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Delmira Agustini

Alberto Zum Felde






- I -

Si la verdadera poesía lírica es la desnuda palpitación de las almas, la revelación de las conciencias, la manifestación de nuestros más íntimos pensamientos y de nuestros sentimiento recónditos, - si es ella el clamor de la pasión, el gemido de la congoja, la sonrisa de la dicha, el estremecimiento del deleite, el grito de la angustia o el himno de la esperanza, - si es ella la música de nuestro espíritu, el perfume de nuestras emociones, la esencia de nuestras vidas, - si ella es, en fin, como ya la hemos definido en otra página, una suprema confesión, - no existe hasta hoy, en la literatura uruguaya - y, tal vez, ríoplatense, lirismo más puro e intenso que el de las dos poetisas: Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou.

Excepcional destino ha dado en estas tierras a la mujer, más, quizás, que al hombre, el don de la palabra esencial, de aquella palabra que brota de la profundidad del ser y llega, en ondas de vibración magnética, a la profundidad de los otros seres. Y tanto más excepcional es este destino, cuanto que, en la poesía universal, la mujer ha ocupado siempre un lugar secundario. Entre las voces potentes de los varones, apenas se oye su voz. En todos los países y épocas, las escasas mujeres que han cultivado el verso no han pasado de la tímida melodía del amor platónico, convencional y repetida. Un cristiano pudor o un respeto burgués ataba sus lenguas; y así, no han hablado el lenguaje de la sinceridad y de la vida, no han dicho la honda y sencilla verdad de sí mismas, la verdad en que radica toda poesía original y durable.

Frente a la libertad del hombre, que dijo cuanto sintió y pensó; que pobló la poesía con sus múltiples voces, que llenó el mundo con su espíritu, frente al hombre para quien no hay obstáculos sociales ni falsos pudores, la mujer ha sufrido la reclusión de la moral y el riguroso antifaz del convencionalismo. Su alma se ha volcado, como una incandescente y mágica pedrería, en el secreto de la cita; ha exhalado su perfume precioso en la intimidad de las confidencias y ha balbuceado la poesía del sentimiento en las cartas que no leería sino el amado. Pero nada de eso ha trascendido a la literatura. Hay más poesía en las cartas íntimas de las enamoradas, que en los versos correctos y apagados de muchas poetisas. Si se recogiera en libro las frases que han escrito centenares de mujeres en sus cartas de amor o de confidencia, habría en él más verdad y más belleza, más emoción y más perfume, que en muchos volúmenes de versos femeninos dados a la circulación.

Muy rara vez la mujer se ha presentado desnuda ante el Arte. La poesía propia de la mujer, aquella que solamente ella misma puede revelarnos, era un vasto mundo silencioso agitado por tempestades en la sombra; cuando alguna voz surgía de él, todos nos quedábamos suspensos para escucharla...

La poesía del amor no ha tenido más que la voz varonil para cantarla. El Cantar de los Cantares es obra de varón: la sulamita habla por boca del amante. La única mujer que, en su exaltación pasional fue movida a hablar, es Safo. Sus acentos atraviesan los siglos. Teresa de Ávila, que la Iglesia llama Santa Teresa de Jesús, habló en férvida estrofa, pero, en medio a su delirio místico, y el amor divino se confunde en su arrebato con el amor humano. Su pasión ambigua ha legado, no obstante, algunas de las páginas más sinceras que se hayan escrito. Más pura que Safo y más humana que Teresa, Eloísa ha dejado en sus cartas a Maese Abelardo, testimonio precioso de su feminidad. Fuera de esas voces, ¿cuáles? El sentimiento materno no ha tenido más poetisa verdadera que Ada Negri, cuyo libro debieran tener por breviario espiritual todas las madres. ¡Qué inmenso tesoro lírico, original e inédito, guarda el alma de la mujer! Cuando una de ellas, revelándose contra el torpe convencionalismo que las obliga a callar o a fingir, se presenta sin velos y se nos muestra en la sinceridad de su ser, es como si se abriera, ante nuestra conciencia, una ventana inesperada hacia lo profundo maravilloso. La vida cobra un nuevo encanto.



Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou, aparecen como dos poetisas excepcionales, en el coro tímido y velado de las mujeres. Ellas se han despojado de los velos espesos con que las cubrió el pudor cristiano. Ellas han sacudido sus cabelleras perfumadas en el aire que respiramos; y el aire se ha hecho dulce por su virtud. Ellas han arrancado los sellos de la clausura espiritual, han dicho el secreto de sus vidas. Todo lo que se había callado, ellas lo han dicho. Acentos nuevos han vibrado en la lírica. Su poesía es una .confesión. Y sus versos contienen una esencia nueva: la esencia de la mujer.

Por virtud de esa sinceridad que descubre todo un mundo interior de sentimientos y de ideas, las dos poetisas uruguayas tienen un valor de originalidad inconfundible. Y esta originalidad, no es tan solo dentro de la poesía uruguaya o de la poesía americana, sino frente a la poesía mundial. No es hipérbole esta afirmación. Ambas poetisas son originales porque es original la materia de su poesía; pues, lo que ellas han dicho no se había dicho aún, si descontamos a Safo y a Teresa, precursoras inmortales de este numen femíneo. ¡Magno y simple privilegio! Muchas poetisas han escrito versos tan buenos o mejores que los de ambas, literariamente considerados. Ninguna ha puesto en ellos la emoción interior que es el perfume de la sinceridad; ninguna ha dicho verdades tan recónditas; ninguna los ha colmado de su esencia vital; ninguna se ha dado toda entera en sus versos. La originalidad de ambas poetisas está en su sinceridad. Pero esta sinceridad requiere un sublime valor; y este valor es un altísimo privilegio. Los versos de «Los Cálices Vacíos» y de «Las Lenguas de Diamante», son bellos entre todos los demás versos, porque en ellos está lo que no puede estar en los otros. Los poetas varones, cuya recia mentalidad se esfuerza en dar a su canto vibraciones sutiles y alas audaces, reconozcan e inclínense reverentes ante el numen original de las poetisas. Se han desatado sus lenguas y se desquitan del silencio de tantos siglos. Ellas tienen un mundo que revelarnos; y nosotros, ¡ay!... viejos charlatanes... ya casi lo hemos dicho todo... y más de lo que debíamos...



Las figuras de las dos poetisas aparecen en nuestro horizonte espiritual, como dos hermanas, gemelas y distintas. Un vínculo sustancial hace que las veamos inseparables; la una nos recuerda a la otra y sus gracias diversas se completan en un armonioso encanto.

Delmira es más profunda que Juana de Ibarbourou; pero esta es más delicada que Delmira. El canto de aquella suena grave y cálido, como voz de contralto; esta canta con cristalino gorjeo de pájaro matinal. Aquella tiene el gesto y el estremecimiento de la tragedia; esta la ingenuidad graciosa del idilio. Una sombra violeta profundiza la encendida mirada de la primera; una sonrisa dichosa abre los labios frescos de la segunda. Forman una constelación de estrellas dobles, roja la una como ardiente carbunclo, azul la otra como un zafiro soñador.

Ambas vienen hacia nosotros, como dos hermanas, cogidas de la cintura. Delmira, la mayor, tiene la frente alta e imperiosa de Minerva, los ojos profundos, el flanco opulento, el paso firme: se piensa en una joven leona. Juana de Ibarbourou, la hermana menor, tiene los ojos dulces, la lengua inquieta, el busto fino, el paso leve: se piensa en la gacela. La mayor trae en la mano abandonada, un ramo de amapolas de roja sangre, que evoca involuntariamente la Muerte cuyas sienes habrán de coronar... La menor aprisiona contra su seno una carga de nardos y azucenas, y hunde en ellos su rostro con deleite. Y, en tanto la menor sonríe a las flores, a los pájaros, a los árboles, a las nubes, en un deleite puro de vida, la mayor mira más allá de las flores, de los árboles, de las nubes, una lontananza pensativa...

