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Destino

Cuentos verdaderos y relatos imaginarios

Pancho Oddone



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ArribaAbajoProemio

«Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno».


Terencio                


No soporto la solemnidad en ningún caso y menos aún en la literatura. Como decía el maestro Witold Gombrowicz, la literatura debe divertir y entretener. De otra manera, no sirve. Divertir es un término complejo que implica una encantadora excitación. Puede ser de horror o de placer, pero necesariamente se orienta hacia el descubrimiento del deleite.

Finalmente, el deleite es el objetivo natural de la faena cotidiana de hombres y mujeres sometidos al aburrimiento de esta edad sin gloria, donde la locura, aquella condición trascendente que exaltó Erasmo de Rotterdam, se entiende equivocadamente como un pecado y no como una virtud.

Lo cierto es que resulta imposible distinguir entre la realidad y la fantasía. Tampoco existe una razón inteligente para dedicarse a una tarea discriminatoria que sería, en cualquier caso, estéril.

La fantasía, la imaginación, la magia de la vida cotidiana, integran una nebulosa a la cual se le ha dado el nombre de DESTINO. Una acumulación de conductas que condicionan el papel que le toca jugar en la vida a cada hombre, dentro de una serie de acontecimientos que constituyen la trama del universo.

En la antigüedad clásica los griegos, que eran muy sabios, adjudicaron a los dioses la responsabilidad de definir el DESTINO de los seres humanos. Premiaban o castigaban. Otorgaban la fortuna, el   —6→   amor, el triunfo o el fracaso a quienes transitaban en la periferia del monte Olimpo.

En este mundo de paradojas, quieren asumir esa responsabilidad los políticos, los peluqueros y los tecnócratas de las multinacionales con el penoso resultado que está a la vista.

Con el objeto de restablecer el equilibrio universal, rescatando la condición humana de la mediocridad y la rutina, es que los escritores contamos historias fantásticas auténticamente reales.

Describimos la vida como es, con su magia y fantasía, para que el lector se divierta, se entretenga, y disfrute con deleite de la misteriosa ambigüedad del DESTINO.



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«No hay fantasía tan frívola o extravagante como para no parecerme conforme a la inteligencia humana».


Michel de Montaigne                






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ArribaAbajoEl aburrimiento del señor Artemio

El señor Artemio leía los Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. No estaba acostumbrado a introducirse en los textos esotéricos, pero pensó que a los cincuenta años debía intentar descubrir algunos misterios de la vida. No consideraba una pretensión insólita esta aventura del pensamiento, porque en realidad se trataba de una mera fórmula destinada a paliar su aburrimiento.

Continuaba soltero. Se había preocupado por asegurar una pequeña fortuna, heredada, que multiplicó sin proponérselo.

La vida ascética, austera y sin mayor inclinación hacia los deleites mundanos, había producido, además, un efecto multiplicador de los recursos acumulados, sin haber descubierto de qué manera podía gastarlos. Ese aspecto del necesario aprendizaje de la vida constituía para él una nebulosa impenetrable.

Por la ventana abierta de su cuarto entraba una brisa fría que se convirtió, en pocos minutos, en viento huracanado. El primer trueno de una violenta tormenta de primavera sonó en sus oídos como un mensaje indescifrable del más allá, región sobre la cual no tenía noticias específicas, aunque sí algunas presunciones.

La lámpara de su mesa de luz estalló y el cuarto, igual que toda la casa y el mismo barrio, como descubrió minutos después, se sumió en la oscuridad.

Era demasiado tarde para informar a la compañía de electricidad. Imaginó que algunos vecinos, con hijos y preocupaciones domésticas, a las cuales se había negado a lo largo de su vida, tendrían mejores razones para preocuparse y pedir auxilio.

Cerró el libro, se levantó de la cama y caminó en la oscuridad hasta   —12→   la cocina. Un intenso olor de cable quemado le anticipó que la heladera había padecido las consecuencias del siniestro. El televisor se negó a producir imagen o sonido alguno. No intentó siquiera que el equipo de música, con la radio incorporada, demostrara que podía cumplir la función para la cual había sido proyectado.

