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Delmira Agustini o la conciencia del abismo

Martha Canfield





En vos, y por vos, hablan todas las mujeres que en el mundo han sido.


Alberto Zum Felde                



ArribaAbajoUna vida trágica

Delmira Agustini nació el 24 de octubre de 1886 en Montevideo, en el seno de una familia acomodada de la burguesía uruguaya, de ascendencia alemana por parte de madre, María Murtfeldt, y de corsos franceses por parte de padre, Santiago Agustini. Como era frecuente en esa época, sus padres la educaron en casa, haciéndola estudiar asimismo francés, pintura y piano.

Desde muy niña manifestó una particular propensión a la escritura y una preferencia por la poesía. A los 16 años empezó a colaborar con la revista La Alborada, primero con sus propios poemas y luego, en 1903, participando en una nueva sección a la que ella misma dio el título de «Legión etérea», consistente en una serie de semblanzas de mujeres notables de la época, entre otras su amiga María Eugenia Vaz Ferreira (1880-1925), algo mayor que ella y ya muy conocida.

En el atelier de pintura que frecuentaba, conoció al joven André Giot de Badet, francés, con quien estableció una relación de afectuosa amistad. Con él hablaba en francés, leían juntos e intercambiaban libros. Giot tradujo algunos poemas de Delmira que fueron publicados en revistas francesas.

A pesar de que la crítica, en general, ha querido subrayar la presión familiar sobre la autora, y en especial el carácter dominante y opresivo de su madre, no hay pruebas de ello, si no se toman como indiscutibles los juicios negativos del yerno, hacia el cual parece que doña María Murtfeldt manifestó muy poca simpatía desde el principio1. Sin embargo, es un hecho que Delmira se casó con él contra su parecer. En cambio es seguro que sus padres apreciaron y estimularon el talento de la joven y colaboraron con ella de distintas formas: llevándola a la redacción de revistas y periódicos para que presentara sus escritos, favoreciendo encuentros con los más importantes intelectuales de la época y, primero su padre y luego su hermano Antonio, transcribiendo sus textos. Desde el principio su padre estuvo seguro del valor literario que tenían y se dedicó a ordenar y pasar en limpio los borradores de cuadernos y papeles sueltos, dejados por Delmira, a veces con el agregado de nuevas correcciones. Hoy día esas transcripciones de Sebastián y Antonio Agustini forman parte del Archivo Delmira Agustini situado en la Biblioteca Nacional de Montevideo.

En 1907 Delmira publicó su primer poemario: El libro blanco (Frágil), compuesto por 51 poemas, algunos de ellos sin título, 30 de los cuales serían luego recogidos antológicamente por ella misma en la edición de Los cálices vacíos. Tres años más tarde, en 1910, publicó Los cantos de la mañana, formado por 19 composiciones en verso, dos de las cuales reunidas bajo el título común de «Elegías dulces», y tres en prosa, denominadas simplemente «Poemas». Para esta fecha ya está ennoviada con Enrique Job Reyes, un subastador de ganado, un año mayor que ella, con quien no podía existir ninguna afinidad intelectual, pero sí, como se verá, una gran atracción sexual y una dependencia emotiva, con la persistente regresión infantil evidenciada en las cartas y mensajes que le enviaba cotidianamente. Después de un noviazgo formal de cinco años, el matrimonio se llevó a cabo en agosto de 1913.

Seis meses antes, precisamente en febrero, Delmira había publicado su tercer libro, Los cálices vacíos, formado por 22 poemas originales, el primero de los cuales está en francés, precedidos por un «Pórtico», altamente elogioso, de Rubén Darío, seguidos por una selección antológica de sus libros precedentes, y cerrados con una serie de juicios críticos, entre los cuales hay nombres muy famosos como Miguel de Unamuno, Francisco Villaespesa, Julio Herrera y Reissig, Roberto de las Carreras, su amigo Manuel Ugarte, y varios extractos de editoriales de periódicos y revistas de gran difusión en la época. Está claro que Delmira tenía conciencia de su propio valor y del prestigio que estaba ganando y deseaba consolidarlo. Allí mismo, en una especie de epílogo, «Al lector», promete un próximo libro, del cual tiene ya el título, Los astros del abismo, con el cual espera -dice ella misma- alcanzar «la cúpula de [su] obra». La declaración parece atestiguar una proyección de Delmira en el futuro, por lo menos en cuanto a su tarea literaria.

