizado más hondamente las fuentes de la obra-,289 a propósito de las coincidencias con Les âmes du Purgatoire de Merimée: «Podría tratarse de simples coincidencias motivadas por una poligénesis cultural; las escenas finales [...] presentan paralelismos tales, que permiten descartar el azar como ingrediente genético».290 Ojalá pueda convencerles de lo mismo con respecto a una nueva fuente.

En la raíz del Don Álvaro, hay fuentes populares y cultas. El duque de Rivas asumía en su creación la fuerza del recuerdo de los rancios cuentos y leyendas que nos adormecieron y nos desvelaron en la infancia», como le dice a Alcalá Galiano en su dedicatoria de la obra.291 Pero también la tradición culta, desde Moratín o Jovellanos a Hugo o Dumas. Ermanno Caldera, después de recordar el influjo de Cervantes, Tirso y Calderón, subraya el significado del vínculo que tiene Don Álvaro con nuestro teatro clásico: «Se instauraba, pues, una relación nueva con ese teatro clásico del cual los teóricos del romanticismo español esperaban un renovado florecimiento, pero que sólo gracias al camino abierto por el Duque de Rivas vería reverdecer sus antiguos laureles, por virtud de una obra que recogía no tanto sus contenidos y sus recursos como sus aspiraciones más profundas y por lo tanto más auténticas».

«Con ese espíritu -añade el ilustre hispanista-, Rivas se dirigió a la obra maestra de Calderón, a la que se hace referencia intencionadamente en las famosas décimas del monólogo de Don Álvaro, las cuales más que remedar pretenden emular las pronunciadas por el protagonista de La vida es sueño292 Don Álvaro y Segismundo, ambos torturados por problemas existenciales, víctimas de voluntades ajenas y de su propio obrar.

Hoy no les voy a hablar de un héroe, sino de un mentiroso, del más famoso embustero de nuestro teatro clásico, que deslumbró a Corneille: el don García de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón.

Sería más coherente que eligiese, para codearlo con don Álvaro, al Pedro Alonso de El tejedor de Segovia, en realidad D. Femando Ramírez de Vargas, caballero al que las circunstancias llevan a convertirse en bandido.293 En su primer enfrentamiento con el conde, que se ha encaprichado de Teodora, su amada, le recuerda al noble las obligaciones de su estado: «¿Corresponde / a los heroicos trofeos / de vuestra sangre esta hazaña?». Y éste le replica airado: «Basta, atrevido ¿qué es esto? / ¿A mí me habláis descompuesto? / ¿qué confianza os engaña? / Idos al punto.» Y en seguida añade el vocativo que le recuerda su origen: «Idos, villano; acabad.» Pedro Alonso intenta, mesurado, frenarle: «Tratadme bien y mirad / que soy, aunque tejedor, / tan bueno.» (La sombra de Peribáñez es aquí evidente). El conde le responde dándole un bofetón. Pedro abandona entonces sus intentos de evitar el enfrentamiento y, tras un «Hasta aquí / ha llegado el sufrimiento», saca la espada.294

Es fácil recordar el final de la escena VI de la jornada V en donde don Alfonso, el hermano estudiante de doña Leonor, reta a don Álvaro, y éste -ya religioso- resiste una y otra vez sus insultos. Se reporta incluso tras su arrebato provocado por la mención a su sangre impura. Y don Alfonso, que ya no encuentra palabras para afrentarle, le da también un bofetón. Don Álvaro, «furioso y recobrando toda su energía» -dice la acotación-, clamará:


«¿Qué hiciste?... ¡Insensato!
Ya tu sentencia es segura:
¡Hora es de muerte, de muerte!
¡El infierno me confunda!»


(vv. 2098-2101, p. 181)                


El bofetón tiene el mismo efecto en ambas escenas, pero es un lance esperable, teatralmente obvio, y no me atrevería a hablar aquí de asimilación del motivo teatral a través de la escena citada.

Pero dije que les iba a hablar de un mentiroso, el de otra obra de Ruiz de Alarcón, La verdad sospechosa. Don García, segundón de don Beltrán, que ha pasado a ser su heredero al morir su hermano, regresa de Salamanca, donde estaba estudiando, para incorporarse a la corte y desempeñar su papel de heredero de nombre y fortuna. El padre, al comenzar la obra, habla con el letrado que lo tuteló y le pregunta su opinión sobre su hijo, favoreciendo la sinceridad del letrado al decirle:


«Si tiene alguna costumbre
que yo cuide de enmendar,
no piense que me ha de dar
con decirlo pesadumbre.»295


Si existe este diálogo, claro está, es porque el letrado nos enterará ya del vicio que va a caracterizar al personaje y que formula muy suavemente con una lítote: «no decir siempre verdad» (v. 156, p. 137). Para un caballero, que se define por ser fiel siempre a su palabra, no deja de ser un baldón. Como dice don Beltrán: «¡Jesús, qué cosa tan fea / en hombre de obligación!» (vv. 157-58). Y decide casarlo en seguida antes de que tamaño defecto se sepa en la corte.

En cuanto aparece en escena don García, verá bajar de un coche a una bella dama y se enamorará de ella: es Jacinta. Pero detrás desciende otra dama, también muy bella, Lucrecia. Lo subjetivo de la apreciación de la belleza para el enamorado llevará al equívoco que sustenta la obra. Tristán, el criado, preguntará al cochero el nombre de la más bella, y éste le dará el de Lucrecia, su señora, y además así opinan todos (menos don García).

Éste se acerca al punto a su dama y, aprovechando que cae -otro recurso muy teatral-, le ayuda a levantarse e inicia su cortejo. En seguida comprobaremos que el letrado decía la verdad porque don García miente con la misma facilidad con que habla. Le confiesa a Jacinta que lleva penando por ella más de un año (el criado en los apartes va corroborando la verdad que ya sabemos: llegó a la corte el día anterior). Y añade un dato que asombra a criado y espectadores, dice que es indiano:


«Cuando del indiano suelo
por mi dicha llegué aquí,
la primer cosa que vi
fue la gloria de ese cielo.»


(vv. 489-92, p. 145)                


Idas las damas, aparecen dos caballeros conocidos suyos y ensarta otras mentiras. Como ellos hablaban «de cierta música y cena / que en el río dio un galán / esta noche a una señora» (vv. 608-10), él inventa una fastuosa fiesta en el río y la describe maravillosamente con extrema profusión de detalles:


«Entre las opacas sombras
y opacidades espesas
que el soto formaba de olmos,
y la noche de tinieblas,
se ocultaba una cuadrada,
limpia y olorosa mesa,
a lo italiano curiosa,
a lo español opulenta.
En mil figuras prensados
manteles y servilletas,
sólo invidiaban las almas
a las aves y a las fieras.
Cuatro aparadores puestos
en cuadra correspondencia,
la plata blanca y dorada,
vidrios y barros ostentan...»


(vv. 665-80, pp. 150-51)                


Su capacidad fabuladora es extraordinaria. Como dirá don Juan, uno de los caballeros:


«¡Por Dios, que la habéis pintado
de colores tan perfetas,
que no trocara el oírla
por haberme hallado en ella!»


(vv. 749-52, p. 152)                


A don García le apasiona fabular. Cuando su criado Tristán le pregunte por la finalidad que persigue con tantos embustes, él le va a justificar uno por uno; pero el espectador siente que está improvisando la justificación, que primero está el mentir antes que su propio propósito. Justificará así su fingida condición de perulero, de indiano:


«Cosa es cierta,
Tristán, que los forasteros
tienen más dicha con ellas;
y más si son de las Indias,
información de riqueza.»


(vv. 814-18, pp. 154)                


Su padre, como dijo, le busca rápidamente esposa, y escoge nada menos que a la dama de la que él se ha enamorado, Jacinta. Sin embargo, no olvidemos que él cree que se llama Lucrecia. Don Beltrán, antes de comunicarle su decisión, le sermonea y le demuestra que quien miente no es caballero. Don García, impertérrito, afirma: «Quien dice que miento yo, / ha mentido.» (vv. 1464-65, p.172). Pero, cuando su padre le anuncia su tratado casamiento con Jacinta, él inmediatamente reacciona y, para salvar su amor por la que cree que es Lucrecia, improvisa una compleja sarta de mentiras. Antes de empezar la genial fabulación, él se dice a sí mismo: «Agora os he menester, / sutilezas de mi ingenio.» (vv. 1522-23). Va a contarle a su padre que está casado y que, por tanto, ya no puede celebrar nuevas bodas. Pero lo hace llevando a don Beltrán y a los espectadores a un espacio literario sumamente atractivo. Se inventa un noble padre con dos hijos y una hija bellísima, pero pobre. Precisamente le da esos dos hermanos para justificar su pobreza:


«Mas la enemiga fortuna,
observante en su desorden,
a sus méritos opuesta,
de sus bienes la hizo pobre;
que demás de que su casa
no es tan rica como noble,
al mayorazgo nacieron
antes que ella dos varones.»


(vv. 1536-43, p. 174)                


Cuenta su enamoramiento, su cortejo y cómo consigue que ella le dé acceso a su aposento. Pero otra vez «la fortuna» hace que la noche de su cita se le ocurra al padre de la muchacha acudir al aposento de su hija:


«... siento que su padre viene
a su aposento: llamole
(porque jamás tal hacía)
mi fortuna aquella noche.
Ella, turbada, animosa,
mujer al fin, a empellones
mi casi difunto cuerpo
detrás de su lecho esconde.»


(vv. 1576-83, p. 175)                


Hablan ambos, el padre le propone casarla, y ella sabe sutil y hábilmente capear la situación. Y cuando ya aquél estaba en el umbral de la puerta..., suena el reloj de don García -en su ficción, claro está-. El padre pregunta extrañado: «¿De dónde / vino ese reloj» (vv. 1605-06). Y ella, feliz improvisadora, como su creador, responde:


«Enviole,
para que se le aderecen,
mi primo don Diego Ponce,
por no haber en su lugar
relojero ni relojes.»


(vv. 1607-11)                


Va a donde él está escondido para coger el reloj. Y prosigue don García:


«Quitémele yo, y al darle,
quiso la suerte que toquen
a una pistola, que tengo
en la mano, los cordones.
Cayó el gatillo, dio fuego,
al tronido desmayose
doña Sancha, alborotado
el viejo empezó a dar voces.»


(vv. 1620-27)                


Creo que en este momento la sucesión de coincidencias hace ya evidente mi propósito. Es fácil asociar la acotación de la escena VIII de la primera jornada del Don Álvaro: «Tira la pistola, que al dar en tierra se dispara y hiere al marqués, que cae moribundo en los brazos de su hija y de los criados, dando un alarido» (p. 101).

