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Triunfo del amor y de la lealtad, día grande de Navarra

En la festiva, pronta, gloriosa aclamación del serenísimo Católico rey Don Fernando II de Navarra y VI de Castilla, ejecutada en la real imperial corte de Pamplona, cabeza del reino de Navarra, por su ilustrísima diputación, en el día 21 de agosto de 1746. Escribióla el reverendísimo Padre José Francisco de Isla, maestro de teología en el colegio de la Compañía de la imperial Pamplona; y la dedica a su virey y capitán general el excelentísimo Señor conde de Maceda

José Francisco de Isla



(Edición corregida y aumentada con algunas piezas curiosas del mismo autor.)




ArribaAbajoDos palabritas del impresor, y léanse

El público ha hecho tanta justicia al mérito de este papel, que apenas se divulgó dos meses ha, así en esta corte como en muchas de las primeras ciudades de España, cuando se consumieron todos los ejemplares de la primera impresión. Esto sin embargo de los muchos que se repartieron gratis, de los cuales algunos también tocaron ingratis. Los demás que se vendieron, se estamparon a excusas de la obediencia, es decir, sin noticia del Reino, que encargó y costeó la obra; porque ya se sabe que los impresores, cuando se nos vienen a las manos estas cositas de gusto, siempre hacemos de las nuestras. Váyanse por otros muchos chascos que llevamos al cabo de la jornada, «o de las jornadas», en tantas ocasiones como imprimimos de nuestra cuenta «cosas que no están escritas». En la presente no ha sucedido así; porque hipan tanto por este papel, de todas las provincias y aun rincones de España donde ha llegado su noticia, que se asegura el despacho aunque se impriman millares, como ahora se ha hecho. Por rara casualidad llegó a mis manos la copia de cierta carta que escribió un señor arzobispo de estos reinos, de aquellos que más ilustran a las mitras que son ilustrados por ellas, en la cual se lee esta cláusula entre otras: «Todos cuantos en este gran pueblo la han leído (habla de esta obrilla) la exaltan hasta el cielo, y confiesan que en esta línea de escritos no han visto otro que con mucha distancia le iguale. Algunos sugetos conozco que ya que no podían quedarse con el papel, como todos deseaban, discurrieron el medio de hacerle proprio reservándole en su memoria, y con efecto lo lograron decorándolo perfectamente. Los demás que no logran tiempo o facultad para esto, gritan para que aquí se reimprima el papel; y creo que se hará así finalmente, si de ahí no vienen los ejemplares a cargas». Esto se llama decir muchísimo en poco. y confieso que luego que lo leí abrí tanta codicia, como si dijéramos tanto ojo. Porque no se me anticipase otro me adelanté yo. Y ves aquí el verdadero motivo de esta reimpresión. En ella añadí dos piezas dignísimas de eternizarse en los moldes. Una es la discreta carta del erudito, sabio y juiciosísimo crítico Don Leopoldo Jerónimo Puig, bien conocido entre los literatos de España, con el motivo de la deshecha borrasca que se levantó contra este papel en la ciudad de Pamplona, y por recudimiento en muchos pueblos de Navarra; y otra es la carta que en acción de gracias escribió el autor del papel al mismo Don Leopoldo. En esta segunda carta se halla inserto un memorial que el autor presentó a la diputación del ilustrísimo Reino, tan nervioso, tan elocuente y tan enérjico, que según me han asegurado sugetos que tienen voto, vale este memorial tanto o más que el mismo papel. Léese en él una historia puntual, sincera, exacta, de todos los pasajes que intervinieron en su idea, en su resolución, en su formación y en su injusta increíble persecución, con la gracia particular de citarse por testigos de los principales hechos que en él se refieren, a la mayor parte de los diputados a quienes se presenta. De los otros hechos se citan a sugetos que están a la vista, y como dicen, a la mano, o cartas originales que se han exhibido a muchos, y se exhibirán a los que tuvieren curiosidad de leerlas. A vista de esta relación, que dentro de los límites de la fe humana no cabe cosa más cierta, se haría increíble la tempestad que se excitó contra el papel y contra su autor, si, como decía un discreto, no fueran más las especies existentes que las posibles; porque cada día se ven cosas que antes de palparse se tendrían por quiméricas. Insértase asimismo en dicha segunda carta la que escribió el ilustrísimo reino de Navarra al reverendísimo Padre provincial de la provincia de Castilla, en vindicación de su mismo honor, contra los que inconsideradamente le vulneraban, maltratando una obra que se había dispuesto de su orden, y no se había divulgado sin que precediese su examen y su aprobación; y de camino da el ilustrísimo Reino un honorífico testimonio del concepto que forma del papel y del sabio autor que le dispuso. Todas estas piezas interesarán la curiosidad de los que no la tuvieren del todo dormida o amodorrada. Témome que el autor no lleve en paciencia que se le estampe su carta escrita a su amigo Don Leopoldo, con inserción del memorial y de la carta del ilustrísimo Reino; pero habrá de tenerla su reverendísima; porque si a Don Leopoldo le pusieron de molde su primera carta sin consultarle su gusto, ¿qué razón habrá para que Don Leopoldo consulte el del reverendísimo autor para hacer que se estampe su respuesta? Y mas cuando el derecho de represalia es permitido en toda buena guerra, y sabe el padre Maestro Isla que las cartas, una vez que salgan del poder de quien las escribe y lleguen a quien van, fiunt juris illius ad quem mittuntur. Finalmente, en esta segunda impresión me he tomado la licencia de quitar el bozo al autor, poniéndole en la frente de la obra con sus pelos y señales; porque sabiéndose ya en toda España quién es, y nombrándose expresamente en los documentos que se añaden, sería impertinencia el que guardase, o por mejor decir, el que afectase el incógnito. Hay también la conveniencia de que no le llamen anónimo, que para la inteligencia de muchos es desvergüenza de marca. Acabáronse mis advertencias. Dirás que te ofrecí dos palabritas, y que te he encajado dos docenas. Tienes mucha razón; pero si ahora te doy más de lo que te ofrecí, váyase por otras cien ocasiones en que te doy mucho menos de lo que te prometo; que esto, a fuer de impresor de bien, es preciso que suceda muchas veces. Dios te guarde.




ArribaAbajoAl excelentísimo señor don Antonio Pedro Nolasco de Lanzos Yáñez de Noboa, Andrade, Enríquez de Castro, Córdoba, Ayala, Haro, Montenegro, Sotomayor, Taboada y Villamarín,

conde de Maceda y de Taboada, vizconde de la Yosa, grande de España, gentilhombre de cámara de Su Majestad con ejercicio, caballero del real orden de San Genaro, señor de las casas de los maestres de Calatrava y Alcántara (don Pedro y don Gonzalo Yáñez de Noboa), de la de Villarino Docampo, fortaleza de Villamarín y Piñeira de Arcos; de la de Santantoiño, Terranova, Somoza y las Mestas, Villamourel, Medin y Vigo; de la casa y torre de Villouzas y Lanzos, sita en la ciudad de Betanzos, con su jurisdicción civil y criminal, mero misto imperio, alférez mayor y regidor de ella; señor de las casas, torres y jurisdicciones de sobran, Oeste y Catoyra, de las de Celasanin, de la de los Crus, en la villa de Pontevedra, señor de las islas de Ons y Onza, en el mar Océano, teniente general de los ejércitos de Su Majestad, virey y capitán general del reino de Navarra, gobernador supremo en lo político y en lo militar de la villa de Madrid, su jurisdicción y territorio, etc.

Excelentísimo señor.

Señor: Ya que el reino de Navarra tuvo el dolor, mezclado con mucho gozo, de que vuestra excelencia no pudiese autorizar el día grande de su proclamación, porque al mismo tiempo que el Rey (eternícele Dios) mandó al Reino que hiciese esta función, dio orden a vuestra excelencia para que luego le fuese a servir cerca de sus reales pies; pretendo yo lisonjear su corazón y contentar su desconsuelo, con solicitar que vuestra excelencia se digne hacer el primer papel en la aclamación escrita, ya que no le fue posible representarle en la ejecutada. Cónstame que si el Reino tuviera por conveniente que saliese en su nombre este papel (decente desahogo de otras tareas mas serias a que me dedica mi profesión), no le consagraría a otras aras que a las de vuestra excelencia; porque con ningunas tiene igual devoción, después de las soberanas, y de ningunas otras esperan sus votos mejor despacho. Con que seguramente puede vuestra excelencia creer, sobre mi palabra, que si al pie de esta dedicatoria no se leen firmados los nombres de la Diputación, por justos respetos, no le falta ni una sola firma de aquellas que rubrican los corazones con lo mejor de su sangre. Sóbranle al ilustrísimo reino de Navarra todas sus luces para conocer lo que en vuestra excelencia tuvo, lo que en vuestra excelencia he perdido, y lo que en vuestra excelencia ha ganado; porque lo que es y lo que ha sido vuestra excelencia, lo ven, lo conocen y lo palpan hasta los más ciegos. La dificultad no está en conocerlo, sino en confesarlo. ¿Pero quién habrá ya que pueda resistirse a esta confesión, a vista de lo que ha hecho y está haciendo con vuestra excelencia el Rey más amado, el más justo, el más clemente, el de mejor corazón y el de más benignas entrañas que ha adorado España en el trono por espacio de algunos siglos? Desde luego dio a entender al mundo este gran monarca, que su carácter era el de la bondad y la justicia; y para convencerle con la demostración más concluyente y más práctica, casi el primer paso de su glorioso reinado fue confiar a vuestra excelencia el gobierno político y militar de su corte y territorio, con total independencia de otro que de su misma real persona, creando para vuestra excelencia un empleo con facultades tan amplias, que en los términos no tiene ejemplar en la historia. Todos esperaban mucho, pero nadie imaginaba tanto. ¿Qué importa? Puede poco un rey que solo puede hacer lo que sus vasallos son capaces de imaginar. Escuchóse esto en España primero con asombro, y después con tanto aplauso de los que tienen el corazón sano y bien complexionado, que ninguno necesitó consultar a las estrellas para pronosticar, no ya con observación vana, atrevida y embustera, sino con prudente bien fundada conjetura, los mayores aciertos y las más sólidas felicidades en el amable reinado que comienza. Este pronóstico en el reino de Navarra casi deja de serlo, porque lee lo futuro por el libro de lo pasado. Siempre ha merecido este reino a la piedad de los monarcas, que nombrasen para representarlos en el solio de sus vireyes a los mayores próceres de la monarquía, esto es, a los que habían sido en las campañas Martes, en los estados Apolos, en los gabinetes Oráculos, en los templos Numas. Y con todo es voz constante, universal en Navarra, que hasta ahora no han venerado sus naturales virey más valiente, más justo, más político, más piadoso, de celo más ardiente por el servicio de ambas Majestades, de igual desinterés, de semejante amabilidad, y tan accesible a todos, que está por oírse la primera queja de alguno que desease hablar a vuestra excelencia y no lo hubiese logrado muy a su satisfacción, por miserable, por desvalido que fuese: tanto, que aun los que no salían con el despacho que solicitaban, porque no era fácil que todos pidiesen cosas justas, se arrancaban de los pies de vuestra excelencia con dolor de separarse de ellos, y al mismo tiempo con el consuelo de que habían desahogado sus trabajos en el seno de un señor que sabía compadecerlos cuando no podía remediarlos. Sola una clase de gentes ( si es que lo son) encontró siempre tapiados los oídos de vuestra excelencia, cerradas las puertas de palacio: los lisonjeros, los falaces, los simulados, los hipócritas en cualquiera línea. Enemigo irreconciliable de todo artificio, de toda superchería, sólo tardaba vuestra excelencia en desterrarla el tiempo que era menester para descubrirla; porque su genio franco, leal, veraz en el grado más subido, no podía tolerar a esta peste de la sociedad humana. Tan distante de toda ambición, que cuando vuestra excelencia se podía prometer de la clemencia real todo lo imaginable, se le oyó decir repetidas veces que no aspiraba a otro premio de su amor y de sus servicios, que a vivir en paraje donde pudiese consolar su lealtad con ver al Rey todos los días. Sobre estas pruebas experimentales funda el reino de Navarra su vaticinio, si así se puede llamar lo que no es más que mudanza de teatro, trasladándose a la corte de Madrid aquello mismo que primero se representó en la corte de Pamplona. Me he ceñido a lo que nadie puede disputar a vuestra excelencia, sin miedo de que los que se metieren a adivinar el autor de este escrito, me adviertan ni me noten otra pasión que la que todo hombre de bien debe tener por el mérito, por la virtud y por la heroicidad. Por lo demás, nadie como vuestra excelencia sabe cuánto dista mi genio de la adulación, inclinando tal vez al extremo contrario con tanto exceso, que solo las pocas almas que hay en el mundo tan grandes como la de vuestra excelencia, pueden tolerarme; y aunque conozco este defecto, estoy muy distante de la enmienda; porque vivo muy lejos del arrepentimiento. Guarde Dios a vuestra excelencia como España ha menester. -Excelentísimo Señor. -Besa la mano de vuestra excelencia su más fiel venerador. -José Francisco de Isla.




ArribaAbajoPrólogo de prisa al que estuviere despacio

Dirás (si ya no estás cansado de machacarlo): ¿qué cosas hizo el reino de Navarra en la proclamación, para que la proclamación del reino de Navarra quiera hacer papel? Qué toros, qué arcos, qué carros triunfales, qué máscaras, que jeroglíficos? ¿Hubo más que salir la Diputación como otras veces, hacer lo acostumbrado, y servitor? ¿Tienes más que bachillerear? Pues dígote que ni hizo más, ni podrá hacerlo; porque todo lo demás sería mucho menos. Siendo tan inclinada a divertirse la nación Navarra, como todo el mundo sabe, y bastando ella sola para divertir a todo el mundo, ahora dio un testimonio el más auténtico de que para ella, en la presente ocasión, no había diversión equivalente a la

deViva Fernando.
Sus torosViva Fernando.
Sus arcosViva Fernando.
Sus carros triunfalesViva Fernando.
Sus máscaras y sus jeroglíficosViva Fernando.

En saliendo de aquí, todo lo demás la entretendría los ojos, pero no la llenaría el corazón. Hizo con Fernando el Segundo, ni mas ni menos lo mismo que ejecutó con todos sus gloriosos predecesores; porque el amor del reino de Navarra a sus reyes, desde los principios subió hasta lo sumo, y fijóse: ni puede crecer, ni es capaz de menguar. Pero si el Reino no hizo más, ¿qué es lo que se puede decir sobre lo que hizo el Reino? Eso, señor mío, era bueno para que me diese cuidado a mí, que lo he de contar; pero a usted, ¿sobre qué carga de agua? Para que alabe usted a Dios, y vea que el que cría y mantiene a las hormigas, también cuida de los habladores, allí le sirvo con diez y ocho o diez y nueve pliegos de parladuría, sobre un asunto que estaría dicho en pocos renglones. Y créame (siquiera porque yo se lo digo), que si fuera por hablar, todavía estaría hablando hasta que callasen los necios; porque se me han quedado entre los otros dos deditos, como unos cuarenta pliegos más. Y es la gracia (tanta es mi satisfacción), que estoy persuadido a que ni aun a usted mismo le ha de cansar lo hablado, se entiende de entrañas adentro, por más que se las roa cierta sabandija; que de dientes afuera, bravamente se desquitará vuesa merced. ¡Y cierto que a mí se me dará mucho! Ahora querrá alguno saber cómo yo me llamo. Pero eso es demasiada curiosidad, y es razón mortificarla. Como no me llame poeta (que ni lo soy, ni quiera Dios que lo sea), llámeme cualquiera como se le antojare, mas que me llame urraca, cotorra o papagayo, que es cuestión de nombre. Y con esto buenos días, buenas tardes o buenas noches.






ArribaDía grande de Navarra


- §. I. -

¿Ello ha de ser? Pues pereza fuera y manos a la obra. Va de relación; ¿pero en qué estilo? ¿Será crespo, sonoro, altisonante? No; que es estilo campanudo, de repique y de volteo, y en este estilo ya hicieron las torres su relación, y la representaron tan alto, que las oyeron los sordos. ¿Será blondo, petimetre, almidonado y a la chamberí? Menos; porque sería estilo de moda, pero no de estilo; sería escribir penoso, y no caen en gracia las penas cuando todos estamos en nuestras glorias. ¡Bueno fuera que en cada párrafo de relación gastara cuatro horas de tocador, libra y media de polvos y seis botes de manteca de azahar, para atusarla el peluquín! Eso quisieran los lindos; pero no se verán en ese espejo. Soy hombre que me muero por la música, pero me matan los músicos si dan en muy tocadores. ¡Polvos! A cada paso los doy, solo por no tenerlos. El pulvis es del memento homo, me espanta más en las cabezas, que en las calaveras; bien que en muchas allá se va todo. No lo digo yo de mi cabeza; que esto lo dijo el que dijo


Por las calles, por las plazas,
Cabezas se ven quimeras;
La mitad son calaveras,
La otra mitad calabazas.



Cosa de azahar ni se diga ni se huela; es ungüento azaroso y al fin ungüento. No es estilo tan desahuciado, que necesite la unción. Ya sé que en la coronación de algunos reyes se gasta buen recado de este género, consagrándoles la persona y acordándolos la fragilidad. Algo de esto se usó también en Navarra, in illo tempore; pero ya los tiempos son otros, y no son peores que los pasados, por más que gruñan los que están mal con todo lo presente, pero no con los presentes. Ni la piedad de nuestros reyes necesita de este recuerdo, para pensar en lo que serán, ni el respeto de los españoles ha menester esta consagración en sus reyes, para venerar en ellos lo que son.¿Pues hablaré grave, majestuoso y de autoridad? Así parece que lo pedía el objeto de la función, que no puede ser más soberano; así parece que convenía al asunto de ella, que no pudo ser más serio; así parece que se proporcionaba al ilustrísimo Reino que la representó, porque en todas sus funciones es propiedad el respeto, y la majestad diferencia; tanto, que aun por eso y porque así lo manda la ley, a toda función pública va siempre muy de golilla. Pero en funciones de proclamación golilla afuera, dice la misma ley, y a fe que tiene razón, por lo que se me antoja decir en esta cómo se llama:


¿El proclamar no es clamar?
¿Clamar no es alzar el grito?
Pues si se aprieta el garlito,
¿Cómo se podrá gritar?
Váyase pues a pasear
Por esta vez la golilla,
Que estorba a lo que se chilla
Y es importuna esa amarra,
Cuando alza la voz Navarra
Para que se oiga en Castilla.



Con que si yo saliera ahora muy de golilla a referir una función en que está colgada por la ley del Reino, de hoy a mañana pediría la Diputación el contrafuero, y me mandarían reponer el estilo. Eso quisiera el mal dimoño, pero no le dará por esta vez la golilla en el garguero. No faltarán mas de dos de estos que arrastran bachillerías para críticos, que no se aquieten con esta satisfacción, y pongan mal gesto a este papel, diciendo que publicándose con nombre de un reino, y de tal reino, había de ser rumboso, ponderoso, sonoroso; porque lo demás parece hacer chanza de las mayores veras. Buen provecho les haga su opinión, y con su dictamen se lo coman, que yo leí muchos años ha Ridentem dicere verum quid vetat? Y me atengo a lo que dijo no ha mucho tiempo cierto cisne aragonés vestido de negro: «Hablar de veras con burlas, arduo rumbo». Y si estuviera empeñado en conjurarles la hipocondría, a fe que había de aplicarles el exorcismo del mayor conjurador de hipocondrios energúmenos que conoció la Iglesia poética:

A nostris procul est omnis vexica libellis;
Musa nec insano syrmate nostra tumet;
Mart.
Illa tamen omnes laudant, mirantur, adorant;
Confiteor: laudant illa, sed ista legunt.


Vaya en lego para que lo entiendan los poseídos en romance:


   No es esta obrilla de aquellas
Que se espuman y se esponjan,
Donde es cada voz vejiga
Y cada cláusula ampolla.
   A mi numen no se le hincha
Con inflamación la boca,
De modo que hable palabras
A manera de ventosas.
   Las obras de alto coturno,
Las crespas, las estruendosas,
Todo el mundo las alaba,
Las admira, las pregona.
   Con todo, hay la diferencia
Entre éstas y las ramplonas,
Que a todos pasman aquellas,
Pero leen estas otras.



Si esto no alcanza, alcance la gracia de Dios; que ya basta de prólogo; porque no se parezca esta obra a los palacios de Sian, los cuales, si no nos engaña el señor Engelberto Kaemfer, todos son patios, zaguanes y corralizas.