Y en la mañana dorada, las dos hermanas dicen el secreto tembloroso de sus corazones. Canta la voz de plata de la menor:


Tómame ahora que aún es temprano
Y que llevo dalias nuevas en la mano.
Tómame ahora que aún es sombría
Esta taciturna cabellera mía.
Ahora que tengo la carne olorosa
Y los ojos limpios y la piel de rosa.
Ahora que calza mi planta ligera
La sandalia viva de la primavera.

Y dice la lengua de llama de la mayor:


De las espumas armoniosas surja,
Vivo, supremo, misterioso, eterno,
El amante ideal, el esculpido
En prodigios de almas y de cuerpos;
Debe ser vivo a fuerza de soñado,
Que sangre y alma se me va en los sueños;
Las culebras azules de sus venas
Se nutren de milagro en mi cerebro...




- II -

Delmira Agustini


La poesía de Delmira Agustini es un ensueño ardiente y doloroso. - Ensueño, porque no es la realidad común y objetiva lo que ella vive y canta, sino la imagen de esta realidad reflejada en el fondo ideal de su alma, convertida en visión subjetiva. - Ardiente, porque en la exaltación íntima y entera de su ser, que se consume como una brasa, todo es fuerte, pasional, heroico, extraordinario. - Doloroso, porque la vida no puede darle lo que ella pide, y padece la sed quemante e inextinguible de su anhelo.

Todos sus poemas están hechos de visiones extraordinarias y de gritos de angustia. Semejante a las antiguas pitonisas, una especie de sonambulismo lúcido la posee; y, con frecuencia, su voz suena enronquecida y lejana como la de las sonámbulas, hablándonos desde las profundas cavernas de sus sueños. Sueño angustioso y agitado el suyo, como el de los febricientes. El mundo de sus imágenes es un mundo sombrío y desolado, en el que arden celestes hogueras. Figuras ideales lo pueblan, pero sus cuerpos proyectan sombras monstruosas. Arriba, entre los desgarrones de las nubes, negras nubes con flecos de fuegos fantásticos, brillan estrellas frías y remotas. Sopla un viento huracanado, lleno de un vago clamor. Cuando el viento se acuesta, en el silencio hondo, sin fondo, más trágico que el clamor - se oye su voz, - la voz apasionada y desolada de la poetisa.

«En mi alcoba agrandada de soledad y miedo - taciturno a mi lado apareciste - como un hongo gigante, muerto y vivo - Brotado en los rincones de la noche - Húmedos de silencio...». El amante espectral se inclina hacia ella «como un enfermo de la vida, a los opios infalibles y a las vendas de piedra de la muerte»; «como el gran sauce de la melancolía a las hondas lagunas del silencio»; «como la torre de mármol del orgullo, minada por un monstruo de tristeza». En el lúgubre ensueño pasional, ella vibra como la cuerda tensa y pulsada de un instrumento. Y su mirada es «una culebra apuntada entre zarzas de pestañas - al cisne reverente de tu cuerpo»; «una culebra, glisando, entre los riscos de la sombra, - a la estatua de lirios de tu cuerpo». La escena termina en una burla trágica y muda. «Yo esperaba, suspensa, el aletazo del abrazo magnífico - y, cuando te abrí los ojos como un alma y vi - que te hacías atrás y te envolvías - en yo no sé qué pliegue inmenso de la sombra!...».

Esta «Visión» expresa y resume la poesía y la vida de Delmira Agustini: Soñar férvidamente una imagen que no pueden apresar los brazos carnales. En todos los poemas de «Los Cálices Vacíos» -libro en que se halla también, seleccionada, su producción anterior- arde la misma fantasía y vibra el mismo anhelo.

Ella no vive para sí, sino para sus sueños. Las imágenes ideales que ella misma ha forjado en la hoguera de su espíritu - la dominan luego, la chupan como luminosos vampiros, desde la sombra. El amante ideal que concibe y espera «debe ser vivo a fuerza de soñado, - que sangre y alma se me va en los sueños!». El amante «arraigando las uñas extrahumanas en mi carne, - solloza en mis ensueños». Pocas veces, una criatura humana ha vivido en una tensión más dolorosa hacia lo ideal. Como Teresa de Ávila, la mística apasionada, Delmira puede decir: «muriendo vivo». Pero Delmira no muere, como Teresa, para un cielo místico, para un dios extraterreno. Ella sueña una vida intensa y magnífica de la tierra, una vida en que la llama celeste encienda en criaturas estupendas el barro humano. Ella no sueña solo con su mente, sueña también con su carne; toda entera, con las ansias más oscuras de la vida, tiende hacia una transfiguración gloriosa. Por momentos, la intensidad de su anhelo hace del verso suyo el grito mismo de la vida, lanzado desde los abismos dolorosos del ser hacia las perfecciones dichosas que le están destinadas.

