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ArribaAbajoDel Romanticismo al Realismo, un paso tardío en la literatura hispanoamericana: 'Cecilia Valdés o La Loma de Ángel' (1882) de Cirilo Villaverde

Dunia GRAS


Universidad de Barcelona

La aparición de la novela romántica en Hispanoamérica acusa un cierto retraso respecto a España, por no decir ya respecto a Europa. Para tener un punto de referencia, cabe decir que la primera novela que se ha dado en considerar romántica, Xicoténcatl, de temática histórica y antecedente del indigenismo, aparece publicada en 1826 de forma anónima, para reimprimirse más tarde, en 1831, con el nombre del autor, Salvador García Bahamonte. Aunque este es sólo un caso aislado dentro del proceso discontinuo narrativo hispanoamericano decimonónico, con frecuentes espacios vacíos hasta bien entrada la década de 1840-50,752 momento en que, por fin, la novela romántica logra aclimatarse de forma definitiva en el subcontinente. En cambio, el prolongado asentamiento del romanticismo en la novela de Hispanoamérica a partir de ese instante llega a superar las fronteras cronológicas habitualmente estimadas para la clausura de la novela romántica en España y el resto de Europa, hasta bordear incluso los años finales del siglo con obras como Sofía (1891), del cubano Martín Morúa Delgado, y Angelina (1895), de R. Delgado. Cabe notar que, por otra parte, también se produce con retraso la llegada del realismo, a pesar de algunos esporádicos casos atípicos como el de El matadero (1838), del argentino Esteban Echeverría, o de los convencionales cuadros de costumbres, herederos de Mesonero Romanos, de Estébanez Calderón o de Larra. Aunque se reconozcan pinceladas aisladas realistas, consideradas casi siempre como costumbristas, en novelas como Martín Rivas (1862) del chileno Blest Gana, de hecho, no es hasta la aparición de novelas como las del «grupo del 80» argentino, o como Aves sin nido (1889), de la peruana Clorinda Matto de Turner, o de Todo un pueblo (1899), del venezolano Miguel Eduardo Pardo; es decir, no es hasta esa década final del siglo, cuando comienza a hablarse de novelas plenamente realistas, confundiendo a menudo el término con posturas estéticas más avanzadas, propias incluso del naturalismo literario, que se hallaría representado de forma más acabada en la narrativa del argentino Cambaceres, entre otros.

Como razón para dar cuenta de este desfase en la incorporación del realismo a la narrativa hispanoamericana, cabría la posibilidad de pensar que el mismo retraso en el afianzamiento del romanticismo en Hispanoamérica, lógica y sencillamente, podría haber tenido como resultado un desarrollo asimismo asincrónico, es decir, más tardío, que habría trascendido los límites temporales románticos observados en Europa, y que habría dado lugar, como consecuencia última, a una aún más tardía -de nuevo respecto a los parámetros europeos- recepción y producción de novela realista en el subcontinente. No obstante, la lectura de un buen número de novelas de este extenso período (desde aproximadamente 1840 hasta el fin de siglo), clasificadas tradicionalmente por buena parte de la crítica como románticas -pertenecientes, eso sí, a diversos subgéneros según la temática tratada: histórico, sentimental, abolicionista, indianista... y sus posibles intersecciones- revela la presencia en casi todas ellas de una buena dosis de elementos que podemos calificar de realistas, puesto que pretenden representar de forma objetiva la realidad social del medio, y no sólo añadir color local.

Este hecho aporta una mayor complejidad a la hora de situar cronológicamente de forma precisa la asimilación de los códigos narrativos del realismo, que se muestra desigual -dependiendo del caso concreto de cada país- y constata una vacilación estética durante un largo período de tiempo, como han señalado en diversas ocasiones críticos como John S. Brushwood.753 Nos hallamos ante un proceso de basculación estética en el que se observa, pues, una confluencia de procedimientos narrativos, una conjunción de signos estéticos aparentemente disímiles y un desfase de vacilación electiva entre éstos. Una tendencia ecléctica, en suma, que se mantiene, como ya hemos mencionado, hasta finales de siglo.

Esa persistencia del romanticismo en las novelas que aparecen a lo largo de todo el siglo XIX se constata en cuestiones como la de los propios títulos de estas novelas que, generalmente, continúan repitiendo un nombre propio femenino, a la manera francesa, siguiendo el modelo de la novela sentimental a partir de La Nouvelle Heloïse (1776), de Rousseau, así como los de Atala, de Chateaubriand, o Graziella (1849), de Lamartine. Tal es el caso, entre muchos otros,754 de la poco conocida Adela y Matilde (1843), del español Ramón Soler, de Amalia (1851), del argentino José Mármol, de María (1867), del colombiano Jorge Isaacs, de Cumandá (1871), del ecuatoriano Juan León de Mera, hasta incluso Lucía Jerez (1885), del cubano José Martí, pasando por la versión definitiva de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel (1882), del también cubano Cirilo Villaverde, de la que hablaremos de forma más detallada a lo largo de estas páginas puesto que es la obra que tomaremos como referencia para desarrollar esta comunicación.

La continuidad respecto al romanticismo no se circunscribe únicamente a la evidencia y el simple detalle de la elaboración de títulos de novela, sino que suele mostrarse de forma patente en otros muchos aspectos, como puede ser, por ejemplo, en la propia constitución e idealización de los personajes protagónicos, tanto en los femeninos -sobre todo- como en los masculinos -quizás de un modo algo menos marcado-. Esta concepción romántica de los protagonistas suele formarse, en buena parte, a partir de descripciones, tanto físicas como morales, que de algún modo repiten los tópicos etopéyicos como recurso habitual para la caracterización de los personajes, dechados de virtudes, aunque más adelante podrá observarse, en los ejemplos extraídos de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, cómo esos tópicos descriptivos, que llegan a emplearse de forma estereotipada, comienzan a resquebrajarse, sobre todo en lo tocante a sus virtudes morales. Por otro lado, esto conlleva asimismo, lógicamente, un tipo de relaciones específicas que se establecen entre los diversos personajes novelescos y que dan lugar al dinamismo de la trama argumental, que se sirve de los golpes de efecto folletinescos de fuerte intensidad dramática.

Sin embargo, a pesar de que la mayoría de estas novelas decimonónicas tiene como hilo vertebrador una trama amorosa o sentimental que muestra la impronta del romanticismo, esto no quiere decir que no se encuentren a la vez, conjuntamente, como hemos indicado, elementos que apunten ya hacia la nueva estética realista, atemperada y costumbrista en algunos casos y más crítica y denunciatoria en otros, llegando incluso a detalles escabrosos descritos en toda su crudeza que indicarían la presencia puntual de un cierto naturalismo. Esta convivencia de elementos románticos y realistas que caracteriza buena parte de la novela decimonónica hispanoamericana, presente, sobre todo, a partir de obras como las citadas Amalia (1851) de Mármol y María (1867) de Jorge Isaacs, consideradas como modelos consagrados de la novela romántica, atestiguaría la peculiaridad de este extenso período literario titubeante, vacilante, en la evolución novelística de Hispanoamérica. Como muestra de esta vacilación constante pasaremos a considerar a continuación el caso específico de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel (1882)755 de Cirilo Villaverde.

Tradicionalmente la crítica ha situado a Cecilia Valdés o La loma del Ángel, entre un grupo de obras pertenecientes al subgénero romántico de la novela abolicionista756 cubana, entre las que cabría destacar también a Petrona y Rosalía (1838), del colombiano, residente en Cuba, Félix Tanco Bosmeniel, y Sab (1841), de Gertrudis Gómez de Avellaneda.757 El nexo común entre estas obras estaría constituido, por una parte, por la temática antiesclavista manifiesta en sus páginas -de forma más o menos velada- y, por otra, por la trama sentimental o amorosa que las vertebra. No obstante, a pesar de que sea cierta esta coincidencia en los asuntos tratados y existan argumentos a favor de una cierta e innegable filiación romántica, no se puede decir que estos sean concluyentes a la hora de una clasificación de este tipo. Que aparezcan elementos o tendencias propias del romanticismo no es razón suficiente para etiquetar a una obra como pura y sencillamente romántica sin evaluar otras cuestiones de peso. En lo que respecta a esta novela, es necesario considerar los diversos elementos constituyentes paso a paso, versión a versión, para poder hacer una evaluación apropiada.

Cirilo Villaverde publica en 1839 un cuento que lleva por título Cecilia Valdés en la revista literaria La Siempreviva de La Habana. Este cuento, que puede considerarse el germen de la novela que se publicará posteriormente, en una primera versión de ese mismo año, no es más que un relato de unas veinticinco páginas, que se halla constituido por dos escenas. En la primera, se narran los andares por La Habana de una bella y joven mulata clara, Cecilia, más conocida como la «virgencita de bronce». Ésta, tras visitar a unas muchachas pertenecientes a una familia acomodada, regresa a su humilde hogar donde su abuela, preocupada ante su tardanza, le cuenta una fábula fantástica con la intención de escarmentarla. Esta fábula narra la desgracia de una niña que andaba siempre sola, como ella, hasta que el demonio, transmutado en joven galanteador, se la lleva para siempre. Por otra parte, antes de iniciar la segunda escena que cierra el cuento de Cecilia Valdés, curiosamente, el «redactor» («R. R.») anuncia al público lector su voluntad de volver más adelante sobre el mismo tema, es decir, su intención de insistir de forma más extensa recreando la misma trama con, esencialmente, los mismos personajes aunque esta vez en un marco más amplio, en una novela, por lo que el cuento aquí narrado sería una especie de esquema argumental o «boceto» para ese otro proyecto. En esta segunda escena de Cecilia Valdés, como era de esperar, asistimos a la seducción de la «niña» Cecilia por el hermano de aquellas mismas jóvenes acomodadas a quienes había visitado, con la desgracia añadida de que, finalmente, la joven mulata descubre que es una hermana bastarda de todos ellos. Es decir, la protagonista resulta ser hermana de su amante (Leocadio) con el escándalo y la desesperación consiguientes que esta revelación implica: la consumación del incesto. Finalmente, se cumple el presagio del cuento fantástico narrado en la primera secuencia. Como puede observarse, en esta primera aparición de Cecilia Valdés, nos encontramos ante una trama puramente amorosa y un desenlace sin duda folletinesco, de clara raigambre romántica (no sólo por la trama argumental y la estilización de los personajes, sino también por la función de ese cuento fantástico inserto en la narración principal).

El autor cumple la palabra dada de retomar la historia al poco tiempo, publicando en ese mismo año de 1839 la primera versión como novela de Cecilia Valdés, que a partir de este momento ya lleva el característico y significativo subtítulo, geográfico y disyuntivo, de «o La Loma del Ángel» (Imprenta Literaria, La Habana, 1839). De todos modos, nos encontramos todavía ante una obra incompleta, a pesar de sus 246 páginas y sus ocho capítulos, reconocida como tal por la indicación de «Tomo primero» que sería, finalmente, el único publicado. Evidentemente, en esta primera versión de la novela se producen algunas variantes respecto al cuento que apuntan ya hacia la construcción de la versión definitiva de la novela. Por ejemplo, el hermano y amante pasa a llamarse Leonardo (y no Leocadio) y hacen su aparición personajes nuevos como el comisario Cantalapiedra y su amante; Aguedo Falcón (antecedente del José Dolores Pimienta), hermano de Nemesia; Isabel Rojas (más tarde, Ilincheta) o Dolores Santa Cruz. Por otra parte, comparando el cuento y la novela se observa que la primera escena del cuento coincidiría prácticamente con el primer capítulo de la novela, mientras que la segunda serviría asimismo de base del segundo capítulo de ésta, a pesar de las variantes. De todos modos, estos cambios no son lo más importante que cabe reseñar de esta primera versión de la novela, sino la recreación costumbrista que se realiza de todo un barrio habanero, el de la Loma del Ángel, en vísperas de las fiestas de San Rafael, dando vida al ambiente festivo de unas fechas tan señaladas, con sus bailes, con sus comidas, a la vez que se muestra un inventario de las gentes que las celebran, desde las más modestas a las más encumbradas, mezcladas todas ellas, por unos días, en el festejo. De ahí precisamente ese título doble que se emplea a partir de esta versión, puesto que se trata a la vez de la novela que narra la historia de una mujer y la historia de un barrio de La Habana. De ahí también que este único «tomo primero» lleve asimismo aun un segundo subtítulo, el de «novela cubana», es decir, novela que muestra la forma de ser de Cuba, de los cubanos.

Es cierto que aquí todavía no aparece la cuestión antiesclavista que distinguirá a la versión definitiva de la novela, pero sí vemos su proceso de gestación. Es decir, aquí ya no nos encontrarnos ante una simple historia sentimental y romántica, sino que el costumbrismo que baña, que recubre y da forma a la novela muestra el camino a seguir, la búsqueda de la realidad. Esta versión constituye un paso intermedio hacia esa realidad cubana que trata de captar Cirilo Villaverde. Podrían, por otro lado, encontrarse razones para explicar esa ausencia del tema abolicionista en esta primera versión de la novela. Una de ellas sería, sin duda, la fuerte represión intelectual en la Cuba de aquellos años, llevada a cabo de forma inflexible por el Censor Regio de Imprenta, que no duda en retirar del mercado las obras que atacan los fundamentos de la sociedad cubana colonial. Esa es precisamente la suerte que corre Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda por condenar la esclavitud. O bien son perseguidos los autores, prohibida la impresión de sus escritos y sancionados los posibles editores, condenando a diversas obras durante mucho tiempo a correr de mano en mano como manuscrito, como sucede con la Autobiografía del esclavo Juan Francisco Manzano. Entre todas las razones posibles, quizás la más probable sea que el autor necesitara todavía cierta experiencia y cierto tiempo para poder reflexionar sobre el sistema colonial y poner en orden sus ideas al respecto. Sólo después de la persecución, el encarcelamiento y años de exilio, sólo después de haber experimentado una profunda evolución interna, tanto en lo que respecta a sus ideas socio-políticas (desde unos tibios inicios reformistas hasta llegar a la actividad abiertamente separatista), como a sus ideales estético-literarios (que también han madurado con el tiempo y la distancia),758 era posible enfrentarse de forma efectiva a la realidad, a la denuncia de un sistema colonial insostenible. Y aún así, debe publicar esta nueva Cecilia... fuera de Cuba, en Nueva York.

No será, pues, hasta cuarenta años después de la publicación de esa primera versión de la novela, en 1879,759 cuando volverá a retomar la historia para dar forma a la versión definitiva de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel y a la declaración de principios, al prólogo que acompaña su final publicación, en 1882. Es ahí, en ese prólogo, donde revela el autor, finalmente, su voluntad de realismo, como lo demuestran las siguientes y esclarecedoras palabras:

«Me precio de ser, antes que otra cosa, escritor realista, tomando esta palabra en el sentido artístico que se le da modernamente. [...] Reconozco que habría sido mejor para mi obra que yo hubiese escrito un idilio, un romance pastoril [...], pero esto, aunque más entretenido y moral, no hubiera sido el retrato de ningún personaje viviente, ni la descripción de las costumbres y pasiones de un pueblo de carne y hueso, sometido a especiales leyes políticas y civiles, imbuido en cierto orden de ideas y rodeado de influencias reales y positivas. Lejos de inventar o de fingir caracteres y escenas fantasiosas, e inverosímiles, he llevado el realismo, según lo entiendo, hasta el punto de presentar los principales personajes de la novela con todos sus pelos y señales [...], vestidos con el traje que llevaron en vida, la mayor parte bajo su nombre y apellido verdaderos, hablando el mismo lenguaje que usaron en las escenas históricas en que figuraron, copiando, en lo que cabía «d'après nature», su fisonomía física y moral [...].»760



Es decir, como podemos constatar, esta manifestación clara de la voluntad del autor de trazar un retrato vivo de la sociedad y de sus personajes, servida por sí sola para poner en duda la filiación exclusivamente romántica de la novela. Debido al momento en que publica la última y definitiva versión de ésta, se puede considerar que, de algún modo, resume todas las inquietudes propias del autor, a menudo ya exploradas a través de otros relatos suyos anteriores, reutilizándolas y profundizando en ellas, porque se trata de una obra de madurez donde se observa el resultado de la acumulación y estratificación de elementos románticos y realistas en convivencia, tal y como podemos observar a continuación.

Entre los primeros, entre los elementos románticos, ya en la portada de esta última versión de la novela que, de hecho, es la que llega finalmente al mayor público lector, cabe destacar el marbete de «novela de costumbres cubanas». Por otra parte, cada uno de los capítulos que constituyen las cuatro partes en que se halla dividida la novela va encabezado por un epígrafe entre los que se cuentan un buen número de versos de románticos españoles desde Zorrilla («Malditas viejas, / que a las mozas malamente / Enloquecen con consejas» -cap. III, 1a. parte-), a Espronceda («¡Para hacer bien por el alma / Del que van a ajusticiar», de El reo de muerte -cap. VIII, 1a. parte-; «¿Qué es la vida? / Por perdida / Ya la di / Cuando el yugo / Del esclavo / Como un bravo / Sacudí»-cap. III, 4a. parte-), pasando por el duque de Rivas («... Esta es la justicia que facer el Rey ordena ...», de D. Álvaro de Luna, cap. IX, 1a. parte-; «Por sorda y ciega haber sido / aquellos breves instantes, / la mitad diera gustosa / de sus días miserables» -cap. IX, 3a. parte-; «Del contrario el pecho roto / Lanza ya de sangre un río» -cap. I, 4a. parte-), entre otras referencias más o menos directamente relacionadas con el gusto romántico. Desde las primeras páginas de la novela asistimos asimismo a una ambientación de las escenas narrativas en nocturnos, esa visión repetida de la ciudad de La Habana de noche, envuelta con un aire festivo en ese mundo de callejuelas, tabernas y bailes, poblado por gentes de todo tipo, de buena posición y de mal vivir. Además, como ya se había comentado al inicio, una característica típicamente romántica es la observada en la descripción física de los protagonistas, sobre todo en la de Cecilia, en la que resulta evidente la idealización y estilización, convertida hasta la exasperación en la «virgencita de bronce», aunque se le encuentren grietas en cuanto a las virtudes morales, debidas a la hibridez de su naturaleza, como mulata sensual que no puede refrenar sus pasiones. Leonardo tampoco resultará un espejo de virtudes, a pesar de encajar al menos en el estereotipo físico del protagonista romántico, en el fondo no es más que el ejemplo aborrecible del joven veleidoso y malcriado, fruto de una de las principales familias de La Habana, una muestra del héroe crápula romántico. El resto de personajes no sufre, en cambio, ese proceso de idealización (con la excepción de Adela, medio hermana de Cecilia, a la que se parece como una gota de agua), sino más bien se ve recreado en un retrato fiel de sus supuestos modelos reales, como el propio autor había subrayado en el prólogo que era su voluntad. La madre de Cecilia, la mulata Charito, también encajaría dentro del tópico del personaje romántico que es incapaz de controlar sus pasiones, que sufre un desequilibrio mental que la inutiliza para la acción desde los primeros momentos de la novela, desde los primeros días de vida de la protagonista, hasta el final de la misma. Lógicamente, como ya habíamos mencionado también en un principio, la trama argumental se ve plagada de motivos efectistas de clara funcionalidad dramática, típicos del romanticismo, como es la amenaza ominosa del incesto, en el que caen los protagonistas, debido en buena parte al origen misterioso de Cecilia, desvelado finalmente en un proceso de anagnórisis (a partir de una señal, una media luna, tatuada en el hombro de la muchacha) cuyo efecto es, no obstante, bastante desaprovechado y que, a pesar de todo, precipita el trágico final: la venganza de la joven mulata traducida en el asesinato de Leonardo, su hermano y amante.