En la boda son testigos por parte de la novia Carlos Vaz Ferreira y Juan Zorrilla de San Martín. Se dice que el mismo día de la boda y poco antes de la ceremonia, Delmira, atormentada por las dudas, pidió consejo a su amigo, el escritor argentino Manuel Ugarte, con quien ya había establecido una relación epistolar amorosa; pero él, probablemente por temor de un escándalo social o por el vínculo que eso generaría entre los dos, le aconsejó que no se echara atrás y se casara. El consejo, evidentemente, no fue acertado, pues pocas semanas más tarde Delmira decidió regresar a la casa de sus padres. Es famosa la frase dirigida a su madre, para explicar la dramática decisión de abandonar al esposo: «No puedo soportar más tanta vulgaridad». No obstante, a pesar de ello, y a pesar de que de común acuerdo se tramitara el juicio de divorcio, Delmira se siguió viendo con Reyes, dos o tres veces por semana, en el cuarto alquilado por él en casa de un amigo, donde se había ido a vivir después de la separación. Esas citas amorosas clandestinas tenían tal vez la finalidad de realizar un deseo secreto que, según la hermana de Reyes, consistía en «transformar a su esposo en amante». Sea como sea, la anómala situación terminó de la manera más trágica: el 22 de junio de 1914 se finalizó el juicio del divorcio y el 6 de julio los amantes se encontraron como de costumbre. Pero esta vez, Enrique Job Reyes, armado de pistola, le disparó dos balazos a Delmira en la cabeza y después disparó contra su propia sien. Delmira murió inmediatamente; él falleció dos horas más tarde en el hospital.

Esta trágica historia, las ambigüedades de los documentos existentes -como la carta que Reyes le escribió a Delmira después que ella lo había abandonado y regresado a casa de sus padres- y algunas declaraciones de amigos y parientes de la pareja2, así como el contraste entre la poeta asediada por la sexualidad y la joven aniñada de las misivas o del diario, han fomentado una nutrida bibliografía de especulaciones críticas, de obras dramáticas y narrativas donde la historia se mezcla con la ficción3 y en definitiva han condicionado la exégesis de la obra misma de Delmira.

El libro que ella había proyectado y anunciado en el cierre de Los cálices vacíos fue publicado póstumo, en 1924, con la supervisión de la familia y bajo el título general de Obras completas de Delmira Agustini, dividido en dos tomos, El rosario de Eros y Los astros del abismo.




ArribaAbajoEl apogeo modernista

El Uruguay en el que vivió Delmira Agustini era, por un lado, la república progresista que se estaba consolidando gracias a las reformas del gobierno de José Batlle y Ordóñez, donde las mujeres salían del hogar para estudiar y trabajar -había una Universidad de Mujeres de la cual María Eugenia Vaz Ferreira fue secretaria-, tenían derecho a cuarenta días de reposo por maternidad y podían optar por el divorcio por su sola voluntad, sin el acuerdo del marido. La Iglesia y el Estado estaban separados, a diferencia de lo que ocurría en muchos otros países hispanoamericanos, y ante la ley tenían validez únicamente los vínculos civiles. Se propiciaba la educación pública y la escuela primaria era ya gratuita y obligatoria. Por otro lado, sin embargo, se mantenían costumbres provinciales y usos marcados por una mentalidad conservadora, decimonónica, que la nueva oleada de individualismo antiburgués podía sólo escandalizar. Era lo que hacían Julio Herrera y Reissig y sus amigos de la «Torre de los Panoramas», quienes declaraban sin ambages su adicción a las drogas, su adhesión al nihilismo y al amoralismo nietzscheano, la práctica del erotismo sin trabas. Podemos creer que el desconcertante contraste entre el infantilismo de La Nena -como llamaban a la joven Agustini en su casa- y la profundidad abismal de la poesía de Delmira están de alguna manera vinculados a la ambivalencia de la misma sociedad en la que vivió.

