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Desde Guipúzcoa hacia el exilio. El viaje de los jesuitas desterrados (1767)

Inmaculada Fernández Arrillaga


Universidad de Alicante



La expulsión de los jesuitas de España venía precedida de los destierros que estos religiosos ya habían sufrido en Portugal y Francia, en 1759 y 1764, respectivamente. Cabe, pues, preguntarse qué pudo motivar estas medidas tan extremas, llevadas a cabo por las principales casas reales de la Europa del Setecientos contra los hijos de san Ignacio. Sobre todo cuando sabemos que no se conformaron con echarlos de sus respectivos países sino que persiguieron la total extinción de ese Instituto, consiguiendo que, en el verano de 1773, Clemente XIV disolviera la Compañía de Jesús tras firmar el breve pontificio conocido como Dominus ac Redemptor.

Desde su fundación los jesuitas han sido objeto de numerosas críticas, una de las primeras fue su espíritu antropocéntrico frente al teocentrismo de otras órdenes religiosas. El P. Jansen -jesuita-, puntualiza que ese juicio debe entenderse dentro de la intencionalidad de la Compañía en dirigir todos sus logros a Dios1. Posteriormente, surge la crítica a su laxitud moral, originada en la polémica entre rigoristas y probabilistas y «resuelta» -al menos eso pretendía Alejandro VII-, tras el Capítulo General de los Dominicos de 1656, en el que se exigirá atenerse a los textos tomistas contra los propósitos aperturistas de los jesuitas. Dentro de esta «acomodación» humana o innovación de «marketing» espiritual -en palabras del Dr. Gaizka de Usabel-, se encuentra la disputa en torno a los ritos chinos y malabares, zanjada en 1742 cuando Benedicto XIV prescribe que, en contra de lo que habían venido haciendo los misioneros de la Compañía, la labor evangelizadora de la Iglesia estaba en completa contradicción con esos ritos, criticando cualquier tipo de posible sincretismo y negando la posibilidad de que se entendieran como una costumbre civil2 Y es que la Compañía ha sido objeto de apasionadas opiniones sobre su labor misional en ultramar, unas muy favorables y otras absolutamente encontradas: estas últimas eran las que defendían sospechosos poderes de atracción, presumibles e incalculables riquezas y oscuras maniobras políticas. Nada de todo ello ha podido justificarse.

Otra de las acusaciones se refería a los métodos y a la esencia de la enseñanza jesuita, un tema de capital importancia, considerando el peso que tenía la Compañía en la docencia de la Europa Moderna. Su sistema educativo había sido en épocas anteriores valorado, recomendado y aplaudido, tanto por la metodología empleada como por su respetado e imitado reglamento: la Ratio Studiorum, gracias a la cual los jesuitas llegaron a tener prácticamente el monopolio de la enseñanza media en los países católicos, desde la segunda mitad del XVI hasta su extinción3. Manfred Tietz asegura que, a través de su sistema de educación, los jesuitas llegaron a imponer su visión del mundo a las élites europeas, una visión que, a pesar de mantener algunos rasgos de religiosidad monástica medieval, contribuyó a la modernización del Catolicismo y a implantar mentalidades y comportamientos modernos4.

Con los primeros albores del siglo XVIII y la puesta en práctica de los proyectos ilustrados comienza el declive de la Compañía de Jesús. Los jesuitas, tan respetados e incluso temidos como guardianes de la catolicidad europea en la época anterior, iban transformándose para amplias capas de la población en el «enemigo público número uno». A este proceso contribuyeron dos grandes tendencias, una intelectual y otra política, que conviene caracterizar a continuación, sin olvidar la importante actitud mediática del clero secular y regular. Los ilustrados argumentaban ante los monarcas, la innegable dependencia que la Compañía debía al Papa, antes que al rey, acusándoles así de traicionar los intereses del Estado. También afirmaban -tergiversando las teorías tiranicidas defendidas por el P. Mariana-, que destacados jesuitas habían defendido el regicidio, lo cual además de socavar los cimientos del Antiguo Régimen, acrecentaba hondos recelos en los reyes hacia el Instituto ignaciano. Por último, no puede despreciarse la actitud del clero, tanto secular como regular que, rencoroso con el poder que la Compañía había sustentado en siglos anteriores, se puso mayoritariamente del lado de los ministros regalistas en su persecución contra los jesuitas. Sirvan de ejemplo las mordaces pastorales que, tras la expulsión de los jesuitas, escribieron contra ellos Rodríguez de Arellano, arzobispo de Burgos, el obispo de Barcelona Climent o Pérez Minayo, prelado de Badajoz. A estos razonamientos habría que añadir un factor que, en España, sirvió de excusa para el destierro de estos religiosos, nos referimos a los alborotos que comenzaron en el Madrid de 1766, conocidos como «El motín de Esquilache». Tumultos que se extenderían al resto de España, siendo también de importancia las machinadas de Guipúzcoa, estudiadas por Carlos Corona5; en ambos casos se culpó a los jesuitas de haber sido la mano oculta que aventaba la insurrección, apoyándose en las reticencias despertadas en España tras el advenimiento de Carlos III con su cortejo de favoritos extranjeros.

