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Delmira Agustini, 1886-1914: poeta en obra

Carina Blixen





Cuando dejó las lecturas infantiles, Delmira leyó a Baudelaire, Edgar Allan Poe, los simbolistas franceses1, Gabriel D'Annunzio, a los modernistas en general y muy especialmente a Rubén Darío, a sus contemporáneos de la Generación del Novecientos, y, como todos ellos, a Nietzsche. En forma temprana desarrolló una visión compleja del mundo y la existencia y una actitud crítica hacia su condición de escritora. Escribió mucho, en forma incontenible y caótica según dan testimonio los manuscritos que guarda el Archivo Delmira Agustini de la Biblioteca Nacional. Corrigió obsesivamente, en una tarea sin fin o que, por lo menos, no reconoció el límite del libro editado. Algunos poemas de El libro blanco (1907) fueron en buena parte reescritos, después de la publicación, según muestran los ejemplares custodiados en el Archivo2. Esa escritura imperiosa y turbulenta estuvo acompañada de una elaborada reflexión sobre el lugar de la poesía y el poeta en la sociedad de su tiempo.

En el primero de los siete cuadernos de manuscritos que se conservan, Delmira escribió un texto en prosa en francés: «Nos critiques» que publicó después en La Petite Revue (Montevideo, 19.11.1902). Es un artículo revelador de la alta estima profesional que tenía de sí misma y de su temprana necesidad de exigencia y rigor. Comienza reclamando que la obra sea juzgada por su verdadero valor artístico o literario, no por simpatías u odios personales. Ataca la situación de la crítica del Novecientos: es un comercio, una posibilidad de ser agradable o de vengarse, escribe. Detalla los desajustes que crea la falta de una perspectiva ecuánime que desestimula lo importante y da alas a lo superfluo. Se adelanta a señalar una práctica de la crítica que después sufrirá «en carne propia»: «On y parle plus de la beauté de la chevelure ou les yeux de l'artiste que de son habilité»3.

Tanto María José Bruña (2005:129) como Rosa García Gutiérrez (2013:65) rescataron este texto de Delmira para mostrar distintas facetas de su elevada conciencia de escritora. Bruña destaca el «ataque directo a la institución crítica que no tiene en cuenta la calidad artística de la obra sino el género sexual o la complicidad o trato personal hacia el autor/a». Rosa García señala que en ese artículo escrito a los dieciséis años, Delmira reclama «una crítica responsable» y hace un llamamiento a «les artistes réels et sincères de l'Uruguay» a rebelarse contra las imposiciones de los académicos extemporáneos incapaces de percibir el momento de modernidad poética que se estaba viviendo, y a oponerse a la crítica como mercado y como adulación o vituperio sin argumentos.

Un año después, también en la Petite Revue y en francés, Delmira publicó otro artículo titulado «Triste réalité» (Montevideo, 23.12.1903) que continúa esta reflexión desde la perspectiva del escritor. La «triste realidad» a que refiere el título es que la poesía se va, «casi insensiblemente», dice. Enseguida plantea, usando la primera persona del plural, que para que eso no suceda en breve será necesario hacer todo lo posible para evitarlo. Hace un llamado a los poetas a no apurarse a escribir mucho en poco tiempo y a no poner en sus versos «palabras extrañas». Dice que si se quiere hacer una verdadera poesía será necesario que contenga pensamientos y no «palabras extrañas». El propósito de la verdadera poesía es emocionar al lector. Para hacerlo es necesario que el poeta ponga en sus versos su corazón o, al menos, un reflejo de la misteriosa llama que se quema en su cerebro4.

El libro blanco (Frágil) (1907), Cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913) son libros fulgurantes, integrados a un mismo proceso continuo e impetuoso y, al mismo tiempo, cada uno es autosuficiente. Estuvieron acompañados de prólogos obsequiosos y juicios en general convencionales, pues Delmira sabía operar en el circuito cultural del Novecientos.

