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Desde el Panopticon: lectura de Santiago Cero, de Carlos Franz

Rodrigo Cánovas





Santiago Cero, de Carlos Franz (nacido en 1959), sale a la luz en Chile en 1989, avalado por el Premio CICLA, mención novela (otorgado en 1988 en Perú por el Consejo de Investigación Cultural Latinoamericana).

La recepción periodística de esta obra literaria en Chile ha sido positiva1. Ignacio Valente, connotado crítico literario del Diario El Mercurio, titula su reseña «Franz, toda una promesa literaria», destacando la calidad de su prosa. Y en el ámbito de la crítica de corte vanguardista (centrada en la noción de crisis cultural), la ensayista Raquel Olea, escribiendo para el Diario La Época, denomina su reseña «Espacio del displacer», por el mérito del novel autor de escenificar la crisis histórica chilena en el espacio citadino.

Destacamos también en la crítica periodística textos de jóvenes intelectuales y escritores que consideran esta novela como un testimonio generacional, lo cual los impulsa a escribir manifiestos o breves piezas ensayísticas. Es el caso de Cristián Warnken, que en su texto «Los zarpazos de la máscara» (publicado en el Suplemento de Literatura y Libros de La Época en enero de 1990) crea para nosotros un personaje ficticio: «Soy un personaje de la novela de Carlos Franz. Me gusta que me llamen la máscara. Ustedes, no necesitan presentación. Los conozco a todos, uno por uno, los he espiado durante esta decena de años en cada recodo, en cada pequeña miseria personal» (3). Y el versátil Marco Antonio de la Parra, en una reseña crítica que él denomina «La generación de los 30» (publicada en la revista Caras, también en enero de 1990), nos confiesa que se servirá del libro como excusa para hablar de toda una generación:

«Esto no es una crítica literaria. Mi interés en la novela de Carlos Franz, Santiago Cero, es por su temática, por la generación a la que Carlos pertenece. Con todos los golpes que la historia nos dio en las dos últimas décadas, quizás la generación más afectada haya sido la suya, los que hoy por hoy tienen treinta años y se vieron envueltos en el sandwich de los fracasos por todos los lados».


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La recepción positiva de esta obra avala nuestro intento de realizar un análisis más exhaustivo de ella, en un espacio distinto al del periódico. En las líneas siguientes emprenderemos un estudio monográfico de esta novela, privilegiando los temas de la identidad (de un país, de sus jóvenes) y de la ciudad (de Santiago de Chile, en tiempos de Dictadura). Desde ya, indiquemos que espacio y persona se comunican simbióticamente, a través de esa gran metáfora del miedo que es el signo cero, señalada en el título de la obra.


El artista elusivo

Esta novela se presenta como un testimonio personal de un sujeto del cual no sabemos su nombre, que sufre una condena en una isla. El epígrafe de la novela reza así: «I am not I; / thou art not he or she; / they are not they. (Evelyn Waugh, Brideshead Revisited)».

En una breve apertura, que funciona como aparte o enmarque, este sujeto nos informa elusivamente de su situación (condenado a trabajos forzados en una isla) y de las motivaciones del testimonio que está escribiendo (expiación y culpa).

Este testimonio es otorgado en tres partes, constituyéndose en el cuerpo de la novela. La historia se remonta a los años universitarios del sujeto (apodado laxamente en ese entonces El Artista), desde su entrada a la Escuela de Leyes en la Universidad de Chile, hasta su egreso, cinco años después. En un epílogo, se nos traslada a un tiempo más cercano al presente (han transcurrido siete años desde la Universidad), para presenciar el quiebre de la pareja formada por el protagonista y su amor de Universidad, Raquel, al descubrir ella la verdad: su marido ha vivido una doble vida I am not I; / thou art not he or she»).

Este relato está escrito en segunda persona, como si el sujeto que escribe estuviera espiándose a sí mismo, o tuviera que separar de sí al traidor, legitimarlo como otro (externo a él), para contarle paso a paso cómo y por qué se gestó la traición.