Ese anhelo de una vida extraordinaria y magnífica -hecha de fuerza, de libertad y belleza- la arrebata a cada instante de la realidad, opaca y esposa, al ensueño fulgurante y terrible. Bajo las ansias del sueño, vemos su cuerpo sufrir y retorcerse, como sobre un potro. No es, ciertamente, «el dulce beleño» lo que bebe y lo que nos ofrece: es el zumo mismo de la vida, fuerte y amargo en sus heces, que halla quien busca el fondo.



En la poesía de «Los Cálices Vacíos» hay una manifestación de sexualidad apasionada y desnuda: pero no hay sensualismo. No se encuentran en Delmira, ni el grito del deseo brutal, ni la delectación viciosa de los sentidos. La sexualidad de sus poemas está idealizada por un alto pensamiento o por una pasión profunda. Donde hay tristeza o exaltación del alma, el sensualismo desaparece. Y, en Delmira, todo es exaltación y tristeza.

El cuerpo, su cuerpo, no es para ella una finalidad sino un medio, un instrumento, un camino hacia otra cosa. Su cuerpo vibra como la cuerda pulsada para producir sonidos armoniosos. El abrazo carnal es bello y puro porque las fuerzas ocultas de la vida lo impulsan y obran en él. El idealismo de Delmira no está hecho de aire, sino de materia incandescente como los soles. Sabe la idealidad que palpita en la carne, en sus órganos y en sus instintos:


Yo esperaba suspensa el aletazo
Del abrazo magnífico; un abrazo
De cuatro brazos, que la gloria viste
De fiebre y de milagro, será un vuelo!
Y pueden ser los hechizados brazos
Cuatro raíces de una raza nueva.

Cuando ofrece su cuerpo, con soberano impudor, «como si fuera la inicial de tu destino en la página blanca de mi lecho», no lo ofrece al deleite egoísta y ciego del hombre, sino a la fecundidad trascendente de la vida, a un más allá ideal del deleite. Dice en «Otra Estirpe»:


Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego...
Pido a tus manos todopoderosas
Tu cuerpo excelso derramado en fuego
Sobre mi cuerpo desmayado en rosas!
La eléctrica corola que hoy despliego
Brinda el nectario de un jardín de Esposas!
Para sus buitres en mi carne entrego
Todo un enjambre de palomas rosas!
Da a las dos sierpes de su abrazo, crueles,
Mi gran tallo febril... Absintio, mieles,
Viérteme de sus venas, de su boca...
¡Así tendida soy un surco ardiente,
Donde puede nutrirse la simiente
De otra Estirpe, sublimemente loca!



Delmira Agustini une la mentalidad robusta de un varón a la más sutil sensibilidad de mujer. Domina el concepto abstracto como la emoción pura; y, casi siempre, la cerebralidad prima en ella, convirtiendo toda sensación en idea. La fuerza ideológica de muchos de sus poemas, los pensamientos enérgicos y originales que se hallan a cada estrofa, revelan una conciencia máscula, para la cual, las más altas y arduas concepciones filosóficas no tienen secretos.