1902 y 1903 son los años en que comienza a publicar poesía en la prensa: «¡Poesía!» es el título del primer poema aparecido en Rojo y blanco el 27.9.1902. Empieza: «¡Poesía inmortal, cantarte anhelo!». Y termina: «¿Y yo quién soy, que en mi delirio anhelo / Alzar mi voz para ensalzar tus galas? / ¡Un gusano que anhela ir hasta el cielo! / ¡Que pretende volar sin tener alas!»5. La imagen de las alas y el vuelo volverá una y otra vez en esta poesía de jadeos, de ansias y frustraciones. La melancolía «recorre toda la obra de Agustini» dice Bruña que la estudia a partir del psicoanálisis y de modelos literarios (164). Explica: «la melancolía está inscrita en una dinámica de deseo que hace imposible la transferencia: en la medida en que su misma existencia (y por tanto su pérdida) es una duda, el trabajo del duelo no alcanza a producirse, por lo que la imaginación melancólica desencadena una constante re-enunciación de la pérdida, con la que consigue al menos la figuración del deseo. O como dice Agustini, en "Con tu retrato" de Los cálices vacíos: "renaces en mi melancolía / formado de astros fríos y lejanos"» (Bruña:174).


Poesía y crimen

En la poesía primera, publicada en revistas, y en la mayor parte de El libro blanco (Frágil) (1907), es insistente la reflexión sobre el poema, el poeta y la inspiración. Delmira juega con la imagen de la Musa que le brinda la tradición: la prueba, la altera, la adapta a su voluntad y su mirada. En los libros siguientes: Cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913) sigue creciendo el pensamiento sobre el acto de crear al mismo tiempo en que despliega una riquísima y perturbadora imaginación erótica. Desde el primer libro quedó establecido el doble andarivel de la creación y la pasión, aunque un erotismo cada vez más sombrío y perverso va ganando terreno.

Interioriza la imagen del vampiro que recorre la literatura del siglo XIX. Es un fantasma del sujeto del poema en «El vampiro» (Cantos de la mañana) que termina con un cuestionamiento sobre su identidad: «¿Por qué fui tu vampiro de amargura? / ¿Soy flor o estirpe de una especie oscura / Que come llagas y que bebe el llanto?». El vampiro dice el deseo de destrucción como forma de posesión, pero las imágenes de dolor y laceración se encuentran también en la poesía sobre la poesía. La agonía de un pensamiento que no llega a decirse, que no encuentra las palabras hace surgir la comparación con la herida. Así sucede en el comienzo de «Lo inefable» (Cantos de la mañana): «Yo muero extrañamente... No me mata la Vida, / No me mata la Muerte, no me mata el Amor; / Muero de un pensamiento mudo como una herida...».

Delmira extrema el canibalismo erótico (en palabras de Octavio Paz) aprendido en Darío: «Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones. / De palomos, de buitres, de corzos o leones, / No hay manjar que más tiente, no hay más grato sabor», escribe en «Fiera de amor» de Los cálices vacíos. Un sujeto desvelado («Esta noche hace insomnio» escribe en «Nocturno») y alucinado crece en el último libro publicado en vida. Baste recordar el inquietante poema «Visión»: «En mi alcoba agrandada de soledad y miedo, / Taciturno a mi lado apareciste / Como un hongo gigante, muerto y vivo, / Brotado en los rincones de la noche / Húmedos de silencio, / Y engrasados de sombra y soledad».

El alma y el cuerpo son una forma de la división del sujeto absolutamente desjerarquizada, por eso sus cualidades son intercambiables. En el poema «Mis amores» que iba a integrar el libro Los astros del abismo proyectado por Delmira6, inviste de santidad al deseo: «Con tristeza de almas / Se doblegan los cuerpos / Sin velos, santamente / Vestidos de deseo». Ese trasiego de cualidades y virtudes entre el alma y el cuerpo se magnifica con la invocación a un tú, impersonal y desmembrado que es proyección y fantasma de la voz de esta poesía. El erotismo abstracto de estos poemas se nutre de un deseo de muerte, que se dice en imágenes cada vez más oscuras y violentas. Entre los poemas póstumos, «Boca a boca» enlaza las fuerzas del sexo y la corrosión: la destrucción íntima producida por «un cáncer rosa». Empieza: «Copa de vida donde quiero y sueño / Beber la muerte con fruición sombría, / Surco de fuego donde logra Ensueño / Fuertes semillas de melancolía». Y dice en la tercera y cuarta estrofa: «Sexo de un alma triste de gloriosa, / El placer unges de dolor; tu beso, / Puñal de fuego en vaina de embeleso, / Me come en sueños como un cáncer rosa... / Joya de sangre y luna, vaso pleno / De rosas de silencio y de armonía, / Nectario de su miel y su veneno, / Vampiro vuelto mariposa al día».