El máximo logro de esta novela se gesta desde este desplazamiento de la primera a la segunda persona («Tú eras inocente antes de que llegara aquella primera carta2», leemos en el inicio del relato en página 15), pues recrea la ambivalencia afectiva de una generación y de una sociedad en crisis. Indiquemos que Franz hace uso aquí de un recurso de la narrativa contemporánea, presente en nuestras letras de modo ejemplar en la novela corta Aura de Carlos Fuentes y en el cuento «Usted se tendió a tu lado» de Julio Cortázar.

Este relato es, por supuesto, personal, en la medida que se puede reescribir íntegramente en primera persona («Yo era inocente antes de que llegara aquella primera carta»). Su desplazamiento le otorga la carga culposa y de crisis de identidad que ilumina esta historia I am not I»).

Quien escribe nos sustrae de la vista la calidad de espía que él conlleva, otorgándonos constantemente indicios («lo que sabes acerca de operaciones encubiertas lo aprendiste como autodidacta esos lunes», 58) que nosotros no advertimos, pues están muy bien disimulados. Llegará un momento, sin embargo, bien avanzado el relato, que sabremos (como lectores) la condición de «informante» del protagonista de la historia; pero su grupo de amigos lo sabe más tardíamente y su amada Raquel tardará siete años en hacerlo.




Cartas marcadas

La anécdota está hábilmente sustentada en el registro de las cartas. Haremos una exposición de la trama, desde el comentario de los cinco circuitos comunicativos que generan estas cartas.

Habrá, primero, una serie de cartas (apócrifas) mandadas supuestamente desde Europa por un amigo de Sebastián a éste. En verdad, es Sebastián quien las escribe y se las lee al pequeño círculo de amigos en el café de la Escuela de Leyes, deslumbrándolos. Esta falsa acción le facilita la conquista de Raquel. El Artista le robará a Sebastián estas cartas (según plan del agente Blanco) y Blanco le comunica a Raquel su carácter apócrifo. Raquel y Sebastián se separan, el Artista recupera a Raquel y Sebastián desaparece.

Luego, en un segundo momento, distinguimos una serie de cartas (verdaderas) mandadas desde Europa por Sebastián a Raquel. Estas cartas no llegan a su destinatario, pues son interceptadas por el protagonista. Raquel finalmente se entera de la verdad cuando Sebastián se comunica con ella a través de Yolita. Raquel abandona entonces al protagonista sin nombre y viaja al encuentro de Sebastián.

Enmarcando la novela, en un tercer circuito comunicativo, el protagonista -desde la isla- se dirige cartas a sí mismo (es el testimonio que conforma la novela: «Tú eras inocente antes de que llegara la primera carta»). Sin embargo, los destinatarios virtuales son la comunidad y también Raquel. Estas cartas nunca son mandadas.

En el epílogo de la novela, en un cuarto movimiento, se nos informa que el protagonista, preso en una isla, ha recibido una carta. No se dice quién la ha escrito (virtualmente Raquel, como si estuviera respondiendo a esas cartas no mandadas). El protagonista decide contestarle.

En un último circuito comunicativo la autoría edita un texto, programándonos como receptores ideales de una historia que consiste en imaginar un espacio mental donde ocurra una comunicación trascendente.

Las cartas inventadas por Sebastián, donde aparece un sujeto que viaja por el mundo y realiza sus sueños (situación opuesta a la del círculo de amigos, anclado en el café situado al interior de la Escuela de Leyes) tienen su eco, más adelante, en las cartas que verdaderamente mandará Sebastián, ahora desde el extranjero, a Raquel.

Ambas correspondencias serán interceptadas por el protagonista.

Cuando Sebastián inventa las cartas, a nivel literal, es destinador y destinatario simultáneamente; aunque a nivel subliminal, es sólo el destinador, mientras que Raquel y el círculo de amigos son los destinatarios.

Cuando el protagonista escribe en la isla, como él mismo nos lo expresa, «soy yo el único destinatario» (12). A nivel subliminal, escribe para ser absuelto: «si existiera un juez que se ocupara de esos primeros móviles, de los pecados originales, de las causas remotas, en lugar de sus tardíos efectos, ante él me gustaría testimoniar» (13). Su destinatario ideal es un alma comprensiva, los mayores, la figura de un Padre que redima el pecado de los huérfanos.