En esta muestra de las sátiras estudiadas por el profesor Teófanes Egido6, queda claramente reflejado cómo el protagonismo que alcanzó el marqués de Esquiladle en el gabinete de Carlos III no pasó desapercibido para el pueblo:


Yo, el gran Leopoldo primero
marqués de Esquilache augusto,
a España rijo a mi gusto
y a su rey Carlos Tercero.
Entre lodos lo prefiero.
Ni lo consulto ni informo,
al que obra bien le reformo,
a los pueblos aniquilo,
y el buen Carlos, mi pupilo,
dice a todo: «Me conformo».



A estas alturas nadie cuestiona la influencia que en los motines tuvo la combinación de malas cosechas -que parecía crónica en la España interior-, con una libertad de precios prematura, fruto del espíritu reformista de Campomanes que pretendía comenzar a resolver así el grave problema que sufría la agricultura en el país. Terminados los motines, Carlos III huyó despavorido a Aranjuez. Domínguez Ortiz señala que «al comenzar el año de esas revueltas flotaba un descontento sordo, un malestar indefinido que se materializó en la primavera en una serie de alborotos que abarcaron amplios territorios y, sí no abrieron un foso, por lo menos trazaron una línea entre el soberano y sus súbditos que, en parte, disipó el clima de recíproco afecto que habían augurado sus primeros años de reinado»7.

El 21 de abril de 1766, cuando todavía sonaban en las calles las quejas de la revuelta, se puso en marcha una investigación o pesquisa que intentaba discernir qué intereses políticos se escondían tras los alborotos8. Se sospechaba que el tono y el contenido de los pasquines y las sátiras, que habían corrido por Madrid tras los motines, habían sido redactados por sectores cultos, personas instruidas cuyo fin había sido mover a los participantes contra el gobierno.

Campomanes, que centralizaba la información recibida de esa pesquisa, elevó esta acusación a un escogido Consejo Extraordinario, formado por personas de reconocida reputación antijesuita, que elaboraron una consulta al rey en la que se alegaba la necesidad urgente de frenar el pernicioso poder que concentraba la Compañía y su maligna influencia, que, no sólo había operado en Madrid, también se le hacía responsable de los motines de otras provincias, como en Guipúzcoa, donde cree Domínguez Ortiz que el hecho de que participaran en la revuelta los trabajadores que estaban levantando el santuario de Loyola9, dio pábulo a la incriminación de los jesuitas10. Por su parte, en la capital de la Corte se pretendió acusar de la preparación de los motines al P. Isidro López, procurador de la Provincia castellana de la Compañía, que sería desterrado a Monforte en noviembre de ese mismo año en circunstancias que explicó puntualmente Constancio Eguía11. También se consideraron responsables el que fuera confesor de Isabel de Farnesio, Bramieri, y el marqués de la Ensenada. Ésta última acusación estaba mucho más ajustada a la verdad, en opinión del profesor Egido12.

Casi un mes antes de ejecutarse el extrañamiento simultáneo en todos los colegios de los jesuitas, el 5 de marzo de 1767, Campomanes convocó en junta al Consejo Extraordinario para aprobar unas ordenanzas que se incluyeron en Real Cédula de 7 de abril del mismo año: Instrucción de lo que deberán ejecutar los Comisionados para el Extrañamiento, y ocupación de bienes y haciendas de los jesuitas en estos Reynos de España e Islas adyacentes, en conformidad de lo resuelto por S. M.13 Aquí se recogen todos los pasos que debían dar los comisionados para ejecutar el destierro de los jesuitas de los dominios de Carlos III. La Instrucción fue remitida a todas las ciudades en las que había alguna casa o colegio de la Compañía, con la orden expresa de que no se abriera el sello que mantenía secreta tal información hasta el mismo momento de llevarla a cabo. Así se hizo y, el 3 de abril de 1767, todas las residencias de la Compañía de Jesús amanecieron rodeadas de tropas militares, con las bayonetas caladas.

