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ArribaAbajoGrandes maniobras

Irene sopló un beso sobre la palma de la mano extendida, antes de entrar al baño para ducharse. Miguel se puso el saco, y miró pensativo la silueta de la muchacha, detrás de la mampara de acrílico de la ducha. Bajó al lobby del hotel a tomar una copa. Irene era una loca imprevisible. Fascinante y peligrosa.

Se acomodó en la barra del bar. No era el único parroquiano. Un señor vestido con elegancia y sobriedad, alterada ligeramente por una llamativa corbata colorada, lo miró a través de gruesos anteojos con aro de carey, mientras continuaba su conversación con el barman.

-Los gringos son así -dijo-. No perdonan.

El barman asintió con gesto meditativo. Se aproximó a Miguel, tomó el pedido y volvió frente al hombre.

-Tiene razón, doctor. ¿Qué otra cosa pueden hacer los cubanos?

-Nada. Ellos hacen lo que pueden. Lo que sorprende es la actitud de los gobiernos.

Miguel se interesó en la conversación. Sin disimulo observó a su vecino y al barman.

-No sé cuánto tiempo más quedará la delegación en Uruguay. Sólo los mexicanos seguirán relacionados con Cuba.

El hombre habló en voz alta. Involucró a Miguel en el tema sin mirarlo.

-Disculpe. Estoy escuchando la conversación involuntariamente, calor. ¿Se refiere a la expulsión de Cuba de la OEA?

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-Sí. ¿Le interesa la política?

-No. No demasiado -luego, vacilando- no es mi tema.

-¿Y cuál es su tema? -preguntó el señor elegante con cierta sutil ironía.

-Los negocios -replicó-, soy comerciante.

-Vaya, vaya. Los negocios tienen mucho que ver con la política.

-¿Sí?

El hombre abandonó su taburete y se acercó a Miguel.

-Los comerciantes parecen no darse cuenta que los negocios están enredados en la política. Esto pasa ahora con Cuba. Necesitan maíz y las multinacionales no le venden. Los gringos no quieren.

-Eso es interesante. Soy vendedor. Eso para mí no es un hecho político. Es un negocio.

El otro lo miró con curiosidad.

-¿Se atrevería?

Miguel sonrió con innecesaria suficiencia.

-¿Si a los treinta años no me atrevo, qué va a ser de mi vida?

-¿Cuál es su nombre?

-Miguel Campos. ¿Y el suyo?

-Salvador Allende.

-¿Y a qué se dedica? Ahora me toca preguntar a mí.

-Soy senador. En Chile. Pero amigo de los cubanos. ¿Usted es argentino, no?

-Sí, claro.

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Media hora más tarde fantaseaban sobre la posibilidad de que Miguel vendiera a Cuba 50.000 toneladas de maíz. Llegó Irene. La muchacha era bellísima y el senador no escapó a su encanto.

-¿Su pareja? -preguntó innecesariamente.

-Algo así.

Irene lo miró con resentimiento.

-Está procurando que lo sea -dijo-.

-Le deseo éxito.

Fueron a comer con los miembros de la delegación cubana. Eran simpáticos y alegres. La adversidad era una suerte de retórica intangible que les resbalaba sobre la piel morena.

Quedaron fascinados con Irene, y ella tomó represalias por la ambigua indiferencia de Miguel.

-¿Todos los cubanos son tan lindos como ustedes?

Todos rieron. El senador dijo: -Nos proponíamos hablar de negocios, pero me parece que habrá una invitación a La Habana.

Miguel se sintió mal, a Irene le brillaban los ojos, cuando hablaba con los cubanos. «Negros de mierda», pensó injustamente.

La comida terminó a la madrugada. Volvieron al hotel y Miguel puso toda su energía y poder de seducción para hacerle el amor a Irene. La muchacha sonreía mientras se prestaba con delicadeza al juego erótico. «Los hombres tienen complejo de inferioridad. Quiere que me olvide de los cubanos. No entendió mi coquetería inocente, bueno, no tan inocente». Gozaba con deleite. Se quedaron dormidos, fatigados y felices, tomados de la mano.

A las nueve de la mañana Miguel habló con su socio en Buenos Aires. Le explicó el negocio.

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-¿Con qué plata vamos a hacerlo? -preguntó Rudy.

-Con prestigio y crédito. El prestigio y el crédito de la exportadora de tu papá. ¿No está en Europa acaso? En una semana terminamos la operación.

-¿Cómo van a pagar?

-Por Suiza. Allí está ahora su oficina de comercio exterior. Siguieron hablando durante un largo rato. Cuando Miguel terminó el desayuno, habían analizado todas las posibilidades. Los problemas, la metodología y los reaseguros. No querían terminar presos, en el caso de que fracasara la operación.

Colgó el auricular. Estaba feliz. La cosa requería una cuota de audacia y bastante suerte. Implicaba un desafío. Veremos qué hacen las multinacionales. Se recostó en la cama junto a Irene.

Tres días más tarde volvieron a Buenos Aires. Al retirarse del hotel encontró una nota del senador. «Resulte bien o mal, te espero en Chile». Firmaba «el compañero Allende».

Rudy demostró, como siempre, su eficiencia. Exhibió boletas de compra por treinta mil toneladas. Los cubanos habían enviado un télex desde La Habana. Un barco de bandera panameña navegaba hacia el puerto de Rosario, para cargar el maíz. La carta de crédito sería abierta desde Suiza, a través de la Banque Suisse.

-Nos faltan veinte mil toneladas y no hay más.

-Tenemos que conseguirlas -Miguel estaba exultante-, vamos a hacer un buen negocio. La loca de Irene me trae suerte.

-Bajate de las nubes. Todavía falta mucho para terminar. Si el viejo se entera que estoy utilizando su nombre, le da un infarto.

-Tranquilo pibe. Todo andará bien.

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Supieron que Paraguay había comprado veinte mil toneladas de maíz. Estaban para la carga en el puerto de Rosario.

Miguel recordó un ministro paraguayo que había conocido meses atrás. Lo llamó a Asunción.

Después de pasar por varios secretarios pudo comunicarse.

-Compañero, necesito que me hagas un favor. Estoy en una operación complicada. Necesito recomprar las veinte mil toneladas de maíz, que ustedes tienen en el puerto de Rosario.

Se oyó la risa del ministro al otro lado del teléfono.

-Sos loco, Miguel. Pero tenés que venir a Asunción. Hay que hablar con el jefe.

-Si hay vuelo, viajo mañana.

Al día siguiente un auto del ministerio, el secretario del ministro y el chofer lo esperaban en el aeropuerto.

-¿Es la primera vez que viene a Paraguay? El chico era amable y parecía inteligente.

-Sí. Es la primera vez.

-Le gustará. Somos un pueblo hospitalario.

El ministro lo recibió enseguida. No era un ministro cualquiera. Después de recibirse de abogado en Buenos Aires había sido periodista en el diario Crítica. Un antecedente notable.

Mañana nos espera El Rubio. No fue necesario aclarar que se trataba del presidente. Hacía ocho años que manejaba el país.

Esa noche el ministro daría una fiesta en homenaje a Miguel. La reunión tendría lugar en la sexta.

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-¿Qué es eso de la sexta? -preguntó inocentemente.

-Bueno, todo el mundo tiene una quinta. Yo tengo además una sexta. Sólo para los íntimos.

El auto bordeó el río cuando el crepúsculo incendiaba la ribera del Pilcomayo. En la vieja casa colonial hubo abundancia de todo. Bebidas, amigos y amigas. Miguel pensó que no sería mala idea establecerse definitivamente en Paraguay.

Preguntó si había oposición al gobierno.

-¡Qué va!- contestó un coronel uniformado con voz dura-. Sólo comunistas. De esos nos ocuparemos nosotros. Rió con una risa áspera y desagradable. Aquí también hay mala gente.

-¿Y cómo saben que son comunistas? -se atrevió a preguntar Miguel.

-Bueno. Primero los matamos y después les preguntamos -el coronel lanzó una risotada que llamó la atención del ministro.

-¿Un buen chiste coronel?

-Le estoy informando al señor que los comunistas andan por todas partes.

-¡Ah! ¿Eso?

Tomó del brazo a Miguel y lo llevó a la galería de la casa. Los rodeaba un bosque de árboles de cien años.

-Ese tipo torturaría a la abuela para hacerla declarar que es comunista. Te aconsejo que no le cuentes a nadie a quién pensás vender el maíz.

-¿Ni al Rubio?

-Ni al Rubio. El no preguntará. Es demasiado inteligente.

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A las seis de la mañana Miguel se duchó largamente para superar la resaca. Se vistió cuidadosamente. Una muchacha rubia dormía en su cama, ignorando la luz de un apresurado amanecer. Salió del cuarto sin despertarla. Tampoco dejó un recado. No sabía de dónde había venido, quién era, ni tampoco a dónde partiría. Un adorno de la noche en la sexta.

El secretario lo esperaba en el lobby. Lo saludó con discreción y marcharon hacia la residencia del presidente.

Esperó durante pocos minutos en una amplia antesala adornada con objetos de guerra. Sables, fusiles, bayonetas, balas de cañón. Un oficial uniformado lo invitó a pasar al despacho del presidente. Estaba también el ministro.

El presidente lo saludó con una breve inclinación de cabeza desde detrás del escritorio. Miguel se sintió cohibido por la fría mirada azul del jefe que le preguntó, con inesperada amabilidad, cómo había sido el viaje y si era la primera vez que venía a Paraguay. Después quiso saber el motivo del viaje.

En pocas palabras Miguel hizo la propuesta convencido de que sería rechazada. El presidente le hizo muchas preguntas sobre la producción argentina, el manejo del cambio para las exportaciones e importaciones, las perturbaciones de la vida comercial como consecuencia de las crisis políticas.

Miguel contestó con la mayor precisión posible, seguro de que El Rubio tenía todas las respuestas. Solamente le tomaba examen.

-Está bien. Vea que el país gane plata con la operación.

El ministro asintió. El presidente inició un nuevo interrogatorio pero ahora sobre las crisis políticas. Dijo políticas y no militares. Ignoró deliberadamente los planteos que culminaron con el derrocamiento de Frondizi.

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-Los argentinos no nos quieren. El general Toranzo Montero les da armas a los terroristas paraguayos que cruzan el río desde Misiones.

Hizo una larga exposición sobre la situación política de la región, de América en general y finalmente del mundo. Hablaba para sí mismo, para el mundo, para quien estuviera dispuesto a darse cuenta de lo que pasaba. El peligro que nos amenazaba era consecuencia de la acción comunista.

Miguel asentía por educación, por respeto y porque el presidente había aceptado finalmente hacer el negocio.

En una hora el presidente hizo la radiografía política y económica de la región, deslizó algunos comentarios burlones sobre la afinidad de los militares argentinos con los comunistas paraguayos, anunció el fracaso inevitable de todas las acciones perturbadoras y lo despidió proponiéndole que se instalara en Paraguay. Era un país que necesitaba actividad económica.

Esa tarde se pusieron de acuerdo sobre el precio de recompra y la forma de pago.

Miguel volvió a Buenos Aires con la satisfacción del éxito. Allí encontró un panorama turbador.

El diario La Razón había publicado en un recuadro la información de que una compañía comunista hacía negocios con Cuba, ignorando la resolución de la OEA.

Dos días más tarde, por presión de los Estados Unidos, Panamá le retiró la bandera al barco fletado por los cubanos. Entraba en el puerto de Rosario cuando la Prefectura Marítima Argentina lo abordó. Un barco sin bandera es un barco pirata.

Un amigo oficioso informó al padre de Rudy, en Suiza, que su compañía   —96→   estaba acusada de comerciar con los comunistas. Fue internado de urgencia en un hospital. La habitación miraba al lago de Ginebra, espectáculo que no pudo disfrutar.

La operación se desmoronaba.

Miguel y Rudy se miraron en silencio en la penumbra de la oficina, en un dramático crepúsculo cargado de premoniciones. Como una sombra más en el sórdido panorama, ambos reflexionaron, sin comentarlo de viva voz, que no tenían ninguna información sobre la carta de crédito que debían abrir los cubanos.

Se habían endeudado, más precisamente, el padre de Rudy se había endeudado en millones de dólares, para que ellos intentaran cumplir una operación descabellada, conflictiva y riesgosa que amenazaba terminar en el desastre. La hipótesis de huir del país constituía una alternativa bastante razonable.