La invención de don García va por otros derroteros. Al creer a su amada muerta, sale de su escondite, saca su espada y se enfrenta a los dos hermanos y criados que ahí hace aparecer:


«A impedirme la salida,
como dos bravos leones,
con sus armas sus hermanos
y sus criados se oponen;
mas, aunque fácil por todos
mi espada y mi furia rompen,
no hay fuerza humana que impida
fatales disposiciones;
pues al salir por la puerta,
como iba arrimado, asiome
la alcayata de la aldaba
por los tiros del estoque.
Aquí, para desasirme,
fue fuerza que atrás me torne,
y entre tanto mis contrarios
muros de espadas me oponen.»


(vv. 1640-55)                


Primero el reloj, después la pistola, ahora la alcayata de la aldaba... Como él dice, «fatales disposiciones».

Su amada, doña Sancha, vuelve en sí y cierra la puerta. Arriman ambos «baúles, arcas y cofres» (v. 1665). Pero es en vano. Les derriban la pared, rompen la puerta, y don García, «viendo cuán sin culpa suya / conmigo fortuna corre, / pues con industria deshace / cuánto los hados disponen» (vv. 1679-83), no tiene más remedio que pedir a la familia la mano de la joven. Aceptan, y allí mismo los casan. Don García se dirigirá ya a su padre y concluirá así su fabulación:


«Mas en que tú no lo sepas
quedamos todos conformes,
por no ser con gusto tuyo
y por ser mi esposa pobre;
pero ya que fue forzoso
saberlo, mira si escoges
por mejor tenerme muerto
que vivo y con mujer noble.»


(vv. 1704-1711)                


Don Beltrán, que ha creído a pies juntillas lo que acaba de inventar su hijo, a pesar de saberlo mentiroso, sentencia:


«Las circunstancias del caso
son tales, que se conoce
que la fuerza de la suerte
te destinó esa consorte;
y así no te culpo en más
que en callármelo.»


(vv. 1712-17)                


Esa expresión «la fuerza de la suerte» me hizo pensar en que eran muchas las coincidencias para hablar de poligénesis, pero no voy a negar precisamente en este contexto el poder de la casualidad.

Las coincidencias se dan en planos distintos: no entre la vida «real» de don García y la de don Álvaro, sino entre la vida «ficticia» que se inventa don García y la «real» de don Álvaro. Ambos son así indianos, y a ambos los persigue la mala suerte. (Corneille hará que Dorante, su Menteur, diga que viene de las guerras de Alemania). Pobre es la familia de la inventada doña Sancha, y la pobreza del marqués de Calatrava nos la anuncia desde el comienzo el oficial: «¿Y qué más podía apetecer su señoría que el ver casada a su hija (que, con todos sus pergaminos, está muerta de hambre) con un hombre riquísimo y cuyos modales están pregonando que es un caballero?» (p. 84). Y asiente Preciosilla: «¡Si los señores de Sevilla son vanidad y pobreza, todo en una pieza!» (p. 84). Así no nos sorprende el deterioro de la sala de la casa de campo del marqués (como indica la acotación de la escena V de la primera jornada).

Dos hermanos tiene doña Sancha (sólo uno Orphise en Le menteur), y dos, doña Leonor, aunque ese hecho desempeñe un papel distinto en ambas historias. Y en esta recolección de elementos antes citados, tendría que enumerar de nuevo la sucesión de casualidades que componen la escena del aposento de doña Sancha y las que jalonan la vida trágica de don Álvaro. ¿Sedujo al duque de Rivas la fuerza de la suerte» que inventó don García? Las rayas de la mano de don Álvaro que le leyó Preciosilla -el personaje cervantino- indicaban lo mismo que las de su amada, doña Leonor (a quien se las leyó la madre de la gitanilla): «negra suerte». Les persigue sin tregua hasta el final de sus vidas y de la obra. ¿Las mentiras de don García fueron veras en la pluma del duque de Rivas? Si así fuese, la genialidad de don Ángel de Saavedra quedaría subrayada por asimilar ese recurso cómico -los espectadores se reirían ante el enlace de casualidades que inventaba don García- y convertirlo en el desencadenamiento progresivo de la tragedia. El duque de Rivas pudo fijarse en el punto de vista de don Beltrán, el padre de don García, que cree en la verdad de tales casualidades y que subraya «la fuerza de la suerte».

Pudiera ser que un ente de ficción -el don García de Ruiz de Alarcón- hubiera contribuido con su gusto por fabular a que naciera otro, el espléndido don Álvaro del duque de Rivas.




ArribaAbajoDon Juan Tenorio de Zorrilla: opiniones galdosianas y clarinianas

Peter A. BLY


Queen's University (Kingston)

La admiración que siempre sentía «Clarín» por la obra de Zorrilla es archiconocida, como lo es su intención, manifestada en carta a éste, de señalarla en un largo capítulo de su primera novela, por la incorporación de una representación de Don Juan Tenorio.296 Para algunos críticos modernos, este homenaje literario ha cobrado ya una trascendencia mucho mayor, pues, en primer lugar, a través de él, según dicen, «Clarín» consigue resumir la trayectoria de la trama de la novela hasta ese punto, al igual que presagiar el desenlace trágico.297 Segundo, no se pueden por menos de trazar paralelos temáticos entre el drama representado en las tablas y el que viven en la realidad diaria de Vetusta los personajes que lo contemplan, paralelos de ironía cómica en los casos de Álvaro y Víctor, de ironía trágica en el de Ana, para quien la poesía de la comedia de Zorrilla tiene que transformarse, ineluctablemente, en la prosa de la vida vetustense.298 Son interpretaciones muy acertadas y muy válidas, pero la intención original de Alas en esta escena, como queda expresada en el artículo, que en su propia defensa, dirigió contra el crítico francés, Bonafoux, era mucho más sencilla: había tenido la «idea de pintar el efecto que produce en el alma de cierto temple poético el Don Juan de Zorrilla, visto por primera vez en plena juventud». Es decir, pintar cómo gusta «toda la frescura brillante del drama»,299 situación algo excepcional, ya que la gran mayoría de los espectadores de aquel entonces lo habrían visto muchas veces antes y lo sabrían de memoria. Como lo había indicado una década antes el crítico Manuel de la Revilla, el mero conocimiento previo de la leyenda estorbaría la experiencia poética de la obra de Zorrilla, aun cuando fuese vista por primera vez.300

De acuerdo con su propósito, Alas prepara con mucho cuidado el estado anímico en el que Ana ha de experimentar la frescura poética de la obra dramática: unas pocas horas antes, ese mismo Día de Todos los Santos, la aparición de Álvaro a caballo ante la ventana de su casa le ha despertado las facultades receptivas: «Era una especie de resurrección de la imaginación y del sentimiento».301 Como la apreciación del drama es una experiencia interior, el narrador omnisciente opta por transmitírsela a los lectores de dos modos: reproduciendo los mismos pensamientos de Ana o resumiéndolos en sus propias frases, como cuando, por ejemplo, dice: «El tercer acto fue una revelación de poesía apasionada para doña Ana» (2, 47). Ni por eso deja nuestro narrador de machacar, en apartes, en lo poético del drama de Zorrilla: «todo el vigor y frescura dramáticos que tienen» estas escenas, muchos no los «saben apreciar o porque conocen el drama desde antes de tener criterio para saborearle y ya no les impresiona, o porque tienen el gusto de madera de tinteros» (2, 46). Lejos de parodiar el texto de Zorrilla, Alas, como arrancándose -momentáneamente- la careta de narrador, no quiere dejar lugar a dudas acerca de lo que él cree que es el alto valor poético de Don Juan Tenorio.302

Mas el novelista asturiano quiere ir aún más lejos, como él mismo lo indicó en su contestación a la crítica de Bonafoux: «en Madame Bovary la escena del teatro es un episodio insignificante, de los de menos relieve; en mi novela es un largo capítulo en que se estudia el alma de La Regenta por muchos lados, un capítulo de los principales para la acción interna del libro.»303 En efecto, el valor fundamental de este episodio teatral en el capítulo XVI de La Regenta estriba en lo mucho que Ana identifica sus propios sentimientos amorosos hacia Mesía con los que oye pronunciar a doña Inés en las tablas. Su apreciación de la obra, entonces, no está exenta de consideraciones personales, egocéntricas, como lo apunta el mismo narrador, «y entonces, volviendo al egoísmo de sus sentimientos, deploraba no haber nacido cuatro o cinco siglos antes» (2, 45-46). El hecho es que Ana, al mirar la escena, se ve a sí misma en la figura de doña Inés, lo que le estorba, hasta cierto punto, la verdadera apreciación artística de la obra.

En realidad, no está contemplando la figura de Inés, sino la suya reflejada en el cuerpo de la actriz. Es, en cierta medida, una distorsión, de la que no es culpable ni capaz ese mismo público anónimo al que se refiere el narrador con cierto desdén en otra parte del capítulo XVI. Para que quede de manifiesto esta diferencia de enfoque interpretativo, Alas nos llama la atención sobre el momento en que el entusiasmado público del paraíso aplaude el gesto de Tenorio al arrancar la careta del rostro de su padre, y de repente Ana tiene que prestar atención a la escena en vez de mirar el palco de Mesía. El mismo actor, Perales, también queda algo sorprendido de este aplauso inesperado, como que no «era escena de empeño» (2, 43). Así se pone de relieve la apreciación genuinamente espontánea y artística de la representación, por parte del público del paraíso, que a la misma Ana le parecerá más adelante «mucho más inteligente y culto que el señorío vetustense» (2, 46), que «no iba[n] al teatro a ver la función, sino a mirarse y despellejarse de lejos» (2, 32).304

Para subrayar aún más el punto hasta el que llega Ana a distorsionar la apreciación artística del drama por esta identificación subjetiva con doña Inés, Alas hace que la semejanza física entre la actriz y Ana salte a los ojos de todos, aun de la misma Ana.305 Lo que es más, la historia sentimental de esta actriz se parece, bastante más que la de Ana, a la de Inés, ya que, hija de padres ricos, también se enamora de un hombre que la seduce y roba. Sin embargo, a diferencia de Inés y de Ana Ozores, ella se casa, aunque en secreto, con su don Juan, para luego, en ayuda del presupuesto conyugal, colaborar con él en las funciones teatrales. De modo que, en esta representación del drama de Zorrilla, la mujer de Perales está reviviendo, hasta cierto punto, los aspectos fundamentales de su propia historia, al paso que sirve de advertencia de lo que pudiera pasar, y va a pasar efectivamente, a la Regenta, como vislumbra ésta con cierto miedo gozoso. Pero dentro de esta galería de ficciones interconectadas -y Perales y su esposa son excelentes cómicos, grandes imitadores de otros actores, y grandes intérpretes de otros papeles- se destaca cierto detalle importante: la actriz «en algunas ocasiones se atrevía a ser original y hacía excelentes papeles de virgen amante» (2, 47), es decir, finge ser la virgen que ya no es:

Decía los versos de doña Inés con voz cristalina y trémula, y en los momentos de ceguera amorosa se dejaba llevar por la pasión cierta -porque se trataba de su marido- y llegaba a un realismo poético que ni Perales ni la mayor parte del público eran capaces de apreciar en lo mucho que valía. Doña Ana sí.