- §. II. -

Como iba diciendo de mi cuento, ya sabe el mundo lo que es el reino de Navarra, y lo sabe tan de allá, que cuando el mundo andaba a la escuela, aprendió a leer por las glorias de este reino. Yo me guardaré de caer en la tentación; que sería parvulez, de pararme ahora a hacer una reseña de ellas, cuando son tan sabidas, aun de los que menos saben, que las cantan en su lengua los niños malabares. La historia de Navarra es la historia del mundo universal, o por mejor decir, la historia del mundo universal es la historia de Navarra; porque no habrá imperio, no habrá reino, no habrá provincia en todo lo descubierto, en cuyas glorias no anden mezclados los navarros, como dicen que anda la sal elemental en todos los mistos. Lástima es que el valor no tenga sus apóstoles, que las armas no tengan sus profetas, y que no haya también sus misioneros del garbo, del esplendor y de la gentileza, para decir de los individuos de este reino, que in omnem terram exivit sonus eorum, et in finem orbis terrae verba eorum. Pero mientras no se me ofrece otra cosa más oportuna que aplicarlos, consuélense con que hasta ahora no ha nacido en el mundo sugeto particular a quien venga más ajustado este textecito, que aquel gran paisano suyo que nació estrella en Navarra, vivió astro en el ocaso, y murió sol en el oriente; de quien dijo un príncipe bárbaro (olvidándose por entonces de lo que era), «que más estimaría ser paisano de Javier, que rey de doce Amanguchis». Si yo soy hombre que me conozco en elogios, todos cuantos se han dicho de esta ínclita nación no valen la mitad que éste.

Parecíame a mí que había dicho algo el que dijo, habrá veinte años, «que sin adulación se podía afirmar que Navarra parece el domicilio de la piedad, el país del ingenio, la patria del valor y el suelo nativo de la generosidad; que los navarros son dóciles a lo bueno, advertidos, agudos, espiritosos, intrépidos, ágiles, garbosos y de una grande propensión genial a cultivarse en todas las habilidades que pueden servir de adorno; que todo ejercicio decente que pide corazón, presencia de ánimo, agilidad y presteza, es muy del genio de la nación navarra». En fin, le había yo alabado mucho la elección, la propiedad y el buen gusto con que aplicó a la pequeñez de este gran reino aquellos versos de Manilo:


Ne contemne tuas quasi parvo in corpore vires
Quot valet, immensum est. Sic auri pondera parvi
Exuperant pretio numerosos aeris acervos.
Sic adamas, punctum lapidis, pretiosior auro est.
Parvula sic totum pervisit popula Coelum.
Sic animi sedes, tenui gub corde locuta.
Per totum augusto regnat de limite corpus.
Materiae ne quaere modum; sed perspice vires,
Quas ratio nun pondus habet.



Y lo puso en castellano corriente, para que viniese a la inteligencia de todos.


   No tu incauto desprecio,
Cual geómetra infiel, tomar presuma
Por tu cuerpo a tus fuerzas la medida.
Inmensidad de precio,
Grandeza desmedida,
Dilatación sin términos en suma,
Quilates mil cifrando en peso leve,
Sabe el valor ceñir a bulto breve.
Así de oro abreviado la fineza
Puede más que del bronce la grandeza,
Venciendo generosa
De otros metales turba numerosa.
Así al oro el diamante
Vence, y no más que un átomo brillante.
Así de nuestra vista, orbe sucinto,
Desde un breve recinto,
A un rápido desvelo,
Domina todo el ámbito del cielo.
Así todo el vigor del alma esconde
Trono conciso el corazón, de donde
Vital se esparce influjo soberano
Por toda la región del cuerpo humano.
No es medida segura
Del cuerpo la estatura,
Cuando robusta, libre, dominante
La razón muestra fuerzas de gigante.



Dijo bien, y le debemos dar las gracias los que somos poquito, porque nos sacó del no ser al ser, y porque en cláusulas breves y elegantes hizo la más discreta apología de la nada. Pero con licencia de su discreción, dijo mucho más en mucho menos del abreviado reino de Navarra el bárbaro rey de Amanguchi, cuando, asombrado de lo que veía en Javier, exclamó «que más estimaría ser navarro, que rey de doce reinos». No dijo ser rey de Navarra, que eso sería una verdad de Pedro Grullo; y si los reinos eran como el suyo, lo sería también, aunque dijera doce mil. Contentábase con ser cualquiera cosa, como fuese hijo de Navarra, porque concibió que en este reino pequeño todo es grande. Si los navarros se aplicaban a santos, a todos los imaginó Javieres; si a conquistadores, todos Sanchos; si a justicieros, todos Garcías; si a doctores, todos navarros. En suma, creyó (y no se equivocó mucho) que en las montañas, y aun en los eriales de este reino, nacían héroes, como dijo uno, que en las huertas de Roma se sembraban lechugas y nacían después dioses: O sanctas gentes! quarum Dii nascuntur in hortis.

Ahora se me antoja a mí hacer una digresión, venga o no venga. ¿Por qué razón cierto sabio, togado de este reino, más cargado de leyes bien digeridas, que el Digesto mismo, y que en materia de erudición está hecho una colmena (no sino muchas), pues chorrea noticias nada vulgares, selectas, oportunas por todas sus coyunturas, tanto, que cuando habla, parece que lee, y dicen que hasta cuando duerme sueña también de molde; ¿por qué razón, vuelvo a decir, que en cierta censura que dio a cierto papel, escrito por cierto autor, hace como que extraña o como que se queja de que «hasta el siglo pasado no se hubiese dado a la luz pública obra alguna histórica del reino de Navarra, escrita por natural suyo?» Perdóneme su erudición, que sabiendo en lo demás a qué mano caen todas las noticias, en este particular no sabe cuál es su noticia derecha. Han salido a luz pública tantas historias del reino de Navarra, como se han escrito historias de todas las naciones del mundo, y éstas no sólo se publicaron en el siglo pasado, sino en siglos tan pasados, que de puro pasados están ya podridos. Si me enfada, le diré que la historia de la China, la del Japón, la de Persia y de la Transilvania, son historias de Navarra; y no me apure tanto, que le diga que hasta la misma historia de lo futuro es historia de este reino; y no me falta un tris para adelantar que aun la historia de lo posible está a pique que lo sea; porque no parece posible valor, empresa o hazaña, que no pruebe algún costado de este reino esclarecido y en que no se entren los navarros como en su propia casa. Eso de que no sean naturales suyos los que escribieron dichas historias, hasta que nacieron en el siglo pasado los Moretes, los Alesones y los Elizondos, también se ha de entender cum mica salis. Del hombre de bien todo el mundo es país: Virtutis patria ubique est, dijo aquel que primero fue el primer abogado que habló en los estrados de Roma, y después lo elevó también su mérito a la religión o a la región de los togados. Por esta regla de contar paisanajes, los navarros son naturales de todo el mundo, y los hombres de bien de todo el mundo deben ser naturales de Navarra. Conque para otra vez váyase con tiento en echar las temporalidades a todos los que nacimos fuera de este reino, extrañándonos de él a todos, pues con su licencia, no es lo mismo ser forasteros que no ser naturales; y tenga también más caridad con este ilustrísimo reino, el cual, por más que le abrevie la geografía, por más que le ciñan los montes que le guardan para que no se escape, por más que te estrechen las cadenas que le aprisionan porque no se huya, sabe hacer sus escapadas y extenderse por el mundo todo. No de otra manera que un río caudaloso que estrecha en poca margen inmenso fondo, tal vez deja descuidar a su madre, y burlando márgenes y diques, aunque la madre natural sea Navarra, sabe también buscar su madre gallega.




- §. III. -

Pues como íbamos diciendo, hasta el día 13 de julio próximo pasado era el reino de Navarra reino ilustrísimo, y no era en él lo ilustrísimo título postizo de dignidad, sino propiedad inseparable de su naturaleza. Pero en aquel fatal día, a las cinco de la tarde, de repente y cuando nadie lo pensaba, pasó a ser reino obscurísimo, reino anochecidísimo, reino tenebrosísimo, reino funebrísimo, y en fin, reino en quien todos los superlativos de la negregura, del luto, de la obscuridad y del dolor, le venían más cortos que los mismos positivos. Es el caso, que aquel día y en aquella hora tuvo el excelentísimo virey conde de Maceda una posta con la noticia fatal del alevoso golpe que el día 9 había descargado la muerte a traición y de sorpresa en la amada vida de nuestro amado rey Felipe V. Hízolo de repente; que a haberlo pensado, quizá no se atreviera a hacerlo. Matóle a traición; que cara a cara, ella se guardaría bien de ejecutarlo; a lo menos se miraría mucho en lo que iba a hacer. Por más que nos pinten a la muerte rigurosa, justiciera, igual, inexorable, imparcial y tan atrevida con los palacios como con las cabañas:


Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
Regumque turres



yo sé muy bien que a lo menos hubiera dilatado el cruel golpe todo lo posible, si hiciera reflexión a que iba a desentronizar la religión, a descoronar la piedad, a descetrar la virtud, a hacer polvo la prudencia, ceniza la integridad, sombra la majestad real, y la justicia esqueleto. Yo sé que se hubiera ido con más tiento en ajar a Francia la mejor lis, en postrar a España el león más bravo, en dejar a Marte sin espíritu y a Minerva sin aliento; porque al fin, esto hizo en un instante la atrevida muerte con su hazañosa, mejor diré, con su facinerosa osadía.


Religio, Pietas, Virtus, Prudentia, Leges,
Regia Majestas, Justitiaeque nitor:
Gallica, mutato squalentia Lilia vultu,
Hispanusque Leo, non memor ipse sui:
Robora Mavortis, tum gloria culta Minerva,
Sub tumulo nostri Principis ecce jacent.



Pero al fin hízolo la muerte sin saber lo que se hacía, y la posta que condujo a Navarra esta noticia no fue posta, fue bala de cañón que se llevó de calles los corazones de todo este reino. Anocheciósele el resplandor, obscureciósele el lustre, apagáronsele las brillanteces, y se quedó más negro que la media noche, un reino que era más claro que el mediodía. En suma, perdió el color y se vistieron las almas el traje de las sombras, siendo el luto exterior no más que reflejo obscuro de la lobreguez de adentro. No parece sino que el profeta de los tristes tomó a su cuenta hacer la relación de lo que pasó aquel día en Navarra, tres mil años antes que pasase, cuando dijo arrebatado: Quomodo obscuratum est aurum, et mutatus est color optimus? Después de haber referido que lloraban las piedras de la calles, que se deshacían las puertas, que se despedazaban los sacerdotes, que se desgreñaban las mujeres, y que no podía salir el aliento sino forcejando contra una opresión inmensa de amargura: Viae Sion lugent: omnes portae ejus destructae, Sacerdotes ejus gementes, Virgines ejus squalidae, et ipsa oppresa amaritudine. Si la noche se pudiera ver con los ojos corporales, diría yo que Jeremías había visto con ellos las tinieblas de Navarra en aquel funesto día, tan claramente como vio con ellos mismos, en sentir de San Jerónimo, la cautividad de Jerusalén, interrumpiendo por esta ocasión lo profeta: Captivitatem Urbis; atque Judeae, non solum spiritu, sed et oculis carnis, intuitus est. También parece que yo la estaba viendo habrá como unos tres lustros, cuando lloré poco, más o menos de esta manera en ocasión muy semejante:


   ¡Qué noche va arrastrando,
Todo borrón el sol en vez de luto!
O se han hecho las sombras su atributo,
O, en vez de esclareciendo, está borrando.
Rasgos negros los rayos, van notando
En el papel del cielo
Mucho horror, mucho llanto, mucho anhelo;
Yo en tan mortal oscuro parasismo
La pluma mojo en lo hondo del abismo,
Si ya a mojarla en fúnebres despojos
Al tintero no acudo de mis ojos:
Siendo después, en el pavor que pinta,
Bayeta del papel mi negra tinta.






- §. IV. -

Así se veía, o no, sino así se atentaba el reino de Navarra desde el referido día 13 de julio hasta 9 del inmediato mes de agosto, en que de repente desapareció (no se sabe adónde) aquella larguísima noche que había durado un mes menos cuatro días. Fue el caso, que en el expresado día, mes y año, recibió la Diputación una carta del rey (Dios le eternice) Don Fernando II de Navarra y VI de Castilla, su fecha en el Buen Retiro a 26 del pasado mes de julio, en que mandaba su majestad se le proclamase en este reino, no más que como el Reino mismo lo sabe y lo quiere hacer. La carta no decía más, ni era fácil que tampoco lo dijese; porque sería mucho menos todo lo que se quisiese añadir. Ya se sabe que el reino de Navarra nada sabe hacer en obsequio de sus reyes, que no sea con la mayor velocidad, que no sea con la mayor magnificencia, que no sea con la mayor bizarría. Si están o no están bien puestas las alas a aquel amor de mala casta que dicen nació en el mar Eritreo, medio espuma y medio ostra, allá lo disputarán, y con efecto lo disputan (porque es cuestión muy importante) ciertos autores gravísimos que están trabajando en unos doctos comentarios sobre el Chichisveo, y concluidos estos, ilustrarán con anécdotas y escolios la Pulga, de Lope de Vega Carpio. Lo que no admite disputa es que el amor del reino de Navarra a sus monarcas (amor un poco más bien nacido que el otro amorcillo de mala ralea y de linaje obscuro, como engendrado al rin entre abadejo y sardinas) tiene alas tan seguras, que:


   Cuando al soberano agrado
Real precepto merece,
Siempre exhalado obedece,
Pero nunca desalado.
    Por más que a su amor con balas
Cargas le disparen sumas,
Le podrán quemar las plumas,
Pero no cortar las alas.
    Las cadenas, que se enlazan
Cuando su amor eslabonan,
A lo sumo le aprisionan,
Pero jamás le embarazan.
    Y si subir hasta el cielo
Para obedecer al Rey
Fuere menester, su ley
Sabrá obedecer al vuelo.



Con efecto, el mismo día en que recibió la diputación la carta de su majestad, disparó volantes a los lugares donde tienen su residencia ordinaria los miembros ausentes de este ilustrísimo gremio, a quien unos llaman areópago en cifra; otros quieren decir que esta no es buena comparación, porque los areopagitas eran hombres de escuela, y los diputados del reino de Navarra no siempre son hombres de escuela, pero siempre son escuela de hombres. Por eso hay quien llame a la Diputación fragmento de los quirites y residuo de aquel tribunal que había en Roma y se decía de los conservadores, porque su oficio principal era velar (invigilar diría un aprendiz de covachuela, aunque supiera que le habían de desplumar si omitía el terminillo) o desvelarse para que se conservasen al pueblo sus fueros, sus leyes, franquicias y privilegios. Y se los mantenían tan conservados o tan almibarados, que es fama que nunca perdían el punto, jamás se revenían, se enmohecían ni se acedaban. Éste es pintiparado el oficio de los conservadores del reino de Navarra, o por otro nombre, de los señores diputados, centinelas de los fueros, piquetes de las leyes nacionales y guardias avanzadas de los privilegios, que al menor rumor tocan al arma y disparan una petición de contrafuero al mismo Rey, hablando con el debido respeto; y su majestad está tan lejos de tenerlo por desafuero, que antes le suena a lisonja, estimando que le acuerden su palabra o sus palabras; porque jura tantos que se las ha de cumplir. Y es, que los juramentos de los reyes, especialmente a la ínclita nación navarra, todos son como fiestas votivas, que son fiestas de guardar; y aquel sedicioso adagio que dice: «Allá van leyes donde quieren reyes», entendido como vulgarmente lo entiende la malicia, está condenado por las leyes de este reino; y aun, en sentido más benigno, está suplicado, hasta que se mande reveer y corregir ad mente Regis.

Ahí es un grano de anís el empleo de diputados, para que los que le ocupan y le llenan no sean unos hombres en quienes la nobleza es lo de menos, con ser así que es hasta donde puede ser, desde la misma cucarda del Pirineo inclusive, hasta los esperezos del Moncayo, tirando una línea intencional entre el Septentrión y el Poniente. Los que entienden algo de geografía y de nobleza ya comprehenden lo mucho que digo en este poquito; los que no entienden de esta ni aquella, poco se va a perder en que no me entiendan. Vuelvo a decir otra vez, y lo diré otras dos mil, que en los caballeros que componen la diputación del reino de Navarra, la nobleza es lo de menos; porque lo menos que son es lo que fueron sus abuelos, y lo más es lo que son ellos mismos. Escógelos todo el Reino junto en cortes, para fiarles las llaves de sus leyes, y para encargarles la custodia de sus fueros; que después de lo que adoran dentro de la custodia y lo demás que hay sagrado, es lo que mas veneran los navarros. Con que dicho se está que han de ser unos sugetos de un juicio maduro, de una prudencia consumada, de una experiencia conocida, de una penetración suma, de una discreción exquisita, de una constancia a toda prueba, de un valor acreditado y de una fidelidad inviolable; so pena de decir que un reino en donde hay tanto en que escoger, o donde no hay que escoger nada, porque todo es escogido, no sabe lo que se escoge; y esto claro está que sería muchísimo decir.

En fe de que no miento, y para que no me digan que como quiero pinto, o que es pintar como querer, por ahí andan vivos y sanos los originales de mi retrato: cotéjese éste con aquellos, y véase si concuerda la copia con el original; que yo no quiero cargos de conciencia. Y para que el cotejo no se haga a tientas, venga a noticia de todos que los diputados presentes del ilustrísimo Reino se nombran como se llaman. Y son: por el brazo eclesiástico el señor don Fray Malaquías Martínez, abad cisterciense del real monasterio de Leire: no dije bien real, quise decir celestial, empireal y angelical, aunque en este sentido también es real el monasterio de Leire; porque real y verdaderamente es esto, y mucho más, si es que puede ser más que esto. Sabemos por las historias, que sin salir, o a lo menos sin alejarse mucho de aquel monasterio, aprehendió un monje cómo se pasaba el tiempo en el cielo sin sentir; y que esto se lo enseñó un pajarito, a quien estuvo oyendo cantar el santo religioso con la boca abierta no más que trescientos años, que no se le hicieron tres minutos. Y esto, aunque es historia, no es cuento; que allí se está enterito y verdadero el mismo monje para defender cuerpo a cuerpo esta verdad. Hora bien: si los pajaritos que revolotean alrededor del monasterio son tan celestiales, los que andan dentro de sus claustros, ¿qué pájaros serán? ¿Y qué será el padre Abad? Será, tengan ustedes paciencia, que ya lo voy a decir:


   Si su casa es Flos Sanctorum
Allá desde luengos días,
El padre Don Malaquías
Será el Abbas Abbatorum.
Per saecula saeculorum
Dure su nombre también,
Y viva, pues vive en
Donde, sin miedo a vestigios,
Se viven siglos de siglos.
Respondan todos: Amen.



Síguese por el brazo militar el señor Don Manuel de Ezpeleta, señor de Otazu; y si como han dado en estilarse títulos de santos, y aun de virtudes, por vía de suplemento, o de quid pro quo de estados a los que merecían tenerlos, se usaran también señoríos de prendas y talentos naturales, desde luego se le podía llamar a este caballero, sin escrúpulo ni remordimiento, señor de Maduré, aludiendo a la madurez de su juicio, barón de la prudencia, de la circunspección y del respeto, añadiéndole como por apéndice el señorío de la gravedad apacible, de la seriedad grata y del retiro tratable, que sin achicar mucho la voz se puede llamar Buen Retiro. Por algo le ha hecho el Reino tantas veces diputado suyo, que parece diputado nato o diputado habitual, y alguno llegó a sospechar si era en él la diputación hereditaria. En suma, es sugeto tan cabal, que no le falta nada, y dio motivo a no sé quién para que explicase así su atrevido pensamiento:


   Encargaron a un pintor
Pintase a un señor cabal;
Él buscó un original,
Y copió a cierto señor:
Vio del retrato el primor
Un quídam particular,
Y dijo sin cespitar,
Con alusión bien discreta:
Es Don Manuel de Ezpeleta;
No te falta más que hablar.



El compañero del señor Don Manuel de Ezpeleta, por el mismo brazo militar, es el señor Don Agustín de Sarasa; y es tan compañero suyo en todas las prendas que le adornan, que más parecen gemelos que compañeros. Cuando salen juntos en las funciones de diputación, se equivocan tanto, que algunos dicen: «Allí van dos Sarasas»; otros exclaman; «¡Jesús! y qué par de Ezpeletas»; al fin, cada cual prorumpe en la especie dominante de los dos sugetos, que actualmente reina en la memoria. Los picados de erudición y que gustan de hablar por libro, luego que los miran se dejan caer, como quien no quiere la cosa, aquel versecito de Publio Marón a quien llaman Virgilio los vulgares:

Talis amiclaeos non junxit gratia fratres.

