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Del Romanticismo en España y de Espronceda

Juan Valera





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I

Estudios de erudición no falta hoy quien los haga en España, sobre cosas de España; pero mientras que la historia y la literatura nacional se cultivan con buen éxito, aún se nota entre nosotros, fuerza es decirlo, un lastimoso y muy notable atraso en otras ciencias y doctrinas. Nuestros sabios y nuestros periodistas apenas hacen más que imitar, copiar y traducir las ideas de los libros franceses; y alimentados y criados en la lección y consideración de estos libros, toman, sin querer, hasta su lenguaje, desvirtuando la hermosura y empañando el esplendor del nuestro. Y no queremos dar a entender que no haya en España profundos economistas, matemáticos sutiles y entendidos, médicos doctos, y políticos de altas miras y despejado ingenio; sino que aún no tenemos autonomía y movimiento propio: esto es, una política española,   —120→   una escuela filosófica española, un sistema científico cualquiera que se pueda llamar nacido en España. Solos dos hombres gloriosos, muertos por desgracia temprano, y de cuya fama adhuc sub iudice lis est (porque acaso la envidia sea como el amor, más fuerte que la muerte); solo dos hombres gloriosos, Valdegamas y Balmes, han intentado dogmatizar sin apoyarse servilmente en una autoridad extranjera. Sus libros han recorrido en triunfo la Europa. Lo que por sí solo probaría, aunque no hubiese otras pruebas, que ni de la inspiración filosófica, ni de la inteligencia de los asuntos elevados, ni de la voluntad perseverante y firme en la meditación, carecemos los españoles; y que aquella esterilidad o pereza nuestra, de que ya nos acusaba Escalígero, diciendo aliqui Lusitani docti, pauci Hispani, proviene de otras causas; las mismas sin duda que dan origen a nuestro atraso en la industria, en el comercio y en la agricultura; atraso que más que ninguna otra cosa, por ser tan grosero y materialista el siglo en que vivimos, nos echan en cara las naciones extrañas, sin considerar que aún somos ricos de más perfecta riqueza; la cual, aunque ofuscada y oculta, todavía está en nosotros, y ha de salir con el tiempo a dar luz y brillo. Porque a pesar de las discordias civiles y de las malas pasiones que han tomado cuerpo y vigor entre los que tratan de gobernarnos, la antigua virtud renace, y las aspiraciones sublimes se despiertan; y ya que no puedan realizarse en el mundo, adquieren forma y vida fantástica en la poesía.

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Por eso hay una poesía española y poetas españoles con ser propio y no hijos de los extranjeros, como el filósofo español, que es hijo de Kant o de Cousin, y el economista español que nos traduce y copia a Say o a Bastiat. Sabido es que en las ciencias no se puede, como en poesía, fantasear ni inventar continuamente; pero también sabemos que, cuando no se hace sino repetir, casi no hay objeto ni motivo para escribir libros, en que solo la frase, si acaso, sea nueva. Y en muchas ciencias y doctrinas, repito, que no somos en el día sino meros imitadores y copistas. Lo contrario sucede en la poesía; porque después de haber dejado, por una feliz revolución literaria, la senda fatal de imitación de los clásicos franceses, y después de haber renegado del Apolo de peluquín con polvos que tenía por Dios, volvió a tomar en el romance y en el drama sus antiguas y originales formas, y dio frutos sabrosísimos y preciosos.

El romance es nuestra poesía indígena, nacida entre nosotros, sin que nada le deba a la poesía griega, ni a la latina, ni a la italiana, ni a la francesa, que sucesiva o simultáneamente han imitado, y siguen imitando los poetas académicos. Y del romance, de esa poesía popular, ha nacido nuestro teatro, el más rico, el más vario y el más sublime del mundo.

El romance es nuestra poesía, o por lo menos el germen de nuestra verdadera poesía: y cuando esta decae y no muere, es porque en el romance se conserva viva, y el vulgo la sigue cantando en las ciudades, y los rústicos en las aldeas y despoblados; y ya   —122→   la cantan en coplas, ya en jácaras, ya relatando historias tan picantes como la de Gerineldos, o tan tiernas y delicadas como la de aquella condesa que va peregrinando en busca de su esposo. Lo que Iriarte decía irónicamente al oír cantar al ciego, aun hay en España poesía, yo lo hubiera dicho de buena fe, si hubiese vivido en su tiempo. En los de decadencia y mal gusto se ve a los poetas olvidar sus extravagancias y ser grandes o por lo menos ingeniosos, cuando escriben romances o cosa parecida. Góngora, prevaricador del buen gusto, detestable en las Soledades y en el Polifemo y mediano poeta en sus canciones endecasílabas, como por ejemplo, en la de la Armada invencible, es discretísimo, ameno, amoroso y divertido en los romances.

Los españoles ha tiempo que no somos devotos de la docta antigüedad. Poco nos ha molestado y corrompido el gusano roedor del abate Gaume. Saber griego entre nosotros era un prodigio, y saber latín punto menos, pues el poco que se aprendía en las escuelas se procuraba olvidar enseguida. Hay, sin embargo, regulares traducciones de algunos clásicos; pero nadie las lee, o ya porque están hechas por eruditos las más, y poquísimas por poetas, o ya porque al pueblo no le divierten los griegos y los romanos. A los españoles, a pesar de las sátiras, de los preceptos, y de los ejemplos de don Leandro Moratín, nos han gustado y nos gustan más las comedias de capa y espada que las de Terencio y Moliere; y los romances y las coplas más que las odas. Añádanse a esto las   —123→   frialdades insulsas de Venus y de Cupidillo, que de la corta inteligencia de los clásicos, y del vano deseo de imitarlos, sacaban nuestros poetas académicos, la compresión intelectual en que vivíamos y la pobre y rastrera filosofía francesa del siglo pasado, que los liberales oponían al fanatismo de los frailes y al despotismo del gobierno, y se comprenderá la situación de ánimo en que nos sorprendieron de consuno la muerte del rey, la guerra civil, la vuelta de los emigrados, la nueva aurora de libertad, la revolución política, y la literaria del romanticismo. Las ideas tomaron nuevo giro; se pudo hablar y escribir; se entendió mejor lo que pasaba en el mundo y el adelanto de las otras naciones; deseamos alcanzarlas en su movimiento progresivo, y en literatura pensamos abrir nueva senda más original y más ancha. La secta de los románticos, que vino de Francia, como vienen todas las modas, se amoldó perfectamente a nuestras inclinaciones y carácter, y se hizo tan española como si hubiera nacido en España; porque si la palabra romanticismo quiere decir algo, no hay país más romántico que el nuestro. Con todo, el romanticismo tuvo al principio mucho de ridículo, de pueril y de exagerado; y a pesar de los grandes poetas que siguieron la nativa secta, hicieron de ella los clásicos mil burlas merecidas. Pero de la misma contienda nació poco a poco una filosofía del arte más perfecta y comprensiva; las distinciones desaparecieron, y se llegó a entender que de lo bello y de lo feo, de lo ingenioso y de lo rudo, es de lo que se debe ocupar   —124→   el crítico, para admirarse de lo que naturalmente es hermoso, y desechar y condenar lo que, por moda o convención, suele, en un momento dado, parecer bello al vulgo.