No puede afirmarse que a los jesuitas les sorprendiera la orden de expulsión; de hecho, hasta la misma noche anterior a su exilio, estuvieron recibiendo avisos, consejos y advertencias sobre las medidas que iba a tomar la corona contra ellos. Lo que sí resultó una conmoción fue el modo en que se produjo, su eficacia, rapidez y rigurosidad. Es de resaltar el sigilo con el que se desarrollaron los preparativos y la competencia de todos los que se encargaron del embarque14. Los comisionados llamaban a las puertas de las casas de jesuitas, entraban raudos los soldados, prohibiendo salir del edificio a los religiosos, les iban reuniendo en un mismo recinto y allí se les intimaba la Pragmática ley por la que Carlos III les expulsaba de sus dominios fundándose en motivos que «reservaba en su real pecho». Las propiedades y bienes que poseían, sin excepción, quedaban expropiados y con las ganancias de sus futuras ventas se garantizaba una exigua pensión vitalicia para los jesuitas. Sólo los novicios tenían permiso para quedarse en el país, aunque fueron objeto de tremendas presiones para que no acompañaran a los padres en su destierro a Italia15.

En 1767, la Asistencia española de la Compañía estaba formada por once provincias: Andalucía, Aragón, Castilla y Toledo reunían a los jesuitas del actual Estado español, mientras que en ultramar se encontraban las provincias de Chile, México, Paraguay, Perú, Quito, Santa Fe y Filipinas. Por lo que respecta a la castellana, que es la que aquí tratamos, la componían los colegios, casas y residencias de Arévalo, Ávila, Azcoitia, Bilbao, Burgos, Coruña, León, Lequeitio, Logroño, Loyola, Medina del Campo, Monforte de Lemos, Monterrey, Oñate, Orduña, Orense, Oviedo, Patencia, Pamplona, Pontevedra, Salamanca, Santander, Santiago, San Sebastián, Segovia, Soria, Tudela, Valladolid, Vergara, Vitoria, Villafranca del Bierzo, Villagarcía de Campos y Zamora; que acogían un total de 853 religiosos16. Para la ejecución de la expulsión se destinaron algunos de estos colegios como «Cajas de embarque» en las que se centralizarían los más cercanos, ese fue el caso del Colegio de San Sebastián, al que irían a reunirse los religiosos que vivían en el resto de Guipúzcoa y Navarra. Desde esas Cajas embarcarían con destino a El Ferrol: los de Navarra y Guipúzcoa lo harían desde el puerto de San Sebastián, los de Rioja y Vizcaya desde el Abra de Bilbao, los de Castilla la Vieja y parte de León se embarcarían en la rada de Santander, los asturianos en Gijón, y los gallegos en Coruña.

El P. José Francisco Isla, reconocido literato y predicador del momento, elevó un Memorial al Rey tras la expulsión en el que refería el modo en que discurrió la expulsión en los diferentes colegios, denunciando el atropello de que fueron objeto muchos religiosos por la dureza con que les trataron los alcaldes destinados a expulsarles. Cuando se refiere al caso de Donostia se observa la rigidez con que se interpretaron las ordenanzas reales, el P. Isla lo relata así:

«Luego que se abrieron las puertas del Colegio, y entró en él escollado de la tropa con bayoneta calada, le salió a recibir apresuradamente el Padre Rector17. Encontróle en la escalera, y viéndole con la vara levantada, y con todo aquel aparato, le preguntó sobresaltado: Señor Alcalde, ¿qué es esto? ¿Trae Vd. alguna orden contra mí, ó contra alguno de mis súbditos? La respuesta fue sacar el Alcalde su caja con afectada autoridad y reposo, alargársela al Padre Rector, y decirle estas formales palabras: No es nada; tome usted un polvo que no hay cosa mejor para despejar la cabeza18.



En tanto que la comunidad19 se fue vistiendo, el Alcalde Mayor y el Rector estuvieron recorriendo el pasillo en el más estricto silencio, sin prevenir al superior de las órdenes reales que traía el Alcalde y «padeciendo el pobre Superior congojas de muerte, entregado a todos los discursos funestos de una vivísima imaginación». Una vez reunidos, fueron encerrados en una reducida capilla interior del Colegio con la acostumbrada orden de que ninguno saliese de ella bajo ningún pretexto, mientras el Alcalde, acompañado del Rector y del Procurador de la casa efectuaron el registro y elaboraron el inventario de los aposentos y de todo lo encontrado, sin diferenciar los enseres, libros o papeles, que eran personales de los comunes. Ante las quejas del superior al Comandante General, por lo que consideraba un atropello, se resolvió que cada sujeto asistiese al inventario de su respectivo aposento; bien que esta asistencia material ninguna utilidad les produjo, porque a muchos no les permitieron recoger ni sus breviarios y a otros no les dieron más tabaco que el que ya tenían en las cajas.