El desastre era total. Para su sorpresa, el teléfono había resistido la violencia del meteoro, como consecuencia de algún extraño misterio de la técnica sin explicación posible para quien la electrónica se limitaba a la posibilidad de enchufar un aparato o apretar un botón, para encender o apagar algo, que debía funcionar de alguna manera. Convencido de que no podría avanzar en el conocimiento de los Signos de la Ciencia Sagrada, el señor Artemio, incapaz de luchar contra la adversidad en una noche tormentosa, en que se le negaba cualquier posibilidad de comunicación con el mundo, se fue a dormir. Al día siguiente llamó a la compañía de electricidad y una amable telefonista le informó que el departamento técnico enviaría una comisión para comprobar el deterioro de los electrodomésticos, según la precisa terminología que utilizó la muchacha. Si habían sido afectados como consecuencia de alguna deficiencia técnica de la compañía, ésta se haría cargo de los gastos. Una buena noticia. Cuatro días más tarde el señor Artemio tiró la comida que guardaba en el refrigerador. No había podido escuchar las noticias y dejó de ver varios capítulos de la telenovela que lo tenía amarrado al sillón del living, durante sus silenciosas tardes de solitario.

Cada día llamó por teléfono a la compañía para reclamar la presencia de los técnicos. Finalmente al sexto día cuatro hombres vestidos con mamelucos verdes y con rostro ceñudo le exigieron sin amabilidad que les mostrara los equipos deteriorados.

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-Hace una semana que los espero -dijo con timidez. El jefe del grupo le dedicó una torva mirada.

-¿Y qué? Tenemos mucho trabajo. Usted no es el único. Pero tiene luz, ¿no? ¿De qué se queja? Firme aquí.

El señor Artemio no quiso pensar qué hubiera ocurrido si no firmaba. Le sacaron el papel de las manos, le dejaron una copia y mientras se marchaban uno volvió la cabeza y dijo:

-Tiene que ir a la compañía, hacer una solicitud, lleve presupuestos de los arreglos, tres por lo menos, copia del contrato de alquiler, no es propietario ¿no? (lo miró con asco), también copias de las facturas pagadas de los últimos seis meses y... bueno, no sé qué más. Vaya y allá le dirán.

Se fueron. El señor Artemio se sintió vejado.

Dos días más tarde se presentó en el departamento de reclamos de la compañía con todos los documentos que le habían pedido los técnicos, además de la fotocopia de la cédula de identidad, el comprobante de no adeudar impuestos y una carta del propietario de la casa en la cual lo autorizaba a formular el reclamo.

Le dieron una tarjeta con la fecha de la presentación y un número.

-¿Cuándo cree que podré cobrar? -se atrevió a preguntar.

El empleado lo miró alarmado.

-Recién presenta todo y ya quiere saber cuándo va a cobrar. Qué frescura. Uno escucha cualquier cosa en este mostrador.

Le dio la espalda y se fue a su escritorio. Meneaba la cabeza mientras lo miraba todavía como a un animal exótico.

El señor Artemio llevó a arreglar los aparatos. Podía pasarse sin las noticias, siempre eran las mismas, también sin la heladera porque   —14→   compraba comida hecha en la rotisería, pero no podía superar la angustia de ignorar lo que ocurría con la heroína del teleteatro que acercaba un poco de emoción a su aburrimiento.

Un mes más tarde, después de innumerables llamados a distintas dependencias de la compañía decidió dedicarse personalmente a la búsqueda del expediente.

Empezó por la planta baja del edificio de diez pisos. Cuando no lo miraban con pena le contestaban con fastidio. Después de varios días de vagabundeo, su figura se incorporó definitivamente a la estructura de la compañía. El señor Artemio no tenía obligaciones, de manera que podía perseguir la errática ruta del expediente.

Se dedicó a recorrer pisos, oficinas y baños del edificio, lo cual le permitió introducirse en un mundo que podía presumirse árido, pero que insinuaba a cada momento la posibilidad de tornarse fascinante. Un mes y medio más tarde, abrió la puerta de una oficina desconocida, en un piso que no podría recordar. Un funcionario miraba atentamente el papel secante, enmarcado en una gran carpeta de cuero. La lividez de su rostro, alumbrado por la media luz de la lámpara de escritorio, no sorprendió al señor Artemio. Lo que sí llamó su atención, fue una casi imperceptible y ondulante línea de sangre que brotaba de su frente. Los ojos abiertos parecían los de un pescado muerto, impávidos y vidriosos. La mano izquierda permanecía apoyada en el escritorio. La derecha empuñaba todavía un revólver de gran tamaño.