El romanticismo, por lo tanto, no se ha de considerar, hoy día, como secta militante, sino como cosa pasada, y perteneciente a la historia. El romanticismo ha sido una revolución, y solo los efectos de ella podían ser estables. Entre nosotros vino a libertar a los poetas del yugo ridículo de los preceptistas franceses y a separarlos de la imitación superficial y mal entendida de los clásicos; y lo consiguió. Las demás ideas y principios del romanticismo, fueron exageraciones revolucionarias que pasaron con la revolución, y de las cuales, aún durante la revolución misma, se salvaron los hombres de buen gusto.

El romanticismo que veinte años ha apareció, o si se quiere, resucitó entre nosotros, había aparecido en Alemania durante las guerras contra Napoleón, no solo como secta literaria, sino como doctrina filosófica y patriótica, que sacaba la edad media de su sepulcro y que armaba a sus guerreros católicos contra el pagano emperador de Francia. Nosotros, que no teníamos necesidad de evocar espectros para luchar con Napoleón, y que conservábamos vivas en el alma las ideas patrióticas, conservamos asimismo, en medio de aquel levantamiento contra los franceses, un respeto ciego por sus preceptos literarios, y hasta un amor decidido y un anhelo particular de seguir en todo sus ideas filosóficas. Así es que Quintana, el gran   —125→   poeta lírico, es el poeta más pagano que ha habido en España; y aunque por el sentimiento es sublime, las ideas que populariza son las más vulgares de la filosofía francesa del siglo pasado.

Cuando por medio de los franceses, y con las obras de Chateaubriand, Víctor Hugo y Mme. Staël, llegó a nosotros el romanticismo, llegó combinado con tan nuevas ideas, que los dos Schlegel que le proclamaron en Alemania no le hubieran ya reconocido. Los franceses le habían añadido mucho de su propia cosecha, y habían tomado por romántico cuanto era alemán, aunque no fuese romántico, ni por tal pasase en Alemania. Nosotros hicimos lo mismo; y, como los franceses, añadimos a estos elementos del romanticismo, no solo cuanto nos pareció romántico en nuestro propio país, que no fue poco, sino otro romanticismo venido de un país diferente; y que por sí solo imprimió un carácter singular a la nueva literatura. Hablo de las obras de lord Byron, ingenio poderoso y originalísimo: y de las de Walter Scott, no menos original, aunque no tan grande. Nos pintaba el primero las cosas presentes con el hastío de la vida, las tinieblas de la duda, los ayes da la desesperación o la risa del sarcasmo, y Walter Scott las cosas pasadas con una verdadera y maravillosa segunda vista, y con los colores más brillantes y poéticos, aunque con una prolijidad a veces enojosa.

Los trastornos y revueltas porque hemos pasado, y lo extraordinario y nuevo de muchas cosas presentes, han despertado en los hombres gran vigor y agudeza   —126→   de comprensión para las remotas, así en el tiempo como en el espacio; y de aquí nace (a par de las relaciones de viaje y de las historias ad narrandum1 non ad probandum, en las cuales no se omite menudencia alguna por microscópica que sea), ese amor y cuidado con que se procura conservar en el día, en toda obra de arte, lo que llaman color local. Verdad es que este color suele ser falso; y en tratándose de la edad media, lúgubre en demasía. Muchos poetas góticos huelen a cementerio; y lo que es más, tienen una extraña predilección por lo deforme y por lo feo ideal. Afirman algunos impíos alemanes que esto proviene de que el cristianismo les diabolizó la naturaleza, que ellos había divinizado; pero si verdaderamente la divinizaron, cuando eran gentiles, fue tan sin ninguna gentileza y con tanta barbarie, que a poca costa se les volvían diablos los dioses, aunque antes no lo fuesen. No así Venus, Apolo, Minerva, las Musas y las Gracias. Nunca el cristianismo los ha convertido seriamente en diablos; y si han dejado de ser dioses, continúan siendo ficciones divinas. Goethe, príncipe de los poetas de este siglo; Goethe, a quien los románticos españoles y franceses pusieron entre sus maestros, y que en el sentido estricto de la palabra, no puede pasar por romántico, fue pagano, pero del paganismo griego, y no del alemán. Este egregio poeta prestó y añadió una idea peregrina al romanticismo, a saber, la de la poesía trascendental. Así como pensaron sus compatriotas en hallar la ciencia trascendental, así Goethe procuró poner esta ciencia en poesía; y en   —127→   la poesía, lo creado, lo increado, y el porqué y el cómo de todo ello. Esta fue la última faz con que se presentó entre nosotros el romanticismo. Veamos ahora qué carácter y fisonomía tuvo desde luego.

El romanticismo podía ser católico ferviente, incrédulo y blasfemo, amoroso y blando, terrible y endemoniado, y todo a la vez. El toque para ser romántico consistía principalmente en renegar de las divinidades del Olimpo; en hablar de Jehovah, o en no hablar de Dios alguno; y en poblar el mundo, no ya de semidioses paganos, sino de ondinas, huríes, brujas, sílfides y hadas, o en dejarle vacío de toda apariencia que no fuese natural y conforme al testimonio de los sentidos.