Rudy se encerró en la soledad de su departamento de soltero y Miguel, proponiéndose un loco y estéril exorcismo, decidió acostarse con Irene. No fue una buena noche.

Al día siguiente Rudy y Miguel exhibían en sus rostros huellas patéticas de la noche pasada, en diferentes actividades, pero en coincidentes circunstancias anímicas. Sólo Irene se divirtió, sin lograr la complicidad de Miguel.

Por la tarde decidió ir a Rosario. El viaje en auto le permitiría relajarse y pensar. Debía conocer el barco de la frustración.

Lo conoció. Era un viejo carguero Liberty de casco negro, decorado con grandes manchas de herrumbre. Oficiales y soldados de la prefectura hacían guardia frente a la pasarela por la que debía ser abordado. Le preguntaron quién era.

-El embarcador -dijo.

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El oficial sonrió sin razón aparente.

-¿Ah, sí? Suba señor, va a tener una sorpresa.

Unos minutos más tarde comenzó un nuevo acto del drama. Descubrió cuál era la sorpresa a la que se refería el oficial. El capitán del barco había muerto de un infarto una hora antes de su llegada.

-Cosas de la vida -dijo el oficial que lo acompañó a bordo-, ¿quiere verlo? -La sonrisa continuaba.

Miguel pensó por un momento que si hubiera tenido un revólver le pegaba un tiro.

Pidió hablar con el primer oficial. Un proyecto inútil. Era un joven griego que negaba con la cabeza todo lo que le preguntaban. Alto, flaco, pálido, mal afeitado y asustado, negaba conocer cualquier idioma. Era griego. Sólo hablaba griego. Si alguien hubiera hablado griego, el oficial confesaría que sólo conocía un dialecto griego arcaico. No quería hablar, su capitán había muerto y le habían explicado en una mezcla de inglés, italiano, español y francés que estaba detenido porque ese era un barco pirata. Quería morirse.

Lentamente Miguel descendió del barco. Tirarse al río parecía una idea tentadora.

La luz roja del crepúsculo fue desplazada por un premonitorio violeta con reminiscencias apocalípticas.

Todo había sido inútil. La eficiencia de Rudy, el viaje a Paraguay, las fantasías triunfalistas, el haber comprometido la empresa del viejo que posiblemente no saliera vivo del hospital. Ya tenía una operación de corazón a pecho abierto. Maldijo a los cubanos. ¿Quién mierda lo empujó a meterse en ese lío? ¿El senador chileno? En realidad, nadie lo metió en el lío, fue su decisión. Asumiría toda la responsabilidad. Su vida estaba destruida a los treinta años.

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El camino parecía un túnel negro sin esperanza. Una hora más tarde se detuvo en San Nicolás. Tenía hambre. En un bar de camioneros comió un sandwich y tomó una taza de café. No quería dormirse en la ruta. Compró La Razón, miró los títulos de tapa y dejó el diario doblado sobre la mesa.

Observó a los camioneros, saludables y tranquilos. Un trabajo con principio y fin previsto. Sólo había que evitar los accidentes. La diferencia entre ese mundo y el suyo le resultaba abismal. La única angustia previsible era la que podía surgir como consecuencia de la imposibilidad de pagar la amortización del camión.

Pagó y volvió a la ruta. Tiró el diario sobre el asiento trasero del auto y se introdujo en la infinita noche estrellada que le generó una extraña excitación.

Una imagen le cruzó por la memoria. Fue como recibir un golpe en la frente. En la primera estación de servicio detuvo el auto bajo la luz. Buscó el diario. Allí estaba la noticia. «Makarios enfrenta a Estados Unidos». Título de tapa. La cosa era seria. El obispo Makarios era el presidente de Chipre. Enfrentaba a los Estados Unidos. Igual que él.

Aceleró el auto. Dos horas más tarde llegó a Buenos Aires.

Se detuvo en el Automóvil Club sobre la avenida del Libertador. Buscó en la guía telefónica alguna oficina del gobierno de Chipre. No encontró nada. Preguntó al jefe de la oficina de guardia.

-¿Chipre? ¡Ah, sí! -el jefe de turno era un viejo eterno. Lo había visto muchas veces-. Aquí. Justo al frente. Sobre la calle Ramón Castilla. El chofer del ministro trae el auto para el service.

Miguel tomó café hasta las seis, después marchó hasta la residencia del ministro de Chipre y tocó el timbre. Demoraron en atender. No pensó que era una hora imprudente. Finalmente el mucamo abrió   —99→   la puerta. El ministro descansaba y no estaba dispuesto a interrumpir ese descanso.

-Se trata de un caso de vida o muerte. -El mucamo no entendía ese idioma. Resonaba de manera extraña en la plácida elegancia de la residencia. Miguel transpuso la puerta entornada con un rápido movimiento. El mucamo retrocedió de un salto y gritó alertando al guardia que acudió a enfrentar al intruso. El forcejeo duró algunos minutos.

Un señor de pelo blanco, vestido con una bata azul, descendió por la amplia escalera de mármol que conducía a la planta alta. Con voz enérgica y autoritaria, en un duro español, preguntó qué pasaba. Miguel se desprendió de las manos del guardia y dijo, con su voz más educada, que necesitaba ayuda.

El ministro no pensó que se trataba de un pordiosero. En todo caso, podía tratarse de un loco. Pero la escena era tan extraordinaria que no aceptaba explicaciones simples.

Miguel exhibió el diario y en pocas palabras sintetizó su problema, flanqueado por la rudeza potencial del mucamo y del guardia. Una escena insólita que orillaba el ridículo.

El ministro no pudo menos que sonreír. Hizo un gesto para que se retiraran los dos hombres, después de ordenar al mucamo que sirviera el desayuno.

Tomó del brazo a Miguel y lo condujo hasta un salón pequeño y elegante. A través de la ventana estilo tudor entraba a raudales el sol de la mañana.

-Ahora cuénteme todo. Desde el principio. Antes quiero saber quién es usted.

Era una propuesta razonable. Miguel relató su breve historia personal y se introdujo en el tema que lo había llevado a golpear la   —100→   puerta de la residencia del ministro, a esa hora insólita. Este gozaba con el relato. El muchacho alternaba hechos objetivos con detalles de cierto humor, recurso indispensable para quien pretende sobrevivir con entereza al borde de la catástrofe.

El ministro se incorporó, se sentó frente a un pequeño escritorio de caoba inglesa, y escribió en un anotador unas pocas líneas. Llamó al mucamo y le dio una orden. Pocos minutos después entró un secretario. Saludó con una breve inclinación de cabeza y escuchó atentamente las instrucciones del ministro. Hizo otra inclinación de cabeza y se marchó.

El mucamo informó que el desayuno estaba servido.

Miguel tomó una taza de café, mientras el ministro explicaba la situación política de Chipre, el conflicto con los turcos y la ambigua actitud de los norteamericanos. Era un hombre inteligente, que se expresaba con una buena terminología, aunque tropezaba con dificultades para pronunciar correctamente el español.

Terminaron el desayuno y volvieron al salón. Abrió una biblioteca con puertas de vidrio y sacó una pequeña bandera chipriota que obsequió a Miguel.

-Sus problemas han terminado, amigo Miguel -dijo-. Enviamos un télex a la cancillería argentina informando que su barco tiene bandera chipriota. Esta bandera es el testimonio de una nueva amistad.

Miguel no supo qué decir y le estrechó la mano. Se oyó un gracias, apenas articulado por la garganta seca, estrangulada por la emoción. Salió a la calle como un sonámbulo, con ganas de reír a carcajadas.

Rudy lo recibió con rostro sombrío. Miguel le informó sobre la reunión con el ministro. Sucesivas sensaciones de asombro, incredulidad   —101→   y alegría lucharon por imponerse en la fisonomía patética del socio, que culminaba en el rictus amargo de su boca. Se dejó caer en un sillón, reflexionando sobre los extraños cambios de la fortuna. Miguel lo miró en silencio gozando de su triunfo.

-Lamentablemente -dijo Rudy- no todo está bien. Los cubanos no abrieron la carta de crédito y mi papá vuelve a Buenos Aires. Está muy enfermo -acotó con voz entrecortada.

Esa mañana llamaron desde Cuba en tres oportunidades.

-¡Camaradas!

-Nada de camaradas -respondió Miguel verdaderamente furioso-, abran la carta de crédito y déjense de joder. Esto es un negocio, no una operación política.

-Lo sabemos -gritaba entusiasmado el ministro cubano-, sabemos que hacen todos los esfuerzos y estamos seguros que no es solamente un negocio. Recordaremos su gesto.

-Está equivocado, carajo. Es solamente un negocio y un mal negocio, hasta ahora, porque ustedes no cumplen.

-¡Camarada!

-¡Andá a la puta!

Miguel colgó el auricular. Estaba abatido, terminado. Se sentía metido en una trampa. No habría carta de crédito. Estaban perdidos, en una semana tenían que pagar el maíz.

A las dos de la tarde llamaron del banco. Habían recibido la carta de crédito, del Credit Suisse.

-Sí -se oyó la fría voz del gerente-. Está en orden.

Al día siguiente terminaron de cargar el maíz. El barco salió a la rada. Dos horas más tarde, lejos del estuario del Río de la Plata, la   —102→   compañía inglesa propietaria del barco cambió nuevamente la bandera. Prefirió la de Liberia, para no enemistarse con los norteamericanos. El primer oficial recuperó el habla. El padre de Rudy superó el infarto cuando se enteró de lo que había ganado.

Esa noche, mientras desvestía a Irene, Miguel reflexionó que el senador tenía razón, la política y los negocios marchan de la mano.



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ArribaAbajoEl Boreas

Diez de la noche. Temperatura, 5 grados centígrados. Es verano en Hamburgo.

Una fría llovizna transforma la calle en un túnel de imágenes borrosas. No se ve ningún peatón. Un auto pasa a regular velocidad, la suficiente para salpicar la acera con un abanico de agua. El fugaz arcoiris desaparece, cuando el rumor del motor se pierde en la siguiente esquina.

El portero del hotel dijo que no era una noche para pasear.

Daniel piensa que cualquier noche es igual a otra, y todas pueden servir para pasear.

Es el primer día en la ciudad y todo salió mal. No pudo comunicarse con ninguna de las personas para las cuales tiene cartas y mensajes. Posterga los llamados y se lanza a la calle como un lobo hambriento de aventura. No imagina que la noche estará vacía.

Media hora de marcha en el frío y la soledad le genera un profundo desaliento, en el silencio de la ciudad muerta piensa que la beca, obtenida con mucho esfuerzo, puede convertirse en un castigo, en el norte desolado barrido por el viento.

Un modesto cartel brilla como el único signo vivo entre edificios enormes de oficinas cerradas. «Boite Don Juan-Restaurante». El nombre le resulta sorprendente, de una imprevista calidez, en esa noche de walkirias fantasmales, imaginadas y definitivamente intangibles.

Empuja la puerta. Un tipo meridional, de grandes bigotes sobre la ancha sonrisa amistosa que le cruza la cara morena, lo saluda como   —104→   a un parroquiano conocido y apreciado. Después pregunta:

-¿Italiano?

-No.

-¿Judío?

-No.

-Español tampoco.

-Tampoco.

-Seguramente sudamericano.

La voz no es del anfitrión. Es de una mujer rubia sentada en un taburete alto frente al bar, a la izquierda de la puerta de entrada.

-Sí. Soy argentino -responde.

-¡Argentino! -exclama el hombre como si el hecho lo colmara de entusiasmo-. Evita Perón, Fangio. Gente notable en ese país.

La media luz del local se refleja, azulada y tensa, sobre el pelo negro peinado con fijador.

-Adelante, amigo. Yo soy Juan Anselmo. El dueño de este local. Un español perdido en el frío. Esta es mi mujer -señaló a la rubia-, una polaca loca que me da un poco de calor.

Media hora después, frente a dos grandes vasos de whisky, Daniel cuenta su historia.

Ha sido becado por el Conservatorio Nacional de Buenos Aires para estudiar música en Hamburgo. La nueva música -explica, un invento de un argentino radicado en Alemania desde hace varios años.

-¿Cómo se llama? -quiere saber el español.

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-Mauricio Kagel.

-Lo hemos visto por televisión. ¿Te acuerdas, Ana? El judío grandote y pecoso. Un hombrón. Parece un estibador más que un músico. Pero dicen que es un genio. Yo no entiendo mucho de música, menos la que él hace, pero aquí en Alemania lo adoran. Debe ser un genio -medita el español.