Nunca había visto algo parecido en las oficinas de la compañía. Si bien lo que veía no era un pescado muerto, aunque lo pareciera, el hecho es que el señor funcionario estaba definitivamente muerto. Era improbable que protagonizara una representación teatral, en una compañía de electricidad, y tampoco podía tratarse de una broma,   —15→   dedicada a alguien cuya presencia era totalmente fortuita y de ninguna manera prevista.

El señor Artemio cerró la puerta delicadamente antes de salir al pasillo. No por temor de que el difunto se molestara, sino para evitar llamar la atención.

Lo cierto es que precipitado a un horror desconcertante como consecuencia de ese inesperado espectáculo, en una confusa mezcla de ideas, asoció la muerte del desconocido con el odio que poco a poco, muy sutilmente, y casi sin ser consciente de ello, había ido desarrollando a lo largo de los pasillos de la compañía, mientras observaba los rostros indiferentes, sombríos, satánicos y torturantes de los funcionarios de la empresa.

Llegó a su casa con una extraña sensación de culpa y un profundo asco. Conservaba en su mente el recuerdo de ese rostro lívido, la desagradable imagen de la sangre sobre el escritorio, y la fugaz percepción de un blancuzco objeto indefinible que podía ser un papel estrujado, o restos de masa encefálica del funcionario, que había dejado de serlo de un modo abrupto.

La idea lo hizo vomitar con relativa oportunidad, porque había atravesado el living, tambaleándose por la angustia, y pudo llegar al baño antes que se produjera esa natural reacción sicofísica. Durante varias semanas evitó volver a la compañía.

El interés por las noticias reemplazó la pasión por el teleteatro. Lo que había visto no desaparecería de su memoria. Acentuó su horror la circunstancia de que nunca apareció la información del crimen o suicidio en los noticieros, ni en los diarios, gasto relativamente inútil que incorporó a su economía doméstica, porque quería saber quién era o había sido, el cadáver, y qué se conjeturaba sobre el origen de la tragedia. Porque Artemio supuso que se trataba de una tragedia.

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Cuatro semanas después de ese extraordinario suceso ignorado por el periodismo, decidió volver a la compañía. Descubrió nuevas dependencias por las que presumiblemente había pasado, o estaría por pasar, su expediente. Los porteros del edificio y algunos empleados, empezaron a saludarlo con simpatía.

Tuvo la extraña sensación de que lo miraban, no como a un nuevo amigo, sino como a un cómplice. Se trataba de una idea fantástica. Absurda. Sin embargo se acentuaba por la convicción de que entre la gran cantidad de empleados que ocupaban el edificio, no era posible que nadie lo hubiera visto salir del lugar del crimen. Si es que se trataba de un crimen, porque el revólver estaba allí, al alcance de la mano.

Lo más torturante era que no podía preguntar nada. Eso lo obligaría a revelar su involuntaria participación en el trágico asunto. Además, la caótica rutina de sus averiguaciones sobre el expediente, hasta ese momento inútiles, habían tornado confusos sus cambiantes itinerarios en los diez pisos del edificio, aparentemente iguales, aunque alguno era diferente porque ocultaba un cadáver.

Dos semanas más tarde el señor Artemio parecía haber olvidado el episodio. Se preguntó más de una vez si no habría sido una fantasía, o una consecuencia traumática de la presión moral, a lo largo de ese fantástico viaje a través de la inconmensurable burocracia de la electricidad.

Acosado por la heroica determinación de encontrar la ruta correcta que lo aproximara al fin de la aventura, y respondiendo a la vaga indicación de que su tema podía estar en la oficina 1023 del quinto piso, marchó hacia el lugar señalado sin poder evitar el agobio de un profundo escepticismo.

No había oficina 1023, ni 1024, ni 1020, ni siquiera alguna que fuera contenida en un número que superara los tres dígitos cabalísticos.   —17→   Preso de rabia y desesperación, abrió abruptamente la puerta de una oficina cualquiera.

Una señorita acostada sobre el escritorio, con la pollera recogida y las piernas levantadas, no hacía ningún esfuerzo para impedir que un señor, con los pantalones en los tobillos, luchara fieramente por introducir su sexo en el lugar que se había propuesto, mientras ella se pintaba las uñas y reía burlonamente. El funcionario, porque debía ser sin duda un funcionario, no alcanzaba la altura correcta para cumplir su objetivo.

La muchacha miró con indiferencia al señor Artemio y con el pincel del esmalte le indicó que cerrara la puerta.