En cuanto a la forma, los románticos la desatendían, presumiendo de espiritualistas, y poniendo la belleza en lo sustancial y recóndito. El poeta no escribía ni debía escribir por arte, sino por inspiración; su existencia debía tener algo de excepcional y de extravagante; hasta en el vestido se debía diferenciar el poeta de los demás hombres; y el universo mundo le debía considerar como un apóstol, con misión especial que cumplir en la tierra. Víctima de su misión y de su genio, no comprendido por el vulgo, el poeta debía ser infeliz, debía ser una planta maldita con frutos de bendición. En sus amores debía aspirar el poeta a un ideal de perfección que nunca se realizase en el mundo, ni por asomo se hallase en mujer alguna; y sin embargo, amar a una mujer con delirio, imaginando ver en ella a la maga de sus sueños, a la paloma del   —128→   diluvio y a la rosa de Jericó: mas al cabo debía palpar la realidad, conocer lo vulgar del objeto de sus amores, maldecirle, y menospreciarle, y llorar sus ilusiones perdidas; ya blasfemando de Dios y de sus santos, ya echándose a los pies de los altares, y entonando plegarias a la Virgen y a Jesucristo. En fin, ya estuviese enamorado, ya desengañado, ya hastiado, ya fuese incrédulo, ya creyente, todo poeta romántico debía hablarnos siempre de sí mismo. Pero esta manía autobiográfica la disculpo yo, y hasta la alabo; pues no sólo proviene de lo reflexivo del siglo en que vivimos, y de los sistemas de filosofía, que ahora privan, todos o casi todos psicológicos; sino que es además muy cristiana, y no desdice de la humildad evangélica. Un pagano no hablaba de sí mismo sino cuando después de haber hecho grandes hechos, tenía razón para creerse un prodigio de ingenio, de valor o de doctrina; y aun así hablaba poco. Cuando Marco Aurelio escribió, ya el cristianismo estaba en todos los corazones. A un cristiano, con ser hombre le basta, magna enim quaedam res est homo, factus ad imaginem et similitudinem Dei, así es, que llena el mundo de sus quejas, tribulaciones y esperanzas. ¿Y por qué no ha de llamar a sí la atención del mundo, cuando llama constantemente la de Dios, y le interesa y enamora hasta el extremo de hacerle tomar carne mortal y morir por amor suyo?

Otra de las ideas capitales de los románticos, presentada de mil maneras diferentes, consecuencia de la agitación y malestar de los espíritus, y presentimiento   —129→   del socialismo, era la idealización de los hombres patibularios, y la creencia de que sus crímenes se debían imputar a la sociedad mal organizada, y a la grandeza de sentimiento de los tales héroes, a quienes esta mezquina sociedad les venía estrecha. Pero si los poetas románticos suelen tomar por héroes de sus escritos hombres criminales, no hacen amar a estos hombres por sus crímenes, sino hacen que nos admiremos de las virtudes, que a pesar de los crímenes, hay en ellos. Si éste es un defecto, existe aún más en la gran poesía clásica, y nunca la poesía moderna tuvo héroes tan tremendos y de tan fieras e indomables pasiones, como los de la familia de Atreo, como Medea, y como Mirra. El destino inflexible, o alguna divinidad malévola los impulsaba al crimen. El héroe romántico es libremente criminal, y justiciable del crimen que comete. En nombre de la ley moral se le puede condenar, y le condenamos. Su única excusa, esto es, el único motivo porque le compadecemos, es porque alguna virtud muy alta mal dirigida, o alguna idea grande mal interpretada, o alguna pasión noble, le extravían. Si entendemos a veces que la sociedad mal organizada es parte, en algunas maldades del individuo, como la ley moral está más alta que el organismo social, siempre queda salvo el derecho de imponer una pena en nombre de esta ley aunque el crimen que se castiga, no sea todo del castigado. La sociedad puede ser cómplice; y como la sociedad somos todos, todos solidariamente somos también cómplices en aquel delito: y la perturbación,   —130→   que causa el crimen en la sociedad, nos sirve de castigo. El médico de su honra, por ejemplo, y Roque el bandido generoso y valiente, que hace prisionero a D. Quijote, son de los que perdonamos, y cuyos crímenes caen sobre la sociedad y las preocupaciones del siglo en que vivieron. Y no por creer en esta imperfección social, y en la perfectibilidad de la raza humana es nadie socialista. La poesía romántica tiene a no dudarlo, algo de socialismo; pero de un socialismo más alto, que aún está por venir. La poesía es toda aspiración y vaticinio. La magia fue antes de los ferrocarriles, del gas y del magnetismo: Séneca profetizó el descubrimiento de América, y Esquilo en Prometeo la Redención; y Virgilio adivinó mucho del sentimiento moral del cristianismo, y hasta el progreso civilizador de Europa, extendiendo por toda la tierra sus costumbres, su poder y su ciencia:


-erit altera quae vehat Argo
Delectos Heroas: erunt etiam altera bella,
Atque iterum ad Troiam magnus mittetur Achilles.



No pretendo yo negar que haya habido autores, que por medio de sus obras poéticas, del teatro y las novelas principalmente, hayan querido propagar ciertas ideas, no ya de un socialismo que está por venir aún como doctrina, sino de ese socialismo que ha amenazado desquiciar la sociedad hace pocos años; pero esto no prueba sino que la poesía, que por sí misma, y en sí misma tiene un nobilísimo fin, cual es la creación de la belleza, puede a veces, rebajándose   —131→   y desdorándose, servir de instrumento a otros fines. No negaré tampoco el mal gusto de algunos, que buscando, solamente para sus dramas argumentos enmarañados y lances estupendos y terribles, los han buscado ya en las gacetas de los tribunales, ya en las antiguas crónicas, sin dar realce sino a lo feo y lo malo. Pero como lo malo y feo, feo y malo se queda, sin que estos dramaturgos y novelistas puedan ni quieran hacerlo pasar por hermoso y por bueno, aunque los acusemos de prosaísmo, porque pintan las cosas como han sido y como son, y no como debieran ser, no me parece, con todo, que los podamos acusar de inmorales. Los hombres, que son buenos, no se enamoran de la maldad aunque la vean, sobre las tablas o en una novela, salir triunfante de la virtud; porque en este mundo, real y positivamente estamos viendo esto muy a menudo, sin necesidad de recurrir a ficciones; y los hombres, que son malos, no aprenden nada que ellos ya no sepan sobre la maldad.

El saber, ensanchando el círculo de nuestras ideas, puede ser causa ocasional de nuevas virtudes, que de aquellas ideas se alimenten y vivan; pero no de nuevos vicios, porque el mal es cosa limitada, y fácilmente se llega con la inteligencia a su último término; y el bien es infinito, y mientras más campo abarca la inteligencia, más bien descubre, a donde llegar con la voluntad. Lo que sí puede dar el saber son los medios para cometer la maldad; pero nadie va a buscar estos medios en los libros de entretenimiento.