Por otra parte, entre los elementos realistas , claramente presentes en esta versión definitiva de la novela, nos encontraríamos, de entrada, con la voluntad realista del autor, ya comentada, demostrada en el propio prólogo. Se observa asimismo el constante interés por llevar a cabo, de la forma más fidedigna, la descripción total de la sociedad cubana, de sus costumbres, personajes, ambientes y paisajes, tomando como ejemplo localizaciones espaciales muy concretas, como puede ser el ambiente urbano del barrio habanero de La Loma del Ángel o el ambiente rural de los ingenios azucareros y de los cafetales de la isla, llevadas a cabo siempre con un detallismo acumulativo y moroso que trata de mostrarse a través de un objetivismo moderado. Esta tendencia objetivista lleva, no obstante, a la construcción forzada de los personajes, que se ven normalmente caracterizados por sus actos externos que poco dejan translucir de su psicología interior, técnica atribuible a la omnipresencia de ese autor atalaya, omnisciente que sólo abandona, muy puntualmente, la voz narrativa para mostrar, en algunas escenas, el discurso directo de los personajes. Entre éstos, hay que recordar, además, como señalaba el propio autor en su prólogo, la procedencia histórica de algunos de ellos, como es el caso de los profesores universitarios citados con sus nombres y apellidos reales, o la presencia de músicos reconocidos y reconocibles también en los bailes, o la mención directa de figuras importantes de la intelectualidad cubana que también hacen aparición en estas páginas.761 La búsqueda de la realidad se traduce asimismo en la búsqueda de un lenguaje que pueda apresarla, como se observa en el manejo de variedades diastráticas del castellano, que llega a mostrarse en el texto a través de la reconstrucción fonética, por ejemplo, del lenguaje coloquial tal y como lo hablaban los esclavos de origen africano, desconocedores de la gramática y de la correcta pronunciación de las palabras, por una parte, así como creadores de nuevos vocablos a partir de la adaptación al castellano de palabras africanas. Curiosamente, en ese intento de mostrar esa realidad social estratificada a través del empleo diverso del lenguaje, se encuentra también el testimonio de la presencia catalana en la isla, en la figura de un tabernero que continúa hablando su idioma en Cuba, mezclándolo de forma arbitraria con el castellano. Finalmente, en esta versión definitiva de la novela se hallará ya trabado y desarrollado adecuadamente el discurso antiesclavista762 y la denuncia abolicionista, que se había obviado en las redacciones anteriores de la obra, en sus diversos estadios, tanto por los problemas políticos de la isla como por las propias dudas del autor, que acaba manifestando, valientemente, una postura más arriesgada e implicada en la realidad circundante cubana, hecho que lleva consigo, asimismo, un cambio en lo que concierne a sus posiciones no sólo políticas militantes sino también literarias, como hemos observado al considerar el esclarecedor prólogo de Villaverde.

Para terminar este somero recuento de los elementos realistas que pueden encontrarse en esta última Cecilia Valdés, y que no nos detenemos a enumerar exhaustivamente, cabe destacar, además, la presencia de ciertos detalles escabrosos, como los bocabajos o castigos del ingenio de los Gamboa o, sobre todo, el suicidio (tragándose la lengua) del esclavo Pedro en la finca azucarera, que podrían apuntar incluso hacia un cierto naturalismo ya inminente, que se vería remarcado por un principio de determinismo presente a lo largo de toda la novela, manifestado de forma más clara en el destino fatal al que se halla abocada la protagonista, quien no tiene, no obstante, ninguna otra alternativa que obedecer a los impulsos de la naturaleza y seguir, exactamente, los mismos pasos de su madre, de su abuela y de las mujeres de su familia por cuatro generaciones, al buscar la mejora de la especie a través de los cruces con blancos, es decir, a través de ese intento desesperado por «emblanquecerse» (o desnaturalizarse) para poder escalar socialmente. Aquí nos encontraríamos de nuevo con el doble plano de la historia individual (la de Cecilia) y social (la de esa clase emergente de mulatos libres que tratan de buscar el respeto y su lugar en la sociedad cubana del siglo XIX). Por todos estos motivos, la novela sería un retrato fiel, un testimonio de la evolución de Cuba, ya que, como hemos dicho, describe los cambios que experimenta la vida cotidiana en La Habana, desde los bailes, a los vehículos pasando por los mercados, etc... a la vez que revisa los diversos estamentos sociales, sujetos al color de la piel, mientras muestra la emergencia de ese nuevo grupo, el de los mulatos de clase media, que van haciéndose un lugar en la clasista sociedad habanera de su tiempo.

Para concluir, hay que insistir en que estas diferencias entre las diversas versiones, en cierto modo, no son más que una muestra de la evolución experimentada por el autor (y sus circunstancias). En un principio, como escritor plenamente romántico, muestra su admiración por las tramas folletinescas, aunque con cierta atracción por el realismo, en su forma más costumbrista. En un segundo momento se observa, en cambio, una voluntad realista consciente que arrastra una intriga romántica folletinesca. Esta evolución muestra un argumento a favor del no enfrentamiento entre el romanticismo y el realismo, que abogaría por el replanteamiento de la cuestión y que se expresa de un modo más contundente y convincente en la convivencia pacífica, armónica, de elementos románticos y realistas en la versión definitiva de 1882.

Este hecho, que aquí hemos comprobado a partir de Cecilia Valdés o la Loma del Ángel, podría encontrarse repetidamente en muchas otras novelas de este amplio período tentativo y vacilante, que pondría en duda, a fin de cuentas, la tradición crítica del enfrentamiento frontal entre ambas escuelas literarias. Sin embargo, ese es ya el inicio de una investigación mas amplia.




ArribaAbajoLa primera versión de De Villahermosa a la China en prensa

María José ALONSO SEOANE


Universidad Complutense (Madrid)

Todavía en nuestra época, Nicomedes-Pastor Díaz y su novela De Villahermosa a la China producen apasionamientos en la crítica de la literatura española. A veces se tiene la impresión de que, además de motivos que tienen que ver directamente con su consideración literaria, debe haber otros, inadvertibles, que producen cierta confusión irritante: quizá el hecho de que al autor siempre haya que buscarlo dos veces en los índices onomásticos (por Díaz y por Pastor); quizá el título, que resulta desconcertante -e incómodo de citar-. Desde luego, algo que predispone en contra al estudioso es la anarquía de fechas con las que se localiza De Villahermosa a la China en la historia literaria; con todo lo que esto supone para la valoración de la importancia e influencia de esta novela. Obra que, a pesar de éstos y otros motivos, siguiendo el parecer de Montesinos, pienso que debe seguir considerándose como «sobremanera interesante».763

Si los dos primeros problemas aludidos poco remedio tienen, en este trabajo me propongo aclarar la cuestión -realmente importante-, de las fechas. En algún caso, modificando de modo definitivo una de las que se daban por seguras: la de su publicación parcial en el folletín de La Patria, cuya localización ha hecho posible el estudio de esta versión de la primera parte de De Villahermosa a la China. He contado también con la utilización de documentos manuscritos autógrafos que se conservan; en particular, el de la novela y el del cuaderno que aparece con el título (manuscrito) de «Datos de la vida desde la salida de Vivero hasta marzo, 2 de [1]863».764 Su uso ha sido de grandísimo interés, aunque aquí sólo podré exponer lo directamente relacionado con la clarificación de las fechas y el estudio de las principales variantes de la versión aparecida en prensa.

I. Las palabras de la Advertencia

Primera versión de la novela, hacia 1844

En la Advertencia que aparece al frente de la edición de De Villahermosa a la China (Madrid, Rivadeneyra, 1858, 2 vols.), se plantean varias cuestiones que han dado lugar a interpretaciones diferentes sobre las fechas de redacción de la novela y de las etapas previas a la impresión completa de la misma. Pastor Díaz inicia así su desolada Advertencia, llena de armas para sus enemigos:

«Trece años hace que escribí estas páginas; trece años, que en nuestros tiempos son más que un siglo. En 1848, el periódico La Patria insertó en sus folletines la primera de las cuatro partes en que se divide mi obra. La parte y la obra llevaban los mismos títulos que hoy».765



En consecuencia, aunque se suele fechar De Villahermosa a la China por su publicación completa en libro (1858), haciendo, por lo general, alusión a la publicación de la primera parte en prensa -al no ser posible obviar el dato conocido a través de la Advertencia-, hay investigadores que proponen fechas anteriores. Así, Chao Espina, que dedicó su tesis doctoral a Díaz y al que se deben muchas noticias sobre el autor, da 1845 como fecha de publicación de la primera parte;766 dato que recoge Brown, con cautela.767 Otros, como recientemente Flitter,768 dan estas fechas tempranas sólo como de redacción. Pero, evidentemente, escribir un libro no es publicarlo: todos pasan por un proceso temporal más o menos largo -sobre todo si es una obra extensa-; aunque el proceso se conozca, nunca se fecha por esos datos, a pesar de que deban tenerse en cuenta. Pero esta excepción también parece formar parte de la confusión crítica que ha creado esta novela singular, desprotegida de obras similares en el propio autor y época.769

Para la clarificación de lo relativo a la primera redacción de De Villahermosa a la China, contamos, en primer lugar, con los datos textuales que ofrece el manuscrito de la novela -que es el que sirve para la impresión del libro-. A su vista, siempre que se acepte lo que nos dice Díaz con respecto al dato de los trece años, podemos decir que la primera redacción del libro debe fecharse en 1844, teniendo en cuenta la dedicatoria que consta en el manuscrito:

«A su querido amigo D. Joaquín Francisco Pacheco En homenaje de altísima estimación. En recuerdo y testimonio de veinte y cuatro años de muy tierna y nunca interrumpida amistad, dedica este libro Nicomedes-Pastor Díaz. Madrid- Noviembre de 1857».



La dedicatoria está algo modificada en el libro impreso: aparece con la fecha de febrero de 1858, y, consecuentemente, se rectifica la cantidad de años de amistad, que aparecen, en el volumen, como veinticinco. Sin embargo, no se modifican las palabras iniciales de la Advertencia: «Trece años hace...», que ahora deberían haberse convertido en catorce. En consecuencia, la fecha más probable es la de 1844; aunque, en cualquier caso, sólo cabe hablar de esa versión no publicada como de algo aproximado, lo que hace que esta cuestión no llegue a tener más que m interés relativo.

Trece años antes: la redacción completa del libro o sólo de la Primera Parte

Otra cuestión es la de si para entonces estaba o no escrito el libro entero. Algunos, quizá sólo por las palabras iniciales de la Advertencia -y, probablemente, teniendo en cuenta los textos que traslucen modificaciones cercanas a 1858-,770 consideran que Pastor Díaz solamente escribió entonces el primer libro de los cuatro que componen la novela. Así lo hace, entre otros, Chao Espina, que sitúa la redacción de lo que falta entre 1850-54.771 Sin embargo, hay que pensar que, en rasgos generales, estaba completa antes de que se hubiera empezado a publicar en prensa. Entre otras razones -como la permanencia del título, que alude a un comienzo y a un final inequívocos-, porque en otro caso no habría tenido sentido la explicación que da Díaz de la interrupción de su publicación en La Patria:

«Al escribir este libro, tuve sin duda el pensamiento de publicarle. Después de acabado, conocí que lo había escrito para mí solo, y que el descolorido engendro de algunas noches de insomnio, en la convalecencia de una enfermedad, era como un cuadro que un preso hubiera pintado a la luz artificial de un calabozo, incapaz luego de resistir la prueba de ser mirado a la claridad del día.

Suspendí entonces con despiadada severidad su publicación, fui menos indulgente que el censor más severo, y guardé los borradores del malhadado manuscrito, como se guarda un feto monstruoso en un gabinete de curiosidades abortivas».772

La corrección del libro que Pastor Díaz no pudo llevar a cabo

Por último, en cuanto a las correcciones que, en la Advertencia, el autor declara no haber hecho, es necesario hacer algunas precisiones. Pastor Díaz plantea la cuestión, al hablar de los motivos que le llevaron a publicar el libro tal como estaba:

«Y cuando, contra las esperanzas que algún tiempo abrigué de corregirlo o renovarlo, he visto lo que se han resentido de mis últimos padecimientos mis fuerzas intelectuales, he creído que más bien que modestia, había vano orgullo y disfrazado amor propio en no querer publicar lo mediano que había sabido hacer, en lugar de lo bueno que sería incapaz de producir».



Ciertamente debió haber sido así. Pero, a la vista del folletín y del manuscrito -que han de considerarse de modo independiente-,773 esta declaración debe entenderse en el sentido de no haberlo sometido a una reestructuración a fondo. Porque, aunque menores, hay variantes en el folletín con respecto al manuscrito; y en el manuscrito con respecto a la publicación en los dos volúmenes de Madrid, 1858. Correcciones de última hora, también; que van desde septiembre de 1857, en que declara haber terminado la novela en su cuaderno de «Datos» -o desde noviembre, en que fecha la dedicatoria a Pacheco-, y los primeros meses de 1858: febrero, en que aparece fechada la dedicatoria impresa; marzo, en que, según lo que anota en el mismo cuaderno, se comienza a imprimir; y, probablemente, a medida que se imprime hasta su salida en el mes de mayo.774 Por cierto, un subtítulo que no prosperó, anotado en el manuscrito y después tachado, desde mi punto de vista hubiera orientado mejor el significado del libro: «Coloquios íntimos de cuatro personas de nuestros días»; en vez de «Coloquios de la vida íntima», que es el subtítulo con que se editó.775

En realidad, no sólo las correcciones tienen una complicada relación con las fases de escritura de la novela, sino que la vida del autor y la redacción de su obra ofrecen una amalgama en que es difícilmente distinguible la sucesión temporal y sus relaciones; algo tan importante en De Villahermosa a la China. En el cuaderno de «Datos», hay anotaciones posteriores a 1849 que, a primera vista, parecen anteriores a la redacción de la novela; siendo así que no lo son, puesto que se refieren a escenas ya publicadas en el folletín. Estos aspectos muestran una continuidad vital, quizá incrementada por la misma publicación en prensa y las lecturas que Pastor Díaz daba por entonces; siempre dentro de una identificación biográfica Díaz-Javier que, en rasgos generales, puede aceptarse en algunos sentidos. De este modo, se anticipa en la novela, como actitud vital, lo que en la trayectoria biográfica de Pastor Díaz va desarrollándose en los primeros años de la década de 1840 y fragua, definitivamente, hacia 1854. Sin embargo, para entonces, De Villahermosa a la China, en lo fundamental, ya estaba escrita.

A este respecto, son especialmente significativas algunas frases del cuaderno de «Datos de la vida» que manifiestan hondos cambios de su evolución espiritual. Así, puede leerse al comienzo del año 1850: «Muchas intrigas amorosas- Gozo mucho- Ningún afecto profundo [...] Tiempo magnífico Bailes de Carnaval en Villahermosa. Muchas que me asedian: ya me siento mal moralmente en aquel sitio [...]». El cambio real, a mayor seriedad de vida, parece que puede fecharse en 1854, año en que aparecen datos innegablemente significativos, como la mención de su amigo Donoso, cuyas ideas habían cambiado radicalmente, y que había fallecido como ferviente católico el año anterior: «Apuros míos- Donoso- Consuelos religiosos- Buenas y falsas amistades- [...] Conferencias religiosas- paseos con él-». Es en Turín, poco después, cuando -gravemente enfermo- decide en cualquier caso publicar sus obras.776 Sin embargo, sólo da por finalizada De Villahermosa a la China para su publicación completa, en Madrid, en 1857: «Septiembre- Concluyo mi novela- Se la leo a Sofía- Noviembre. Leo mi novela en mi casa a Señoras».777

II. El folletín y variantes del mismo

Una fecha que siempre se ha dado por segura, es la de la publicación de la primera parte de la novela en 1848 en el folletín de La Patria, según las palabras de la Advertencia. Pero en ellas se deslizó un importante error: sin darse cuenta, Pastor Díaz dio una fecha equivocada (1848) para la publicación de la primera parte de De Villahermosa a la China en prensa; fecha que en adelante habrá que rectificar. En realidad, él sí entregó el original a Pacheco en 1848; pero el folletín -como el periódico- no se publicó hasta 1849: antes, no existía. La obra de Díaz se inserta entre el 1º de enero de 1849 y el 11 del mismo mes; haber localizado la publicación, me ha permitido, lógicamente, conocer las cuestiones relativas a las variantes de esa primera parte de De Villahermosa a la China.778

No hay variantes esenciales en la versión del folletín con respecto a la edición en libro, aunque algunas de ellas tienen objetivo interés. La mayor parte de las correcciones son de estilo; a veces, bastante numerosas. En conjunto, supone una relectura del autor, matizando la elección de palabras, añadiendo o quitando; como todavía hará en el mismo manuscrito, al entregar la obra completa a la imprenta. Una variante de interés -y curiosidad- por su relación con el argumento completo de la novela, consiste en el cambio, ya anotado, del nombre del protagonista, que en el folletín aparece como César y en el libro como Javier.779 Este último nombre era muy conveniente al menos en razón de la identificación del personaje novelesco con el misionero por antonomasia, San Francisco Javier, y el cuadro del mismo, que se produce al término de la novela en una escena efectista. Sin embargo, el conjunto del argumento, incluida la conversión y el final del héroe no lo requerían imprescindiblemente: de hecho, el título de la obra (De Villahermosa a la China), aparece desde el principio y todo el primer libro, el publicado en folletín en 1849, se concibe sobre el eje de la última noche del mundo. Las variantes que hacen pensar que no tenía algunos detalles esenciales deben entenderse sólo como anticipaciones del narrador que el autor establece, años más tarde, al corregirlo.

Sin embargo, las variantes que presentan mayor interés son las determinadas por el cambio interior de Pastor Díaz; que se manifiesta unido a los aspectos temporales, complejamente articulados, que dan el tono tan característico de De Villahermosa a la China.780 Todos ellos, son consecuencia de su referencia al pasado -el de su juventud, y el de la juventud de su generación, la de 1834-;781 y de los distintos momentos de redacción de la novela, especialmente los de su publicación en folletín y, años después, en los dos tomos del libro.782 Esta complejidad de las referencias temporales se manifiesta en ámbitos variados, unidos por el diferente juicio que Pastor Díaz hace con el paso del tiempo.