(2, 47; el énfasis es nuestro)                


Doña Ana, sí, porque este «realismo poético» lo está experimentando ella misma en su fuero interno. Oye en el tablado la exteriorización verbal de sus propios sentimientos, porque se identifica con la mujer representada, no con la que la representa. Reacción verdadera y artificial a la vez, por ser resultado de la experiencia dramática.

Este proceso de identificación con la figura literaria encarnada en la actriz culmina en el cuarto acto de la Primera Parte de Don Juan Tenorio, en palabras del narrador que son interesantes por lo que se leerá a continuación en una escena parecida de Fortunata y Jacinta. Este cuarto acto le resulta tan religioso a Ana que «el alma saltaba a las ideas más altas, al sentimiento purísimo de la caridad universal... no sabía a qué; ello era que se sentía desfallecer de tanta emoción» (2, 52: el énfasis es nuestro). Es que la imaginación y el sentimiento de Ana se han aunado para apreciar sinceramente el realismo poético del drama de Zorrilla, pero sólo en aquellos pasajes que tienen que ver con su propia situación sentimental. Tampoco es una apreciación completa del drama, pues Ana, después de que su marido le explica el argumento de la Segunda Parte, vuelve a casa: «prefirió llevar la impresión de la primera, que la tenía encantada» (2, 53; el énfasis es nuestro).306

Por lo que a Benito Pérez Galdós se refiere, se ha de hacer constar que el nombre de Zorrilla no aparece en sus escritos periodísticos ni literarios más que en una determinada época. Curiosamente, en la primera etapa de su periodismo, de 1865 a 1868, cuando frecuentaba mucho los teatros madrileños, no mencionaba el drama de Zorrilla, ni siquiera en esos artículos que versaban sobre una reposición de la versión de la leyenda, de Mozart, Don Giovanni, o una encarnación contemporánea del tipo donjuanesco.307 Ahora bien, durante el período que abarca la composición tanto de La Regenta como de Fortunata y Jacinta, es decir, entre 1884 y 1887,308 se produce un fenómeno distinto: para los lectores argentinos de La Prensa Galdós dedica algunos artículos muy serios sobre el malísimo estado actual del teatro español.309 El 4 de febrero de 1885 comentó la obra de Echegaray lo mismo que la ópera española. El 24 de noviembre del mismo año hizo observaciones muy pesimistas sobre la decadencia del teatro contemporáneo, crítica que se repite casi dos meses después, cuando -nótese, en plena composición de Fortunata y Jacinta- deplora: «Ya no hay autores; los pocos que quedan ya no escriben, por varios motivos, entre los cuales debe tenerse en cuenta el agotamiento de los asuntos» (pp. 191-92). Se contrasta esta decadencia actual con la gloria, no sólo del teatro del Siglo de Oro, sino también del teatro romántico de hace ocho lustros, en cuya nómina de autores no se puede dejar de incluir a Zorrilla «el más nacional de nuestros poetas» (p. 193) al que Galdós se referirá también en otro artículo, fechado del 3 de diciembre de 1887, haciendo hincapié en «sus vigorosos dramas legendarios» (p. 15).

Pero de mayor interés para esta comunicación es que, ya terminadas las Partes Primera y Segunda de Fortunata y Jacinta, Galdós dedica una sección de su artículo del 2 de noviembre de 1886 a discutir, no a Zorrilla, como vuelve a hacerlo en 1889, con motivo de la coronación del poeta en Granada,310 sino al mismísimo Don Juan Tenorio.311 Así que el medio adoptado por Galdós para divulgar sus opiniones sobre la obra maestra de Zorrilla no pudiera ser más distinto al de Alas: en vez de un capítulo de una primera novela publicada en España, Galdós prefiere las columnas de un periódico extranjero, por lo cual se habría de esperar unas opiniones quizá más directas y francas. Inicia su artículo, preguntándose por qué este drama se representa en los teatros de España y Sudamérica el Día de los Difuntos de cada año: «Es muy extraño que los que se pasan la tarde en los cementerios invadan por la noche los teatros para gozar del más mundano de los dramas».312 A Galdós le resulta inconcebible que este interés en el drama de Zorrilla en tal día se explique por la presencia en ella de cementerios, tumbas o almas en pena, ya que son comunes a un sinfín de dramas románticos que no se habían vuelto a representar.313 Luego pondera la popularidad del drama entre todos los sectores de la sociedad española, sin que se note, como de parte del narrador de La Regenta, alusión alguna a la posible falsificación de la esencia poética del drama en los pasajes recordados por el pueblo: «Ninguna otra obra es vista, admirada y aplaudida con tanta buena fe y entusiasmo» (p. 209). Galdós concluye que el tipo audaz y arrogante que es don Juan Tenorio, «cautiva y enloquece a nuestro pueblo, en cuyo espíritu tienen cabida todas las rebeldías mezcladas con cierta generosidad y cierta nobleza fachendosa» (p. 209).314 Sin entrar en detalles, Galdós elogia, lo mismo que Alas y el narrador de La Regenta, la frescura y vida del drama: «¡Qué encanto el de la versificación siempre florida, sonora» (p. 209). A diferencia de su gran amigo ovetense, sin embargo, Galdós sí cuestiona la validez teológica del desenlace, que resulta ser

«un laberinto lógico que no tiene salida. Don Juan, ¿debe ir al cielo o al infierno? ¿Qué hay que hacer para salvarle? Este es el escollo que el poeta debía haber evitado, negándose a las exigencias de aquella parte inocente del público, que quiere que todo acabe bien y haya boda, aunque sea en el cielo» (p. 209).315


En resumidas cuentas, al punto de comenzar la composición de Fortunata y Jacinta, al igual que durante la misma,316 Galdós reflexionaba, digamos que con una regularidad inusitada para el período 1870-1885, sobre el estado del teatro español contemporáneo en comparación con el del Siglo de Oro y aun con el más reciente del romanticismo español, cuya obra culminante había sido también el objeto de su meditación seria, si no de un análisis detallado. Y por más señas, esta misma obra había sido incorporada de una manera parcial, pero muy importante, en la primera novela larga de un colega muy íntimo. ¿Cabe preguntar si Galdós qua novelista reaccionaba a estos estímulos teatrales en la propia novela que estaba escribiendo por esas fechas?

Para un novelista tan interesado en el teatro durante toda su vida, no deja de extrañarnos, que muy raras veces en sus novelas sociales contemporáneas escogiera Galdós el local de un teatro para un episodio -con la excepción de Fortunata y Jacinta (y después Miau)- cuando, como lo indicaba «Clarín» a Bonafoux, abundaban las novelas, como Guerra y Paz, por ejemplo, en que se incluían episodios localizados en un teatro.317 Además, nunca les ofrece a los lectores una descripción detallada del interior del teatro o de la obra representada, como era el propósito de Alas en La Regenta.318

Hay que aclarar, desde el principio, que lo que se presenta en el teatro, el Real, al que los Santa Cruz toman un abono a un palco principal, no es el drama, sino la ópera. En La Regenta este género de teatro «era el delirio de aquellos escribanos y concejales» del palco de Ronzal que «pagaban un dineral por oír un cuarteto que a ellos se les antojaba contratado en el cielo y que sonaba como sillas y mesas arrastradas por el suelo con motivo de un desestero» (2, 41). Galdós parece aludir a este grupo vetustense cuando el narrador describe, con los mismos tonos satíricos que empleaba su homólogo clariniano, a la figura del gran melómano, Federico Ruiz, sentado en el palco de Juanito Santa Cruz,

«con la cabeza echada atrás, la boca entreabierta, oyendo y gustando con fruición inmensa la deliciosa música de los violines con sordina. Parecía que le caía dentro de la boca un hilo del clarificado más fino y dulce que se pudiera imaginar. Estaba el hombre en un puro éxtasis.319


No se interesan ni los padres Santa Cruz ni Jacinta en lo más mínimo en la música. Para Barbarita, como para los burgueses y aristócratas de Vetusta, el ir a la Opera significa observar a los otros asistentes para hablar de ellos al volver a casa. Si Jacinta va a la Opera, es para que sus hermanitas solteras la cataran. Muy diferente es el caso de su marido, gran aficionado a la música y abonado, con sus compinches, a diario a un palco alto de proscenio. Así que Galdós utiliza el local del teatro con el fin exclusivo de poner de manifiesto lo muy obsesionada que está Jacinta por tener un bebé que criar. A semejanza de Ana Ozores, Jacinta ocupa un palco que hace frente al de su amante donjuanesco, quien, en su caso, es su propio marido, Juanito. Pero, a éste no le ve, mientras que en La Regenta, Ana ve a Mesía sentado en su palco durante el primer acto del drama, después del cual pasa a sentarse al lado de ella.

Si la visión que tiene Ana de sí misma, transfigurada en la de doña Inés, es producto de su imaginación y sus sentimientos, lo mismo puede decirse del sueño de Jacinta, pero con una marcada diferencia: Jacinta no sueña despierta. Al comenzar el cuarto acto de la ópera se queda dormida, incapaz de resistir el aburrimiento de la música wagneriana. Pero el sueño tiene un realismo extraordinario, ya que era

«uno de esos sueños intensos y breves en que el cerebro finge la realidad con un relieve y un histrionismo admirables. La impresión que estos letargos dejan suele ser más honda que la que nos queda de muchos fenómenos externos y apreciados por los sentidos».


(1, 290; el énfasis es nuestro)                


A este sueño tan real parece que le falta el elemento llamado poético que caracteriza al ensueño de Ana, puesto que el sentimiento de sublimación religiosa que experimenta ésta es sustituido por uno de sensualismo erótico, al conseguir finalmente el niño-hombre del sueño que Jacinta le sacase el pecho para darle de mamar. Sin embargo, no cabe duda de que la experiencia es de las más intensas para la esposa de Juanito Santa Cruz, y por ende, de las más poéticas:

«Pasaba mucho tiempo así, el niño-hombre mirando a su madre, y derritiendo lentamente la entereza de ella con el rayo de sus ojos. Jacinta sentía que se le desgajaba algo en sus entrañas».


