—50→
Elsa no era linda ni fea. Era etérea. Caminaba suavemente y su andar evocaba el junco dejándose mecer. La mirada diáfana de sus ojos oscuro, le daba un misterioso encanto.
En su corazón no había espacio para la amargura, aunque a veces le invadía la desesperanza. Era entonces cuando ella se dedicaba a su actividad favorita: escribía para sí misma hermosas cartas para consolarse.
Guardaba su desconsuelo mientras cumplía con las tareas interminables del día casi sin cansarse, porque se ausentaba de sí misma, imaginando palabras nuevas, puliendo11 las familiares hasta volverlas cristal de roca, le agregaba colores para trasformarlas en rubíes, topacios, esmeraldas, aguamarinas y construir con ellas un mundo diferente donde refugiarse, según el tamaño de sus penas. Un mundo donde las palabras tenían vida propia y podían nadar como peces fosforescentes12 en un acuario o caminar por las calles de París bajo la lluvia como un músico joven mojado de sonata.
Había parido un hijo a los catorce años.
Nadie le dijo nada cuando su vientre comenzó a hincharse como masa de pan en los rescoldos tibios, sólo le hicieron preparar sus cosas y la llevaron del pueblo, para dejarla en un caserón sombrío lleno de perros, con una mujer de cabellera montañosa que hablaba un lenguaje de laberintos con una voz de cavernas.
En los meses de exilio pudo asociar los jugueteos placenteros en el arroyo -cuando junto al primo fueron descubriendo sus cuerpos, y dejó de avergonzarse —51→ por el musgo áspero que de repente pobló sus regiones escondidas llenando de zozobras el manantial de su sangre. Los abrazos rodando en la arena caliente del mediodía, juntándose como siameses felices, explorando las profundidades frescas del agua, repitiendo el delicioso juego hasta sentir las piernas de algodón -con la barriga hinchada.
Terminadas las vacaciones el primo retornó al liceo y los días de ausencia se acumularon en sus entrañas sin defensa y la desterraron del hogar, hasta que aquel diluvio cayó en su cuerpo llevándose en naufragio las evidencias de aquellos retozos, y la devolvieron al sitio de partida más silencioso que nunca, con tareas multiplicadas y exigencias increíbles.
Intuyó más que supo que el inquilino pasajero de su vientre fue entregado a los perros, por la mujer de cabellera torrencial y un dolor de espanto se le instaló en el pecho y la despojó para siempre de su alegre inocencia.
El primo nunca volvió, y jamás se enteró de aquel saqueo violento, pero ella guardaba atada con una cinta descolorida las hermosas cartas a la querida Elsa, que noche tras noche fue escribiéndose, eligiendo las palabras claves para el consuelo.
El día que cumplió veinte años se escapó de esa cárcel de servidumbre y reproches interminables, sin más equipaje que sus cartas repletas de vocablos: suaves o tristes, explosivas o sacramentales. Capaces de producir sosiego o provocar derrumbes.
Caminó casi toda la noche, tranquilizándose con los olores intensificados por el rocío que penetraba en su cuerpo como dándole la bienvenida a un universo de maravillas escondidas, hasta que en la —52→ madrugada se detuvo un camión, y un hombre de sonrisa torcida la invitó a subirse; estaba tan cansada que no lo pensó dos veces, trepó a la estribera y se dejó caer en el asiento roñoso entre migas de pan, manchas de aceite, yerba y bolitas de servilletas de papel. Tras un rápido registro del habitáculo, blandamente entró en un sueño que fue poblándose de manos, sucias y enormes que la despedazaban haciendo crujir suavemente sus huesos que sonaban como los de un pajarito e iban colocando sus pedazos sobre una gran mesa, donde otras manos con uñas de animal le cubría de levadura olorosa y todas juntas la amasaban para convertirla en pan. Salió sobresaltada de su pesadilla justo antes de ser introducida a un horno que respiraba un aire rojo y frío y encontró que el hombre de la sonrisa torcida la había despojando de su falda de gitana y aporreaba sus pechos como trapo sucio en un fregadero. Con los ojos cerrados rehízo el inventario que fugazmente había registrado antes de caer en el sueño, intentando encontrar algo que le sirviera para deshacerse de ese cuerpo grasiento que intentaba introducirse en su cuerpo después de haberse metido en su pesadilla, y recordó la guampa con pie de plomo, tirada en el portaguantes abierto; le ciñó el cuello a su opresor simulando corresponder al prurito que le acosaba, abrazándolo con fuerza se fue moviendo, como acoplada al movimiento del hombre hasta asir el cuerno convertido en vaso y ahora en su mano próxima a volverse contundente arma: le dio primero un golpe fuerte y cuando el cuerpo del hombre se aflojó le dio otro y otro y otro... y la sangre que —53→ brotaba de la cabeza aceitosa se mezcló con las migas de pan, la yerba derramada y las bolitas de papel.
Se zafó13 del cuerpo que la cubría, abrió la portezuela y saltó. El suelo húmedo de la madrugada se pegó a sus pies y le dio conciencia de que sus zapatos habían quedado adentro, volvió a abrir la puerta y rescató su calzado y una carcajada sonora la fue abriendo en tajos como un puñal.
Como un plato de oro, el sol se perfilaba tras los espinillos del campo poniendo un telón surrealista a la carcajada que parecía una convulsión epiléptica, vacía de alegría o pena cual lamento primigenio.
Desató la cinta del manojo de cartas y una por una la fue rompiendo en pedazos tan menudos casi letra por letra mientras caminaba y reía. Se sentía dueña de las palabras y dueña de su vida y por primera vez usó una palabra fuerte de significado confuso: ¡carajo!
—54→—55→
Pánfilo Martínez, fue cambiando de figura según cambiaba su lugar de residencia.
Fue agricultor en Valle Poi. En aquel tiempo era un muchacho delgado de mirada intensa donde cabía todos los sueños.
Eran seis hermanos en un pedazo de siete hectáreas de tierra empobrecida por el monocultivo y los años de uso. Descubrió la escasa magnitud de su posesión al volver del servicio militar obligatorio con los ojos empañados de tantas humillaciones.
Regresó transformado.
Cambió su temperamento alegre.
Todos coincidieron en afirmar que se había convertido en hombre. Nadie intuyó jamás el sollozo de su alma por el niño perdido.
Vivió algunos meses cavilando sobre su futuro o ensimismándose en el pasado: se veía pescando con lombrices o adiestrando la yuntita de bueyes.
****
Llovía rabiosamente el día que abandonó su valle. Los cabellos chorreando bajo el alero de paja disimularon sus lágrimas. En su familia no era costumbre hacer demostraciones de cariño, pero el niño indefenso que era en ese momento lo empujó a darle un rápido abrazo a su madre antes de salir.
No volvió la cabeza hasta que la lluvia y la distancia borró su casa.
En la pequeña ciudad -que debería serle familiar, por haberla visitado desde siempre, para vender los —56→ pocos productos agrícola y hacer las compras elementales- se sintió perdido.