Uno de estos puntos de interés es el tratamiento de la visión de Madrid, escenario del romanticismo; motivo importante en el libro primero, que en los siguientes se abandona por Galicia. En él, Pastor Díaz incluye, con gran belleza, un emocionado recuerdo de los bailes de máscaras de Villahermosa.783 El tiempo transcurrido entre la primera redacción y el texto de 1858, dentro de lo esencial que se mantiene, se advierte en la consideración global de Madrid que, en este fragmento, aparece unida a la cuestión literaria de lo que para Díaz es la novela frente al libro -denominación que defiende oficialmente para su obra-. Visión última de Madrid en que se incrementa la ironía romántica tan importante en esta obra;784 dando lugar a una de las variantes más extensas de esta primera parte, en que se mezclan el recuerdo de las noches de carnaval en Villahermosa -reciente cuando Díaz escribe su novela, pero ya no en el momento de la publicación del libro (1858)-. En la versión en prensa puede leerse785:

-Una de aquellas noches... No podemos describirla, sin embargo. Sus memorias están sobrado recientes para que podamos idealizarlas con colorido brillante, ni recargar con demasiado negro lo oscuro de las sombres. Al lector de Madrid le sobra con un recuerdo: al de provincias lo colocaremos en la Puerta del Sol, a las once y media de la noche.

Volved la vista al Oriente. Dos espaciosas calles se abren delante de vuestro ojos. Tomad la de la derecha. No preguntéis por el término de vuestra dirección: la multitud os conduce. La anchurosa acera de la carrera de San Jerónimo [...]



En el texto en volumen, se suprime la referencia a la cercanía temporal; sin embargo, tampoco se describe, acudiendo a razones completamente diferentes:

-Una de aquellas noches... No la describiremos; las descripciones de Madrid no son poéticas. Falta la inmensidad, y el misterio, y la larga distancia, y la antigüedad y la magnificencia a nuestra capital, que ni nombre de ciudad admite; falta la natural belleza en donde no hay vegetación, ni ríos, ni aguas; falta el colorido del arte donde no hay monumentos ni edificios. Pueden hacerse casas con ladrillo, pero catedrales y libros, palacios y epopeyas, no. Al que describe escenas de Madrid no le queda más que la bóveda de su cielo y el corazón del hombre. Las calles, las plazas, los pórticos y las columnas, las escalinatas y las alamedas, no darán nunca fondo de paisaje a sus recuerdos ni tono de color a sus pinturas. Hablemos en prosa.

Son las once y media de la noche de un 15 de febrero en la Puerta del Sol. La ancha acera de la carrera de San Jerónimo [...]



Siguiendo con el entrecruzamiento de planos temporales, en el discurso del narrador se establecen cambios de acuerdo con la diferencia de fechas de publicación y de la vida del autor. A veces, Díaz actualiza el texto sin mayores complicaciones, añadiendo sólo lo necesario para establecer una mera referencia temporal:

- de la sociedad en que vivimos.

- de la sociedad en que vivimos nuestros juveniles años.



En otras, sin que aparentemente queden huellas en las variantes, puede observarse que un hecho biográfico concreto -no ligado al sentido total de su vida y su novela, impulsa a Díaz a establecer cambios en el texto. Así ocurre con la estancia intermedia en Italia (1854-55), tras la cual dulcifica una opinión emitida en la versión publicada en prensa:

- no es Italia el país en que una española pueda emplear sus afectos.

- no es Italia tal vez, a pesar de los encantos de su buena sociedad, el país más a propósito en que una española pueda olvidar los caracteres del suyo.



Sin duda, las variantes de mayor importancia son las que se refieren a un grado más profundo del cambio de actitud ante el sentido de la vida que en aquellos años experimentó Nicomedes-Pastor Díaz. En las variantes de este tipo, el autor busca precisar el pensamiento ya expuesto en la totalidad de la obra; pero que años más tarde considera necesario dejar todavía más patente. En algunas ocasiones se trata de una sola -pero significativa- palabra:

- bajo aquellos artesones se exhalaron los momentos más brillantes de nuestra existencia.

- bajo aquellos artesones pasaron las noches más brillantes de nuestra mundana existencia.



En otras, se requiere mayor extensión para matizar lo relativo a los conceptos que le interesa precisar; sin los malentendidos que podrían haberse dado en frases escritas a la ligera. Así, con lo concerniente a la idea de felicidad:

- era la alegría, la felicidad, el placer; a lo menos el olvido de las penas del mundo.

- era la alegría, la felicidad, el placer; era, no la felicidad sin duda, que no somos blasfemos ni insensatos, pero era de seguro el olvido de las penas del mundo.



O bien el tema del mundo, cuya «última noche» constituye el entramado del primer libro de la novela -relacionado con el de la felicidad-; que exige una ampliación del texto en la versión definitiva:

- [la felicidad] que no me la daba; ¡como si el mundo la tuviera. Por eso he venido [...]

- [la felicidad] que no me la daba; ¡necio de mí! ¡como si el mundo la tuviera! No soy insensato ni misántropo, señora... Yo le debo todavía la existencia, sino que no es a él a quien tengo que consagrarla. Por eso he venido [...]



En algunos casos, la decepción y el pesimismo de Pastor Díaz en su última época afila aguda y negativamente sus apreciaciones sociales; de modo que la frase relativamente neutra de la primera versión se agrava, con pocos trazos, en la definitiva de 1858:

- los que, a pesar del refinado lujo de la clase media y de la altanería de las aristocracias liberales

- los que, entre el insolente lujo de las clases recién enriquecidas y la altanería despiadada de las aristocracias liberales



También, y por último -de acuerdo con el didactismo profundo de su novela-, se nota el esfuerzo por precisar su pensamiento en algo que le dolía de veras: la incomprensión de la sociedad ante lo valioso que tiene pocos efectos prácticos -«positivos»-:

- aquellos esfuerzos, aquellos trabajos, aquellos sacrificios que la sociedad no ve o que no comprende.

- aquellos esfuerzos y aquellos sacrificios que la sociedad no acepta, porque no los ve, ni los cree, porque no los comprende.



*  *  *

De Villahermosa a la China refleja, en el proceso de su redacción y publicación, la trayectoria interna de su autor y su relación con él. Espero que el esfuerzo por iluminar las cuestiones relativas a las fechas en que la novela fue desenvolviendo su azarosa andadura, así como la localización y estudio de la versión aparecida en prensa, contribuyan a mejorar el conocimiento y situación de la obra de Nicomedes Pastor Díaz en la literatura española, como corresponde a una de las claves del romanticismo español entre dos épocas.




ArribaAbajoLa imagen de Eugène Sue en España (primera mitad del siglo XIX)

Jean-René AYMES


Université de la Sorbonne Nouvelle-Paris III

¿A quién se le ocurriría hoy, en España o en Francia, dedicar mucho tiempo y esfuerzo a la lectura de los monumentales Misterios de París (seis volúmenes en la primera edición española de 1843)? ¿Cómo olvidar al mismo tiempo que esos «misterios de la prostitución y del crimen» -como los calificaron sus adversarios indignados- hallaron a mediados del siglo XIX miles de lectores entusiastas en Italia, Prusia, Polonia, Rusia, España, donde se podían leer en el respectivo idioma nacional y no sólo en francés, bajo la forma de folletín, en el Journal des Débats parisino?

Mi propósito en este momento no es rehabilitar o ensalzar al que fue tachado en París de «Voltaire de las nuevas hordas». Teniendo que renunciar, por falta de espacio, a presentar mis reflexiones acerca de los motivos del éxito asombroso de E. Sue en España, me limitaré a examinar de qué manera y según qué criterios sus obras principales (Los Misterios de París, El Judío errante, Arturo y Martín el expósito) fueron evocadas y comentadas, sobre todo en la prensa contemporánea, la cual, gracias a su diversidad, refleja indirectamente la opinión pública y revela a la vez las distintas y antagónicas corrientes de pensamiento y tendencias políticas.

El éxito

Independientemente de los pobres méritos literarios de sus primeras novelas,786 E. Sue tenía pocas posibilidades de darse a conocer en España a causa de las características del régimen político que imperaba en el país a aquellas alturas, aunque esas «novelas marítimas» no podían ser consideradas dañinas por una censura incluso suspicaz. La apertura ideológica del régimen político, con la muerte de Fernando VII y el principio de la regencia de María Cristina, no basta para que inmediatamente las novelas de E. Sue puedan penetrar en la península, leídas en francés o pasadas al castellano. Y de hecho median por lo menos cuatro años entre la salida de las primeras novelas de E. Sue en París y su publicación en España.

Como lo puntualizó José Montesinos,787 la primera novela traducida al español se publicó en París en 1836, con el título, hábilmente españolizado hasta alcanzar el estereotipo, El gitano o El contrabandista en Andalucía, en lugar del oscuro e infantil Plick et Plock. O sea que para los primeros españoles que descubren a E. Sue, sólo a través del título españolizado o después de leer el libro, la primera imagen del novelista francés vincula a éste, o con el productor, en principio nada admirable, de una trivial y adocenada «españolada» tal como empezaba ya a proliferar en Francia en aquellos años, o con un mero fabricante de aventuras marítimas.

Los años en que E. Sue se hace famoso gracias a otras doce novelas traducidas al español y publicadas en varias ciudades son los años 1840-1843. El éxito se ha de atribuir sobre todo a Los Misterios de París que en 1843 salen de la imprenta gaditana de El Comercio.

«La era Sue en España»- si así puede llamarse- empieza al año siguiente. Efectivamente, en 1844, conforme se va publicando Le Juif errant en el diario Le Constitutionnel, llegan a contarse en España 16 traducciones publicadas de El Judío errante.788 Ya se puede hablar de un acontecimiento literario de primera magnitud, ampliamente comentado por la prensa periódica. Así, en su número del 23 de febrero de 1844, la Revista de Teatros madrileña anuncia la salida simultánea, en varios periódicos madrileños y provinciales, de la traducción de Los Misterios de París que consiguen un enorme éxito en los márgenes del Sena y «merecen inmortalizar al célebre novelista francés».

Otra revista, El Laberinto, dirigida por Antonio Flores, anuncia por su lado la publicación de la traducción de Los Misterios [...], pero ciertamente no podía pasarla por alto siendo Antonio Flores el traductor... En julio, en la misma revista se proclama que Eugenio Sue es «el novelista francés que está hoy de moda», publicándose en París el primer capítulo de su última novela El Judío errante, y «cien personas a la vez se han lanzado a verterlo en español sin arredrarles el volumen de la obra».

La fama reciente y ascendente de E. Sue no puede sino inquietar e indignar a los editorialistas de la ultra-católica y «reaccionaria» La Censura, defensora acérrima de la ortodoxia religiosa y de la moral intransigente; ha de admitir, mal que le pese, que «el favorito del día» es «el tristemente famoso Eugenio Sue», también calificado de «príncipe de los novelistas, para cierta gente»; probablemente para hacer conscientes a sus lectores de la gravedad de esa epidemia, La Censura llega a exagerar el carácter avasallador y frenético de esa afición literaria maléfica: las novelas de E. Sue se leen «con insensata avidez», «casi con delirio»; esa mala lectura hace mella en «las tiernas doncellas» y en los adultos ignorantes y corrompidos...

Esa moda arrolladora no puede extinguirse al poco tiempo, a pesar de la violenta contraofensiva desencadenada por los «anti-suistas». Peor todavía, el año 1845 es, a todas luces, «el año Eugenio Sue» en España. Para los editorialistas de la revista valenciana El Fénix, dirigida por Rafael de Carvajal, el gran suceso literario del año es la publicación de la traducción, por Wenceslao Ayguals de Izco, de El Judío errante. El mismo año, a finales de abril, el moderado y ecléctico Semanario Pintoresco Español admite que E. Sue es «el primer novelista de la época».

Su éxito en España no decrecerá durante los años siguientes, 1846 y 1847, ni en España ni en Francia. En 1846, el Semanario Pintoresco Español saluda a E. Sue como actor principal en la renovación, diversificación y rápida expansión de la novela. La nueva oleada española de «suismo» la provoca ahora la difusión de otra novela, Martin l'enfant trouvé. El Semanario Pintoresco Español, a quien hace eco El Siglo Pintoresco, confirma que el Martín el expósito «trae alborotados a casi todos los periódicos y editores de la corte y de las provincias». Paralelamente se amortigua la afición a El Judío errante que, según El Fénix de Valencia, consigue, en su forma traducida, un éxito «gigante, piramidal, colosal».789

En 1847, E. Sue es homenajeado por el Semanario Pintoresco Español, en un artículo firmado por Ramón de Navarrete que coloca al autor de los Misterios [...] al lado de Balzac y de George Sand por sus méritos, y por encima de ellos según el criterio de la popularidad.790

Resulta difícil profundizar en la cronología y decir cuándo, después del cenit de los años 1844-1847, empezó el fatal reflujo. En la primavera de 1848, según Francisco Javier Moya que escribe en El Espectador, la fama y aceptación de E. Sue perduran, sin dar una impresión de desgaste:

«La novela de Sue es la más popular y la que más crédito goza en nuestros días. Bien pocas son las personas que no han leído Los misterios de París y El judío errante, no sólo en las naciones europeas, sino en todas las demás civilizadas».791



Como lo han demostrado varios historiadores de la literatura, la boga del folletín favorecida sobremanera por el soporte del periódico, se mantiene hasta los últimos decenios del siglo XIX; pero la posición de E. Sue se vuelve menos privilegiada por tres motivos, entre otros: primero, sus novelas caen bajo la ley del 2 de abril de 1852 que establece la censura previa para las novelas folletinescas que «causan gravísimos males, llevando la corrupción al seno de las familias»; en segundo lugar, a E. Sue le ha salido un rival -su propio amigo-, W. Ayguals de Izco cuyas novelas tienen el mérito de ofrecer temas y espacios hispánicos; por fin, en tercer lugar, después de la revolución de 1868, las novelas realistas, galdosianas, aunque coinciden puntualmente con los folletines de E. Sue y de Ayguals hallarán un nuevo público a quien las composiciones de Sue y de Ayguals parecerán, con razón o sin ella, propias de una época (la romántica) ya concluida.792

El autor

Una alusión, en El Fandango, a la casa de campo, situada en las afueras de París, donde reside E. Sue en 1846 es uno de los pocos datos informativos que se proporcionan al público español acerca de la vida, o del aspecto, del novelista. Ocurre lo contrario con George Sand, conocida en España de manera sobre todo peyorativa y caricaturesca, por sus vestidos masculinos, su afición al cigarro, etc... E. Sue, igual que Dumas o de Kock, no tiene en España ninguna imagen gráfica. A excepción de la Revista barcelonesa que evoca al «ex dandi» y de La Censura que deja entrever una existencia disoluta -la de un «sultán asiático en medio de la voluptuosa París»-, E. Sue no existe visualmente en España, al contrario de algunos de sus héroes y heroínas cuya silueta y fisonomía se plasman en cantidad de estampas y grabados que adornan salones y comedores. E. Sue, como persona desconectada del autor, ni es conocido en España, ni despierta interés, lo que constituye una sorprendente anomalía, porque hubiera sido oportuno y eficaz para sus adversarios subrayar una contradicción entre los aspectos aristocráticos de su comportamiento público y su credo socialista.

No tiene existencia plástica el individuo, pero sí el autor que alimenta, por supuesto, opiniones encontradas y tajantes. Los elogios, que superan raramente el plano de las generalidades convencionales, se pueden agrupar en tomo a los cuatro temas siguientes: el sentido de la observación - la inteligencia - la imaginación («Fantasía viva y fecunda») - la altura de miras (capacidad para expresar pensamientos «graves y sublimes») - y la sensibilidad (que le predispone a conmoverse ante los padecimientos de la humanidad).

Las opiniones, antinómicas, que tienden a desvalorar o zaherir al novelista tampoco descuellan por su matización, penetración y originalidad. Como se podía esperar, es La Censura la revista que concentra sus tiros destructores contra la vanidad, el apetito de «desmedido lucro» y el sibaritismo del escritor. Otras dos acusaciones proceden del arsenal del antirromanticismo: la imaginación, celebrada por los «suistas», es tenida por errada; y la fascinación ejercida por las pasiones humanas no es motivo aceptable para que se les de rienda suelta.

La obra

La apreciación de la obra de E. Sue -de sus aspectos estructurales y estilísticos- es globalmente tan pobre, superficial e imprecisa que apenas se puede emplear al respecto la expresión «crítica literaria». Nunca se perfila una prioridad a favor de ese tipo de enfoque, contando más el enjuiciamiento del contenido ideológico, religioso y moral. De esa forma se llega a unos comentarios a menudo hueros y estereotipados, como los siguientes sacados de la Revista de Madrid: «preciosa y dramática novela» (¿Es un ángel o un diablo?) o «excelente novela, donde están descritos con mano maestra los inconvenientes terribles de la incredulidad moral» (Arturo).

Las alabanzas, fundamentalmente carentes de originalidad, me parecen centrarse en dos temas: el interés que suscita y mantiene la intriga («Fábula ingeniosa e interesante») y la fidelidad de la observación que da cuerpo a unas «descripciones a la par minuciosas, entretenidas y filosóficas» y anima a unos personajes y escenas «copiados del natural». Ni una palabra sobre la evolución interna que poco a poco da cabida al surrealismo y a lo fantástico.

La única excepción de un acercamiento «clásico», en el sentido de que el comentarista se refiere a la «composición», la «trama», el «argumento» y las «imágenes», la ofrece el prospecto, por supuesto laudatorio y «propagandístico», de Atar-Gull, novela marítima.793

La enumeración de los defectos, en las distintas revistas, es más extensa que la de los méritos y aciertos. Y esta vez, los tiros se dispersan, aunque apuntan sólo a los Misterios, al Judío y a Martín: ausencia de plan y de enlaces, repeticiones, explicaciones superfluas, análisis difusos, «descripciones recargadas», ideas borrosas, acción lánguida, inverosimilitud («patraña»), proyecto insensato («disparates») e hipertrofia de lo imaginario (Judío calificado de «monstruoso parto de la imaginación»).

La moral

Defender a E. Sue, como lo hace Ángel Fernández de los Ríos en El Siglo Pintoresco (1846) consiste en declarar que el autor de los Misterios se ha alejado definitivamente de los «hugolianos», superando «los estravíos lastimosos que en la escuela romántica siguieron a las primeras innovaciones del poeta de la Escocia».

En este mismo artículo, después de aludir fugazmente a ese distanciamiento entre el primer romanticismo «lacrimoso» y la nueva escuela folletinesca, Fernández de los Ríos pasa a examinar un aspecto más problemático de la obra de E. Sue: su inmoralidad, tan recalcada por La Censura, pero también por revistas moderadas. La declaración defensiva del publicista de El Siglo Pintoresco es excepcionalmente exaltada y mordaz para los adversarios, pero desgraciadamente es más una profesión de fe partidista que una exposición de argumentos convincentes:

«Los enemigos de Sue han llegado hasta a acusar sus obras de inmorales y peligrosas; esta torpe calumnia es ridícula y necia e indigna de contestación; cuantos las han leído saben que no hay otras máximas ni doctrinas que las de la moral más pura y de los sentimientos más religiosos; las páginas del novelista popular de la época respiran todas el espíritu de reconciliación y paz».