Ideas profundísimas acerca del ser, del destino humano, del alma, del amor y de la muerte, brotan de su frente tempestuosa. Y esto es tanto más extraordinario cuanto que no proviene del estudio de los libros, sino del solo poder de la intuición. No era Delmira una estudiosa, no poseía una gran cultura; apenas conocía a los filósofos; tenía una vaga noción de doctrinas. Es el suyo uno de los casos intuitivos más sorprendentes que existan. Llegó a los más recónditos secretos humanos, ella sola, por un camino oscuro... Su conciencia, como un fluido magnético, todo lo penetra y todo lo comprende; su pensamiento va, como una estocada sangrienta, a la médula de las cosas; su visión sutil y poderosa ve, detrás del velo de las apariencias, las causas y las raíces. Algunas imágenes suyas son condensaciones de ideas, pomos de esencia mental. Parece que todo lo supiera y que, no hubiera en el ser, arcanos para ella. Ha ahondado en sí misma, tanto que «a veces, yo temblaba del horror de mi sima», dice. También el lector tiembla, a veces, ante el horror de esa sima.

En la «Plegaria» a Eros, dice de las estatuas: «Se dirían crisálidas de piedra - de yo no sé qué formidable raza, - en una eterna espera inenarrable. - Los cráteres dormidos de sus bocas - dan la ceniza negra del silencio». Y, en otras estrofas: «Piedad para las vidas - que no doran a fuego tus bonanzas - ni riegan o desgajan tus tormentas. - Piedad para los ínclitos espíritus - tallados en diamante, - altos, claros, extáticos, - pararrayos de cúpulas morales». - En otra composición: «Yo muero extrañamente... No me mata la vida, - No me mata la muerte, no me mata el amor; - Muero de un pensamiento mudo como una herida... - ¿No habéis sentido nunca el extraño dolor - de un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida - devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor? - ¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida - que os abrazaba enteros y no daba un fulgor?».

Esa potente mentalidad de varón, reflejando una naturaleza profundamente sensitiva y pasional de mujer, es lo que -como el contacto de dos electricidades- produce la chispa genial que enciende la poesía de Delmira Agustini.



No es Delmira Agustini una artífice del verso. Sus formas poéticas carecen de ese equilibrio gracioso o de esa severa armonía arquitectónicas, propias del arte sereno. - No tienen, tampoco, esa musical y transparente fluidez de la estrofa sencilla. Es demasiado tumultuosa y atormentada para lo primero; para lo segundo es demasiado complicada y oscura. Su verso no corre como claro río sino como turbio torrente, que arrastra el lodo del fondo y desgajadas ramas de las orillas. En muy pocas de sus composiciones mantiene la proporción armónica de las formas; en su mayor parte es desigual quebrada, áspera, riscosa, a veces confusa, y hasta informe a veces. En la tensión violenta de su canto, de pronto, a menudo, una cuerda se rompe, con un golpe seco. Inquieta y cambiante como una llama, sube y baja, se alarga y se retuerce, lame y chisporrotea, ilumina y destruye, es «fúlgida» y «sombría» al par.

Su belleza no está, pues, en la armonía de la línea ni en la fluidez del sonido, sino en la inspiración del motivo, en la hondura del pensamiento, en la magnificencia de la imagen, en la energía de la expresión. Así es: honda, enérgica, inspirada y magnífica en su verso. Es una artista dionisíaca. Sus estrofas son un vuelo deslumbrante de imágenes o una sonora cabalgada de pensamientos.


Yo tenía...
      dos alas!...
Dos alas
Que del azur vivían como dos siderales
Raíces!
Dos alas
Con todos los milagros de la vida, la muerte,
      
y la ilusión. Dos alas
fulmíneas
Como el velamen de una estrella en fuga!

Esta estrofa, sin forma literaria definida, arrítmica, tiene, sin embargo, la belleza suma de esa idea profundísima de las raíces siderales - y esa imagen magnífica del velamen de fuego de la estrella. El ritmo mismo -si cabe llamar ritmo a un zigzag eléctrico- traduce la audacia zigzagueante de su vuelo, en los espacios de la idea abstracta a que se lanza y nos obliga a seguirla.

La forma poética de «Los Cálices Vacíos» es la que conviene a su inspiración. No puede ser tenida por ejemplo ni modelo: está bien en ese libro, en esa poesía. Por lo demás, esa forma es la única posible para Delmira, por cuanto es un efecto fatal de su individualidad lírica.