Hizo de ayudante de peluquero, de albañil, de cocinero, y por último sin saber cómo terminó siendo policía.
Pasó el tiempo.
Humillaciones...
Diminutas alegrías...
Mujeres. Hermosas. Lejanas. Altivas. Perfumadas: que se mira y no se toca.
Mujeres. Sudorosas, atrevidas, que se tocan sin mirar.
Mujeres. Limpias, generosas, de sueños simples como uno.
Ángela.
Ganaba poco pero podía mantener una familia y realizar con pasos lentos los sueños simples.
Nueve meses después del casamiento Ángela tuvo un niño.
Con qué ternura vio crecer y ensancharse las redondas caderas, la flexible cintura de aquella muchacha que representaba para él todo lo bueno que la vida podía ofrecer... pero Ángela murió y una semana después le siguió el niño.
Otra vez ensimismarse en el recuerdo, vivir para atrás: pescando con lombrices o adiestrando la yuntita de bueyes. Refugiándose en el nítido olor de la nuca de Ángela, en la fragancia de su boca sana.
Pasó el tiempo.
Lo nombraron comisario de Valle Apua, un punto perdido de la geografía, donde para llegar o salir —57→ había que tener paciencia, pescar como hacía él, Pánfilo Martínez allá en su infancia, sin apuro por los vehículos que pasaban repletos de productos y racimos humanos.
Su traza había cambiado. Era como su valle postizo. Redondo. De cara, de cuerpo, de pensamiento.
Allí como autoridad se sentía bien: no tenía necesidad de hacerse el duro para ganar méritos. Era un lugar apacible y él también lo era a pesar de su oficio y su cargo. De vez en cuando hacía de juez en alguna pelea vecinal o doméstica y en sus fallos trataba de encontrar el equilibrio entre lo justo y lo generoso.
Aquel jueves salió con el recluta a esperar el paso de algún vehículo; debía remitir un informe.
Justo cuando sus pensamientos comenzaban a ser confusos en la espera calurosa del mediodía paró un enorme transganado. Habló con el chófer y el soldadito trepó a la estribera.
Ese muchachito de mirada lustrosa le removía recuerdos. Su hijo de haber vivido sería como él.
Caminó de prisa un trecho y se detuvo. No escuchó nada pero un salto dentro del pecho le advirtió que acababa de producirse una desgracia. Volteó la cabeza, el redondo cuerpo y echó a correr. Y mientras corría casi ingrávido una sucesión de imágenes lo acompañaba. Se vio a sí mismo cerca del tacho de cocido en la remota mañana del Chaco, con el trasero enrojecido por el teyuruguay. Sintió la tibieza del cuerpo de Ángela, el cuerpo de su hijo recién nacido envuelto en una gelatina rojiza. Las trenzas canosas de su madre, la carcajada blanca de su hermano mayor. Se vio desnudo en los brazos de una mujer de —58→ pechos duros y redondos con pezones oscuros. Un desfile de personajes y situaciones olvidados.
Por las irregularidades del camino la portezuela se destrabó y al abrirse le tiró al chico bajo las ruedas.
El camión se detuvo como a cien metros.
Y allí estaba él.
No supo de donde salió aquella camioneta, ni cuanto tiempo esperaron, ni que palabras cruzó con los demás.
Con la delicadeza no derrotada por el cuartel, ni las sucesivas pérdidas y humillaciones, levantó el cuerpo herido, lo acomodó con ternura y él se acomodó a su lado y apoyó en su regazo la cabeza agonizante y partieron.
Al conductor le llamó la atención el pesado silencio. Disminuyó la velocidad y miró a sus pasajeros: ambos estaban inmóviles. Volvió a apretar el acelerador y no aflojó hasta un puesto de salud.
Los dos estaban muertos.
Pánfilo Martínez con sus manos regordetas sostenía la cabeza del subalterno, y en sus ojos abiertos cuya mirada comenzaba a vidriarse había una luz sorprendida y triste.
—59→
Esta fue mi primera y única decisión. Todas las otras, transcendentales o no en mi mundo la tomaron los otros, no yo.
Porque soy mujer.
Fui el tesoro de papá
la muñequita de mis hermanos
la reina del hogar
la inspiradora
la castradora
la sumisa
la hipócrita
la dulce compañera
la madre de mis hijos
la sobreprotectora
la angustiada
la histérica
la cansada
la plagueona
la madre resignada.
Yo nunca tomé una decisión, salvo que sea decidir entre el puchero de primera o de segunda. Entre lavar la ropa de mañana o hacerlo a la tarde.
No sé cuántos años tengo, a veces ochocientos, a veces veinte.
Generalmente ya no siento nada cuando mi compañero me voltea como un fardo y se me monta encima. Pasó el tiempo en que entrelazar nuestros cuerpos y jugar a la guerra feroz haciendo el amor, reventaba en mi cabeza luces de colores y mi cintura se quebraba de placer, para quedarme dormida sobre unas olas azules.
—60→Creo que tengo ochocientos años. Y no pelee por hacerme escuchar. El tiempo ensanchó mi cintura y la amargura de las cosas no dichas borró mi sonrisa.
No fui capaz de demostrar que yo no era solamente un cuerpo que deja de ser apetecible, que tenía ideas, sueños, pensamientos tontos y también profundos.
Fui demasiado buena esposa y buena madre y no me di tiempo para quererme, mimarme, de ser simplemente un ser humano sin etiqueta.
Fui feliz muchas veces.
Pero las cosas importantes, aquellas que cambian la vida de la gente o la hace más plena, no contaron conmigo.
Yo estaba demasiado ocupada y escondida para dar mi opinión.
Estaba muy cansada.
Quizás por eso tomé esta decisión. Vi el revolver y me fascinó.
Mi compañero siempre lo tenía escondido. ¿Temía algo?
Fue mi primera decisión.
Nadie expresamente me impidió tomar decisiones u opinar: ocurría esto. Primero, las mujeres no entienden estas cosas, y una no dice nada. Después lavaba pañales, preparaba comidas y creía ser feliz.
Muy despacio fui sintiendo un malestar vago que fue haciéndose más intenso cada vez, pero no podía explicarlo. Era como quedar atrás en una caminata.
Luego fue siempre así: lavar, cocinar, planchar, barrer, pegar botones, combatir cucarachas y ratones, ir al mercado, discutir precios, mentir a los acreedores, estirar la plata y envejecer.
—61→Y, las mujeres que no entienden estas cosas.
Los hijos crecieron y se fueron.
Yo que nunca tuve tiempo para pensar en mí o para mí, de repente me encontré vacía, depreciada y casi despreciada y tomé esta decisión.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El revólver estaba en su mano izquierda. Por ese dato el marido recordó que ella era zurda.
Por alguna extraña asociación el olor de la pólvora le trajo a la memoria la imagen de su mujer de varios años atrás, con su cintura pequeñita y su luminosa sonrisa.