Cuando alguien le responde, no tenemos la certeza de quién sea el destinador de esa misiva, pero a nivel simbólico es una emisaria que levanta la culpa e instaura la comunicación afectiva.

En esta novela, la carta no es un vehículo de comunicación, sino más bien un síntoma de la imposibilidad de vivir y de tener una comunicación real entre la gente. La carta sustituye y enmascara la responsabilidad que cada personaje tiene ante la vida. La carta otorga lo que a cada personaje le falta; borra así el cero de la existencia de cada uno de ellos.

En Santiago Cero los personajes encuentran en la carta una posibilidad tanto de evasión como de manipulación. Las cartas repiten el as y el envés de sus vidas; conllevan también una doble información.

Hay, sin embargo, una progresión en el circuito de estas cartas: desde el autoengaño, la mentira y la ilusión, se va pasando a la aceptación de sí mismo y a la búsqueda del otro como modo de salida (el testimonio apuesta todo al otro, tanto externo como interno).

A nivel autorial, el contrato que plantea el testimonio es, ulteriormente, el intercambio de la culpa (del destinador, el espacio simbólico de la autoría) por la expiación (otorgada por el destinatario, el lector ideal). A nivel cultural, una generación enrostra a la sociedad de los mayores por los errores que éstos le han hecho cometer.

Estos personajes grises, en punto muerto, son meros receptáculos de una atmósfera de los tiempos. Es como si el espacio los programara, como si habitaran un país y una ciudad sin salida. El protagonista tiene la identidad de la ciudad que lo circunda, cuya programación es cerrada y letal, y está signada con la cifra cero.




Cuadros alegóricos

Santiago Cero es una novela en la cual los espacios predeterminan una cartografía mental. Estos espacios adquieren su sentido por la configuración de iconos o cuadros alegóricos.

En verdad, los escenarios que se despliegan nos recuerdan metáforas colegiales o escenografías de proscenio escolar, donde se suelen mostrar virtudes, defectos y ensueños.

Un escenario privilegiado es la Escuela de Leyes. En una línea horizontal, aparece el patio, «vasto desierto embaldosado» (17), en cuyo centro hay una fuente con una estatua de la Dama Verde y también, cercanos, algunos «añosos arbolitos podados con sadismo» (17). En esta fuente quedarán las cartas apócrifas «flotando a los pies de la Dama Verde como restos de un naufragio» (118).

El patio, signo de frialdad y muerte (la Dama Verde es vista como una diosa a quien se le ofrendan sacrificios humanos), se opone y se complementa con la cafetería, espacio de la ensoñación del círculo de amigos («ellos soñaban, se amaban y "partían"»; 8). El cuadro alegórico de la cafetería es un afiche turístico de Lufthansa, donde aparece uno de los castillos de mentiras del rey loco Ludwig de Baviera, el Neuschwanstein.

En el patio, los estudiantes quedan «varado[s] en la orilla de la fuente, como al borde de la nada» (17), para luego «encallar en la mesa del fondo de la cafetería» (20). La cafetería es un puerto de acogida, un espacio de ilusiones (allí se leerán las cartas que vienen supuestamente del extranjero).

Así, a nivel horizontal, el espacio de la Escuela de Leyes puede entenderse en términos formales en la siguiente homología:

Patio : La Dama Verde :: Cafetería : Afiche



La Dama y el Afiche alegorizan la ley (cruel) y la fantasía (sustitutoria) respectivamente. La Dama Verde obra ante el protagonista como Medusa («Algo dentro ti se hizo de un hierro mohoso y frío»; 53), mientras que el Neuchswanstein lo sitúa en «el castillo de cuento de hadas en el país de nunca jamás» (116).

Hay cierto esquematismo en la presentación alegórica del espacio de la Escuela de Leyes en esta novela y mucho resabio preliterario (lenguaje usado en las composiciones escolares chilenas con temas como El Abedul, El Árbol Añoso, El Patio del Colegio). Lateralmente, estos rasgos negativos otorgan una pátina de cierta inocencia propia de una novela de aprendizaje, cuyo protagonista es un joven atrapado en su mala conciencia.