Los grandes conflictos americanos no habían visto implicado al Uruguay: la guerra del 98, entre España y Estados Unidos, y la Revolución Mexicana de 1910. Pero la política estadounidense, o sea la progresiva invasión de los territorios al sur de los confines originales y en las islas del Caribe, había despertado la conciencia de muchos que, como Martí y en el Uruguay José Enrique Rodó, habían advertido el peligro y elaborado una precisa denuncia. El libro Ariel, del escritor uruguayo, publicado en 1900, en seguida reeditado y traducido muy pronto en inglés y en portugués, recordaba que el Uruguay formaba parte de una realidad hispano-americana, aunque viviera con los ojos puestos en Europa y considerándose excepcional en el propio continente. La derrota española contribuyó a reforzar la raíz hispánica, antes obnubilada por la fascinación de lo francés, típica del Modernismo. El propio Darío, aceptando la crítica que le hiciera Rodó -para quien las Prosas profanas le podían merecer el título de gran poeta pero no de «poeta americano»-, había cambiado de actitud, renovando su poética y volviéndola, ahora sí, americana y americanista. Lo probaba con sus Cantos de vida y esperanza, publicados en 1905.

De estas convulsiones históricas e ideológicas no hay trazas en la obra de Delmira, toda volcada al análisis de su atormentado mundo interior. Pero no cabe duda de que ella participó en el rico mundo cultural de su ciudad, en el cual fue reconocida muy pronto como notable protagonista de esa que más tarde se iba a llamar la «Generación del 900». Además de la «Torre de los Panoramas», había otros cenáculos y centros culturales y numerosas revistas literarias que no sólo proponían a sus lectores las voces consagradas sino que promovían las novedades del momento: las más conocidas era la Revista Nacional, dirigida por José Enrique Rodó; Rojo y Blanco, dirigida por Samuel Blixen; La Alborada. Semanario de Actualidades literario y festivo, dirigida por Manuel Medina Betancort, que luego de aceptar para su publicación los primeros poemas de Delmira, escribió el prólogo de su primer libro; Apolo. Revista de arte y sociología, dirigida por Manuel Pérez y Curis, que escribió el prólogo para el segundo libro de Delmira; La Petite Revue, publicación bilingüe en francés y en español; Bohemia. Revista de Arte; y Vida Moderna, entre otras. Por otra parte, las grandes novedades del mundo cultural continental e internacional circulaban en Montevideo y es seguro que Delmira conoció los debates alrededor de las nuevas propuestas rubendarianas y del movimiento que ya se llamaba «modernista». Rubén Darío había vivido en Buenos Aires como cónsul de Colombia en Argentina entre 1893 y 1898 llevando el movimiento a su apogeo y publicando, precisamente en Buenos Aires, sus Prosas profanas. Después de este libro clave, se habían sucedido los títulos modernistas que fueron configurando inequívocamente las características del nuevo estilo, su preciosismo, su perfección formal, las novedades métricas, los paisajes culturales, la fascinación por lo oriental y el tema erótico, pero asimismo, en los primeros años del nuevo siglo, una mayor atención a lo americano, con esa adhesión a la «Patria América» propiciada por Martí y Rodó. Algunos de esos títulos fueron: Las montañas del oro, de Leopoldo Lugones, en 1897; Místicas y Perlas negras, de Amado Nervo, en 1898; Castalia Bárbara de Ricardo Jaimes Freyre, El florilegio de José Juan Tablada y Ritos de Guillermo Valencia, en 1899; Los maitines de la noche, de Julio Herrera y Reissig, en 1902; Preludios, de Enrique González Martínez, en 1903; Cantos de Vida y Esperanza, de Rubén Darío, en 1905; y Alma América, de José Santos Chocano, en 1906. Si la poesía de Amado Nervo propiciaba el tema erótico y la de Tablada enriquecía el conocimiento de las formas japonesas y del haiku, en el ensayo crecía el interés por los debates de actualidad, en los que predominaba la polémica relación con los Estados Unidos, la definición de una «identidad hispanoamericana» y la nueva conciencia indigenista. Así lo demostraban los escritos de Rodó, como se ha dicho, pero también del colombiano Carlos Arturo Torres, del boliviano Alcides Arguedas, del venezolano Rufino Blanco Fombona y del argentino Manuel Ugarte, éste último, como sabemos, amigo muy próximo a Delmira.