Y los que se precian de noticias astronómicas, al punto se tiran al polo Ártico, que parece se quieren tragar la osa, a buscar en el signo de Géminis una comparación celestial con que servir a estos dos señores, sin reparar los muy atrevidos, que los dos rapaces Cástor y Pólux tienen pocas barbas para presumir competencias con estos caballeros. El señor Don Agustín es tan amante del Reino y tan padre de la patria, que cuando algún predicador cita en el púlpito a San Agustín, diciendo no más: «El gran padre Agustino»: Magnus Parens Augustinus; más de dos ignorantes se dicen unos a otros, dándose de codo: «Vaya, éste es Sarasa»; y aunque se equivocan (claro está) en lo que conciben, pero no yerran el concepto. Sea de esto lo que fuere, ninguno me negará que lo que voy a decir es muchísima verdad, aunque lo diga en el estilo de las mentiras:


   El consistorio divino
De padres conservadores
Tiene padres y doctores,
Y es Sarasa el Agustino.
En su juicio peregrino
Tal vez descuidos cabrán;
Pero de Agustín están
Los descuidos celebrados,
Y si éstos son admirados,
Los aciertos ¿qué serán?



Fuera del brazo eclesiástico y del militar, tiene este reino Briareo el brazo que se dice de las Universidades. Llámanse así todas las repúblicas que logran voto en cortes; y no hay que decir que no saben lo que se llaman; porque, entiéndase como se quisiere esta palabra universidad, a cada una de ellas la viene el nombre de molde. Si quiere decir lo mismo que comunidad o cuerpo que representa el común (y esto es lo que significa en el vocabulario político navarro la palabra universidad), claro está que no puede ser más propio este nombre apelativo. Pero se advierte, por excusar juicios temerarios, que aunque los individuos de la Diputación que se nombran por parte de las comunidades, representan al común, no por eso pertenecen a lo que en Castilla se llama estado general; que esa diferencia de estados está poco admitida en Cantabria, de quien Navarra hace una parte tan notable. Escógense siempre sugetos de la mayor distinción, en cuyas personas añada el empleo cargo, pero no añade respeto. Así como los vocales que eligen las provincias de Inglaterra para asistir en su nombre al Parlamento, como miembros de la cámara que llaman de los Comunes, aunque sean miembros de la cámara baja, ellos por sí sola personajes muy altos, y tal vez de la más agigantada elevación. Vaya esta noticia de cuenta de Gregorio Leti, en su Teatro Británico, que yo no salgo por fiador de un autor de tan mala fe. Mas en lo que digo de Navarra, los que no me quisieren creer sobre mi palabra, me harán muy poca merced. También las repúblicas navarras merecen el nombre de universidades, si por esta voz, y por esta vez, sin que sirva de ejemplar, dan licencia los cultos para que se entiendan unas escuelas generales, donde se cursa el garbo, se estudia el lucimiento, se aprende la gentileza, y se dan grados en el esplendor: sólo que en estas facultades apenas hay discípulos navarros, porque todos nacen maestros, y como dicen, enseñados desde el vientre de sus madres. Pues uno de los catedráticos de prima en estas ciencias y de dichas universidades, es el señor Don Fernando Javier Daoiz, diputado por ellas para congreso habitual, que representa al Reino. Hay quien llama a este caballero Don Fernando el Conquistador, porque su discreción, su bizarría, su despejo, su apacibilidad y aquella airosa proporcionada presencia que está diciendo comedme, no deja libertad a vida; tanto, que los corazones que no quieren pagar pechos, andan huyendo de él, y se esconden detrás de los pulmones por no verle ni oírle, muy persuadidos a que si una vez le oyen y le ven, cayeron en el garlito; porque no tienen resistencia. Con alusión a esta gracia gratis data, es fama que a un pajecito de Terpsícore, que es musa tutelar de los afectos del alma, Terpsichore affectus cytharis movet, imperat, auget, dejó escrito este pronóstico, con sus polvillos de enfático:


   Vendrá tiempo en que se emboque
En un reino un diputado,
Ladrón público en poblado,
Sin temor a rey ni a roque.
Sin pistolas, sin estoque,
Robará con su eficacia
Más almas que cuenta Tracia;
Y estos robos sin malicia
Los cubrirá la justicia;
Que es por cierto linda gracia.



El señor Don Vicente Pedro Mutiloa y Salcedo, segundo diputado por las universidades, ese es otro que bien baila. Pero no es tal, que antes se verá bailar a un cartujo, que se vea en el señor Don Vicente cosa que huela a mudanzas ni de mil leguas. Tan firme, tan constante, tan inmoble es en todo lo que suena a piedad, a madurez, a juicio, a cordura, a una intención tan sana y tan derecha como su mismo cuerpo; de éstas que se van luego a lo mejor, sin poder irse a otra parte. El que dijo que la prudencia era una vieja arrugada, colmilluda, zahareña, un si es no es lagañosa, la mitad calva y canosa la otra mitad, yo sé que reformaría la pintura si la hubiera visto en el señor Don Vicente, joven, rolliza, fresca, con unos dientes de que se pueden hacer manillas, collares y esclavitudes; con un semblante tan grato, que a cualquiera que le ve, dice: «Me has de querer, que quieras que no quieras»: los ojos vivaces y despejados, y en fin la cabeza tan distante de todos los síntomas de la vejez, canas y calva, que sólo por falta de ésta dijo uno que el segundo nombre de Pedro se lo habían puesto sin pies ni cabeza. En fe de que no miento, contará el gracioso chiste de un gramatiquillo medianista. Estaba dando lección del libro cuarto, y llegando a cierto ejemplito de Cicerón, que dice: Mens, ratio et consilium in senibus est, te preguntó el maestro qué quería decir aquello. «Padre, una grande mentira», respondió con ingeniosa prontitud el chicuelo. ¿Cómo una gran mentira? «Sí, padre, insistió el niño sin alterarse; porque quiere decir que el entendimiento, el juicio y la prudencia está en los viejos, y yo sé que está en el señor Don Vicente Mutiloa, que ni es viejo, ni lo podrá ser en muchos años, por más priesa que se dé a vivir». Celebró el maestro la gracia, y le dio un parce. Yo voy a ver si puedo ganar otro para un amigo con la siguiente décima en verso:


   Es el señor Don Vicente
Quisicosa de la edad:
Lo que se ve es mocedad,
Lo demás ancianamente.
Su data es data reciente,
Mas su juicio no es lampiño;
De mozo tiene el aliño,
Más que de anciano el consejo:
Sábese, sí, que no es viejo,
Pero no cuándo fue niño.



Y del señor Don Antonio de Ozcariz, tercer diputado del Reino por sus universidades, ¿qué se sabe? Sábese que aunque todas las potencias del mundo estén en guerra, las potencias de este caballero estarán en una octaviana paz, y esto con ser así que son potencias muy soberanas, muy vivas y de unos dominios muy dilatados. Sábese más, sábese que por su sosiego, por su tranquilidad inalterable, por su serenidad, es señor tan serenísimo como el más serenísimo señor. Por eso otros alabarán en este diputado aquella solícita diligencia con que oigo decir (que yo no lo he visto) que tiene recogido en su curiosa librería todo cuanto se ha escrito, especialmente en estos dos últimos siglos, de exquisito, de grande, de buen gusto en todas materias y facultades. Otros alabarán la buena elección con que traslada desde los libros a la memoria las especies y noticias más selectas, las más escogidas, para destilarlas después gota a gota por la lengua y por la pluma, en tiempo, en sazón y en oportunidad; no como otros eruditos de chorrera o de acequia de molino, que hablan de río revuelto y de borbollón, sino a manera de alambique, por donde salen las quintas esencias y los espíritus de tarde en tarde. ¿Pero qué importa, si vale más una gota de ellos que una redoma de otros licores? En fin, otros alabarán en el señor Don Antonio aquella apacibilidad de semblante, aquella cara eternalmente risueña, donde se está continuamente descubriendo lo racional por entre las celosías de lo risible. Digo que otros alabarán en el señor Ozcariz esto y aquello y lo de más allá; pero yo a la serenidad alabo».


   Que se alborote el abismo,
Que el cielo se caiga abajo,
Que el Ebro se pase al Tajo,
Don Antonio siempre el mismo:
En celestial parasismo
Parece que se enajena;
Cuando llueve, cuando truena,
Su semblante siempre igual;
Y si muere de algún mal,
Será de gota serena.



¿Y de qué mal morirá el señor Don José de Navascues y Alfonso, cuarto diputado por las susodichas universidades? De ninguno, si no mienten los que nos cuentan que no llegan al Olimpo estas que se llaman extrañas alteraciones. A todo el mundo he oído decir que éste es un caballero de una gran cabeza. Créolo sin que me den tormento; pero no quiero infernar mi alma, y así confieso que sólo se la he conocido en los efectos, mas en cuanto a verla, yo no se la he visto, por falta de telescopio; y es que caput inter nubila condit. Su estatura, mídase por donde se midiere, es de tal tamaño, que a su lado no hay hombre grande que no parezca tamañito. Cuando es menester hacerle algún vestido, los sastres andan por esos cerros para tomarle la medida, y al fin no encuentran otra medida de su cuerpo que la de su grande alma. Y si me replicaren que esta no se ve, replicaré yo que eso solamente lo podrá decir algún ciego o algún sordo. No se ve, no se oye, no se palpa otra cosa que alma, y mucha alma, en todo cuanto hace, cuanto dice, cuanto mira, cuanto acciona y aun cuanto anda el señor Don José Navascues; tanto, que todos los que miran su procerosa corpulencia, exclaman sin libertad: «¡El alma de su cuerpo!» Es gusto oír las diferentes definiciones con que explican el concepto de su estatura los que quieren celebrarla. Unos dicen que es Navarra la alta y la baja, Navarra toda seguida. Otros desmienten a los que tratan de pequeño al reino de Navarra, diciéndoles que no puede ser pequeño un reino donde cabe Don José de Navascues vestido y calzado. Otros, aludiendo a lo bien instruido que está en la jurisprudencia, dicen que es el Cuerpo del derecho civil, el Fuero antiguo de Navarra y la Nueva Recopilación, todo en un tomo de a folio. Yo refiero, no califico; pero no dejaré de copiar aquí unas palabritas que andan de molde en cierto libro, mas que me digan que no vienen a propósito: «Ningún poeta nos ha pintado hermosos los gigantes: dádole ha que han de ser cocos y vestiglos. Monstrum horrendum, informe, ingens, cui lumen adeptum: como si el sol, por ser el mayor de los planetas, dejara de ser el más bello, o como si tuviera mala cara el que exultavit ut Gigas». Ahora añado yo que si fuera artífice de emblemas, había de retratar al señor Navascues de esta manera: píntese un gigante hermoso, como que le sale de la boca el río Ródano, con este lema por alma de la empresa:


Spiritus intus alit, totamquem infussa per artus
Mens agitat molem, et magno se corpore miscet.



Esto sin perjuicio de mi derecho parroquial, y por no perder el de diezmar, allá va una décima de diez pies:


   De hombres grandes, sélo yo,
Navarra fecunda es;
Pero más que Navascues,
Voto a tantos, eso no.
Por algo ella le nombró
Diputado en todo trance;
Pues en latín y en romance
Podrán hallarse doscientos
Que tengan tantos talentos,
Pero no mayor alcance.






- §. V. -

Éstos son en su misma mesmedad los siete señores diputados que componen actualmente la ilustrísima Diputación. Si yo creyera en agüeros numerales, y fuera devoto de las supersticiones pitagóricas, ¿qué cosicosas no pudiera decir sobre el tal número siete, glosando aquel manoseado hemistiquio, que es el refugio de los números mancos? Numero Deus impari gaudet. Dejando a un lado el tres, que ese se levantó con el misterio más alto ¡qué brega daría yo al cinco, al nueve, al once, diciendo al primero, que en materia de misterios respecto de siete no sabe cuántas son cinco; zumbando al segundo con que es fuera de los nueves, nada, y echando al prado al tercero con sus once de oveja! ¿Qué dificultad me costaría probar que el número siete es el queridito de Dios, el favorecidito, el que priva, el escogido para representar las cosas más altas, después de la última de todas? ¿Tenía más que pasearme un poco por la historia sagrada, y a cada paso me saldrían al encuentro siete cosas, que, sobre entronizar al número, vendrían a los siete diputados que ni pintadas? Verbi gracia: en los Números, siete aras (aquí entraba su piedad); en Josué, siete trompetas o clarines (aun eran pocos para celebrarlos, a menos que por esta vez se diese al siete toda la extensión que tiene la aritmética sagrada, en la cual por este número se significa todo lo numerable); en los Jueces, siete cuerdas con siete ñudos apretadísimos (bello símbolo de su unión); en el Paralipomenon, siete subtilísimos cabellos (cogía la ocasión por ellos, y aplicábalos a la delicadeza de sus pensamientos, y no sería la comparación descabellada); en Tobías, siete amigos estrechísimos (otro ñudo más a su armonía y uniformidad); en Ester, siete fuertes capitanes(por lo que toca al valor, todos siete pertenecen al brazo militar); en los Proverbios, siete columnas robustas (¿quién negará que lo son de todo el Reino?); ibidem, siete hombres fecundos y elocuentes (éstos son ellos por ellos); en Daniel, siete leones (que los toquen al pelo de sus fueros, y se verá lo que son); en Zacarías, siete ojos, y todos clavados en una misma piedra (clavados ellos mismos, como si los viera, con la vista siempre en las leyes, abriendo tanto ojo, y ojo al margen); en el Apocalipsi, siete candeleros, siete espíritus, siete lámparas o siete estrellas (a escoger en los tres sietes). Y si quisiera lucir un poco la amenidad, ¿quién me quitaría meterme por la geografía, hasta encontrar el Nilo con sus siete bocas, dar una vuelta a la fábula y buscar el monstruo de siete cabezas (también hay monstruos de prudencia, de sabiduría, de virtud: al fin en todas líneas hay monstruos); barloventear por la astronomía, y subirme hasta las barbas de los siete planetas (mas acá hay posada); y en fin, si desbarraba en la naturaleza, llamarme a la Iglesia y meterme de envión en los siete sacramentos? Pero no hay que esperar que yo pitagorice, ni mucho menos que cabalistiquee; porque de Pitágoras se me da un pito, y de la cábala rabínica me río cabalmente; y más cuando tengo desacomodados y con susto a los Señores síndicos y secretario de la Diputación, que esperan también su sepancuantos, y no podrán librarse de la nube, por más que la conjuren.

Pues agua va, señor Don Joaquín Ferrer. No piense usted que por su abstracción, por su retiro, por su vida solitaria, ha de estar cubierto de los latigazos que se dan de compañía. Yo no sé con qué conciencia llaman unos a este sabio jurisconsulto el abogado anacoreta, el síndico archimandrita, cuando se sabe que anda tanto como el que más por esos estrados y por esas salas, y si no, que lo diga la Preciosa; y en cuanto a estrados, ahí están los del Consejo, que no me dejarán mentir. También he oído decir que es un hombre de un genio muy pacífico; séalo por muchos años; lo que yo sé decir es que de continuo anda en pleitos, y que es el San Vicente Ferrer de los litigantes. Cuando el Reino le escogió por su consultor o por su síndico, estuvo para aplicarle aquello de advocatum habemus, y lo omitió por miedo de que no fuese el mismo Reino sindicado. Mas que a mí me sindiquen y me delaten, no dejaré de decir lo que ahora se me ofrece, aunque me quemen:


   Si la virtud y poder
Dio un gran Ferrer a Valencia,
También la jurisprudencia
Dio a Navarra su Ferrer.
No hay más que venillo a ver;
Y si el cotejo se entabla,
Verá, aunque sea una tabla,
Que en uno era todo el día
Un milagro cuanto hacía,
Y en este otro lo es cuanto habla.



El segundo síndico es el licenciado Don Miguel de Sesma e Igal; y cierto que por la miseria de una letra pudiera su merced llamarse Igual, y me ahorraba el elogio, pues trabajado el primero, con expresar su nombre y apellido, hasta el segundo inclusive, me lo hallaba todo hecho. Es de extrañar que, siendo el licenciado Sesma tan letrado, se anduviese ahora reparando en una letra. Pero al fin, como yo no le he volver a bautizar, Igal le hallé e Igal le he de dejar; y más cuando su aseo en todo, su limpieza de cuerpo y mente, y su esmero sin igual, está dando una higa a la incultura, a la impulidez y al desaliño. Dice un santo (y pienso que es San Bernardo el que lo dice) que la limpieza del cuerpo es índice de la del alma. Si se lee al licenciado Sesma por este índice, harto será que no parezca simbolizada la limpieza de sus cinco sentidos en aquellos limpidísimos guijarros de David, del torrente y del gigante. No hay que hacer ascos a la comparación, ni hay porqué a ninguno le parezca dura por aquello que se dice de guijarros, pues todo el mundo sabe que el licenciado Don Miguel de Sesma es hombre de gran cantera. A la limpieza en lo que discurre, en lo que habla, en lo que escribe, en lo que acciona y en lo que trata, consagró un devoto este colgajo:


Por innata propensión
De tu limpio entendimiento,
Defiendes sin juramento
A la limpia Concepción.
No es virtud: inclinación
Es en ti, y naturaleza,
De tus manos la pureza,
Pues huirás la codicia,
Cuando no fuese avaricia,
Solo porque no es limpieza.



Aquí te quiero, amigo y señor Don Pablo del Trell, dignísimo secretario del reino de Navarra; aquí te quiero, ¡hola! No juzgue algún malsín que solo aquí quiero a Don Pablo; quiérole, y le quiero mucho en todas partes; y ahora no sólo le quiero, sino que le requiero, de parte de Dios, que me diga qué Pablo es. ¿Es Pablo primer ermitaño? Su devoción, su piedad y la notoria propensión que tiene a los montes y a las selvas, a las cuales se retira siempre que puede boniticamente, dan indicios de que hay algo de eso; y si no temiera que se me enojase, añadiría yo que no lo desmienten las barbas, pero bórrense, y téngase por no dicho. Por otra parte predica tanto con el ejemplo, y aun a veces con las palabras, que me inclino a que lo Pablo le viene de casta de apóstol. Ítem, hay también a favor de esta opinión las epístolas que escribe como secretario del Reino, y no son a sugetos así como quiera, sino que me consta ha escrito alguna o algunas ad Romanos, muchas en el reinado pasado ad Philipenses, muchísimas en el presente vireinato ad Galatas,y casi todas ad Colosenses; porque son colosos, esto es, próceres de grande estatura casi todos los sugetos a quienes acostumbra escribir el reino de Navarra. Y si la espada es alhaja precisa del apóstol San Pablo, porque en su tiempo no la manejó con menos valentía que la pluma, sépase que Don Pablo del Trell, que ahora maneja la pluma con tanta destreza, manejó con igual valor la espada en servicio del Rey, mandando una compañía de caballos. ¿Y qué sabemos lo que ahora mandaría si hubiera continuado en el servicio? Pero como siempre ha sido devoto y timorato, debió de tener por peligrosa la vida del soldado, y se retiró a bien vivir. A su espada y a su pluma se me antoja dar los buenos días, a salga lo que saliere:


   De Trell es lucido el porte;
Su atención acreditada
Por la pluma, y por la espada
Es hombre siempre de corte.
La religión es su norte,
Sin que de él le aparte el diablo,
Pues cuando asesta el venablo,
Para hacerle desviar,
Sin llegar a bambolear,
Se dice Trell: Guarda Pablo.






- §. VI. -

Hora bien, señores leyentes (porque mi letor ya murió), ¿se acuerdan ustedes de unos volantes que salieron en bala más que en posta, allá a los principios del párrafo cuarto de esta relación, despachados y disparados por los señores de la Diputación que se hallaban en Pamplona, luego al momento que recibieron la carta de su majestad (Dios le perpetúe) en que mandaba a este reino le aclamase por su rey y señor natural; los cuales volantes iban destinados a los señores diputados ausentes, para que viniesen corriendo a disponer la proclamación volando? Pues sépase que tardaron menos en ir, estar y volver, que yo he tardado en escribirlo, y esta es muchísima verdad. Pero hubo en esto otra gracia, y es que a cada uno de los lugares fue no más que un volante, pero al volver vinieron dos: uno el disparado por la Diputación, y otro el diputado, que venía, después de haberle aplicado el botafuego, el amor, la fidelidad, el ansia de desahogar cuanto antes por la boca los vivas que tenían de represa en el corazón, y a todos causaban una inflamación interna que les abrasaban las entrañas. Es esto tan cierto y tan sin ponderación, que aquí no hay más. El día 9 a las diez de la mañana llegó la real carta orden; aquel mismo día a las dos de la tarde ya se veían por los caminos de Navarra unas exhalaciones, a manera de las que suelen travesear en las noches serenas y despejadas por el cielo, o cosa que lo valga; el día 10 estaban en Pamplona todos los señores diputados, incluso el señor Don José de Navascues, que reside catorce buenas leguas (así llaman por mal nombre a las que son las peores, por ser largas) de aquella capital. ¿Cómo hizo esta jornada con tanta velocidad? Es un problema curioso entre los que arrastran dichicos por discretos. Unos dicen que la hizo por ensalmo; otros, que el amor le prestó sus alas, y que aun por eso andaba exhalado por aquellos días el amor de todos los demás. Yo no creo en agüeros ni en hechicerías, y digo que se acuerde mi auditorio de su estatura agigantada, y tráigase a la memoria aquello de exultavit ut Gigas ad currendam viam, y no se hable más en la materia.