Los «anti-suistas» suelen escoger entre dos tácticas: entre la denuncia indiferenciada (E. Sue exponente de «doctrinas inmorales» o escandalosas) y la enumeración de delitos precisos y tangibles, como lo son: la defensa del suicidio (en Arturo y El Judío), la indulgencia comprensiva ante la prostitución, la exaltación de la libertad conyugal (o sea la legitimación del adulterio) y la concesión del «derecho de palabra» a un forajido para que exponga su particular sistema moral o, mejor dicho, inmoral. En algunos casos, aunque no se menciona explícitamente a E. Sue, la condena engloba a los novelistas franceses (Hugo, Dumas, Balzac, Soulié...) que -como lo escribe Mesonero Romanos en el Semanario Pintoresco Español en 1839- «se complacen en exagerar el poderío del crimen y hacer resaltar en contraste la flaqueza de la virtud».794

La religión

Tomando altura, la crítica española de las obras de E. Sue, no sólo abarca a menudo toda la novelística francesa, incluso pidiendo prestados argumentos extra-literarios al inagotable fondo colectivo de galofobia, sino que cubre toda la época contemporánea, salvando las fronteras de las naciones y de los géneros literarios. Por eso no extraña el que unos ideólogos ajenos a la creación literaria ataquen indirectamente a E. Sue sin designarlo, al vituperar -como se lee en la Revista de Madrid en 1841- esos tiempos actuales de decadencia y depravación, en los que «se abjuran de hecho los privilegios de la espiritualidad».

Aunque cita sólo explícitamente a Byron, Goethe, Hugo, Foscolo, Manzoni y Lamartine, Joaquín Rubió y Ors que escribe en la revista palmesana La Fe en 1844 hubiera podido incluir a E. Sue en su denuncia de las novelas y poesías españolas, inspiradas de la literatura extranjera, que ofrecen «una mezcla de escepticismo y religión, de vaguedad, de agitación y tristeza, que es el carácter de nuestro siglo». En esos libros sanguinarios y novelas descabelladas, llenas de espectros», en esos libros «escépticos y corrompidos», no triunfa ni la moralidad, ni la buena fe.

En el debate en tomo al aspecto religioso de la literatura a la moda tenía la obligación de intervenir uno de los dos grandes mentores «espiritualistas» de la época: Jaime Balmes que en su artículo «La España y la Francia», publicado en El Pensamiento de la Nación del 29 de mayo de 1844, arremete contra «algunos de nuestros literatos (que) se han propuesto regenerar nuestra religión, costumbres y literatura con las producciones de las márgenes del Sena, sobre todo con las del famoso Eugenio Sue y las de la célebre Jorge Sand, esa mujer cuyo delirante entendimiento rivaliza con las aventuras de su vida y la enfermedad de su corazón [...].795

Otra vez, es La Censura la revista que ocupa la vanguardia, por su mordacidad y la precisión de sus alegatos, en la campaña «anti-suista» emprendida en nombre del catolicismo ultrajado. Naturalmente, La Censura encuentra un aliado en La Fe, porque Rubió y Ors no admite en 1844 que en El Judío se arrojen «fulminantes diatribas hasta a lo más sagrado de la creencia católica». La Censura prefiere enumerar detalladamente los atentados perpetrados por E. Sue que, en El Judío principalmente, ataca a la Compañía de Jesús, declama contra la teocracia, hace chacota de un texto de San Pablo, combate las verdades religiosas con calumnias, improperios y atroces imputaciones, profana los sacramentos religiosos, hace la apología de la impiedad, mide con igual vara todas las religiones y aboga por la religión de los socialistas humanitarios.

Al publicista de La Censura le asiste toda la razón cuando se ensaña contra El Judío, porque -como lo advirtió Jean-Louis Bory796- ha desaparecido toda la religiosidad de que estaban empapados Los Misterios, «donde Fleur-de-Marie, alma naturalmente religiosa, se arrodilla en cuanto ve un crucifijo, donde Rodolphe es la Providencia, donde el dedo de Dios interviene más de lo que le corresponde [...]; ahora, efectivamente, en El Judío se ha disipado el misticismo y se desborda el anticlericalismo, sobre todo el anti-jesuitismo, que regocija a los enemigos de los «hommes noirs», a Michelet, Quinet e incluso a Victor Cousin, Guizot y Thiers... y a Théophile Gautier que escribe en 1859: «El señor Eugène Sue se ha comido muchos jesuitas en esa novela; lo propiciaban entonces las circunstancias».797

Huelga decir que -como lo apunta Jean-Louis Bory- «los fourieristas se entusiasman: ¡qué propaganda para las ideas falansterianas! Los san-simonianos proclaman a Sue san-simoniano, y Enfantin le colma de libros y opúsculos». En realidad, los socialistas franceses no habían esperado la salida de El Judío para celebrar a E. Sue; ya el autor de Los Misterios les había parecido compartir el mismo credo político.

El socialismo

No se puede entender la violencia del «anti-suismo» si el observador no se remonta a los años anteriores a la publicación de Los Misterios en España en 1844 para hacerse consciente del revuelo y de la inquietud provocados sucesivamente por la irrupción del romanticismo «hugoliano» alrededor de 1835 y por la revelación de las doctrinas que globalmente se pueden calificar de «socialistas». A E. Sue le han salido enemigos potentes incluso antes de que su nombre quede vinculado con Los Misterios.

La inquina pertinaz de que E. Sue es víctima en España por parte, no del inmenso público fascinado y entusiasmado, sino de la prensa «bien pensante», quizá proceda, en una pequeña medida, de la pasmosa evolución ideológica que siguió el escritor entre 1833 y 1844 y que Pierre Chaunu resumió como sigue:

«La evolución que lleva a Eugène Sue del legitimismo 'bonaldiano' de La Vigie de Koatven (1833) al pretendido socialismo de Les Mystères de Paris (1842) y al fourierismo auténtico de Le Juif Errant (1844) es un ejemplo de la evolución general que lleva a los grandes románticos de la generación de 1830, del carlismo (adhesión a Charles X) de antes de Julio (de 1830) a la República universal de 1850».798



Se puede pensar que los neo-católicos y conservadores españoles nunca le habrán perdonado a E. Sue el haber seguido -como él mismo lo explica al editor Hetzel en 1852- a Schoelcher y a Considérant, abandonando a sus «maestros de aquellos años» (o sea hasta 1844), citados por él: Bonald, de Maistre y Lamennais.799

En la polémica en tomo a E. Sue que se va a abrir a partir de 1843 están implicadas, no sólo las doctrinas políticas subversivas, sino la misma concepción de la literatura y, en particular, de la novela. Ya en plena lucha entre «clasicistas» y «románticos» -y también hay desacuerdos entre románticos «hugolianos» y románticos conservadores-, muchos críticos fruncen el ceño ante los novelistas que se abstienen de predicar la dulzura, de hacer obra de «útil y activo moralista» y de intentar reconciliar a pobres y ricos. Según un articulista de El Museo de Familias (1838), Walter Scott sería el prototipo de esos literatos «bienhechores de la humanidad», enemigos de «esos filántropos que levantan castillos en el aire para mejorar la sociedad; él hace más y mejor para ella. Reúne sus elementos más opuestos por medio de un vínculo de amor y benevolencia real [...]. Nunca se ven en esos cuadros populares la aspereza ni la violencia democrática, antes bien borra y desdeña esos falsos y odiosos sentimientos».

Una puntualización cronológica se hace imprescindible a la hora de aludir a Mariano José de Larra que menciona a E. Sue en 1839, en su conocida reseña del drama de Alexandre Dumas, Anthony:

«¡Desorden sacrílego! ¡Inversión de las leyes de la naturaleza! En política, don Carlos fuerte en el tercio de España, y el Estatuto en lo demás; y en literatura, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Eugenio Sue y Balzac».800



Para no repetir el brillante análisis que hizo Susan Kirkpatrick801 del -desconcertante, para muchos- comentario severo que a «Fígaro» le mereció el drama de Dumas, prototipo de esa nueva literatura moderna francesa que, en nombre de la humanidad, lanza un grito de desesperación al encontrarse ante el caos y la nada, me contentaré con apuntar que, en cuanto a E. Sue, difícilmente se le puede achacar entonces la voluntad de destruirlo todo y de limitarse a pintar «la horrible realidad», porque a aquellas alturas el futuro autor de los sulfúreos Misterios distaba mucho de haberse adherido directamente a la «república democrática y social». Por el momento, su originalidad, tal como él mismo la define en su novela La Salamandre de 1832, consiste en haber exaltado unos tipos efectivamente anti-sociales y algo peligrosos para el orden y la moral: el pirata, el contrabandista y el gitano. Así pues, no debe aplicarse prematuramente a E. Sue una acusación que sí se ajustará perfectamente a los Misterios y al Judío cuando salgan a la luz esas novelas, varios años después de la muerte de Larra.

Pero en noviembre de 1841 E. Sue no está muy lejos en el horizonte del articulista de El Católico cuando éste declara una guerra plural al protestantismo, al romanticismo (con sus monstruosas producciones), al sansimonismo y al fourierismo.

Pero después de la amplia difusión y buena acogida en España de los Misterios y del Judío, se aclara el debate y se fijan las posiciones en cuanto a la finalidad y al contenido de las grandes novelas de E. Sue. La piedra de toque es la vinculación (aceptable o no) entre la novela folletinesca y el socialismo (rechazado o no).

Como a Iris Zavala, me deja perplejo -es un eufemismo- la opinión de Juan Valera que afirma en 1862 que «antes de 1848 apenas había en España quien supiese lo que era el socialismo, quien recelase nada del socialismo. El Heraldo y otros periódicos moderados publicaron en su boletín novelas como El Judío errante y Los miserables de París (sic) sin advertir las doctrinas que divulgaban».802 En cambio, queda poca duda de que la difusión de Eugène Sue y George Sand fue enorme, e intencionada, por lo menos en los periódicos de tendencia democrática y republicana, habida cuenta de la evidente afinidad doctrinal.803

A partir de la publicación en España de los Misterios y del Judío, y ya de manera definitiva, el enjuiciamiento de la obra de E. Sue no se efectúa principalmente a base de criterios formales (la estructura, el estilo, la lengua), apenas a base del criterio temático (¿qué realidad reflejan las novelas?), sino casi siempre a base de criterios ideológicos, en los que la doctrina política -explícita o sólo en el trasfondo- cuenta tanto como los criterios de la religión y de la moral. Dejando aparte el caso de La Censura que de nuevo se singulariza por la precisión de sus acusaciones, se pueden distinguir tres posiciones críticas, esquematizadas como sigue: la posición más favorable, y la menos corriente, consiste en proclamar la lógica y la estrechez del vínculo que une en una novela la descripción de los padecimientos de la humanidad y la «crítica de los vicios sociales»; las novelas de esa clase «llaman a las puertas del porvenir», fomentando un anhelo de transformación radical de la sociedad y del mundo; esa posición vanguardista es la de Francisco Javier Moya, miembro del grupo fourierista de Madrid, autor del artículo titulado «La novela nacional», publicado en El Espectador del 9 de mayo de 1848.

La posición intermedia la ocupa, por ejemplo, Antonio Flores que en el prólogo escrito en 1857 a la cuarta edición de Doce españoles de brocha gorda,804 se complace en alabar a E. Sue por su estilo «el más adecuado a las violentas peripecias de la sociedad actual», pero proclama su hostilidad al socialismo que prepara la desorganización social».

Por fin, la tercera posición, la más corriente, se caracteriza por la condena, más o menos tajante, de las novelas consideradas casi exclusivamente como mensajeras de las doctrinas perniciosas. Así procede, en El Laberinto del 15 de septiembre de 1845, Sabino de Armada que, sin mencionar a E. Sue, censura a los escritores «pseudofilántropos» que «bajo la trabazón de una novela presentan con el mismo fin de perfeccionar la sociedad principios trastornadores [...]. No hacen más que delirar provocando una nueva revolución social». Por su parte, aplicando su acostumbrado (y engañoso) método de la amalgama, La Censura no duda en equiparar a Antonio Flores y Eugenio Sue, ambos «menguados de seso» por creer que «descubriendo en toda su desnudez las llagas del cuerpo social hacen un servicio a la moral pública»:

«Desde que Eugenio Sue y otros escritores de su calaña empezaron a remover el hediondo lodazal de vicios y maldades en que vive encenagada la sociedad civil de estos tiempos, los traductores y zurcidores de novelas y poemas [...] han andado en España como a porfía sobre quién traduciría o imitaría más servilmente a aquellos escarbadores de inmundicias».805



Como ya se ha dicho, con La Censura llegamos al punto extremo alcanzado por la crítica que, renunciando a ser auténticamente «literaria», se convierte en instrumento de contra-propaganda, sirviendo sólo la obra referenciada de pretexto para la diatriba y la excomunión. Para La Censura, el autor de Arturo cuyo héroe es un ateo, un libertino y un ser corrompido es «uno de los sabios socialistas que trabajan por edificar sobre las ruinas del cristianismo un nuevo sistema en el cual todos sean felices y con tendencia a serlo progresivamente más»; tachado, según el caso, de «filántropo», «socialista», «comunista» o «descreído», E. Sue es lo bastante ingenuo como para esperar la salvación de los «falansterios de Fourier» y anhelar «un estado fantástico de comunismo», y lo bastante rencoroso como para «declamar largo y tendido contra la aristocracia y la teocracia» y «pintar con los colores más vivos la arrogancia de los ricachos».

*  *  *

Por cierto, La Censura ni andaba totalmente descarriada, ni ocupaba en Europa una posición aislada, al recalcar la fuerza de subversión que encerraban esas novelas anticlericales, anti-burguesas, destructoras del orden social, defensoras de la lucha, y no partidarias de una pacífica unión interclasista. Tendrían algún motivo fundado los gobiernos de Austria, Prusia, Rusia e Italia para prohibir los Misterios. Y, para colmo, E. Sue se vanagloriaba de esas persecuciones, desafiando públicamente a todos los gobiernos y creyendo en el advenimiento irreversible de la República democrática806. Su optimismo se fundaba, no sólo en la validez que atribuía a su credo político, sino también en la eficacia movilizadora del apoyo que proporcionaba a ese credo el éxito asombroso de sus novelas por toda Europa.

En España, a pesar del contrafuego organizado por los moderados instalados en el poder, por la prensa católica y anti-progresista, si bien el socialismo no triunfó antes de que muriera E. Sue (en 1875), la popularidad de sus novelas, en cambio, perduró. También perduró indirectamente bajo la forma de una increíble multiplicación de Misterios. Así se plasmó en España la verdadera descendencia literaria de E. Sue. De ahí la divertida lista elaborada en El Teatro Social de los Misterios de los que tenía noticia Modesto Lafuente en 1846807: Misterios de Londres, de la Rusia, de Lisboa, de Madrid, de la ópera, del Colegio, de la Inquisición, de los Jesuitas, del Escorial, de Sevilla, de la Pintura, de mi Mujer y «de la camisa, que deben ser los más misteriosos y menos revelables de todos»...




ArribaAbajoLa obra narrativa de Enrique Gaspar: El Anacronópete (1887)

Mª de los Ángeles AYALA


Universidad de Alicante

Aunque la literatura de ciencia-ficción808 es una modalidad que alcanza su pleno desarrollo durante el presente siglo, es obvio que los avances científicos y técnicos que se suceden durante la centuria precedente posibilitan la aparición de algunos autores y obras que pueden citarse como precursores de los relatos de escritores tan célebres entre nosotros como A. Huxley, H. G. Wells, D. Lindsay, J. W. Campbell, A. C. Clarke, G. Orwell. Se suele admitir como precedentes de la literatura de ciencia-ficción las obras de Mary Shelley -Frankenstein (1818) o El último hombre (1826)-, algunos relatos de Edgard Allan Poe sobre el tema del fin del mundo -Las conversaciones de Eiros y Chamoir- y fundamentalmente los libros de viajes fantásticos de Julio Verne: Viaje al centro de la tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), Alrededor de la luna (1867), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en ochenta días (1873), etc. Obras en las que su autor, conocedor de los avances y aparatos científicos de la época, fantasea e imagina posibles conquistas y progresos para la futura humanidad. De esta forma el tradicional relato fantástico y maravilloso de procedencia romántica conoce una nueva modalidad donde lo fantástico no está vinculado a un orden sobrenatural, sino a la propia realidad de la época, a los conocimientos científicos alcanzados hasta ese preciso momento histórico. Desde esa base científica real el escritor de relatos de ciencia ficción proyecta su imaginación hacia mundos desconocidos o viajes extraordinarios, que son siempre presentados como algo posible y hasta probable en un futuro más o menos inmediato de la humanidad gracias a los continuos avances y conquistas de las ciencias.

En España los relatos de Shelley, Poe y Verne corrieron desigual fortuna, pues mientras apenas hay rastro de las obras de la primera, las traducciones y las reseñas son numerosas en lo que respecta a Poe y Verne.809 El magisterio del novelista francés es evidente, pues sin olvidar un precedente español -la novela Lunigrafía, publicada por el catedrático de matemáticas Miguel Estorch bajo el pseudónimo de «Krotse» en 1855-1857-, es, precisamente, a partir de la década de los años setenta cuando comienza a aparecer una serie de novelas que guarda una estrecha vinculación con el tipo de ficción creado por éste: Una temporada en el más bello de los planetas (1870-1871) de Tirso Aguinaga de Veca, Un marino del siglo XIX o Paseo científico por el océano (1872) de Pedro de Novo y Colson, El Doctor Juan Pérez (1880) de Segismundo Bermejo, los relatos de Juan Ginés y Partagás -Un viaje a Cerebrópolis (1884), La familia de los Onkos (1888) y Misterios de la locura (1890)-810 y la novela objeto principal de este trabajo: El Anacronópete811 de Enrique Gaspar, obra escrita en 1881812 y publicada seis años más tarde.

La figura de Enrique Gaspar, ciertamente olvidada por la crítica reciente, aparece vinculada fundamentalmente al arte dramático, pues en este campo es donde logró sus mayores aciertos. Recordemos, sin ánimo de ser exhaustivos, el éxito alcanzado con Las circunstancias (1867), La levita (1868), Lola (1885), Las personas decentes (1891), Huelga de hijos (1893), La eterna cuestión (1895), obras que suponen en el teatro de su época un acercamiento al realismo escénico, tanto por el lenguaje dramático empleado como por los temas y preocupaciones sociales que en ellas afloran. El teatro de Enrique Gaspar es un decidido intento por renovar el teatro de finales del siglo, tal como en su día reconocieron críticos como E. Pardo Bazán,813 J. Yxart,814 J. Cejador y Frauca815 y más recientemente L. Kirschenbaum,816 D. Poyán Díaz o Juan Antonio Hormigón, responsable, éste último, de la única edición moderna existente de un texto del dramaturgo: Las personas decentes.817 Sin embargo el teatro no es la única parcela literaria ensayada por Enrique Gaspar, ya que también escribió numerosos artículos periodísticos y composiciones poéticas que aparecen diseminados en los periódicos de la época,818 dos narraciones de viajes -Viaje a China (1887) y Viaje a Atenas (1891)- y varios relatos novelescos, entre los que cabe citar los titulados Castigo de Dios (1887), Soledad (1887), La Metempsicosis (1887), Pasiones políticas (1895) y El Anacronópete.819 Toda esta última producción literaria casi siempre es fruto de un abandono temporal de su auténtica vocación: el teatro.