-Tengo una carta para él. Lo llamé a su casa y nadie contesta. Sólo un contestador automático. Dejé el mensaje.

-Bueno -dice Juan-, después vamos a insistir. Ahora, con este frío de verano, conviene comer algo.

Se refiere al frío de afuera, porque en el local la temperatura es cálida y agradable. Daniel piensa que ha tenido suerte. Risas y gritos llegan desde una mesa ocupada por gente rubia y saludable. Melenas rubias, casi blancas. Cutis transparentes. El español observa la mirada curiosa del muchacho.

-Son daneses. Todos los años, en verano, inician la marcha hacia el sur. Quieren llegar a Italia. Pero tropiezan con Hamburgo, visitan Saint Pauli, se gastan la plata y termina el proyecto. Nunca alcanzan el Mediterráneo. Pero se divierten lo mismo.

Una pequeña orquesta toca un tango.

-La sorpresa que te preparó mi mujer. Son colegas tuyos. Estudiantes de música. Paraguayos. También becados en Hamburgo. Con lo que les pago, que no es mucho, completan la renta de la beca. Después vendrán a saludarte. El tango es en tu homenaje.

Desde la mesa de los daneses llegan risas alegres. Dos parejas se ponen de pie, e intentan bailar en la breve pista al final del salón.

-¿Qué es Saint Pauli? -pregunta Daniel.

Juan mira a su mujer. Ella ríe divertida.

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-La técnica del pecado, en sus formas más variadas. Tan insolente y provocativo que termina siendo inocente -filosofa el español-. Allí nos conocimos -mira a la mujer-. Trabajaba en un bar. Cantaba y bailaba. Se vestía para salir a la calle. Por el frío ¿sabes? -lanza una carcajada que la mujer secunda con una extraña risa cargada de ternura. Daniel está intrigado por esta pareja desprejuiciada y alegre. Expresan una sencilla camaradería.

Comen tortilla a la española y langostinos a la plancha, dos expresiones de la gastronomía meridional, exótica en el norte de Europa. El vino tibio y con canela, también es español.

-Rioja -precisa Juan.

Pudieron comunicarse con Mauricio. Daniel lo había conocido en Buenos Aires. El maestro lo recordaba. Lo invitan al restaurante.

-Ahora no puedo -dice Mauricio-. Díganme si se quedan allí o van a otra parte. Me reúno después con ustedes. Estoy terminando una reunión con los bailarines de un ballet que se estrena en un mes.

Mauricio es famoso por su genio musical y por su afición a las bailarinas de ballet. Daniel comenta con sus nuevos amigos la inclinación del maestro. El español reflexiona que se trata entonces de un tipazo completo.

A la una de la madrugada salen del restaurante, después de beber dos botellas del Rioja, con los músicos paraguayos.

En el auto de Juan marchan hasta Saint Pauli. Un barrio marginal con una gran avenida en el medio. En el pasado los pescadores secaban sus redes a lo largo de esa avenida cruzada por callejuelas estrechas, ahora bordeadas de casas con vidrieras, en las que se exhiben las prostitutas desnudas. Junto a las vidrieras hay un teléfono para discutir el trabajo y el precio.

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Visitan bares de homosexuales y lesbianas. Familias enteras contemplan extasiadas strip tease de hombres y mujeres, en locales iluminados como canchas de fútbol, lo cual crea un clima fantasmagórico de agresivo realismo.

La ciudad está vacía, pero Saint Pauli rebosa de actividad, movimiento, música, luces, colores, gritos, borrachos, prostitutas callejeras y matones vestidos con camperas negras, que vigilan para los jefes de la mafia.

Juan describe con lujo de detalles la corrupción organizada y agrega un nutrido anecdotario de epílogos criminales, como consecuencia del alcohol y la droga.

-¿La policía no interviene?

-Interviene, sí. A su manera.

Estima la respuesta suficiente y agrega: -En realidad, está todo bajo control. También los crímenes.

Entran en un bar en penumbras. El Bar Celona. Las paredes cubiertas con madera, la luz indirecta proviene de focos de color herrumbre, que esparcen reflejos inquietantes sobre una multitud más fácil de intuir que de ver.

Juan y Ana guían a Daniel por un impreciso pasillo, entre pequeñas mesas, alrededor de las cuales se apretujan hombres y mujeres en una mezcla imposible de discriminar. Cuando llegan al escenario, en mitad del salón, Ana le indica a Daniel un pequeño sillón, junto a una mesa desocupada. La única desocupada en todo el bar.

-El privilegio de los clientes distinguidos -aclara Juan-. Generalmente, aquí terminamos la noche. Venimos a escuchar a Mercedes. Canta maravillosamente.

Un ilusionista termina su actuación. El final del acto desata una   —108→   explosión de gritos y aplausos. El hombre flaco, pálido, fantasmal, en un elegante smoking negro, agradece la aprobación de la gente con palabras incomprensibles.

-Habla danés, ruso, sueco y alemán. Tendremos que enseñarle español -murmura Juan-. Es sueco. Vino de paso. También quería llegar al Mediterráneo. De esto hace veinticinco años. Aquí se quedó. Su broma final consiste en decir que es su última actuación, porque el año que viene marchará a Italia.

El ilusionista responde con reverencias a la aprobación del público. Daniel piensa que son demasiadas reverencias. De pronto advierte algo extraño. La imagen del ilusionista se desvanece lentamente. No es que cambien las luces, sino que el cuerpo, enjuto y elegante, se torna cada vez más transparente hasta que desaparece. El escenario queda vacío. Es el final del acto.

Los gritos de los espectadores se cargan de una cualidad histérica, casi aterradora, que es desplazada por un silencio ominoso y desconcertante.

-Es un genio -dice Ana-, lo he visto muchas veces y no puedo evitar esta sensación de miedo.

Una rubia aparece en el escenario. Su belleza convoca a la realidad quebrada por la desaparición del ilusionista. Canta en inglés y francés. Los recios nórdicos le gritan su admiración y aplauden a rabiar. La muchacha termina su actuación y el escenario queda a oscuras.

La luz de un reflector alumbra el rostro más hermoso que Daniel ha visto en su vida. La luz se intensifica, hasta que muestra un cuerpo perfecto y sensual, en un vestido de satén negro que llega hasta el suelo. La voz ronca de la mujer, suave, profunda, íntima, inunda el bar, sumido en un silencio contenido. El sonido seductor e insinuante domina a las fieras.

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-Esa es Mercedes, nuestra amiga -susurra Juan.

La muchacha logra una atención concentrada y conmovida que estalla en aplausos al final de cada canción. Después retorna el silencio, y nuevamente la voz llena los recodos más secretos del alma de los espectadores.

Daniel sabe que por esa extraordinaria aparición, hará cualquier locura. La extraña noche de Hamburgo, vacía y silenciosa, colmada en Saint Pauli de locas expresiones de corrupción y violencia, se torna asombrosa, en la fascinante revelación de esa mujer. El muchacho siente que naufraga en un mundo fantástico, del cual no puede ni desea evadirse. Esta convicción no sólo no lo angustia, sino que lo llena de excitada e incontrolada alegría.

Mercedes termina el repertorio de canciones románticas, desciende del escenario y se reúne con sus amigos. Daniel piensa que cualquiera sea el rumbo de su vida, nunca volverá a repetirse la oportunidad de ser protagonista de una aventura tan extraordinaria. No tiene ninguna duda que esa es la mujer que espera. La aventura total. La vida. No es una fantasía, está a su lado y lo mira con sus bellísimos y melancólicos ojos celestes. Daniel lee en esa mirada mensajes indescifrables para cualquiera, menos para él, que sabe que el azar no existe. Todo está previsto en el misterioso y eterno trajinar de los astros, que encadenan la rueda del destino.

Apenas puede contener la violenta pasión que lo turba. Toma la mano de la muchacha y la besa suavemente, con la excusa de que rinde homenaje a su talento como cantante. Un clima extraño se instala en el pequeño grupo pero Daniel no lo advierte. La muchacha vuelve al escenario. Canta viejas canciones españolas, cuyo significado permanece como un enigma para la mayor parte de los parroquianos. No necesitan entender. Saben lo que significan esas palabras desconocidas.

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Mauricio emerge de la oscuridad como un enorme barco fantasma, entre los gritos y aplausos destinados a Mercedes. Como una prolongación de su largo brazo, arrastra una rubia diminuta, que parece flotar en una extraña región indefinida, entre el humo de los cigarrillos y el vapor que despiden los cuerpos sudados y cargados de cerveza. Los gritos contienen una cualidad sólida, en la cual el sonido constituye una variable indescifrable. Mauricio presenta a su acompañante, una bailarina del ballet de Hamburgo.

-Es extraordinaria -dice-. Mañana la verás en el ensayo.

Daniel apenas le presta atención. Mercedes inicia otra canción y Mauricio es atrapado por la belleza y la voz de matices extraños, profundos.

-¡Qué mujer! -exclama-. ¿Quién es?

-Mercedes -responde Juan-. Es nuestra amiga.

Mercedes vuelve con sus amigos. Mauricio le hace lugar a su lado. Como un enorme oso inteligente y protector le comenta que su entonación debe variar sutilmente, para adquirir más fuerza y penetración. Daniel maldice la idea de haber convocado a Mauricio. La pequeña bailarina parece haberse esfumado. Durante el resto de la noche se refugia en un silencio indiferente. Mercedes escucha al maestro, sin responder. Juan y la polaca se divierten con el duelo de los sudamericanos, por la conquista de la cantante.

A las seis de la mañana Juan invita a todos a su departamento a comer algo y tomar una botella de Rioja. Mauricio se va con la bailarina, que no llega nunca al departamento. La estrategia del maestro es transparente.

En el living Juan sirve vino, mientras su mujer prepara la comida. Mercedes va a cambiarse. Daniel y Mauricio se miden con la mirada. Ambos aspiran al trofeo. La conversación se torna árida y cargada   —111→   de ansiedad. Juan decide introducirse en la magia de la imperiosa emoción erótica del maestro y del discípulo.

-Manolo -llama-, terminemos el juego. Estos son amigos. No les podemos hacer esto.

Desde el interior del departamento llega, ligeramente cambiada, la voz de Mercedes.

-Ya voy.

Cuando irrumpe en el living, Mercedes ya no es Mercedes sino Manolo, un muchacho de poco más de veinte años, vestido con vaqueros y una camisa blanca. Su rostro, sonriente, es igual al de la cantante. Sin maquillaje, sin peluca. Sin vestido de satén.

-Es duro ganarse la vida en Hamburgo -comenta-. Por suerte mi madre me enseñó a cantar.



  —[112]→     —113→  

ArribaAbajoMi amigo el griego

Conocí a Takis Cristodolopulos en la casa de Margarita. Lo llevó el primo Stephano, un griego alto y apuesto, tranquilo y educado que pretendía casarse con la dueña de casa y llevarla a Estados Unidos, donde vivía con su mujer y sus hijos. Cosas de la vida.

Takis era diferente. Desplazaba más de ciento veinte kilos con gracia y sin esfuerzo, expresaba alegría de vivir y sin que fuera necesario insistirle demasiado cantaba canciones de Teodorakis, a la vez que bailaba danzas típicas de su país, como un fauno de espíritu inmortal sobrecargado de peso. El pelo entrecano revuelto y cargado de gel, cubría la frente sobre la mirada brillante y alegre. Las manos parecían permanentemente sudadas. Era la impresión que provocaba, porque las restregaba con un gran pañuelo blanco que guardaba en la manga del saco.

Takis fue considerado un agresor ditirámbico por la gente que debió aceptarlo cuando lo introdujo el primo Stephano. Este sí, un verdadero gentleman, según dijeron las señoras.

Takis no se proponía agredir a nadie, solamente exhibía sin prudencia, una aguda inteligencia, una espontánea creatividad, y el insoportable esplendor de una cultura abrumadora para el común de la gente, además de un perspicaz sentido del humor. Amenazaba con la sospechosa condición de ser un comerciante afortunado, demostraba con actos de generosidad abonados por la fantasía, que la riqueza no era para él un objetivo, sino un don adquirido sin esfuerzo desde la cuna.

Se mostraba como un hijo insolente, temerario y despreocupado de la clase dirigente griega, siempre en el poder, a pesar de los cambios de gobiernos y las revoluciones.