Lo cierto es, que el día 11 (tan impaciente estaba la fidelidad, y tan codiciosa de aprovechar los instantes) se juntó la Diputación plena en su sala llamada la Preciosa. Cosa más bien llamada no se ha llamado desde Adán acá, esto es, desde que el primer padre de los hombres fue también el primer padre de los nombres, con tanto acierto, que no le erró el nombre a cosa alguna: Omne enim quod vocavit Adam, ipsum est nomen ejus. Preciosa por la hermosura, preciosa por la fábrica, preciosa por el destino, que no es menos (ahí es un grano de anís) para ser la sala consistorial, donde se junta el Reino pleno cuando se convocan Cortes en la imperial corte de Pamplona. Una sala donde caben tantas y tan grandes capacidades, y todavía hay capacidad para más, necesariamente ha de ser una sala muy capaz. Y siéndolo tanto lo material, ¿qué será lo formal de ella? Yo lo diré: en todo lo que toca a lo material, es la preciosa por excelencia; y aunque el mismo Rey entrara en ella, no dudaría yo llamarla pretiosa in conspectu Domini; pero en lo formal deja de ser preciosa, porque no tiene precio. Solo hallo un modo de valorarla, entendida en este sentido, y lo diré como pudiere:


   ¿Cuánto va que no sabes cuánto vale
Aquella celebrada sala hermosa,
Que por no tener precio que la iguale,
Se llama por antífrasis Preciosa?
La cuenta no hay que echarla (que no sale)
Por pesos, por doblones ni otra cosa.
Mira bien los que coge entendimientos,
Y echa después la cuenta por talentos.
    Uno dijo, y lo dijo grandemente,
Que no estribaba el precio en la estatura;
Precioso es el diamante, y es poco ente,
Más precioso el carbunclo, y no es figura.
La regla es general; pero consiente
Su excepción de esta sala en la estructura.
Cada piedra que de ella se desmande
Es preciosa y no deja de ser grande.



¿Pero qué entiendo yo desto? Allá se las avengan los lapidarios, que a mí sólo me toca decir que, juntos todos los señores diputados en la tal preciosa sala el susodicho día 11, y leída la real carta orden de su majestad, dijeron preciosidades, por lo mismo que con el primer ímpetu del gozo no sabían lo que se hacían ni lo que se decían. Uno dijo: «¡Proclamar a Fernando por rey de Navarra, con título de Segundo! No en mis días, voto a tal; que Navarra no entiende de segundas ni segundos cuando se trata de proclamar a sus reyes; y así, o se ha de proclamar a Fernando por rey sin segundo, o si no, protesto el número de la proclamación, dejándola por todo lo demás en su fuerza y vigor». Pero otro le serenó, acordándole que esto solo quería decir que ya había amanecido en Navarra otro sol coronado del mismo nombre, después que rayó en ella el Alba, sin que esto significase disminución de resplandores el que nació después. Porque ¿cuántas veces vemos (añadió) que el segundo día del mes es más sereno y más claro que el primero? Hízole fuerza la comparación y votó que luego luego se hiciese la proclamación sin protesta.

Tan luego ha de ser, replicaron dos diputados a un mismo tiempo, que ha de ser incontinenti, porque ya tenemos al Rey en el cuerpo, y estamos todos tan repletos de alegría, que podemos temer una apoplejía de gozo, si no se busca presto algún respiradero. Por tanto, somos de parecer que, sin esperar a más formalidades, salgamos todos por esas calles gritando lo que se acostumbra en estas ocasiones; y si nos tuvieren por locos, mejor para nuestros juicios; que es la mayor locura tenerle en ciertos lances. Iba a prevalecer este dictamen, como el más conforme al amor ciego y a la fidelidad a ojos cerrados, cuando se levantaron los dos Síndicos, y con voz reposada dijeron: Señor, suplicamos a vuestra señoría ilustrísima que nos oiga. Todo lo dicho está bien dicho, y es lo que se debía de hacer si en este negocio solo hubieran de entender los corazones; pero están en posesión de tener parte todos los cinco sentidos, y de más a más las tres potencias. Son, otro sí, interesadas las campanas, los clarines, los timbales, la artillería, y sobre todo los sastres. No se les puede turbar en la posesión, sin injusticia. Text. in Leg. Viam. Publicam ff. de via Publica. Leg. Proculus 26. ff. de Damn. infect. Leg. 1. §. Denique 5. Leg. Si in meo 22. ff. de Aquis plub. arcend. Text., in Cap. Cum Ecclesia Sutrina de causis possess. et propriet. A esto se añade que vuestra señoría está vestido de melancolía y arrastra la tristeza hasta el suelo, en cuyo traje no sería amor, que sería irreverencia, hacer la proclamación. Juxta illud in terminis terminantibus:

Non est conveniens luctibus iste clamor.

Por todo lo cual somos de sentir que vuestra señoría se sosiegue y que tome sus medidas, dando tiempo al tiempo; pero no más que el que fuere menester para que los sastres tomen también las suyas, pues por lo demás, ya conocemos que la función no puede dilatarse; porque no es razón, ni vuestra señoría lo podría tolerar, que nadie se anticipe al reino de Navarra en proclamar a su rey, y a tal rey, habiendo sido el Reino el que siempre ha dado el primer ejemplo en esto desde que en Navarra se usan proclamaciones; y por otra parte no dejamos de confesar que datur periculum in mora.

Hizo fuerza este dictamen fundado, y haciendo lugar el alborozo a que la razón discurriese con sosiego, nada tuvo que discurrir la Diputación en resolver que se hiciese la proclamación el día 21 del mismo mes de agosto, considerando ser éste el tiempo que bastaba para que se previniesen las galas, sin poner a los sastres en tentación de que quebrantasen las fiestas; porque cuando se trataba de obedecer con tanta puntualidad el mandamiento del Rey, sería inconsecuencia no celar la más puntual observancia de los mandamientos de Dios. Pero como no hay gusto cumplido en esta vida, el que tuvo la Diputación en ocasión de tanto regocijo, se vio turbado con una circunstancia inevitable, le hizo rebajar algunos puntos, por los que irremediablemente habían de faltar al extrínseco autorizado aparato de la función que prevenía. Es el caso, que en el mismo correo en que el Reino recibió la orden de su majestad para que le proclamase, tuvo otra el excelentísimo virey conde de Maceda para que sin dilatación pasase a la corte, donde le necesitaba la piedad y la confianza del Rey para emplearle (como se espera) en mucho bien de toda la monarquía. Partió su excelencia en posta el mismo día en que asistió con el consejo supremo de Navarra a las honras que se celebraron por el Rey difunto, haciéndose así más acreedor a las que le dispensa la benignidad del que vive y reina; porque eso de estar siempre y únicamente «sobre el quien vive», es bueno para las centinelas, y fuera de allí, sólo se halla en fidelidades achacosas, en corazones rateros y en espíritus muy de escalera abajo. El espíritu del conde de Maceda es espíritu de primer orden, su corazón es grande de primera clase, y primero se cubrirá el sol con el ala de un mosquito, que lleguen a él tan villanas raterías.

Este incidente no esperado excitó en la Diputación una borrasca de afectos encontrados. El primero y el mas natural fue el dolor de verse privado del conde de Maceda el reino de Navarra, es decir, de un señor a quien le sobra todo lo grande que heredó, y lo mucho más grande que ha sabido merecer, para que le amen sin libertad y le veneren sin poderlo remediar todos cuantos le conocen. Su corazón, mayor que el de un ejército de Alejandros; aquella grande alma, que ella está rebosando espíritus generosos por todo cuanto respira; una bizarría genial, que no parece prenda ni virtud, sino segunda naturaleza; un desinterés en grado tan subido, que casi toca en la línea de supersticioso, pues ni aun gracias quiere recibir por los beneficios que dispensa a manos llenas, sólo por no recibir; una rectitud tan inflexible, que primero blandeará la vara que empuña la Justicia, y antes permitirá Astrea que la inclinen el peso, dejando de ser balanza, que el mundo todo sea capaz de desviar un punto al conde de Maceda de lo que concibe como justo. Ciertamente será menos perpetua y menos constante en la justicia que en el Conde, la voluntad de dar a cada uno aquello que le toca. Un tesón en dar audiencia a todas horas, que ni aun las del comer estaban exceptuadas, habiéndosele visto repetidas veces levantarse de la mesa y salir a la antesala a oír al miserable y a despachar al desvalido, siendo de dictamen este gran Virey que la campaña es el lecho de honor donde debe morir todo buen soldado; y para que muera un buen ministro no hay lecho más mullido que el de las audiencias y el despacho. Su afabilidad tan singular, que rodeado tan continuamente en su palacio de oficiales y de nobles, sólo ella le distinguía de todos ellos, tan sin resabios de señor, que eso mismo le hacía aparecer más grande. Habiendo visitado a su excelencia en esta primavera pasada un jesuita alemán, admirado del agasajo, de la cortesana naturalidad y de la humanísima urbanidad de su trato, al salir de palacio exclamó con gracia y con agudeza: «O Principem divinum! Et eo diviniorem, quia humanissimum. Non dicam illum Comitem, sed Comitissimum. ¡Príncipe divino! Y por eso más divino, porque es más humano. No lo llamaré yo Conde, sino Comitísimo, esto es, humanísimo, urbanísimo, afabilísimo». El alma de todo este hermoso agregado de prendas es una piedad castiza, sólida, masculina, enemiga naturalmente de toda ostentación de virtud, follaje, aparato ni hazañería, juntando con todo el desembarazo, con todo el despejo natural de un gran soldado, una delicadeza de conciencia que puede hacer honor a cualquiera estrecho religioso.


   Calle la fama, cuando más no puede,
O grite sin temor, sin susto y miedo,
Que fue grande Alejandro, el de Macedo,
Hasta que hubo Alejandro de Maceda.
   Los dos de cuerpo breve, sin que exceda
De uno a otro el tamaño ni en un dedo;
Todo el exceso estriba en el denuedo,
En el cual es preciso que aquel ceda.
   De los dos macedonios, padre e hijo,
Que señas mil Maceda participe,
Cualquiera lo dirá, sin ser Tebandro.
    No es menester examen muy prolijo
Para ver que el semblante es de Felipe,
Y el corazón mayor que el de Alejandro.






- §. VII. -

Miren ustedes si el reino de Navarra tenía poquitos motivos para sentir que le arrancasen de su seno a tal virey y a tal señor. Bien que por otra parte consolaba su dolor con el buen ejemplo que en esto le da la tierra, la cual, aunque sienta que el sol, monarca de los planetas, extraiga de ella los vapores que dentro de sus entrañas la abrigan y la fomentan, pero al fin fácilmente se conforma, considerando que, elevados después a par del mismo sol, en primer lugar son nubes que la cubren y la defienden de sus rayos, y de más a más se desatan en fecundas benéficas lluvias que la consuelan y fertilizan.

Este símil, que propuso no sé quién, alentó un si es noes a la Diputación. Pero eso no quitaba, dijo un diputado, que nuestro sol español hubiese suspendido por un poco la elevación de nuestro Conde, pues para ser nuestra nube, nuestra lluvia y nuestro todo, tiempo le quedaba; y ahora le habíamos menester, para que fuese in nuestra autoridad, nuestro respeto, y en fin, el primer papel en la real proclamación que vamos a prevenir. Pero si el Rey quiere que se haga la función sin este personaje, pues al mismo tiempo que manda al Reino que te proclame, llama al Virey a la corte, ¿qué le hemos de hacer? «Allá van vireyes donde quieren reyes». No se hará la función con toda la exterior o extrínseca solemnidad con que se ha hecho cuando la facilitaba la asistencia de los vireyes; porque eso ahora es imposible, y mas no quedando concretados ni aun los encargos de este empleo en una sola persona, y mucho menos la autoridad y la representación; que esa todavía reside únicamente en nuestro amado conde de Maceda, con indecible consuelo del Reino todo. Pero al fin se hará, y se hará cuanto antes, sin que la falte un ápice de lo substancial, de lo esencial y de lo específico. Porque esto (claro está) no consiste en meras arbitrarias políticas ritualidades, y menos en las que únicamente introdujo la urbana atención del Reino, sin ley que lo prescriba, ni decreto del soberano que lo mande. Y con todo eso las observará el Reino religiosamente, siempre que logre en su recinto la persona del Virey con quien practicarlas. Pero jamás las dispensará con otro alguno, por más que alegue vicarias representaciones de este empleo; porque sería desairar al original el tratar con igual atención a una copia, y copia tan diminuta, que sólo representa la mitad. Ni el reino de Navarra necesita tener presente a su virey para guardarle y defenderlo sus fueros, con el mismo generoso fiel empeño con que solicita y espera que el Virey mismo sostenga y abrigue los de la nación.

Estas consideraciones movieron a la Diputación a señalar el día 21 del mismo mes de agosto para la función deseada. Pero atenta, como siempre, a observar en todo el real aspecto del soberano planeta que la manda y que la influye, determinó, ante todas las cosas, poner en su real noticia esta resolución, para practicarla o suspenderla según los movimientos que imprimiesen en su fidelidad las insinuaciones del real agrado. Con este fin, el día 12 despachó un expreso en toda diligencia con una carta para el Rey, concebida en estos precisos términos:

«Sacra Católica Real Majestad.

»Siguiendo el real decreto de vuestra majestad, expedido en carta de 26 de julio último, para que este reino proclame a vuestra majestad por su rey y natural señor, ha resuelto la Diputación celebrar el acto de la proclamación el día 21 del presente mes, no obstante de haber partido, de orden de vuestra majestad, a esa corte el conde de Maceda, virey de este reino; porque la heroica constante fidelidad de sus naturales, y el universal júbilo que explican por la exaltación de vuestra majestad al trono, no permiten se defiera más la solemne proclamación, que tan impaciente espera su afecto, encendido en el más entrañable amor a vuestra majestad, de cuya real piedad se prometen con la mayor confianza la misma protección que en todos tiempos han debido a los augustos predecesores de vuestra majestad.

»Nuestro Señor guarde la sacra católica real persona de vuestra majestad, como la cristiandad ha menester, y estos sus fieles vasallos le suplicamos. Pamplona y agosto 12 de 1746.-Sacra católica real Majestad. -La diputación de este reino de Navarra, y en su nombre: -Don F. Malaquías Martínez, abad de Leyre. -Don Agustín de Sarasa. -Don Fernando Javier Daoiz. Con su acuerdo, Don Pablo del Trell».

Volvió el expreso el día 16 con respuesta del secretario de la real Cámara, en que avisaba el recibo de la carta del Reino, sin la menor insinuación de que suspendiese la determinada proclamación, con que prosiguió la Diputación acalorando las providencias y formalidades que, según estilo, había comenzado a practicar desde el mismo día 12. Fue la primera, después del aviso al Rey (Dios le inmortalice), pasar el correspondiente a las cabezas de merindad y demás ciudades del Reino, poniendo en su noticia el día que él había destinado a la real aclamación, para que a su ejemplo, todas se previniesen a lo mismo, convocando a este fin los pueblos de su distrito, y disponiendo se solemnizase la función con cuantas demostraciones acostumbra la fidelidad navarra en semejantes ocasiones. Las respuestas fueron todas como se esperaban y como correspondían, respirando a competencia, gozo, júbilo, amor, ansia, impaciencia de que llegase el feliz día en que se levantasen públicamente en las calles y en las plazas los pendones y estandartes que cada uno había levantado ya mil veces en su corazón con aclamación privada.


   Todas dijeron veloces:
Se hará la proclamación,
Aunque sea en conclusión
Meter la función a voces.
Las merindades feroces,
( Si es que lo son las finezas)
De contento se hacen piezas,
Gritando su ardiente ley:
Para proclamar al Rey
Pondremos nuestras cabezas.



La ciudad de Pamplona, que como corte del Reino, lo es también de todas las demás ciudades de Navarra (ea, no me ponga mal gesto algún semisabidillo; que lo que es indisputable no se disputa, y dejémonos de cuestiones); digo que la ciudad de Pamplona, como corte y cabeza del reino de Navarra, dio el primer ejemplo en esto a todas las ciudades, como lo tiene de costumbre. Apenas recibió el aviso de la Diputación (y tardó poco en recibirle, porque desde la Preciosa hasta la casa consistorial no hay legua entera), cuando respondió al Reino como lo sabe hacer, o por mejor decir, no sabe responder de otra manera, especialmente en tratándose cosas del servicio del Rey, que echando toda el alma por la boca y por la pluma. Al fin, león en todo generoso (que ese es su escudo), con la diferencia de que los otros leones son monarcas de la selva, el león de Pamplona es rey coronado de las poblaciones. Pero a vista del león de España:


   Desgreñada la clin o la melena,
Coronado el copete entra la grama,
La vista centellante, aunque serena,
No es bravura, es respeto, lo que brama.
Levanta sí la garra, pero llena
De turbación leal en lo que clama,
Va a postrar en lo mismo que blasona,
A los pies de Fernando su corona.



Pasóse igual aviso al prior y cabildo de la iglesia catedral, para que a su tiempo y en los días correspondientes franquease las campanas. De propósito no dije «ilustrísimo cabildo» ni «santa iglesia catedral», porque soy enemigo de ociosidades, y hablándose del cabildo y de la iglesia de Pamplona, decir ilustrísimo, y añadir santa, sería tan superfluo como si dijéramos «el ilustrísimo sol; la santa Iglesia triunfante». Ésta es la congregación de los santos, que continuamente se emplean en las alabanzas de Dios, cantándolas con voz incesante en un perpetuo coro interminable. Pues véase si no es ello por ello la santa iglesia de Pamplona, y si no la viene tan ajustada la difinición, que es una gloria. Es este gran cabildo el único que, entre todas las santas iglesias catedrales de España, profesa y observa con el último rigor la estrecha regla canónica de San Agustín. Tanto, que cuando en Pamplona se quiere ponderar la vida grave, circunspecta, retirada, devota, ejemplar, y aun mortificada, de algún eclesiástico virtuoso, se dice como por última exageración: «Al fin tiene vida de canónigo». Por eso sería yo de parecer, que en la nueva impresión del Libro de las Cortesías (por mí llámese pragmática), se añadiese por apéndice que al cabildo de Pamplona, sin perjuicio de lo ilustrísimo, se le pueda igualmente dar el tratamiento de religiosísimo, de ejemplarísimo, de edificantísimo. Y no porque sus individuos edifiquen mucho en las calles y en las plazas, sino cuando van en las procesiones, pues fuera de éstas, si tal vez se ve un canónigo en aquellas por alguna precisión indispensable, sale la gente a las ventanas a mirar el fenómeno. La respuesta del Cabildo fue como de quien está siempre aprendiendo en el continuo trato con el Rey del cielo el amor y la fidelidad a que es acreedor el de la tierra.


    Así al Reino responde
Aquel cabildo, imitación del cielo,
De quien se acuerdan todos los que oran,
Venga a nos, cuando dicen, el tu reino.
    Cabildo, que prebendas
De oficio por sus leyes no teniendo,
Por esas mismas leyes que practican,
Todos son magistrales del ejemplo.
    Tan obedientes todos
De la regla a la voz, al aire, al eco,
Que pudiera sonar a cobardía
A no saber que lo hacen ex profeso.
    En todo regulares,
En el porte, en el traje, en el respeto,
Solo no es regular lo que edifican,
Y es que edifican más por eso mesmo.
    Dos veces es divino
El oficio que cantan en el templo,
Una vez, porque el objeto es santo,
Y otra vez, porque le cantan ellos.
   Allí duermen; no duermen:
Allí velan, y téngolo por cierto;
Que aunque tienen allí su dormitorio,
También hay dormitorios de respeto.
    El Prior que hoy los rige,
Es su alma, es su espíritu, es su aliento;
Y no hay que predicarme que no es alma;
Porque por vida mía, que no es cuerpo.
    Tiempo ha que deseaba
Formar de los espíritus concepto:
Vi a Lubian (dije mal), adivinéle,
Y ya sé cómo son los pensamientos.



La misma urbana atención practicó la Diputación con el Provisor y Vicario general de este obispado, para que facilitase las campanas de las parroquias, y solicitase las de las comunidades religiosas de esta ciudad. Es a la sazón provisor de esta diócesis el licenciado Don Fausto Antonio de Astorquiza y Urreta, y dije con cuidado «a la sazón», porque siendo la sabiduría y la prudencia la sal que todo lo sazona; posee una albóndiga entera de esta sal el señor provisor y vicario general Astorquiza. De no sé qué hombre de estatura corpulenta dijo no sé quién: Non est in tanto corpore mica salis. Él se guardaría bien de decirlo si hubiera conocido y tratado al señor Don Fausto, hombre de gran tamaño, mídase por donde se midiere en quien la sal, la prudencia, el sosiego, la espera, la sabiduría y la hombría de bien maciza, sólida y bien actuada, es por migajas, sino por arrobas; porque el Señor Provisor tiene una gran provisión de todos estos géneros. No está menos proveído de amor y de lealtad a nuestro monarca (al fin como guipuzcoano ramplón y de cuatro suelas); con que está dicho lo que respondería a la Diputación, ofreciendo, no sólo las campanas de su jurisdicción, sino deseando tenerlas en todas las torres del mundo para proclamar al Rey con las lenguas de todas ellas.