El verdadero y más notable defecto de los románticos   —132→   ha sido la verbosidad, que ellos llaman vaguedad; porque la pompa y majestuosa armonía de las palabras no encubre lo vacío de sentido. Nuestra lengua puede expresar los pensamientos con toda la concisión deseable, y muchos poetas españoles suelen ser concisos; los romanceros, sobre todo y los mismos poetas románticos cuando escriben romances. Pero cuando escriben odas, o se dan a filosofar, como a menudo no saben siquiera lo que van a decir, ni entienden lo que dicen, arman una jerigonza y estruendo hueco, que acaso halague los oídos, pero que siempre se resiste a la traducción en una lengua extranjera, y hasta a una traducción en prosa y gramatical, hecha en nuestra misma lengua castellana. Muchos poetas románticos, cuando se sienten inspirados, van poniendo palabras unas en pos de otras, sin atender al sentido ni a los preceptos, que encierran con seis llaves, incluso los de la gramática. «No solamente (dice uno de estos poetas, y cuenta que es de los mejores), no solamente encerramos con seis llaves la gramática, sino que procuramos olvidarnos hasta de su existencia.» La gramática, según él, es un código convencional inspirado por la senectud.

De la afición a las palabras sonoras nace también lo falso, monótono y prolijo de las descripciones, que no están sacadas de la naturaleza misma, sino arregladas con palabras y frases ya usadas, y aun desechadas por otros poetas, y que sirven en todas ocasiones, vengan o no a propósito: v. gr. esponjado tulipán, ágil y pintado colorín, negro capuz, lúgubre son, fúnebre   —133→   ciprés, flotante tul, pliegues del viento y raudo torbellino.

Otro defecto del romanticismo español es la hipocresía: porque finge la fe que no tiene. Los versos místicos del día no valen, por lo sentidos, fervorosos y verdaderos, un villancico de los Pastores da Belén de Lope. Compararlos con los versos de León, de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, sería una blasfemia.

Falta por último, a la poesía romántica de España aquella majestad tranquila, y aquel mirar sereno, que aun en los momentos de más grande pasión, ostentan y tienden sobre las cosas y las ideas la verdadera poesía clásica, y la de Goethe y de Leopardi.

Nuestros poetas románticos han sido y son desaliñados por ignorancia o por descuido; llorones por moda, o porque en España no ha habido en mucho tiempo sino motivo de llorar; y muy a menudo, hinchados, palabreros, y vacíos de sentido. Mas a pesar de todo, yo entiendo que los debemos absolver por la inspiración y entusiasmo que suele haber en sus poesías; y porque muchos de ellos, que comenzaron a escribir cuando nada sabían, han ido después aprendiendo y corrigiéndose hasta llegar a un término razonable. Ni faltaron algunos, que nunca, o rara vez, se apartasen de este razonable término: ya porque tuvieron la dicha de hacer mejores estudios, o de estudiar algo antes de echarse a poetas; o ya porque el claro entendimiento que tenían, los alumbraba para que del camino derecho no se apartasen, y la buena   —134→   voluntad les ponía estímulo para que se instruyesen.

Enumerar aquí uno por uno todos los poetas dignos de memoria, que últimamente ha habido en España, sería demasiado prolijo; y enumerar, los malos y menos que medianos poetas, que han ganado fama, y la popularidad efímera, que nace del capricho y del espíritu de partido, sería tan cansada como desagradable tarea. Baste considerar que no quedó ciudad de provincia donde no se estableciese un liceo, o tertulia literaria con visos de academia; y allí el mayorazgo, el escribiente, el empleadillo y el estudiante, en fin todo joven de cualquier condición que fuese, y no pocas muchachas, solían tomar los ensueños amorosos y melancólicos de la juventud, por estro y vocación poética, y se subían a la tribuna, y cantaban coplas de pie quebrado, y versos puntiagudos al empezar y al concluir, y gordos por el medio, y otras novedades más curiosas que entretenidas. Pero al son de este concierto universal, y cuando la furia del romanticismo se paseaba triunfante por toda la Península, descollaron tres ingenios tan altos y tan fecundos, que otros como ellos no habían venido a nuestro suelo, desde que murió Calderón.




II

El primero de estos tres grandes ingenios es el duque de Rivas que, abandonando la escuela clásica francesa antes que el romanticismo pasase a España desde Francia, imaginó un romanticismo español sacado   —135→   de nuestros romances antiguos; y no imitándolos servilmente, sino tomando de ellos la forma y sabor, en cuanto de su propio estilo no se apartaban ni desconvenían, compuso sus preciosos romances históricos. Escribió también varias leyendas, canciones y dramas, y aún continúa escribiendo y coronando sus gloriosos blasones con el no menos glorioso laurel de poeta.

En todas las obras del duque, se admira principalmente la espontánea lozanía de la imaginación, sin que se descubra el más leve indicio de que ha sido violentada. El Moro expósito, leyenda histórica de extraordinaria belleza y grandes dimensiones, parece dictada por el duque en un solo día, y escrita por un taquígrafo mientras que el duque la dictaba. Y de esta espontaneidad nace, sin duda, que el duque tenga, más que otro alguno de nuestros poetas modernos, lo que se llama estilo propio. En el duque el estilo es el hombre, y cuando habla y cuando escribe, siempre el duque es el mismo: lo cual no acontece, por lo común, en los demás autores; que ya toman para escribir una manera artificiosa, y totalmente se desvían de la naturaleza, o ya despojándose de la individualidad propia, se ajustan y ciñen a cierta pauta, y entran a formar parte indistinta de un género cualquiera.

El duque es más bien un poeta de inspiración que un poeta reflexivo; pero a veces su inspiración es tan alta y profunda que, sin quitar a sus obras la frescura de lo instintivo, les presta ideas y pensamientos que parecen hijos de la reflexión más detenida. Y donde   —136→   esto se ve más claramente es en su admirable drama Don Álvaro. El sino o la mala estrella, es decir, un conjunto de circunstancias fortuitas, ponen a D. Álvaro en ocasión de cometer delitos que su mismo honor le manda que cometa, sin que por eso su voluntad se tuerza e incline al mal. Antes al contrario, los lectores todos y los espectadores del drama hallan en su conciencia, que D. Álvaro no hace mal en matar a sus enemigos y en matarse después; y no sólo le absuelven, sino que le condenarían si no se matara. Si D. Álvaro, con las manos llenas de la sangre que ha debido derramar, y con el recuerdo reciente de la muerte de la mujer amada, se volviese al convento y a sus penitencias, el público le silbaría. D. Álvaro tiene, por consiguiente, que suicidarse; y sin embargo, el duque no ha pensado en hacer la apología del suicidio, ni en recomendarle en algunas ocasiones; ni tampoco ha pensado en presentarnos el juicio del hombre en contradicción con el juicio divino.

La concepción del D. Álvaro vale más que la ejecución; pero hay en este drama pormenores bellísimos. La escena final, sobre todo, es un cuadro terrible, maravillosamente pintado; y las dos escenas del aguaducho y del mesón de Hornachuelos, dos cuadros de costumbres llenos de verdad y del más gracioso colorido.