—62→
Nombre: María Estela Pizuti.
Profesión: Kontador públi ko matrikulado.
Edad: S incuenta y sinco años.
Lugar y fes ha de nas imiento: Puerto Pinazco, 24 de noviembre de 1.929.
Se deklara domiciliada en esta siudad desde el año ses enta. No tiene ningún familiar dire to o indire to desde el fallecimiento de su padre que se llama ba Juan Alberto Pizuti, quien tuvo la desgraciada idea de morir se cuando ella apenas kontaba siete años, según sus propias palabras.
Kargo: abuso de konfianza y robo.
Voy tek leando apresuradame te la dek laración, que más parece una konfidensia interesada a inklinar la balanza de la justi sia, pero yo soy un viejo zorro alkostumbrado a lidiar con ladrones y krimi nales y me sé de memoria sus mañas; son o se kreen todos muy vivos, por lo tanto no me dejo impresiona r.
Aclaración manuscritaentre paréntesis (la máquina de la institución está tan vieja que algunas teclas saltan, y la C directamente no existe, por lo tanto donde es posible sustituir dicha letra por la «s» la «z» o la «k» la sustituyo; con todo si el texto parece una carrera de saltos de hormiga, el señor juez que entienda la causa sabrá interpretar el escrito y darle el uso correspondiente. No necesito interrogarla, en la medida que ella habla voy escribiendo textualmente su confesión):
-Komisario, permítame desahogarme: a pesar de que usted es polis ía se me ok urre que tiene algún resto de sensibilidad y tal vez pueda intentar kom prenderme. Tiene que entender. Un gesto de amor y fideli dad no puede ser interp retado como robo.
—63→-Dios mío me siento tan mal, tan desolada, sin un alma que me entienda. Es terrible sentirse kondenada por las miradas duras y los silensios hoskos sin que nadie intente poner el oído para esk uchar los motivos profundos que van brotando komo abrojos dentro de una, para explikar y explikarse el absurdo de ser ladrona, como disen que soy.
-Siempre fui una mujer tan sola, nunk a tuve familia. Kreí tenerla hasta la muerte de papá, que ok urrió kuando yo era muy niña.
-Nunka sospeché que aquella hermosa y herméti ka mujer de gras ioso andar de palo ma que era la es posa de mi padre no fuera mi verdadera madre, pero ella no esperó que mi deskonsuelo mudo le llegara al alma y tal vez trepara hasta el manantial de su ternura desbaratando su koraje y antes de que mi orfandad buskara refugio en su regazo me vomitó la inkreíble verdad. Antes que el kuerpo de mi pro genitor se enfriara de la gran fiebre que le kostó la vida, ella, esa mujer a quien llamaba mamá, me comunikó que yo no llevaba su sangre, que no me sintió latir en sus entrañas ni mi bolka tuvo como alimento sus peshos, y por lo tanto muerto mi padre no existía, según su pareser, motivo alguno para seguir kar gando konmigo, que lo úniko que tenía de bueno y oportuno esa muerte era que ella se iba a librar de mí; que hubiera sido mejor que me muriera yo: una pulga molestosa. Todo eso me dijo con el mismo tono de voz kon que me enseñó el «padre nuestro».
-Rekue rdo aún su boka moviéndose despazio dejando salir las pala bras komo mashukadas, para explikarme sin pri sa que de bia marsharme de la kasa, porque ella no estaba atada a mí por ningún —64→ diminuto kariño y era mejor que me fuera antes de que komensaran a llegar los vesinos.
Me eshó suavemente como si me despidiera para alguna fiesta infantil.
-Rekuerdo también que entendí muy poko el signifik ado de todo lo que me desía, pero sí tuve klaro que debía dejar la kasa.
-No lloré. Todas las penas y las preguntas se me juntaron en el pesho y quedaron ahí dando a mi respirasión un ruido de fuelle que lastimaba mis oídos.
-Fui al kuartito que me pertenesió hasta ese día y junté mis kosas en un a bolsa, y antes de partir me azerqué al ataúd y le miré largamente a papá que parezía tranquilamente dormido, me llené de su olor que aún no había kambiado, hasta que mis ojos kayeron sobre el anillo que llevaba en el pulgar; sin pensarlo dos veses se lo arranque y salí, rekoguí la bolsa y me marshé alejándome para siempre de la que kireí era mi kasa y mi madre.
-No se puede usted imaginar el deskoncierto, el miedo y la tristeza de una niña de siete años sola en el mundo, sin más herensia que un anillo de dudoso valor.
-Al segundo día de vagar sin rumbo con el estómago shillando como ranas en presagio de lluvia, se me okurrió venderlo, o kanbiarlo por cualquier resto de komida kuando deskubrí un guayabo kargado de pulposas frutas; devoré esa carne fragante, roja y generosa hasta sentir retortijones en las tripas. Kalmado mi ham bre desidí quedarme con el a nillo. Me di kuenta que ese objeto minuskulo era mi padre, y debía permaneser conmigo para siempre.
-Kon el tiempo la gran tristeza que me dolía como una llaga sangrante entre el pesho y la espalda fue sustituida por en una espezie de neblina suave que —65→ me hacía ver todo desdibujado. Komprendí que teniendo el anillo estaba protegida y fue así. Krecí mudándome de un lugar a otro, fuí a la eskuela, estudié y kasi sin darme kuenta konseguí esta profesión. Anduve los kaminos de la vida como si no existieran senderos deskonozidos; supe que no era difícil amarle a las gentes y sentí que también podía ser amada.
-Me miraba a mí misma, comisario, y me enkontraba igual a otras, pero vivía con la idea fija de que en kualquier momento la persona querida me esharía de su lado y tendría que komenzar todo de nuevo, razionalmente me dez ía que kualquiera está expuesta al abandono o al desamor pero la diferencia era que las otras personas podían disfrutar del momento y yo no, yo deje pasar todos los buenos momentos sin vivirlo, preokupándome siempre del mañana que podía estar vacío de toda presensia, y otra vez me enkontraría con el estómago krujiendo de hambre, los ojos sekos de tristeza y la garganta apretada por preguntas sin naser, y ahora mis seres más queridos se me fueron yendo y sólo guardo de ellas estas kosas que usted ve, y ve porque yo le muestro, sino jamás se hubiera enterado. Aquí están desde el anillo de mi padre hasta la dentadura postiza de mi primera patrona; la pierna ortopédika, de mi kasi segundo padre, la pelulka de la mujer fotógrafa que sólo tenía kuarenta kabellos lokos, que inventó historias graziosas para haserme reír y fotografiar mi sonrisa de niña triste.
-Nunka hasta hoy hise un paseo por mis rekuerdos amargos. Es komo kaminar deskalza por un parque lleno de abrojos y aturdida de silensio.