Quizás a este respecto convendría recordar algunos datos biográficos de Enrique Gaspar (1842-1902), autor que, como otros muchos escritores de la época, se vio obligado a recurrir a la carrera diplomática como única salida capaz de paliar la situación de precariedad económica en la que se encuentra a pesar del éxito teatral alcanzado en los años inmediatos a la Gloriosa. En 1869, gracias a la protección de Adelardo López de Ayala, ministro de Ultramar en aquellas fechas, inicia un periplo diplomático por Francia, Grecia y China, que le mantendrá, salvo cortos periodos de tiempo, alejado de España durante el resto de su existencia. Este alejamiento físico, que le desvincula de la vida teatral madrileña, repercutirá negativamente en su carrera literaria, tanto por verse alejado de la sociedad cuya observación directa le proporcionaba la materia dramática, como por las graves dificultades que encontrará a partir de este momento para estrenar las obras teatrales que escribe durante su estancia en el extranjero. De ahí que, ocasionalmente, Enrique Gaspar abandone el teatro y desplace su arte hacia otros géneros, como sucede con el relato que nos ocupa, El Anacronópete, escrito durante su larga estancia en China (1878-1885), al ver cómo las obras que envía a los escenarios españoles -El mono, La línea recta, etc.- son rechazadas casi de forma sistemática.820

Frente a las obras de Julio Verne, que trata de explorar con su fantasía espacios vedados hasta entonces para el hombre, Enrique Gaspar se propone la exploración del tiempo, adelantándose con su obra a novelas que tendrán una enorme resonancia, como Mirando hacia atrás 2000-1887 de E. Bellamy, publicada en 1888, o La máquina del tiempo (1895) de H. G. Wells, otro de los maestros indiscutibles del género en los inicios del mismo. Como veremos al analizar la novela de Gaspar, éste se anticipa a la noción de viaje por el tiempo expresada por Bellamy e imagina, antes de Wells, la posibilidad de que un ingenio mecánico, a merced de la voluntad del hombre, sea capaz de desplazarse hacia una determinada época histórica seleccionada de antemano. Aunque sólo fuese por estas anticipaciones, la novela de Enrique Gaspar merece ser recordada.

La acción novelesca se sitúa en París, 10 de julio de 1878, justo en el momento en el que un español, don Sindulfo García, doctor en ciencias exactas, físicas y naturales, va a presentar, durante la celebración de la Exposición Universal, un revolucionario invento que ha sido bautizado con el extraño nombre de anacronópete y cuya significación nos aclara el propio protagonista de la novela:

«El Anacronópete, que es una especie de arca de Noé, debe su nombre a tres voces griegas: Ana, que significa hacia atrás; crono, el tiempo, y petes, el que vuela, justificando así su misión de volar hacia atrás en el tiempo; porque en efecto, merced a él puede uno desayunarse a las siete en París, en el siglo XIX; almorzar a las doce en Rusia con Pedro el Grande; comer a las cinco en Madrid con Miguel de Cervantes Saavedra -si tiene con qué aquel día- y, haciendo noche en el camino, desembarcar con Colón al amanecer en las playas de la virgen América».821



Los tres primeros capítulos están destinados a exponer las lucubraciones que dieron origen a la sorprendente máquina y que su inventor expone en una conferencia que pronuncia pocas horas antes de iniciar su desplazamiento por el tiempo. Enrique Gaspar en estos capítulos se apresura a justificar científicamente su invento, aludiendo los descubrimientos y avances astronómicos que el hombre ha alcanzado desde Galileo hasta el presente momento. En esta justificación pseudocientífica se observa el conocimiento que Gaspar posee de las teorías del célebre astrónomo y escritor francés Camilo Flammarion, personaje al que conoció en 1876 y con el que mantuvo una estrecha amistad. Las principales ideas científicas con que justifica el anacronópete proceden de este astrónomo preocupado en sus investigaciones por la topografía y constitución física de la Luna y de Marte, el movimiento propio de las estrellas y su distancia entre sí, el color intrínseco de los astros, las fluctuaciones de la actividad solar, las corrientes aéreas de la atmósfera... Conocimientos y conclusiones que Gaspar utiliza a su conveniencia para asentar el principio científico descubierto por el protagonista de su novela: el tiempo es la atmósfera que nos rodea, así que

«[...] Elévome, pues, al centro de la atmósfera, que es el cuerpo que se trata de descomponer y al que seguiré llamando tiempo. Como el tiempo para envolverse en la tierra camina en dirección contraria a la rotación del planeta, el Anacronópete para desenvolverlo tiene que andar en sentido inverso al suyo e igual al del esferoide, o sea de Occidente a Oriente».822



Enrique Gaspar reconoce de forma explícita la influencia de Flammarion en su novela, cuando en el capítulo IX de la misma incluye la siguiente referencia:

«Y efectivamente, los viajeros observaban la batalla de Tetuán con el orden cronológico invertido; como el héroe de Lumen de Flammarion veía la de Waterloo, al remontarse en espíritu a la estrella Capella».823



En las justificaciones pseudocientíficas también se puede observar que Enrique Gaspar se apoya en un profundo conocimiento de las teorías de Darwin sobre la evolución de las especies y que, de nuevo, convenientemente utilizadas le sirven para justificar filosóficamente el objetivo que persigue en su fantástico viaje: estudiar el pasado de la humanidad, ya que «mientras no tengamos conciencia del ayer, es inútil que divaguemos sobre el mañana».824 En el conocimiento del pasado está, para don Sindulfo, la clave del futuro. Este personaje no ofrece demasiados datos justificativos del funcionamiento de la máquina, dado que los asistentes a su conferencia conocen de sobra los componentes de los artefactos que se deslizan por el espacio gracias a los libros de Julio Verne. Sólo afirma que el motor del anacronópete se alimenta de electricidad, fluido que él ha logrado someter a su voluntad al lograr controlar su velocidad de propagación, lo que le permite que mientras

«el globo emplea veinticuatro horas en cada revolución sobre su eje; mi aparato navega con una velocidad de ciento setenta y cinco mil doscientas veces mayor; de lo cual resulta que en el tiempo que la tierra tarda en producir un día en el porvenir, yo puedo desandar cuatrocientos ochenta años en el pasado».825



Asimismo el aparato que neutraliza los efectos de viajar hacia atrás en el tiempo y que acarrearía irremisiblemente la desaparición de los viajeros, no es objeto de explicación científica alguna. Lo único que sabemos es que se trata de un artilugio capaz de generar unas corrientes de un fluido misterioso que tiene la propiedad de mantener la inalterabilidad de los viajeros.

Desde el inicio de la novela se aprecia un velado tono irónico y humorístico en la presentación del protagonista y su sorprendente invento. Registros que se manifiestan de forma rotunda a partir del capítulo IV, titulado, significativamente, de la forma siguiente: «Bajo una conquista científica se esconde un objeto mezquino». El narrador olvida los principios filosóficos, científicos y altruistas expuestos por don Sindulfo en los capítulos precedentes y ofrece al lector el motivo real que ha llevado al sabio español a promover semejante aventura: separar a su sobrina Clara de su novio, capitán de húsares, y obligarla a casarse con él en una época histórica en la que la mujer no hubiese alcanzado el derecho a oponerse a los dictados del hombre. Igualmente presenta a todos los integrantes del viaje, tanto a los que a hurtadillas se introducen en la máquina del tiempo -Luis y los diecisiete soldados que le acompañan-, como a los que de manera oficial participan en el mismo: el políglota Benjamín, amigo y colaborador de don Sindulfo, la desconsolada sobrina acompañada por su ingeniosa criada y un grupo de mujeres de vida alegre con las que el gobierno francés, aprovechando las posibilidades que ofrece el anacronópete, pretende experimentar una fórmula conducente a lograr la regeneración moral de su país:

«El plan del gobierno es rogar a usted que acepte en la expedición una docena de señoras que frisen en los cuarenta [...] y ofrecerles que en sesenta minutos van a reconquistar sus veinte abriles. De este modo, es indudable que, aleccionadas por la experiencia, y arrepentidas por el fracaso, al encontrarse dueñas de sus hechizos por segunda vez, sigan la senda de la morigeración y abandonen el vicio».826



A partir de ese momento la fantasía de Enrique Gaspar se desborda, introduciendo todo tipo de situaciones humorísticas a la par que describe las insólitas aventuras que recorre este heterodoxo grupo de viajeros, que, al desandar el tiempo, se convierten en testigos presenciales de distintos acontecimientos históricos ocurridos antes y después de Cristo. Desde la batalla de Tetuán (1860), rendición del reino de Granada (1492), los conflictos que afligen a la ciudad de Rávena en el año 696, sustitución de la dinastía Quei por la de los Ouei en la China imperial (220), hasta la destrucción de Pompeya y alcanzar, finalmente, tierras bíblicas.

Durante el viaje Benjamín se erige en la figura más relevante, obsesionado con la inscripción grabada en una argolla que don Sindulfo y él compraron en Madrid tiempo atrás y que dice así: «Yo soy la esposa del emperador Hien-ti, enterrada viva por haber pretendido poseer el secreto de ser inmortal». Enigma que constituye la motivación particular de este personaje y lo que le lleva, tanto a alentar y colaborar en el proyecto del anacronópete, como a realizar todo tipo de acciones alejadas de principio ético alguno. Benjamín expondrá la vida de los integrantes del viaje en innumerables ocasiones hasta lograr completar la frase que conduce al secreto de la inmortalidad: «Si quieres ser inmortal anda a la tierra de Noé y... -Y él -prosiguió el viejo interpretando la escritura- enseñándote a conocer a Dios, te dará vida eterna».827 Frase que subraya la inutilidad de los sinsabores vividos.

Gaspar se revela como un excelente narrador, con una obra aparentemente de mero pasatiempo y que, sin embargo, pone de manifiesto el dominio técnico que posee el escritor, capaz de encajar con suma habilidad toda la serie de datos y elementos de apariencia superflua que aparecen en los primeros capítulos y que cobran su auténtico sentido en la segunda parte de El Anacronópete. De igual forma sus personajes, sin grandes desarrollos psicológicos como es usual en este tipo de relato, ofrecen una variada gama de intereses, preocupaciones y formas de ser. Personajes que se expresan cada uno de ellos con un lenguaje propio, que al mismo tiempo que los individualiza refuerza su personalidad. Es evidente que el excelente dominio del diálogo escénico que Gaspar poseía se transparenta en los ingeniosos y frecuentes diálogos que salpican las páginas de la novela y que proporcionan al relato una vitalidad y amenidad notables.

El humor no enmascara la mirada irónica que Gaspar dirige a sus contemporáneos y en este sentido se podría afirmar que las preocupaciones éticas que se aprecian en sus obras dramáticas no difieren sustancialmente de las ofrecidas en su novela, donde Gaspar cuestiona aspectos tan diversos como interesantes: el papel del hombre de ciencia, los intereses particulares y egoístas que subyacen en comportamientos aparentemente altruistas, la sustitución de los saberes humanísticos por las ciencias experimentales,828 la problemática de la mujer... Crítica social, reflexión profunda bajo la envoltura de un ameno relato pleno de ironía, mordacidad y humor. No importa que al final de la obra el viaje aparezca como fruto de un sueño, pues Gaspar al despedirse de sus lectores subraya con sus palabras la novedad de su obra y su carga crítica de manera harto elocuente:

«Cuando por el camino [D. Sindulfo] contó el sueño a su familia, todos rieron grandemente; lo que dudo mucho que haya acontecido a mis lectores con este relato. Y no obstante hay que reconocer que mi obra tiene por lo menos un mérito: el de que un hijo de las Españas se haya atrevido a tratar de deshacer el tiempo, cuando por el contrario es sabido que hacer tiempo constituye la casi exclusiva ocupación de los españoles».829






ArribaAbajoEl perspectivismo cambiante en El comendador Mendoza de Juan Valera

Ana L. BAQUERO ESCUDERO


Universidad de Murcia

Sin duda uno de los problemas más acuciantes en el desarrollo de la novela moderna es aquél relativo a la elección de la perspectiva o focalización, a través de la cual se desarrollará la historia. Figura capital al respecto, Henry James mostró una especial preocupación por este aspecto de la construcción del relato,830 si bien indudablemente, no tendremos que esperar a este autor para percibir la importancia del mismo en la historia de la narración.831

Aunque obviamente, el corpus de crítica literaria valeresco no es comparable al del mencionado novelista,832 el caso del escritor andaluz no es el del autor que todo lo fía a su instinto o genio creativo. Llegado a la novela desde sus prevenciones antinovelescas,833 Valera teorizó sobre el género antes de decidirse plenamente a su cultivo.834 No debe extrañar por ello, que cuando al fin se aventuró a la práctica novelesca existiera en él una conciencia literaria -desde luego personalísima-, sobre cómo lograr unas obras acordes con sus propios gustos.835 Entre las diversas cuestiones que todo creador de relatos debe tener presente, la de la focalización a través de la cual aparece filtrada la historia, es sin duda crucial, en la obra de este autor. Si atendemos a la sucesión cronológica de su producción novelesca, advertiremos cómo de forma bastante significativa, sus primeras obras coinciden en el manejo de la primera persona narrativa. De 1850 son esas incompletas Cartas de un pretendiente,836 de 1861 es la también inacabada Mariquita y Antonio, y por fin en 1874 aparece Pepita Jiménez. Dejando esos breves fragmentos de la primera que delatan la singular preferencia del autor por la escritura epistolar,837 observamos la presencia del narrador-personaje en Mariquita y Antonio. Aquí, como anticipación de lo que serán técnicas narrativas habituales en sus obras, un primer narrador se presenta como editor de las memorias de un amigo. Este don Juan Moreno no contará, no obstante, su historia, sino la de los personajes que dan título a la obra, con lo que su función en este caso se aviene a la de un narrador testigo.838

En Pepita Jiménez Valera sin embargo, varía la focalización narrativa, ya que si gran parte de la obra queda constituida por cartas -y también resulta significativo que tales partes se sitúen en el inicio y final de la novela-, el cuerpo central del relato está formado por esos Paralipómenos, dependientes del tradicional narrador en tercera persona, cuya identificación tantos quebraderos de cabeza sigue suscitando hoy entre la crítica. A partir de esta obra, Valera no volverá a utilizar de manera exclusiva tal tipo de focalización. Se diría que tras haber experimentado con la misma en estos inicios de su producción, el escritor consideró necesario un cambio. Sin duda podríamos intentar buscar diversos tipos de explicación a tal hecho; a mi modo de ver una de estas posibles respuestas la encontramos en la propia obra de ficción del autor, tan dado siempre a comentar y divagar sobre las más distintas cuestiones, entre las que se encuentra, cómo no, la de la creación literaria. En el cap. VIII de Genio y figura se produce un cambio de técnica narrativa comentado por el narrador. En las páginas anteriores, la protagonista nos había sido presentada a través de la perspectiva de su amigo, el vizconde; tal focalización, sin embargo, le parece al narrador insuficiente para conocer bien al personaje, de manera que él mismo explicará al lector el nuevo rumbo adoptado por el relato. Identificando el método seguido hasta ahora con el histórico, que dejaría la narración incompleta y oscura en no pocas interioridades, concluye:

«voy en adelante a prescindir del método histórico y a seguir el método novelesco, penetrando con el auxilio del numen que inspira a los novelistas, si logro que también me inspire, así en el alma de los personajes como en los más apartados sitios donde ellos viven, sin atenerme solo a lo que el vizconde y yo podríamos averiguar vulgar y humanamente.»839



De hecho ésta es la situación básica en cuanto a estrategias narrativas, que hallamos en la obra valeresca. Un primer narrador suele establecer en un principio que el relato que a continuación se desarrollará no depende de él, sino de un narrador-personaje el cual conociendo usualmente a los personajes de la historia, se la ha transmitido. Este narrador-personaje aparece así como singular coartada de claras resonancias cervantinas,840 responsable en definitiva del texto y a cuya personal focalización debemos éste -y no es casualidad que la «socarronería» sea el rasgo más subrayable de ese don Juan Fresco que en tantas obras de Valera desempeñará este papel-. Una perspectiva meramente humana, sin embargo, resulta insuficiente con lo que inmediatamente asentado este principio, la historia pasará a depender de ese narrador informado de los hechos quien como incluso deja bien claro en alguna ocasión, contará las cosas a su manera.841 Este contar «a mi manera» parece casi un aviso que nos anuncia que el relato no se ajustará a una perspectiva limitada e incompleta -la supuestamente perteneciente al narrador responsable-, y que la focalización a través de la cual conoceremos la historia se corresponderá más bien a la del tradicional narrador omnisciente, que en el caso de las obras valerescas presenta no pocas peculiaridades. Ese narrador situado a la vez dentro y fuera, que destruye con sus intromisiones la ilusión de realidad del relato,842 y que juega continuamente con sus lectores, si hace gala de los privilegios que la ficción le concede para saberlo y explicarlo todo, en no pocas ocasiones abandona tal capacidad omnisciente, ocultando y aun subrayando por si el lector no la ha percibido, la dificultad en la verdadera interpretación de alguna situación cuyo sentido resulta ambiguo.843 No menos significativo, siguiendo con el mencionado texto de Genio y figura, resulta el pasaje siguiente, en el que con su usual talante irónico el narrador parece contradecirse: «y sobre aquello de que yo no esté seguro, sino dudoso, no imaginaré ni bordaré nada, dejándole en cierta penumbra y como entre nubes».

El narrador omnisciente de Valera dista mucho, pues, en su caracterización del tipo del narrador frecuente en la denominada novela tendenciosa, especie que dominaba el panorama literario en los inicios del autor. Frente a esas conclusiones dogmáticas propias de ésta, en las obras valerescas puede hablarse más bien de relativismo, de ausencia de verdades absolutas. Esto parece ponerse de relieve ya en el mismo hecho de anunciar que es un personaje a menudo en contacto con los personajes de ficción, incluso pariente, quien desde su subjetividad ha contado la historia al narrador, y sobre todo en ese continuo desplazamiento de perspectivas dependientes de cada personaje que se produce a lo largo de sus novelas y que al narrador le interesa mostrar. Unos puntos de vista con los que incluso a veces el autor concluye sus historias,844 provocando esa última incertidumbre en el lector. De hecho y volviendo a citar Genio y figura, las palabras que en un momento profiere Rafaela, pueden sintetizar bien ese perspectivismo cambiante propio de las obras del escritor andaluz: «Mi entendimiento, cambia y duda mucho. Suele mirar las cosas por diversos lados, y según el lado por donde las mira, las ve con aspecto distinto».

El Comendador Mendoza, la tercera novela completa que escribiera Juan Valera sintetiza a mi modo de ver, todos los aspectos previamente comentados. En ella se aprecia como intentaré demostrar, la importancia que para el escritor tiene presentar en una obra literaria no tanto una apariencia o ilusión fingida de la realidad, como la forma en que aparece filtrada tal realidad a través de unas conciencias individuales.845 Ese relativismo valeresco que tan bien fue percibido por su contemporáneo Leopoldo Alas, se manifiesta de forma clara en una obra que si no ha tenido la suerte editorial posterior que otras producciones del escritor andaluz, reúne no obstante, los aciertos y logros del mejor Valera.