(1, 291; el énfasis es nuestro)                


Pero cuando le toca la cara al niño, la madre que sueña con ser Jacinta cree que es la de una estatua, y este contacto con una superficie de yeso es lo que la hace despertar con un gran sobresalto. ¿Se podría ver en esta alusión a una estatua un recuerdo -muy indirecto, por supuesto- a la del Comendador de Don Juan Tenorio, que no aparece en la versión truncada que del drama da «Clarín» en su novela?

Para Alas, la poesía de Zorrilla es el gran estimulante que pone en marcha la imaginación y el sentimiento de Ana, ya despertados, en el decimosexto capítulo de La Regenta, al contrario de lo que prefiere Galdós en Fortunata y Jacinta, donde Jacinta «hizo una cortesía de respeto al gran Wagner, inclinando suavemente la graciosa cabeza sobre el pecho» (1, 290). Galdós hace caso omiso del contenido de la ópera, ya que no le hace falta alguna para resaltar la motivación psicológica de la heroína de su novela.

En el prólogo que escribió para la tercera edición de La Regenta, publicada en 1901, Galdós pone el dedo en los defectos principales de Ana Ozores, «señora tan interesante como desgraciada»: «es víctima al fin de su propia imaginación, de su sensibilidad no contenida»,320 precisamente las dos facultades humanas puestas de manifiesto en su contemplación parcial del drama de Zorrilla. Asimismo confesó Galdós que, para él, muchas veces, el leer las obras que publicaban los colegas era una forma de recreo en el que se veía «cómo se hacen o cómo se intenta su ejecución; es buscar y sorprender las dificultades vencidas, los aciertos fáciles o alcanzados con poderoso esfuerzo»,321 a base de lo cual Stephen Gilman pretendía que existiera una clase de coloquio entre los dos novelistas, por no hablar de plagios o de influencias.322 A mi modo de ver, en la visita de Jacinta al Real, Galdós se propone, no imitar lo que con éxito había conseguido hacer su gran amigo en el teatro de Vetusta, sino más bien sugerir una rectificación del enfoque temático: el «realismo poético» de las experiencias de las dos mujeres es resultado del fuerte desarrollo de su imaginación y sentimiento durante las respectivas funciones teatrales a las que asisten. Pero, por muy atractiva y encantadora que sea la poesía de un drama tan famoso como Don Juan Tenorio, y esto lo había reconocido muy públicamente Galdós en los artículos de La Prensa, para él una obra de arte no puede constituir en sí misma la única fuente de tales corrientes vivenciales. La ópera de Wagner sólo le proporciona a Jacinta, al igual que el drama de Zorrilla a Ana, los márgenes sobre que desbordarse sentimientos e imaginaciones bastante despertadas anteriormente. No obstante eso, en el análisis final, los dos novelistas llegan a las mismas conclusiones: las reacciones hipersensibles sí que son de un «realismo poético», porque les son exclusivamente propias e íntimas. Mas pese a lo atractivo y emocionante de este «realismo poético», no puede pretender ser total, objetivo ni permanente.




ArribaAbajoEntre periodismo y literatura: indefinición genérica y modelos de escritura entre 1875 y 1900

Marta PALENQUE


Universidad de Sevilla

Entre ser periodista y literato, construir ficción y difundir información, entre la tribuna política o la cátedra y la prensa no hay límites definidos a lo largo del siglo XIX, y esta ambigüedad permanece, aunque matizada, en los primeros años de la presente centuria. La reflexión en tomo a los rasgos particulares del oficio periodístico, así como a su modelo de escritura, está inmersa en el debate que se produce en toda Europa, por los años 80 y 90, acerca del papel de la prensa en la sociedad. Los periodistas, hasta la fecha habían sido a la vez periodistas y políticos, colaboradores de prensa y literatos u hombres de ciencia, etc. El interrogante que entonces se abre plantea cuáles eran, o debían ser, los rasgos específicos del periodismo como forma de comunicación, y cuáles los de un oficio y una forma de escritura que, hasta entonces, se habían caracterizado por el hibridismo y el carácter misceláneo de lo que ofrecía, por el préstamo proveniente de diversas manifestaciones culturales (literatura, ciencia, moda, etc.). Las firmas que toman parte en esta polémica son muy conocidas y de gran relevancia cultural, pero, en casi todos los casos, no porque fuesen exclusivamente periodistas, sino literatos además de colaboradores de prensa; es el caso de Juan Valera. Los que participan de la discusión son conscientes del creciente poder de la prensa, de la seria competencia que presenta a cualquier otra forma de comunicación o cultura (entre ellos el libro), y del influjo que puede tener sobre sus lectores. Todo ello se agrava en el caso español, donde el triste papel jugado por la prensa ante el desastre del 98 levanta palabras de condena y repulsa ante un medio que mal informó al público y que, ciego por el que se pensaba un imperio invencible, minimizó las fuerzas del adversario. Tras la derrota, la culpa y la vergüenza domina en crónicas y editoriales.

El problema crece cuando, a principios de siglo, hace quiebra el modelo periodístico decimonónico (al mismo tiempo que el sistema político y cultural de la Restauración) y la prensa se diversifica. Los que se sienten periodistas comienzan a defender su oficio y redactan libros como el de Rafael Mainar, El arte del periodista (1906), un manual para hacer prensa, pero, también, la defensa del oficio y del estilo periodísticos. La creación de las Asociaciones de la Prensa -1882, en Málaga; 1895, en Madrid- se entiende en este mismo marco de reivindicación de la propia personalidad y los intereses comunes.

Pero los inicios de este debate, la crispación con que se trata, son producto del proceso de industrialización de la prensa llevado a cabo durante la Restauración.323 La interdependencia entre literatura y periodismo es particularmente conflictiva y conduce a una relación de amor y odio, resultado de su mutua necesidad.

Si las críticas hacia la prensa son moneda corriente desde el Siglo XVIII,324 éstas van a multiplicarse a lo largo del siglo XIX, en paralelo con su creciente capacidad para difundir información o cualquier forma de cultura. El nacimiento en 1874 de los suplementos literarios con la aparición de Los Lunes de El Imparcial, dirigido por Isidoro Fernández Flórez «Fernanflor», marca una inflexión decisiva en estas relaciones, pues no se trata ya sólo de la inserción de textos literarios en publicaciones de carácter misceláneo donde lo ficticio tiene una parcela reservada (el término literatura está en su título), y que puede ser calificada como «prensa literaria»,325 ni tampoco de la salida del folletín (aquí en su acepción de forma narrativa), habitual en los diarios desde las primeras décadas del siglo, sino de la consideración exclusiva de la literatura como un producto capaz de atraer nuevos lectores en la cada vez más fuerte prensa diaria. Una inflexión, además, por otras dos razones: una, porque las tiradas de estos diarios indican el aumento del potencial receptor (El Imparcial, 41.000 ejemplares diarios en 1880, más de 50.000 en 1885, sobrepasa los 100.000 en 1900; El Liberal y El Globo, 22.724 y 23.870 en 1880);326 otra, por lo que significa en cuanto a la demanda de textos literarios o artículos sobre literatura. También, y como es sabido, la literatura ocupa de igual forma las columnas del diario dedicadas a la información, fuera ya de los exclusivos suplementos, produciéndose una curiosa contaminación entre lo informativo y lo ficticio e, incluso, condicionando el asunto que tratan las piezas literarias327 o, por razones de espacio, apoyando la proliferación de géneros caracterizados por su brevedad, como es el caso del cuento o el artículo de costumbres.328 Por último, surgen en estos diarios nuevos géneros de difícil caracterización pero que se consideran exclusivos de la prensa como la crónica, el reportaje, la interviú y el artículo de fondo, que insisten en la difícil distinción entre los géneros literarios y un posible, en aquellas fechas, género periodístico. En el caso de la crónica, el ejemplo del Diario de un testigo de la guerra de África (La Época, 1859), de Pedro Antonio de Alarcón, evidencia su hibridismo en fecha temprana; lo mismo puede encontrarse en otras posteriores, publicadas en El Liberal, El Imparcial, etc.329 Además, hay que añadir a lo dicho la realidad de las redacciones españolas. A diferencia de las norteamericanas, pioneras y modélicas, que tendieron a favorecer la información sobre la literatura desde muy pronto imponiendo un estilo particular, las españolas se caracterizan por una curiosa amalgama que, en gran parte, como cuentan en clave de sátira Carlos y Ángel Ossorio y Gallardo en su Manual del perfecto periodista (1891),330 es producto de la falta de especialización: el periodista tiene que saber de todo porque cualquier sección le puede ser encargada. Este curioso libro traza los tipos característicos de las redacciones españolas y ofrece interesantes y divertidos modelos de escritura de cada una de las secciones del periódico. En todas, dicen, la norma es el todo vale, siempre en el deseo de atraer al lector; y en ello cuenta mucho la imaginación y el saber adornar lo narrado.

Vuelvo ahora al planteamiento inicial de este trabajo: ¿hay un género periodístico con rasgos particulares frente a otros géneros literarios?, ¿se trata simplemente de estos mismos géneros literarios adaptados a la periodicidad del diario?, ¿dónde están los límites?, y, teniendo en cuenta las acusaciones de que el periódico pervierte el idioma y maleduca el gusto del público -que ya se adivina en el XVIII-, acostumbrándole a productos de escasa calidad, ¿merece su consideración de género especial de la literatura?

En el intento de ofrecer la realidad de estos interrogantes, voy a utilizar dos fuentes: por un lado, los manuales de preceptiva literaria, que comienzan a incluir el «artículo periodístico» o el «periodismo» de forma reiterada en la década de los setenta. Aunque ya hay algún precedente en 1856, los analizo desde 1877 hasta 1903. Por otro, los discursos de recepción en la Real Academia Española: no será hasta los noventa cuando la docta corporación admita a periodistas en su seno; y los llamo periodistas porque, pese a ser -era de esperar también literatos, defienden en sus discursos la personalidad particular y relevante de ese oficio.331 En concreto, me serviré de los discursos de Eugenio Sellés (1895) e Isidoro Fernández Flórez, «Fernanflor» (1898), junto a las contestaciones de José Echegaray y Juan Valera, respectivamente.332 (Adviértase que en estos textos se utiliza el término literatura tanto en el sentido amplio de «Arte de la palabra, todo lo escrito» como de «expresión estética de valor ficticio».)