Se nota, por último, en las obras del duque, y singularmente en los dramas, aquella elegancia perfectísima, aquella delicada cortesanía, y aquella primorosa compostura, que resplandecen en las damas y galanes   —137→   de nuestras antiguas comedias, y que rara vez se descubren en las comedias de ahora; en las cuales, por huir de lo campanudo y culto, se suele caer en el extremo contrario de lo inculto y plebeyo; y se sacan a las tablas duquesas y marquesas, que no hablan sino de perejil y de rábanos y que hacen mil gaucheríes, cuando presumen de finas.

Zorrilla es otro de los corifeos del romanticismo, y el más fecundo de todos. Poeta de más imaginación que sentimiento y gusto, es incorrecto y descuidado a veces, y a veces elegante, como por instinto. Florido, pomposo, arrebatado, sublime, vulgar, enérgico y conciso, desleído y verboso, todo lo es sucesivamente, según la cuerda que toca; pero siempre simpático y nuevo, siempre popular y leído con placer y aplaudido y querido con frenesí de los españoles.

A par de los mayores defectos, hay en las obras de Zorrilla verdadera hermosura. Si el crítico más severo fuese descartando y condenando al olvido todo lo que Zorrilla ha escrito de incomprensible, de demasiadamente prolijo, de falso y de vulgar, y aun suponiendo que todo esto formase las tres cuartas partes de sus obras, siempre nos quedaría otra cuarta parte, que pondríamos nosotros sobre nuestras cabezas, y que, como joyas riquísimas y divino presente de las musas, conservaríamos en el Narthecio de la memoria.

Las mismas composiciones de Zorrilla, en que la inspiración desfallece, en que apenas sabe el poeta lo que quiere decir, o en que no dice nada sino palabras huecas, tienen tal encanto de armonía y de gracia   —138→   para los oídos de los españoles, que nos complacemos en oírlas, y las repetimos embelesados sin meternos a averiguar lo que significan y aun sin suponer que signifiquen algo. El amor de la patria, sus pasadas glorias, sus tradiciones más bellas y fantásticas, y las guerras, desafíos, fiestas y empresas amorosas de moros y cristianos; todo, vaga y confusamente, se agolpa en nuestra imaginación cuando leemos los romances, leyendas y dramas de Zorrilla: y todo concurre a dar a su nombre una aureola de gloria, que no se ofuscará nunca, aunque la fría razón analice y ponga a la vista mil faltas y lunares.

El otro eminente poeta y corifeo del romanticismo ha sido Espronceda. Espronceda, menos fecundo que Zorrilla y que el duque de Rivas, pero más apasionado. Sus versos, cuando son de amores, o cuando la ambición o el orgullo le conmueven, están escritos con sangre del corazón: y nadie negará que este corazón era grande. En él se abrigaban pasiones vehementísimas y sublimes. Espronceda,


con pensamientos de ángel,
con mezquindades de hombre,



hubiera sido más que Byron, si hubiera nacido donde, y como Byron nació. Espronceda no podía escribir para ganar dinero, alumbrado por una vela de sebo, y en una mesa de pino. Como todo hombre de gran ser, que camina por el mundo sin la luz de una esperanza celeste, necesitaba Espronceda vivir, gozar y   —139→   amar en el mundo: y los deseos no satisfechos pervirtieron y ulceraron su corazón, que era bueno, y el abandono de su juventud y los extravíos consiguientes llenaron su alma de ideas falsas y sacrílegas. Mas a pesar de todo, la bondad nativa, la ternura delicada de su pecho y el culto y la devoción respetuosa con que se inclinaba Espronceda ante lo hermoso y lo justo, y con que adoraba y se confiaba en la amistad y en el amor, brillan en sus acciones como en sus versos.

Dicen los envidiosos que Espronceda no hace sino imitar a Byron. Yo confieso que le imita en algunas digresiones de El Diablo-Mundo, en el canto del Pirata, y en la carta de doña Elvira, de El Estudiante de Salamanca, que es casi una traducción de la de doña Julia. Pero estos envidiosos no comprenden o no quieren comprender que D. Félix de Montemar no está tomado de Byron, y vale tanto o más que los héroes de Byron; así como doña Elvira vale más que Medora y que Gulnara, cuando va loca de amor procurando en el jardín al traidor que la olvida, y cuando muere de dolor entre los brazos de su madre, bendiciendo aún la mano que la ha herido de muerte.

Doña Elvira es una creación admirable. ¿Quién no ha soñado con doña Elvira en sus ensueños de amor? Por lo general me parece cierto lo que dice el poeta italiano de que en las frentes estrechas de las mujeres no cabe el concepto del amor,


l'amorosa idea
Che gran parte d'Olimpo in se racchiude:



pero cuando esta idea penetra en el alma de la mujer,   —140→   y la baña con la luz de su gloria, la mujer la acoge y la acaricia, y la alimenta en su corazón, más vivo y más enérgico para el amor que el del hombre. Y estos riquísimos y delicados misterios, nadie mejor que Espronceda los sabe entender y descifrar, porque solo explica bien el amor el que sabe sentirle e inspirarle.

Doña Elvira es una mujer que vive y ama; y la vemos vivir y amar. En ella nada hay de fantástico sino la grandeza ideal, que debe poner el poeta en todas sus creaciones. Doña Elvira, como todos los personajes de Espronceda, aunque parezca extraña la comparación, es una potencia que tiene por raíz exacta la verdad. No así los personajes de Zorrilla, en cuya grandeza suele haber algo de sofístico. Los mismos caracteres ya creados por el vulgo y engrandecidos por otros poetas, no llega a engrandecerlos Zorrilla sino desfigurándolos. Para dar una idea tremenda de don Juan Tenorio le hace apostar en una taberna, como un truhán fanfarrón, que matará a setenta u ochenta hombres, y que seducirá a cien o doscientas mujeres en un año. De esta laya de idealizadores son aquellos rabinos, que, para ensalzar a Dios, le dan no sé cuantas leguas de corpulencia; como si lo infinito cupiese en el tiempo y en el espacio, y se redujese a número y medida. ¡Cuán diferente del D. Juan Tenorio de Zorrilla es el D. Félix de Espronceda! D. Félix es más terrible que D. Juan, y le gana la apuesta y le mata, sin necesidad de poner por cuenta en un papel las mujeres seducidas y los enemigos muertos. Le basta a don Félix seducir a doña Elvira y matar a su hermano;   —141→   porque esta mujer y este enemigo, valen por un millón de los que apuntaba el otro en su lista.