-Mi primer robo fue este paladar; tal vez quise salvar del olvido la hermosa risa de su dueña, eran unas karkajadas komo aguaseros. El segundo fue esta hebilla de nákar, fijese komo mantiene la luz —66→ rizada M mar y algunas hebras del cabellito dorado, fue de la niñita que kuidé kuando yo también aún nesesitaba cuidado; kon esta hebilla adornaba sus bukles rubios.
-Estos objetos me sirvían de konsuelo por unos días, porque levantados al sielo o apretados a mi korazón tenían la virtud de materializar a sus dueños, así los tenía por unos minutos, tristes y silensiosos ante mis ojos mirando sin ver y tal vez como el primer día de mi orfandad con tantas preguntas arrolladas en sus gargantas. Después fue kasi komo una religión: apropiarme de algún objeto sercano a kualquier muerto amado era protegerlos del olvido irremediable y salvarme de este desamparo sin fronteras. Así llene este nisho que usted ve, que mandé fabrikar del tamaño de la pierna ortopédika porque kalkulé que sería el objeto de mayor tamaño de mi ratería fúnebre. Al prinsipio los tenía metidos entre mis kosas o envueltos en diarios viejos, pero kon mi primer sa lario komo profesional desidí darles un espasio adekuado.
-No pensé nunka que alguien fuera a deskubrir esta debilidad, manía o defexto mío, como usted quiera llamarlo, y ahora que fui deskubierta sinzeramente me extraña que no me entiendan, jamás voy a merkar con estos objetos, me son demasiado amados, venderlos sería como traisionarme a mí misma. No puedo pretender que siendo polisía usted entienda, pero esas gentes que yo amé por el solo hesho de estar serka de quienes yo amaba, también miran sienten y razonan como usted y ni siquiera intentan komprender. Es más disen que robo siempre en las kasas que están de duelo, aproveshándome del deskuido en que se sumen los deudos de un fallesido, y eso no es verdad, primero: porque sólo partisipo y akompaño la muerte —67→ de personas muy queridas, muy ser kanas a mi amor, habitantes pe rmanentes de mi korazón, usted sabe que en zin kuenta y piko de años mueren tantas gentes alrededor de una, pero sólo unos pocos dejan esa espesie de manantial ardiente hierviendo en el pesho.
-Haga usted el inventario de los objetos que están en este nisho y tendrá el numero esaxto de muertos que akompañé y robé si quiere llamarle robo, para mí son rekuerdos queridos, puentes frágiles suspendidos sobre sanjones de olvido para el trajinar de la memoria.
—68→
María Mercedes siempre estuvo orgullosa de su nombre. Nunca terminaría de agradecer a su madre por ese nombre tan lindo; ni vulgar ni exótico. Perenne.
De niña fue Mechita, de vieja tal vez será Ña Merce, pero ahora en la plenitud de su vida disfrutaba el nombre completo. Le gustaba imaginarse el día de su muerte, con el rostro sereno como durmiendo plácidamente una siesta de invierno en domingo y los avisos fúnebres con su fotografía de muchacha sonriente y sin ningún sobrenombre ni apelativo entre paréntesis, sólo María Mercedes Q.E.P.D.
En cualquier reunión donde estuviera alguien desconocido, tendía la mano y un calorcito de placer le recorría el cuerpo: soy María Mercedes, se presentaba con su cálida sonrisa.
Se matrimonió a los quince años con otro bonito nombre: Federico. Eran lánguidamente felices juntos a pesar del hilito de frustraciones cotidianas, de sueños truncos, que cada uno arrastraba.
Ella hubiera querido ver su nombre en un título universitario con letra de calígrafo en tinta china, y ser una profesional cuya opinión fuera siempre importante: que sus conocidos dijeran a los desconocidos de ella: «María Mercedes dice que el idioma guaraní logró afianzarse en el alma de la nacionalidad a través de cuatro épocas bien definidas: la república jesuítica, la república del doctor Francia, la guerra de la triple alianza y la guerra del Chaco», o mejor «ella me explicó en términos sencillos cuales son las posibilidades reales de una conflagración nuclear en la era de acuario».
—69→Pero no; se casó con apenas el ciclo básico, y Federico no quiso saber nada de que ella retomara el estudio, pronto llegaron los niños uno tras otro y por un largo trecho arrinconó ese anhelo.
Sin embargo los hijos crecieron más rápido de lo esperado, ya estaban terminando el colegio y ella seguía tan joven.
A esa altura de sus vidas, tal vez Federico ya no opondría objeciones a que ella estudiara, pero una especie de tonto pudor no le permitía a María Mercedes plantear ese punto. No obstante ella hacía todos los cursos que pudiera hacerse por correspondencia: tenía un montón de certificados y títulos sobre las disciplinas más diversas, pero el mismo sentimiento que le impedía plantear la vuelta a las aulas le impedía también colgar en las paredes de su hogar las acreditaciones académicas obtenidas por correo.
Era una lectora voraz, y en el reducido tiempo que le dejaba su profesión de ama de casa y reina del plumero, la escoba, los bizcochuelos y las sábanas almidonadas y toallas hervidas se mantenía muy informada; conocía profundamente tantos temas, y una rebeldía rencorosa y oscura le invadía ante la falta de honestidad de algunos amigos que hablaban sin vergüenza alguna sobre cualquier asunto mal conocido o totalmente ignorado. Sentíase descalificada y hasta despreciada por esas personas que no la tenían en cuenta en el momento de dar datos falsos o incorrectos u opiniones dignas de oligofrénicos. Una furia tormentosa se le atravesaba14 en el pecho, por lo que consideraba una grave falta de respeto.
Aquella noche Federico no fue a dormir a la casa por razones de trabajo, y ella acompañó a unos amigos a una cena de homenaje a un personaje de —70→ moda. Llegó de tan buen ánimo, irradiando tan buena onda, que el homenajeado fue a saludarla y se quedó charlando con ella casi durante toda la velada, y en el momento de ocupar el lugar de honor que se le había asignado en la mesa la invitó a sentarse a su lado.
Terminó el discurso, la cena y el postre y la conversación se generalizó; ella como siempre escuchó con atención lo que decían los supuestos entendidos y por primera vez en su vida de «MARÍA MERCEDES PINTOS DE BLANCO acreditada por esta Universidad, por haber llenado todos los requisitos de la educación a distancia» no se sintió herida ni rabiosa por las estupideces rimbombantes. Dejó que todos dijeran todo, y en el espacio de silencio entre los interlocutores, se pasó con delicadeza de niñita bien educada la servilleta de lino blanco por la boca, se levantó despacio con la gracia olvidada de Mechita, pidió disculpas con la voz reposada de María Mercedes madre de tres adolescentes encantadores y esposa casi feliz de Federico Blanco, para hablar finalmente con firmeza y seguridad, sin falsa modestia ni orgullo tonto; sin ánimo de hacerle sentir incómodo a los charlatanes con título, sino simplemente para sentirse respetada y exigir respeto de quienes siempre tuvieron el monopolio de la palabra.