Empezando por los discursos, tanto el de Eugenio Sellés como el de «Fernanflor» apoyan la realidad de un género periodístico. Sellés, con criterios propios de la época naturalista, afirma que el periodismo «es la forma novísima de la literatura, la literatura de la actualidad, la que no opera como el arte en los seres muertos de la historia, o fingidos de la imaginación, sino que opera en vivo, en los cuerpos palpitantes de hombres y sucesos reales y existentes». Se pregunta a continuación si es, en sí mismo, un género literario, para terminar: «Ensalzado por unos, que le conceden más de lo que él pide; ofendido por otros que le niegan lo que se le debe; utilizado por sus mismos enemigos, que así lo reconocen como potencia social, hemos de concordar en que es un género de literatura, aunque los preceptistas no lo hayan empadronado en su censo». Pero en la definición que aporta a continuación evidencia la dificultad de tal empresa y abunda, precisamente, en la ausencia de rasgos específicos al indicar que este nuevo género sería una suma de oratoria, poesía, historia, novela, crítica y drama: «el periodismo lo es todo en una pieza, arenga escrita, historia que va haciéndose, efeméride instantánea, crítica de lo actual, y por turno pacífico, poesía idílica cuando se escribe en la abastada mesa del poder, y novela espantable cuando se escribe en la mesa vacía de la oposición». En definitiva, reclama que se le conceda «fuero literario, como a las otras artes de la palabra, a la palabra en pie de guerra y en combate diario».333 Más tarde, intenta matizar los rasgos de estilo de la que llama «literatura del periodismo», y lo hace rechazando acusaciones más que aportando cualidades:

«Dícese que es rebelde a la gramática, contrabandista de locuciones y palabras extranjeras, corredora de frases hechas, tomadas de ese idioma peculiar, o mejor dialecto de la política y de la mala oratoria parlamentaria.

Apártense los escritos de gala y de torneo trabajados en el reposo y la soledad del estudio; éstos igualan a los buenos de la literatura profesional.

Pero el estilo de batalla y de diario no es en verdad un modelo de bien decir. Tampoco puede serlo [...]. En literatura como en religión el arrepentimiento y la enmienda llevan a la gloria: quien escribe al vapor de la máquina encendida no vaga para arrepentirse ni enmendar.»334



No se entiende, además, la distinción que establece con respecto a los que llama «escritos de gala» (¿se refiere a los artículos de fondo u opinión, asimilables a la «literatura profesional»?). ¿Hay, pues, modelos de escritura distintos e híbridos? Nada dice Sellés.

Años después, en 1898, Isidoro Fernández Flórez dedicaba su discurso de recepción a «La Literatura de la Prensa» y, tras reivindicar su figura como «apóstol» por ser el introductor de los suplementos literarios en España, indica que para ser periodista no hace falta más preparación que «tener metido el castellano en la médula de los huesos»,335 y aconseja al futuro periodista que se eduque para su oficio escribiendo versos («Las dotes más estimadas en el periodista son la concisión y el agrado, y la versificación, por lo tanto, debe de serle recomendada al neófito como un solfeo, como un deporte de la prosa»);336 al mismo tiempo señala otro aprendizaje esencial: aprender a contar. Las disparidades entre literatura, en su sentido estético, y el periodismo sólo parecen apoyarse en la creencia de que pertenecen a oficios distintos; por lo demás, se proponen más semejanzas que antagonismos. Entre hacer cuentos y hacer crónicas no parece mediar distancia, redundando en lo que aportan los diarios del momento según apunté, y los rasgos de estilo parecen, igualmente, ser los mismos en la información cotidiana:

«El verso es un tisú y tiene, por tanto, los hilos mágicos con que debe tejerse la literatura periodística: los hilos del color y de la luz. Color y luz se pide hoy, sobre todo, al escritor de cuentos y de crónicas, y hasta en la información de grandes sucesos».337



Para «Fernanflor», buen conocedor de las redacciones periodísticas, el profesional de la prensa escribe tanto artículos como cuentos, crónicas y críticas; y todo ello, sin renunciar a un estilo cuidado y artístico. Su finalidad es, ante todo, salvar a la prensa tras el desastre del 98, renegando de un estilo caracterizado como rápido y descuidado, porque son los que podrían ser esgrimidos como propios de la labor informativa que había suministrado durante la guerra. En cualquier caso, es indicativo de la confusión generalizada, además del complejo de inferioridad del periodista, que quiere elevar su oficio recordando su maridaje con la creación literaria.

Quien sí lo tiene muy claro, según acostumbra, es Juan Valera: si bien opina que ser periodista es un oficio particular, niega la existencia de un género periodístico. En su concepto, «Se llama periodista el literato que escribe con frecuencia o de diario, casi de diario, en un pliego o gran hoja volante, que se estampa periódicamente y que se difunde entre el público [...]». Si el artículo de prensa tiene una vida efímera, el elevado número de compradores de tal hoja motiva que este tipo especial de literato tenga un gran poder, lo que no ocurre con el libro. Para Valera, simplemente, «el libro es un medio de publicidad, y el periódico es otro». El escritor puede valerse de uno u otro, pero no hay diferencias entre ambos, como lo prueba -dice- el que de una serie de artículos se haga a menudo un libro, y de fragmentos de libros se hagan artículos.338

De acuerdo en esto con Sellés, aunque para afirmar lo contrario, puntualiza que todos los géneros, tonos y maneras de decir caben en el periódico y que no se pueden abstraer condiciones particulares al estilo periodístico. El «arte de decir mucho en pocas palabras» es también propio de Leopardi o de Luciano, termina.339 Entiende, finalmente, Valera que la Real Academia premia al recién investido «Fernanflor» por ser «buen escritor, sea o no periodista, considerando el periódico como medio de publicación de toda obra literaria y no como género especial de literatura».340

Sí están de acuerdo Eugenio Sellés, defensor del género periodístico, y Juan Valera, contrario a aceptar su existencia, en la importancia decisiva que la prensa había alcanzado en estos años en la difusión de los textos literarios. Sellés advierte el amplio abanico genérico que ha ocupado los nuevos diarios, más receptivos a la literatura que la vieja prensa política, de modo que incluye ahora textos antes reservados a las revistas misceláneas ilustradas. Y, en este sentido, la prensa se asemeja y supera, por diferentes motivos al libro: «Con este concurso, la prensa va siendo una manifestación literaria no menos importante que otras por su calidad y más leída por su baratura, con detrimento posible del libro, pero con beneficio seguro de la cultura popular».341 El periódico, afirma, «es el libro del pobre». También advierte la posibilidad de que, sin control, se convierta en un pervertidor de las costumbres. Lo mismo dice Juan Valera haciéndose eco de las acusaciones vertidas sobre la prensa:

«El que no lee más que periódicos, si no hubiera periódicos, no leería nada. Y tal vez no pocos sujetos, al leer los periódicos, se sienten estimulados, y deseosos de conocer mejor los asuntos que ligeramente se tocan en ellos. En la mente de estos lectores se despierta o se aviva el deseo de leer, y por haber leído periódicos, acaban por buscar libros y por leerlos.»342



Tanto Eugenio Sellés como Juan Valera apuntan que en las preceptivas literarias no se menciona ningún género periodístico; lo que al primero le parece un error que hay que enmendar y, al segundo, la prueba de su dependencia de la creación estética. Sin embargo, son varias las preceptivas que incluyen comentarios acerca del periodismo o del artículo periodístico. De un total de diecinueve consultadas, que cubren un arco temporal comprendido entre 1841 y 1903, nueve realizan consideraciones sobre la prensa, si bien sólo una, la de Francisco Jarrín, de 1893, se refiere al género periodístico de forma individual; las restantes, incluyen su escritura en la oratoria o la didáctica, añadiendo, en algún caso, especificaciones concretas debidas a las características particulares de su difusión.343

En conjunto, estas preceptivas reflejan la evolución de los modelos periodísticos. No extraña, así, la vinculación que establece Coll y Vehí, en 1856, entre elocuencia periodística y oratoria política, o que se considere al artículo periódico como una variante del discurso parlamentario en tiempos del predominio de la prensa política o de partido.344 Esta relación se repite en las de Manuel de la Revilla y Pedro Alcántara (1877) e Hipólito Casas (1880), aunque éstas ya sólo señalen que rasgos de estilo como la elocuencia y gallardía son propios de lo periodístico. Además, lo conectan con la Didáctica, de tal manera que el artículo figura sumado a las cartas, obras teológicas y filosóficas, morales y jurídicas, etc. Es también su cualidad didáctica la reseñada por Isidoro Frías (1881) y Pedro Muñoz y Peña (1883), aunque, abundando en el que comienza a ser su vario contenido por estas fechas, matizan que cada una de sus secciones tiene que ser estudiada dentro de los géneros literarios correspondientes. De forma novedosa y significativa, ambas dedican espacio a la descripción del periódico, y subrayan su asombrosa y múltiple difusión, que alcanza a ambos sexos y a todas las clases sociales.345

Los dos autores aventuran una preceptiva para los periódicos, habida cuenta las especiales circunstancias de su publicación, diferenciando para ello entre diarios y revistas. Para Frías, además, la condición popular del público del periódico condiciona su estilo, enfrentando periódico y libro: el primero debe tener poca profundidad y estilo ligero; el segundo, debe ostentar cultura en fondo y forma.346 Las revistas, por el contrario, pueden hacer gala de mayor altura. Los comentarios de Frías nos remiten a la época previa a la industrialización de la prensa, que da lugar, de forma paulatina, a la elevación cultural de los periódicos. Y piénsese que ese carácter popular señalado por Frías para el diario podría provenir de la importancia que en él tienen el folletín y los chascarrillos satíricos.