El gesto lo hizo vacilar. No supo si la indicación de cerrar la puerta implicaba una invitación a permanecer, o a salir de la oficina. Optó por esta última alternativa y se dirigió al ascensor. Esperó un largo rato mirando de vez en cuando al fondo del pasillo. Quería saber si algún empleado abriría la puerta de la oficina, y en ese caso cuál sería la consecuencia.

El pasillo permaneció solitario y silencioso, hasta que un grito, originado en una garganta jadeante y enronquecida, que podía interpretarse como una expresión de triunfo, le indicó que el funcionario había logrado su propósito.

La puerta del ascensor se abrió, y el señor Artemio, todavía estupefacto, y acaso abrumado por la excitación aunque esos dos conceptos puedan interpretarse como contradictorios, oprimió la botonera con la intención de huir del lugar, respondiendo al objetivo de desembarcar en otro piso que pudiera acercarlo al expediente.

El edificio de la empresa de electricidad se convirtió para el señor Artemio, en la antesala del infierno. Como si esta idea casi mundana del destino final pasara, necesariamente, por las circunstancias límite de la vida.

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El viaje en el ascensor pareció demasiado largo, aunque le resultó imposible establecer precisiones. Ignoraba en qué piso estaba la oficina del acoso sexual, en el caso de que de eso se tratara, porque ninguno de los dos, ni la muchacha ni el funcionario, parecían expresar alguna intención de resistirse.

Cuando el ascensor se detuvo, el señor Artemio salió a un estrecho pasillo apenas iluminado, por el cual corría un viento frío y denso. A pesar de la hora, eran más de las ocho de la noche, el señor Artemio se introdujo, a través de la única puerta abierta sobre el pasillo, en una amplia oficina iluminada como un escenario de comedia musical. Veinte hombres se movían con precisión alrededor de una docena de escritorios y de un aparato metálico, en el que pudo reconocer una impresora plana. Nadie pareció reparar en el intruso y la actividad continuó sin pausa. El desconocido visitante del crepúsculo recorrió los escritorios con pasos lentos, casi tímidos, mientras observaba si su expediente podía estar en ese extraño lugar, pleno de actividad, en una hora insólita para la administración de una empresa de electricidad.

Entonces descubrió, con cierta aprensión y una cuota inevitable de estupor, que allí funcionaba una imprenta y por los papeles que se acumulaban ordenadamente sobre los escritorios, la máquina parecía dedicada a fabricar dinero. Había visto una igual, en el último número de Mecánica Popular.

Los fajos de billetes color verde se apilaban sobre las mesas, después de ser contados en máquinas electrónicas de alta velocidad. La electricidad producida por la compañía, se aplicaba a una tarea que seguramente no había sido prevista en los estatutos.

Coincidiendo con esta perturbadora conclusión, un hombre le dijo que tomara asiento y esperara. La orden, porque eso pareció, contradijo y definitivamente anuló la imperiosa necesidad de salir corriendo.   —19→   Trató de imaginar alguna fórmula que disimulara su presencia en ese lugar, pero no lo logró. El hombre le hizo un gesto que no dejaba dudas con respecto a su interpretación. Se sentó en una silla e intentó pensar si podía mantenerse al margen de lo que ocurría frente a sus ojos.

Dos movimientos, en realidad involuntarios y consecuencia del miedo, destinados a cambiar el curso de los acontecimientos, tropezaron con un gesto de fastidio de su guardián, porque en eso parecía haberse convertido el tipo que ostentaba, como dato distintivo, una pistolera colgando de su hombro, de la cual emergía como una flor ominosa, un revólver de grueso calibre.

Dos horas más tarde guardaron el dinero en grandes cajas de cartón, cubrieron con una manta la impresora, apagaron la mayor parte de las luces y se marcharon. El hombre de la pistolera le dijo:

-Cuidá que nadie entre. Mañana te veo.

El señor Artemio intentó hablar pero el otro hizo un gesto indescifrable, salió del salón y cerró la puerta con llave.

El señor Artemio buscó una salida. Había una sola puerta, la que había utilizado para entrar y estaba cerrada con llave. No había ventanas. Miró la entrada de aire acondicionado y fantaseó con la extraordinaria idea de escapar por allí, como había visto tantas veces en las películas de espionaje. La rejilla que cubría el túnel estaba muy alta y ya no era tan ágil. Recordó su expediente y llegó a la desconsoladora conclusión de que allí no lo encontraría. Después se puso a llorar.