El inicio de la obra nos sitúa ante el manejo de unas técnicas narrativas habituales en sus relatos. Si la novela anterior había surgido como consecuencia de la historia que don Juan Fresco le contó al primer narrador, ahora y tras el juego tan cervantino del conocimiento de dicha obra por parte de quien fuera fuente de toda la información, el mencionado Fresco, éste tras unos primeros momentos de enfado, decidirá contar una nueva historia. Se trata también aquí de un pariente de don Juan Fresco, antepasado del doctor Faustino, el comendador don Fadrique López de Mendoza, cuya vida se remonta a la segunda mitad del XVIII. El manejo perspectivista de las voces narrativas resulta pues, idéntico al de la novela anterior, con la complicación que supone, no obstante, la distancia temporal en que se sitúan los hechos. Para salvar tal escollo, un narrador responsable más hará su entrada en la novela: ese desenfadado y simpático cura Fernández, presentado en la novela anterior, a cuya información debe en gran parte sus conocimientos actuales don Juan Fresco. Partimos, por tanto, de una doble focalización, en ese gusto valeresco por rizar el rizo, que supone la cadena cura Fernández, don Juan Fresco, narrador que relatará los hechos. Si éste, como suele ocurrir en sus novelas, se erige pronto ante el lector, como el tradicional narrador no apegado a una limitada perspectiva humana, no por ello deja de resultar significativa esa estrategia narrativa inicial que parece ciertamente relativizar por doble vía, la realidad de la historia.

El relato pese a las relaciones que pueda presentar con el conflicto religioso tan patente en la novelística de la época,846 ofrece por su tono amable y final feliz, más similitud con Pepita Jiménez que con Las ilusiones del doctor Faustino, y si su trama de enrevesados lances bien podría recordarnos esas complicadas historias, características de las novelas tendenciosas, sin embargo, grandes diferencias separan una de otras.

En El Comendador Mendoza se producirá un complejo entrecruzamiento perspectivista que dará como resultado ese relativismo último, tan propio de las obras de Valera. Un manejo de diversos puntos de vista por el que el narrador manteniendo su focalización omnisciente, alternará su visión con la de los distintos protagonistas de la obra. Si seguimos el desarrollo de la historia podremos constatar este continuo vaivén de perspectivas.847

En los capítulos iniciales y como suele ser norma en la estructura de la novela decimonónica, el narrador se detiene ampliamente en la descripción del personaje, y presenta a la vez su semblanza, retrato y etopeya.848 Con todo se advierte ya el cuidado por considerar también la imagen que del comendador se forjaba la gente, una imagen repleta de no poca fantasía, especialmente a raíz de su larga ausencia de Villabermeja. Si en el extenso cap. IV el narrador apoyándose en Fresco quien a su vez se vale de las noticias del cura Fernández, nos refiere las andanzas y aventuras del personaje por diversos lugares, y menciona sus amores y galanteos, no será sino en el V, en la extensa epístola que el personaje escribe a su gran amigo el padre Jacinto, cuando se nos ofrezcan detalles más concretos de esa relación prohibida de la que surgirá el conflicto novelesco. En tal carta el personaje muestra su propia visión de los acontecimientos y concreta más que el narrador, su historia amorosa con una mujer casada de la que, no obstante, no da el nombre. La imagen primera de doña Blanca aparece con todo ya aquí, sujeta a la perspectiva de don Fadrique quien subraya su genio y su religiosidad.849

Si las primeras noticias de este personaje femenino proceden de otro personaje, también más adelante, cuando don Fadrique haya regresado al escenario andaluz en que se desenvolverá la acción, los lectores iremos conociendo a los distintos personajes a través especialmente, de lo que dicen en sus diálogos los principales protagonistas. Lucía, la joven sobrina del comendador, le hablará en principio de Clara y de su romance, y de cómo su madre desea casarla con don Casimiro, un viejo pariente de su marido, y sólo después cuando aparezca directamente la muchacha, el narrador llevará a cabo su presentación. La identidad de esta joven y la subsiguiente confusión del comendador, revela al lector el parentesco entre ambos, aunque el narrador prefiere dejar hablar a sus personajes, y ofrecemos sus respectivas visiones sobre la situación que viven. Especialmente significativo es el diálogo entre tío y sobrina respecto a la historia amorosa de Clara, en el que Lucía muestra una imagen de doña Blanca que no difiere mucho de la sucintamente dada por don Fadrique en la citada carta.850

El movimiento de vaivén en la elección de la focalización se producirá inmediatamente en el capítulo siguiente, ya que aquí es nuevamente el narrador quien gana terreno presentándonos a través de sí mismo al matrimonio. Sin embargo y significativamente, parece detenerse más en ese personaje secundario que es el marido, don Valentín, que en la protagonista femenina, doña Blanca. De ésta nos ofrece su descripción física únicamente, mientras que de don Valentín presentará su semblanza tanto externa como interna. Se diría que por una parte se supone al lector informado del carácter de la figura femenina, pero por otra parece claro que al autor le interesa retardar ese ahondamiento introspectivo en él.

Capítulos más adelante se producirá el tan temido reencuentro entre el matrimonio y el comendador, situación en la que de manera muy valeresca por cierto, el narrador pone de manifiesto los privilegios que la ficción le otorga. Si don Fadrique no puede oír el diálogo que se producirá entre los cónyuges, los lectores sí tendremos acceso al mismo, porque «el novelista todo lo sabe y todo lo oye» (p. 394a). Este mismo novelista que a todo tiene acceso, dejará no obstante, vía libre a sus lectores en cuanto a la interpretación de la postura que el padre Jacinto mantendrá en uno de los capítulos claves del relato. Este reproduce el importante diálogo entre el comendador y el fraile, en el que el primero pide consejo al segundo para resolver felizmente la comprometida situación de Clara.851

Pero si los capítulos que desarrollan la importante conferencia mantenida entre los dos amigos son importantes, mucho más lo serán los siguientes. El narrador desplazando ahora su atención hacia el padre Jacinto, sigue a éste hasta la casa de doña Blanca en donde por vez primera se presenta directamente a don Casimiro. Es curioso comprobar cómo el propio narrador parece querer advertimos sobre la dualidad de focalizaciones procedentes de los propios personajes de la ficción y de él mismo, ya que señala cómo los lectores conocemos en realidad a este personaje «como si dijéramos, de fama, de nombre y hasta de apodo» (p. 407b), y cómo le toca ahora «hacer su corporal retrato» (ibid. ). Un retrato físico y síquico repleto de irónico humorismo, que se acentuará incluso con posterioridad cada vez que se refiera a él. Frente a esos personajes antagónicos propios de la novela de tesis, en los que resulta difícil señalar algún rasgo positivo, las figuras de ficción de Valera no suelen responder a este tipo de configuración, y a menudo esos personajes, con tan pocos atractivos suelen ser contemplados con irónica pero a la vez indulgente visión.852 Una vez presentado tal personaje, el narrador se centrará en el importante diálogo entre el padre Jacinto y doña Blanca, a propósito de la situación desencadenada que ahora ve el fraile de distinta forma -y ya apreciamos esa modificación de conducta en los personajes, precisamente como resultado del conocimiento de otros puntos de vista-. Las palabras y la actitud mantenida por la protagonista femenina en tan comprometida escena, harán que el fraile la vea bajo una nueva luz, de manera que «le tuvo lástima y la miró con ojos compasivos» (415b).853 Los resultados de esta entrevista le serán comunicados pronto al comendador, centrándose ahora el narrador en las profundas meditaciones que éste tuvo. Los diálogos tan importantes en esta obra, no constituyen así el núcleo único de la historia, como ocurrirá con frecuencia en la denominada novela pura.854 De acuerdo con las convenciones de su época, el escritor considera necesario contemplar más de cerca a sus personajes y para ello se vale de los privilegios que la ficción le otorga. Al trasladar los pensamientos de su protagonista vemos cómo llega a la conclusión de que doña Blanca tenía razón, de forma que si condena su fanatismo y violento carácter, no puede dejar de reconocer que actúa con rectitud y nobleza, al no querer consentir que quien no es hija de su marido, herede los bienes de éste.

Como puede verse no se trata aquí de un conflicto religioso, sino de otro muy distinto respecto a la conveniencia o no de heredar la propiedad ilegítima en el que el librepensador y la fanática ex-amante coinciden plenamente. Los acontecimientos siguientes se desenvolverán con bastante rapidez. Inesperadamente Clara decide hacerse monja y don Casimiro, vuelve a sus antiguos amores con Nicolasa, quien le obligará a casarse con ella, aunque para ello tenga que dejar a su antiguo pretendiente, Tomasuelo. Don Fadrique ideará entonces ese ingenioso engaño que supone su sacrificio personal, cediendo sus bienes a su supuesta hija, Nicolasa, para que don Casimiro reciba lo que le corresponde. La decisión de Clara, no obstante, parece irrevocable. Es precisamente como consecuencia de esta situación, que se producirá el encuentro clave en la novela, entre don Fadrique y doña Blanca. Se trata de un capítulo casi exclusivamente dialogado como los mencionados anteriormente, en el que una vez más se produce un choque dialéctico esta vez de mayor intensidad, entre dos personajes. El narrador deja que ambos se expresen directamente, en ese intento desesperado por influir en la conducta del otro. Si doña Blanca había sorprendido al padre Jacinto, también aquí el lector la verá bajo otra luz, conociendo por ella misma sus tormentos y su desesperada situación. Cada personaje dejará ver, pues, cuál es su personal visión de una misma realidad, unos puntos de vista que influirán respectivamente en uno y otro. Lejos de encontramos con esas escenas propias de la novela de tesis en las que el choque de pareceres contrapuestos nunca da como resultado una realidad en la que sea posible la armonía, en esta novela hallamos esa mutua interrelación de puntos de vista que hará posible el final feliz. Al presentarse a sí misma doña Blanca, a través de sus palabras, no encontramos sólo a una mujer fanática y terrible, sino también a un ser muy humano capaz de amar y de errar precisamente por ello. Una equivocación que nunca se ha podido perdonar y que la conducirá finalmente a la muerte. Si sus palabras nos la muestran bajo una nueva perspectiva, el desplazamiento inmediatamente posterior que llevará a cabo el narrador para centrarse en las figuras del comendador y de ella misma, confirma esta imagen. En ese largo monólogo interno de don Fadrique, vemos cómo el personaje se arrepiente profundamente de su conducta anterior y reconoce la razón que ella tiene para aborrecerlo, mientras que a través de ese ahondamiento introspectivo que al fin se nos ofrece de doña Blanca, gracias a los privilegios omniscientes del narrador, el lector tiene la posibilidad de conocerla aún más íntimamente. La humanidad de este personaje adquiere mayores contornos al informarnos el narrador de sus ansias por hallar en su marido ese ideal que ella se había forjado -tan propio esto de las heroínas valerescas-, así como de ese continuo choque de fuerzas que la induce a actuar y a arrepentirse inmediatamente de lo hecho.855 Su diálogo con don Fadrique ha renovado aún más tal conflicto, resultado de lo cual es el incremento de su preocupación por la forma en que ha ejercido presión sobre su hija, labrando posiblemente su desgracia.

Aunque el personaje muere como consecuencia de un agravamiento de sus antiguas dolencias, sin embargo se consigue esa realidad armónica, producto del entrecruzamiento de pareceres. Si las palabras de doña Blanca imprimen una honda tristeza en don Fadrique, las de éste hacen posible que el personaje ya a punto de morir, modifique su conducta e incite a su hija a que se case con quien ame.

La realidad por tanto, no tiene una única cara. Según la contemplemos a través de unos ojos u otros la veremos de distinta forma; y es la consideración de ello lo que precisamente actúa sobre las conciencias de los personajes y hace posible, en definitiva, la modificación de sus conductas o sentimientos. Si los lectores simpatizamos indudablemente con el comendador no podemos dejar de reconocer que obró vilmente con doña Blanca; y si ésta nos parece una mujer terrible y casi enloquecida por su exceso de devoción religiosa, no podemos dejar de admitir que ha sido maltratada por el destino y que aunque erróneamente, actuó siempre como creyó mejor.

Pero tal relativismo no afectará únicamente a las relaciones de unos personajes con otros. Se diría que Valera ha querido dejar clara esta lección última incluso en el manejo de los temas fundamentales que recorren el relato. Pensemos, así, en el mismo manejo perspectivista del tema que da origen al conflicto: los bienes injustamente heredados. Si para la estimativa de los protagonistas esto es inaceptable, no lo será para la de Tomasuelo y Nicolasa, quienes gustosamente y sin remordimiento alguno, se quedarán con la herencia, tras la muerte de don Casimiro. Y sobre todo, y finalmente, pensemos también en las variantes que se producen de un motivo literario muy del gusto de Valera: el del viejo y la niña. La boda de Clara y don Casimiro resultaba algo disparatado, la del comendador y Lucía, por el contrario, pondrá concluyente broche feliz a la historia. No pueden, por consiguiente, extraerse conclusiones absolutas de un mismo hecho -la relación entre dos personas de edades muy distintas-, todo es relativo y dependerá, en definitiva, de cada situación concreta.




ArribaAbajoLa Revista de Galicia de Emilia Pardo Bazán (1880)

Ana Mª FREIRE LÓPEZ


UNED. Madrid

Por Emilia Pardo Bazán nada sabríamos de la Revista de Galicia. En los Apuntes autobiográficos que figuran, a modo de prólogo, en la primera edición de Los Pazos de Ulloa (Barcelona, Daniel Cortezo, 1886), aunque abarcan la época en que la fundó y dirigió, no la menciona siquiera, y los únicos testimonios acerca de aquella empresa son epistolares y estrictamente contemporáneos a la existencia de la publicación.856

Es muy probable que el silencio se deba a cómo terminó -más bien a cómo fue abandonado de manera algo irresponsable- aquel proyecto, por circunstancias personales poco gratas de vivir y menos de recordar.857

La idea de dirigir la Revista no partió de ella. Tal vez su firma ya conocida, la importancia de su apellido en la sociedad coruñesa, e incluso el hecho de ser mujer y joven -veintiocho años-, animó a los propietarios de la futura publicación a solicitarle que se pusiera al frente de ésta.858 Y ella aceptó, aunque no sin reservas. En aquella etapa poco feliz de su vida, muy ocupada en cuanto a trabajo y a relaciones sociales, la dirección supondría más problemas que compensaciones, y existen testimonios que prueban la veracidad de algunos comentarios en este sentido, que se encuentran en sus cartas, y que podrían parecer un poco exagerados.

«Es tanto lo que tengo que hacer, -escribe a Menéndez Pelayo- que me falta tiempo para todo. Mi casa es la casa de más visitas y sociedad de La Coruña: y no siempre se puede desatender a la gente. Después, tengo dos niños que me embelesan; familia que no me deja mucho tiempo sola; el movimiento literario regional, que afluye aquí; me estoy perfeccionando en el alemán, que aprendí sola y ahora corroboro con el ejercicio; tengo la dirección de la Revista; mi buen amigo Ortí desea que refunda el «Darwinismo» y estoy echando las bases de ese trabajo; ¡aún olvido muchas cosas! Agregue V. que a veces padezco y tengo que suspender mis ocupaciones todas y atender solo al hígado. Todas estas son explicaciones que harán a V. comprender por qué no me pongo inmediatamente a refundir la Memoria sobre Feijoo. Pero iremos acopiando los materiales: poco a poco se va a lejos.»


(Carta: 28-III-1880)                


Además, por aquellas fechas tenía entre manos su San Francisco de Asís y proyectaba la creación de una Biblioteca gallega.

A comienzos de 1880 escribió una serie de cartas a diversas personas, participándoles la creación de la Revista de Galicia e invitándoles a colaborar en ella. A Menéndez Pelayo le exponía abiertamente sus intenciones, suponiendo que compartida sus ideas:

«Uno de estos días recibirá V. el prospecto de una publicación titulada La Revista de Galicia (sic), que va a ver la luz aquí, y a cuyo frente me han rogado que me pusiera. Dudé en aceptar, porque esto -por fuerza- ha de robarme tiempo y tengo poco; pero después me decidió la consideración de que aquí no hay sino dos periódicos católicos (en todo el reino de Galicia) y esos, muy malos y sin lectura apenas.859

Éste, mientras yo lo dirija, respetará siquiera los fueros de la verdad y del buen sentido; no respondo de que respete tanto los del primor literario, porque habrá que cerrar los ojos a más de una falta. Este pueblo y país son poco cultos y es una buena obra ir descortezándoles -en lo posible-. Las personas que son dueñas -financieramente hablando- del nuevo periódico, no descuellan por su ortodoxia, pero yo estoy decidida a que la primera falta que en este terreno cometan sea la señal de mi retirada.860 A fin de que el periódico presente -en lo posible- un carácter católico, me permitiré reproducir algunas cosas de personas como V. que vea en otras publicaciones. Haría V. una buena obra con enviarme alguna cosa -pequeñísima, una traducción de una cuarteta, cualquiera menudencia- para el primer número. Deseo que éste sea como el programa que represente las tendencias de la Revista, y me prometo ser inflexible.»


(Carta: La Coruña, 29 de enero de 1880)                


No se piense por ello que la Revista tiene un carácter confesional o que abunda en ella el tema religioso. Es una revista literaria en el sentido que entonces tenía este adjetivo, con sus secciones de «Crónica literaria», «Crónica científica», «Crónica teatral», «Bibliografía», «Miscelánea», y donde tiene cabida la creación literaria en prosa y verso, ensayos y artículos de erudición sobre diversas materias históricas, literarias, científicas, e incluso el folletín, Un episodio del terror, de Alfred de Vigny, que comienza en el número 9. En la Revista colaboran autores de muy diversas tendencias: carlistas como Valentín de Nóvoa, y hombres de la Institución Libre de Enseñanza como Rodríguez Mourelo; el sacerdote Juan Antonio Saco junto a Curros Enríquez, a quien el obispo de Orense prohíbe Aires da miña terra, poco después de adelantar algunas primicias del libro en la Revista de Galicia, etc. En los veinte números de la Revista encontramos más de cincuenta firmas, algunas de ellas con varias colaboraciones, unas de escritores conocidos en el ámbito nacional, como Menéndez Pelayo, Valera, Ventura Ruiz Aguilera, Salvador Rueda o Ricardo Sepúlveda, otras de escritoras que tratan de abrirse camino, como Julia de Asensi, Sofía Casanova, Josefa Pujol de Collado, o Josefa Ugarte de Barrientos, al lado de la ya entonces conocida Emilia Calé e incluso una breve poesía de Rosalía de Castro dedicada a doña Emilia: casi todos los textos de estas autoras publicados en la Revista de Galicia no constan en sus respectivas bibliografías. Además, entre los colaboradores de la Revista está representado gran parte del movimiento intelectual que quiere sacar del olvido los valores de Galicia a todos los niveles y desde distintos presupuestos ideológicos: Alfredo Brañas, Curros Enríquez, Salvador Golpe, Andrés y Jesús Muruáis, Aureliano J. Pereira, Pérez Ballesteros, Segade Campoamor... Varios de ellos formarían parte, tres años después, de la sociedad «El Folklore Gallego», fundada por iniciativa de doña Emilia, que fue su primer presidente.861 La lengua de las colaboraciones es tanto el gallego como el castellano. Son momentos en que se trata de fijar la lengua gallega, en desuso literario durante tanto tiempo. La amplia reseña que Emilia Pardo Bazán hace de Saudades gallegas de Valentín Lamas Carvajal, y en donde plantea algunas cuestiones lingüísticas, suscita el artículo firmado por Un gallego vello, dirigido «A o señor de Torre-Cores», que era el habitual firmante de las reseñas bibliográficas, confundiéndolo -a propósito, creo yo- con la propia directora de la Revista.862 Este «gallego vello» recibe una respuesta firmada por Torre-Cores, y estos tres artículos son muy interesantes en relación con el proyecto de resurgimiento del gallego como lengua literaria. Por otra parte, el autor de la primera gramática gallega, Juan Antonio Saco, colabora en la Revista de Galicia, y su obra se anuncia en la contraportada de ésta durante varios números. También son momentos de acercamiento a Portugal, y esto se advierte en las frecuentes alusiones a la literatura portuguesa en los primeros números -particularmente a los actos en tomo a la celebración del Centenario de Camoens-, y en una sección dedicada a ella a partir del número 12, la «Revista literaria portuguesa», redactada por Lino de Macedo.