Más preciso es Muñoz y Peña cuando indica que todas las composiciones que se incluyen en el periódico, pertenezcan a uno u otro género de literatura, adquieren rasgos peculiares al proyectarse para aparecer en sus páginas; pasarían entonces a definirse por su brevedad, el efecto pasajero que producen y el público mayoritario a que se destina (e insiste en su calidad popular). En cuanto a las clases de formas periodísticas, detalla: artículo de fondo, literario, de costumbres, crítico, revistas, folletines, comunicados sueltos y gacetillas, y da definiciones de cada uno.347

Poco aportan a lo dicho las preceptivas de Flórez-Villamil (1900) y Méndez Bejarano (1902). Para el primero el periódico es sólo un medio de difusión de las obras literarias, sin que éstas pierdan su carácter propio, y aprovecha para criticar el mal uso del idioma que se hace a veces en ellos.348 El segundo, llevado por su conocida animadversión hacia todo lo moderno, insiste en esto último y sitúa el periodismo a medio camino entre la Didáctica y la Oratoria, y le niega valor literario, exceptuando las revistas.349

Sólo Francisco Jarrín, en 1893, dedica un apartado individual al género periodístico. Claramente, sus palabras se insertan en la polémica sobre el papel de la prensa en la sociedad a que aludía más arriba, y se hace eco tanto de lo exagerado de considerarla, en la línea extrema del momento, como «apostolado» o como «lepra social». Para él los rasgos de este nuevo género son la síntesis, variedad y popularidad; la primera, porque resume, dice, todos los géneros literarios. Y pasa a diferenciar los modelos de escritura según la variedad periodística y su contenido, distinguiendo entre artículos (que subdivide según su contenido) y crónicas. Acerca de los «de fondo» señala su carácter híbrido, pues son, en ocasiones, plenamente literarios y conectan con otros géneros. Con respecto a cada uno se dan someras normas de redacción.

Alude Jarrín a otras secciones del periódico: Variedades y Folletín; la primera importante, dice, para que todo periódico resulte ameno e instructivo. Aquí se incluirán artículos de costumbres y poesías.

Francisco Navarro Ledesma (1903) destaca la personalidad artística independiente del periodista, para cuya educación ofrece una serie de normas, pero, sin precisar, sólo establece los que para él son los únicos dos géneros periodísticos: el diario y la revista.

Las preceptivas, pues, ilustran el vario contenido de la prensa desde sus inicios, tienden a marcar su desarrollo hacia la profesionalización, pero manifiestan, también, la realidad de sus confusos límites con la creación estética. La Historia de la Literatura debería ocuparse de estudiar tales textos, sólo clasificables por el medio en que aparecen y ahora en una tierra de nadie. La progresiva y fundamental importancia que la prensa adquiere a lo largo del XIX, el condicionamiento que ejerce sobre la materia literaria, lo justificaría, igual que en el siglo XVIII se consideran las cartas, artículos de polémica, etc. Si se recuerdan los artículos de Larra, y si se apela al hibridismo del Diario de un testigo de la guerra de África, se podría hacer lo mismo con otros tantos textos dispersos por la prensa decimonónica.




ArribaAbajoAdiciones a un catálogo de dramaturgos españoles del siglo XIX

Juan A. RÍOS CARRATALÁ


Universidad de Alicante

La tarea de elaborar catálogos de autores es tan arriesgada como necesaria. Todos los que nos dedicamos a la historia de la literatura conocemos la importancia de unas obras que a menudo se convierten en referencia inexcusable para nuestras investigaciones. Autores semidesconocidos, títulos de difícil localización, datos de estrenos o ediciones, trayectorias biográficas y un largo etcétera de informaciones suelen estar recopiladas en unos tomos fruto de un arduo y poco reconocido trabajo. La carencia de más catálogos especializados por géneros y épocas es, además, una rémora que dificulta o imposibilita numerosas investigaciones. Por lo tanto, la publicación de cualquiera de estas obras ha de ser recibida con beneplácito porque se puede convertir en un eficaz instrumento de trabajo.

Sin embargo, los riesgos también son evidentes. A las dificultades con que se suelen enfrentar unos autores que trabajan en una red de bibliotecas y archivos todavía deficiente, se suma el hecho de que es difícil dar por culminada la elaboración de cualquier catálogo. Por muy exhaustivo que sea, siempre aparecerá algún nuevo dato o será preciso corregir otro ya incluido. La necesidad de publicarlos entra en relativa contradicción con el hecho de ser unos trabajos que nunca se pueden dar por culminados. No obstante, las adiciones o correcciones deben ser consideradas como algo lógico y hasta indicativo de la pertinencia del catálogo. Sólo aquellos trabajos de escaso interés y que apenas son consultados se sitúan al margen de este proceso de ampliación y corrección, que debe quedar plasmado en las posibles reediciones.

En este sentido quisiera sugerir algunas adiciones al reciente Catálogo de dramaturgos españoles del siglo XIX publicado por Tomás Rodríguez Sánchez (Madrid, Fundación Universitaria Española, 1994). Una obra útil, como la de Jerónimo Herrera Navarro dedicada al teatro del siglo XVIII350 y editada por la misma institución, pero que se enfrenta al riesgo de recoger los datos de una actividad que se multiplicó hasta extremos espectaculares durante el período decimonónico, sobre todo en sus últimas décadas. Y, como ocurre con otros géneros, es en el mundo literario de las provincias donde ese fenómeno adquiere unas proporciones hasta ahora poco conocidas y valoradas. Los casos de Madrid, Barcelona y unas pocas ciudades más tal vez los conozcamos relativamente bien, pero no cabe duda de que en las numerosas Vetustas y Orbajosas de la España decimonónica proliferaron legiones de poetas, novelistas y dramaturgos. Intentar catalogarlos es una tarea imposible por la pérdida irreparable de buena parte de la documentación necesaria, pero todo acercamiento histórico a las letras del período ha de tener en cuenta esta realidad. Por lo tanto, investigaciones como la de Tomás Rodríguez Sánchez deben enfrentarse a un difícil reto partiendo de un minucioso escrutinio de otros catálogos de ámbito local o regional.

Así se hace en buena medida en el citado trabajo. El doctor Amancio Labandeira Fernández da cuenta en el Prólogo de los materiales bibliográficos utilizados y el propio autor explica la metodología empleada para intentar ser exhaustivo dentro del género y la época seleccionados. Sin embargo, por error comprensible dado el volumen de información manejado, hay un fallo que afecta gravemente a un ámbito que conozco por trabajos publicados hace ya algún tiempo: la provincia de Alicante.351 Aparte de otros catálogos de carácter más general, se ha utilizado la edición del Ensayo biográfico bibliográfico de escritores de Alicante y su provincia de Manuel Rico García.352 Los dos volúmenes publicados en 1888 y 1889 son, sin embargo, la primera parte de un trabajo de más de 15.000 folios repartidos en 14 tomos e inédito hasta 1987. El paciente y voluntarioso erudito local llevó a cabo una incansable labor que se extendió a otros ámbitos de la cultura provincial353 hasta su fallecimiento en 1913, sin que por falta de apoyos pudiera ver publicados los tomos que deberían haber completado la citada edición. Gracias al Instituto de Cultura «Juan Gil Albert» de la Diputación Provincial de Alicante, actual propietario de la obra manuscrita, junto con otros compañeros pude participar en la edición de una versión abreviada de los miles de folios escritos por Manuel Rico García completando así una tarea interrumpida en 1889.354 Sin embargo, Tomás Rodríguez Sánchez no tuvo en cuenta esta edición y sólo utilizó los citados volúmenes.

La consecuencia de este comprensible error bibliográfico en el que también han incurrido otros especialistas es obvia: faltan autores y las entradas correspondientes a otros carecen de datos básicos como el lugar de nacimiento o las referencias bibliográficas de las obras publicadas e inéditas. Tomás Rodríguez Sánchez incluye 59 autores alicantinos en su catálogo con indicación del lugar de nacimiento (véase Apéndice I), pero otros 11 aparecen sin que se aporte dicho dato (véase Apéndice II). Por último, hay 49 dramaturgos alicantinos de la época de la Restauración que fueron catalogados por Manuel Rico García, y no figuran en el trabajo de Tomás Rodríguez Sánchez (véase Apéndice III). En consecuencia, y de acuerdo con los criterios cronológicos utilizados por este último, hay un total de 119 autores alicantinos, de los cuales sólo 70 han sido parcial o totalmente catalogados.

Las cifras pueden parecer espectaculares para una provincia como la de Alicante. Pero no lo son tanto si tenemos en cuenta la actividad literaria desarrollada sobre todo en la segunda mitad del siglo y la minuciosidad del trabajo de Manuel Rico García. Aunque su formación fuera autodidacta y la metodología empleada caótica, circunstancia que nos hizo incurrir en algunos errores cuando preparamos la citada edición, este oscuro funcionario local recogió hasta la más mínima huella de la actividad literaria desarrollada por los alicantinos.355 Desde un artículo en la prensa local hasta un poema publicado o leído con motivo de una festividad pasando por informes sobre los más variados e insólitos temas, la redacción de cualquier texto constituía un motivo suficiente para justificar la condición de autor. Así se comprende que tantos personajes locales engrosaran los folios de su catálogo. No hay ningún criterio de selección. Todo el que escribiera, lo publicara o no, tenía derecho a formar parte de un trabajo fruto de un elemental positivismo y un amor a lo alicantino.

No creo que el caso del teatro en la provincia de Alicante sea diferente o que haya una predisposición especial de mis antepasados hacia las artes escénicas.356 La razón de esta proliferación de autores hay que buscarla en la propia tarea de Manuel Rico García. Si en cada provincia hubiera habido un sujeto de similares características, si se hubieran conservado sus trabajos, estoy seguro de que en estos momentos un catálogo como el de Tomás Rodríguez Sánchez contaría con varios cientos más de autores. Por desgracia, el caso de este oscuro erudito local es poco frecuente. Y es probable que algunos trabajos similares se hayan perdido o hayan quedado olvidados, como de hecho lo estuvieron los 15.000 folios redactados por Manuel Rico García o los otros miles que dedicó a diferentes temas locales con similares intenciones y criterios. El resultado es lamentable para cualquier historiador de nuestra literatura, sobre todo para aquellos que consideramos imprescindible ir más allá de las grandes figuras y tener en cuenta la a veces intensa vida literaria de las provincias, especialmente en un período como el de la segunda mitad del siglo XIX.

No obstante, también en el caso de Alicante las pérdidas son irreparables. Una gran parte de los títulos reseñados en el catálogo de Manuel Rico García ha desaparecido definitivamente. Esta circunstancia es lógica en lo que respecta a los manuscritos, pero resulta lamentable que las ediciones conservadas sean una minoría. A pesar del trabajo de búsqueda realizado por un equipo de bibliotecarias alicantinas,357 de consultas propias en diferentes bibliotecas nacionales y de que un equipo de investigadores ha recopilado y catalogado toda la prensa provincial,358 apenas conservamos una parte significativa de lo publicado en Alicante durante el siglo XIX. Por lo tanto, muchas veces la única referencia es la de Manuel Rico García, escrita a menudo gracias a la información facilitada por los propios autores en respuesta a una especie de formulario que les remitía el incansable erudito.