Tal vez el principal rival de esta poesía hipnótica y agónica haya sido la muerte espectacular de Delmira Agustini ocurrida a los 27 años a manos de quien había sido su marido: Enrique Job Reyes que luego se suicidó. Las fotos de su cadáver ensangrentado circularon dentro y fuera de Uruguay7. Ha sido grande y perdurable el impacto de esa historia en la sociedad uruguaya; tanto, que por momentos dejó en un segundo plano el espléndido desafío que es su poesía.

La prensa en el Novecientos publicaba con frecuencia a narradores y poetas de escritura exquisita y las populares historias de crímenes, accidentes, casos extraordinarios, todo lo que constituye lo que los franceses nombraron como faits divers (lo que queda fuera de las reparticiones clásicas de la prensa: política, sociedad, internacional, etc.). Las proporciones variaron según los periódicos, pero el escándalo de su muerte colocó a Delmira en toda la gama de posibilidades de «reclame» de su tiempo.




De poeta a personaje

La desvalorización, señalada por Delmira en «Triste realidad», consistente en elogiar los rasgos físicos de un artista ha sido una de las actitudes denunciadas por la crítica feminista como parte de una estrategia patriarcal de desconsideración del trabajo intelectual de la mujer. Tina Escaja así lo señaló:

Muy pronto Agustini empezó a atraer la atención de los intelectuales del momento, quienes destacaban en su sorpresa las cualidades físicas de la joven sobre las estrictamente poéticas. Este mecanismo de textualización, es decir, de conversión de la mujer escritora en conveniente objeto literario, permaneció a lo largo de la vertiginosa carrera de Agustini, manteniéndose incluso después de su trágica muerte.


(2001:12)                


En principio el crimen transformó ese proceso de textualización en un folletín. Su muerte, fijada en las fotos de unos cuerpos jóvenes y ensangrentados, ha proporcionado la cara truculenta de una historia que la prensa viene repitiendo hace cien años: inmediatamente creó un relato en episodios, en el que fue desgranando pareceres sobre los amores de Delmira y Enrique Job Reyes, la posible presencia de otros enamorados, los sentimientos de la familia; anunció y dio a conocer las cartas finales, narró las autopsias, las opiniones técnicas y de los amigos.

En los noventa el relato encontró refugio en las obras de ficción de narradores y dramaturgos que quisieron interpretar esa historia de pulsiones oscuras que, al mismo tiempo en que permite develar los secretos y las represiones de una zona glamorosa de la sociedad del Novecientos, conserva su fuerza trágica. Fueron precursores en la ficcionalización de la vida y la muerte de Delmira, Carlos Martínez Moreno, en la novela, y Milton Schinca en el teatro. Ambos hacen recaer el peso de la historia en Delmira, en su manera difícil, compleja y llena de contradicciones de lidiar con una realidad que no la aceptaba o con un mundo que, a pesar de admirarla, no la acompañaba8.

Carlos Martínez Moreno publicó «Las dos mitades de Delmira», un anticipo de la novela que daría a conocer dos años después, en la revista Número, 2.ª época, Año 2, N.º 3/4, Montevideo, mayo de 19649. El fragmento desarrolla una voz narrativa que tiene como contrapunto la de André Giot de Badet, amigo de Delmira que compartió sus intereses artísticos, se fue a París antes de que se casara y dio testimonio cuarenta años después. En la novela de Martínez Moreno la imagen de Delmira dividida y creadora de su muerte se cruza con la historia narrada por el amante de una mujer que fue encontrada muerta junto a su esposo. La narración tiene un tono existencialista que coloca el drama en una perspectiva del absurdo y el sinsentido de la vida. En 1973, Milton Schinca escribió su obra de teatro Delmira, de la que hubo una edición en 1977, pero que recién fue llevada a escena en 1986 al cumplirse el centenario del nacimiento de la poeta10. Schinca crea la presencia, fuerte y turbadora, de dos Delmiras todo el tiempo en el escenario, sin caer en una división fácil o previsible de su personalidad.