Al señor Don Felipe de Solís y Gante, mariscal de campo en los ejércitos del Rey, gobernador de esta plaza y comandante general interino de todo el Reino, se le pasó también su carta de aviso y súplica, a fin de que mandase tener pronta toda la artillería para el día de la proclamación; porque la función había de ser del amor, y como en lugar de voces se habían de gritar llamas, eran menester bocas de fuego. ¿A quién acudió la diputación por fuego para que la carta no diese lumbre, y la respuesta no viniese centelleando? Al señor Don Felipe de Solís y Gante, cuya real sangre está hirviendo fidelidad y amor al Rey dentro de sus nobilísimas venas, aun por eso mismo es tan templado, tan pacato el exterior de este gran caballero, porque todo el calor está reconcentrado en el corazón y obra hacia dentro. Hiérvele la sangre, no le bulle; porque el bullicio no es hervor, sino llamarada o bachillería del incendio; y está siempre tan caliente, como quien tuvo por cuna y tiene por casa no más que a la misma hoguera del sol.


Regia solis erat, sublimibus alta columnis,
Clara micante auro, flammasque imistante pyropo.



Finalmente, no se omitió aviso alguno cortesano, de todos los que practica la urbana puntualidad del Reino en semejantes ocasiones, y se hallan registrados en la liturgia, o sea ceremonial de su cortesanía, así para anticipar el gozo a toda la nación navarra, previniéndola con la noticia del día mayor que se celebra en sus fastos, como para que todos se dispusiesen a celebrar este día y los tres siguientes, como verá el curioso letor en el párrafo que sigue.




- §. VIII. -

Dadas todas las providencias que pedía la atención, y resuelto también el convite general de todos los oficiales que actualmente se hallaban en esta plaza, como también de todos los caballeros que ilustran habitualmente y de asiento a la ciudad, sin omitir a los que por algún accidente se hallasen en ella a la sazón, se retiraron los Señores Diputados a sus casas, no a comer ni a descansar; porque su comidilla es saborearse en todo lo que sepa a amor al Rey, y su descanso es fatigarse gloriosamente en el servicio de su majestad. Retiráronse pues a dar las disposiciones correspondientes al lucimiento de cada uno, empeñados todos en deslucirse los unos a los otros, sin que por esta vez fuese la emulación envidia, sino noble competencia del gozo y de lealtad. No de otra manera que los planetas se desafían a brillos, sin que por eso se descomponga su armonía, y al cabo dentro de su órbita o su esfera, cada cual lo luce hasta lo sumo.

Era gusto ver a toda la ciudad puesta en bulliciosa conmoción, luego que se publicó el día señalado para la real aclamación. Pero sobre todo, las calles hervían en sastres, tan azorados o tan azogados, que sus agujas parecían de marcar, tocados ellos y ellas a la piedra imán. En las botigas y tiendas de mercaderes, andaba la vara por alto y por lo más alto, pues dispensadas en el reino de Navarra, únicamente para esta precisa función, las rigurosas prudentísimas leyes que prohíben el uso de oro y plata en los vestidos, cuando llega este lance se desquita bien la genial bizarría de la Nación, cuyo espíritu, inclinado en todo por natural propensión a lo más ostentoso, a lo más rico, sacrifica mil violencias en obsequio de la ley y del bien común. Por eso criando aquella y este lo permiten, bizarrea de represa, y no repara en gastar en un solo día tanto oro y tanta plata como puede bostezar el cerro del Potosí en algunos años. Así pues, los mercaderes no se daban manos a medir oro tejido, plata hilvanada, y también no ya lluvia, sino chorreras de oro, en goteras que podían parecer canales; en fluecos, que se equivocaban con borlas; en campanillas, que aun en las torres harían mucho bulto y mucho ruido; y finalmente, en franjas y galones, que unidos después en los vestidos y en las galas, parecían brazos del mar Rojo, o retazos de la eclíptica, dados al sol recientemente. En materia de precio, la boca del mercader era la medida, y es de creer sin temeridad que ninguno se mostraría ni natural ni originario del puerto de Boca-chica. Pero ¿qué diputado reparaba entonces en eso? Ni ¿a quién le podía parecer caro nada de lo que gastaba en obsequio de un rey carísimo, en cuyo amor todos y cada uno deseaban gastar toda el alma, hasta el último maravedí?

Al mismo tiempo que los mercaderes y los sastres imitaban al movimiento continuo, no estaban mano sobre mano los demás oficiales. Los plateros enmendaban joyas y aderezaban aderezos; los cordoneros en borlas de todos colores; que parecía se iba a fundar alguna universidad con creación de doctores en todas facultades; los bordadores, dicho se está, lo bordaban, y todo era hacer flores para batas de pistolas (tapa fundas las llama el Lexicón de la caballería), y mantillas para caballos con sus atranques de dengues; porque al fin no han parado las damas hasta que se han echado al cuello lo que los caballos se echan a las ancas; los guarnicioneros claveteaban sillas, bruñían frenos, afianzaban borrenes, ajustaban arzones, pulían pretales y cortaban cinchas. En los albéitares había una tintimarra de todos los diantres, con tanta prisa a trabajar el calzado para los caballos que habían de servir en la función, que a la pobre caballería que se desherraba en aquel tiempo, la hacían andar de casquis, y la dejaban descalza de pie y pierna, que era una compasión. Sobre todo, los que andaban más afanados y mas hacendosos eran los muchachos que van de noche a la taberna con el jarro por vino para cenar. Ca sabida cosa es que éstos son los precursores de todas las funciones, así ordinarias como extraordinarias, anunciándolas con las coplillas que cantan al sonsonete del jarro y del maravedí. Quevedo dice que al poeta de los pícaros (así llama al que surte de siguidillas a los pillos y a las mozas de roza ) le hablan de mantener las ciudades y los pueblos, del erario público, por ser bienhechor del común; pues si la moza y el pillo que van por vino no tuvieran coplillas que cantar, divertirían el miedo y el camino empinando el jarro. Pues éstos y aquéllas era de ver cómo andaban luego que se publicó el día de la proclamación, aporreándose contra esas esquinas en busca de asonantes y de consonantes, buenos o malos, para adelantarse al Reino y hacer ellos primero su proclamación, como es uso y costumbre. Varias siguidillas de las que arrojaban por la ventana de mi estudio los chillidos de los galopines, que es tradición se cantaron primero en la fuente de la Taconera y después en la de Santa Cecilia, pude recoger en la memoria, y no dejaré de trasladarlas aquí aunque me sacaran un ojo:


Veinte y cinco limones
    Sobre una mesa;
Viva el rey Don Fernando
    Y la Portuguesa.
Alentado del alma,
    Quiéreme mucho;
Que es el rey Don Fernando
    Como un carbunclo.
Cuando el sol se levanta,
    Cuando se pone,
Dice el Rey: buenos días,
    O buenas noches.
Diz que el rey Don Fernando
   Casa en Navarra;
Y que el Reino ha mandado
    Leer las proclamas.
La virgen del Camino
    Dijo a San Fermín:
Si Dios quiere, la Reina
    Luego ha de parir.
El conde de Maceda
    Dios nos le guarde,
Para que al Rey le pida
    Que nos ampare.
Viva el rey Don Fernando
    Siglos de siglos;
Pero dénos primero
    Cien Fernandicos.
Ya no se usan guedejas
    En las Castillas;
Que las que ahora se usan
    Son Fernandinas.
El conde de Maceda
    Dijo a su mujer:
No tengo de ser padro
    Hasta serlo el Rey.



Así se divertía en Pamplona el hambre de la proclamación, hasta que amaneció finalmente el día 21 de agosto, que, según lo que tardó en amanecer al gusto de la impaciencia navarra, pareció a algunos que el sol había despedido los caballos de su carroza, y se había echado el tiro de un elefante, una tortuga, un pato y un presumido; que son las cuatro cosas más pesadas que se reconocen en todo lo descubierto. Pero al fin amaneció; bien que muchos no esperaron a que la aurora les corriese la cortina y les abriese las ventanas; porque es fama que no se acostaron, celebrando la vigilia de tan grande solemnidad, según el antiguo ritual de las vigilias. Fue ver la alegre transformación de todas las gentes que se notó en las calles y en las plazas. El día antes, como (ya se ve) duraba el luto en todo su rigor, no se veían más que pendones de ánimas con pelucas, labares de capa y espada, tumbas con tontillo, sombreros morciélagos, y en los militares bandas negras con cabos de cresta de gallo. Hasta los semblantes parecían cenotafios, y había ojos de Aquí yace, que parecían troneras de panteón cuidando las mujeres de traer pendientes de Ne recorderis, y tal cual, en lugar de chorrera colgada al cuello, un Qui Lazarum enhebrado en París. Pero luego que las calles de Pamplona se desayunaron con la clara de la yema del sol el susodicho día 21, no parece sino que habían llovido aleluyas, que habían navegado jilgueros, ruiseñores y canarios, y que había habido algún antuvión o diluvio de tamboriles y danzantes. Verificóse a la letra el Regem cui omnia vivunt, venite adoremus; sólo que por aquel día pareció conveniente quitársele al oficio de difuntos y aplicarle al de los vivos, mudándolo de tono; y aun no faltó quien dijo que el renovabis faciem terrae se había cortado en profecía para Pamplona en esta ocasión. Con efecto, los hombres más maduros amanecieron verdes, los pasados, floridos, y hasta los de Valderoncal, que se hallaron por casualidad en esta corte, tuvieron sus pujos de petimetres, pues hubo roncales que se atrevió a echar medias de punto y zapatos con hebillas; bien que después en el valle lo hicieron abjurar de levi, obligándole a pedir perdón por el escándalo, y declarándose ante el fiel de fechos que no debía servir de ejemplar ni traerse a consecuencia. Notóse que en toda aquella mañana estuvieron desamparadas y solas las fuentes de la Taconera y de Santa Cecilia, no concurriendo a ellas ninguna de las muchas samaritanas que ordinariamente las rodean con el pozador. Ignorábase el misterio, hasta que se supo que todas se habían prevenido el día antecedente con la provisión de agua que habían menester para cocer la olla y para fregar, diciendo a sus amas que aquella mañana la necesitaban toda para el tocador. Y efectivamente, apenas extremaron (así se llama en Navarra al barrer, regar, limpiar las sillas y cubrir las camas), cuando unas se retiraron a la cocina, otras a la solana, tal cual a un zaquizamí, y en fin, cada pobre adonde podía, y sacando un medio peine con los dientes ralos, y los más, abiertos en brecha, tardaron tres buenas horas en componerse el jaque atusándole con saliva y unto de sartén, a falta de otra manteca. Pusiéronse todas las mejores cintas con que las habían regalado sus respectivos majos en la feria de San Fermín; echáronse la saya azul con ribete de seda blanca, y encima el delantal largo, cumplido y ajustado de laderas, listoneado a manera de terliz y tela de colchones; que es el pontifical entero con que salen a las funciones recias, como procesiones, toros y carricadanzas. Si así se engalanaron las mozas de roza y damas de la cocina, por aquí podrá inferir el curioso lector cómo se prevendrían las de coturno elevado y tontillo de timbales; que yo me canso de pintar, me duelo la cabeza y no estoy para dibujos. Pero en todo caso me quedo riendo entre dientes del chasco que se llevan los penosos si esperaban ahora una pinturilla que chillase. Me alegro de la burla, y de que se queden con la gana de llamarme pinta-monas.

Dieron, según se cree, lados de la tarde del suso dicho día 21; y dije «según se cree», porque si efectivamente dieron o no dieron, no lo podría con verdad atestiguar de oídas, ni aunque fuese una audiencia entera de oidores. Fue el caso, que apenas amagó el reloj a darlas, cuando todo lo metieron a bulla las campanas de la catedral, las de las parroquias y las de todas las comunidades, con tanto ruido y alboroto, que parecía sedición de metal, tempestad de bronce y huracán por la parte de arriba. No había que pensar en piques ni repiques; que eso les parecía cosa baja: dádole ha que, siendo fiesta de proclamación, todo lo que no era andar a bando, era contrabando, y no era clamar, lo que no era desgañitarse hasta reventar. Empeñada cada una en que había de parecer más loca cuanto más la dieren de cuerda, y que habían de saber los valencianos que no tenían que venir a echar piernas a Pamplona con la lijereza de sus vueltas, pues hasta la pesadez del mismo bronce se las apostaba y se las excedía. Lástima es que estén ya de molde este par de seguidillas:


La discreción admiro
   De las campanas,
Que dan gusto y repiten
   Mil badajadas.
Su alegría publican
    Festivos bronces:
¿Quién dirá que obedecen
    A puros golpes?



Si no, a fe mía que las había de encajar aquí, porque venían de perlas. Pero yo me guardaré de hacerlo, porque no diga algún envidioso que este papel tiene más de Hurtado que de Mendoza.

A este tiempo se iban juntando en la Preciosa los señores diputados del Reino, sus síndicos y secretario, con toda la nobleza y oficiales de la plaza que estaban convidados; sin que de los miembros que componen la Diputación hubiese faltado otro que el señor Don Manuel de Ezpeleta, a quien no permitió asistir la destemplanza de su salud, que en aquella tarde se temió se complicase con mal de corazón, por lo mucho que dolía al de este caballero el verse imposibilitado de concurrir personalmente al triunfo del amor y de la lealtad. Llamaba su desgracia y se quejaba altamente de sus males, sin caérsele de la boca aquellos ayes con que desahogaba los suyos el buen hijo de Príamo.


Sed me fata meo et scelus exiciale Lucanae.
His mersere malis: illa haec monumenta reliquit.



Los demás, conforme se dejaban ver en la calle, no se dejaban ver; porque, como para esto eran menester almas y ojos, ellos se llevaban tras de sí los ojos y las almas de todos cuantos los veían. Dispensada (como ya se dijo) para sola esta función la formalidad de la golilla, y permitido en ella solo el uso de las ricas telas, fluecos y galones de oro y plata, salieron todos de militar, chorreando plata, oro y diamantes por todas coyunturas. En los sombreros rizaban plumajes de todos colores, tan finos, tan sutiles y tan delicados, que parecían pensamientos de águilas; y es fama que quedaron en cueros, desplumados y pelones, los pájaros más exquisitos de la Asia y América. Y no por eso quiero decir que se vistieron de ajenas plumas; porque todas eran suyas y muy suyas; conque la fábula de la Corneja se podrá escabechar y conservarse para otra ocasión en que venga bien. También rizaban todas sus cucardas encarnadas, divisa de la nación española, cuya lealtad siempre es de color de fuego; y porque no se pensase que es fuego fatuo, exhalación o llamarada, ni mucho menos lo que en culto se llama fósforo, que es lo mismo que cuerpo luminoso sin fuego que le encienda, afianzaban las cucardas con sendos botones y rosetas de firmísimos y finísimos diamantes, para dar a entender que el fuego español es de casta de aquel fuego inextinguible con que dicen se encendió una lámpara junto al sepulcro del serenísimo señor Don Palante, príncipe de Arcadia, hijo del rey Don Evandro Primero; otra en el del señor Máximo Olivio, ciudadano de Padua; y la tercera en el de mi señora Doña Tuliola, hija muy querida del muy ilustre señor Don Marco Tulio Cicerón, cónsul de Roma. Esto del fuego inextinguible sea dicho con grata licencia de Octavio Ferrari, de Paulo Aresio, obispo de Tortona, y de los demás que le contradicen, protestando contra todo fuego inextinguible, menos contra el del infierno. Como me concedan que tampoco se apaga nunca el del amor y fidelidad española a sus monarcas, por mí que echen un jarro de agua a todos los demás.

Pues, como íbamos diciendo, además del plumaje, de las cucardas y de los diamantes como el puño que brillaban en los sombreros, las vueltas, las camisolas y los corbatines, parecían cortados de la vía láctea, que es la parte más delicada, más bien tejida y más blanda que se reconoce desde acá abajo en toda la riquísima y extendida tela del cielo. Y más, que para confirmarse uno en esta opinión, se notó también que los corbatines de muchos iban presos con estrellas menudicas, a manera de las que brillan o chispean en aquella famosa vía. De lo restante del vestido no se hable, pues no parece sino que todos habían acudido a la tienda del sol por el mejor oro, a la botiga de la luna por la plata más fina, a la lonja de la aurora por los más vivos matices y colores. Y como todo esto caía en unos sugetos naturalmente bien dispuestos, airosos y proporcionados, como lo son en la realidad todos los de la Diputación, pues aunque hace en el Reino tanta figura, ninguno es figurilla, daba un golpe de vista que se llevaba los ojos, y sacudía un porrazo de embeleso que se robaba las almas. Si no, ahí está el Señor Virgilio, que no me dejará mentir:


Circumstant animae dextra, laevaque frequentes:
Nec vidisse semel satis est; juvat usque morari.

Esto quiere decir, para que no malpara alguna curiosidad romancista:


    Por mirarlo se asomaban
Los corazones al pecho,
Y sin más ni más prendían
Almas a diestro y siniestro.
    Embelesados los ojos,
Repetían el empeño,
Y cesaban de mirarlos,
Por la porfía de verlos.
    Bien quisieran se parasen;
Mas no logrando el intento,
Ellos los dejaban ir,
Pero iban tras ellos, ellos.



Para entonces ya estaba la Señora Preciosa en traje de corte, como quien esperaba a la Señora Diputación para la visita de mayor respeto y de mayor cumplimiento de todas cuantas la hace al cabo de la vida. Servíale de tupé el magnífico dosel que está de asiento representando la majestad en aquella real pieza. La Devota era el estandarte real que pendía o colgaba debajo del mismo dosel; porque la Preciosa ni es ni será jamás devota de otros estandartes. Era este pendón de tafetán carmesí; y aunque hubiera sido de otro color, le hubiera mudado al entrar en aquella sala, porque hasta sus mismas paredes se le hubieran encendido. El flueco era de oro en la apariencia, y de fuego en la realidad. Descubríanse en él las armas de Navarra, cadenas y corona; porque así tiene la corona de Fernando al reino de Navarra en dulcísimas prisiones, que no trocara por la mayor libertad. Vestía la sala la rica colgadura del Reino; ésta pendía de la sala, y de la colgadura estaban colgados todos los que miraban. La falda del traje era una cumplidísima alfombra tejida de hermosas plantas; pero, había una especie de competencia entra las que la pisaban y las que la entretejían; porque las primeras eran más racionales, y las segundas presumían de más vivas. No faltaban a la gala de la ostentosísima pieza chorreras, cintillos y brillantes en un escuadrón de láminas y espejos en plenilunio, que tenían también sus lunas, y así era una locura lo que resplandecían. Despoblóse la ciudad a ver el adorno de la Preciosa, y al entrar en ella cierto aprendiz de poeta, tropezó en la alfombra, y se le fueron los pies en esta




Décima


    ¡Bien haya el que te crió,
Sala mil veces preciosa!
Dígote que fue dichosa
La madre que te parió.
No habrá en todo el mundo, no,
Mas que sea el mayor necio,
Que no exclame con aprecio,
Cuando te ve y te saluda:
Eres preciosa desnuda;
Vestida, no tienes precio.



Luego que entró la diputación del Reino en aquel magnífico teatro de la majestad, de la admiración y del respeto, tomó con reverente despejo el real estandarte que estaba debajo del dosel el señor Don Agustín de Sarasa, a quien la misma Diputación había nombrado para enarbolarle en aquella majestuosísima función. Salió el Reino de la sala con el noble, militar, lucido acompañamiento que había concurrido a cortejarle, no tanto llamado del atento convite con que la Diputación le había prevenido, cuanto impelidos todos y cada uno de su innata fidelidad y amor a un rey, en cuya aclamación no había corazón, no había alma, que no quisiese tener parte. Montaron todos en los caballos que estaban prevenidos y tan costosamente enjaezados, que muchos de ellos tascaban plata, mordían oro y espumaban preciosidades líquidas, cubiertos, los que menos, con tapa-fundas y mantillas tan preciosamente bordadas, que al verlos dos damas mozas (hablo de estas damas de prima tonsura, que lo son entre dos luces y andan todavía en caderas), se dijeron una a otra llenas de envidia: «Mujer, ¡quién fuera caballo!» Con efecto, hasta los mismos brutos estaban tan orgullosos viéndose tan engalonados, que agitando en continuo airoso movimiento el cuello y la cabeza hacia todas partes, parecía fogosidad, y era mirarse; aun hasta el perpetuo escarceo de los pies sonaba a bullicio, y en realidad no era más que inquietud y gana impaciente de lucirlo. Conocióse esto claramente en que apenas sintieron se acercaban los dueños, cuando comenzaron a enardecerse en relinchos tan festivos, que cuando me lo contaron, sin poderlo remediar se me vino a la memoria lo que hicieron en semejante ocasión otros caballos de buena casta:

Adventusque virum, fremitusque ardescit aequorum.