ArribaLa conciencia del abismo

Hasta las últimas aproximaciones críticas a Delmira Agustini, marcadas por la teoría del gender y por un justo deseo de reivindicación de la conciencia femenina de la escritura y de la creación estética, la tendencia general ha sido la de considerar su escritura como un acto inconsciente de desahogo de sus pulsiones más inconfesables. Esta forma de «justificación» de lo escandaloso, por un lado, y de lo subversivo y anticipatorio por otra4, aparece ya desde las primeras evaluaciones conocidas, que subrayan la fragilidad e inocencia, así como la belleza de la precoz jovencita, poseedora de una voz interior que le dicta versos de inesperada fuerza dionisíaca. El propio Darío en su famoso elogio, que Delmira misma reproduce como «Pórtico» en Los cálices vacíos, la llama «niña bella», subraya «la verdad de su inocencia» y llega a compararla con Santa Teresa de Jesús. Incluso críticas mujeres, impulsadas por una auténtica admiración a Delmira, no han dejado de sucumbir a este estereotipo. Sostenía Luisa Luisi, por ejemplo, que Delmira no era consciente, «no pudo ella misma darse cuenta» del valor de su propia poesía avasalladora e impetuosa, y si «sus fuerzas dionisíacas hubieran sido disciplinadas por el estudio y la cultura, habría sido acaso una cabeza luminosa»5. Hoy día ya no es posible sostener una tesis semejante y no debe quedar duda que, ante una forma tan elaborada y vigilada, como la que presenta la poesía de Delmira, sería ilógico suponer que ella escribía en forma automática o bajo impulsos alucinatorios.

Es importante más bien señalar -y para ello nos concentraremos sobre todo en algunos pocos textos de su libro más trabajado, Los cálices vacíos6- que hay una línea conductora muy precisa que atraviesa toda su obra y una red simbólica definida y reiterada. El poema que abre el libro, «A Eros», propone inmediatamente lo erótico como concepto central de la obra, transfigurado y visualizado en el personaje mítico, en el cual se resume la dicotomía fundamental del ser humano: «alma fúlgida y carne sombría». El libro, nos dice este primer poema, se le ofrece a Eros porque en él está la raíz -y por tanto la razón y el destino ineluctable- de la dualidad placer-dolor o, en otros términos, paraíso-infierno. Asomarse a esta verdad fundamental es reconocer el tormento constante de la Vida, esa «leona» del primer verso, que permite conocer la dicha absoluta pero también el sufrimiento; más claramente, es conocer; y conocer no es otra cosa que vislumbrar el abismo. La palabra «abismo» y su derivado, el verbo «abismar», son recurrentes en la poesía de Delmira, así como el sinónimo «sima» y otros vocablos de la misma familia semántica, por ejemplo «vértigo»: «Maravilloso nido del vértigo, tu boca!» («Tu boca»), «A veces yo temblaba / Del horror de mi sima» («Oh, tú!»), «Me abismo en una rara ceguera luminosa» («Ceguera»), «Con más sed y más hambre que un abismo» («Plegaria»); y esa preferencia está presente ya desde sus primeros poemas: en El libro blanco aseguraba que «En el silencio hay vértigos de abismo» («Íntima») y la poesía misma está asociada a «crispantes abismos sin fondo» («La musa gris»).