Con voz clara y el lenguaje sencillo de quien sabe lo que dice citó datos y fuentes, dio su opinión y su pronóstico y se sintió tan feliz y humilde como cuando a los diecisiete años le dio el pecho por primera vez a su primer hijo.
Volvió a su casa a la media noche. Mecha, Federico y Ricardo no habían regresado aún del festival de rock —71→ y se encontró sola y eufórica, entonces decidió practicar su autohipnosis que venía postergando desde hacía tiempo; escribió una nota para sus hijos, que decía simplemente: no me despierten. Les quiero mucho. Mamá.
Marcó las ocho en el despertador, regalo de una amiga en su décimo aniversario de boda, -al día siguiente era sábado y no tenía que madrugar- se puso el camisón más bonito, una gota de perfume tras las orejas y se acostó. Respiró hondo hasta sentirse relajada desde la lengua hasta los pies. Cuando su cuerpo adquirió la levedad de la pluma se dio la orden: contaría desde cien y al llegar a uno se quedaría dormida hasta despertarse con la musiquita del reloj.
Al «junghans» alemán nunca le habían cambiado la pila y nadie ni nada pudo despertarle a María Mercedes.
—72→—73→
Nicasio, Juan Francisco y Apolonio, nacieron la misma fecha del mismo año, en diferentes puntos de un mismo departamento. Se conocieron orillando los treinta años.
Emigraron tiempo atrás al país vecino por idénticos motivos: falta de trabajo.
Hasta que se encontraron cada uno por su lado estuvo haciendo el mismo oficio de albañil -la industria de la construcción era la que absorbía15 mayor cantidad de mano de obra no calificada, y especialmente la de migrantes indocumentados-. Se encontraron por primera vez en una farra, recién separados de sus respectivas esposas, se reconocieron y juraron como niños no separarse nunca: a los tres les gustaba las mismas pobres cosas.
Nicasio sabía pulsar la guitarra, la abrazaba como a una mujer amada y sacaba de sus entrañas acordes melancólicos; Juan Francisco aporreaba el acordeón con más placer que arte y Apolonio tenía una voz agradable.
Formaron un trío.
Por un tiempo fue común verlos animando cumpleaños y casamientos en las villas miserias. Se sentían grandes estrellas cuando eran solicitados a posar con novias cuyos vestidos a la hora de la fotografía ya estaban tajeados por los desacostumbrados tacos o con niños llorosos porque les apretaba los zapatos nuevos.
Tiempos de gloria.
Decidieron volver al terruño y tentar suerte.
—74→Cada uno compró un par de linda ropa según sus gustos y posibilidades, algún que otro regalo y regresaron como habían ido: con el mismo despacioso tren, y la cabeza llena de sueños.
Se pusieron de acuerdo en que cada uno iría a su pueblo por un mes a visitar a los parientes y gozar del cariño acrecentado por la ausencia, rememorar el pasado, enseñar las coloridas fotografías y disfrutar el suspiro de algunas muchachas de mirada lánguidas.
***
Se reencontraron el día señalado y en el lugar previsto: la estación. Compartieron una cerveza tibia y un pollo medio crudo, mientras planeaban el futuro.
Alquilaron una casita en las afueras del pueblo, compraron algunos cachivaches indispensables, y el último dinero que les sobraba fue invertido en publicidad; un cartel grande que decía: TRÍO LOS AMIGOS, CONTRATAR AQUÍ; y cien tarjetas con la misma leyenda y la dirección.
Para lo que ellos ambicionaban les fue muy bien. Pagaban holgadamente el alquiler, comían y bebían y sobraba plata para el sueldo de la mujer que contrataron para las tareas domésticas.
Por un tiempo abundaron los contratos, que consistía en realidad en discutir un poco los precios según la distancia, el transporte y la cara del cliente, para cerrarlo con un apretón de mano, más seguro que cualquier papel escrito.
Eran muy queridos.
El recuerdo de las esposas se había diluido, eran figuras borrosas y lejanas y ya ni siquiera les quedaba la memoria de algo compartido.
—75→Poco a poco las contrataciones mermaron, mientras el consumo de bebida iba en aumento y el cariño que se tenían rebasaba el cauce16 tranquilo de la ternura, para chapotear el agua espesa de la pasión.
Una noche en que estaban en un escenario improvisado de tablones y arpillera, borrachos como casi todos, se les acercó tambaleante un hombre y le pidió a Apolonio que cantara una canción.
-Ndo roicuai la nde pedido cuate. Ni en sueño ndo rohenduiva- contestó éste riendo entre hipos, coreado por sus amigos. El hombre se indignó por lo que consideró una burla, extrajo un revólver de su cintura y disparó la única bala con tan extrema puntería que le dio justo en el pecho.
Apolonio cayó muerto sin que se le apagara la sonrisa.
Juan Francisco y Nicasio sintieron en sus pechos el mismo ardor mordiéndole la vida y simultáneamente decidieron que el amigo más querido del difunto debía ir a buscar el cajón. Juan Francisco creyó que él era el indicado porque Apolonio sutilmente lo había preferido siempre; Nicasio replicó que el fallecido jamás había ocultado que él, Nicasio, era su amigo favorito.
La discusión fue subiendo de tono, hasta que en algún momento ambos estaban empuñando unos artísticos puñales -único recuerdo de un domingo en el mercado de pulgas de Buenos Aires, cuando estrenaban la ternura varonil recién descubierta, y compraron muertos de risa, lo que el vendedor, un viejo español les explicó que puñal viene de puño, y quiere decir lo que se maneja con él, además de un gemelo de plata para el amigo ausente-.
—76→Seguían peleándose en cámara lenta sobre el escenario, y los puñales producían pequeños relámpagos en la luz incierta de cuatro «petromales» ante la mirada atónita de un público fantasmal, hasta que se apagaron los reflejos y ambos cayeron pesadamente abrazados y los finos relámpagos de convirtieron en lluvia espesa y roja.
—77→
Si luchamos contra las injusticias ya estamos realizando milagros... |
(Victoriano Centurión, dirigente campesino) |
«Los lirios son plantas herbáceas, vivaz, de la familia de las iridáceas, con hojas radicales, erguidas, ensiformes, duras, envainadoras y de tres a cuatro decímetros de largo; tallo central ramoso, de cinco a seis decímetros de altura; flores terminales grandes, de seis pétalos azules o morados y a veces blanco; fruto capsular con muchas semillas, y rizoma rastrero y nudoso.» Lee en silencio moviendo apenas los labios.
Siempre sintió fascinación por esta planta. Desde el vientre de su madre cuando aún era un pez de memoria cósmica creyó tener algo de ella; en la medida que fue creciendo en esa agua blanquecina y comenzó a mover los brazos y las piernas diminutas percibía esas extremidades como las cintas verdes que son sus hojas. Su rancho es un bote varado en un mar de lirios azules, morados y blancos, que con su lánguido perfume nocturno convierte en lana suave sus músculos agarrotados de cansancio; florecen también con modestia los hediondos, esos lirios tan bellos y tan tristes con sus seis pétalos azules y amarillos prisioneros en su olor nauseabundo.