  —114→  

Takis expresaba una mentalidad liberal, sofisticada y democrática, lo cual lo distanciaba de los coroneles que gobernaban su país y lo acercaba a su amigo Teodorakis.

Sentí un afecto solidario por el griego voluminoso y extrovertido. No llegamos a desarrollar una gran amistad pero compartimos comidas, bailes, canciones, bromas y discusiones sobre política y cultura. Nos divertimos.

En esos años estaba prohibido realizar operaciones con dinero extranjero. Intervenía el Banco Central. Por eso proliferaron decenas de cambistas clandestinos, amparados por un código de discreción y confianza.

Takis me confió que debía cambiar dos cheques en francos suizos, porque se había quedado sin efectivo, de manera que lo envié a un cambista clandestino, El Muñeco, a quien se lo conocía por su apodo. El Muñeco era liberal en las transacciones, pero duro para recuperar la inversión, y con esta poco simpática advertencia le adelantó el dinero.

Como era previsible, dado el poco respeto del personaje por las formas, los cheques fueron rechazados por insuficiencia de fondos. El Muñeco llamó a Takis una vez, escuchó promesas proyectadas al futuro y la vehemente afirmación de que se trataba de un error.

Un cambista clandestino es generalmente un filósofo con amplia experiencia de la conducta humana. En esa maraña de conocimientos caóticos y contradictorios, buenos y malos, correctos e incorrectos, decentes o tramposos prevalece una fina intuición que le advierte cuando su dinero corre peligro. Vive esa circunstancia como una puñalada en el corazón. Para un prestamista de buena fe, se trata de algo mucho más horrible de lo que cualquier ser humano normal puede soportar.

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Llamó a su jefe de cobradores, un turco alto y serio, con espaldas de luchador y manos de estrangulador aficionado, y le dio la orden de que recuperara el dinero. El turco era y si no lo han matado debe seguir siendo, un verdadero profesional, aparentemente cruel y despiadado, pero en realidad eficiente y desapasionado.

Buscó a Takis al día siguiente, antes que despuntara la aurora, lo sacó a empellones de su departamento, lo metió en un auto con la ayuda de dos asistentes sociales a su servicio, y mientras le pegaban con la indiferencia de una fría e incesante rutina de ejercicios matinales, le explicaron que mentir era deshonesto aun cuando se puede ser un deudor involuntario.

Takis pagó la deuda con la ayuda del primo Stephano. Lo curioso, aunque no sorprendente, es que ganó la confianza y el afecto de El Muñeco, quien en una actitud poco profesional, lo cual ocurre cuando se tiene un corazón endurecido por fuera pero blando por dentro, volvió a cambiarle algunos cheques sobre Suiza.

A partir de ese día aciago para el elemental respeto que un prestamista se debe a sí mismo, Takis desapareció. El primo Stephano volvió a los Estados Unidos, dejando tras de sí una colección de corazones destrozados, de señoras de buenas costumbres. Su especialidad no eran los cheques, sino las relaciones humanas.

Diez años más tarde llegué a Asunción, gratificado con un exilio por mis discrepancias con el orden castrense. Como no soy griego, escapé de generales y no de coroneles. Algunos amigos me esperaban. Fui conociendo otros, buenos y malos, a lo largo de muchos meses, atormentado por una digna y soportable indigencia, que llegaba a la amenaza del dolor, pero no alcanzaba a provocar un traumatismo físico y moral definitivo.

El doctor Tartini fue uno de mis nuevos amigos. Inteligente y desconfiado, sentimental y generoso, acompañaba mis vicisitudes con   —116→   solidaridad fraterna. Me ayudaba cuando su mujer no se daba cuenta y en la medida que podía.

Su actitud solidaria fue la consecuencia de una hipoteca sentimental que tenía con los amigos que me lo presentaron. Después surgió una verdadera amistad, de la que podíamos obtener beneficios. Esto es, ganar dinero.

En realidad, yo necesitaba ganar dinero para sobrevivir, y mi amigo estaba siempre alerta, esperando presentarme a quien pudiera resolver la incertidumbre de mi pan cotidiano.

Un día llamó para invitarme a comer en casa de un empresario europeo, que quería hacer negocios de transporte fluvial en el Cono Sur.

Mi amigo le había comentado que yo conocía el tema y aunque el comentario no pasaba de ser una fantasía, había dos razones fundamentales para no rechazar la invitación: la primera y principal era que disfrutaría de una buena comida, cosa poco frecuente en esos días, y la segunda era que tal vez el empresario necesitara alguien con mis relevantes condiciones, según dijo el doctor Tartini, generoso hasta en sus expresiones retóricas. Me dijo que el empresario tenía un nombre extraño que no pudo retener y era considerado por la cúpula oficial como un hombre importante para financiar proyectos de desarrollo.

Llegamos a la casa en que había vivido Somoza antes de su asesinato. La puerta principal se abrió misteriosamente y nos introdujimos en un jardín de gran belleza, con árboles enormes, plantas repletas de flores, e inesperados arroyos rumorosos, habitados por pequeñas pirañas, que no llegaban a alcanzar la madurez, porque terminaban integrando deliciosas sopas de pescado que constituían el deleite del dueño de casa.

  —117→  

Mientras un chofer uniformado estacionaba el automóvil accedimos a una espaciosa galería donde conocí a un ministro, un general, un juez, dos empresarios y un poeta a quien adiviné como hermano de desventuras, atraído por las mismas especulaciones gastronómicas que yo.

Después de las presentaciones de rutina apareció Takis Cristodolopulos, el empresario internacional de quien se esperaba que financiara el desarrollo del país.

No puedo decir si lo que experimenté fue sorpresa. En pocos segundos di una brusca marcha atrás en el tiempo, evoqué recuerdos felices y desdichados, sentí un frío extraño y premonitorio, porque el destino, ciego e imprevisible, nos reunía en la maraña sorprendente del trópico.

Como si este lugar y no otro, fuera el que pudiera acogernos con una ternura escondida detrás de cierta frialdad circunspecta, sobre la esperanza y la secreta alegría de reconocer un cómplice.

Takis me miró como si jamás me hubiera visto. Entendí el mensaje. Acepté la presentación protocolar, los buenos modales y un vaso de whisky, de manos de una mucama morena, atractiva y prolijamente uniformada, que completaba el elegante escenario del magnate griego.

Me dispuse a gozar de la representación. Evité cualquier comentario que pudiera advertir a los invitados que había accedido alguna vez a la ficha personal del personaje.

Si alguna vez me había sentido impresionado por la vivacidad, la inteligencia y el soberbio manejo de la realidad de Takis, durante esa noche, y en muchas otras que viví en la enorme y elegante mansión, mi admiración llegó a niveles superlativos. La conversación se generalizó alrededor de temas convencionales. Un mucamo   —118→   se acercó a Takis y en voz baja, aunque no lo suficientemente baja como para que no escucháramos, le informó que el señor Ari lo llamaba desde París.

Takis hizo un gesto de impaciencia y miró el reloj. «Claro -dijo apenado-, allá están empezando a trabajar». Se disculpó y fue a atender. Volvió treinta minutos más tarde, cuando el mucamo nos hubo informado, insistiendo en disimular la falta de cortesía de su patrón, que Ari no era otro que Aristóteles Sócrates Onassis.

Realmente debíamos tener paciencia, gracias a Takis, el gran empresario griego se acordaba de Paraguay.

El mucamo sirvió una mousse de salmón, continuó con lomito al champignon, esto sí un poco convencional, y terminó con crepes suzette que preparó cerca de la mesa ayudado por la bella mucama, que atrajo las miradas del ministro y del general durante sus esporádicas apariciones.

A medida que transcurría la noche, tuve la impresión de que una cualidad extraña se había instalado en esa amplia galería abierta sobre el jardín, como un gran palco en el que se mezclaban en extraña confusión actores y espectadores.

Los vinos franceses completaron la comida, y por calidad y cantidad, contribuyeron a crear una atmósfera irreal, fantasmagórica, excitante, que me transportó a un mundo de fantasía como una saludable reacción a muchos meses de carencias elementales.

Takis desplegó mapas y planos, explicó el efecto que tendría la hidrovía para la economía de toda la región, habló de centros de desarrollo, manejó cifras, datos, nombres de banqueros internacionales mechado con anécdotas personales, retazos de diálogos con empresarios famosos, aludió duramente a ministros y próceres de las finanzas y explicó por qué la crisis del Canal de Suez no había   —119→   sido aprovechada por Occidente, lamentó la falta de claridad conceptual de los jefes militares norteamericanos y terminó proponiendo la constitución de empresas promotoras en el Cono Sur, en el Caribe, Estados Unidos y la isla de Madagascar.

Los comensales, estimulados por la bebida, la buena comida y la imagen enorme, vibrante, apocalíptica de ese dios griego perdido en la selva sudamericana, mirábamos con ojos despavoridos la tragedia que implicaba sentirnos sujetos comunes, de poca instrucción y coraje menor, incapaces de descubrir y conquistar la realidad y la fantasía de un mundo con alternativas fascinantes y construcciones materiales e intelectuales grandiosas.

El mucamo se acercó nuevamente, como un mensajero silencioso del más allá, y habló al oído de Takis, quien escuchó atentamente y enfrentó a sus invitados con un desganado gesto de fatiga.

-Perdonen -dijo-, este tipo no tiene horario. Debo atenderlo, no solamente por los negocios, sino porque es mi amigo de la infancia. Atiendo a Niarchos y vuelvo.

Eran las cuatro de la mañana. El nombre del poderoso naviero cuñado de Onassis, explotó en un crepitar de emociones contradictorias entre los presentes, todavía conscientes a pesar del alcohol, la modorra de la sobremesa y la melancólica dulzura de los perfumes nocturnos, que el mundo no era para todos y había que agradecer a Dios la fortuna de que Takis Cristodolopulos, hubiera decidido vivir en Paraguay.

Volvió después de una larga media hora al silencio que no fue roto en su ausencia. Ensimismados en vagas reminiscencias de venturas y desventuras de reyes desterrados o activos, de fantásticos aventureros ricos y famosos, meditábamos sobre la posibilidad de incorporarnos a esta empresa fabulosa que era la vida de Takis.

  —120→  

Como sombras vagabundas, entre breves frases de despedida en voz baja que disimulaban urgentes requerimientos de participación, el general, el ministro, los empresarios y el escuálido poeta que nunca volví a ver, abandonaron el bello parque que fue testigo de los últimos días de Somoza. Esa noche extraña, cargada de sugerencias, se había constituido en el escenario de una nueva esperanza.

Quedamos solos en la galería observando en silencio la fría luz azul del amanecer. Pensé que era el momento de la sinceridad.

-Takis -dije-, acepté tu decisión de desconocerme -allí una sonrisa cómplice-, pero te acuerdas de mí, supongo.

Me miró sorprendido. Parecía no entender mis palabras. Insistí con la inquietante intuición de que era inútil.

-Nos conocimos hace años en Buenos Aires. En la casa de Margarita. Estabas con tu primo Stephano. Estuvimos juntos muchas veces.

Takis me miró frunciendo el entrecejo. Intentaba recordar un rostro en la niebla del pasado.

-Perdóname -dijo con voz ligeramente fría y alguna impaciencia-, es la primera vez en mi vida que te veo. Nunca te conocí antes de ahora. Debes confundirme con alguien. Sí -continuó- recuerdo a Margarita y para decirte la verdad, Stephano no es mi primo, es mi cuñado, el hermano de mi mujer que vive en Atenas. Pero no entiendo cómo sabes estas cosas. Alguien debe habértelas contado.

Me miró con cierta desconfianza. Había decidido borrarme de los tortuosos episodios del pasado. Estimó innecesario profundizar en la aclaración y volvió al proyecto del tráfico fluvial, reiteró sus comentarios sobre la realidad americana y terminó afirmando que,   —121→   al final, arreglaría todo con el presidente. Era el único que tenía poder suficiente.

Me invitó a comer al día siguiente. Caminé por la avenida España como sonámbulo y comencé a dudar sobre mis recuerdos y experiencias. Si Takis tenía razón, yo estaba completamente loco. Durante los seis meses siguientes vi a Takis tres veces por semana. En realidad, casi todos los días. Presencié muchas reuniones como la primera. Takis era un genio brillante, locuaz y espléndido. Militares, políticos, empresarios, intelectuales, artistas, funcionarios del gobierno comían en su mesa y abrevaban en la fuente de Eldorado.