Delmira aprende muy pronto, tal vez a través de sus lecturas de los clásicos griegos, de Hoffmann, de Baudelaire, y por qué no, también mediante la sensible auscultación de sus propios sentimientos, que se conoce a través del dolor, y que el amor y el dolor son inscindibles. El vértigo al que se asoma el alma prueba ese «triunfo de la Noche», exaltado por los románticos y cantado por ella misma, y configura una trampa sutil e inevitable, como una tela de araña, en la que el yo de Delmira se enreda y se pierde, atraído por un tú al mismo tiempo amoroso y venenoso. Por eso la torre del deseo -«torre inclinada de la Melancolía» de Delmira, eco de la rubendariana «torre terrible» de «El reino interior»- es el reino de la Melancolía, del Silencio, de la Noche. El uso de las mayúsculas, muy del gusto modernista seguido fielmente por Delmira, subraya la conceptualización de los sustantivos. La intuición de Delmira está constantemente analizada por la razón, gobernada por una fina y constante elaboración vigilante, de la que son prueba la perfección formal de sus poemas y la centralidad de símbolos que aluden sin duda al pensamiento. Uno de estos símbolos, con todo su peso mitológico y literario, es el búho. El ave de Palas Atenea, la diosa de la razón, tiene en efecto un rol central en la poesía de Delmira: el búho reina en la torre interior, domina en el silencio, inunda el alma de tristeza y niega la esperanza, porque confirma con un silogismo imbatible que el abismo está en la propia alma, es el alma.


¡Oh la húmeda torre!...
Llena de la presencia
siniestra de un gran búho,
como un alma en pena;
[...]
   ¡El búho de las ruinas ilustres y las almas
altas y desoladas!
Náufraga de la Luz yo me ahogaba en la sombra...
En la húmeda torre, inclinada a mí misma,
A veces yo temblaba
del horror de mi sima.


(«¡Oh, tú!», Los cálices vacíos)                


Delmira conoce su propia nocturnidad, la fuerza avasalladora del deseo y la ferocidad de su propio deseo; sabe, por lo tanto, que el deseo, la belleza y el mal forman un trío indivisible y dominante -de ahí la ambigüedad, de ahí el propio abismo, cuyas aguas reflejan «un dios o un monstruo» («La ruptura», LCV), de ahí la ceguera («Me abismo en una rara ceguera luminosa», «La ceguera», LCV)-; sabe, y busca con el dominio racional del lenguaje la expresión más justa para lo que, en definitiva, es inexpresable. O es, como ella misma dice, «inefable». La pasión aceptada y vivida en profundidad, sin ceder nada al miedo, o al compromiso social, o a cualquier forma de mediación, es más que humana: es «sobrehumana»: «Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones [...] / Con la esencia de una sobrehumana pasión» («Fiera de amor», LCV). Por eso la «ceguera» es en realidad, paradójicamente, la lucidez con la que se afronta una pasión incontenible, porque ésa oscurece el mundo para iluminar el centro del propio deseo: «Rara ceguera que me borras el mundo [...] Dame tu luz y vélame eternamente el mundo!» («Ceguera», cit.). Para semejante obsesión, para semejante esclavitud a la vez siniestra y sublime no existe más cura que la propia entrega, más salvación que la aceptación de perderse definitivamente. El Eros es una droga -es un absoluto- que sólo redime a quien en él se pierde: «Tú que en mí todo puedes, / En mí debes ser Dios!» («¡Oh, tú!», cit.). Y el lenguaje del cuerpo puede tal vez expresar lo que las palabras no podrán nunca revelar completamente: de ahí el sufrimiento, de ahí el deseo inapagable, de ahí la obstinada búsqueda de la palabra inútil, limitada, para decir lo que es ilimitado, sobrehumano, inefable. Lo que Delmira ha logrado enfrentar en esa lectura despiadada y fulgurante de su interioridad es indefinible porque reúne en sí lo naturalmente contrario, placer y dolor, infierno y paraíso, vida y muerte:



   Yo muero extrañamente... No me mata la Vida,
no me mata la Muerte, no me mata el Amor;
Muero de un pensamiento mudo como una herida...
¿No habéis sentido nunca el extraño dolor

   de un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida
devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?...