En lo fantástico del cuento del Estudiante hay además una tan prodigiosa fuerza de imaginación, y una melancolía tan profunda y lastimera, que en vano se buscara más superioridad en la una, y más hondo sentimiento en la otra, ni en el Manfredo, ni en el Lara, ni en la Novia de Abydos, ni en el Giáour.

En los versos en que habla Espronceda de sus amores, de su desesperación y de sus desengaños, cada palabra es una lágrima; y toda aquella melodía interior e inefable del espíritu,


-memoria
acaso triste de un perdido cielo,
quizá esperanza de futura gloria,



se deja oír al través de lo armónico de su dicción poética: la cual, salvo pocos lunares, es perfectísima y como de hombre que entiende la hermosura. Sirvan de ejemplo, y de objeto de admiración a quien los lea o recuerde, el canto á Teresa, y los versos a Jarifa.

En fin, Espronceda, verdadera encarnación del romanticismo, en cuyo genio excéntrico y en cuyas pasiones tempestuosas nada había de adaptado solo a la poesía, sino que todo en su vida real se mostraba vivamente, murió de muerte temprana, víctima acaso de sus desórdenes.

Nos dejó Espronceda un poema no acabado cuyo título es El Diablo Mundo, en el cual, a la manera, o   —142→   por más alta manera que Goethe en el Fausto, pensaba el poeta encerrar y explicar todo lo creado e increado, y legar a la posteridad un monumento más grande que La Iliada y que La Divina-Comedia. Esta pretensión de escribir un vasto poema humanitario, la han tenido muchos en nuestro siglo; y así en España como en el extranjero, la han tenido en vano: pero los que, como Espronceda, no sólo tuvieron esta pretensión, sino que fueron dignos de tenerla, merecen que se diga de ellos lo del filósofo: Yo amo a aquel que desea lo imposible.

Imposible es el propósito de Espronceda; y por eso el Diablo-Mundo forma un conjunto monstruoso, si bien por lo mucho que el poeta valía, el poema es bellísimo mirado por partes. Desgraciadamente no es Espronceda el único que ha querido escribir de esos poemas magnos. Otros mil poetas menores, descontentos ya de ser hombres de los que pasan por ingeniosos y discretos, y no contentos aun con ser apóstoles, y tener misión especial, se han convertido en genios y númenes, y han deseado producir su verbo, y encerrar en él todos los seres, como en el huevo de la Noche. De aquí proviene un nuevo linaje de romanticismo científico-nebuloso, digno de reprobación.




III

Mientras más se dilata el círculo de nuestras ideas, más difícil es abarcarlas todas en una. El cristianismo, más grande que el paganismo, no ha tenido un poema   —143→   que sea más grande que el de Homero. Hubo un tiempo en que el poema católico (digo católico en toda la extensión de la palabra), pudo nacer. Este tiempo pasó, y no volverá nunca. Hubo un tiempo en que la teología imperó sobre el mundo con imperio absoluto, gobernó lo temporal y lo eterno, y fue grande y maravillosa como de origen divino. Entonces pudo darse el poema, y no se dio, porque Darte llegó tarde. Marco Polo había ya viajado por Oriente; Santo Tomás, Scotto, San Buenaventura, San Bernardo, Abelardo, etc., habían escrito; y los judíos, los árabes y los griegos nos habían transmitido la ciencia y la incredulidad antiguas. Lo sublime y vario del argumento no cabe ya en la Divina-Comedia; y el poeta sin atreverse a tratarle directamente, le trata de una manera subjetiva, haciéndose el centro del poema, e introduciendo, en medio de toda esa grandeza, sus pequeñeces, miserias, rencores y disgustos; los cuales, si bien nos interesan, porque somos hombres y compadecemos, y porque el poeta es altísimo e interesante, todavía no se ha de negar que disminuyen, si no aniquilan la comprensibilidad deseada.

Vino después el renacimiento, vino la reforma, y se rompió la unidad. Volvieron los Dioses del Olimpo a luchar con el del Calvario. La razón empezó a analizar y a desenterrar las antiguas doctrinas. Luego descubrió nuevas filosofías, y la imprenta, y otros continentes en la tierra, e infinitos espacios en el cielo, y estrellas, y soles, y mundos sin fin. Y engreída, orgullosa y alucinada con esto, rechazó de todas partes la   —144→   presencia inmediata y enérgica de Dios, y se puso a explicar humanamente las leyes del movimiento, de la vida y de la armonía cómicas. A Dios le dejó allá muy lejos, y le redujo a una abstracción inerte; pero bien pronto conoció que Dios le faltaba, y se puso a buscarle, sin la luz de la fe, hacinando sistema sobre sistema, y cayendo en un caos de confusiones, difícil de poner en orden en prosa, e imposible en verso.

Aún existe otra imposibilidad grandísima para escribir el vasto poema; a saber, un asunto que circunscriba, y en el que encajen y se amolden bien tantas cosas; porque ponerlas en digresiones sería hacer principal de lo accesorio. El duque de Rivas sostenía una vez, con mucha gracia y juicio, que el D. Juan de Byron era un cuento verde, menos divertido que El Baroncito de Faublas, y atestado de discursos impertinentes al asunto. Espronceda, aunque en las digresiones le imita, y hasta le copia, en lo esencial se separa de él, y le vence y sobrepuja; y es anglo-manía y falta de patriotismo, creerle tan inferior a Byron, porque a veces lo toma por modelo. Nada hay de Byron en la introducción del Diablo-Mundo, y sin embargo es admirable: acaso lo mejor que se ha escrito en verso castellano. El gigante de fuego es estupendo y magnífico, mientras llora y calla; y bien se le puede perdonar si cuando habla, salvo el buen lenguaje y las flores retóricas, se parece un poco a un domine que explica filosofía a los muchachos del colegio. Espronceda no era muy filósofo, ni ya la filosofía cabe en verso.

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El elemento de que la poesía se sirve es la palabra, y la palabra contiene clara y determinadamente todas las ideas y sentimientos humanos, de lo que resulta que todos ellos son objeto de la poesía; mas el único fin de este arte, así como de los otros, es la belleza. Porque ¿quién negará la belleza, primor, elegancia y perfección del Orlando? Y sin embargo, ¿no se le puede decir al poeta lo que se cuenta que le preguntó Bembo? ¿Messer Ludovico, dove avete pigliato tutte queste...? ¿Hay alguna sustancia filosófica en todo aquello? No hay más que la belleza, que vale tanto, y más que la verdad científica.