Todos serían inmensamente más ricos de lo que ya eran y se lo deberían a ese griego extraordinario a quien llamaban, desde los más insólitos rincones del mundo, los más grandes operadores de las finanzas y los negocios que representaban el poder político del primer mundo.

George, igual que los magnates griegos, tenía comunicación permanente con la mansión de la avenida España. Cualquiera debía saber quién era George.

-George Rockefeller, el verdadero -dijo Takis-, no el macaneador que se dedica a visitar presidentes y dictadores y trabaja para los japoneses.

Takis incorporó una secretaria rubia de veintidós años. Un mes más tarde decidió casarse con ella, para lo cual convocó al padre, un polaco argentino que vivía en Posadas.

A partir del compromiso matrimonial las reuniones de negocios, en las cuales Takis explicaba a una audiencia atenta y sometida las complicadas piruetas financieras que llevaría a cabo para transformar el país, incorporaron un ligero sabor frívolo. La linda rubia exhibía, a partir de la minifalda, largas piernas tostadas por el sol o   —122→   enfrentaba el desafío de las noches de gala, con largas túnicas transparentes, insinuantes y provocativas, cuando el largo tajo de la pollera se abría involuntariamente al sentarse, o cuando acompañaba a su prometido a alegres danzas griegas, practicadas con regularidad profesional durante el día.

Takis volvió a ser el personaje que había conocido diez años antes. Una tromba alegre y desprejuiciada que recitaba versos de Teodorakis y Kevafis, en griego, lo cual nos dejaba al margen de cualquier sospecha de error o superchería.

Nunca volví a hablar del pasado, pero muchas veces lo sorprendí mirándome atentamente a la vez que esbozaba una sonrisa indescifrable. No era difícil imaginar lo que pensaba, porque los dos lo sabíamos.

La casa del magnate griego se convirtió en la Meca a la cual pretendían acceder quienes querían triunfar en los negocios y en el gran mundo de la frivolidad. Los invitados compartían la condición de ser ricos y codiciosos. Lamento confesar que yo era la excepción. Nunca supe que se cerrara un negocio, sin embargo los negocios y la fortuna estaban allí, al alcance de la mano.

Una noche la mucama me llamó por teléfono.

-Señor Alejandro -apenas podía entenderle porque lloraba a los gritos-, disculpe que lo moleste. Pero yo sé que usted es su único amigo. El señor Takis está muy mal.

Miré el reloj. Eran las tres de la mañana.

-¿Qué le pasa?

-El corazón, señor, el corazón.

Recordé que Takis consumía comprimidos de nitroglicerina.

  —123→  

-¿Está muy mal?

La pregunta era un poco estúpida. Nadie llama sin razón a las tres de la mañana. No hubo respuesta, sólo un parloteo indescifrable interrumpido por el llanto.

-Escuche -dije-, llame al Hospital Italiano que es allí cerca. Que manden una ambulancia. Voy para allá-. Corté la comunicación y comencé a vestirme.

Cuando llegué al hospital, Takis agonizaba. El médico dijo que no se podía hacer nada. Yo era el único visitante y me permitieron acercarme. Estábamos frente al absoluto, la oscuridad, la nada. No resistí la tentación de preguntarle por qué me había negado durante todo este tiempo. No comprendió lo que le pregunté. Sus ojos se movían de un lado para otro. Al escuchar mi pregunta frunció el entrecejo, trató de mirarme y sonrió. Los ojos quedaron fijos mirando la puerta del cuarto. Takis había muerto.

Lo trasladamos hasta la casa de la avenida España. No sé a quién se le ocurrió acostarlo sobre la mesa del comedor. El enorme abdomen parecía el Vesubio. El rostro era la réplica del dios Pan con el perfil aguileño y el pelo ensortijado. Parecía dormir plácidamente. Muchos emperadores romanos hubieran envidiado esa imagen. Había adquirido, después de muerto, una sorprendente belleza. En el living, la frustrada e hipotética esposa, instalada en un short pequeñísimo, se limaba las uñas. El polaco recorría la casa con un cuaderno y un lápiz haciendo un inventario de los muebles. Unas horas más tarde empezaron a llegar los que habían aspirado, infructuosamente, a integrar las sociedades del magnate que desaparecía en la flor de la edad. Apenas tenía sesenta y cinco años.

La mucama, el chofer y el mucamo lloraban con sinceridad y la honradez elemental de los humildes. Lo amaban. En un año nunca habían cobrado el sueldo.

  —124→  

Los desesperanzados amigos se fueron pronto. Uno se comprometió a llamar a la funeraria.

Con la luz del día llegaron los acreedores. Treinta y cinco millones de guaraníes en comunicaciones telefónicas, un año sin pagar el alquiler de la casa, veinte millones entre cuatro despensas del barrio, del BMW había pagado solamente la primera cuota.

Me puse a reír. Takis era un genio, todos se habían acercado para sacarle algo al magnate griego. Genio y figura hasta la sepultura. La rubia me preguntó de qué me reía. Le conté. Se deben sentir defraudados. Rió suavemente. «Yo también. Pero era un gran tipo. Estos que venían aquí eran una mierda -hizo un gesto de desazón-. Me voy a cobrar con los muebles. Pero, te digo, lo quería mucho. El tipo más genial que conocí en mi vida. Lástima que se murió tan pronto».

Takis era protegido del presidente. No tenía ninguna lógica pagar las cuentas.

Pensé que su mujer, la de Atenas, debía saber que Takis había muerto. Perdí varias horas llamando al consulado griego en Buenos Aires. Me dieron una dirección y el número de teléfono.

No hablo griego. En mal inglés pedí que me comunicaran con la señora Cristodolopulos. Me pareció una larga espera. Cuando atendió, le expliqué que su marido Takis había muerto. Silencio.

-¿Me entiende, señora? Takis ha muerto.

-Sí. Le entiendo. ¿Y qué puedo hacer?

La voz sonaba fría. Indiferente. Con cierto fastidio.

-No sé. Tal vez quiera llevar el cadáver a Grecia. Tal vez corresponde enterrarlo en su país.

Silencio. Finalmente.

  —125→  

-No parece importante. Además es muy caro, ¿no?

-No sé, señora. No quiero molestarla. Cumplo como amigo.

-Sí, lo entiendo -nuevo silencio-. Se me ocurre una idea. La voz transmitió un confuso chisporroteo intencionado-. Dicen que es más barato si se divide el cuerpo en tres pedazos. Así dicen... ¿Qué le parece?



  —126→  

ArribaAbajoLa papa1

Julio Arias ató despaciosamente los cordones de sus zapatos ortopédicos. Era un tipo de buena salud, y se había negado a usar plantillas para sus pies planos. Ahora debía usar esos zapatones pesados y duros. Así terminó con el dolor, que en un momento fue insoportable.

Algo malo debía pasarle, reflexionó. Su ex mujer no le pedía nada, tenía buenas y cariñosas relaciones con sus amigas y con la informática había ganado un montón de plata. Plata fácil. La cosa recién empezaba y nadie entendía nada. Por suerte. Los empresarios entendían mucho menos y estaban fascinados por un mundo que les parecía extraordinario. Alicia en el País de las Maravillas. La informática empezaba a popularizarse, era un misterio y los misterios se pagan caros.

Julio Arias no sabía nada de informática, pero entendió la esencia del negocio. Contrató dos técnicos, puso una oficina moderna y elegante y se dedicó a hacer demostraciones que asombraban. Después vinieron los contratos.

El valor del trabajo dependía del dinero que tenía el cliente o del que pretendía demostrar que tenía. El monto final estaba también en relación directa con la cara. Esto era muy importante. Sicología. El único peligro consistía en que esta insólita máquina de hacer dinero podía trabarse en cualquier momento. Por ejemplo, cuando las multinacionales, que sin duda manejaban el tema con solvencia y tenían gerentes norteamericanos o húngaros, se metieran en el mercado. Eso estaba ocurriendo. Por ahora tenía buenos clientes   —127→   y había hecho una pequeña reserva pensando en el futuro que podía ser incierto.

Escuchó el timbre de la puerta de calle. La mucama vino a decirle que el Tano lo esperaba en el living. Terminó de vestirse y fue a su encuentro. Adoraba al Tano. Era un amigo. Más que eso, un hermano.

Se abrazaron y se besaron en las mejillas, una moda que se había impuesto entre los hombres en los últimos tiempos.

-Tanito. Es una gloria verte. ¿Dónde estuviste todo este tiempo?

-Viajando, muchacho, viajando. Voy a traer a Los Beatles.

-¿Los Beatles? Eso es un golazo. La gente se volverá loca.

El Tano se acercó a la mesa bar y sirvió dos whiskies. Julio llamó a la empleada para que trajera hielo.

-Está lindo el departamento. -Miró alrededor-. Vos sabés vivir.

El Tano relató sus aventuras en Londres. Los ingleses eran unos fenómenos, pero no tanto. No sabían nada de América. De América del Sur, porque con la del Norte tenían la misma relación que teníamos nosotros con los gallegos. Sólo que ellos eran los gallegos.

-Antes de esa operación debo hacer un negocio porque necesito más plata. Es un buen negocio. Inmediato, rápido, te meterá de lleno en el show business. Un negocio para gente como vos.

-Tano, no sé si me interesa el show business -la expresión de estupor del Tano lo hizo cambiar rápidamente-. Decime por lo menos ¿qué tenés pensado?

-Voy a contratar el Sheraton para los bailes de carnaval.

  —128→  

-¿Y eso es bueno? Lo miró con pena.

-No preguntés boludeces. Sacaremos la plata con pala.

-Me alegro, Tano. Yo no sé mucho del show business -se disculpó.

-Está bien -dijo, condescendiente-, eso no importa. Te doy la oportunidad de que entrés. Para ser sincero, como he sido siempre, te digo que te necesito como socio. Con treinta mil estás en el negocio al cincuenta por ciento. Conmigo. Nadie más.

-¿Treinta mil dólares?

-Sí, claro, ¿qué van a ser? No puede ser menos. La rentabilidad es bárbara.

Hablaron más de dos horas. El Tano explicó que tenía en el negocio a dos directivos de televisión y a muchos chicos de las radios. También periodistas de diarios. Los que se ocupan de chimentos.

-Está todo organizado. Sólo me falta la mosca.

-¿Eso cuesta? ¿Treinta mil?

-No, hombre, eso es una parte. Yo pongo el resto. ¿Vendrás al Sheraton?

-No. Me voy a Punta del Este.

-Bueno. Mirá los diarios. Allí sale cada día la concurrencia a los bailes de carnaval. El «rating».

Julio Arias le dio los treinta mil. Una semana más tarde se fue a Punta del Este. El Tano era un genio y sabía manejar el show business. Al fin de cuentas había inventado a Julio Iglesias. Cuando lo conoció en España era un cantante más. Lo trajo a Buenos Aires y triunfó. Comía de la mano del Tano. Después pretendió que eran   —129→   sólo sus méritos y el Tano lo mandó de paseo, delante de un grupo de amigos, en el restaurante Fechoría.

-A este gallego no me lo banco. Que se muera solo.

El gallego no se murió, y el Tano perdió su inversión. Pero así era desde que tenía nueve años y vendía ramitas de olivo bendecidas en la puerta de la iglesia de Belgrano, compitiendo con el cura párroco que lo hacía correr con la policía. Después se convirtió en un gran productor de televisión. Ganó una fortuna que dilapidó ayudando a los amigos. En Punta del Este los amigos sabían que el Tano había arrendado el Sheraton para los bailes de carnaval. Llegó el carnaval y el Sheraton figuró anteúltimo en el rating. No iba nadie. Julio Arias pensó que no era demasiado grave. El Tano era su amigo y no le importaba haber perdido treinta mil dólares.

Dos semanas más tarde volvió a Buenos Aires y el Tano fue a visitarlo.

-Treinta mil dólares es poca plata para estar en el show business.

-Claro, Tano. Es sólo una inversión. Hacia el futuro. Ya haremos otras cosas.

Después el Tano se perdió de vista y Julio Arias se precipitó en un espiral financiero que lo llevó a la quiebra. Las multinacionales lo arrasaron. Los clientes descubrieron que había gente que conocía y manejaba bien el nuevo misterio de la informática. Eran más caros, pero contratar con las multinacionales era una inversión publicitaria. Aunque la informática continuara siendo un misterio, cada día más costoso. Julio Arias meditaba sobre la nueva realidad, en su lindo departamento que debía vender para sobrevivir, cuando la empleada le anunció que el Tano quería verlo.