Y si no estuviera tan de prisa, a pique estaba que les aplicase un par de hemistiquios y un verso entero, que no venían del todo mal:


      Fremit aequore toto
Insultans sonipes, et pressis pugnat habenis.
Huc observus, et huc



Pero ya estoy cansado y tengo gana de llegar al fin, diciendo que se adornó el paseo de esta manera: Precedían dos clarines a caballo, con libreas tan cuajadas de plata, que el paño parecía reliquia engastada, y la dragona se reducía poco más o menos a unos trozos de oro macizo cortados en figura de cordón. Hola, no quiero infernar mi alma; esto es lo que a mí se me figura; pero, como soy corto de vista, y de más a más el resplandor de librea deslumbra, puede ser que sea otra cosa; con que, en todo caso, quédese la verdad en su lugar. Seguíanse después los caballeros de la ciudad y los oficiales de la plaza en parejas, todas tan lucidas, tan iguales y tan armoniosas, que cada una parecía la mejor, y porcada cual decía la gente: Vaya, esta no tiene par. Los caballos se movían tan a compás, como si hubieran estudiado la solfa, y hubo quien dijo que cada uno era una capilla entera, porque tocaban armonías con los pies, cantaban recitados con los relinchos, y en las manos tenían cosas de maestros de capilla. El Reino iba donde le correspondía, formando la primera pareja el licenciado Don Miguel de Sesma, síndico más moderno, y el secretario Don Pablo del Trell. El licenciado Sesma parecía un ginete de miñatura sobre un caballo de filigrana, y Don Pablo del Trell representaba a lo vivo la jornada de San Pablo a Damasco, un poco antes de la caída, salva sea la intención, que no era buena en el tarsense, y no podía ser mejor en el Señor Secretario. Era la segunda pareja de la ilustrísima comunidad la del señor Don José de Navascues Alfonso y del licenciado Don Joaquín Ferrer, síndico más antiguo; y aunque el señor Don José descollaba tanto, que sin poderlo remediar su modestia, cunctis altior ibat, y le llevaba, a manera de decir, al licenciado Ferrer toda la cabeza, toto vertice supra est; ¿pero qué importa, si el Síndico iba tan bien montado que no parece sino que el caballo era Pandectas, según le manejaba y le revolvía a todas manos? Inmediatos a estos caminaban los señores Don Vicente Mutiloa y Don Antonio Ozcariz, y ambos a porfía iban desmintiendo el refrán que dice que «no hay hombre cuerdo a caballo», pues los dos seguían la marcha con tanta cordura, que era un juicio; pero por más que hicieron, no se la pudieron pegar a los caballos, los cuales, sin hacerse cargo de la racionalidad de los ginetes, andaban por esas calles que parecían unos brutos. Cerraba todo el brillante escuadrón el señor Don Agustín de Sarasa con el real estandarte, y a sus lados los señores don Fray Malaquías Martínez y Don Fernando Javier Daoiz. El Señor Sarasa se había hecho cargo de que se habían de ir tras él principalmente los ojos de todo el auditorio, porque el pendón que empuñaba le hacía ser el primer papel de la función. Por eso tuvo gran cuidado de que no se llevase chasco la curiosidad, no obstante que también la dejó burlada por buen camino, y es que encontró mucho más de lo que pensaba, y aun de lo que podía imaginar. Como el oficio que iba a ejercitar era tan parecido al de Mercurio, embajador, nuncio y posta de los dioses, todo en una pieza, remedó muy al natural las señas más expresivas de aquella deidad volante, y en todo caso calzó al sombrero alas, plumas, airones o penachos (que todo es uno), y esos de color de brasa, con que por lo que tenía de alas creyeron algunos que iba a levantar el estandarte del león español en el reino de las águilas; y por lo que subía como fuego, imaginaron otros que se elevaba a hacer la misma diligencia en la región de este elemento, si es que hay tal región o tal esfera en todo el país de la naturaleza. De más a más iba el sombrerillo nadando en un arroyuelo de oro que se presentaba alrededor, y no dirían sino que era una góndola negra engolfada en un brazo del mar Bermejo; y la cucarda, que era de color de sol hacía la mitad de la canícula, sin hablar palabra estaba gritando que era flámula, y en voz más baja daba a entender a cualquiera que servía también de gallardete. Para mayor abundamiento se aseguraba la cucarda con un lazo o roseta de diamantes, tan brilladores, que muchos empeñados en mirarlos de hito en hito, se deslumbraron con el golpe de luz que reverberaba, y aumentado el resplandor con otra grande joya que llevaba al pecho, creyendo que aquel pobre caballero ardía en vivas llamas, no faltó quien comenzó a gritar lleno de compasión, medio en verso y medio en prosa:


    Agua, agua;
Que se quema Sarasa
    Venga, venga;
Que Sarasa se quema
   Aprisa, aprisa;
Que se vuelve ceniza.



Vean ustedes por su vida si tendría fuego el caballo que montaba, cuando lo oprimía la espalda no menos que una hoguera, y si ponderó mucho el que dijo que respecto de aquel caballo el Flegra era un carámbano y el Etonte un palafrén garapiñado.

Por eso la acémila que sostenía al reverendísimo abad de Leyre, daba bien a entender que estaba criada donde no se toleran fogosidades ni ardimientos; porque a toda pasión encendida se la echa un jarro de agua. Parecióle sin duda a este reverendísimo señor, que algún pequeñuelo se escandalizaría de ver a un monje cisterciense en un caballo bien enjaezado, y quiso su religiosidad y su modestia hacer este cortejo a la flaqueza de los parvulillos. Por lo demás bien sabía su reverendísima que no perdió nada su padre San Bernardo por haber montado en cierta ocasión un generoso alazán (si es que era de este color el caballo en que fue a visitar a su amigo el abad de Cluni; que eso no lo dice la historia); por más señas que habiendo andado todo el día sobre el tal caballo, no reparó en los ricos aderezos que llevaba; y es que el caballo y el ginete ambos iban fuera de sí, aunque por distintos rumbos: el caballo fuera de sí de vanidad generosa, y el ginete fuera de sí de humildad, de meditación profunda. Tampoco podía ignorar el señor abad de Leyre que su ínclita orden cisterciense, no embargante lo monástico, fue la matriz de las órdenes militares y de caballería de España; y si no que se lo vayan a preguntar a Fray Raimundo, abad de Fitero, y a Fray Diego Velázquez, monje en el mismo monasterio, que vistiendo la cota debajo de la cogulla, se ofrecieron al rey Don Sancho III de Castilla a tomar de su cuenta la defensa de Calatrava contra las invasiones sarracenas, dando principio al primer orden militar que se vio en las campañas españolas; con que, teniendo de profesión lo caballero, bien pudiera su señoría haber montado en un buen caballo, como un Bernardo; pero al fin no lo hizo por dar ese ejemplo más a los que no se hallaban instruidos de estas noticias. Pero el señor Don Fernando Javier Daoiz, que era el otro colateral del real estandarte, y no tenía por qué gastar estos melindres de escrupulosidad, hizo que reparasen pocos en esta quínola; porque llamó hacia sí las atenciones con tanto ahínco, que apenas dejó libertad para emplearlas en otra parte. Iba, digámoslo así, navegando en golfos de oro, plata y pedrería; de suerte que hasta el mismo espiritoso bruto que montaba, tenía un movimiento equívoco, dudándose si era nado o escarceo, y así hubo sus disputas sobre si era caballo marino o potro etéreo; pero se decidió la cuestión, conviniéndose en que pisaba bocas y pacía estrellas.

Como soy cristiano, que se me habían olvidado los maceros, los cuales iban inmediatos a los clarines, con sus garamallas, gorras, y mazas de plata sobre los hombros, que se las apostaban a aquellos dos de sendas porras claveteadas, que guardaban la boca de cierta cueva donde estaba haciendo penitencia de sus mentiras un oráculo. Dirá alguno que no faltaban mazas en la relación, porque su pesadez vale por muchas; pero ve aquí, primero lo he dicho yo, con que le he ahorrado el trabajo de encajarme esta mazada. Otro echará menos que no diga algún equivoquillo sobre las mazas de plata, como si dijéramos que las mazas de esta materia, cuanto son más pesadas, son más llevaderas; pues a fe que no le he de dar gusto en decir esta insulsez. Finalmente, alguno pensará que las gorras se me escaparon por alto, y que no venía mal el conceptillo de que los maceros parecían bien, no obstante que se metieron de gorra. Yo no me pago de pensamientillos capigorrones, que se pueden pregonar «a cuatro cornados», como algunas estampas en la solemne entrada de San Miguel de Celsis. Los que me entienden, me entienden, y los que no, encomiéndense de todo corazón al Santo Ángel; que no lo perderán.

Apenas se formó el paseo en esta conformidad, hallándose ya en la calle toda la Diputación con su lucido acompañamiento, cuando el señor Don Agustín de Sarasa tremoló con gallardía el estandarte, y dando a la voz todo el esfuerzo con que le pudo socorrer su grande aliento, gritó las palabras de la aclamación que acostumbra el ilustrísimo Reino:


Real, real, Navarra, por el rey
Don Fernando Segundo de Navarra
Y Sexto de Castilla
(Que Dios guarde muchos años).



Lo que respondieron a este soberano pregón, así los Señores Diputados, como todos los caballeros que componían el magnífico cortejo, no se sabe a punto fijo; porque ni la gritería y fidelísima algazara del innumerable gentío, a quien se le iba toda el alma por la boca; ni el estrépito sonoro de las campanas, que tumultuaron en las torres, pareciendo alboroto lo que era alborozo muy leal; ni el horrísono estruendo de la artillería, que estuvo jugando horrores festivos todo el tiempo que duró la función, estremeciendo a la cuenta de Pamplona con alegrísimo perpetuo terremoto; digo que todo este conjunto estrepitoso no dejó percibir con claridad lo que respondieron a la aclamación del Señor Sarasa sus nobilísimos compañeros. Sábese, sí, que apenas articuló la última sílaba de su clamoroso pregón, cuando


Clamorem excipiunt Socci; fremituque sequuntur
Dulcisono



Y se cree, sobre buenos fundamentos, que a algunos les pareció poca expresión la de «Dios guarde», y que la enmendaron diciendo: «Dios eternice, Dios perpetúe, Dios inmortalice», concluyendo después para guardar consecuencia, con clamar, en lugar «de muchos años, eternidades de eternidades, sin fines de sin fines, siglos de siglos».Y aun no debió de faltar quien creyó explicaría su amor con mayor elegancia, o a lo menos con mayor vehemencia, en latín, gritando: Per omnia saecula saeculorum; porque se oyó una gritería interminable de Amenes, más repetidos que los que suele jacarear la música al fin de la Gloria en misas de primera clase y días recios. Tengo gana de encajar un textecillo de la Sagrada Escritura, que me anda bullendo en la imaginación, y no sé cómo mullirme la cama. Pero ya, ya di en el modo. Hasta los montes que guardan, que sitian o que guarnecen a Pamplona (que todo esto hacen) dieron brincos de placer y saltos de alegría, bailando al son que les hacía el cañón de la plaza. Ahora viene el texto, que ni aunque le hubieran cortado para el asunto: Montes exultaverunt ut arietes, et colles sicut agni ovium. Acabáramos con ello; que ya salí del embarazo y se me cumplió el antojo.

Enderezóse el paseo a la plazuela de Palacio, cuyas paredes todavía estaban humeando con el fuego de esfera superior que las pegó el excelentísimo virey conde de Maceda. Allí se repitió, o por mejor decir, se continuó la misma ceremonia de tremolar al estandarte y de proclamar al Rey con la fórmula sabida; aunque esto segundo sólo se sabe por conjetura y porque así lo certificó el caballero diputado que enarbolaba el pendón, pues por lo demás, ninguno podría percibir lo que voceó, aunque fuese de casta de conejos, que dicen son los más vivos oidores de todos los vivientes de acá abajo; y es que ya la muchedumbre había perdido el respeto al silencio, sin estar más en su mano ni en su lengua, porque se habían subido a ésta los espíritus de amor a nuestro amabilísimo Fernando, de los cuales está poseído todo buen español, haciéndoseles muy familiares. Lo mismo sucedió en las calles y sitios más públicos de la ciudad, donde apenas amagaba a abrir la boca el Señor Porta-estandarte, cuando se le adelantaban abriendo las suyas los chicos, los grandes, los plebeyos, los nobles, los seglares más graves, los eclesiásticos más circunspectos, los religiosos más encogidos, y lo que es más, hasta las mismas damas, sin haber una siquiera tan presumida de boca chica, que recelase rasgársela hasta la oreja por gritar viva Fernando; y como lograsen poner este su grito en el cielo, la daban por bien rasgada, y aun hacían después mucha vanidad de tener bocas de todo rasgo. Hubo dama moza que se expuso a perder una boda rica y de su gusto, solo porque echó a perder la boca, pues antes de la proclamación la llamaban Madamoisela Boqueta, y después no se la conocía por otro nombre que por el de Madama Bocalan. En fin, no es ponderación, sino verdad lisa y llana como la palma de la mano, que durante el paseo de la aclamación, todos estuvieron con la boca abierta, excepto las bocascalles, que ésas no sólo se notaron cerradas, sino tapiadas con tabiques racionales. Los sombreros, que se metieron a pájaros volando por el aire (que para estas ocasiones son las alas); las capas, que remedaron a la de Elías; los pañuelos de todos colores, que escaramuzaban en los balcones, en las ventanas, en los tejados y hasta en las troneras de los campanarios, dieron al sol muchísima rabia, porque le estorbaron ver la función; y aunque se empeñó en romperlos con todo el ejército de rayos con que sale a campaña por el mes de agosto, no pudo penetrarlos, y así se llevó un gran chasco, quedando más encendido que unas brasas, de puro avergonzado.

Concluido el paseo, que duró la mayor parte de la tarde, porque no hubo plaza, plazuela, calle, sitio, ni paraje decente de esta bien plantada ciudad y corte imperial del reino de Navarra, donde no fuese aclamado el Rey, se apeó la Diputación con todo el acompañamiento en el patio del arcedianato, y dirigiéndose a la Preciosa, colocó el Señor Sarasa el estandarte real debajo del dosel, de donde le había tomado; y volviéndose al acompañamiento con despejo cortesano, le hizo una discretísima arenga, en que celebró el honor, el aire, el garbo y el lucimiento con que todos habían concurrido al mayor desempeño de la majestuosa función. Pero tuvo gran cuidado en no deslizarse en expresión que sonase a acción de gracias; porque como tiene tan bien conocido el delicadísimo pundonor navarro, receló que se diese por agraviado de que se le agradeciesen como obsequio voluntario, las que en el lealísimo genial amor de la nación son demostraciones naturales y sin libertad. Sirvióse a todos los convidados un abundantísimo refresco de todo género de aguas compuestas, de dulces exquisitos, de bizcochos delicados, de vinos generosos, con tanta profusión, como lo acostumbra el Reino en todas sus funciones, sin que en esto quepa más ponderación; porque en hablándose de magnificencia, de esplendor, de generosidad y de bizarría, el reino de Navarra siempre llega hasta lo sumo, y sólo en estos lances rompe sus cadenas.

Llegó la noche, pero eso quisiera ella; iba a entrarse muy de rebozo en Pamplona, para tener parte en la fiesta; mas fue conocida, y sin permitirla que descubriese la cara, se quedó a buenas noches, porque la hicieron ir más que de paso a otra parte. El caso fue, que aquella tarde no hubo tiempo entre dos luces, sino entre muchas, porque apenas el sol amagó a esconderse de corrido por la burla que le habían hecho, cuando para mayor befa suya, se empeñó toda la ciudad en hacerlo ver claramente que no le habían menester para bendita la cosa, pues sabía fabricar ella unos solitos de faltriquera tan lucidos y tan brillantes, que suplían con ventajas las ausencias y enfermedades del otro, el cual por ende no tenía que venirse a Pamplona a echar bocanadas de luz ni piernas de lucimiento; porque lo meterían los rayos en el corral. Dicho y hecho: coronáronse las torres de planetas, apiñáronse constelaciones en las azoteas, asomábanse por los balcones y por las ventanas tantas inundaciones luminosas, que las calles parecían zodíacos, y un astrólogo juró sobre la fe de su telescopio, que las casas de los doce signos se alquilaban para morciélagos, búhos y lechuzas; porque se habían bajado a vivir a la corte de Navarra. En las calles, plazas y plazuelas ardían hogueras como paja, por señas, que revoleteaban alrededor de ellas enjambres de mariposas racionales, que no se les daba un pito por quemarse, diciendo que, quemados por mil, quemados por mil y quinientos; y es que al gritar viva Fernando, ardían todos en vivas llamas. En conclusión, a ninguno le pasó por la imaginación que era de noche, ni tampoco lo podía conocer sino que lo adivinase; y así, cuando se hizo tiempo de tomar un bocado, nadie dijo, ni por descuido, que iba a cenar, sino que iba a comer la sopa. Y porque una pobre cocinera sacó a la mesa un poco de ensalada, el amo, que no debía ser de los más bien acondicionados, se la tiró a los hocicos, diciéndola: «Bribona, ¿quién pone escarola cruda a mediodía?» De lo que se resintió tanto la moza, que luego se despidió de la posada, aunque no la faltaban más que dos días y medio para cumplir el año. Dieron las doce de la noche, a tiempo que estaban en una tabernilla de lo caro ciertos cofrades del jarro; tocaron a maitines en una comunidad religiosa, y dijo a sus camaradas el que parecía de inclinación más de bota: «Caballeros, jaque de aquí, que tocan a misa de doce». En una palabra, cuando el sueño hizo su oficio, y tocó a dormir a los más dispiertos, todos se fueron a la cama en la buena fe de que iban a dormir la siesta, y es tradición que solamente se desnudaron los poltrones, y los que saben por experiencia que el acostarse a mediodía como a media noche, es el mejor remedio contra pulgas. Esto que se ha dicho de galas, luminarias, campanas, alborozo y universal regocijo, téngase por continuado ni más ni menos en los tres días siguientes al famoso día 21, y con esto no hay más que decir.

Ahora dicen los naturales que es uso y costumbre concluir este género de papeles con una canción rumbosa, que se lleve los bigotes a toda admiración de mostacho y pelo en barba. ¿Pero no me dirán ustedes, por vida suya, qué podré yo decir (pobre de mí) de un rey a quien en poco más de dos meses y medio de reinado le han encajado ya tantos dichos, y aun tantos dichazos en versos buenos y malos, que sólo por lo que ha tolerado a los poetas, aunque no hubiera dado ni diese en adelante más pruebas de su clemencia, tenía ya sobrados méritos para levantarse con el renombre de «Fernando el clementísimo, Fernando el benignísimo, Fernando el pacientísimo, Fernando el jobísimo?» ¿Qué mal nos ha hecho un monarca que todo es bondad, todo es amabilidad, todo es ternura, todo es compasión de su afligido pueblo, todo amor de sus amantísimos vasallos, que sólo respira alivios, alienta consuelos, exhala clemencias y sueña piedades, para que le paguemos estas buenas obras que nos hace, con tantas perversas obras como se le han dedicado, en las cuales (a la reserva de unas pocas) en Dios y en mi conciencia se podía perdonar la voluntad, por no sufrir el mal entendimiento con que están fabricadas? ¿Ni a qué fin he de gastar el calor natural en canciones que su majestad no ha de oír ni ha de leer, cuando estará mejor empleado en recitados para que el Rey de los reyes le asista, le ilumine, le proteja, le haga feliz, y consuele a estos sus reinos con la sucesión que tanto desean y por que tanto suspiran todos sus fieles vasallos? Lo que yo sé decir es, que su majestad ha pedido oraciones, y no ha pedido sonetos; ha mostrado más devoción en las novenas que a las octavas; y me consta con cierta ciencia, que estimará más una rogativa, que un libro de a folio cargado de ritmas. Pues yo sería de parecer (salvo meliori) que diésemos a su piedad este buen gusto, a su devoción este consuelo, y a nuestra necesidad este importante alivio. Pero si todavía dan ustedes en la manía de que es menester acabar la relación según estilo, partamos la diferencia. Miren, aunque el rey Don Fernando ha ofrecido dar audiencia a todos los desvalidos, hasta ahora no sabemos que la haya ofrecido dar a los poetas, sin embargo de que no suelen ser los menos necesitados. Es naturalísimo que no tenga su majestad tiempo para eso. Otro rey Don Fernando hay en el cielo, el cual a la hora de esta se halla más desocupado, y sé yo que oye de buena gana las representaciones que le hacen, aunque sean en verso, con tal que los poetas las arrimen al amor de aquel único verdadero numen que calienta, y no del otro diosecillo por mal nombre, con cuya invocación, a lo sumo, sólo se consigue el calor de un fuego fatuo. Es decir, con tal que puedan afirmar, sin achicar la voz y con toda la propiedad que significa el rigor de las palabras:

Est Deus in nobis, agitante calescimus illo.