Como ya hemos dicho, el Colegio de San Sebastián, situado en la plaza de la Trinidad desde 1626, era una de las cajas de embarque señaladas para que se reuniesen en ella los Colegios de la provincia de Guipúzcoa y del reino de Navarra, de ahí que la prisión de los donostiarras se mantuviera unos veinte días. Todo este tiempo fue empleado por el Alcalde en disponer que se tapiasen con gruesos tablones cuantas ventanas y puertas daban a la azotea, al campanario y a la calle. Incluso una linterna por la que entraba luz a la biblioteca, situada en el centro de un elevado techo, fue forrada con tablones «sin duda con el temor de que alguno saltase o volase por la vidriera a hacerse dueño del tejado» -comentaba Isla-. «De manera, Señor, que en aquellos días, ni de día ni de noche oían los pobres arrestados más que terribles golpes de martillo que resonaban por todas partes; y sobre no permitirles el sueño, de que estaban necesitados, los llenaban de nuevo susto y pavor»20.

En las Providencias que se debían tomar para la expulsión estaba recogido que los jesuitas no podrían tener contacto, ni personal ni epistolar, con nadie de fuera del Colegio, pero en el caso de San Sebastián los religiosos ni siquiera pudieron exponer sus necesidades a los responsables de su detención, ya que el propio Alcalde dejó de visitarles al segundo día de prisión y en el tiempo que duró el estrechísimo arresto de los jesuitas de San Sebastián -24 días-, no pudieron entablar contacto ni con los escribanos, los únicos que podían entrar y trabajar en su tránsito en las diligencias de su oficio, su comportamiento fue tan esquivo que ni oír quería las propuestas del Rector para que se las trasmitieran al Alcalde.

Del mismo modo, se prohibió la administración de la Santa Unción a un enfermo grave, por estar en otra capilla interior donde se había vedado la entrada al resto de los jesuitas; después de convencer el Rector al Alcalde -no sin trabajo-, falleció el enfermo. Se trataba del P. Nicolás Rillac, un jesuita de los que habían sido expulsados de Francia y que se había refugiado en el colegio donostiarra21. Pero tampoco permitió este Comisario que fuese enterrado en el Colegio, para sorpresa de los padres que vieron trasladar a su hermano a una parroquia cercana donde se le inhumó.

Por lo que respecta a la expulsión del Colegio de Loyola, estudiada por Juan M.ª Peña Ibáñez22, se efectuó de manera similar a la anteriormente referida. Treinta soldados, pertenecientes al Regimiento de Irlanda y a cuyo mando iba el oficial Butler, llegaron a Azpeitia la tarde del viernes 2 de abril; esa misma madrugada, el corregidor de la villa, el Alcalde, un escribano y su esclavo partían por el camino real hacia el Santuario, protegidos por la citada tropa. Tras una media hora de andadura se distribuyó a la soldadesca de modo que protegieran todas las salidas del Colegio y, a las cuatro y media de la mañana, el corregidor hizo sonar la campana de la portería. Se reunió a los jesuitas en el despacho del P. Juan Bautista Mendizábal, rector de Loyola, y allí les fue leída la real orden de expulsión.

En ese momento la comunidad loyolarra estaba formada, además del mencionado superior, por los padres Ignacio de Arizaga23, Agustín Cardaveraz24, Ignacio de Elcarte25, Antonio de Arribillaga26, Juan José de Arizabalo27 y José de Mendizabal28. Por su parte, el P. José de Zubimendi29, se hallaba de misión, era uno de los misioneros en euskera más conocidos, y se le escribió una carta con el fin de que se reuniera con sus hermanos para salir al exilio. A estos había que unir el portero; José de Odiaga30, el ecónomo José de Anduaga, José de Gárate -que contaba en el momento de la expulsión 70 años31-, y Sebastián de Arregui, sacristanes; Pedro Mungui, expulso francés, Domingo de Ibaseta32, enfermero, Matías Pegnaute ropero, Manuel de Iruarte, sobrestante y hortelano, Mateo de Irusta33, cocinero y el procurador José de Mugarza34. Esa misma noche también se encontraban en Loyola seis muchachos seculares, que ayudaban en las tareas domésticas, y un grupo de personas haciendo ejercicios espirituales, entre ellos el prior general de los caballeros nobles hijosdalgo de Azpeitia y un abogado de los reales consejos y presidente del Tribunal del corregimiento de Guipúzcoa, a los que pidió el corregidor que actuaran como testigos de la incautación del Colegio. Todos los religiosos recibieron orden de permanecer en el interior del recinto.