Pero la más prolífica novelización de esta historia parece darse en los noventa11, y acompañar tanto la búsqueda del feminismo de volver visibles la vida de las mujeres (excepcionales o comunes), como la incorporación a la narración de estructuras y tonos de los géneros tradicionalmente llamados menores. La historia de Delmira tiene elementos fácilmente asimilables por el policial, el folletín o la novela de sentimientos. Este proceso de atención particularizada y de desjerarquización y transgresión de modelos de una baja y alta cultura ha estado pautado por el interés creciente en «la intimidad como espectáculo», para retomar el título del libro en que Paula Sibila analiza las formas en que la subjetividad actual se realiza y ejerce en la exposición a partir del desarrollo de los medios audiovisuales (televisión, cine, internet). Como ejemplo singular, se refiere a las películas sobre Virginia Woolf, Jane Austin o Sylvia Plath: mujeres que sufrieron «demasiado», que vivieron con emoción y lucidez su intimidad en la reclusión y, a veces, el secreto. Sibila dice que se las reconoce como «artistas extraordinarias» «para espectacularizarlas en sus papeles de personas comunes. [...] Porque una vez concluida esa metamorfosis que convierte al autor (público) en personaje (privado), la obra es lo que menos interesa» (215).




Cartas y poesía

Críticos y escritores han reiterado, a lo largo del siglo XX, el llamado a volver a la poesía de Delmira. Así lo hicieron Luisa Luisi, Esther de Cáceres y Arturo Sergio Visca, entre otros. La insistencia misma da la pauta de la dificultad de sacar los ojos de esa historia magnética. Sin embargo, las tres grandes poetas de la Generación del 45: Idea Vilariño, Amanda Berenguer e Ida Vitale, hicieron una lectura importante de la obra de Delmira que en este artículo no voy a considerar. Así como dejo también de lado la labor fundamental de recuperación y análisis realizada por Clara Silva. Todas ellas iluminan la obra de Delmira al mismo tiempo en que parcialmente son iluminadas por ella. Sus análisis crean un circuito de «afinidades electivas» que en cierto grado es tangencial a la lectura de la crítica delmiriana.

Andreas Huyssen ha sugerido que en los sesenta la negociación del arte elevado con formas de la cultura de masas ocurre simultáneamente con «la irrupción del feminismo y las mujeres como fuerzas centrales de las artes». Al mismo tiempo, dice, se produce la valorización de «formas y géneros culturales de expresión antes devaluados (artes decorativas, textos autobiográficos, cartas, etc.)» (115). En este camino han llegado a ediciones de divulgación las cartas de Delmira: hay una publicación de Poesía y correspondencia con prólogo de Idea Vilariño12 y otra de Cartas de amor también con prólogo de Idea Vilariño y epílogo de Ana Inés Larre Borges13.

Las cartas que Delmira escribió a Manuel Ugarte, Rubén Darío o Alberto Zum Felde ponen en entredicho la antigua funcionalidad del género y plantean la posibilidad de ser consideradas como literatura. Ellas exigen una lectura en situación: están íntimamente enraizadas en el mundo interior de Delmira y en su manera de pertenecer al «ambiente intelectual» de su tiempo. Son un documento, pues dicen mucho sobre ella y la sociedad del Novecientos y no son solo el testimonio de algo que está más allá: hay en su escritura una intransferible forma de la emoción y el pensamiento.

El manejo del epistolario para difundir noticias y juicios, la frecuentación de las «cartas abiertas», híbrido entre el ensayo, la opinión, la diatriba y el análisis exigirían un estudio más minucioso del encuentro entre lo íntimo y lo público en la carta. Como ejemplo podría recordar la «Carta abierta» dirigida a Delmira que Alberto Zum Felde publicó en El Día (21.2.1914)14 a propósito de la publicación de Los cálices vacíos. Delmira responde con una carta privada encabezada por la palabra «Íntima»15.