Panopticon

Para quien conozca el tradicional edificio de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chile, ubicado en pleno corazón de Santiago, al lado del Parque Forestal, le llamará de inmediato la atención la presentación que realiza Franz de él. A primera vista, parece ser un logrado registro fotográfico de ese espacio, donde se distingue con claridad una fuente (con una Dama Verde en su centro), el patio, los arbolitos, una cafetería y el alto edificio en media luna con ventanales.

El autor habría creado una viñeta que acota muy bien este espacio. Esto es cierto; hay, sin embargo, un valor agregado: la creación de una atmósfera opresiva, de una sensación de inseguridad, que se logra potenciando la funcionalidad del espacio físico interior. Efectivamente, quien está en el patio de esa Escuela puede ser observado desde los ventanales, en diversos niveles; así, es verosímil pensar que se sienta constantemente vigilado. Esta sensación de inseguridad es reduplicada al interpretarse la graciosa estatuilla verde de la fuente como una diosa inmisericorde.

Hemos hecho esta breve disquisición, para presentar la hipótesis de que la Escuela de Leyes, tal como está presentada en esta novela, realiza espacialmente el principio de sociedad vigilada. Asociamos esta construcción con el Panopticon, modelo arquitectónico de ese principio autoritario, según el comentario de Michel Foucault.

Veamos. A fines del siglo XVIII Jeremy Bentham diseñó un edificio en forma de anillo. En su centro, dispuso una torre, con ventanales que miraran hacia el edificio en redondel construido en derredor. Este edificio de fuera (el perímetro de esta circunferencia) estaba dividido en varias celdas individuales, que tenían ventanales: una hacia el mundo exterior y otra hacia el patio interior, es decir, hacia la torre3.

Esta construcción (ideada para cárceles, hospicios, escuelas militares y otros) permite el control de sus habitantes mediante el principio de la visibilidad. Basta un solo vigilante en la torre central para que éste vea la presencia de los pacientes de la colonia, a través de sus sombras, que la luz solar proyecta en el patio interior durante el día.

En este Panopticon cada persona, dependiendo de su lugar, es vigilado por los demás. Se instaura, entonces, un aparato de «desconfianza circular».

El espacio de la Escuela de Leyes, tal como es presentado en Santiago Cero, no sólo se asemeja al Panopticon, sino que también está regido por su lógica. A nivel arquitectónico, la Escuela de Leyes es una media luna que se presenta amurallada hacia afuera (a través de altas columnas) y con ventanales hacia adentro, que permiten observar el patio interior de abajo. En este patio, no hay una torre; aunque sí proponemos existe un objeto que la simboliza: es la Dama Verde (tal como aparece connotada en el libro). Los que están en los ventanales -a medida que se sube de piso, las autoridades son más caducas y vetustas- controlan el patio interno, donde transitan al sol los estudiantes; pero la autoridad de estos viejos señores es débil, su perspectiva es también parcial y aparecen siempre subordinados a un orden que los trasciende.

La Dama Verde es la alegoría del «ojo del poder», interiorizado en las almas de cada uno. Al respecto, es necesario señalar que El Artista toma la decisión de hacerse un traidor frente a esta estatua:

«Habías salido huyendo al patio desierto donde la Dama Verde te atrapó. [...] Algo dentro de ti se hizo de un hierro mohoso y frío, como el de la estatua que sentiste desdoblarse y entrar bailando desnuda en tu interior, para quedarse. Tomando posesión, golpeaba las puertas, corría las cortinas, abría de par en par tus ventanas al sol de invierno y gritaba: "¡despierta, es hora de actuar, muchacho!"».


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La imagen espacial que condensa el principio de vigilancia es la del círculo, el cero, el ojo (estando la Dama Verde reflejada en nuestra pupila). Hay ojos espías en todas partes, un sentimiento de persecución esquizoide que anula la identidad del personaje.