De allí partió el corregidor a Azeoitia, en cuyo colegio se cumplió el mismo trámite. El rector de este colegio era el P. Ignacio M.ª Altuna, superior de los cuatro jesuitas restantes que habitaban la casa azcoitiarra: los padres Javier Basterrica y Juan Bautista de Sorarrain35 y los hermanos Gabriel de Arizti36 y el cocinero Manuel Larrañaga37. A todos ellos se les pidió que prepararan sus baúles donde pudieron llevar, su ropa interior, tabaco, chocolate, sus breviarios diurnos y libros de oraciones. Mucho más de lo que conseguirían sacar de sus casas otros jesuitas castellanos. Estos cinco se pusieron en marcha con el corregidor y el escribano hacia el colegio de Loyola, donde llegaron a las once y media de la mañana, cuando aquella comunidad terminaba su almuerzo. Pero quedaba otro jesuita en Azeoitia, un expulso francés, Luis Belot, que se encontraba en la casa de Javier Munibe e Idiáquez, conde de Peñaflorida, quien pretendió evitar el destierro del religioso francés argumentando que ya no era regular sino abate. El P. Belot se uniría de motu propio al resto de los jesuitas en San Sebastián a los pocos días.

Uno de los problemas que se plantearon en Loyola fue qué hacer con las obras que en ese momento se estaban llevando a cabo para la construcción del santuario y en la que trabajaban más de ciento cincuenta personas entre canteros, carpinteros y peones. Cuando Javier Ignacio de Echeberria, el maestro de obras, consultó al corregidor qué iba a ser de la obra; éste fue rotundo: había que suspenderla. Así fue, las tareas de ampliación se paralizaron y no se volvió a trabajar en ellas hasta 1885. Si tenemos en cuenta que las primeras excavaciones se llevaron a cabo en 1688 y que el trabajo se dio por finalizado el día de san Ignacio de 1888, podemos decir que el actual recinto de Loyola, considerado el «Escorial del País Vasco» por el P. Plazaola38, tardó en levantarse doscientos años.

Otro de los asuntos que suscitó el interés de los comisionados fue la biblioteca y el archivo, pues la Instrucción dejaba claro que debían inventariarse todos los papeles y libros que hubiese en los colegios, distinguiendo los encontrados en los recintos privados de los jesuitas, de los de uso comunitario. El interés mostrado por la Corte hacia los fondos de Loyola se refleja en una carta escrita por Aranda al citado Corregidor, un año después de ser desterrados los jesuitas de España, en la que le pide que se cuiden los fondos del archivo de posibles estragos de los ratones y se mantengan limpios los libros39. Este archivo se volvería a abrir en 1816, cuando volvieron los jesuitas a España, incorporando una interesante colección de documentos traídos del destierro y que fueron estudiados por el P. Pérez Picón40.

El traslado de los jesuitas reunidos en Loyola hacia Donostia, exceptuando a los dos procuradores que debían rendir cuentas de los bienes de los colegios, se realizó por Landeta hasta Goyaz, de allí a Vidania, Albistur y Alzo de Abajo llegando a Tolosa al anochecer del día 4. Siguieron por Villabona, Urnieta y Hernani, alcanzando la capital donostiarra antes del medio día del 6 de abril. Durante todo el camino fueron custodiados por los treinta soldados del Regimiento Irlanda y los oficiales encargados de entregarlos allí. Cuando llegaron al Colegio de San Sebastián no había camas, ni sábanas para todos, encargaron que se trajeran los enseres necesarios del Colegio de Loyola y así pudieron mejorarse las condiciones de estos religiosos, que permanecieron recluidos hasta que llegaron los procedentes de Navarra.

A los pocos meses de quedar vacío el Colegio donostiarra, se destinó la parte del recinto que daba a la calle de la Compañía o de la Trinidad (hoy Treinta y uno de agosto), a Hospital Real y General, separando la iglesia del ámbito destinado a uso sanitario, mientras que las aulas se conservaron para impartir primeras letras y latinidad. Alguna de las habitaciones se dedicaron a albergar niños expósitos y otras, como vivienda de los maestros41. Ignacio Tellechea, que ha investigado en profundidad la historia de este Colegio42, recoge una información de José M.ª Ibarrondo a quien le consta que en ese recinto se celebraron juntas de los miembros de la llamada «Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País de San Sebastián», distinta de la homologa tradicional y nacida de una división más entre vascos43. Después de hospital pasaría a ser parque de artillería y recinto penitenciario hasta 1890, momento en que la construcción de la cárcel de Ondarreta determinó el traslado de los presos, derribándose el edificio y dando lugar a la actual plaza de la Trinidad.