Envuelto en esa mezcla de olores, mientras sus ojos descansan en la superficie azulamarillo de la alfombra de pétalos, rememora aquella cacería. Desde el fondo de su ser siente subir un líquido tibio que brota del gotero diminuto de sus ojos mojando su cara morena con una lluvia salada de ternura y nostalgia por los que cayeron: Estanislao, Mario, Secundino, Gumercindo, Adolfo, Feliciano, Reinaldo, —78→ Federico, Concepción y Fulgencio. Los imagina abrazados como hermanos queridos en alguna fosa ignorada. Era él quien debía ser cazado pero su cuerpo, una vez más, se opuso a la muerte con tanta fuerza, que produjo el milagro de extraviar a los perseguidores. Tras sus pasos brotaban estos herbáceos ya florecidos y su aroma llenaba de congoja y desconcierto a los acosadores, que iban abriéndose camino a machetazos.
Veía desde su escondite, como apenas dejaban un claro para dar un paso volvían a brotar más profusas aún y las hojas amputadas parecían látigos teñidos de sangre. Dentro de esa maraña sanguinolenta donde los rasguños17 y las lágrimas se llenaban de flores poniendo en el aire un olor dulzón y triste llegaron, con su jauría de perros. Por un momento perdió las esperanzas; una perra corrió directamente hacia el matorral que lo escondía -tan precariamente que más que un fugitivo condenado a muerte parecía estar jugando- y en vez de ladrar denunciando su presencia gimió como lastimada un momento, y luego se marchó con la cola entre las piernas. Pasaron sin percatarse de su presencia.
Fue entonces que supo con certeza que su cuerpo no era solamente un amasijo de músculos, con una red de nervios, venas y huesos envueltos en cristal líquido, sino además estaba compuesto de lirios y palabras nunca pronunciadas, de intensos miedos, de heroísmos, cobardías y posibilidades de gozo corriendo por canales misteriosos.
Recibió el primer signo de milagro cuando maniatado lo dejaron en el cuartito destinado a los interrogatorios.
—79→Mientras decidían, truco mediante, quien elegiría la forma de matarlo después de ser interrogado, el prisionero mirando el extenso mandiocal desde la ventana de su improvisada prisión no podía convencerse que ese día era el último de su vida: siempre supuso que la muerte le daría alguna señal antes de venir a buscarlo y hasta ese momento no había percibido ningún indicio de su cercanía; sin embargo no tenía escapatoria; los verdugos estaban sorteando su vida con un mazo de barajas y quien ganara el juego decidiría de qué manera acabar con él. Cerró los ojos resignado a morir a destiempo, cuando sintió que sus ligaduras se aflojaban como si se hubiera reducido el tamaño de su cuerpo, se paró y la soga cayó blandamente, entonces saltó por la ventanita y echó a correr en zigzag18 entre los liños despeinados. Segundos después todos corrían tras él recriminándose unos a otros no haberle puesto una bala en el corazón en el momento oportuno, y entre las órdenes gritadas con furia escuchó que alguien ingenuamente decía: -él co tiene luego un paje muy poderoso, y la bala no le entra en el cuerpo. Sólo alguien que tiene un poder más poderoso puede acabar con su vida -otra voz agregó. El que se le enfrente no debe mirarle a los ojos, porque su mirada tiene magia. Las voces fueron acalladas por dos sonoros manotazos, y un crujir de dientes rotos; él corría aturdido por los ladridos furiosos de los perros, los estallidos ininterrumpidos de las balas y el humo de pólvora que teñía de gris el atardecer poniendo en su garganta un cosquilleo que pugnaba por convertirse en estornudo, hasta que sus pies entorpecidos de cansancio tropiezan con una mata y cae y queda allí enroscado como una serpiente, y a medida que los escucha —80→ acercarse se le vuelve veleta el pensamiento. Quiere creer que sus compañeros están a salvo, por lo menos los niños y las mujeres; escucha el fragor de su sangre bombeada por el corazón que salta dentro del pecho como un gran pez agonizante; recuerda el pizarrón como una superficie líquida donde navegan las tres proposiciones escritas y el nombre de quienes se inscribieron para llevarla a cabo. La decisión unánime de que un grupo llegara a la capital a reclamar con las formalidades del caso el pedazo de tierra que generosamente había parido el maizal, amarillo en ese entonces por las espigas florecidas, la melena rizada de las alubias peinada por la brisa del amanecer y la certeza fugaz de estar en el camino apropiado. Más que ver imagina el tropel azorado de los soldaditos arrastrados a aquella persecución. ¡Cuántos de los que corren tras él serían como sus hijos y como los hijos de sus vecinos!: pobres, atorados de necesidades e injusticias; impúberes arreados en canchitas de potreros o boliches sin memorias, y siente con más fuerza aún que la tierra no debe ser sólo el pedacito minúsculo de la sepultura sino el espacio preñado de bienestar posible, fue entonces que vio el monte de lirios florecidos tras sus pasos y descubrió que los arañazos se iban llenando de flores rojas y que el milagro era posible, por segunda vez en tan poco tiempo.
La claridad del día se fue y una lluvia torrencial desaguó el cielo entre rayos y centellas poniendo unos lamparones súbitos en la negrura del montecito que había logrado alcanzar arrastrándose como un lagarto desde el mandiocal mientras en sus oídos zumbaba el tambor de su corazón mezclado a los gritos de sus perseguidores.
Vencido por el cansancio se acomodó en el hueco de un árbol caído y entró en un profundo sueño; le —81→ despertó una mano que le sacudía del hombro con suavidad, era una mujer que le llevaba noticias y comida; así se enteró que hacía tres días que estaba dormido y que la batida inexplicablemente se había trasladado a otros sitios.
Durante dos semanas, esa mujer de quien sólo sabía que en medio de la angustia de la balacera y los allanamientos había dado a luz, sola y a los apuros, un sabio pequeñín que lloraba en sordina, le mantuvo informado y alimentado, le contó de los muertos y del miedo oscuro que se instaló en las gargantas como un líquido viscoso y asfixiante. Él tratando de corresponder tanta generosidad le ofrecía hierbas prodigiosas que aquietan la tristeza, para que no se le cortara la leche, emplastos de grasa de animales silvestre para los retorcijones de barriga, raíces milagrosas para dolencias múltiples del cuerpo y del alma, oraciones para desagusanar terneros, curar ojeos y aliviar el dolor de muelas; cortezas aromáticas para sahumerios del buen amor. Le enseñó las claves para descifrar el canto de los pájaros y el comportamiento de los animales domésticos, le escribió en el suelo las palabras sacramentales para deshacer la envidia y exorcizar embrujos malignos, y una noche guiado por ella se acomodó en la baulera de un auto y salió a buscar asilo.