   ¡Cumbre de los Martirios!... ¡Llevar eternamente,
desgarradora y árida, la trágica simiente
clavada en las entrañas como un diente feroz!...

   ¡Pero arrancarla un día en flor que abriera
milagrosa, inviolable!... ¡¡Ah, más grande no fuera
tener entre las manos la cabeza de Dios!!


(«Lo inefable», Cantos de la mañana)                


Que su experiencia erótica la lleve a los confines con la experiencia mística no debe sorprender: el amor humano y el amor divino en sus extremos se tocan y pueden confundirse, como enseñan la literatura mística y la erótica de todos los tiempos. El título que pensaba dar a esa obra que no llegó a publicar, la que debía ser, según su propia declaración, la «cúpula» de su obra, es muy revelador: Los astros del abismo. Allí se focaliza el concepto que resume su experiencia extrema, el abismo, declinado y moderado mediante la referencia a una realidad que concentra en sí la nocturnidad, la luz, lo inalcanzable y el misterio, es decir los astros.

A través de la introspección y del análisis, así como también del estudio y de los aportes que podía recibir de la cultura de la época, uniendo información y sensibilidad, talento y coraje, Delmira logró decir lo que tantos seres -no sólo las mujeres- llevan dentro y no logran o no se atreven a formular. Por eso leerla asombra, desconcierta y seduce. Más allá de las polémicas, más allá de su infantilismo con el que probablemente ponía un límite en su vida cotidiana a la experiencia abismal de su secreto, Delmira ha dejado una poesía reveladora, que cierra una época y abre otra: la de nuestra contemporaneidad neurótica y dúplice, libertaria y extrema.






Bibliografía

  • Obras de Delmira Agustini
    • El libro blanco (Frágil), O. M. Bertani, Montevideo, 1907.
    • Cantos de la mañana, O. M. Bertani, Montevideo, 1910.
    • Los cálices vacíos, O. M. Bertani, Montevideo, 1913.
    • Obras completas, Tomo I. El rosario de Eros; Tomo II. Los astros del abismo, Maximino García Editor, Montevideo, 1924.
    • Poesías completas, Prólogo y selección de Alberto Zum Felde, Losada, Buenos Aires, 1944 (la primera parte es una antología, la segunda recoge todas las demás poesías).
    • Correspondencia íntima, Estudio, ordenación y prólogo de Arturo Sergio Visca, Biblioteca Nacional, Departamento de Investigaciones, Montevideo, 1969.
    • Poesías completas, Edición, prólogo y notas de Manuel Alvar, Labor, Barcelona, 1971.
    • Poesía, Prólogo de Dulce María Loynaz, Casa de las Américas, La Habana, 1988.
    • Poesías completas, Edición de Magdalena García Pinto, Cátedra, Madrid, 1993.
    • Los cálices vacíos (Poesías), Edición de Gustavo San Román, Poesía Hiperión, Madrid, 2005.
  • Obras sobre Delmira Agustini (selección parcial)
    • Alvar, Manuel, La poesía de Delmira Agustini, Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, Sevilla, 1958.
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    • Girón Alvarado, Jacqueline, Voz poética y máscaras femeninas en la obra de Delmira Agustini, Peter Lang, New York, 1995.
    • Jiménez Faro, Luzmaría, Delmira Agustini, manantial de la brasa, Colección Torremozas, Madrid, 1991.
    • Kirkpatrick, Gwen, «Delmira Agustini y el "reino interior" de Rodó y Darío», en ¿Qué es el modernismo? Nueva encuesta, nuevas lecturas, Society of Spanish & Spanish American Studies, s/c, 1993, pp. 295-306; reproducido en Uruguay Cortazzo (coord.), cit.
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