-Tanito. Qué alegría verte.

  —130→  

-Qué decís, muchacho. ¿Siempre triunfador?

Lo abrazó efusivamente.

-No hagas bromas. Estoy en la lona. ¿No te enteraste?

-Acabo de volver de Estados Unidos. No vi a nadie. ¿Te acordás del negocio de Los Beatles?

Julio no recordaba ningún negocio con Los Beatles. Sólo que el Tano pensaba traerlos a Buenos Aires. Eso había fracasado.

-Hacé memoria, muchacho. Me sugeriste que los llevara a Estados Unidos. Me dijiste que en Buenos Aires serían antieconómicos. Costaban mucha plata.

-No me acuerdo. Bueno, no importa. ¿Qué pasó?

-¿Que qué pasó? ¿En qué mundo vivís? ¿Sólo en la informática?

-No, Tano, eso murió. Por lo menos para mí. Estoy en la lona. Perdí todo y no puedo hacer más negocios.

-Me alegro, muchacho. Eso de la informática es una pendejada para los gringos. El negocio es el show business y vos tenés ojo para eso.

Sirvió dos vasos de whisky y le llevó uno a Julio.

-A tu salud, muchacho. Te ganaste noventa mil dólares. -¿De qué estás hablando?

-Del negocio de Los Beatles, muchacho. Hice un negocio complicado. Firmé varios contratos de pase de manos y finalmente un socio gringo los llevó a Estados Unidos. Ganamos una fortuna. Tuviste una idea genial -se volvió hacia la mesa junto a la puerta de entrada del living-. Esta es tu parte, socio, descontados los gastos, incluidas las putas de Nueva York y un viaje a las Bahamas con cuatro de ellas y Josecito. ¿Te acordás de Josecito?

  —131→  

Claro que se acordaba. Era el compinche del Tano desde los nueve años. Cuando vendían ramitas de olivo bendecidas frente a la iglesia. Aseguraba que las hacía bendecir previamente. A nadie le importaba. El cura decía que era competencia desleal.

-Te manda saludos.

Le dio un paquete. Un sobre color marrón.

-Aquí está la mosca. En efectivo. -Vio que Julio no reaccionaba-. Agarrá, boludo, vos sí que ganás la guita fácil. Basta tener buenas ideas y que un tipo como yo las ejecute. ¿Qué te parece?

Julio Arias no lloró porque no sabía hacerlo. Una vez más supo por qué el Tano era su hermano. Hablaron de nuevos proyectos sin mencionar la plata que permaneció en el paquete, abandonada sobre la mesa bar, como un misterioso símbolo de la conducta humana. El Tano tenía una nueva idea.

-Hagamos una edición especial y lujosa del I Chin. Con buenos dibujos pornográficos. Se los encargamos a cualquiera de estos barbudos amigos a quienes les pagamos tragos en el Café Bárbaro. Son todos buenos. Elegimos los mejores. Vamos a ganar un montón de plata porque está llegando la moda del I Chin. ¿Sabés qué hacemos después? Buscamos entre vos y yo, ocho amigos. Debemos ser en total, diez. Los más inteligentes y locos. Bueno, locos es una manera de decir. Así como nosotros. Creativos. Alquilamos o compramos una de esas islitas del Caribe. Hay miles. No las quiere nadie. Nos vamos todos allí con o sin las minas que nos dé la gana.

  —132→  

Miró a Julio con una extraña mirada de complicidad como si el otro conociera toda la historia.

-¿Entendés?

-No, Tano, no entiendo nada. Te sigo hasta la isla. Nos vamos a vivir todos allí. ¿Y entonces?

-No entendés -lo miró asombrado-. ¿Qué te pasa? Vos eras más rápido antes de la informática. Esa porquería te pudrió el cerebro. Julito, pensá un poco. ¿Qué podemos hacer diez tipos inteligentes en esa isla? -Como no había respuesta el Tano la dio-. Nada, muchacho. Nada. De eso se trata. No hay nada para hacer, sólo pensar. De puro aburridos, durante un año de no hacer nada, se nos ocurrirá algún negocio para hacer más plata. Si no es así, estoy loco o no somos tan inteligentes como pensamos.

Con veinte mil dólares Julio pagaba sus pocas deudas. Tenía setenta mil para esperar. El negocio era el I Chin. Empezaba la moda. Se podía ganar mucha plata. Miró al Tano conmovido. Había recogido las piernas como un yoga, los brazos cruzados sobre el pecho y la vista fija en un punto en la pared. Meditación trascendental.

-Volvé, Tano. ¿Cuándo empezamos?

Después de un largo silencio el Tano volvió a tomar contacto con la realidad, terminó su whisky, abrazó a Julio y se despidió.

-Tengo un pequeño problema que debo resolver antes de meternos en el negocio. Me voy a USA y vuelvo en quince días. Mientras tanto estudiá geografía. Hay muchas islas en el Caribe. Elegí la que nos convenga. Fijate en la bandera y si no tiene bandera, mejor. Chau.

Julio permaneció relajado y feliz. La suerte había cambiado gracias al Tano. No estaba en la miseria y no tenía necesidad de vender   —133→   el departamento. Tomó de la biblioteca el tomo correspondiente a la letra C, Caribe, de la Enciclopedia Británica. Decidió seguir el consejo del Tano. Estudiar geografía.

El Tano volvió un mes más tarde. Cuando Julio llegó a su departamento lo encontró empotrado en un sillón del living con la mirada perdida y una copa de whisky en la mano. Advirtió que algo andaba mal.

-Hola, Tanito, qué gusto de verte -no pudo escapar a la extraña sensación de profunda depresión que expresaba la actitud del Tano. Agregó inmediatamente-. ¿Qué pasa? ¿Se murió alguien?

El Tano lo miró con los ojos nublados. Había desaparecido su permanente alegría.

-No. Todavía no. Pero alguien se va a morir.

-¿Quién?

-Yo.

-No jodás. ¿Cuál es tu problema?

El Tano no respondió enseguida. Después descargó la información como un golpe en la frente de su amigo.

-Tengo la papa.

-¿La papa? -al principio no entendió-. ¿La papa? -repitió estúpidamente. Después entendió-. No, Tano, no me lo digas. ¿Estás seguro?

-Claro. Por eso fui a USA. Este era el problema. Tenía que saber. Sospechaba. Allá me confirmaron. No hay nada que hacer.

-¿Nada? Qué significa eso.

-Significa que tengo seis u ocho meses de vida.

  —134→  

Se produjo un silencio ominoso. Un sudor frío, desesperante, angustioso y cargado de impotencia corrió por la espalda de Julio. No supo qué decir. Tampoco quería decir nada, porque cualquier cosa sería estúpida.

-Bueno -dijo el Tano-, todavía tengo seis meses. Posiblemente ocho. Tiempo suficiente para hacer alguna cosa.

Julio reaccionó.

-¿Qué cosa? Es tu vida ¿Cómo la vas a usar durante estos meses? Eso, si realmente el diagnóstico es verdadero -se arrepintió de haber hecho esa observación tonta. Si había ido a USA, el diagnóstico debía ser correcto.

-No lo tengo resuelto todavía. No es mucho tiempo. Debo hacer alguna cosa que no hice nunca -reflexionó y mostró una sonrisa divertida-. Puto no me voy a hacer. A esta edad y pelado, sería un papelón. Ridículo. No me veo en eso.

-Es cierto. Harías un mal papel. Supongo que para eso se requiere entrenamiento. Y vos tenés poco tiempo.

Se introdujeron en un diálogo surrealista, absurdo en el cual la seriedad del tema marginaba el disparate. Expresaba la voluntad de cambiar el drama en comedia.

-Sí, es cierto. Tal vez debería tomar droga. Nunca lo hice y los que se metieron en el tema, no lo largan. No debe ser tan malo. Y si lo es, no me importa. Son seis meses. Tal vez ocho.

-Claro, Tano. Lo que vos digas. ¿Qué puedo hacer por vos?

-Nada. No le digas nada a nadie. Ni de la papa ni de la falopa. Todo queda entre nosotros.

El Tano continuó su vida normal. Los negocios de rutina en la televisión y la publicidad. No habló más del I Chin. Llevaría mucho   —135→   tiempo. Empezó a «darse» decía, cuando se reunía con Julio. Total, era poco tiempo. Seis u ocho meses a lo sumo.

Pasaron ocho meses. Un año. Luego dos años. Nunca volvió a hablar de «la papa».

Tres años más tarde Julio y El Tano miraban pasar las muchachas con reducidas bikinis en la playa de Punta del Este. El sol agresivo y la arena húmeda componían una condición lujuriosa.

-Nunca me levantaría de aquí.

-No tenés por qué hacerlo -después-. Sos un tipo de palabra, Julito. Siempre lo supe. Por eso sos mi hermano. Nunca hablaste del tema de «la papa» ni de la «falopa». Ni conmigo.

-Así me lo pediste, ¿no?

-Claro, pero hay que ser muy macho para tener ese control. Es difícil de creer. Por eso te merecés una información que voy a darte.

-¿Tan importante?

-Claro, muchacho. Vas a decir que estoy loco, pero lo digo igual. Agarrate, muchacho, la «falopa» cura la «papa».

Tres años más tarde el Tano murió de una sobredosis. Nunca se supo si tuvo «la papa».



  —136→  

ArribaAbajoEl héroe

-Vengo a verlo porque me lo recomendó mi amigo Enrique Sobanski.

Gustavo miró al médico con cierta timidez. Debía hacer una propuesta que lo incomodaba.

-¡Ah, Enrique! Es un buen amigo. Sí, me dijo que vendría.

-Doctor, debo aclararle que no puedo pagarle. Recién llegué a la Argentina. Soy un refugiado de guerra.

El médico lo miró divertido. Arregló unos papeles sobre su escritorio. Pensó que los aristócratas tenían una gran libertad de decir lo que les viniera en gana sin complejos.

-Bueno, lo primero es lo primero. Enrique Sobanski me dijo que lo tratara bien. Estoy dispuesto a hacerlo, pero vamos a ver de qué se trata.

-Tengo una infección, doctor.

-¿Una infección? Qué interesante. ¿Dónde?

-Allí.

-¿Cómo allí? ¿Dónde es allí?

-En el sexo, doctor.

El médico cambió su estilo mundano y decidió introducirse en el tema.

-Desvístase -ordenó.

Gustavo se bajó los pantalones. Después el calzoncillo.

  —137→  

El médico lanzó una exclamación de sorpresa y admiración.

-¡Qué barbaridad! Maravilloso.

-A mí no me parece. -Gustavo estaba francamente molesto.

-Usted no es médico. Le puedo asegurar que se trata de un caso extraordinario. A lo largo de mi vida profesional nunca vi nada igual. Una sífilis de dimensiones insólitas.

-No es un orgullo -protestó Gustavo.

El médico rió.

-Me imagino. Además una molestia -pensó sin dejar de observar el sexo de Gustavo, de proporciones gigantescas como consecuencia de la infección.

-Tengo una idea. Me comprometo a curarlo -allí una breve pausa- pero usted sabe, Gustavo. ¿Gustavo se llama, verdad? En esta vida siempre se da algo a cambio de algo.

-Ya le dije, doctor, que no tengo dinero. Por eso vine a usted.

-Está bien. No le pido dinero, pero lo que usted tiene entre las piernas es un caso académico. ¡Fenomenal! -se entusiasmó-. Estamos terminando en la Facultad un nuevo diccionario de enfermedades infecciosas. Nos faltan ejemplos y fotografías.

Gustavo estaba estupefacto.

-No pensará que yo...

-Sí. Eso pienso. Yo hago un aporte para su curación, le aseguro que lo voy a curar, y usted hace un aporte a la ciencia. Toma y daca. Volvió a sentarse detrás del escritorio.

-No es tan grave. Apenas unas fotografías. No es necesario su nombre ni su cara. Para serle franco esa no es su parte más interesante.

  —138→  

Al día siguiente Gustavo posó de frente y de perfil, para una serie de fotografías que fueron incorporadas a la Enciclopedia Médica. Como extensión de su colaboración con la ciencia aceptó ser exhibido en el aula magna de la Facultad de Medicina, ante los estudiantes de los tres últimos cursos que ocuparon todo el salón. Debió escuchar bromas ingeniosas, estúpidas, obscenas e inocentes sobre las extraordinarias dimensiones, colores ambiguos, y supuraciones inesperadas de su sexo, tema que constituyó el punto de partida de reflexiones médicas y éticas por parte de profesores y estudiantes durante el resto del año.