En los tiempos primitivos, cuando la princesa Nausícaa iba a lavar la ropa, la filosofía, las leyes, la religión y la economía social se confundían en una sola ciencia, y se encarnaban en una sola persona, que era a la vez legislador, poeta, profeta, guerrero y sacerdote. Entonces se pudo exclamar: Dictae per camina sortes, et vitae mostrata via est. Más ahora, con esta nueva torre de Babel, ha venido la dispersión de las doctrinas, y cada una anda por su lado, y hay en ellas, como en la industria fabril, lo que llaman los economistas división del trabajo. Y la poesía debe y puede encargar al buen gusto que escoja y se aproveche de estos trabajos para formar con ellos hermosas composiciones; pero no para meterse a bachillera y mucho menos para poner en verso la enciclopedia por medio de símbolos y figuras. Con esta comprensibilidad y simbolismo vendríamos a parar de nuevo a una especie de arte egipciaco, a fabricar esfinges e ídolos con   —146→   mil caras multiformes, y feas, y misteriosas, que no darían gusto, y darían acaso menos ciencia que el Catón cristiano, o el Libro de los niños.

Cuando todos los hombres eran niños, tenían razón los poetas de meterse a pedagogos, y los pedagogos a poetas. Orfeo, Museo, Lino, Hesíodo, Minos, Tales, Pitágoras y otros mil, pues sería nunca acabar enumerarlos, dieron lecciones en verso a la humanidad, y lecciones poéticas: porque en la Edad de oro la poesía y la ciencia iban unidas.

Verdad es que aún hay una poesía que se apellida didáctica; pero, o no es didáctica, o no es poesía. Plutarco está conmigo, y no cree en la poesía que no es fabulosa y embustera. Aristóteles afirma lo mismo, y añade que Empédocles no tiene de poeta sino el haber escrito en verso. Y si hubo, por el contrario, algunos que, escribiendo poemas didácticos, se conservasen muy valientes poetas, fue porque el verdadero fin que se proponían era deleitar y no enseñar; porque atendieron más al primor y belleza que a la verdad de lo que decían. Los diez años que pasó Virgilio corrigiendo las Geórgicas no fueron para añadir observaciones sabias sobre el cultivo y demás zarandajas campestres, sino para tocar y retocar las palabras, de modo que quedasen cada vez más bellas, armoniosas y bien arregladas. Además que aún en tiempo de Virgilio no era la ciencia tan prosaica como ahora, y se combinaba sin esfuerzo con la fábula. La multitud de poemas filosóficos griegos, no dudo yo que a veces se harían perdonar la filosofía, con las mentiras ingeniosas   —147→   en que iba envuelta; y siento que estos poemas se hayan perdido los más. Pero los griegos mismos, a pesar del buen gusto natural en ellos, cuando trataban de escribir algo de parecido a nuestros vastos poemas, componían un poema tenebroso, como llamaban a la Alejandra, de Licofrón.

Horacio, poeta y entusiasta, se va a veces del seguro, y se atreve a sostener que Homero (no para su época, sino en general), enseña mejor la moral que Crisipo: pero estas son invectivas rabiosas contra los estoicos; los cuales eran asimismo harto insolentes, y despreciaban la poesía, suponiendo que sólo el sabio es poeta, y los poetas locos. Y lo sustancial del caso es que la poesía, aunque no enseña, conmueve, inclina al bien, enternece y levanta el corazón con su calor, inspiración y hermosura. El poeta, fiel enamorado de esta hermosura, debe por ella echar la enciclopedia a un lado, y libre de este bagaje incómodo, montarse en el hipogrifo, y volar al país de las hadas, como Wieland en busca de Oberon.

La ciencia posee una pasmosa energía antipoética, y donde no llega para afirmar, llega para negar. Con todo, el poeta, que en el terreno propio de la ciencia se expone a perderse, tiene facultad y poder de pasar más allá, a campos aún no explorados, y apenas descubiertos. Por allí podrá pasearse, como D. Pedro de Portugal por las siete partes del mundo; conversar con seres nuevos y nunca vistos ni oídos, que se le aparezcan y nazcan de repente por natural virtud de la tierra o del aire, como los duendes del padre Fuente   —148→   de la Peña; y estudiar las ciencias ocultas con sabios y mágicos más prodigiosos que los de Faraón, y que el famosísimo Escotillo. Pero todo esto ha de decirlo por chiste, y el poeta romántico no es chistoso, ni quiere serlo, sino en las digresiones. Volvamos a la poesía seria y a El Diablo-Mundo.

He dicho que el gigante de fuego es estupendo, porque no solo simboliza el genio del hombre, como figura alegórica, sino que es además un diablo colosal, y pintado a lo vivo, aunque se convierte en catedrático cuando habla. Para ser diablo no es mucho lo que sabe, y hasta en sus dudas se muestra poco profundo. Mientras más sabe el hombre, van sabiendo menos los demonios. Comparad al de Sócrates con el de Espronceda. Espronceda reconoce la ignorancia del suyo, y no le pregunta nada al verle delante de sí. Dante preguntaba e indagaba cuanto había que indagar y que preguntar, de ángeles, condenados y santos.

El conciliábulo diabólico se desvanece al fin sin motivo, porque se juntó sin motivo, y solo para que Espronceda le viese. Mas no se ha de negar que fue soberbia visión, y aun mejores las que tuvo en sueños Don Pablo. Nada hay en poesía más rico y espléndido que las pompas de la inmortalidad de Espronceda, que bien se puede llamar suya, pues por ella será inmortal. Los cantos posteriores no responden ya a la grandeza del primer canto, ni responderían nunca como no se dilatase el espíritu del poeta por toda la prolongación de los tiempos, o traspusiese al menos dos o tres mil años más allá de la fin del mundo.