Decadente y actual

A la salida de la Dictadura, junto a los homenajes por el centenario de su nacimiento, se hicieron presente en nuestro medio intelectual las ideas y actitudes que el posmodernismo, con más de una década de desarrollo en otros lugares del planeta, inauguraba en nuestra cultura. El feminismo aplicado al estudio de la cultura se abocó a rescatar a las mujeres del olvido o el menosprecio: hubo dos volúmenes de Mujeres uruguayas. El lado femenino de nuestra historia (tomo 1: 1997; tomo 2: 2001). En la tarea de desmontar las formas de discriminación naturalizadas por el orden patriarcal tal vez el más provocador fue Uruguay Cortazzo que ofició de francotirador en la prensa, en revistas contraculturales y en libros académicos poniendo en la mira a «los críticos, los profesores y todos los santones de la "cultura uruguaya"» que, en sus palabras, «siguieron baleando a Delmira después de su muerte». Cortazzo eligió como blanco privilegiado a Alberto Zum Felde con puntualizaciones justas y el recorte injusto de una perspectiva de análisis compleja, matizada y en proceso de cambio.

Una de las líneas predominantes de ese primer feminismo literario observó las operaciones que hizo la crítica para elogiar la poesía de Delmira y al mismo tiempo «domesticarla». A la precocidad poética de Delmira, se sobreimprimió la idea de su excepcionalidad y, con distintos énfasis, la noción de que ella misma no era capaz de entender lo que escribía. La clave de bóveda de esta visión es el muy citado «juicio crítico del doctor Vaz Ferreira», publicado en La Tribuna Popular el 9.3.1908, a propósito de El libro blanco (1907):

Y, ante todo, claro es que no la juzgo con criterio relativo. Si hubiera de apreciarla con ese criterio, teniendo en cuenta su edad, su sexo, los paralelos que puede haber oído entre Los Pocitos y la Playa de Ramírez, y, en las grandes ocasiones, entre la Manon de Puccini y la de Massenet, entonces diría que su libro es, simplemente, «un milagro». Si Ud. tuviera algún respeto por las leyes de la psicología, ciencia muy seria que yo enseño, no debería de ser capaz, no precisamente de escribir, sino de entender su libro. Cómo ha llegado Ud., sea a saber, sea a sentir lo que ha puesto en ciertas poesías suyas, como «Por los campos de ensueño», «La sed» (I), «La estatua» (II), «La siembra», «Mis ídolos» (I), o en un soneto absolutamente sorprendente que está, sin título, en la página 41, es algo completamente inexplicable.


Esta perspectiva, al centrarse en la recepción, y el análisis de los mecanismos de represión social que ponía en juego, contribuyó a desviar el interés de la poesía de Delmira. Un trabajo precursor de Silvia Molloy, pues anunciaba un cambio en la lectura de la poeta, publicado en 1984, finalizaba invitando a transformar el conocido intercambio epistolar entre Rubén Darío y Delmira Agustini en un diálogo entre literaturas. La crítica delmiriana feminista de los últimos años, realizada fuera del Uruguay, ha recogido el guante y ha insistido en la necesidad de volver a la lectura de su obra. Uno de los problemas que se han planteado es el análisis de la manera en que el lenguaje asume la autoridad de la voz y la reubicación de la poesía en una tradición de universalidad, pues se considera necesario sacarla del coto cerrado en el que el feminismo, después de la mirada patriarcal, había terminado por mantenerla.

María José Bruña anotaba en un libro de 2005 que «se ha pasado sin transición de un extremo al contrario, de la total exclusión de la tradición literaria a la inserción en una tradición femenina, sin hacer escala previamente en la necesaria ubicación de la poeta en un canon más abarcador que permita comparar su obra tanto con la de otras creadoras como con la de otros creadores» (13). En el mismo sentido de rescate de su universalidad, en un trabajo reciente, Rosa García Gutiérrez escribió que «no solo la poesía femenina cambia después de Agustini: cambia en sí la poesía porque no podrá volver a ser la misma la mujer en la obra literaria, ni como personaje ni como símbolo» (13).

Algunos rasgos del posmodernismo parecen resultar particularmente afines a una revalorización de esta poesía. Terry Eagleton ha señalado de qué manera «el cuerpo se ha convertido en una de las preocupaciones más recurrentes del pensamiento posmoderno. Miembros destrozados, torsos atormentados, cuerpos ensalzados o encarcelados, disciplinados o deseantes [...]» (109). La obsesión de un cuerpo partido, ansiado en su cabeza, sus manos, su boca, su lengua recorre la poesía de Delmira. En el citado «Mis amores» establece series de miembros para elegir siempre el de ese «tú» que nunca adquiere los rasgos de un hombre concreto: «¡Ah, entre todas las manos yo he buscado tus manos! / Tu boca entre las bocas, tu cuerpo entre los cuerpos; / De todas las cabezas yo quiero tu cabeza, / De todos esos ojos, ¡tus ojos solos quiero! / Tú eres el más triste, por ser el más querido, / Tú has llegado el primero por venir de más lejos...».