Reflexionó que en realidad no necesitaba el dinero que la compañía debía pagarle por los electrodomésticos. Había sido un estúpido capricho.

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Se acostó en el suelo, sobre la manta que quitó de la impresora, apoyó la cabeza en un paquete que contenía un millón de dólares y se quedó dormido.

Había vivido demasiadas emociones.

Cuando despertó, miró el reloj. Eran las seis de la mañana. No podía saber si había amanecido, porque no había ventanas. Le dolían los huesos como todas las mañanas, pero en este caso lo atribuyó a la situación. No había sido un descanso razonable, para los problemas que le producía el exceso de ácido úrico.

Una hora más tarde tiraron la puerta abajo. Una entusiasta comisión de más de diez policías ocupó el salón y llevó a cabo un inventario de las cajas que contenían el dinero. El señor Artemio quiso hablar con el que comandaba la partida. La respuesta del oficial no admitió ninguna réplica.

-Te sentás allí. No molestes. Ya me voy a ocupar de vos.

En media hora de trabajo silencioso y bien sincronizado cargaron las cajas y se las llevaron. El señor Artemio fue arrastrado hasta la puerta trasera del edificio, como consecuencia del movimiento general producido por el desplazamiento de los policías y no por una imposición expresa del jefe.

Dos camiones, con las cajas y los policías, se alejaron rápidamente del edificio bajo un tímido sol primaveral.

No obstante su inocencia, el señor Artemio comprendió que los policías robaban a los falsificadores.

El jefe se volvió hacia el señor Artemio.

-Te advierto -le dijo-. Hoy te salvaste, porque todo salió bien. Tu jefe se cagó y no apareció. Pero la próxima sos boleta.



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ArribaAbajoLa tour d'Argent

Inés Pardo sabía que Carlos Rodríguez le haría una propuesta atractiva, diferente a la que se había convertido en rutina y no planteaba ningún enigma. Él proponía y ella decía que sí. Otras veces ocurría al revés. Carlos no solamente era apuesto y exhibía un natural buen humor, la trataba, como ella imaginaba equivocadamente, que debía ser tratada una reina. Era educado y gentil.

Inés no pertenecía a los Pardo descendientes del marqués del Valle de Oaxaca, que conservaban un palacio cerca de Chapultepec, incluido en las guías de turismo como clásico exponente de la cultura del virreinato. No pertenecía a la progenie de esos Pardo, ni a la de ningún otro Pardo, porque en realidad se llamaba Zunilda Cañete, y había nacido en los suburbios pobres de Puebla.

Enfrentada a la dura reiteración de los acosos sexuales, debió escoger entre la prostitución y alguna alternativa artística. Se dedicó al canto. Tenía una hermosa voz de contralto, educada con amorosa dedicación por un maestro de música que se enamoró de los sonidos, con igual pasión que de sus pechos turgentes, delicados, de regular tamaño, sin mezquindades ni exageraciones.

El maestro de música le evitó caer en brazos de amantes transitorios y venales, para lo cual la dejó caer en su propia cama, donde la inició en el deleite y la ternura del sexo sin apremios ni torpezas. Puede decirse que Inés Pardo o Zunilda Cañete, como quiera llamársele, se introdujo en el oscuro y a la vez luminoso mundo del sexo de la mano del profesor, hombre de vasta experiencia amatoria, desarrollada a lo largo de los compases de Vivaldi, Puccini y la   —22→   variada gama de compositores excelsos que, para su pesar, jamás imaginaron el encanto de arrullar la erótica sencillez de la muchacha.

El tiempo transcurrió con la levedad con que nos aproxima al destino, Inés enriqueció su voz y su experiencia, el profesor desapareció suavemente con cálida resignación, luego de un susurrado coloquio, en el cual se mezclaron con resonancias olímpicas, el espíritu y la materia. Había llegado la fama y esa tornadiza deidad suele ser ingrata, aunque no olvidadiza.

La diva, que ya lo era, organizó su nueva vida compaginando un delicado equilibrio entre el placer y el arte. Por suerte y por intuición había abandonado a los clásicos a favor de los compositores mundanos, de manera que se convirtió en una exitosa cantante popular. A los veinte años su exuberante belleza, componía una sorprendente armonía con su bondad natural, su buen humor y el imaginativo y delicioso pecado de la gula.