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Justamente en la indicada remotísima época comienza el prólogo del Ashaverus de Quinet. A Dios (él me perdone las blasfemias que no hago sino compendiar), fastidiado de verse solo con los elegidos, se le antoja crear otro mundo. Llama a los próceres del Empíreo, y los consulta sobre sus planes. Dios va a publicar una nueva edición corregida y aumentada de sus obras: y para que se juzgue y pondere bien el mérito del drama humano-divino-mundial, le pone en escena delante de aquel ilustre senado. Este drama, que se titula Ashaverus, y que está en prosa (para que se cumpla en él la palabra de Kant de que los poemas en prosa son prosa en delirio), contiene en sí toda la historia natural, metafísica y política; y hablan en él los montes, el Océano, las estrellas, las ciudades, Cristo, Leviatán, las vírgenes, las malas mujeres, los diablos, las sirenas, las pirámides de Egipto, los silfos, los titanes, el peje Macar, el pájaro Vinateyna, y hasta el todo y la nada. El tal poema es una borrachera temerosa y solemne; y en punto a su moralidad y a su afirmación filosófica, averígüelo quien pueda: yo hasta ahora nada he podido averiguar. En Fausto ya se trasluce algo... ¡la redención por el amor! Margarita se lleva a Fausto al cielo, como Beatriz a Dante, Laura a Petrarca, y Eloísa a Abelardo; aunque ésta más bien le envía que se le lleva, puesto que Abelardo murió antes. En el D. Juan Tenorio de Zorrilla, hay la misma tramoya imitada del D. Juan de Marana de Dumas, que la tomó del Fausto de Goethe. Ello es que esto de convertir a una bonita y nada   —150→   desdeñosa muchacha en escala de Jacob para subir al cielo, ha de parecer, por fuerza, mucho más agradable que los medios que antiguamente nos daban de mortificar la carne con ayunos y penitencias, y de estar siempre en conversación interior.

Todos los modernos poemas humanitarios se dan cierto aire de familia. Fausto y D. Pablo debutan leyendo, y renegando del saber humano: ambos se renuevan o se remozan; y Ashaverus y Adán tienen la misma duración que el mundo. Pero Goethe y Quinet tuvieron una muy feliz ocurrencia que Espronceda no tuvo, acaso por ser más arrogante que ellos. Hablo de que buscaron un personaje tradicional, hijo y amigo del vulgo, para hacerle centro de sus poemas. El nuevo Adán es nuevo del todo, y nadie le conoce. Al Judío errante y a Fausto los conocíamos tiempo ha, y de antemano nos interesaban. Ashaverus vive en las leyendas de la edad media, y encierra un profundo sentido alegórico. Se diría que estaba pidiendo un poeta que le diese más perfecta vida. Es la desesperación y el hastío eterno de quien por orgullo reniega de Dios. Fausto es igualmente popular y simbólico. Es el sabio del renacimiento que por la ciencia pierde la fe; que busca la belleza y para hallarla resucita la antigüedad clásica; que se casa con la hermosura (con Elena), y engendra en Elena a Euforión, símbolo de la moderna poesía. Si no recuerdo mal, o si no entendí mal, en Goethe todo se resuelve en Dios; y aun los diablos más feos y tiznados se tornan hermosos y santísimos como los serafines, y van a perder la individualidad, y a   —151→   identificarse y a embeberse en el Bien Supremo.

Lo que es del Adán de Espronceda no sabemos hasta ahora sino que anduvo en cueros por Madrid, y tuvo amores con una manola. Los caracteres de Adán, de la Salada y del tío Lucas, son verdaderos y bien entendidos; las aventuras que les van sucediendo tienen grande interés; y las descripciones y disertaciones que el poeta hace, no pueden ser más bellas: pero todo ello corresponde poquísimo al primer canto, a la Introducción, y al intento atrevido y magnífico del poeta.

El poeta ha de escribir para deleitar, y no para enseñar, y acaso, escribiendo así, halle por inspiración alguna nueva verdad; o en la misma belleza de su poema se acrisolen, abrillanten y purifiquen verdades ya conocidas, que aún están oscuras y envueltas en la escoria del error. El poeta no ha de ser el eco de los filósofos, sino la voz de la conciencia instintiva de la humanidad, ha de decir grandes cosas, por una iluminación súbita, sin conocer ni reflexionar que las dice. Homero y Dante pronunciaron oráculos, que en el día los filósofos desentrañan e interpretan. Si Dante y Homero leyesen estas interpretaciones, no las entenderían, y saldrían poniendo de embusteros a los tales filósofos, o admirándose de haberlo dicho, como Mr. Jourdain de hablar en prosa. Y sin embargo, lo dijeron; y he ahí lo que se llama inspiración. Busca el poeta lo bello, y al encontrar lo bello, encuentra la verdad y la bondad, que en la esencia de lo bello están sustancialmente. El   —152→   hombre virtuoso luce una buena acción, y en esta acción hay hermosura: porque el triunfo de la ley moral es hermosísimo. El sabio descubre una nueva verdad y esta verdad ha de ser infaliblemente buena y hermosa. La verdad, la bondad y la hermosura, son accidentes de la misma sustancia. Si pudiéramos conocer esta sustancia, y elevarnos a ella inmediatamente, no habría necesidad ni de ciencia, ni de virtud, ni de poesía: las tres se confundirían en una sola, y nosotros en la sustancia infinita.

La ciencia, en la moral y en la estética, puede ocuparse de lo bueno y de lo bello científicamente: y la poesía puede alabar y cantar la bondad y la ciencia, como objetos poéticos. En cuanto a la virtud, no hay duda alguna de que resplandece más, si la poesía y la ciencia la adornan. Y aunque un hombre solo puede ser a la vez, por especial favor y benéfico influjo de los cielos, poeta, y virtuoso, y sabio, nunca se unificarán en él estas tres cualidades. Lo que se llamaba ciencia en los tiempos primitivos, no era más que poesía; y por eso los poetas fueron sabios; legisladores y filósofos. Hoy que entendemos lo que es la ciencia, nos es imposible desconocer que no se aviene con la poesía. La ciencia es reflexión y empirismo; la poesía instinto y revelación interior. La forma, por lo tanto, inmortaliza a los grandes poetas: porque el asunto de sus poemas no es sino el eco armonioso de las creaciones populares. El pueblo es el verdadero poeta creador. Aquiles había crecido, tan grande como es, antes que Homero le diese fama eterna en   —153→   sus versos. Antes de La Divina Comedia, inventó el pueblo leyendas que sirvieron de modelo a Dante, y hasta le señalaron su itinerario fantástico. Antes de Ariosto, se inventaron todas las locuras de Orlando, y todas las hazañas de los doce Pares. Antes de Virgilio, la mente popular había creado todos los portentos de la Historia primitiva de Roma. Y antes de Hesíodo y de Esquilo, estaba ya nacida la mitología entera, con su Olimpo, dioses y semidioses.

Por último (y concretándonos a nuestros modernos poetas románticos), antes que el duque de Rivas y antes que Espronceda escribiesen las dos leyendas, El moro Expósito y El Estudiante de Salamanca, las cuales, por muy diferente estilo y manera, vienen a ser ambas lo mejor que se ha escrito en España, desde Calderón acá, los personajes más importantes de estas leyendas, sus aventuras, grandeza, y caracteres habían sido creados y ensalzados por el pueblo.





(Revista de Ambos mundos.)



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