Por las rendijas del capó destartalado vio la bóveda de terciopelo azul oscuro sembrada de perlas y diamantes como un muestrario de joyero y supo que volverá para morir sin sobresaltos bajo ese mismo cielo estrellado; esa certeza aquietó su pulso, licuó su saliva espesa, languideció sus párpados y le condujo al territorio del sueño.
—82→Todavía dormido llegó hasta una embajada y quince días después voló aturdido, sobre espesas nubes de algodón a un país donde los pobres vivían amontonados en los cerros hasta que cualquier día eran arrastrados por temporales furiosos con sus cachivaches de latas y sus niños eternamente resfriados.
El sitio duró tres meses y los niños de «campo lirio» -como le bautizaron las gentes al lugar- perdieron el hábito de jugar y comer frutas silvestres, horrorizados por los pájaros de metal que llenaban de temblor sus frágiles huesos y taponaban sus oídos con una cera de silencio y sólo se sabía de sus existencias por el zumbido de abejas con que tarareaban bajo las camas con los labios apenas despegados «pan y bolito querosén iyescaso no hay caso, no hay caso, no hay caso».
Las mujeres grávidas enterraron sus sietemesinos muertos de susto entre las matas de lirios y los ancianos se echaron a dormir en los campos arados que esperaron inútilmente las semillas.
El lirio fue proscripto por el general en florerías y en clases de botánica y floricultura; también fueron desterradas antiguas costumbres como la serenata y el rosario cantado; el tupaitu y la misa de gallo.
Muchas palabras del diccionario y algunos léxicos populares fueron halladas culpables de sedición y condenadas por los jueces a varios años de cárcel; unas cuantas murieron en prisión y otras salieron muy debilitadas sin ánimo para prestar ningún servicio; por lo tanto los habitantes tuvieron que inventar en su reemplazo señas y morisquetas que también fueron condenadas y al final sólo quedó un silencio incómodo que poco a poco fue llenándose de nuevos y —83→ quebradizos vocablos cuyos significados a nadie importaba, porque eran fugaces, y podían ser cambiados según la ocasión y la conveniencia. Pero el general también fue proscripto por otro general de sonrisa campechana y cabellos teñidos, en una noche de fiesta patronal entre tanques y morteros, mientras un cantante de boca de durazno cantaba boleros para delicia de romanticonas viejas que le escuchaban embelesadas desde los balcones.
Entonces las puertas cerradas por tanto tiempo se abrieron y la risa salió a la calle a sentarse en los bancos de plazas, para que los fotógrafos la capturaran con sus cámaras, las lágrimas se cristalizaron en los rostros como diamantes sin pulir y alguien puso en las manos de San Blas una pantalla gigante de caranday, para espantar el calor de tantas velas prendidas a su nombre borrado del santoral y súbitamente reivindicado como patrono milagroso.
Entre quienes entraron en tropel alegre, embriagados por el perfume de los jazmines y las madreselvas, y el bultito de recuerdos guardados en los resquicios profundos de sus memorias, también él regresó.
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Cada vez con más frecuencia el invierno se demora en sus huesos, pero su corazón de primavera florece entre tantos lirios, recogidos a brazadas llenas para ser enviados en furgones refrigerados a los centros urbanos, y, envueltos en celofán y cintas poner color y aroma a grises oficinas o adquirir un lenguaje propicio para el amor o los adioses -por aquellos niños silenciosos que cantaban con los labios apenas despegados debajo de las camas «pan y bolito...» convertidos en mujeres y hombres, con —84→ sueños simples y rotundos. Siente que el aire se llena con la sonoridad de sus risas, y entra en su sangre como un sonajero de promesas que poco a poco se aquieta mientras cae la noche y el cielo se llena de puntos brillantes como un muestrario de joyero.
—85→
(A Catalina Ruiz Díaz, porque tuvo el privilegio de vivir un gran amor)
No sé porqué te llamé Juan Laguna. Podía haberte inventado un nombre glorioso, como Alejandro, Felipe, Augusto o Marco Aurelio, pero yo quería un nombre que me diera tu imagen exacta, que al pronunciarla invocara tu infancia de bolitas y trompos, de frutas aún verdes mordida por tu ávida boca de niño; un nombre que trajera hasta mí, las tardes de potreros y arroyos y el desconcertante asombro ante la trabazón erótica de las perras en celo; la rudimentaria higiene de lavarte las manos con saliva después de escarbar con ella la tierra buscando lombrices. Tu alegría supersticiosa durante los aguaceros con sol festejando los esponsales del diablo.
Cuando descubrí tu ternura florecida en cada poro, tu pasión recién estrenada y la tristeza que apagaba de tanto en tanto la luz de tu mirada quise tener un mapa de tu vida e inventé el itinerario de tu existencia con ese nombre, y desapareciste de mi vida sin que yo supiera con cuál te bautizaron. A veces creo que vos no exististe nunca, que no sólo inventé ese nombre sino también tu presencia fugaz en mi vida; que tal vez fuiste la letra de algún bolero escuchado en una medianoche de nostalgia; pero no, yo palpé las cicatrices de tu rodilla y aspiré tu olor a tierra mojada; aún siento en mis manos las asperezas de tu barba crecida y puedo escuchar tus susurros de amor.
Hoy recurro a ese nombre para saltar la laguna de mi memoria y reconstruirte después de tantos años, y sólo recupero tu cuerpo amoratado, el piolín de sangre seca colgado de tus labios, aquel —86→ cuerpo extraño vacío ya de la carga de alegrías emociones o tristezas, que arrastrada de los cabellos me llevaron a reconocer; entonces cierro los ojos y los oídos y me dejo guiar sólo por el olfato. En realidad por la memoria del olfato, para recuperarte desmemoriado y sin nombre con tu piel apenas humedecida en los ajetreos de amor.
Guiada por el olor a tierra mojada, tanteo con las yemas de los dedos construir tu cara, suavemente trazo el contorno de tu boca y tus ojos, y te recobro con tu sonrisa de espiga, dibujo payasitos en tu frente y lentamente como un ciego que aprende a leer voy andando por el mapa palpitante de tu cuerpo para detenerme en el misterioso costurón de tu rodilla y escucho mi propia voz preguntando
-¿De qué es esta cicatriz?
-Huellas, tal vez descuido.
Tu respuesta me incomoda como si yo tuviera algo que ver con ese costurón.
Fueron sólo dos semanas de encuentros furtivos y desesperados.
¿Cómo te conocí? Fue en la casa de algunos amigos prohibidos, gente fascinantes por vivir en otros mundos, me llamaban «niña rica» sin ningún atisbo de burla o resentimiento, me aceptaron alegremente y cuando hablaban de cosas que yo no entendía sólo me pedían silencio con el dedo sobre los labios, y poco a poco fui descifrando sus enigmas y te cuento con orgullo que nunca olvidé el mandato de silencio.