Los jesuitas guipuzcoanos y navarros que cobijó la Caja de embarque donostiarra, fueron embarcados en el puerto de San Sebastián a bordo de una urca y un paquebote con destino a Italia; debían unirse al resto de los castellanos en el puerto de Ferrol, donde arribaron en los primeros días de mayo. Allí permanecieron a bordo y a la espera de los que habían embarcado en Bilbao y Santander, el 4 y el 8 de mayo respectivamente, y del resto de los castellanos, que habían sido reunidos en Coruña44. Los que llegaron a esa ciudad por tierra desde colegios como el de Santiago, entraron en la ciudad poco menos que a escondidas, el P. Manuel Luengo lo relata así en su Diario:

«Tuvo algo de pavorosa esta entrada en La Coruña y era capaz de aterrar y llenar de espanto a cualquiera y especialmente a los que nunca habían estado en plazas de armas ni hubiesen visto el mar, como a muchos nos sucedía. Nosotros, ordenados en alguna manera y rodeados de nuestra numerosa escolta, entramos por la puerta en un profundísimo silencio. En la puerta se descubrían a beneficio de una lóbrega linternilla muchos granaderos sobre las armas y con el mismo silencio que nosotros. Nada en suma se veía sino soldados con toda la gravedad que tienen, cuando se ponen sobre las armas; y nada se oía sino algunos encuentros o tropezones de unas armas con otras y los horribles bramidos que daba el mar, que por sí solos bastan, sin concurrir con tantas circunstancias de espanto y terror, para atemorizar la primera vez»45.



El día 12, por la noche, llegaron a La Coruña los del Colegio de Monterrey, entrando a la misma hora y en las mismas circunstancias que lo habían hecho todos los demás Colegios de Galicia: Santiago, La Coruña, Pontevedra, Orense, Monforte y Monterrey, que agrupaban a ciento cinco religiosos, sin contar todos los que se habían ido quedando, por distintos motivos, en sus respectivas ciudades. Por entonces comenzaban a correr rumores sobre una posible negativa del Papa a permitir su entrada en los Estados Pontificios, corno medida de presión para que Carlos III no expulsara de España a esta comunidad. No puede decirse que acogieron estos comentarios con euforia, pero resulta comprensible que se extendiera entre ellos la expectativa de que podrían cesar los preparativos para su expulsión a Italia.

A las diez de la mañana del 17 de mayo, recibieron la orden formal del Capitán General para que todos los que estaban recluidos en la Caja de Coruña salieran hacia El Ferrol, pues debían estar a bordo de los navíos preparados para su traslado, a las nueve de la noche de ese mismo día. Comenzó así una agitada actividad que se inició con la recogida de los escasos efectos personales que les permitían sacar de los colegios, al tiempo que se procedió a la formación de un catálogo o lista en la que debían figurar todos; para su formalización iban entrando, uno a uno, y por orden de antigüedad en la Compañía, a un aposento donde se les preguntaba su nombre, el de sus padres, lugar de nacimiento, clase social a la que pertenecían antes de entrar en religión y grado dentro de la orden46. Fue entonces, también, cuando se les hizo entrega de la primera paga de la pensión que se les haría llegar puntualmente durante todo su destierro.

Después de desayunar, hacia las dos de la madrugada del día 18, bajaron a la portería, se les pasó lista de nuevo y, según se les nombraba, salían a la calle. Caminaban acompañados del Alcalde del Crimen, algunos escribanos y un piquete de soldados. Atravesaron la ciudad y salieron por una puerta poco frecuentada; el P. Luengo, castellano de tierra adentro que jamás había subido a un barco, describe así la experiencia:

«Allí nos vimos de repente con todo el mar sobre nosotros, en un arenal húmedo y lleno de agua [...] confieso ingenuamente que como no había visto el mar desde cerca hasta esta ocasión, la fuerza, ruido y rumor espantoso de las olas, [...] me turbaron de manera que, atónito y casi fuera de mí me dejé caer sobre la arena mojada; y allí, tirado por tierra y haciendo fuerza contra mil horribles imaginaciones, esperé que me llegase el turno de embarcarme»47.



Con la luz del amanecer pudieron reconocer las otras dos embarcaciones que habían entrado el día anterior, ya que se encontraban tan cerca que podían hacerse entender con los que venían en cubierta. En Esteiro se reunieron con el resto de las embarcaciones que transportaban a los jesuitas castellanos, y como se encontraban bastante arrimadas las unas a las otras, pronto el alboroto fue grande; con la alegría del encuentro surgían miles de preguntas, todos querían hablar al mismo tiempo, preguntar por un pariente, un amigo, conocer los sucesos del día, saber cómo habían pasado sus prisiones en los distintos colegios, o quiénes se habían quedado en tierra, y por qué.