Un poema sin título de Cantos de la mañana condensa en forma de pesadilla las imágenes del cuerpo separado, el deseo de posesión y la muerte: «La intensa realidad de un sueño lúgubre / Puso en mis manos tu cabeza muerta; / Yo la apresaba como hambriento buitre... / Y con más alma que en la Vida trémula / ¡Le sonreía como nadie nunca!... / ¡Era tan mía cuando estaba muerta!».

El sujeto de esta poesía y el tú invocado se identifican en distintas circunstancias con animales: es una manera de potenciar la corporeidad. Entre los poemas que dejó sin publicar hay uno sin título que juega con la indistinción de lo animal y lo humano. Dice la segunda estrofa: «Pico de cuervo con olor de rosas, / Aguijón enmelado de delicias / Tu lengua es. Tus manos misteriosas / Son garras enguantadas de caricias».

Algunas críticas feministas han invitado a estudiar esta zona feroz de la poesía de Delmira. En un libro de 1995, Jacqueline Girón Alvarado señaló que «nunca se ha hecho indagación respecto a cómo Agustini imita, corrige y transforma la tradición y los maestros asumiendo la "identidad femenina" como fuente de poder» y que «no se ha explicado por qué en muchos de sus poemas la figura femenina se presenta a través de imágenes negativas, violentas o perversas» (7).

Tina Escaja planteó el conflicto en el seno de la estética decadente a la que Delmira se suscribió y de la que las mujeres estaban excluidas en tanto creadoras:

La poética de Delmira Agustini responde a muchos de los aspectos que han venido asociándose a la estética decadente: morbosidad, crueldad, provocación, sadismo, culto al artificio, perversión, exotismo, transgresión sexual, poder de fuerzas liminares, excentricidad, erotismo, hedonismo, etc. Y al mismo tiempo, el presunto dandismo de Agustini en sus textos entra en contradicción con la huidiza concepción decadente que como mujer la vacía de contenido para transformarla en fetiche, en una forma de «Eva futura» o alegoría última del proyecto decadente.


(2008: 49)                


La recuperación de Delmira transformadora de la estética decadente tiene la virtud de explicarla en el contexto cultural en el que surgió, señalar los cambios fundamentales que realizó para insertar una voz femenina en un sistema de imágenes y valores en el que la mujer era solo objeto de poesía al mismo tiempo en que crea un atajo que la trae directamente hasta hoy, pues los artistas decadentes con su manera de actuar una individualidad exacerbada y su percepción oscura y artificiosa de la creación parecen cada vez más cercanos a los problemas que plantea en la actualidad la relación compleja y opaca entre la vida y la literatura.








Bibliografía

  • AGUSTINI, Delmira (2013): Los cálices vacíos. Edición crítica e introducción de Rosa GARCÍA GUTIÉRREZ. Granada: Editorial Point de Lunettes.
  • BRUÑA BRAGADO, María José (2005): Delmira Agustini: dandismo, género y reescritura del imaginario modernista. Berna: Peter Lang.
  • EAGLETON, Terry (2004): Las ilusiones del posmodernismo. Buenos Aires: Paidós.
  • ESCAJA, Tina (2001): Salomé decapitada: Delmira Agustini y la estética finisecular de la fragmentación. Amsterdam-Nueva York: Editions Rodopi B.V.
  • ESCAJA, Tina (2008): «Modernistas, feministas y decadentes. Nuevas aproximaciones a "Salomé decapitada": el caso de Delmira Agustini», en Cuadernos de Literatura, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, Vol. 13, N.º 25, 2008.
  • GIRÓN ALVARADO, Jacqueline (1995): Voz poética y máscaras femeninas en la obra de Delmira Agustini. N. York: Peter Lang.
  • HUYSSEN, Andreas (2006): Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas y posmodernismo. Segunda edición, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
  • SIBILA, Paula (2008): La intimidad como espectáculo. Buenos Aires: Fondo Cultura Económica.


 
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