No creo que estas pérdidas incluyan importantes obras o que nos impidan conocer a destacados autores. Pero para el historiador hay otros centros de interés al margen de la calidad literaria. Los textos conservados nos dan a veces una información fundamental para comprender la mentalidad de aquellos cientos de autores provincianos, nos permiten saber cómo captaban las tendencias y los géneros para intentar imitarlos dentro de sus posibilidades. Una información imprescindible para argumentar una verdadera teoría de la recepción y trazar con rigor la sociología del mundo literario de aquella época. Piénsese, por ejemplo, en lo poco conocido de una actividad tan extendida como la de las representaciones particulares o domésticas, a las cuales iban destinados bastantes de los textos escritos por los alicantinos. Por desgracia, estamos ante unas pérdidas que nos obligan a trabajar con demasiadas hipótesis o a centrarse en un número muy limitado de autores y obras que constituyen un canon no siempre paradigmático.

En cualquier caso, y al margen del hecho puntual que supone la adición de una serie de autores al catálogo de Tomás Rodríguez Sánchez, sería conveniente que las decenas de jóvenes investigadores que realizan sus tesinas y tesis en las universidades volcaran su atención en estas áreas desconocidas de nuestras letras decimonónicas. Catálogos, vaciados de publicaciones periódicas, investigaciones sobre autores de segunda fila, recuperación de muchos textos de interés aparecidos en la rica prensa de la época... son algunas de las directrices que podríamos recomendar a nuestros jóvenes investigadores. Creo que merece la pena siempre y cuando se supere el localismo o el provincianismo que a menudo limitan el valor de estos trabajos. El objetivo no debe ser el rescate de unos valores locales que se suponen injustamente olvidados, sino aportar una tesela más del mosaico que constituye nuestra historia literaria del siglo XIX. Si no lo completamos corremos el riesgo de estar construyendo sobre el vacío o a partir de una subjetividad basada en el azar.

APÉNDICE I

Relación de autores alicantinos incluidos como tales en el Catálogo de dramaturgos españoles del siglo XIX de Tomás Rodríguez Sánchez:

- Alarcón Maciá, Vicente

- Andrés, Juan

- Arniches y Barrera, Carlos

- Ausó Monzó, Manuel

- Blasco y Moreno, Rafael

- Botella y Andrés, Francisco

- Calvo Rodríguez, Carmelo

- Campos Vasallo, Rafael

- Cantó Villaplana, Gonzalo

- Capdepón Maceres, Mariano

- Caracena y Torres, Pascual

- Carbonell Botella, José

- Carratalá, Rafael

- Clavel y Bosch, Tomás

- Cortés y Fuster, Juan Mª

- D'Aigueville y Gómez, Nicolás Mª

- Díez Coves, Asunción

- Domingo, Francisco *

- Espí y Ulrich, José

- Espinós y Moltó, Víctor

- Flores, Antonio

- Gadea y Grau, Rafael León

- García Pastor, José

- Gea Martínez, Rufino

- Gómez García, Carmelo

- Guijarro y Esclapez, José

- Jover Pierron, Nicasio Camilo

- Just y Valentí, Francisco

- Llofriu y Segrera, Eleuterio

- Llorente de las Casas, Luis Gonzaga

- Loma Corradi, Luis **

- López, Joaquín Mª

- Maestre Pérez, Tomás

- Martí y Peydró, Pedro

- Martínez Colomer, Vicente

- Martínez Torrejón, Antonio

- Mestre y Pérez, Tomás

- Milego Inglada, José Mariano

- Miguel, Vicente Eugenio

- Montengón y Paret, Pedro

- Mora Picó, José Victoriano

- Muñoz Maldonado, José

- Pacheco y Vasallo, Cristóbal

- Palanca y Roca, Francisco ***

- Pascual Caracena, Francisco Antonio

- Pérez Aznar, Juan

- Pérez Sánchez, José

- Peyret y Bosque, José

- Pons Semper, José

- Puig Pérez, José

- Puig Pérez, Julio

- Rico y Amat, Juan

- Saquero, Antonio

- Soriano, Francisco

- Thous Orts, Gaspar

- Tordera y Lledó, Francisco

- Trigo y Samper, Carlos

- Villaplana, Melchor

- Villaplana y Sempere, Antonio

- Zapater y Ugeda, José

* Figura Francisco Domingo natural de Alcoy (Valencia). Debería corregirse, pues es Francisco Domingo Roca natural de Alcoy (Alicante).

* El nombre correcto es Blas de Loma Corradi.

*** Este autor valenciano figura, por error, como alicantino al considerarse que Alcira está en la provincia de Alicante.

Buena parte de las entradas de los autores arriba relacionados deberían ser revisadas a la luz del trabajo del erudito alicantino. Los tomos manuscritos de Manuel Rico García añaden una importante información no recogida por Tomás Rodríguez Sánchez para los dramaturgos que estrenaron o escribieron durante la segunda mitad del siglo XIX. Debe tenerse en cuenta que los datos relacionados con autores fallecidos antes de 1830 fueron obtenidos por Manuel Rico García de otros repertorios bibliográficos, por lo que su aportación se circunscribe a los autores cuya fecha de nacimiento -dato que tomaba para su peculiar clasificación- es posterior a 1810-20 aproximadamente.

APÉNDICE II

Relación de autores alicantinos incluidos en la obra de Tomás Rodríguez Sánchez sin indicación del lugar de nacimiento y otros datos. A la derecha se da el número de la página del Ensayo biográfico bibliográfico... de Manuel Rico García donde aparecen reseñados:

- Alemany y Limiñana, Juan Bautista, p. 234.

- Arques Escriñá, Joaquín, p. 247.

- Asencio Más, Ramón, p. 330.

- Campos y Carreras, Antonio, p. 82.

- Cid Rodríguez, Francisco, p. 347-8.

- Hernández de Padilla, Cayo, p. 374.

- Mingot y Gozalvez, Pedro, p. 394.

- Rubert y Mollá, Manuel, p. 285.

- Sánchez y Palacio, Ricardo, p. 159.

- Sellés González, Salvador, p. 169.

- Tafalla Campos, Vicente, p. 194.

APÉNDICE III

Relación de autores alicantinos no incluidos en el catálogo de Tomás Rodríguez Sánchez y presentes en el de Manuel Rico García, con indicación de la página de este último:

- Alofrín, Rafael, p. 234.

- Ayarra, Alonso, p. 330.

- Belda Gómez, Francisco, p. 188.

- Borrás y Mario, José, p. 338.

- Botella Carbonell, Juan, p. 334.

- Bruneto García, Manuel, p. 337.

- Brunetto, Eulalio, p. 340.

- Cabrera Ivars, Francisco de Asís, pp. 181-3.

- Calatayud, Antonio, p. 346.

- Campillo y Balle, Ginés, pp. 37 y 345.

- Cánovas Martínez, Luis, pp. 216-7.

- Charques Navarro, Rafael, pp. 205-6.

- Collado Pallarés, Francisco, pp. 238-9.

- Coloma Pellicer, José, p. 349.

- Estañ, Pascual Mª, p. 353.

- Esplá, Trino, p. 354.

- Ferrándiz y Ponzó, José, p. 233.

- Gálvez y Cruz, Ramón, pp. 150-1.

- Garriga Lillo, José Mª, p. 366.

- Garrigós y García de Terol, Adamina, p. 246.

- Gómez Meseguer, Higinio, p. 367.

- Guillén Pedimonti, Emilio, p. 372.

- Hernández Villaescusa, Modesto, pp. 239-40.

- Jordá Martínez, Edilberto, p. 225.

- Juan Ocaña, Aquilino, pp. 166-7 y 378.

- Lagier, Ramón, pp. 112-3.

- Laliga Gorguez, Francisco, pp. 236-7.

- Llofriu, Rafael de, p. 382.

- Maciá Orts, p. 388.

- Mayor Morales, Gaspar, p. 388.

- Miquel y Nadal, Francisco W., p. 221.

- Mira Perceval y Muñoz, Antonio, pp. 395-6.

- Montero Pérez, Adalmiro, pp. 244-5.

- Mora Bellver, José, p. 403.

- Morcat Aleman, José, p. 193.

- Morón Limiñana de Azor, José Agustín, pp. 398-9.

- Orts Ramos, Ramón, pp. 220-1.

- Pastor Aicart, Juan Bautista, pp. 173-4.

- Plaza, José Juan, p. 203.

- Puig Caracena, José, p. 417.

- Ramírez Payá, Vicente, pp. 268-9.

- Ruiz Cárceles, Sebastián, p. 428.

- Serrano, Francisco, pp. 272-3.

- Soler y Mora, Juan de Dios, p. 191.

- Tarín, Jaime, p. 438.

- Torres y Mas, Manuel, p. 192.

- Truyol Solano, Francisco, p. 439.

- Vera Navarro, Joaquín, pp. 206-7.

- Villar Miralles, Ernesto, pp. 175-6.




ArribaAbajoTraducciones de teatro italiano en la colección Teatro selecto, antiguo y moderno, nacional y extranjero (1866-1869)359

Antonio MARCO GARCÍA


Universitat Pompeu Fabra

En la historiografía literaria, el fenómeno de la traducción ha permitido que unas obras que reflejaban el gusto estético de una época fueran conocidas en otro tiempo; y que una cultura enriqueciera su caudal literario con la recepción de creaciones que originalmente estaban escritas en otras lenguas. Las traducciones han actuado, como afirma Claudio Guillén, «como una forma de comunicación ternaria que abraza segmentos diferentes en el tiempo y en el espacio».360

En España, la presencia de las literaturas europeas se ha convertido en una característica constante a lo largo del tiempo. Gran número de obras extranjeras han sido traducidas y se han publicado en volúmenes sueltos; aunque, también las revistas culturales y las colecciones monográficas han facilitado el conocimiento de muchos autores europeos en la vida cultural española. Estos son los caminos más convencionales en la difusión de obras literarias.361 La recepción de la literatura europea, y concretamente del género teatral,362 ha representado la posibilidad de que las renovaciones estéticas se afianzaran en la literatura española.