El espacio (mental) propuesto por el Panopticon invade toda la ciudad y la articula. Así, los muchachos escondidos en el entretecho son alumbrados por la luna, cuya luminosidad irrumpe por las rendijas del reloj del edificio:

«A través de los números se filtraba una maciza luna de verano, que alumbraba a la ciudad como el foco de un campo de concentración. Las calles interminables y vacías en todas direcciones. Ni un soplo de viento. Ni un alma. Santiago silenciosamente, mientras estaban escondidos en el entretecho de la Escuela. Estaba por sonar el toque de queda».


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Simbiosis espacial

En todo relato existen relaciones de analogía, equivalencia u homología entre sus diversas partes (cuadros, escenas, espacios) y Santiago Cero no es la excepción. A continuación, propondremos las relaciones espaciales de mayor relevancia.

Un espacio privilegiado en la novela, del cual no hemos hablado, es la pensión universitaria, ubicada en el sector central del casco antiguo de la ciudad.

Al igual que la Escuela de Leyes, este edificio tiene cinco pisos y será desde el quinto piso que el protagonista descubrirá, al observar el paso de la gente en la calle, que Blanco está siguiendo (espiando) a los pololos Sebastián y Raquel.

Este edificio distingue un arriba y un abajo. Arriba (cuarto y quinto piso), están los jóvenes, en la pensión universitaria de la astróloga Yolita Manzur. Y abajo (primer y segundo piso), están los viejos, habitantes de la Casa de Reposo de la Dra. Sonia. En el tercer piso se ubican los estudiantes de las carreras más serias y exigentes, y gente mayor, pero aún elástica como para subir las escaleras cotidianamente.

Los viejos representan aquí lo caduco, lo gastado; mientras que los jóvenes tienen la potencialidad de la alegría de vivir (aunque su situación generacional los lleva al cero, a la pasividad, a la vejez prematura).

La oposición «viejos vs. jóvenes» se repite espacialmente en la Escuela de Leyes. Abajo circulan los muchachos y arriba, en los círculos concéntricos, las solemnes autoridades, que merecen este comentario: «Eran quizás la solemne galería de retratos de los decanos muertos, que observaban a las nuevas generaciones nostálgicos y envidiosos, asomados desde la eternidad» (25). Estas autoridades no revisten un gran peligro; constituyen, eso sí, lo caduco, lo que no se puede movilizar. Así, a medida que los personajes recorren los círculos superiores de la Escuela, irán accediendo al espacio rarificado de lo estancado: pozos de agua verdosa, pasillos malolientes, legajos polvorientos («laberintos de muebles caducos, viguetas, banderas apolilladas con emblemas incomprensibles y viejas bambalinas»; 43).

Un Night Club céntrico será también un espacio que aparece enlazado al espacio rector de la Escuela de Leyes. Este Night Club tiene un proscenio con la escenografía de un barco y en su show desfilan artistas venidos supuestamente de diversas partes del orbe. Este cuadro se corresponde con el del café de la Escuela, donde un grupo de universitarios lee cartas escritas desde el extranjero, junto a un afiche de Lufthansa.

El relato se programa para que el lector juegue un puzzle sencillo, cuya dificultad no está en armarlo sino en reconocer la lógica que lo sustenta: existe una red intrincada que conecta e iguala los espacios por donde transitan los personajes, transformando estos espacios en un solo escenario gobernado por la «mirada espía». Santiago es el espacio de la anulación de la identidad juvenil, el espacio del no-yo, de la ausencia (recordemos que el narrador-protagonista no es portador de un nombre propio). El efecto es la traición:

«Ignorando, hasta que fue tarde, que era imposible en esos años seguir a alguien por Santiago, con los motivos que fuera, sin entrar inadvertidamente en una red, en su sistema de seguimientos y vigilancias en el que tú mismo terminarías acechado por otro y éste por uno más, hasta llegar a quien sabe qué vigilante central que los seguía a todos».


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Entrañable ciudad letal

El sujeto subjetiviza el espacio, convirtiendo Santiago en una cartografía mental.