-La culpa -decía Gustavo para sí mismo- la tiene Witold. Él me hizo venir a este país de mierda.

Años después Gustavo se divertía relatando el episodio. Era un tipo de buen humor y todo lo inesperado le resultaba fascinante. Desde el primer momento estuvo dispuesto a prestarse a lo que propuso el médico. Sus tímidas y poco sinceras reservas fueron consecuencia de la buena educación y de algunos prejuicios que suponía que debía expresar la gente decente, sector de la humanidad que no consideraba demasiado respetable, aunque no ignoraba su inevitable presencia.

Gustavo vivía en Londres, en el exilio, protegido por compatriotas aristocráticos y pobres. Recibió algunas cartas de Buenos Aires, de su primo Witold.

«Vivo -decían las cartas- en la casa de la baronesa Elsa Dietrich, en una suite que mira hacia la calle, desde la cual veo el palacio de los Anchorena, una distinguida familia de criollitos sin tradición pero inmensamente ricos. Al lado está la mansión de los Al Sabha, musulmanes emparentados con el emir de Kuwait que ha construido un palacio inmenso como el de Harum el Rashid. Joven y libertino, el pequeño califa organiza fiestas inolvidables de las que participan las mujeres más bellas de la ciudad. Más allá está el   —139→   palacio de los Duhau. Sus columnas dóricas asombran con los colores de sus capiteles, que por un extraño misterio del clima y de la arquitectura brillan en el crepúsculo con reflejos dorados y rojos. Todo es belleza, riqueza y hospitalidad en este país de gauchos ilustrados, con buenos modales, que abren generosamente las puertas de sus palacios a los extranjeros de buena familia».

Gustavo vivía en Londres, auxiliado por la disimulada caridad de familias tradicionales venidas a menos, como consecuencia de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. La guerra había terminado recientemente.

Las cartas de Witold excitaron su imaginación. Pidió prestado el dinero para el pasaje y marchó a El Dorado, que Witold describía en sus cartas con entusiasmo y precisa objetividad.

La sorpresa fue desconcertante. Parado en la esquina de la calle Venezuela al 800, Gustavo luchaba por imaginar dónde estaban los palacios y las mansiones descritas por su primo. El asombro pudo más que el dolor para su espíritu imaginativo y con sentido del humor.

Cuando terminó de subir por la escalera los cuatro pisos del viejo edificio que culminaba en la pensión de frau Elsa, miró a Witold con intención asesina y le preguntó por qué había inventado esas fantasías. Witold estaba molesto.

-Bueno -dijo-, sabía que no lo pasabas bien en Londres. Así me dijiste en tus cartas. Con estas historias fantásticas te proporcioné un poco de alegría y esperanza. Nunca me imaginé que vendrías -hizo un gesto con la mano-, siempre fuiste un aventurero compulsivo.

Gustavo rió a carcajadas. También Witold. Se abrazaron con un profundo cariño que venía de la infancia y se prolongaría a lo largo de sus vidas.

  —140→  

Gustavo era un experto en sobrevivencia. En pocas horas tenía los nombres y direcciones de los polacos ricos o representativos del viejo régimen, radicados en Buenos Aires. Habían huido a tiempo de la madre patria, sometida por la URSS y el comunismo. Al día siguiente vistió su mejor traje y fue a visitarlos.

No encontró una buena acogida, lo cual no afectó particularmente su audacia y tenacidad. La cuota de martirio comenzaba cuando volvía a la pensión y debía soportar la andanada de insultos de la robusta, honrada e insoportable frau Elsa, que no se atrevía a dirigir directamente esos insultos a Witold, quien constituía para la sólida germana un enigma misterioso y turbador.

Witold pasaba el día escribiendo sobre una pequeña mesa, que nunca nadie imaginó que sería dedicada a esos fines. Leía y miraba por la ventana. Salía de la pensión después del crepúsculo. Esa era la incómoda oportunidad en que la mujer podía limpiar el cuarto y trataba de poner un relativo orden, en el gran desorden que no se correspondía objetiva ni racionalmente con la pequeñez del lugar.

-Es un polaco asqueroso. Usted perdone por lo de polaco, señor Gustavo. Usted parece un señor, en cambio su primo ni siquiera se cambia la ropa. Yo tengo que decirle que se cambie los calzoncillos. ¿Usted se da cuenta? Vaya a saber lo que escribe. Yo creo que es un terrorista. ¿Usted sabe? Encontré debajo de su cama un canasto lleno de pastelitos de dulce que le regalaron el año pasado. Entonces me habló de los pastelitos y después me olvidé. Pensé que los había comido y devuelto el canasto sin que yo lo advirtiera. Eso era muy difícil, porque yo sé todo lo que pasa en mi pensión. ¡Pero los encontré! Podridos. Debían estar podridos, debajo de la cama. ¿Usted se da cuenta? Su primo. Yo no creo que pertenezcan a la misma familia.

Gustavo le explicaba que Witold era un gran escritor y ella debía comprender que la excentricidad y la vida poco convencional eran   —141→   naturales en los hombres geniales como su primo. Con dulzura y buenos modales había conseguido una pequeña pieza muy barata al fondo del cuarto piso y el derecho de usar el teléfono, por lo cual estaba dispuesto a soportar el mal humor de la dueña de la pensión. Cuando relataba a Witold los detalles de las protestas de frau Elsa, éste estallaba en una risa extraña y artificial, como un bufido escalofriante, y decía:

-Esta risa estúpida y terrible le dedico a frau Elsa cuando me cruzo con ella en la escalera. La pobre no lo sabe, pero está enamorada de mí.

Gustavo tuvo variada suerte en su búsqueda, en varios sentidos. Encontró a su amigo de la infancia, el conde Enrique Sobanski, quien lo introdujo en el gran mundo porteño. Por otra parte estableció una relación afectiva y erótica turbulenta y a veces escandalosa, con la pupila de un prostíbulo clandestino instalado al frente de la pensión, exactamente en el lugar en que debía estar, de acuerdo a los relatos de Witold, el palacio de la familia Anchorena, esos criollitos sin tradición, pero riquísimos.

La amistad con el conde le permitió desarrollar, en lugares exclusivos, el único arte al cual se había dedicado desde su infancia con voluntad, perseverancia y raro talento. El bridge.

Era un extraordinario jugador.

La magia de este juego complejo exigía inteligencia y astucia, además de buena educación, condiciones naturales en Gustavo, que se completaron armoniosamente con una leyenda fundada parcialmente en la realidad y distribuida sutilmente por Enrique Sobanski.

Explicó que su amigo había llegado a la Argentina, después de integrar en Londres el primer gobierno polaco en el exilio. Pertenecía a una antigua familia con títulos nobiliarios desde los tiempos del Imperio Romano, lo cual constituía un hecho notable y verdaderamente   —142→   extraordinario para un país como Polonia, donde sólo existían señores y judíos y no había títulos nobiliarios.

-Los Kotkowski -decía- están emparentados con los Sobanski.

Enrique Sobanski lo introdujo en la plutocracia selecta de los jugadores de bridge y la joven tornadiza Dolinda, la pupila del prostíbulo vecino, lo introdujo en la Enciclopedia Médica mediante el recurso de contagiarle la famosa sífilis que dejó huellas indelebles en la historia académica de la Facultad de Medicina.

La sífilis pasó y los contertulios de Gustavo con los salones de bridge no accedían a la Enciclopedia Médica, de manera que nada contuvo el vertiginoso ascenso crematístico de Gustavo, porque desde el punto de vista social la presentación de Sobanski lo había colocado en el nivel que le correspondía.

Dejó la pensión y se instaló en un departamento en la calle Arroyo. Witold no quiso acompañarlo. Prefirió la imaginación aplicada a la literatura y no las fantasías de Gustavo que estaba convencido que su talento para el bridge lo haría rico. A partir de los recursos obtenidos entre aristócratas desaprensivos y judíos prepotentes que pagaban sin vacilar, conservando su presencia de ánimo para no mostrar la hilacha, como decía Enrique Sobanski, más tarde o más temprano accedería al mundo de los negocios.

No accedió al mundo de los negocios, pero su fama de jugador correcto, a la vez que brillante, se extendió fuera de las fronteras. Un año más tarde era invitado a Santiago de Chile, Río de Janeiro, Nueva York, Londres o París a jugar en los lugares más sofisticados dedicados a esa rara pasión por el bridge, para la que no había límites de dinero. Allí conoció mujeres hermosas, lo cual le permitió desarrollar otro arte al que dedicó una profunda vocación profesional, en un nivel y en un ámbito menos peligroso que el prostíbulo   —143→   donde se enredó, con consecuencias aciagas, con la tornadiza Dolinda.

Si bien no se hizo rico, ganó bastante dinero, viajó mucho y fue huésped de la mejor sociedad en todo lugar donde lo llevó su talento. Pasaron los años y Witold, famoso por la publicación de su obra literaria, volvió a Europa y se instaló en un pueblito del sur de Francia.

Gustavo viajaba y jugaba al bridge. Lo conocí en Río de Janeiro cuando le dieron una mención especial por haber hecho en un año más de cien viajes entre América y Europa. Nos hicimos amigos. Sentíamos la misma pasión por la aventura, aunque nunca compartí su pasión por el bridge. Ganaba mucho dinero y lo gastaba inmediatamente. Yo que era bastante menor, le llamaba la atención sobre su vida dispendiosa. Le sugerí muchas veces que invirtiera su dinero o consiguiera, por medio de sus amigos, un puesto en algún directorio de alguna empresa o banco, que no significara demasiadas responsabilidades, pero le asegurara una vejez tranquila con un ingreso regular. Se reía y decía.

-Querido amigo, eso significa trabajar. Y yo no nací para eso.

Dejé de verlo durante varios años, porque mi trabajo me obligaba a viajar permanentemente. Algunas veces nos encontramos en Europa y Estados Unidos. También en Chile y Brasil.

Un día me llegó la noticia de que estaba enfermo. Volví a Buenos Aires y lo busqué. Vivía todavía en el departamento de la calle Arroyo. Apenas lo reconocí, muy delgado y demacrado por una terrible enfermedad. Lo cuidaba una mujer con la cual se había casado alguna vez, vaya a saber por qué razones y según me dijo nunca había vivido con ella más de dos semanas seguidas.

Permanecí en la ciudad varios meses, de manera que lo visitaba casi a diario. La enfermedad lo destruía cada vez más.

  —144→  

No tenía problemas económicos porque su mujer, o su ex mujer, o como quiera definirse esa extraña relación, tenía algunos recursos que había logrado sacarle en el pasado y los había multiplicado modestamente, antes que las financieras se precipitaran a la crisis de los años sesenta.

Una mañana la mujer me llamó por teléfono. Estaba muy angustiada.

-Creo que no pasa el día -dijo.

Cuando llegué al departamento pensé que había llegado tarde. Me impresionó, parecía muerto y debí aproximarme mucho para saber si respiraba. Todavía no había llegado el fin. Me hizo una seña casi imperceptible. Quería decirme algo. Mientras acercaba mi oído a su boca advertí un brillo divertido en sus ojos celestes.

-Viste, mi amigo -dijo-, le gané la partida a la vida. No trabajé nunca.

Fueron sus últimas palabras. No pude evitar reírme. Creo que él también rió mientras moría suavemente. Su perfil era el de un bárbaro noble polaco, refinado por la alegría de vivir y una intensa vida interior. Dolinda miró extrañada. No le parecía un momento adecuado para reírse.



  —145→  

ArribaEl réquiem de Mozart

Carlos Rodríguez se anudó la corbata, miró el resultado en el espejo y aprobó satisfecho. Su hija María comentó que el color de la corbata armonizaba con la camisa celeste y el sobrio traje azul. Había cumplido quince años y éste era su primer viaje a Nueva York. Padre e hija se relacionaban con un afecto inteligente y alegre. Compartían intereses culturales y buena comida con el entusiasmo educado de dos adolescentes maduros y felices por la oportunidad de viajar juntos. México estaba cerca y a la vez lejos. Paladeaban el sabor de la aventura.

Esa noche no quisieron seguir el itinerario convencional de los espectáculos propuestos por la moda y enunciados en el periódico. Descubrieron un pequeño aviso que les pareció interesante. En una iglesia de barrio se cantaba el Réquiem de Mozart. Decidieron escuchar a Mozart. El Réquiem, en una iglesia, parecía una buena propuesta.