Nada más lejos de la serenidad y de la sencillez que su lirismo. Complicada y tumultuosa, la poesía fluye de su mente de un modo precipitado, atorbellinado, hinchando sus venas, enronqueciendo su garganta. La encauza con dificultad por los conductos de la métrica y del ritmo: tan impetuosa y ardiente es. Por eso resulta dura, áspera, muchas veces. La expresión traduce con esfuerzo sus sensaciones sutiles; y hasta emplea términos que serían feos y brutales si el vuelo mismo de la estrofa no los remontase en el azul, como una achura en el pico de un águila. Así cuando dice:


Brotado en los rincones de la noche,
Húmedos de silencio,
Y engrasados de sombra y soledad.

«Engrasados» es, indudablemente, una palabra bastante prosaica. Pero, traduce una sensación difícil de dar en términos más puros; y esa sensación comunica su fineza a la palabra. Poseyendo Delmira un dominio seguro de la forma, dentro del plano literario normal -como se demuestra en las composiciones «Fiera de Amor», «La Barca Milagrosa», «Lo Inefable» y otras- aguza de tal modo el pensamiento, se mete en tales honduras de la sensibilidad, se lanza a tan audaces vuelos, que la expresión se le resiste y la frase sale enorme, contorsionada, insólita. Además, los pensamientos abstractos entre los cuales tan constantemente se mueve, siendo, por naturaleza, poco líricos, endurecen la expresión, tornándola seca y áspera. El ardor pasional de Delmira y su vuelo imaginativo salvan, sin embargo, esos defectos que, por lo demás, y según liemos visto, son inherentes a su mentalidad.

No se encuentran en su verso ninguno de los defectos inferiores. Nunca es declamatoria ni retórica; no se hallan frases huecas, no hay allí ni sombra ni ripio. Las frases son todas macizas, henchidas de sustancia. Las metáforas son pensamientos; y toda palabra responde al concepto. El verso puede ser, a veces, algo duro, la estrofa algo inarmónica, pero nunca es prosaica, ni retórica, ni ripiosa. Los defectos formales de que adolece, son como la sombra inevitable de sus virtudes.



Imposible sería señalar las influencias literarias que han obrado sobre Delmira Agustini, determinando algunos aspectos de su obra. No se encuentran en su poesía elementos ya conocidos ni rastros de otros autores. Ni en su espíritu, ni en sus motivos, ni en sus expresiones, tiene parecido con otro poeta. No recuerda particularmente a ninguno. Emociones, pensamientos e imágenes son propios y llevan la marca de fuego de su individualidad. Es una de las pocas figuras líricas latino-americanas de quien puede decirse esto; pues, en casi todos nuestros poetas, desde la Argentina a Méjico, se muestran, a flor de verso, la influencia y aún la manera de tal o cual autor ilustre; y así ocurre aún en algunos de los más próceres, como Rubén Darío, Herrera y Reissig y Lugones. Son las influencias francesas modernas, las más frecuentes y directas en nuestros escritores; se advierte claramente la presencia de Hugo, de Baudelaire, de Mallarmé, de Verlaine, de Samain, de Verhaeren en esta o aquella composición.

Tales influencias no impiden, sin embargo, en los mejores casos, la personalidad definida del poeta, que se manifiesta a través do ellas, y a pesar de ellas, como ocurre con Darío y con Herrera. En Delmira Agustini no se hallan, empero, esas influencias. Ninguno de los autores citados, ni otros que sería largo citar, han dejado sus huellas en ese suelo ardiente. Si acaso pasaron por él, tempestades y germinaciones han confundido o borrado sus rastros.

Tampoco puede señalársele una escuela poética determinada, entre las escuelas que dominaron el movimiento literario de la última centuria. No es clásica, ni romántica, ni parnasiana, ni simbolista, ni decadente, de un modo concreto. Posee todas estas modalidades a la vez, fundidas en el crisol de su carácter. Romántica por la pasión y por el vuelo, es decadente por la sensibilidad hiperestésica y simbolista por muchas de sus imágenes. Y aún habría que agregar su cerebralismo, emparentado con Baudelaire y con Nietzsche, aunque creemos haya en esto más afinidad que influencia, sobre todo por lo que se refiere al segundo, cuyo conocimiento le era bastante vago. Por lo demás, no es ni «nietzscheana» ni «baudelairiana» enteramente. Para ser del todo lo primero le falta dureza; para ser lo segundo le sobra pasión. Mas, en lo que le falta y en lo que le sobra está su carácter personal y la libertad de su lirismo.