La ciudad aparece como un espacio de negación del sujeto, pues es signo de desesperanza. Es una ciudad fantasmal, gobernada por el demonio y señalada por la carencia: «Dimos vueltas como trompos hasta que atardeció, por barrios que parecían costras, calles espantosas como grietas» (128). Es una ciudad fea («cielo sucio de Santiago»; 129), autodestructiva («Como un pozo. Un agujero perdido en las cordilleras, tajeado por una acequia»; 78), letal: «Este país, por mucho pino que le pongamos, está en punto muerto y tiene para rato. En Santiago: negro es la palabra, y el número..., yo sé por qué te lo digo, cero» (82).

Y sin embargo, hay también una ciudad entrañable, recuperada a través de la figura descriptora de la viñeta: «Le descubrió las casamatas vacías del antiguo matadero de Franklin y la hizo aguzar el oído: aún se escuchaban los ecos de viejas masacres. Le mostró de noche, empequeñecido por la distancia, el gigantesco hangar iluminado de la Estación Central. Podía ser la capilla de una animita puesta a la entrada de Santiago» (85).

Los protagonistas caminan por la ciudad como huérfanos, transitando los espacios vividos y contados intensamente por otras generaciones literarias chilenas: la vida universitaria, el ambiente de pensión, los paseos por el Parque Forestal, las visitas a los mercados.

Estos son huérfanos con padre y madre, que recuperan sus modelos desde la itinerancia por el casco viejo central de la ciudad. Esa es su casa y por eso esta historia es posible y es contada.




Los caminos de la orfandad

Palabras finales. Esta novela tiene como personaje colectivo a una generación de jóvenes señalada por la orfandad. Son los expulsados del reino de la ilusión y por ello, no poseen historia ni porvenir; sufren, entonces, el pecado de ser jóvenes sin creencias ni mística.

Santiago Cero es un reproche hacia los mayores, un testimonio literario de un tiempo de abandono, de inmolación de sueños. Al respecto, señalemos que muchas frases de esta novela constituyen breves manifiestos o proclamas del «estado de situación» de esta generación. Así por ejemplo, hacia el final de la novela, se nos manifiesta lo siguiente: «Nadie pensó en nosotros, en nuestra talla. Como esa ropa americana usada que nos ponemos todos y que siempre nos queda grande. Causas ajenas, parchadas, con los codos vencidos...» (126).

Concluyamos reafirmando que este texto novelesco exhibe la crisis de identidad de un país desde la mirada desencantada de los jóvenes sobre una ciudad y sus habitantes. Santiago es un espacio vacío que suspende nuestro impulso vital.

Eso fue Santiago; parte de nuestras vidas fue así; pero esta imagen ya pertenece al pasado, desde el momento que podemos verbalizarla, para así espantar su fantasma, sin olvidar.








Bibliografía

  1. Carlos Franz: Santiago Cero y una selección de sus reseñas periodísticas
    • Avaria, Antonio. «Los años sin excusa». Mensaje [Santiago de Chile], N.º 388, mayo 1990: 151.
    • De la Parra, Marco Antonio. «La generación de los 30». Caras [Santiago de Chile], N.º 47, enero 1990: 73.
    • Franz, Carlos. Santiago Cero. Santiago: Nuevo Extremo, 1989. 147 págs.
    • Olea, Raquel. «Espacio del displacer». La Época [Santiago de Chile], Suplemento Literatura y Libros, 25 de marzo de 1990: 4.
    • Valente, Ignacio. «Franz, toda una promesa narrativa». El Mercurio [Santiago de Chile], Revista de Libros, 7 de enero de 1990: l- 2.
    • Warnken, Cristián. «Los zarpazos de la máscara». La Época [Santiago de Chile], Suplemento Literatura y Libros, 21 de enero de 1990: 3.
  2. Textos de crítica literaria y de crítica cultural
    • Barthes, Roland. «Introducción al análisis estructural de los relatos». En Barthes, Bremond, Greimas y otros. Análisis estructural del relato. Trad. del francés por Beatriz Dorriotz. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1970, pp. 9-43.
    • Foucault, Michael. Power/Knowledge. Selected Interviews and Other Writings 1972-1977. Ed. by Colin Gordon. Trans. Colin Gordon, Leo Marshall, John Meham, Kate Soper. New York: Pantheon Books, 1977. 270 pp.


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