El título de la Revista no era original. Treinta años antes don José Pardo Bazán, el padre de Emilia, había sido uno de los fundadores de otra Revista de Galicia, subtitulada «Periódico de sus intereses materiales, morales e intelectuales», que comenzó a publicarse en Santiago el 1 de junio de 1850, en números quincenales de cuarenta páginas en cuarto, y cuya existencia fue efímera, ya que cesó en agosto de ese mismo año. Pero todavía hubo una Revista de Galicia anterior, semanal, también publicada en Santiago, subtitulada «Periódico de Ciencias, Literatura y Artes», que existió desde octubre de 1841 a enero de 1842. Su fundador y director, Manuel Rúa Figueroa, era pariente de doña Emilia. Entre sus redactores se encontraba, por cierto, Francisco Navarro Villoslada.

La nueva Revista de Galicia, la dirigida por Emilia, no tomó de las anteriores más que el título, ya que en cuanto a sus planteamientos se inspiró más bien en las dos revistas culturales más importantes de la España del momento: en la Revista de España y, todavía más de cerca, en la Revista Europea, aunque la suya tiene un talante más divulgativo, menos erudito que el de éstas.863 La propia Emilia era consciente del menor alcance de su publicación.864 La Revista de Galicia, que salía en un principio los días 4, 11, 18 y 25 de cada mes -como rezaba la cubierta- y que se subtitulaba «Semanario de Literatura, Ciencias y Artes», suprimió la palabra «semanario» en el número 9, al cambiar su periodicidad para salir solamente los días 10 y 25 de cada mes, eso sí, triplicando el número de sus páginas en cuarto mayor, impresas a dos columnas, que de ocho se convirtieron en 24.

El primer número de la nueva Revista de Galicia vio la luz en La Coruña el 4 de marzo de 1880, y en el Programa que inserta en la primera página, después de una breve consideración sobre el papel de las revistas en el panorama periodístico -«vienen a ser hoy transacción estipulada entre dos rivales enemigos: el libro y la prensa diaria»-, pone de relieve el carácter amplio, aunque no ecléctico, que quiere dar a la suya, en la que tendrá cabida todo lo que contribuya al progreso de Galicia, pero sin aislarse del contexto español, e incluso extranjero, lo que sería perjudicial y nada enriquecedor: «Importa pues -escribe que las Revistas informen a la nación de cuanto sea digno de nota en la cultura provincial, y enteren a la provincia de lo que la nación piensa, trabaja y escribe», al mismo tiempo que «no es su ánimo permanecer enteramente ajena al conocimiento de lo que adelanten letras y ciencias fuera de España». Esta idea de contribuir al progreso de su tierra, sin particularismos que la empequeñecerían, preside toda su tarea y se advierte a través de las páginas de la Revista. En ellas da a conocer en Galicia el movimiento cultural e intelectual de Madrid y del extranjero, ya a través de artículos extensos como los de Rodríguez Mourelo sobre el Ateneo y sobre la Institución Libre de Enseñanza, ya con breves noticias artísticas, literarias o científicas. Y, al mismo tiempo, publica documentados estudios sobre el arte, la historia y la geografía gallegas, e informa de la actividad cultural de la región: veladas literarias públicas y privadas; concursos y certámenes literarios y musicales; juegos florales, como los de Pontevedra, tratados con extensión; fiestas con una vertiente cultural, como las de María Pita en La Coruña; exposiciones y muestras, como la Exposición regional de Pontevedra; actividades de instituciones como el Liceo Brigantino o la Sociedad Económica de Amigos del País de Santiago, etc. Todo ello en un tono positivo, pero no exento de crítica.

El conocimiento de la Revista de Galicia es interesante por varias razones:

Por una parte, porque supone el primer acercamiento de Emilia Pardo Bazán al periodismo profesional -no ya solo como eventual o incluso frecuente colaboradora en periódicos y revistas desde 1866-, lo que nos ofrece una nueva faceta de la escritora en una fecha temprana, en que acaba de publicar su novela Pascual López. Autobiografía de un estudiante de Medicina, cuya reseña, firmada por Ventura Ruiz Aguilera, aparece en el número 10.

La Revista, además, aporta textos desconocidos de doña Emilia, unos firmados con su nombre, otros anónimos, y otros bajo el seudónimo de Torre-Cores, pero todos atribuibles a su pluma sin lugar a dudas. Entre los más interesantes firmados por Torre-Cores se encuentran los dos titulados «La Revista de Galicia y la escuela realista portuguesa», cuando, interesada ya por la nueva corriente literaria, maduraba las ideas que pocos meses después, al regreso de su estancia en el balneario de Vichy, escribiría en el prólogo a Un viaje de novios. El ambiente que se respiraba en tomo al naturalismo -que en la Revista es llamado indistintamente con este nombre o con el de realismo- es perceptible en algunos artículos -«estos tiempos de naturalismo y decadencia», escribe Jesús Muruáis-, e incluso en breves noticias, como la que comenta que acaba de publicarse Nana, de Zola, «cuyo asunto y desarrollo son tachados de inmorales aun por la gente menos timorata» -dice textualmente- pero que «logra sin embargo tal éxito, que aun no bien puesta a la venta, un autor italiano sacó de ella un drama que se representa en Nápoles, y ya corre en América la cuarta edición de una traducción inglesa, por más señas furtiva» (Sección «Crónica literaria» del número 3). No es de lo menos interesante de la Revista la sección de «Bibliografía», en donde doña Emilia redacta veintidós reseñas, anónimas en los primeros números, y con la firma de Torre-Cores a partir del noveno, entre las que se encuentran las de El niño de la bola, de Alarcón (núm. 2), La Ciencia española, de Menéndez Pelayo (núm. 5), Dafnis y Cloe o las Pastorales de Longo, de Valera (núm. 6) o De tal palo tal astilla, de Pereda, a quien llama «un discípulo muy aventajado de la insigne Fernán Caballero» (núm. 9). Con su propio nombre, y en la sección de «Crítica literaria», firma además artículos sobre Saudades gallegas, de Lamas Carvajal (núm. 11), Aires da miña terra, de Curros Enríquez (núm. 13), Ecos dolientes, de Manuel Ramírez (núm. 18) y Renglones cortos, del joven Salvador Rueda (núm. 19). A su pluma se deben también las secciones «Crónica literaria», «Crónica científica» y «Miscelánea», que aparecen anónimas.

Por otra parte, en la Revista de Galicia se publicaron colaboraciones de autores que no figuran en las bibliografías de éstos, quizá por tratarse de escritos tempranos y por ser desconocida la Revista, y también fueron primicia en ella fragmentos de obras que estaban en vías de publicación, como un capítulo de la Historia de los Heterodoxos Españoles, que aún no había visto la luz: el dedicado a Juan de Valdés, que saldría en el segundo tomo.

Y, en otro orden de cosas, interesa la Revista de Galicia, porque es el primer proyecto en el que colabora Emilia Pardo Bazán para ayudar a levantar a Galicia de la postración intelectual y cultural en que se encontraba a la altura de 1880.

En el nº 19 de la revista, del día 10 de octubre, en seis breves líneas de la sección de «Miscelánea» aparece una noticia, en apariencia, intrascendente: «Ha salido para las aguas termales de Vichy (Francia) la Sra. Dª Emilia Pardo Bazán. La dirección interina de la Revista de Galicia queda a cargo del señor Conde de Pardo Bazán, a quien pueden dirigirse nuestros colaboradores.» Era el preludio del fin. Como hemos visto, a Menéndez Pelayo le contaba Emilia por carta sus ocupaciones; pero a Giner de los Ríos llevaba tiempo hablándole de sus preocupaciones (conyugales, familiares, intelectuales, de salud), que tuvieron mayor incidencia en los altibajos del desarrollo y en la muerte de la Revista. Poco antes de involucrarse en el proyecto, en septiembre de 1879, le manifestaba su estado de ánimo: «La falta de ciertas expansiones que solo VV. pueden proporcionarme, me entristece de tal manera que no es mucho asegurar que ella tiene la culpa de esta enfermedad que tan mal parada me trae. Tengo horas de melancolía profunda, y necesito, de veras, un poco de esparcimiento.» Y días después: «Hoy estoy muy triste y alicaída, porque pasó por aquí un buen facultativo de Santiago, me vio y opinó que probablemente no podré criar = Es la perspectiva que más me aflige; me paso el día llorando.» Una vez en marcha la Revista, en mayo del SO, le confesaba: «Me tiene a veces aburrida esta función directorial que he tornado sobre mis hombros.» Y en julio: «¡Quisiera irme al campo! Creo que a estos niños les conviene; pero la indecisión de los que me rodean hace que nunca se resuelva el día de la marcha. Decididamente estoy aburrida y triste, y me falta hasta aire para respirar.» Y termina esa carta: «Adiós, amigo mío. Sin ánimos ni resorte moral para nada, pero con el cariño de siempre, soy suya.» En este estado de ánimo, en septiembre salió para Vichy.

El último número de la Revista es, podríamos decir, de aluvión: las colaboraciones seriadas ocupan más espacio del habitual, porque hay que cubrir las páginas previstas; faltan las secciones fijas, cuyo hueco se llena con poesías; carece de los habituales e interesantes anuncios bibliográficos de las cubiertas y de la publicidad en general... Quedaban interrumpidas, aunque terminan con el habitual (Se continuará), colaboraciones de Menéndez Pelayo, Rodríguez Mourelo, el folletín de Alfred de Vigny y el estudio sobre Galdós de la propia doña Emilia, que acababa de ver la luz en la Revista Europea.




ArribaAbajoEmilia Pardo Bazán: entre el Romanticismo y el Realismo

Marisa SOTELO VÁZQUEZ


Universitat de Barcelona

En el tercer volumen de La Literatura Francesa Moderna (1911), dedicado al Naturalismo, Dña. Emilia Pardo Bazán, con el agudo olfato crítico que había caracterizado su quehacer literario esencialmente historicista, escribía a propósito de la evolución de los movimientos literarios en el siglo XIX: «acaso el sentir romántico sea eterno, aunque se transforme su expresión literaria».865 La distancia desde la que escribe Dña. Emilia, las páginas de preámbulo al análisis de Madame Bovary, al filo de fin de siglo, nos obliga a una reflexión, la pervivencia del romanticismo, del sentir romántico, más allá de sus estrictos límites cronológicos.

Evidentemente en la segunda mitad del siglo XIX la estética dominante en el campo de la novela es el realismo- naturalismo, sin embargo, basta un análisis -que aquí no podrá ser más que somero-, de algunas de las novelas de la primera época de Emilia Pardo Bazán -Pascual López (1879), pero sobre todo, Un viaje de novios (1881) y El Cisne de Vilamorta (1885)-, para comprobar la certera observación crítica de la autora, pues si bien la nueva estética realista-naturalista es definitivamente el cauce por donde fluyen dichas novelas, hay en ellas- el profesor González Herranz lo demostró a propósito de La Tribuna, considerada praxis del naturalismo pardobazaniano-, un buen número de rasgos que denotan la pervivencia explícita o soterrada y latente del romanticismo.

Dicho de otro modo, la arquitectura de la novela, la composición, responde a los cánones de la estética realista y aún naturalista: observación fiel de la realidad, plasmación de la multiplicidad de la vida; así como también la perspectiva del narrador se ajusta a dicha estética en búsqueda progresiva de objetividad, de impersonalidad narrativa. Sin embargo, la factura del personaje, su caracterización psicológica es, a menudo, deudora del romanticismo con todo el componente de idealismo, sentimentalismo e imaginación que ello conlleva. De ahí que en las mencionadas obras se produzca un balanceo estético, una amalgama de elementos románticos, costumbristas y realistas, resultando de ello un contraste grotesco entre poesía y prosa, entre idealismo, sentimiento romántico y realidad prosaica y vulgar agudamente observada y plasmada en las novelas.

Mas allá de otros elementos secundarios en la intriga novelesca, es precisamente en la textura psicológica del personaje protagonista donde el romanticismo aflora con más intensidad. Fijaremos la atención en Ignacio Artegui de Un viaje de novios y en el poeta-Cisne de Vilamorta, personajes que presentan entre sí más de una semejanza, tal como si la autora hubiera aplicado un mismo patrón caracteriológico. Ambos parecen fruto de la imaginación más que de la observación de la realidad, ambos son almas enfermas de insatisfacción con evidentes desequilibrios nerviosos, que la autora se esfuerza en justificar apelando al principio naturalista de las leyes de la herencia biológica como más adelante veremos.

Y esto es así, porque en los dos casos se trata de sucesivas modulaciones sobre el substrato del prototipo de héroe romántico, insatisfecho, pesimista, incrédulo, soñador, cuya conducta no está exenta de cierta teatralidad muy del gusto romántico, tal como observó el profesor Baquero Goyanes a propósito de Artegui en el prólogo a Un viaje de novios.866 Héroes inadaptados, incapaces de resolver su angustia vital, su tedio, sus aspiraciones de ideal, inmersos en un ambiente provinciano, cercado por la férrea moral católica en el caso de Lucía y Artegui de Un viaje o simplemente asfixiados por la ramplonería y el prosaísmo de Vilamorta, en el caso del Cisne. En realidad, mirado con cierta perspectiva, y teniendo en cuenta las estribaciones del fin de siglo, muy próximas a la fecha del estudio sobre la literatura francesa, que citaba al principio de este trabajo, es fácilmente perceptible el rastro de dichos personajes en la factura del héroe finisecular, del héroe modernista, en su sentimiento de fracaso vital y en su acentuada conciencia del dolor como fuente de conocimiento que, en este último período, hay que poner necesariamente en correlación con la filosofía pesimista de Schopenhauer.

El hecho de que Emilia Pardo Bazán amalgamara en sus primeras novelas ese sentir o espíritu romántico con las formulaciones de la estética realista, más allá de su eclecticismo tantas veces declarado en materia estética,867 obedece indudablemente a varios factores: en primer lugar, su formación literaria, sus lecturas. La temprana afición por Zorrilla -«el rey de la melodía, el Verdi de nuestros días»- confesada por la autora en sus Apuntes Autobiográficos.868 La lectura prohibida familiarmente869 y por ello doblemente anhelada de los románticos franceses, singularmente de Víctor Hugo, de quien a propósito de Nuestra Señora de París escribe: «Esto sí que es novela -pensaba yo relamiéndome-. Aquí nada sucede por modo natural y corriente, como en Cervantes, ni parece una cosa de las que a cada paso ocurren, como en Fernán: aquí todo es extraordinario, desmesurado y fatídico, y el entendimiento de quien lo ha escrito tampoco puede medirse con los demás, sino que es fénix y sin par». Para significativamente añadir: «Esta consecuencia influyó en el concepto que por muchos años tuve de la novela, creyéndola fuera del dominio de mis aspiraciones, por requerir inventiva maravillosa.870 Algo de esa admiración por lo desmesurado, lo extraordinario inconscientemente pervive en los primeros relatos, el asunto del alquimista en Pascual López, o las intervenciones del narrador señalando lo novelesco y melodramático de determinadas situaciones tanto en Un viaje de novios (cap. VII), como en determinados pasajes El Cisne de Vilamorta, la escena nocturna de la escalada a la solana por parte del Cisne para entrevistarse con Nieves, o el paseo de ambos por el acantilado y la tentativa de suicidio del poeta, (caps. XIX y XX).

Habría que añadir, además, la influencia del ambiente cultural galaico, las tertulias, cenáculos de la Coruña y los Juegos Florales de Orense de marcado acento romántico, donde la autora se dio a conocer como poeta, consiguiendo el primer premio con la «Oda a Feijoo» en 1876. Pocos años después, en 1880, su interés por Heine -que había dejado honda huella en el más tardío romanticismo español a través de Bécquer-, la llevará a traducir algunas de sus composiciones en El Faro de Vigo,871 así como a publicar en Revista de España (25-VI- 1886) «La Fortuna española de Heine».

No menos indicativo de su formación romántica es la influencia decisiva de Espronceda, ahora comprobable en toda su amplitud con la publicación de su poesía inédita que ha visto recientemente la luz.872 Y, por último, el conocimiento que Doña Emilia tenía de la poesía regional gallega: Lamas Carvajal, Pondal, Losada.... y de la más insigne poeta romántica Rosalía de Castro.873 Todo lo cual evidencia que, más allá de la poética realista en que se inscriben sus primeras novelas, la autora se había nutrido de lecturas románticas que le habrían de dejar honda huella, perceptible en sus años de aprendizaje como novelista, anteriores a la publicación de Los Pazos de Ulloa, y que, sin desaparecer del todo nunca, aflorarán con renovada intensidad y en consonancia con los nuevos rumbos de la literatura finisecular en sus últimas novelas: La Quimera, La Sirena Negra y Dulce Dueño, novelas neorrománticas con ingredientes legendarios y místicos.