Con estas condiciones, el señor rey San Fernando se dejará obligar de un soneto, como un santo. Pues a Dios y a dicha, allá va por vía de invocación y a manera de himno, que digamos, este




Soneto


    ¡Oh tú, Rey de aquel nombre cuyo agüero
De tres en tres anuncia al mundo espantos!
Si es que va por los treses el ser santos,
Ya está en casa el segundo en lo tercero.

    Tú sacaste el adagio verdadero,
«Que a los tres la vencida va»; otros tantos
Fernandos visten ya reales mantos;
Bástete a ti la gloria de primero.

   Tu piedad, tu valor quiere heredarte,
Y tu virtud fecunda prodigiosa
En nueve hijos, que al mundo dieron leyes.

   El ser conquistador lo deja aparte;
Que hoy España, en dominios portentosa,
No necesita reinos, sino reyes.

Laus Deo.


Carta

de Don Leopoldo Jerónimo de Puig, capellán del Rey en su real capilla de San Isidro de Madrid, administrador del hospital real de Franceses y antiguo diarista de España, a un navarro amigo suyo, residente y vecino de la ciudad de Pamplona.

Amigo y señor: Yo no tengo la culpa de que la divina Providencia me haya hecho tan inútil, que sólo pueda servir a mis amigos con buenos deseos: déme Dios los medios que de mi cuenta correrá el usar de ellos en beneficio de todos mis favorecedores. Al señor Don N. de N., mi señor y su hermano, le ha ofrecido mi persona, mi casa y mis cortos influjos para cuanto sea de su agrado; pero este caballero, o porque me conoce, o porque no necesita de tan débiles apoyos, no quiere ni ha querido mandarme. Hoy he estado en su casa a besarle las manos y a repetirle las protestas de mi buen afecto, y hacerle instancias sobre que no me niegue el gusto de servirle.

Amigo, faltara yo gravemente contra la atención y la amistad, si no diera a vuestra merced las más expresivas y sinceras enhorabuenas, pues como individuo tan amante de ese ilustrísimo y fidelísimo reino, le contemplo acreedor a estas debidas demostraciones, por las que han practicado en la gloriosa proclamación que se hizo en esa ciudad de nuestro deseado y amabilísimo monarca Don Fernando el Sexto. Nadie podía dudar del amor que han manifestado siempre los navarros a sus reyes, que en la proclamación de nuestro idolatrado dueño corresponderían a la lealtad con que siempre han reconocido y servido a sus monarcas; pero tampoco le podía ocurrir a nadie que su celo apurase el ingenio todos los primores para sobresalir y distinguirse entre todos los reinos que componen esta dilatada monarquía, cuando todos se compiten en manifestar el regocijo con que celebran al nuevo rey, como objeto de sus veneraciones y delicias, y como particular beneficio que les ha concedido la divina clemencia.

La apreciable noticia de este finísimo esmero es cierto que se debe, y la debe el Reino, al juicioso, al elocuente, al sazonado y festivo papel que se ha publicado estos días en esta corte con el título de Triunfo del amor y de la lealtad. Día grande de Navarra en la festiva, pronta, gloriosa aclamación del serenísimo Católico rey Don Fernando. Dícese (y es cierto) que es su autor un sabio jesuita que reside en esa ciudad, y cuyos talentos se perciben con asombro en la cátedra y en el púlpito, calidades que han adquirido las primeras estimaciones entre todos los buenos conocedores de todo ese culto país. Él sin duda corresponde agradecido al alto concepto con que todos le honran, pues en el expresado papel no hay frase, línea o término, que no esté respirando veneración y cariño a su excelentísimo virey, y a todo el Reino en común y en particular.

Luego que descubrí su autor, hice el concepto que debía de su excelente obra, por la agudeza y buen juicio con que me consta sabe manejar su gran literatura; pero como su amistad y sus virtudes podían inducirme a alguna preocupación, me previne antes de leerle con el olvido de todos los motivos que tengo para estimarle, y con la constante resolución de juzgar el mérito de la obra con la ingenuidad e indiferencia que me fuese posible. Dos veces leí este apreciable papel, y en ambas admiré la facilidad, propiedad y nervio del estilo, la admirable disposición de todas sus partes y la singular novedad de sus pensamientos. Finalmente me ratifiqué en que su ingenio es grande entre los que España celebra por grandes, y que su discernimiento y amenidad tiene poco que envidiar a las plumas más felices de los pasados siglos.

Sin embargo de este imparcial juicio en que me mantengo, he oído decir, y no sin pesar mío, que hay en esa ciudad alguna división entre los dictámenes: unos, que haciendo justicia al mérito de esta ingeniosísima producción, la alaban y la aprecian hasta lo sumo; y otros, que negándose a las luces de que debieran valerse, la deprimen hasta el mas ínfimo desprecio, publicando que es una sátira mordaz y una insulsa invectiva contra los navarros.

Vuelvo a repetir que he sabido esto; pero no he podido resolverme a creerlo, y cuando más, me persuado de que sea un rumor esparcido por la ignorancia o por la emulación; pues nunca sabré determinarme a creer que en un reino tan rico de ingenios, y en donde las leyes de buena literatura están en su vigor y fuerza, haya quien no admire y alabe un papel tan elegante, chistoso y honrador de todos sus naturales. Una de las cosas que más se admira en él, es el ingenioso y exquisito modo de elogiar a las personas que intervinieron en la función.

Yo aseguro que si alguno califica seriamente de sátira a este escrito, será porque no conoce ni aún tiene confusa noción de lo que es sátira, y que ignora la definición de ella y sus especies. Porque yo ruego a vuestra merced me diga a qué propósito un sugeto tan recomendable y estimado había de escribir sátiras contra una nación a quien tanto ama y aprecia? Yo le conozco, y si en algo me puede haber parecido prolija su ingenuidad, es en las reiteradas expresiones que me ha hecho en nuestra comunicación sobre lo mucho que debe a todo ese país. ¡Qué traza por cierto de tener queja oculta o resentimiento particular, de que se desahogase con la bella ocasión de escribir el regocijo público de los navarros en la proclamación de nuestro rey! Pero demos que se fingiese una queja sin motivo: ¿cómo es posible que explicase su resentimiento tan groseramente un sugeto que es la misma ley de la urbanidad y de la moderación? Un sabio tan respetuoso amante de su soberano, ¿había de cometer el sacrilegio mas enorme contra el amor y veneración, abusando de los júbilos por su exaltación al trono, para explicar sus pasiones? ¿El Reino y sus individuos no han coronado a este incomparable jesuita con aplausos y declamaciones? ¿Pues cómo no reparan en que satirizan a sí mismos y a sus paisanos los que imaginan que un sugeto a cuyo favor está la opinión más ventajosa, había de incurrir en un crimen tan intempestivo y feo? Fuera de que ¿no se viene a los ojos, que un papel que en su género será acaso el modelo por donde se deben gobernar las ciudades que tuviesen el buen gusto de imprimir semejantes demostraciones con el mismo motivo, quisiese su autor echar a perder el original afeándole con un borrón tan negro, que él mismo ahuyentase las ideas de la imitación? ¿No sería esto trabajar el autor contra su propria gloria? ¿Cómo es creíble que una persona de tan delicado juicio se quisiese dar a conocer al público con un traje tan odioso como el de la sátira, y que él mismo publicase su ingratitud en el mismo reino que tanto le aprecia? Pregunte vuestra merced a los mismos interesados, y a buen seguro que, como sugetos de tan notoria circunspección e integridad, llevarán muy a mal que se presuma tal cosa de este escrito; porque si ellos mismos se resintiesen de él, era forzoso que confiasen poco de sus abonados procederes, y que temiesen que el Padre Isla intentaba


       Pallentes radere mores
Doctus, et ingenuo culpam defigere ludo



En Madrid ha parecido este papel tan bien, que para los pocos ejemplares que se han esparcido, hay más lectores que letras. No he visto escrito que se solicite con más ansia ni que en los pocos días de su publicación haya logrado más aplausos. Antes que llegase a mis manos supe que en casa de un ilustrísimo señor del consejo y cámara de Castilla, cuya literatura y perspicacia es bien notoria, se había leído con entera satisfacción de su ilustrísima y con general aplauso de los oyentes. Otras muchas personas a quienes conozco y venero por su erudición y buen gusto, a todos les he oído alabar esta obra, sin que a ninguno te haya ocurrido el extraño despropósito de que es sátira; antes una de las particularidades que admiran en este escrito, es el nuevo modo de alabar a los sugetos sin ponderaciones ni inverosimilitudes, y la viveza con que presenta el carácter particular de cada uno de los que en él se nombran.

Amigo, esto va muy largo, y fuera nunca acabar si hubiera de determinarme en particularizar todas las perfecciones de esta obra. Pero aunque algo me alargue, no puedo acabar conmigo de decir a vuestra merced que la dedicatoria al excelentísimo Señor conde de Maceda está primorosamente discurrida y elocuentísimamente escrita, y que es una pieza, entre las muchas que he visto de esta especie, singular y consumada. No se puede elogiar con mas verdad a un héroe, ni se puede desempeñar con más solidez, naturalidad y extrañeza el obsequio de dedicarle esta obra. La enerjía y lo sublime de los pensamientos han de hacer agradable a su excelencia la demostración de ofrecerle este escrito, sin que su modestia se pueda quejar de los insultos de la lisonja; porque, como tan amante de la verdad, es preciso que le agraden todas cuantas expresiones componen la dedicatoria, sin embargo de aquella gran modestia que la hace mirar con enfado aun la sombra de este vicio.

Vuestra merced perdone lo molesto de esta carta; que impelido del mérito de este escrito dejó correr la pluma más de lo que me propuse; pero no me pesa, pues siendo vuestra merced tan verdadero amigo de su ingenioso autor, no lo habrán disgustado estas expresiones hijas de mi ingenuidad. Lo que importa es despreciar cuantas hablillas y mal fundadas críticas oiga contra la relación de la proclamación de Pamplona, pues no tienen otro origen que el de la presunción de los semidoctos, el de la arrogancia de los ignorantes, el melindre de las damas y el melancólico humor de los envidiosos, linajes todos de gentes enemigos irreconciliables de los aciertos. Dios guarde a vuestra merced muchos años que deseo. Madrid y noviembre 10 de 1146. -Besa la mano de vuestra merced. - Su seguro amigo y capellán, Don Leopoldo Jerónimo de Puig.

Nota. El sugeto a quien se escribió esta carta, luego que la recibió, la comunicó a otro amigo suyo navarro, buen patriota, hombre de letras y muy amante del Reino. Éste se quedó con ella, y por ahorrar el trabajo de copiarla, la da a luz para desengaño del vulgo de Pamplona. Dícese del vulgo de Pamplona, porque se sabe que de él ha salido y dentro de él ha quedado la poca piedad con que se ha tratado a un escrito y a un escritor benemérito de toda la nación, y particularmente de esta ciudad, que con tanto aplauso y con tanto séquito ha disfrutado sus grandes prendas de celo y de literatura, en púlpito, cátedra y perpetuo confesonario. Ciertamente no se creyera, si no se palpara, la poca merced que se ha hecho a un sugeto tan amable y tan respetable por todas sus circunstancias. Para que los émulos de nuestra nación no nos tengan a todos por vulgo, y para que entiendan que sabemos conocer el mérito y reconocerle, se da a luz esta carta, protestando que todos los hombres entendidos, discretos y literatos, de que abunda Pamplona (a excepción de tal cual tenido de alguna impresión siniestra), son del mismo parecer que su juiciosísimo y discretísimo autor. Pudiéranse también dar a luz otras dos cartas de uno de los prelados más sabios y más grandes en todas líneas que venera España, y también uno de los mayores y más ilustres hijos que ha producido este reino fecundísimo, ambas del mismo idéntico concepto que la del diarista, las que ha visto y leído el que publica la presente, si la modestia del autor del papel de proclamación no se hubiera negado constantemente a permitir se sacase copia de las dos, contento con tal cual que se divulgó de la primera, lo que se hace más sensible al escritor de esta carta, porque se sabe que el ilustrísimo prelado no se dio por ofendido de que se publicase la otra. También se pudieran divulgar otras muchísimas cartas de los primeros hombres en letras y nobleza del reino de Navarra, que conforman en todo con las que se citan, y con la que se estampa.

Carta del reverendísimo padre Maestro José Francisco de Isla a Don Leopoldo Jerónimo de Puig, en acción de gracias de la que éste escribió a un amigo suyo, residente y vecino de la ciudad de Pamplona.

Muy señor mío y amigo: No me tendrá vuesa merced por tan zonzo ni por tan ingrato, que me suponga insensible a lo mucho que vuesa merced me favorece y me honra en su discreta juiciosísima carta de 10 de noviembre próximo pasado, escrita a un amigo suyo residente y vecino de esta ciudad, con el motivo del papel que dispuse a instancias de este ilustrísimo reino, en asunto de su real aclamación. Es bien cierto que ni dicha carta se me dirigió a mí, como algunos quisieron suponer, ni mucho menos fue ella misma supuesta, como se les antojó soñar a más de dos, sin advertir que sería hasta donde pudiese llegar la imprudencia y la osadía, el atribuir una carta fingida a un autor público, notorio y conocido en toda España, especificando su nombre, sobrenombre, apellido, estado, empleos y residencia, que no siendo en el Mogol ni en la China, sino en la corte de Madrid, a los quince días estaba averiguado el embuste y la ficción. No es menos cierto que tampoco tuve más que una noticia confusa de dicha carta, hasta que se resolvió su impresión, y que ésta se hizo sin dictamen ni consentimiento mío; porque no se me pidió; estando muy asegurado el que la estampó que jamás se la daría; porque me conoce bien. Pero después que la vi impresa, confieso que no me pesó, para que viesen los que me hacían tan poca merced, que no todos eran de su opinión, y que sentían muy de otra manera los hombres que pueden hacer voto en la capital de nuestra monarquía; siendo así que no tienen tanta obligación a conocerme como estos mis favorecedores, a quienes ningún mal he hecho, y he deseado hacerles mucho bien.

En dicha carta habla vuesa merced como buen amigo mío y como mejor crítico. Como buen amigo, hace excesiva merced a mi mérito personal, y si no se hicieran cargo de esto los que me tratan de cerca, ¿qué sé yo lo que pensarían de vuesa merced? Como mejor crítico, hace justicia a la obra, vindicándola de la injusta nota de satírica con que la calificaron los que oyen las voces sin entender los significados. Son concluyentes las razones de congruencia que vuesa merced alega para convencer que no podía soñar yo en semejante despropósito, sin haber perdido todo el uso de la racionalidad y sin haber renunciado a todo el pudor de la hombría de bien. Con igual evidencia pudiera vuesa merced demonstrar que está distantísimo el papel de este torpe carácter, explicando la definición de la sátira, discurriendo por sus divisiones, y haciendo un cotejo inductivo del papel por todas ellas. Pero hizo vuesa merced muy bien en ahorrar este ímprobo trabajo; porque para los que lo entienden sería ocioso, para los que no lo quieren entender sería inútil, y para los que no son capaces de entenderlo sería tiempo perdido.

Algunos oyeron decir que había un modo de satirizar alabando; y habiendo leído en el papel los grandes elogios que se hacen de la nación navarra y de sus individuos, pareciéndoles a ellos mismos excesivos, sin más examen gritaron a bulto y de montón: hétele, que ésta es sátira laudatoria. No advirtieron, como vuesa merced nota con discreción, que a sí mismos se hacían poca merced; porque si se resentían de esto, daban a entender que no merecían tanto. Tampoco quisieron reparar en el carácter de la obra, del cual son tan propios, o por mejor decir, son tan necesarios los hipérboles, como los dijes y el aderezo lo son en una novia. Finalmente, si toda alabanza hiperbólica ha de pasar por sátira, es menester que se califiquen de sátiras casi todas las dedicatorias, casi todos los panegíricos y casi todas las piezas de elocuencia más celebradas y más dignas de celebrarse. Si esto es así, vamos claros; que han pagado a buen precio sus dicterios los innumerables príncipes que han agradecido con crecidas pensiones anuales las dedicatorias que se les han hecho.

¿Sabe vuesa merced lo que ahora se me acuerda? Una especie chistosa que cuenta Lactancio (lib. 1, capítulo 21) de los habitadores de Lindo, en la isla de Rodas. Éstos celebraban a Hércules con una solemne fiesta, en la cual le ofrecían grandes sacrificios; pero no los acompañaban, como en otras celebridades, con himnos, cánticos o motetes de alabanza; sino con maldiciones, con imprecaciones y con cuantas vaciedades se les venían a la boca. Non euphemia (ut Graeci vocant) sed maledictis et execratione celebrantur. Y era la gracia que, si a alguno por descuido se le soltaba alguna expresión que sonase a elogio, al punto le reputaban por sacrílego, y era descartado de la fiesta como profanador del sacrificio:

Eaque pro violatis habent, si quando inter solemnes ritus vel imprudenti alicui exciderit bonum verbum. Es imposible que muchos de los que tratan de sátiras mis elogios, no quisiesen que yo celebrase a Navarra como celebraban a Hércules los de Lindo. ¡Y este sí que sería lindo modo de celebrarla! A lo menos es cierto que algunos me han tenido por sacrílego, pues como a tal pasaron a delatarme, y muchísimos por profanador de la aclamación. De las mujeres moscovitas se refiere que se quejan de que sus maridos no las aman si no las apalean, y de las de cierto pueblo de este reino he oído decir lo mismo. Tengo a lo primero por fábula y a lo segundo por zumba; pero voy viendo que los que sienten los elogios como si fueran dicterios, estarían muy cerca de agradecer los palos como si fuesen finezas.

No sé si vendrá al caso otra noticia de Estrabón. Afirma que en la Etiopía hay unos negros bozales, tan enemigos de la luz del sol, que luego que se descubre lo saludan con improperios, siendo para ellos ardor intolerable lo que para los demás racionales ilustración apacible. Soli dicunt infensos esse, et detestari, cum eum exoriri vident. No soy tan vano, que quiera comparar a mi papel con el sol; pero tampoco soy tan humilde, que deje de conocer tiene alguna claridad. Y cuando ésta ha sido tan apacible para todos los forasteros que no son interesados, ¡que haya sido tan intolerable para muchísimos naturales del hemisferio que se ha pretendido ilustrar! ¿Qué quiere vuesa merced que le diga sino que también debe haber algunos negros fuera de la Etiopía?

Amigo mío, no es creíble, sino a los que lo hemos palpado y lo estamos palpando cada día, hasta dónde ha llegado en algunos esta enemistad con la luz. Todo el golpe de ella, con que vuesa merced les dio en su brillantísima carta; todo el resplandor que han recibido en muchísimas, que me constase han escrito así de esa corte como de las principales ciudades de España, aun a aquellos mismos sugetos que, solicitando apoyo al dictamen de su pasión, tuvieron por respuesta desengaños, todo cuanto aquí se han esforzado a iluminarles los personajes de mayor respeto y de mejor voto; y lo que más es, todas las grandes y públicas demonstraciones que acaba de hacer el ilustrísimo Reino, dando el testimonio más auténtico y más expresivo que se registra en sus archivos, de la estimación que le han debido así el autor como el papel; todo esto, respecto de muchísimos, sólo ha servido de obstinarlos más en su ceguedad. Amant magis tenebras quam lucem, y han hecho ya capricho de la que al principio pudo ser preocupación. Son ciegos adredemente, con que no tienen cura. Lo más gracioso es que son inumerables los que ladran, braman, silban y rugen contra el papel, sin haberlo leído, no más que in fide Parentum, o in fide Tertulistarum. Porque ha de saber vuesa merced que aquí hay tertulias como paja, y las hay de todas clases y precios. Preguntado un gramatiquillo, hijo de un zapatero remendón, dónde había oído cierta noticia, respondió muy sereno. «Señor, anoche la dijeron en mi tertulia».