El último tercio del siglo XIX fue un momento favorable, cuando la burguesía se convertía en una clase social con gran poder adquisitivo. En su afán por prosperar, sus miembros otorgaban una gran importancia al papel de la cultura, a la vez que se vivía una época de crisis, de cambios políticos y sociales: el final del reinado de Isabel II, la revolución burguesa de 1868, la Constitución de 1869, y la regencia del general Serrano. Con la finalidad de satisfacer las necesidades literarias de este público, aparecieron diversas empresas culturales (periódicos, revistas, y colecciones) que reflejaban, formal y estéticamente, la cultura europea del momento. Imprentas y editoriales de Madrid, como las de Victoriano Suárez, Perlado, Páez y Cía., Daniel Jorro, Rodríguez Serra, Rivadeneyra, Fernando Fe, o Hernando; de Valencia, como Mariano Cabrerizo, y Sampere; y de Barcelona, como Montaner y Simón, Salvador Manero, Bergnes de las Casas, Juan Gili, o Espasa, adaptaban las novedades técnicas de composición, tipografía y comercio del libro, que circulaban por el resto de Europa. Hipólito Escolar afirmó que:

«El libro sufrió a lo largo del siglo XIX una gran transformación paralela a los cambios sociales, como sucedió en el resto de Europa, y fue dejando de ser un instrumento al servicio de las clases superiores para buscar la satisfacción de las necesidades de sectores más amplios e incluso de personas humildes, con escasos recursos económicos y pobre formación intelectual. [...] El libro español incorporó las grandes novedades traídas por el industrialismo y la mecanización que, al abaratar los costes, facilitaron su adquisición a grupos sociales más amplios.»363



Durante la segunda mitad del siglo XIX, la mejora económica que se dio en la sociedad catalana y el poder que adquiría su burguesía motivaron que creciera un notable interés por las cuestiones culturales y literarias. Consecuentemente, las editoriales de Barcelona empezaron a disputar su liderazgo comercial con las madrileñas. A lo largo del siglo XIX, la producción editorial barcelonesa se fue aproximando a la de Madrid. La burguesía catalana respaldaba esta efervescencia económica y cultural de raíz europeísta. Como declara Escolar:

«A finales del siglo la producción de Barcelona se aproximó a la de Madrid, quizá porque en la burguesía catalana, que había mejorado su situación económica, se despertó gran interés por las cuestiones culturales. Los empresarios de artes gráficas se preocuparon de importar las nuevas técnicas y produjeron libros muy bellos porque, además, acogieron las nuevas tendencias artísticas.»364



Entre los años 1866 y 1869, la editorial barcelonesa de Salvador Manero publicó una colección de piezas teatrales en ocho volúmenes, con el título de Teatro selecto, antiguo y moderno, nacional y extranjero365, en 4º mayor, encuadernada en tela, según el estilo de este tiempo y el gusto de la nueva clase social. La edición ofrecía una presentación de calidad, con el propósito de estar dirigida a este público burgués.

Era una nueva aportación en el campo literario español, como lo fue la Biblioteca selecta, portátil y económica, La novela contemporánea ilustrada, Teatro Nuevo Español,366 Biblioteca clásica española, o la Biblioteca de Autores Españoles, editada por Rivadeneyra. En el caso de Teatro selecto se trataba de una recopilación de originales y de traducciones al español, de obras dramáticas de grandes autores europeos. Así, el teatro español, francés, inglés, alemán, italiano y eslavo, era recuperado en la España romántica de la segunda mitad del Siglo XIX.367

El criterio de selección de las obras se reflejaba en el título de la colección con los términos «antiguo», «moderno», «nacional», y «extranjero». Se optó por dos oposiciones: «antiguo» versus «moderno», que comportaban un valor netamente temporal, y no estético (que sería la utilización de «clásico» en lugar de «antiguo»); y «nacional» versus «extranjero», por la diferencia lingüística, geográfica y cultural, en la que intervenía la traducción «como un componente del sistema histórico literario».368 Estos cuatro adjetivos, como binomios, marcaron la división de los volúmenes: los I, II y III correspondían al teatro «antiguo español» de los siglos XVI y XVII; el IV, al teatro «antiguo extranjero» de los siglos XVI y XVII, en inglés y en lenguas eslavas; el V, al teatro «antiguo extranjero» de los siglos XVII y XVIII, en francés; el VI, al teatro «moderno extranjero» del siglo XIX, en francés; el VII, al teatro «moderno extranjero» de los siglos XVIII y XIX, en alemán e italiano; y el VIII, al teatro «moderno español» de los siglos XVIII y XIX.

Los responsables de la colección Teatro selecto fueron Francisco José Orellana,369 que se ocupó de los tomos I, II, III, VIII (teatro «antiguo español») y IV (teatro «antiguo extranjero», inglés y eslavo); y Cayetano Vidal y Valenciano,370 de los volúmenes V, VI y VII (teatro «antiguo extranjero», francés; «moderno extranjero», francés; y «moderno extranjero» alemán e italiano).

En 1869 se publicó el volumen VII, que correspondía al teatro alemán e italiano de los siglos XVIII y XIX, cuya selección se debía a Cayetano Vidal y Valenciano. Su dedicación en el campo literario y lingüístico avalaba la elección de los títulos, de las traducciones, las notas, observaciones y algunas bio-bibliografías añadidas, dentro del gusto estético del Romanticismo. En las «Notas» que acompañan a estas traducciones de piezas dramáticas italianas, Vidal y Valenciano declara que:

«El teatro italiano que durante más tiempo que el francés permaneció en mantillas, reduciéndose todo su repertorio a farsas groseras y hasta indecentes, en que lucían sus gracias y chocarrerías los tradicionales Polichinela, Arlequín, Pantalón y otros por el mismo patrón cortados, no ofrece como aquél un genio de primer orden que con poderoso esfuerzo logre sacar la literatura dramática del estado de abyección a que se encuentra reducida, e imprimirle al propio tiempo rasgos de grandeza, que lleguen a hacerla objeto de estudio e imitación.»371



Ordenadas según el autor y la fecha de su primera edición o representación, se publican once traducciones españolas de obras teatrales italianas. El elenco de dramaturgos italianos372 estaba determinado por la trascendencia que habían tenido en la Historia del teatro, y por el prestigio que mantenían a través del tiempo:373 Pietro Metastasio,374 el nombre helenizado de Pietro Trapassi (1698-1782), Vittorio Alfieri (1749-1803), Carlo Goldoni375 (1701-1793), Vicenzo Monti (1754-1828), Alberto Nota (1775-1847), Silvio Pellico (1789-1854) y Alessandro Manzoni (1785-1873).

Del teatro melodramático de Pietro Metastasio se elige la pieza titulada Ciro reconocido (1736), en traducción del abate Teodoro Cáceres y Laredo (s. XVIII). Ésta se había publicado en «Barcelona, Oficina de Pablo Nadal», existía una adaptación de A. Mª Quadrado, y otra traducción de Benito Antonio de Céspedes, en el tomo II de las Obras dramáticas de Pietro Metastasio.376 De las novedades teatrales de Alfieri,377 se seleccionan tres tragedias de tema político: Virginia (1777-1783), de la que no se menciona el nombre del traductor, pero que corresponde a la traducción en endecasílabos asonantes de Dionisio Solís, seudónimo de Dionisio Villanueva y Ochoa (1774-1834), consejero de los teatros de Madrid. Esta traducción había sido publicada por la Librería de Repullés, en 1813, y estrenada el 5 de noviembre del mismo año, en el Teatro del Príncipe, de Madrid. Merope (1783), traducida, en 1833, por el dramaturgo y poeta Juan Eugenio de Hartzenbusch (1806-1880), que presenta unas variantes respecto a la que ya había sido impresa en el primer volumen de Eco de los folletines (Madrid, 1854);378 y Roma libre (1886-1887), título que corresponde a la obra original Bruto primo, en traducción del escritor y sacerdote Antonio Saviñón (s. XVIII-XIX), que se había representado en Cádiz, el 30 de septiembre de 1812, al proclamarse la nueva Constitución.379 En 1814, se puso en escena en Madrid,380 ciudad en la que se publicó por la «Imprenta que fue de García» en 1820.

De Goldoni,381 se prefieren dos piezas de teatro cómico, que habían aportado diversas reformas en el campo de la dramaturgia: Un lance inesperado y El café, traducidas por Telesforo Corada. De Monti, se efigen dos tragedias de gusto neoclásico, con reminiscencias shakespearianas y alfierianas: Cayo Graco (1802), que se había representado en el Teatro del Príncipe, de Madrid, el 7 de diciembre de 1813; y Aristodemo (1787). Ambas fueron traducidas por el naturalista Agustín Juan de Poveda (1770-1856).

De Nota, se elige la comedia El filósofo solterón (1811), de corte goldoniano con elementos del drama «larmoyant». La traducción es de Víctor Vela del Camino. De Pellico, la tragedia Francesca de Rímini (1814), que fue uno de los mayores éxitos de su tiempo. El traductor fue Telesforo Corada. Y de Manzoni, la tragedia histórica titulada El conde de Carmañola (1816-1820), cuya traducción se debe al mismo Corada.

El teatro de Alfieri, Goldoni y Manzoni proponía un gusto estético, una preceptiva dramática, a la vez que aportaba una serie de novedades y reformas a la escena italiana, cuyas repercusiones se encuentran en la creación teatral de otros autores de menor importancia como Monti, Nota y Pellico, respectivamente. Todos ellos, junto a Metastasio, habían gozado de un gran prestigio en su época, que aún conservaban en el último tercio del Siglo XIX382, cuando, en 1869, fueron elegidas estas obras suyas para la colección Teatro selecto, antiguo y moderno, nacional y extranjero.

En esta selección también aparece el propósito del editor de reflejar el gusto del momento, de compartir la estética romántica que aún perduraba en la sensibilidad y las costumbres de la sociedad burguesa de este tiempo,383 cuando, paradójicamente, el teatro español buscaba, como señala Ruiz Ramón, otras vías para «liberarse del peso del romanticismo que, formal y temáticamente, dominaba la escena».384

Las traducciones de teatro italiano que se recogen en este volumen VII parecen seguir la pauta de ser «traducciones directas», dada la similitud lingüística entre el italiano y el español; además, los títulos han sido respetados, salvo una excepción. Las restantes traducciones que aparecen en esta colección, como afirma Schneider385 respecto a las alemanas, son el resultado final de versiones francesas intermedias. Sólo la realización de estudios sobre la procedencia de las traducciones teatrales,386 la circulación de los textos, las versiones intermedias, el resultado de las traducciones dramáticas, y el análisis detallado de cada título, permitiría aclarar las respectivas fuentes, las posibles fases intermedias, conocer el proceso de divulgación, y toda la problemática que comportan las traducciones.387

El tomo VIII de Teatro selecto, antiguo y moderno, nacional y extranjero confirma el hecho de que, además de la representación o la edición suelta de una obra, las colecciones de piezas dramáticas traducidas también fueron otro camino en el proceso de recepción y difusión de la dramaturgia italiana en la literatura española del Siglo XIX.388