Su extraordinario apetito parecía contradecir la fina delicadeza de su figura, que se iniciaba en unas piernas perfectas, continuaba en las caderas estrechas y firmes y culminaba, antes de alcanzar definitivamente su rostro angelical, en dos bellos senos a los que nos referimos superficialmente al comenzar el relato, y que tendrán particular importancia antes de sumergirnos en el inquietante epílogo de la historia.

Carlos Rodríguez la esperaba en el camerino. Cuarenta rosas rojas patentizaban el espíritu caballeresco del enamorado, calificación arbitraria, forzada y absolutamente errada, con la cual se intentaría definir, al menos parcialmente, la encantadora, libre y divertida relación que los unía desde hacía un año. Cuando algún curioso preguntaba a Carlos si estaba enamorado de la muchacha, sonreía divertido. Es mucho más que eso, decía, respuesta que precipitaba   —23→   al impertinente preguntón en un mar de dudas inútiles y conjeturas innecesarias.

Inés había intuido con certeza. Carlos la invitó a Europa por treinta días, tiempo durante el cual el teatro permanecería cerrado para preparar la próxima temporada.

-¡Europa! -exclamó-, no puedo creerlo.

-Claro que puedes creerlo. No uses esa expresión de radioteatro. No es sincera.

-Te amo, Carlos.

-No, tampoco me amas, afortunadamente. Sólo somos muy felices juntos y eso ya es demasiado.

Se divertían con esos diálogos.

-Pero es nada más que un viaje a Europa. Somos y seguiremos siendo libres y amables.

La seguridad de contar con Carlos, agregaba una cualidad excitante al regocijo que implicaba la sensación de libertad. Carlos era un hombre peculiar. Inés era una mujer peculiar. En el deleite y la libertad estaba la clave de esa relación encantadora, extraña y no convencional. No necesitaban mentirse.

Una semana más tarde el avión de Air France aterrizó en el aeropuerto de París.

Eran los años sesenta. Los estudiantes todavía no habían tumbado a Charles De Gaulle, con el argumento de que el precio de los bifes y las papas fritas, en el comedor estudiantil, había aumentado cinco por ciento. Tampoco se había producido la multitudinaria inmigración de argelinos y marroquíes. París era, todavía, más parecida a lo que había sido antes, de lo que sería después.

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El hotel era un palacio renacentista en la Rue Chambord, calle histórica por muchas razones. Los franceses, cansados de las guerras imperiales, después de Waterloo le ofrecieron la corona de Francia al anciano conde de Chambord. La rechazó porque el pueblo no aceptaba cambiar la bandera tricolor por la de flores de Lys. El conde quería volver al pasado e ignorar la bandera de la gloria, conquistada por los franceses en los campos de batalla de Europa y Oriente. Por su culpa debieron sumergirse de mala gana en la república.

Carlos contaba estas tristes historias mientras Inés, muy excitada, observaba el lujo delicado de la habitación, los cortinados de terciopelo, los cuadros del siglo diecinueve, la enorme cama con dosel, el baño con grifería de oro, la alfombra persa sobre la cual habría caminado, temblorosa, alguna amante del conde de Chambord. No tenía importancia para la muchacha que el conde hubiera muerto doscientos años antes. Era o había sido, un conde, y los condes siempre están presentes. Una observación aguda porque en París había más cosas que recordaban a los condes que las que recordaban a los republicanos.

Inés se desvistió sin recato, se mostró en toda su extraordinaria belleza juvenil, leyó en los ojos de su amante una obvia intención turbadora, se llevó un dedo a los labios ordenando suavemente silencio y se sumergió en la bañera como una diosa mitológica, envuelta en un vapor perfumado de almizcle, violeta y lavanda. Carlos no interrumpió el rito.

Habló por teléfono con Charles Duvall, propietario de la Tour d'Argent. Era su amigo desde que fueron compañeros en la Universidad de Lyon. Abogado y heredero de una familia aristocrática de provincia, se convirtió en propietario del restaurante más famoso, elegante y caro de París. La pasión por la buena comida lo había   —25→   empujado a la aventura gastronómica, a través de la cual proponía un estilo de vida que desaparecería irremediablemente, condenado por lo que de una manera genérica se define como progreso, confusa expresión cuyo significado verdadero y profundo no ha sido revelado.

Carlos había explicado a Inés qué significaba la Tour d'Argent. Tradición, elegancia, refinamiento, extraordinaria comida, excelente servicio y esa rara cualidad definida como distinción. La muchacha decidió prepararse, como para enfrentar el desafío de un estreno en el teatro de revista que conocía sus triunfos.