Esa misma noche embarcaron en el navío de guerra «San Juan Nepomuceno»48. A bordo calculaba el P. Luengo 202 jesuitas castellanos; otros 200 viajarían a bordo del otro navío de guerra, el «San Genaro». A estos grandes navíos se añadió un convoy de ocho embarcaciones que en total albergaban a 402 religiosos. La salida hacia el destierro nos la relata así:

«a las ocho en punto de la mañana de este día 24 de mayo de este año 1767 empezamos a caminar, saliendo finalmente de España nuestra Patria y de los dominios de Su Majestad Católica en cumplimiento del destierro, a que se nos condena sin saber cuándo se nos permitirá volver a verla, ni de nuestro destino otra cosa, que el que nos llevan a Italia»49.



No fue ese el destino de los exiliados. El hecho de que los jesuitas españoles no fueran aceptados por Clemente XIII en los Estados Pontificios, se ha entendido como una medida protectora del Papa hacia la Compañía, intentando presionar a Carlos III para que se retractara de la medida expulsatoria y aceptara que volvieran los jesuitas a su país50. Nada más lejos de las intenciones del monarca Borbón y mucho menos de las de sus ministros, que no se amedrentaron ante la negativa pontificia y, tras tensas gestiones con Génova, París y el independentista corso Pascual Paoli, consiguieron desembarcar a los desterrados en las conflictivas costas corsas, que en aquellos momentos vivían una estremecedora guerra civil51.

Los jesuitas castellanos fueron desembarcados en la ciudad de Calvi, al noroeste de la isla, en el caluroso julio de 1767, allí intentaron reproducir el modo de vida que habían desarrollado en sus casas y colegios de procedencia. Vivir en comunidad y organizar las actividades que llevaban antes del exilio fue su máxima. Los motivos eran varios: en primer lugar, suponía una garantía de continuación de la actividad religiosa comunitaria que se habían propuesto salvaguardar; por otra parte, garantizaba que sus actividades docentes, piadosas y las relacionadas con sus votos tendrían una prolongación, a pesar del alejamiento de España, y en último lugar, pero no de menor importancia, contaba el asunto económico. Permanecer unidos suponía un ahorro considerable en los gastos de manutención, amén de alejar posibles tentaciones de fuga entre sus miembros.

La estancia en aquella isla fue una de las pruebas más duras que tuvieron que pasar los expulsos52. En Córcega no había espacio físico para albergarles en condiciones mínimamente dignas y al hacinamiento en las pocas dependencias que había libres cuando llegaron, había que añadir la falta de alimentos, las enfermedades que contrajeron y la imposibilidad de ser atendidos médicamente, las pésimas condiciones higiénicas y la soledad que el aislamiento les produjo superada a duras penas gracias a las cartas que les llegaban desde Génova. En 1768, Francia pretendía acabar con los rebeldes de Paoli, pero la tropa que debía encargarse de esas maniobras militares no tenía donde alojarse si no salían de la isla los más de dos mil jesuitas que malvivían en ella. Esa parece ser la razón principal por la que pudieron salir hacia los Estados Pontificios, donde Clemente XIII, agobiado por las presiones que recibía para que se suprimiera el Instituto ignaciano, no pudo resistirse a acogerlos.

Así pues, la noche del 15 de septiembre de 1768, los jesuitas comenzaron a subir a las naves, que los franceses habían dispuesto para sacarlos de la isla. El embarque fue muy accidentado. Luengo relata con detalle el bochornoso espectáculo que ofrecían más de cien hombres de pie, en una estrecha estancia sin luz, intentando cobijarse de la torrencial lluvia que caía y al mismo tiempo comer, sin cubiertos, el caldoso estofado que les sirvieron. Cuando embarcaron, muchos de estos jesuitas desconocían el destino que llevaban, suponían que iban a Génova, pero a los dos días de haber levado anclas en Córcega, el 21 de septiembre, se vieron frente a las costas de Sestri Levante donde, se les negó permiso para desembarcar y fueron enviados hacia el puerto de Génova. En esta ensenada se reunirían los convoyes de las provincias de Aragón, Andalucía y todos los de Castilla que salieron juntos de Calvi; siendo los últimos en llegar los de la Provincia de Toledo53.