Aquella noche me llamó la atención el incendio de tus ojos negros y tu aire desamparado, te invité a bailar y luego te secuestre con una osadía más fingida —87→ que real, no pregunté tu nombre, supe después que te llamaban comandante Juan, yo te registré para siempre como Juan Laguna. Me introduje en tu sangre con la prisa ardiente de la mía y desde ese día todo adquirió un color diferente en mi vida. Eras tan simple y profundo, tan descomplicado y misterioso; tu lenguaje era una clave a descifrar y sólo el vacío definitivo de tu ausencia me permitió decodificarlo.
Pensaba que las palabras lucha, justicia, libertad, igualdad, eran vocablos aburridos inventados para discursos guerreros y nunca antes de conocerte pensé que podían tener significados tan hondos, claros y precisos ni que podían sonar como masticadas con azúcar.
Tenías un sentido del humor incomparable y tu risa fácil era una escoba capaz de limpiar todos los corredores de tristezas. ¡Cómo te querían! Era imposible sustraerse a tu risa enorme que abarcaba toda la alegría y el placer de la tierra.
Cuanto te amé amor. Y aunque duró tan poco y tuvo un final tan trágico le agradezco a la vida por haberte encontrado, por permitirme vivir esa sensación de eternidad que fue nuestro encuentro.
Dos semanas Juan Laguna. Dos semana recorriendo el territorio de tu cuerpo macizo y fuerte como un árbol centenario, suave y dulce como un panal de miel. Dos semanas caminando en punta de pies la superficie lunar de tu alma. Dos semanas de ensueños y una madrugada de pesadilla.
Mi padre taladrándome con su mirada de piedra, con la boca duramente cerrada, mientras los otros me arrastraban de los cabellos, sin que él amagara ningún gesto de defensa.
—88→-La puta de su hija coronel, hace dos semanas que se hace coger por ese desgraciado, aprendiz de guerrillero-.
Mi madre murmurando plegarias con los ojos secos y desorbitados; y yo refugiándome en tu recuerdo convertida en caracol, larva, oruga o embrión desmemoriado.
Dije con una voz de puñal que apuntaba directo al corazón de mi padre, que como todo militar edulcoraba su vida con frases de radioteatro «por amor se hace todo» sin haber llegado jamás a pisar el territorio de leche y miel de los amantes:
-Sí, me acosté con él como con muchos otros, pero no conozco sus actividades, no es mi costumbre interrogarle a los tipos para abrirle mis piernas-; y mirando tu amado cuerpo convertido en carne oscura y tumefacta mientras la laguna de tu nombre inventado me ahogaba el alma, agregué:
-A rey muerto rey puesto, alguien ocupará su lugar en mi cama -y con la detestada soberbia de mi padre «el coronel» terminé:
-Desháganse de este fiambre antes de que apeste y pídanle disculpas al coronel, no tenían derecho a llamarle puta a su hijita del alma, al fin y al cabo yo no cobro.
Te recupero de tanto en tanto en el olor de la tierra mojada y agradecida por los torrenciales aguaceros con sol de los veranos calientes y me envuelve la luminosidad de tu sonrisa en los arcoiris que beben en los charcos del patio y me río imitando tus carcajadas de manantial corriendo entre piedras blancas, mientras la laguna de tu nombre inventado me ahoga el alma. Los locos me miran y poco a poco sueltan la risa que suenan con las cinco vocales: ja ja ja je je je ji ji ji jo jo jo ju ju ju.
—89→
Me di cuenta que nadie en la casa me necesitaba sino más bien yo sobraba en todas partes; no puedo decir que molestara porque seguía siendo una empleada de lujo y con lujos; sabía que era cómodo -aunque pasara inadvertido- para los demás encontrar la casa siempre reluciente, ordenada con buen gusto, la mesa bien servida, la ropa en orden, los espacios de cada uno protegido menos el mío. Decidí después de mucho cavilar, empezar una nueva vida, no le hablé a nadie de mis planes porque sabía que me desanimarían, además, supuse que no hay dos sin tres y si le contaba a una, la noticia rodaría y las bien intencionadas amigas tal vez lograrían convencerme. Parecía una locura abandonar la cómoda vida de oropeles por una existencia totalmente incierta. Todo por derecho era mío y de mi esposo, pero en realidad sólo él podía disponer de ese «todo».
Abandoné los estudios para casarme, no lo iba a necesitar pues mi marido era ya profesional y venía de una familia acomodada. Hasta que llegue al umbral de la madurez no me importó que mi familia política sacará a relucir mi origen pobre y asumí como natural servirles a todos como un miembro más de la numerosa servidumbre. Mi recién estrenado marido se mostraba satisfecho sobre mi manera de ser tan discreta sumisa y servicial. Me amó suavemente y de tanto en tanto apaciguaba con su ardor el fuego que adivinaba bajo mis pestañas inquietas detrás de los manteles de lino almidonado o el vaso de jugo que le llevaba a mi suegra sin inmutarme por la severidad de su mirada. Después llegaron los hijos y mis tareas se multiplicaron en la medida que disminuía el margen de error que se me concedía. No sólo crié a mis hijos sino a la prole de mis hermanos políticos y cuidé la agria ancianidad de mis suegros hasta que felizmente —90→ murieron en mis brazos sin ningún gesto de agradecimiento, los niños míos y ajenos crecieron y se fueron y yo supuse que a partir de ahí tendría tiempo para disfrutar de la esquiva compañía de mi esposo, pero hete aquí que a él no le interesaba, él andaba inyectándose sabia joven con una amante menor que nuestro hijo menor, y con profundo asco imaginé a mi cónyuge desnudando sin pudor su cuerpo gastado frente a otro cuerpo rebosante de juventud y energía, metiéndose entre las piernas de una adolescente con el Jesús en la boca por temor a una erección fallida, sudando de angustia por impresionar como un amante experimentado capaz de descubrir todos los misterios en esa geografía deslumbrante, calculando según los informes de «Master & Johnsons» cuáles son las claves para llevar al cielo a una muchachita tan avivada y al mismo tiempo tan inocente.
Realicé un minucioso inventario: mis nueras me buscaban cuando le fallaban sus niñeras o tenían amigos a cenar de improviso para pedirme algunos platos ricos de esos que «vos sabes hacer también». Yo calculé el tiempo que me sobraba sin achaques, y tomé la decisión de cambiar la seguridad de una vejez-todavía lejana -fríamente cuidada, por la incertidumbre de unos pocos años plenamente vividos. Vendí las joyas que en los tiempos de servicio activo me había merecido, redacté una carta de adiós sin dramatismo, donde no mencionaba a la amante joven que en realidad dolía como quemadura, y para que nadie se molestara en buscarme picado por el abejón de alguna culpa deslicé sutilmente la idea de que me marchaba con un hombre.
Me acomodé en un hotelito sobre la calle Paraguay y puse el siguiente anuncio en los dos periódicos de más tirada: Dama culta, amante de los clásicos franceses y el jazz se ofrece como lectora interlocutora de solitarios-as.