Carlos no había pensado en eso. Volvió al cuarto después de admirar una exposición de impresionistas en el lobby del hotel. No pudo creer lo que veía. La belleza natural de Inés intentaba esconderse, por ausencia de arte y no por pudor, bajo los complicados pliegues de una pesada exhibición de gobelinos que nada tenían que ver con la elegancia o la distinción. La pollera, exageradamente larga, condenaba al olvido sus bellas piernas y un complicado espiral de plumas y flores emergía de los delicados rizos como Pallas Atenea surgiendo de la cabeza de Júpiter. Era difícil imaginar de qué manera en tan poco tiempo, dos horas apenas había durado la ausencia de Carlos, se hubiera obtenido ese resultado. Nunca había visto una composición más ridícula. Inés se sentía feliz. Con un gesto provocativo apartó los colgantes de la parte superior del vestido de dos piezas y descubrió una blusa, eso parecía, con un amplio escote cuyo final desaparecía debajo de la cintura, por lo cual debía mantener el cuerpo erguido y evitar movimientos bruscos, porque como consecuencia de ese diseño arquitectónico inestable, los bellos, delicados, tersos y encantadores pechos de la muchacha que apenas soportaban la injusta y parcial condena al disimulo, podían derivar hacia el centro del pecho lo cual podía generar consecuencias dramáticas aunque previsibles. Más que respondiendo a una   —26→   organización formal y equilibrada, la ubicación de los pechos estaba sometida a una hipótesis ambigua. Casi todo estaba a la vista, y lo poco que sutilmente se ocultaba, no se sabe muy bien por qué absurdo prurito de pudor, multiplicaba los estímulos.

Lo cierto es que vivimos un mundo de realidades y no de sofismas culturales. El ridículo general desaparecía frente a la extraordinaria belleza particular. Al parecer, Inés cargaba con una torturada idea nacida en los suburbios de Puebla, de lo que podía ser una apariencia distinguida para concurrir a un lugar exclusivo. Circunstancia menor, en realidad, frente a su imagen, que podía definirse como explosiva. Carlos expresó su admiración sin retaceos. No se atrevió a preguntar dónde había comprado el vestido porque podía ser interpretado como un esbozo de crítica injusta.

A las nueve de la noche llegaron a la Tour d'Argent. Fue una entrada triunfal. Los dos Carlos, el mexicano Rodríguez y el francés Duvall, cruzaron una mirada de humor, comprensión e inteligencia. Con palabras sencillas y justas el francés alabó la belleza de la muchacha. Mientras se inclinaba ligeramente para besarle la mano detuvo por un instante la mirada sobre los hermosos pechos que pugnaban, impetuosos, por abandonar la precaria protección del generoso escote. Inés nunca había necesitado sostén y no habría de introducir ese adminículo innecesario y molesto, precisamente en París de Francia, lugar donde la admiración de la belleza, según le había comentado Carlos, ocupaba un lugar destacado en la cultura nacional.

Respondiendo a un gesto de Duvall un camarero sirvió dos copas de champagne de la Veuve Clicquot. Carlos ordenó una tercera para su amigo y anfitrión, quien le rogó a Inés que le permitiera elegir el menú. Los clientes del restaurante ocupaban más de la mitad de las mesas. Con crítico y admirado disimulo observaron a la muchacha. Los hombres la miraban sorprendidos y excitados por su radiante   —27→   belleza, mientras las mujeres reprimían o expresaban en voz baja comentarios despectivos por su apariencia. Como en la mayor parte de los hechos humanos se imponía la ley de las compensaciones.

Pasaron los minutos matizados por una conversación alegre, distendida y regada con abundante champagne. Charles se sentía a cada momento más atraído por la muchacha, ante la mirada comprensiva y divertida de Carlos. El somelier llenaba las copas de champagne, Inés se sentía ligeramente mareada y observaba a los parroquianos del restaurante con curiosidad. Pertenecían a un mundo desconocido para la muchacha de los suburbios de Puebla, pero conquistable, reflexión natural para su naturaleza triunfadora. Advirtió a pocos metros una mesa redonda, cubierta de pequeños elefantes de cristal de roca de diferentes colores.

Habían comido una docena de ostras, y tres camareros llegaron con la comida principal, ordenada por Charles. Faisán en salsa de chocolate. Descubrieron las fuentes individuales de plata. El color, el olor y la fantasía del anticipado deleite destinado a satisfacer la natural y saludable gula de Inés, precipitó la catástrofe.