La travesía se efectuó con gran incomodidad; el P. Idiáquez54 fletó una embarcación para trasladar a los ciento y pico que vivían con él y así desahogar un poco los barcos en los que navegaba el resto de la Provincia. Lo mismo tuvieron que hacer los superiores castellanos para poder llevar mínimamente protegidos a los enfermos, llegando a pagar 60 reales por día. Esto, unido a los necesarios gastos que implica todo traslado, hizo que la situación económica de los jesuitas tomara visos más que preocupantes. Afortunadamente, la Corte española no cerró los ojos ante el problema y ordenó el pago de un doblón de a ocho -quince pesos duros-, a modo de socorro extraordinario, para que pudieran realizar el viaje por los Estados Pontificios. Esta ayuda les llegó el día 17 de octubre, cuando ya estaban casi todos en Génova, dispuestos para salir hacia Sestri, y a la espera de las barcazas que iban llegando de Córcega con sus escasas pertenencias.

El P. Manuel Luengo escribe en su Diario que la reunión de todos estos convoyes, cargados de religiosos, resultaba un espectáculo nunca visto «en Génova desde su fundación hasta este día». Y relataba así parte de su estancia frente al puerto:

«Luego que anochece, se empieza a cantar la letanía de la Virgen en una embarcación, después se hace lo mismo en otra y algunas veces dos y tres a un tiempo y de este modo dura esta piadosa música una hora u hora y media de noche. Y como en todas las embarcaciones se ha procurado escoger cuatro o cinco de buenas voces que llevan el coro, se oye en toda la concha y en buena parte de la ciudad, en la cual, según se nos asegura, se oye con muy particular gusto, curiosidad y edificación esta nueva música jamás oída hasta ahora en este puerto. ¡Qué mucho!, si jamás se han visto en él en tanto numero de navegantes y prisioneros de esta especie. En realidad es cosa que encanta oír resonar por tanto tiempo, y no con mala armonía las glorias y alabanzas de la Santísima Virgen en un puerto y ver empleados en este santo ejercicio con tanto gusto y alegría millares de religiosos tratados con el último desprecio, con un sumo rigor, oprimidos de miserias y trabajos y hartos de oprobios y deshonras»55



Durante todo el tiempo que el P. Luengo estuvo en la bahía de Génova, junto con los otros jesuitas castellanos, las condiciones físicas que padecieron fueron durísimas, no sólo físicamente, también debieron soportar lo que para el P. Luengo era peor: «las tentaciones de los enemigos de la Compañía», ya que, aprovechando precisamente estas dificultades, se ofrecía doble socorro a aquellos que quisieran secularizarse56.

El 21 de octubre los expulsos se despertaron con el barullo de la tripulación que preparaba el desembarco de los jesuitas para llevarlos al Lazareto de Génova. Luengo prefirió alquilar con otros compañeros una falúa para alcanzar la playa y eludir así viajar en una gran nave, en la que se apilaban las pocas pertenencias y los muchos jesuitas que estaban a bordo de los navíos para ser conducidos a tierra. En el Lazareto de Génova permanecieron diez días y de allí, divididos en pequeños grupos, embarcaron hacia Sestri. A primera hora del 25 de octubre comenzó el viaje hacia su destino en los Estados Pontificios, la Legacía de Bolonia. Para ello tuvieron que recorrer a pie y sobre caballerías cerca de 200 kms, bajo unas condiciones climáticas pésimas, pues tuvieron que resistir las fuertes lluvias y el frío característico de esa época del año en los Apeninos, pagando precios excesivos por el transporte.

El cónsul Zambeccari escribía al Secretario de Estado Gimaldi que los jesuitas habían llegado con los «bestidos desgarrados y rotos, pero parece que están bien proveydos de doblones de oro»57; ésa debió ser la imagen que también recibieron los campesinos italianos y los arrieros que, en ocasiones, estafaron a los expulsos cobrándoles sumas exorbitantes. También tuvieron que sufrir el ignominioso rechazo de los jesuitas italianos que, desde el principio, dejaron muy claro a los españoles que no recibirían ningún apoyo suyo. En estas tristes condiciones atravesaron Parma, Regio, Módena y al cruzar en barcas el río Pamaro, entraron en los estados del Pontífice; era el 5 de noviembre de 176858. Ese día, ya en la campiña de Bolonia, Luengo escribía:

«Como a dos o tres millas de Módena pasamos sobre barcas el río Panaro, pusimos los pies en los Estados del Sumo Pontífice. Y aquí no hubo ninguno a quien no se le excitasen mil afectos de ternura y devoción, de gozo y de consuelo. Al fin, después de tantos peligros y miserias hemos llegado a los dominios del Papa, padre común de todos los fieles y, como esperamos, con alguna especialidad nuestro. Y en donde nuestros perseguidores nos dejarán vivir tranquilamente a nuestro modo y morir en el mismo tenor de vida si así lo dispusiese el cielo»59.







 
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