La originalidad de la poesía de Delmira Agustini no reconoce, pues, ni escuela determinada, ni influencia dominante de otro poeta. Pero se halla dentro de la vibración de nuestra época. El alma contemporánea late en su verso. Nuestras grandes concepciones del ser y del destino, nuestras inquietudes espirituales, nuestro anhelo renovador, nuestras dudas y nuestras esperanzas -todo lo que nuestro tiempo posee de herencia secular y de acción propia-, ha obrado sobre la mentalidad de la poetisa, y, a través de su naturaleza de mujer, se encuentra en sus versos. Es, pues, moderna por su vibración, aunque puede ser de cualquier tiempo |por su sustancia. Pagana, por su sentido pleno y desnudo de la vida, es también cristiana por sus tristezas, y anárquica por su rebeldía, y mística por su esperanza de ultramundos. Su individualidad no pudo producirse y manifestarse sino en el tiempo en que aparece.

Del mismo modo, en su conciencia literaria han obrado y actúan todas las corrientes modernas de la poesía. Su manera de adjetivar y su libertad estrófica -aunque personales- son un efecto de la evolución estética del Ochocientos y están dentro de las tendencias generales de la lírica moderna.



La vida de Delmira Agustini fue como un bólido llameante que cruzara la noche. Su luz y su vuelo fijaron todos los ojos. Iba creciendo en altura y en fulgor; y, de pronto, se hundió «en no sé qué pliegue inmenso de la sombra», dejando su rastro sangrante como una herida en la negrura del cielo.

Su aparición como poetisa, a los veinte años, fue saludada con un coro unánime de asombro y alabanza en la intelectualidad ríoplatense.

«El Libro Blanco», su primera colección de versos, mostraba ya, en la adolescente audaz, todas las cualidades extraordinarias que luego habrían de consagrarla como una de las primeras figuras de la lírica americana. En ese libro, con muchas ingenuidades y muchas inseguridades de forma, se encuentran ya el pensamiento, la imaginación, la audacia, la sinceridad y el ardor que abrían en ella. «De mi Numen a la Muerte» y «Mis ídolos», parecen productos de una mente ya madura, por la profundidad de su concepción y la recia belleza de sus expresiones. La poetisa, en tanto, era una niña burguesa de este Montevideo, criada y mimada en el hogar de sus padres, única hija mujer, sin haber quemado sus pestañas en el estudio de los graves libros y sin haber frecuentado el mundo.

Vaz Ferreira manifestó entonces su asombro, en carta que dirigió a la autora de «El Libro Blanco», llamándole «milagro», y diciendo que, ateniéndose a su edad, etc., ella «no debiera ser capaz, no precisamente de escribir, sino de "entender" su libro», lo cual era «completamente inexplicable».

Tres años después publica «Cantos de la Mañana». Todos sus capullos están ya en plenitud, como abiertas rosas lujuriosas, de perfume extraño. Este libro es más audaz, más profundo, más sincero, más robusto y más magnificente que el primero. Luego, algún tiempo después, «Los Cálices Vacíos». La poetisa frisa en los treinta años, y está en la culminación de su potencia espiritual y de su vida tormentosa.

Respecto a «Los Astros del Abismo» -sus últimos poemas-, aun cuando el autor de este escrito conoce privadamente algunos -no cree lícito referirse a ellos, puesto que no han sido aún dados al público. Solo podríamos decir que, en ellos, la poetisa ofrecí las esencias más amargas y ardientes de su vida. Seguramente, no todas las almas podrían resistirlas.

Delmira Agustini cruzó la selva oscura de su vida, en el potro de fuego de su lirismo. Y, una tarde en que llevada por su bravura, como una amazona trágica al galope del llameante corcel, seguía el rastro de sangre de una fiera, fue sorprendida por el crimen brutal en una encrucijada de la selva...





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