Un viaje de novios, a pesar de que en el momento de su publicación fue leída por la mayor parte de la crítica en clave realista-naturalista, señalando como logros más importantes la impersonalidad del estilo, el estudio del temperamento armónico de Lucía, la protagonista, y la objetividad de las descripciones, «Clarín» se apercibió de la falta de unidad de propósito en la obra, a mitad de camino entre la novela y el libro de viaje, que como es sabido tuvo un enorme éxito en el Romanticismo. También, casi unánimemente la crítica señaló la artificiosidad del carácter de Artegui, argumentando que no procedía de la observación de la realidad como exigía la poética realista, sino que era fruto de la imaginación, de la fantasía de la autora: «Artegui es un tipo fantástico, engendro de la imaginación de una mujer que sabe idealizar y que sabe sentir» (....) «es de cartulina, un figurín de pesimista».874

La crítica moderna -el profesor Baquero Goyanes-, ha subrayado la teatralidad del personaje derivada de su factura inequívocamente romántica, patente sobre todo en los capítulos VI, VII y XIV de la novela. Profundizando en la objeción de «Clarín» y los comentarios del profesor Baquero me referiré a la escena de la excursión de Lucía y Artegui por los alrededores de Bayona, donde, además de la teatralidad de los gestos y palabras del personaje, el escenario retorna todos los tópicos del más rancio romanticismo: la naturaleza agreste, el acantilado, reforzado por los recursos efectistas de la tormenta, una luz «lóbrega» y «oscura» y «pavoroso y sepulcral silencio». Así como la perspectiva elegida por Doña Emilia es claramente romántica, dramática, como quien contempla la escena a cierta distancia de manera que los personajes son vistos como esculturas: «Lucía, anonadada, casi de hinojos, cruzadas las manos, imploraba; Artegui, alzado el brazo, erguida la estatura, mirando con doloroso reto a la bóveda celeste, pareciera un personaje dramático, un rebelde Titán, a no vestir el traje prosaico de nuestros días».875 Esta última frase en boca del narrador, consciente del inequívoco sabor romántico de la simbología del Titán, enfatiza el anacronismo de la escena. Dicha perspectiva contrasta con la proximidad y sobriedad de la observación realista de otros pasajes de la novela, como la descripción del cortejo nupcial en la estación de León (cap. I) o las pinturas de ambientes primero provincianos y posteriormente refinados y elegantes del balneario de Vichy (caps. XI-XII).

Un análisis más detenido de la figura de Artegui y, sobre todo, de sus palabras evidencia la naturaleza atormentada de un hombre radicalmente pesimista e incrédulo, que, en la escena antes mencionada, con tintes satánicos proclama su convencimiento de que el mal es el único motor de la vida y de la existencia. Profundo pesimismo que tiene una doble raíz, en su naturaleza neurasténica e hipersensible, heredada de su madre, (leyes de la herencia biológica), a la par que una raíz existencial, el conocimiento del dolor resultado de su experiencia como médico en la guerra carlista: «Creo en el mal. [...] En el mal -repetía- que por todas partes nos cerca y nos envuelve, de la cuna al sepulcro, sin que nunca se aparte de nosotros. En el mal que hace de la tierra vasto campo de batalla, donde no vive cada ser sin la muerte y el dolor de otros seres; en el mal, que es el eje del mundo y el resorte de la vida» (t. 1, p. 108).

Para, finalmente, manifestar su convencimiento de que al mal, «al dolor universal» sólo se le vence muriendo: «El dolor no concluye sino en la muerte: sólo la muerte burla la fuerza creadora que goza en engendrar para atormentar después a su infeliz progenitura» (t. 1, p. 108).

Ideas a las que vuelve Artegui en el capítulo XIV, para justificar su misantropía, su renuncia al amor, su deseo de anegarse en la nada, consciente de la imposibilidad de superar el dolor, el sufrimiento, pues en la medida que aumenta su conciencia crece su sufrimiento, derivando en profundo pesimismo y radical indiferencia: «Huí siempre de las mujeres, porque conocedor del triste misterio del mundo, del mal trascendente de la vida, no quería apegarme, por ellas a esta tierra mísera, ni dar el ser a criaturas que heredasen el sufrimiento, único legado que todo ser humano tiene certeza de transmitir a sus hijos... Sí, yo consideraba que era un deber de conciencia obrar así, disminuir la suma de dolores y males, cuando pensaba en esta suma enorme, maldecía al sol que engendra en la tierra la vida y el sufrimiento, a las estrellas que sólo son orbes de miseria, al mundo este, que es el presidio donde nuestra condena se cumple y por fin, al amor, al amor que sostiene y conserva y perpetúa la desdicha, rompiendo para eternizarla, el reposo sacro de la nada... «¡La nada!, la nada era el puerto de salvación a que mi combatido espíritu quiso arribar... La nada, la desaparición, la absorción en el universo, disolución para el cuerpo, paz y silencio eterno para el espíritu... «(t. 1, p. 157).

Y, al justificar sus tentativas de suicidio, añade Artegui: «Tú fuiste la ilusión... Sí, por ti hizo otra vez presa en mi alma la naturaleza inexorable y tenaz... Fui vencido... No era posible ya obtener la quietud de ánimo, el anonadamiento, la perfecta y contemplativa tranquilidad a que aspiraba... por eso quise poner fin a mi vida, cada vez más insufrible» (t. 1, p. 158). Palabras en las que parecen resonar ecos del pensamiento de Schopenhauer876 y que preludian algunos de los rasgos de la conducta de los personajes barojianos, Andrés Hurtado de El árbol de la ciencia y Fernando Ossorio de Camino de perfección. La renuncia a la acción, el deseo de perfecta y contemplativa tranquilidad, el aniquilamiento aparecen ya en el personaje de Artegui como reformulaciones del concepto de ataraxia schopenhaueriana.

Dado que las obras del pensador alemán Parerga y Paralipomena (1851), en traducción de Zozaya, lo publicó la España Moderna en 1889 y los tres volúmenes de El mundo como voluntad y representación (1819) aparecieron sucesivamente en 1894, 1901 y 1902, por tanto, bastantes años después de la publicación de Un viaje de novios (1881), no resulta fácil explicar cómo llegaron a la escritora dichas ideas. Pues no parece probable que Doña Emilia hubiese conocido de primera mano las obras del filósofo alemán, ya que no tenemos constancia de que su conocimiento del alemán pasase de las traducción de algunos poemas de Heine, además, su bagaje de lecturas filosóficas era más bien endeble, tal como ella misma recuerda en sus Apuntes Autobiográficos al evocar su amistad con los krausistas: «Cuando empecé a manejar libros de filosofía alemana, me honraba con la amistad de bastantes afiliados a la escuela, que entonces reunía muy lúcido séquito [...] como vi que los adeptos consideraban necesario el conocimiento de la lengua alemana, me dediqué a aprenderla, pero así que tuve una tintura, preferí consagrarme a Goethe, Schiller, Bürger y Heine, pues para las obras de metafísica declaro sin rebozo (aunque sería más lucido afirmar lo contrario) que, a menos de estar versadísimo, son preferibles las buenas traducciones francesas».877 No obstante no deja de ser curiosa dicha influencia y probablemente explicable porque los ecos de las ideas de Schopenhauer estuvieran en el ambiente cultural de la época -fuesen lo que el profesor Darío Villanueva llama «polen de ideas», como patentiza el título de una de las novelas de Zola, La joie de vivre-, o bien porque la autora hubiera leído, tal como parece deducirse de la cita anterior, alguna traducción francesa, ya que falta todavía un largo trecho hasta el fin de siglo,878 cuando circulaban ya las mencionadas traducciones y, en consecuencia, la influencia es evidentemente mucho más constatable, tal como vio tempranamente con agudeza Doña Emilia en su artículo sobre «La nueva generación de novelistas», publicado en Helios 11 (III-1904), al subrayar la sensibilidad exacerbada y el profundo pesimismo, influencia de Nietzsche, Schopenhauer y Maeterlinck, característico de los jóvenes modernistas.879

El reparo mayor que se puede hacer, sin embargo, al personaje de Artegui es que resulta borroso, que no acaba de estar dibujado con el detenimiento y la atención que merecía junto al personaje de Lucía, probablemente el mejor de la novela. Y ello no es consecuencia de su factura romántica sino de lo que «Clarín» llamaba «falta de unidad de propósitos», porque lo que empezó siendo la acción de una novela de corte realista deriva y se diluye al llegar los protagonistas a Vichy, convirtiéndose en crónica de viajes, con una sucesión de descripciones de paisajes, ambientes, costumbres, que se desvían de la acción principal, incluso con la desaparición de la escena del personaje que junto a la protagonista más interés tenía para el lector, Artegui. En las últimas páginas la autora retoma la acción pero ya de forma precipitada y con pocas posibilidades de desentrañar mediante un análisis atento los verdaderos móviles del sentir romántico de Artegui, que no queda suficientemente explicado ni llega a convencer de su verdad al lector, de ahí que las objeciones de «Clarín», «figura de cartulina, ensoñación...» en vez de personaje de carne y hueso como exigía la poética naturalista, sean totalmente fundadas. Puesto que el defecto de composición, o la falta de unidad de propósito, acaba por perjudicar el trazado del personaje que queda así reducido a un tipo construido con los tópicos del romanticismo.

La diferencia entre el héroe de Un viaje de novios y el de El Cisne de Vilamorta arranca fundamentalmente del punto de vista con que lo contempla el narrador. Pues si en el primer caso se observa una especie de compenetración simpática de narrador y personaje, en el caso de El Cisne, el punto de vista es más impersonal sólo en apariencia, ya el narrador interviene frecuentemente con observaciones y reflexiones propias, que proyectan sobre la conducta del personaje una luz grotesca con tintes paródicos. El cambio de perspectiva parece lógico, han transcurrido cuatro años entre una y otra novela, en los que Doña Emilia ha publicado no sólo los polémicos artículos de La Cuestión palpitante sino también La Tribuna y, sin embargo, la autora no se ha librado del todo del poso romántico, aunque su actitud ante el romanticismo ha cambiado substancialmente. Consciente de que a la altura de 1884 el romanticismo es una estética trasnochada escribe en el prólogo a la novela: «El romanticismo como época literaria ha pasado. Mas como fenómeno aislado, pasión, enfermedad, anhelo de espíritu no pasará tal vez nunca. En una o en otra forma, habrá de presentarse cuando las circunstancias y lo que se conoce por medio ambiente faciliten su desarrollo, ayudando a desenvolver facultades ya existentes en el individuo».880 Juicio que anticipa de forma absolutamente coincidente el de los años finales de su trayectoria literaria y del que partíamos al principio de esta comunicación, a la par que señala certeramente la posible convivencia del espíritu romántico con las leyes del determinismo del medio.

En el mismo prólogo, previendo la recepción crítica de su novela, volvía a insistir en lo estéril de las discusiones que tenían como única finalidad colocar a una novela el marbete de romántica o de naturalista cuando el fin último que guía al autor es la creación de una obra de arte, en la que, como en la vida, poesía y prosa andan mezcladas para terminar justificando la pervivencia del espíritu romántico en El Cisne de Vilamorta desde postulados historicistas y tainianos: «No hay estado del alma que no se produzca en el hombre, no hay carácter verdaderamente humano que no se encuentre queriéndolo buscar; y en nuestras pensadoras y concentradas razas del Noroeste el espíritu romántico alienta más de lo que parece a primera vista».881

La presentación del personaje de Segundo García, tal es la vulgaridad del nombre de pila de El Cisne, tiene también todos los ingredientes tópicos del romanticismo: poeta becqueriano, de naturaleza sensible, «dócil a la poesía del paisaje», insaciable espíritu que ambiciona la gloria y la fama poética, con un pueril exhibicionismo del yo. El insaciable espíritu del Cisne se justifica, como en el caso del protagonista de Un viaje de novios, apelando a las leyes de la herencia biológica, de manera que en este caso la histeria de una madre extenuada por las repetidas lactancias había determinado la complexión melancólica y la hipersensibilidad del Cisne: «Hijo de una madre histérica, a quien las repetidas lactancias agotaron, hasta matarla de extenuación. Segundo tenía el espíritu mucho más exigente que el cuerpo. Había heredado de su madre la complexión melancólica y mil preocupaciones, mil repulsiones instintivas, mil supersticiones prácticas» (t. 2, p. 204).

A pesar de someter a su personaje al determinismo de las leyes de la herencia biológica, la autora parece consciente del balanceo estético de su novela entre el romanticismo y el realismo, incluso en cuestiones anecdóticas, aunque no por ello menos significativas, así al dibujar el aspecto físico del Cisne señala que era «algo desfasado respecto a los cánones de la moda» (t. 2, p. 201), y de su formación y estudios en la Universidad escribe: «Segundo había tenido en Santiago, durante los años escolares, trapicheos estudiantiles, cosa baladí, y extravíos de esos que no evita ningún hombre entre los quince y los veinticinco, probando también las que en la época romántica se llamaban orgías y hoy se conocen por juergas» (t. 2, p. 204), de nuevo, enfatizando lo desfasado de los usos y modos románticos.

Este lector y recitador de Bécquer, Zorrilla, Espronceda, conocedor de la poesía regional gallega, -incluso algún crítico882 creyó ver en él una caricatura de Lamas-, admirador de Heine, Lamartin, Víctor Hugo en coincidencia con el bagaje de lecturas de la propia autora, «se identificaba con el movimiento romántico», pero la voz del narrador nos advierte una vez más del carácter anacrónico de dicha identificación al escribir: «revivió en un rincón de Galicia la vida psicológica de las generaciones difuntas» (t. 2, p. 204). Y, además, para subrayar ese anacronismo por contraste nos informa de las lecturas del Señor de las Vides, hidalgo gallego, verdadero antecedente del mundo de Los Pazos, Holhach, Rousseau, Voltaire, Feijoo y los enciclopedistas franceses, lecturas que sintonizan con la estética del naturalismo, cuyas raíces ahondan en Diderot y en Boileau.

El contraste grotesco entre el poeta becqueriano y el mundo provinciano que le rodea arranca en primer término del prosaísmo y la vulgaridad de su nombre en contraposición al poético seudónimo de Cisne de Vilamorta, y se acentúa progresivamente en la novela en contraste con los diferentes ambientes prolijamente descritos: las tertulias de rebotica, una liberal ilustrada, a la que pertenece el hidalgo de las Vides, y la otra, de sus adversarios políticos, reaccionaria y carlista, los bailes del Casino, los paseos, las costumbres ancestrales, las tareas del mundo campesino: la matanza, la vendimia... todos ellos minuciosa, morosamente descritos, a veces en detrimento del análisis del personaje del que por contraste sabemos que le hastiaba aquella vida rutinaria, prosaica de sus convecinos, cuyo paradigma es Agonde, el boticario, remedo algo borroso del Homais flaubertiano: «Mientras cavilaba Segundo, el boticario se le acercaba, emparejando al fin caballo y mula. La claridad del crepúsculo mostró al poeta la plácida sonrisa de Agonde, sus bermejos carrillos repujados por el bigote lustroso y negro, su expresión de sensual bondad y epicúrea beatitud. ¿Envidiable condición la del boticario! Aquel hombre era feliz en su cómoda y limpia farmacia, con su amistosa tertulia, su gorro y sus zapatillas bordadas, tomando la vida como se toma una copa de estomacal licor, paladeada y digerida en paz y gracia de Dios y en buena armonía con los demás convidados al banquete de la existencia. ¿Por que no había de bastarle a Segundo lo que satisfacía a Agonde plenamente? ¿De dónde procedía aquella sed de algo, que no era precisamente ni dinero, ni placer, ni triunfos, ni amoríos, y de todo tenía y todo lo abarcaba y con nada había de aplacarse quizá?» (t. 2, p.218).

Esta sed insaciable que atormenta y consume al soñador becqueriano hasta llegar a hacer de él un ser miserable, que acepta egoístamente los favores económicos y la protección de Leocadia, la literata, vieja maestra enamorada, que no duda en sacrificar incluso a su propio hijo para proteger a su Cisne, es contemplada por los demás personajes de la novela como algo absolutamente ridículo y desfasado: «¿Bravo! Pues si se fía usted en los versos para navegar por el mundo adelante... Yo he notado en este país un cosa curiosa, y voy a comunicar a usted mis observaciones. Aquí los versos se leen todavía con mucho interés y parece que las chicas se los aprenden de memoria... Pues allá, en la corte, le aseguro a usted que apenas hay quien se entretenga en eso. Por acá viven veinte o treinta años atrasados: en pleno romanticismo» (t. 2, p. 229). La novelista vuelve una y otra vez a insistir en el anacronismo del medio cultural galaico, dominado todavía en los años ochenta por el romanticismo y en el carácter desfasado y melodramático de los gestos y actitudes del Cisne. Las referencias se podrían ampliar a otros pasajes de la novela, algunos en clara correlación con Un viaje de novios, como la escena del paseo al borde el precipicio y la tentación de suicidio, que ahora sin embargo, resulta un tanto falsa y teatral: «Era un final muy bello, digno de un alma ambiciosa, de un poeta... Pensándolo, Segundo lo encontraba tentador y apetecible..., y, no obstante, el instinto de conservación, un impulso animal, pero muy superior a la idea romántica, le ponía entre el pensamiento y la acción muralla inexpugnable» (t. 2, p. 256).

Además del protagonista, en El Cisne de Vilamorta, el personaje de Leocadia, la maestra, tiene también indudablemente un perfil romántico y folletinesco,883 que no podemos abordar aquí y que contribuiría a afianzar la tesis del balanceo estético entre romanticismo y realismo que sustento.

Resumiendo, a la vista de lo indicado hasta aquí, se puede afirmar que el sustrato romántico pervive en las novelas de la primera época de Doña Emilia Pardo Bazán, singularmente a través del trazado psicológico de algunos personajes, aunque las modulaciones y, sobre todo, la perspectiva de la autora vaya variando desde una compenetración simpática a una visión paródica, consecuencia en parte de los titubeos estéticos de la primera época entre una concepción de novela cada vez más próxima al estudio de la realidad y el romanticismo fuertemente enraizado en su naturaleza, que alienta como ingrediente esencial en la factura psicológica de los personajes analizados.

De manera que si bien es cierto, como vio la crítica de su tiempo y también la moderna, que en Un viaje de novios está el germen del naturalismo pardobazaniano, también lo es que está igualmente presente el del premodernismo de la última etapa, precisamente a través de la pervivencia de la vena romántica. Porque indudablemente el romanticismo se integra como intertextualidad en la estética realista-naturalista y lo que Doña Emilia llama el «sentir como intertextualidad en la estética realista-naturalista y lo que Doña Emilia llama el «sentir romántico» forma parte del estatuto del personaje en dialéctica con la poética del medio ambiente en las mejores novelas.

En cuanto a las objeciones a lo desdibujado de los caracteres -más el de Artegui, aunque resulte un personaje más noble que el del Cisne-, no creo que haya que achacarlo a la filiación romántica de ambos personajes, aunque se trate de un romanticismo estereotipado, que tiende en algunos pasajes a la caricatura. El problema tiene raíces más profundas, en las facultades de la autora como novelista que, a mi juicio, son las de una aguda observadora de la realidad social, magnífica pintora de ambientes y costumbres, pero insuficiente psicólogo para penetrar en el mundo interior del personaje, no sólo para mostrar sino para hacer creíbles sus motivaciones e impulsos. Porque como escribiera «Clarín» a propósito del Cisne, en respuesta a los críticos que achacaban los defectos de caracterización a la mediocridad del poeta becqueriano: «un hombre vulgar sirve perfectamente para protagonista de un libro, pero hay que ahondar en el hombre y traerlo y llevarlo un poco por el mundo. Si no se hace esto, el libro no estará mal (si hubo talento para pintar el carácter), pero sabrá a poco a todos, y a soso a muchos».884