Salieron del hotel y tomaron un taxi. Dieron las señas de la iglesia al conductor, una enorme espalda inmersa en la penumbra, quien los condujo durante largos veinte minutos por calles mal iluminadas, en un complicado recorrido que aparentemente se orientaba hacia el suburbio. Carlos comenzó a preocuparse. Pensó que tal vez no había sido una buena idea escuchar el Réquiem de Mozart en una iglesia desconocida en un barrio de extramuros mal iluminado. Grupos de hombres reunidos en las esquinas parecían observar el paso del taxi como si se tratara de un fenómeno exótico.

Cuando finalmente llegaron, unas veinte personas conversaban en la puerta de la iglesia. El público del Réquiem de Mozart. Una observación atenta y el saludo entusiasta de un sacerdote que les entregó dos partituras, los inclinó a pensar que no se trataba de   —146→   meros espectadores. Carlos explicó que no sabían leer música. Además, para escuchar y gozar de Mozart no era indispensable seguir la música en una partitura. El sacerdote lo miró con curiosidad.

-No se trata de escuchar, solamente -dijo-, todos cantamos el Réquiem.

Carlos advirtió que había algo extraño, no convencional y hasta sutilmente maligno en la apariencia de las personas que conversaban en el atrio con voces agudas y casi a gritos. No fue una revelación abrupta sino una confusa convicción que se acentuó a medida que observaba a esos hombres y mujeres de aspecto modesto y a la vez agresivamente vulgar, desaliñados y desprolijos, estrafalarios muchos de ellos y perturbadoramente amenazadores otros. Algunos rehuían la mirada pretendiendo ignorarlos, otros los observaban con un chisporroteo de violencia en los ojos cargados de furia inexplicable.

Carlos tomó la mano de su hija. Pensó que esa noche extraña habían cometido un grave error, pero retroceder en el tiempo y en el espacio parecía imposible. No había ninguna posibilidad de encontrar un taxi vagabundo por esos andurriales sospechosos.

Empujados por la multitud ansiosa entraron al templo. Buscaron un lugar y se sentaron, definitivamente entregados a lo inevitable. A su lado un hombre gigantesco mostraba viejas cicatrices en un rostro innoble, los brazos poderosos, tensados por la musculatura hacían bailotear extraños tatuajes obscenos. Junto a María, una vieja prostituta, obvia condición que revelaba el rostro pintarrajeado y el pegajoso olor de perfume barato, les dedicó una mirada violenta. La presencia de los intrusos no estaba justificada en el rito de los iniciados.

  —147→  

La voz del sacerdote serenó el rumor áspero y ahogado de la multitud.

-Vamos a ensayar. Cuando coincidamos en que podemos interpretar correctamente el Réquiem, cantaremos. Empezamos ahora.

Durante una hora el sacerdote condujo el ensayo. Con paciencia y voluntad didáctica, como un maestro de escuela de infantes propuso el canto del introitus, señaló a los que se equivocaban el tono, corrigió los acentos de la melodía, reprochó cariñosamente a quienes no se concentraban suficientemente y fue creando en el contradictorio conjunto de voces disonantes, la estructura básica de las tres primeras secuencias del Réquiem que alcanzó finalmente una expresión razonable. No fue sólo eso lo que ocurrió en la extraña e inesperada confrontación de actitudes y voluntades inicialmente dispersas y abruptamente opuestas. La fisonomía de la gente cambió. Los rostros duros y agresivos se dulcificaron, las voces agudas y ríspidas adquirieron un tono melodioso, sugestivo y profundo y hasta la enorme bestia sentada al lado de Carlos adquirió una expresión beatífica y sonriente, cargada de humanidad solidaria que se expresaba en miradas amistosas hacia el intruso, a quien una hora antes hubiera destruido con sus manos, empujado por una intención poderosa y bestial. La distorsionada sonrisa en la boca repleta de dientes podridos, intentaba expresar una franca simpatía por los extraños que participaban en la notable aventura de arte solidario.

El matón cargado de cicatrices y violencia, la prostituta gastada y perversa, los rostros agresivos y despiadados, la incongruencia moral que se expresaba en gestos y voces estridentes, se convirtió, por obra de la misteriosa manipulación del sacerdote, en un conjunto solidario, afectuoso, profundamente humano como si hubieran descubierto, en lo más oculto de sus naturalezas, la esencia de   —148→   su condición de hijos de Dios. Un Dios que podía no tener relación con el presupuesto original que explicaba la existencia del templo donde se desarrollaba esta fascinante transmutación, porque era un Dios ateo y universal, padre bondadoso, en el que la idea del bien y del mal integraba una profunda, misteriosa, indisoluble y patética unidad.

Carlos y María fueron invadidos por la mágica calidez de esos hombres y mujeres integrados ahora en un grupo humano indivisible. Un grupo uno, armonioso, alegre y apasionado, feliz por haber protagonizado el milagro, convencidos de que no estaban definitivamente abandonados de la mano de Dios, sino que participaban de la armonía universal, tan imperiosa como la armonía que habían logrado al estructurar con paciencia, voluntad y entrega la conmovedora música del Réquiem de Mozart.

El sacerdote dio por terminado el ensayo e invitó a un refrigerio para después iniciar, definitivamente, el canto esperado al cual habían dedicado una hora de sonidos controvertidos, aparentemente incompatibles, hasta descubrir que los unía e integraba su esencia de humanidad.

Carlos descubrió que se trataba de una asociación de alcohólicos anónimos. No había en el refrigerio bebidas alcohólicas y escuchó, sin proponérselo, fragmentos de terribles y superadas experiencias, relatos conmovedores y valientes, cobardías confesadas con pasión y piedad hacia uno mismo, y descabelladas historias atribuidas a seres intangibles y misteriosos, que se habían constituido en ejemplos exaltados de la voluntad de vencer los razonables vicios inherentes a la condición humana.

Después, todo fue fascinación. Carlos era un melómano vocacional y confesó que nunca había escuchado una interpretación tan extraordinaria del Réquiem. Las voces no fueron solamente sonidos,   —149→   sino la expresión viva de un espíritu inmortal introducido con audacia y misterio en esos cuerpos corruptos, desgastados por el vicio, tronchados por la desesperanza, destruidos por el egoísmo, la soledad, y la miseria de sus vidas cotidianas, en las cuales ya no era posible encontrar voluntad o imaginación, para anudar nuevas hipótesis de una vida mejor, si es que en realidad pueden existir vidas mejores o peores, tejidas con la madeja de esperanzas olvidadas o destruidas por la fatiga de sobrevivir. La decadencia de los cuerpos y de los espíritus, marginales, transgresores, inundados por la vaciedad de un futuro agotado el día de ayer, había sido transformada e iluminada por una voluntad solidaria, destinada a cambiar los gritos por la armonía, la violencia por la caridad, la brutalidad por el amor.

Porque fue claro que un sorprendente, extraordinario, conmovedor misterio de amor se había introducido e impuesto en los espíritus agotados por la maldición de sus pecados, cómplices comprometidos en las confusas y estúpidas contingencias cotidianas.

Carlos y María salieron de la iglesia tomados de la mano. Vivían una emoción que los aproximaba a las lágrimas, deseadas y necesarias, imbuidos del extraño fenómeno de plenitud amorosa que había cambiado, en pocas horas, la fisonomía exterior y la actitud interior de esa compleja y variada comunidad de náufragos, olvidados en la penumbra de una pequeña iglesia, en un barrio cargado de maldad y amenazas imprevisibles.

Se alejaron caminando lentamente por calles solitarias. No había luces en las ventanas, ni rumores domésticos que indicaran un rastro de vida enredado injustamente en los feos y enormes edificios que alguna vez habían sido de ladrillos a la vista, y ahora esperaban la inevitable demolición, quemados por el carbón del aire y el tiempo.

  —150→  

Padre e hija vagaban por las calles invadidos por una sutil e inefable alegría, a la vez que una emocionada serenidad. Ignoraban la fantasmal amenaza de la oscuridad, el silencio y la soledad de ese desgarrado sector del suburbio que esperaba la maza implacable de la demolición. Los embargaba la sugestión provocada por la misteriosa aventura de la música y la extraña experiencia de ese grupo humano extenuado por sus pecados y paradójicamente exaltados por un destino raro y venturoso. Fue instintivo el gesto violento de atraer a María contra su cuerpo cuando el enorme negro que había surgido desde la sombra, como una amenazadora fantasía onírica, los apuntó con un gran cuchillo que brillaba ominoso en la penumbra.

-Te voy a matar si no me das todo tu dinero.

La voz sonó sorda y rugiente como una tormenta inesperada y Carlos advirtió por primera vez que estaban abandonados a la más absoluta soledad. Cuando se repuso de la sorpresa:

-Tú no querrás matarnos. Solamente nuestro dinero. Un momento.

Apelando a una trabajosa serenidad se llevó la mano al pecho, la introdujo bajo el saco, y mostró la billetera.

-Aquí está todo. Mira.

Ante los ojos asustados del negro sacó el dinero, se lo entregó y mostró la billetera vacía. Después desprendió el reloj de la muñeca. El hombre lo tomó rápidamente.

-Calma, no es todo todavía. Con las dos manos soltó el cierre de una cadena que llevaba al cuello. Es una imagen de mi madre. Te la doy. Pero no nos harás mal.

En los ojos del negro había miedo y desconcierto. Continuó agazapado en un inquieto silencio hasta que Carlos dijo:

  —151→  

-Hijo de la chingada2. Me diste un susto padre. No era necesario el cuchillo. Lo mejor que puedes hacer es guardarlo. Con tu cara es suficiente. Me cagué hasta las patas -María estaba acurrucada a su lado. El negro se volvió para irse-. No, espera. Me has dejado con susto y sin plata. Por lo menos invítame a tomar algo fuerte para tranquilizarme.

La cara del negro expresó asombro y luego una sonrisa vagó en los labios gruesos entre los que brillaban unos dientes blanquísimos. Hizo un gesto con la mano.

-Allá.

Caminaron unas cuadras hasta una calle angosta desde la cual llegaba una música casi inaudible. Cuando el negro abrió la puerta del bar la música frenética, se convirtió en un estampido atronador. El olor a sudor, mariguana y vómito les indicó que habían llegado al infierno. No a un buen infierno ocupado por espíritus sofisticados, condenados por pecadores y ateos. El verdadero infierno de la horrible corrupción, la decrepitud física y moral, la perversidad y el dolor. Una multitud de negros y negras se apretujaba en una mínima pista de baile entre gritos excitados, gestos obscenos y contorsiones grotescas. Las luces de colores irritantes y la música atronadora componían un caos insoportable que colmaba de regocijo a esa extraña y homogénea comunidad de marginales que se debatían como fantasmas demoníacos en la penumbra. De algún lugar surgió alguien para preguntar qué querían. El negro miró a Carlos. Pidió Bourbon para los tres. Cuando el camarero trajo los vasos, el negro introdujo la mano al bolsillo y pagó. Hubo una complicada mirada de sorpresa y consternación entre los vecinos que no podían explicarse el fenómeno. Cuando llegó la tercera vuelta y se repitió el gesto, pensaron que la decadencia era irremediable   —152→   y ese negro miserable y traidor había perdido la chaveta. Pero no dijeron nada. El negro medía unos generosos dos metros de altura.

-¿Puedo bailar con tu hija?

Carlos lo miró fijamente. El negro sabía leer las miradas al final de una vida miserable y brutal.

-Si te acercás a mi hija estás muerto -murmuró Carlos sordamente. Durante la siguiente media hora no hablaron. Carlos dijo que debían irse-. Hijo de la chingada, tú tienes mi dinero. Dame algo para el taxi.

El negro se levantó. Parecía una montaña. La cumbre se perdía en la negrura luminosa del local.

-Yo los acompaño. Este es un barrio peligroso.

Salieron del bar y el viento helado pareció una brisa refrescante y bienhechora después del interregno en esa pocilga sucia y maloliente. Caminaron varias cuadras. El chofer de un taxi solitario disminuyó la marcha. Frenó cuando vio a Carlos y María detrás del negro que abrió la puerta del taxi, y dejó pasar a María. Después se volvió hacia Carlos.

-Seguramente querías esto.

En la enorme palma de la mano brillaba la cadena y la medalla. Fue el final. Communio Lux Aeterna del Réquiem de Mozart.





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