Se inclinó con violencia para oler el ligero perfume que despedía el faisán, adobado con las especias más sofisticadas. El gesto quebró la verticalidad que sometía imperiosamente la ubicación de los senos. El seno derecho surgió como una paloma tierna y palpitante de su prisión recoleta y se introdujo ligeramente en la salsa amarronada. Inés miró desconcertada. Charles le extendió a Carlos una fina servilleta de batista, que éste rechazó rápidamente, mientras enviaba, con una mirada alarmada, un mensaje a su amigo. Era el dueño del restaurante y debía estar acostumbrado a los accidentes. Charles actuó lenta y serenamente, con la presencia de ánimo que puso en evidencia Napoleón en la batalla de las Pirámides. Tomó   —28→   con la mano izquierda el bellísimo seno de la muchacha y procedió a limpiarlo con la servilleta de batista, que la involuntaria cobardía de Carlos había rechazado en el momento de la sorprendente e inesperada crisis. Se demoró amorosamente en esa tarea y todos pudieron ver que la faena, concienzuda y prolija continuó, no obstante el hecho de que habían desaparecido los rastros de la salsa de chocolate y el faisán esperaba silenciosamente el final del drama. La extraña situación tuvo una prolongación inesperada. Charles guardó delicadamente el seno en el precario lugar original y con la misma parsimonia y un coraje que recordó a Julio César en la guerra de las Galias, tomó de su lugar el seno izquierdo, que jamás había tenido rastros de salsa de chocolate, porque no había ninguna razón para ello, y llevó a cabo la misma tarea con la servilleta en la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía, innecesaria y amorosamente, el seno, el impoluto, al cual prodigó delicados y pulcros toques que terminaron, después de un prolongado y prudente cuidado, en medio del silencio sacramental del restaurante y la mirada despavorida, pero a la vez divertida de Carlos.

Inés no había intervenido durante la operación en un sentido o en otro. Aceptó agradecida la intervención del abogado gastronómico. Los camareros, silenciosos espectadores del ritual al que se había consagrado su jefe asumiendo la responsabilidad de comandante del restaurante, retiraron los platos y marcharon a la cocina en busca de una nueva versión del faisán, la misma, pero más moderna. Inés marchó al toilette. Se demoró fugazmente junto a la mesa de los elefantitos de cristal. Carlos y Charles evocaron antiguos recuerdos juveniles sin mencionar el episodio vivido recientemente, ni el procedimiento perfeccionista utilizado por Charles para superarlo. Eran dos caballeros mundanos, con la perversidad de la experiencia y la ligereza de espíritu de los dotados generosamente por la naturaleza, que conocen y aceptan la infinita variedad de los   —29→   acontecimientos humanos. Inés volvió, y junto con ella el faisán. Esta vez dominó el espíritu de la gula y gozó de la comida, del champagne y de la conversación con una diáfana alegría excitada por las burbujas y el encanto de dos hombres distinguidos, divertidos y amables.

La comida se prolongó durante la sobremesa, en una involuntaria competencia de ingenio, alegría de vivir y críticas benignas al aburrido y brillante mundo de la burguesía, que había hecho mundialmente famoso al restaurante de la Tour d'Argent.

Cuando se despedían en la puerta del restaurante Charles le obsequió a Inés uno de los elefantitos de cristal de roca. Ella lo agradeció y lo besó fugazmente en la mejilla. Volvieron al hotel contentos y satisfechos.

Si bien Carlos no pudo olvidar la dedicación y la ternura con que Charles había limpiado, necesariamente o innecesariamente, los senos de Inés, era suficientemente hombre como para no mencionarlo. Su sentido del humor era más poderoso que los celos, que no sentía de ninguna manera, y que algún tonto podía entender como obligatorios.

Inés vació la cartera antes de desvestirse. Cayeron cinco elefantitos de cristal de roca.

-No pude resistirlo -dijo, con aire culpable-. Una vez me dijeron cómo se llamaba este vicio. ¿Cleptomanía, no?

Carlos rió a carcajadas. Tuvo la absoluta convicción de que debía amar a esa mujer. Al día siguiente envió un cheque extra a la Tour d'Argent. Charles también rió. El maitre, atento observador de lo que ocurría en el restaurante, le había comentado lo de los elefantitos.



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