En estas tertulias de escalera a bajo se han dicho preciosidades. Otros las llaman tertulias de la pinta, porque en ellas se juntan los tertulios a jugar una pinta, es decir, una azumbre de vino, al quince y a la yema, al burro o a la mata-rata; pero si concurren tres o cuatro que saben leer, ya se suele jugar al truque. Créese que de estas tertulias han salido (porque no se hace verisímil que puedan salir de otra parte) los muchos coplones que andan por esta ciudad, y entre otros, unas que se llaman siguidillas con la mayor propriedad del mundo. En ellas es lo menos lo necio, lo simple, lo majadero y lo mentecato, sin que el autor o los autores (porque dicen que es obra de tres ingenios) puedan hombrear en lo poeta con aquellos niños gramáticos que en los sábados hacen coplas para la banda. Lo más es lo sucio, lo puerco, lo hediondo, lo torpe y lo desvergonzado; perdiendo el autor el respeto, no sólo a mi persona (que eso sería poco perder), sino a mi carácter, a mi profesión, a mi estado, y perdiéndosele de camino a todos los señores diputados del Reino, de quienes habla con la mayor indecencia. Estas coplillas se dedicaron a los horneros y a los dotrinos, para que las cantasen por las calles. Y con efecto, estos dignísimos Mecenates de tan insigne obra andan cantando dichas siguidillas por las esquinas y por las plazas, a vista, ciencia y paciencia de los que lo toleran con grandísima cachaza. Admiraráse vuesa merced de esto; pero no se admire; porque me quisieron persuadir (aunque no lo creo) que ha habido sugeto que anda con vara levantada, y ha hecho sacar varios traslados de dichas siguidillas para su diversión y para regalar con ellas a sus amigos. No juzgue vuesa merced temerariamente que esta inadvertencia se hubiese atribuido a algún ministro togado: son muy serios, muy sabios y muy justificados todos los que componen los tribunales de este Supremo Consejo, para incurrir en semejante bajeza. Como aquí hay diferentes jurisdicciones, hay también varios géneros de varas. Tiénese por cierto que ni aun ha llegado a los oídos de los ministros la noticia de esta especie; lo que se hace muy verisímil, por ser a horas muy intempestivas cuando se cantan estas coplillas. Es bien seguro que si hubieran llegado a entender esta insolencia, la hubieran castigado con todo el rigor que previene la ley 59 de las cortes de Estella en los años de 1724, 1725, 1726. Es dignísima esta ley que vuesa merced esté instruido de ella, por los cristianos y prudentísimos términos en que está concebida; porque siendo también de la facultad, gustará vuesa merced de saber la piedad y la justificación con que se discurre y con que se habla en el derecho municipal de Navarra. Entresacaré únicamente las palabras de la ley que hacen al caso presente.

«Considerando cuán graves ofensas de Dios se cometen en los cantares y palabras deshonestas que comúnmente llaman pullas... y mal ejemplo; los muchos inconvenientes que de estos actos resultan, y que especialmente se perjudica la honestidad pública y buen crédito de muchas personas, a las cuales, o se manifiestan defectos secretos, o por lo regular se les atribuyen muchos que no tienen, se tomaron varias providencias en las ordenanzas 4 y 5, tít. 31, lib 3 de las Reales. Pero por la total negligencia que ha habido y hay en su ejecución, no sólo no se ataja el daño, sino que ha crecido: con total libertad se usan pullas y cantares deshonestos... de suerte que consideramos preciso nuevo más eficaz remedio. Y pues éste ha de ceder en servicio de Dios y ha de ser tan de la conveniencia pública, tenemos por muy útil que se establezca por ley lo contenido en los capítulos siguientes. Primeramente, que ninguna persona sea osada de decir ni cantar de día ni de noche palabras sucias y lascivas, que comúnmente llaman pullas, ni otros cantares que sean sucios y deshonestos, so pena de cien azotes y dos años de destierro del pueblo siendo plebeyo, de dos años de presidio siendo hijodalgo... Ítem, que los alcaldes de los pueblos tengan obligación de solicitar de oficio la observancia de esta ley, procediendo a recibir información y averiguar los culpados, y contra estos a ejecutar dichas penas; y si en esto anduvieren omisos, y sabiendo que se ha contravenido a esta ley, no recibieren información o no procedieren contra los delincuentes al castigo, tengan de pena cien libras, y sea caso de residencia... Ítem, que para que esta ley se guarde más exactamente, y noticiosos de su disposición los ofendidos, puedan dar cuenta a los alcaldes, publique todos los años esta ley dentro de quince días después que los alcaldes tomasen posesión de sus empleos».

Discurra vuesa merced a vista de una ley tan piadosa, tan eficaz y tan terminante, si se hace verisímil que ningún magistrado de Pamplona tolerase tan pública y tan sacrílega infracción de ella, si hubiese llegado a sus oídos; y cuando las justicias ordinarias se diesen por desentendidas, si estaría ociosa la justa severidad de los ministros supremos. Así pues, tengo por impostura la que se quiso atribuir al magistrado en cuestión. También se divulgó que se hacía voluntariamente autor de dichas siguidillas cierto sugeto de los más conocidos de Navarra por su distinguido nacimiento, haciendo tanta vanidad de ser artífice de esta obra, que se saboreaba en ellos. ¿Pero quién ha de creer una calumnia tan infame de un hombre de bien y de pudor? Cuando no le contuviera lo que se debe a sí mismo por la honra que heredó de sus abuelos, cuando el santo temor de Dios no le reprimiera, te contendría sin duda el miedo de la justicia; porque la ley arriba citada con todos habla, «con plebeyos y con hijosdalgo, aunque sean condes». En vista de esto, por tan falsa tengo la segunda especie como la primera. Y más cuando sé muy bien quiénes son los verdaderos autores de las honestísimas y cultísimas siguidillas, quiénes los que ofrecieron una peseta a cierto hornerillo para que las cantase, y quiénes los que las cantaron a la guitarra en cierta parte. Pero todo esto losé para encomendarlo a Dios, para hacerlos todo el bien que pueda, salva conscientia, y no para otro efecto.

No extrañe vuesa merced que la malignidad haya querido imponer a todo género de gentes, buscando las mejores capas para abrigarse, cuando no para cubrirse. Ni aun los príncipes de la Iglesia, ni los próceres de mayor estatura, ni las comunidades del mayor respeto han estado exentas de que las levantasen torpísimas imposturas. Uno de los más sabios, más discretos, más cultos y más celosos prelados de España, luego que leyó mi papel, me escribió una carta gratulatoria con expresiones del mayor encarecimiento. Túvose noticia de esta carta, porque de consentimiento del ilustrísimo autor obligaron las circunstancias a que se confiasen algunas copias de ella. No pudieron negarla los émulos o los malignos. ¿Pues qué hicieron? Para enervar la fuerza de una autoridad tan respetable, fingieron una vileza en el prelado, tan indigna de su carácter, como ajena de sus nobilísimas prendas de corazón y alma. Supieron torpísimamente que al mismo tiempo que a mí me había escrito en términos tan honradores, elevando la obra hasta lo sumo, había dirigido otra carta de significado muy contrario a cierto respetable individuo de este venerabilísimo ilustrísimo cabildo, y tuvieron avilantez para decírselo así a uno de los diputados del Reino, a quien temo que se lo persuadieron. ¿No le parece a vuesa merced que la calumnia y el descaro subieron hasta donde pudieron subir? Fue preciso para desvanecer esta infame especie, exhibir otras cartas del mismo grande prelado, aun más honoríficas y más expresivas que la primera.

No paró en esto el embuste y el empeño. Casi el mismo indecente procedimiento atribuyeron a un señor excelentísimo, que por su casa y por las heróicas prendas que adornan su persona, es la veneración de todo este reino, siendo al mismo tiempo todo su corazón de la Compañía, y toda su dignación de humilde pequeñez. Aun subió más de punto la mentira. Para derribar de su favorable concepto a uno de los diputados del Reino mas honradores del papel, le atacó derechamente un sugeto, y después de haberle embocado cien calumniosas especies con diabólica energía, le dijo por conclusión que cierta gravísima comunidad religiosa se había juntado capitularmente, y no sé si añadió que a son de campana; que se había leído en ella mi papel, y que habiendo sido condenado por voto de todos a la hoguera, se ejecutó la terrible sentencia delante de toda la comunidad. ¿Qué juicio hace vuesa merced de una calumnia tan atroz? ¿No era merecedor el sugeto que la forjó, de que la comunidad vulnerada se querellase altamente de su infamia, y que se te obligase a reparar el agravio, mandándole hacer pública restitución honorable? ¿Y sería creíble, no digo entre cristianos, sino entre racionales, este modo de hacerme la guerra y de agradecerme un papel que tanto ensalza a la Nación? Pues, amigo mío, no adelanto especie ni refiero hecho que no sea certísimo, omitiendo otros inumerables que no me permite expresar la decencia y el rubor.

Esta deshecha tempestad de embustes y esta furiosa conjuración de calumnias, me pusieron en la dolorosa precisión de dar un paso que me costó muchísimo sacrificio. Vime obligado a comparecer como suplicante ante aquel mismo reino que debía esperar yo me buscase a mí, como agradecido. Aconsejáronme, instáronme, conjuráronme personas del mayor respeto y de más consumada prudencia, que presentase un memoria a la Diputación plena, congregada en su junta general de San Javier, quejándome modesta, pero eficazmente, de todo lo que padecía. Bien conocían los que me daban este consejo, que para la mayor parte de los diputados no era menester más memorial que el de su mismo pundonor, para que volviesen con eficacia por su honor y por el mío. Pero como dentro de la misma Diputación había alguno o algunos que estaban mal instruidos de todo lo que había pasado en la resolución y en la formación del papel, porque no habían asistido a las juntas donde se trató esta dependencia, y por otra parte se habían furiosamente impresionado de las falsedades que vertía la muchedumbre, juzgaron mis amigos por indispensable que dispusiese y que presentase este memorial. Al fin me rindieron sus fuertes continuadas baterías, y presenté a la Diputación el memorial que se sigue:

«Ilustrísimo Señor.-Señor: José Francisco de Isla, de la compañía de Jesús, con la más atenta y respetosa veneración, dice: Que habiendo resuelto vuestra ilustrísima se diese a luz la pronta festiva aclamación del Rey (Dios nos le guarde), por los justos poderosos motivos que siempre animan sus acertadas resoluciones, en continuación de las notorias honras con que ha distinguido su piedad al suplicante desde que tuvo la fortuna de poner los pies en este ilustrísimo reino, determinó confiar a su insuficiencia el desempeño de su acuerdo. Y para que no faltase redoble alguno que hiciese más estimable el honor de esta confianza, no se detuvo vuestra ilustrísima en la circunstancia de hallarme a la sazón ausente, antes determinó que se esperase a mi regreso, y dio comisión verbal al señor Don Fernando Daoiz, su diputado, para que luego que tuviese noticia de mi restitución a esta ciudad, me hiciese instancia en nombre de la Diputación para que me encargase de la disposición del papel, previniéndole que en caso de excusarme no perdonase a medio alguno para rendirme, hasta implorar el asilo de mi inmediato superior.

»Con efecto, al día siguiente de mi arribo me buscó el Señor Diputado comisario, y me hizo presente con el celo, con la eficacia y con la discreción que acostumbra, la nueva honra que me dispensaba la Diputación. Estiméla sobre mi corazón, y correspondí a ella con todas las expresiones que me dictaba mi suma gratitud; pero me excusé de aceptarla con el motivo, a mi parecer robusto y grande, de haberme negado a otra instancia en materia muy semejante que por el mes de julio me había hecho el excelentísimo virey conde de Maceda, sin haberme podido vencer, ni toda la eficacia de su repetido poderoso empeño, ni toda la representación de su autoridad suprema, ni (lo que es más) todos los motivos personales de mi eterno reconocimiento a las singulares públicas demonstraciones de benevolencia con que me honraba y me honra su piadosa dignación: de manera que si este señor no poseyera una alma tan grande, me hubiera arrojado con indignación de su estimabilísima gracia, en la que me conservó, porque se hizo cargo de los grandes y pundonorosos motivos en que se fundaba mi resistencia. Pero temía que se diese por ofendido y por desairado si en tan corta distancia o interpolación de tiempo concedía a la interposición del ilustrísimo Reino lo que había negado a las reiteradas instancias de su excelencia. Esforzóse el Señor Diputado comisario a hacerme ver las grandes razones de diferencia que había en la substancia de los encargos, y que no subsistían en el de la Diputación los motivos que pudieron retraerme con indecible dolor mío de complacer a un señor a quien tanto amo y venero. Aunque no dejaron de hacerme mucha fuerza las juiciosas discretas reflexiones del Señor Diputado comisario, no me convencieron del todo, ni fueron bastantes a desalojar enteramente de mi aprehensión el recelo de que mi obsequiosa docilidad en obedecer al Reino acordase al excelentísimo Virey algún nuevo motivo de resentimiento. A este miedo, no del todo imprudente, se añadía la justa desconfianza que tenía de mí mismo, no atreviendo a prometerme que podría dar todo el lleno a la idea de la Diputación, por la visible escasez de materiales para disponer una obra que no fuese descarnada ni desmereciese la dedicación que se había premeditado y resuelto para unos fines tan ventajosos a la utilidad del Reino.

»Por estas razones no pude acabar de resolverme enteramente, y convenimos el Señor Diputado comisario y yo que se las representaríamos a mi inmediato superior, y que si a éste no le hacían fuerza, me rendiría a lo que se me encomendaba, fiado en los milagros que suele hacer la obediencia. Desde luego se puso la cortesana atención de mi prelado de parte del ilustrísimo Reino, y no juzgando suficientes mis alegatos, disfrazó urbanamente su precepto en traje de ruego, que es el modo de hacerle más eficaz: con que rendí mi juicio (que la voluntad bien rendida la tenía) y me dediqué desde aquel punto a trabajar en la obra con singular consuelo, experimentando también algún extraordinario aliento.

»Entreguéme totalmente a este cuidado, abandonando otros muchos de no pequeña importancia, y en veinte y un días logré ver escritos y estampados veinte y cuatro pliegos, tan a costa de mi salud, que en medio de la tarea me asaltó una furiosa calentura, que dio bastante cuidado a los principios, hasta que se conoció ser un violento efimeron. Luego que escribí los dos primeros pliegos, antes de darlos a la prensa, los remití a la censura de la ilustrísima Diputación, para que me mandase advertir lo que se la ofreciese sobre ellos en orden a la substancia, estilo, método, carácter y todo lo demás que la ocurriese acerca de ellos y de la continuación de la obra. Devolviéronseme dichos pliegos después de haberse leído, parte en la junta que se celebró con el motivo de la última fiesta que hizo el Reino en el mes de septiembre,y parte por los Señores Diputados en sus casas, haciéndome la honra de elogiarlos y de prevenirme que prosiguiese en el mismo estilo, aire y método, sin detenerme en la prolijidad de remitirlos a la Diputación, porque ésta hacía entera y total satisfacción de mis talentos, fiando de ellos que saldría la obra con toda la decencia y gala correspondiente; y por otra parte se aventajaba la gracia de la brevedad, que suele ser la principal en semejantes escritos. Esta nueva confianza me empeñó más en desconfiar de mí mismo, y así no di pliego alguno a la estampa, sin que pasase primero por el severo examen y por la escrupulosa corrección de los Padres Pedro Inurre y Pedro Salcedo, sugetos ambos de la literatura, prudencia, circunspección y discernimiento que no ignora vuestra ilustrisíma. No contento con la aprobación de estos dos hombres, verdaderamente graves, doctos y prudentes, fui comunicando los pliegos ya manuscritos y ya impresos que iba trabajando, a todos los señores diputados que me honraron por aquel tiempo en mi aposento, como fueron los señores Don Fernando Daoiz, Don Vicente Mutiloa, Don Antonio Ozcariz y Don José Navascues, los cuales todos vieron los elogios comunes y particulares que tenía prevenidos para la Diputación, sin que a ninguno de ellos se le hubiese ofrecido el más leve escrúpulo, duda o reparo que prevenirme, sino aquellas expresiones que a cada uno le dictaba la modestia sobre el elogio particular correspondiente a su persona, las que (claro está) no me debían hacer fuerza, por la regla general de que ninguno es buen juez en su causa propia. Por lo demás, todos alabaron el método, el estilo, la propriedad, la inventiva, y sobre todo, la obsequiosa urbanidad de la obra, así respecto de todo el Reino, como de cuantos individuos suyos iban saliendo al teatro del papel.

»Estas diligencias parece que pudieran sosegar a cualquiera otro genio no tan escrupuloso o menos desconfiado que el mío; pero este no se dio por satisfecho con ellas, pareciéndome que los defectos de una obra se hacen más visibles cuando se registra el todo, que considerándola a trozos y por partes; luego que estuvo impreso el cuerpo del papel, pasé a Euges, donde se hallaba el señor Don Vicente Mutiloa, por ser el único diputado que a la sazón estaba inmediato a esta capital: llevéle todos los pliegos, registrólos muy despacio, con aquella madurez que es propria de su buen juicio, y no encontró cláusula, expresión o sílaba que no respirase atención, respeto, estimación, cortesanía y gracia, con un visible empeño de obsequiar a la nación navarra y a todos los particulares que se citaban en la obra.

»¿Juzgará vuestra ilustrísima que me aquieté con este último paso? Pues no fue así. Receloso siempre de que los Señores Diputados, o por la parte que tenían en el escrito, o por la inclinación que profesaban al autor, no tuviesen toda aquella indiferencia que era menester para hacer juicio desapasionado de la obra, y temeroso de que los dos jesuitas revisores no padeciesen también las mismas excepciones, comuniqué confiadamente y bajo un inviolable sigilo todo el cuerpo del papel con un ministro togado, sabio, culto, erudito, discreto, versado en todo género de letras, y sobre todo hijo amantísimo del Reino. Conjuréle por todos los respetos de la amistad, de la ingenuidad y de la confianza, que leyese con atención imparcial, justa y censoria aquellos pliegos, y que me dijese con franqueza y con sinceridad su sentir, en la inteligencia de que me arreglaría ciegamente a su corrección, notas y reparos, pues con este fin habla suspendido la disposición del prólogo, en el cual se podía excusar, prevenir y declarar todo loque pareciese necesario. Veinte y cuatro horas tuvo en su poder los pliegos este sabio togado, y al cabo de ellas me los restituyó él mismo, diciéndome que habiéndolos leído y releído con la mayor imparcialidad, no había encontrado expresión, ápice ni tilde que debiese mudarse ó explicarse, pues todas bien entendidas, exhalaban un elogio sublime del ilustrísimo Reino y de cuantos individuos suyos se mencionaban en él, concluyendo que el autor de aquel escrito era benemérito de toda la Nación. Con esto me resolví a divulgarlo, pareciéndome que había apurado todas cuantas diligencias se pueden pedir a la prudencia humana para asegurar el acierto.

»Ésta es, señor, la historia verídica, puntual y exacta del desgraciado papel cuya disposición me encargó vuestra ilustrísima. Los principales hechos que refiero tienen por testigos a la mayor parte de los señores diputados, y podrá dar testimonio de ellos el secretario del Reino. De los otros que expongo podrán deponer los sugetos que cito, pues todos ellos están vivos, sanos y a la vista, y con todo eso ha corrido tan poca fortuna al expresado papel en la ciudad de Pamplona, que apenas pudiera creerse si no se hubiera palpado.

»Al escrito y al escritor se les ha despedazado con las más sangrientas crueles invectivas. Cuando los primeros hombres literatos de la Monarquía, en Madrid, Salamanca, Valladolid, Zaragoza, Burgos y otras partes donde ha llegado el papel, se han esmerado en ensalzarle con los elogios más encarecidos; cuando los personajes más distinguidos del reino de Navarra por su nacimiento, por su dignidad, por su sabiduría, por su discreción, o por todo junto, han apurado a la elocuencia todas las frases para explicar el sublime concepto que forman de esta obra; unos calificándola de «única en su especie sólo comparable con tal cual de las más celebradas que ha visto España en este siglo»; otros de «la mayor que han leído en el género»; otros de «original y molde de todas cuantas hubieron de salir de la misma clase»; otros del «elogio más delicado, más fino y más elevado que se pudiera discurrir del reino de Navarra y de sus individuos»; otros de «una pieza que dejará eternizada en el mundo la aclamación del ilustrísimo Reino en el año de 46; valiendo ella sola todos cuantos gastos han hecho las ciudades de la Monarquía, que han empobrecido sus erarios por obstentar su amor y su lealtad»; otros, en fin, de «un escrito que hace caer las plumas de las manos, y abate las del corazón a todos los que están trabajando en otros semejantes». Digo, señor, que cuando las plumas y las lenguas, así regnícolas como forasteras y que están fuera de Pamplona, se desangraban en estos y otros inumerables encarecimientos, las lenguas y aun las plumas de esta ciudad se han ensangrentado impíamente contra el autor y contra la obra.

»Ellas la han tratado de «mordaz, satírica, injuriosa y denigrativa de toda la Nación y de sus respetables individuos»; ellas han fulminado contra el papel la terrible sentencia de «que debe ser quemado en la plaza pública por mano del verdugo»; y contra el autor «que debe ser desterrado in perpetuum de todo el Reino», adelantándose algunos a divulgar «que efectivamente le había venido ya de su respectivo prelado la sentencia del destierro». Me han asegurado que con efecto se ha escrito a dicho prelado mío, pintándome con los colores más feos y dando a las expresiones de mi papel las interpretaciones más exóticas, más extravagantes y más violentas. Por consecuencia natural de esta rigurosa censura, se me ha representado a mí con el carácter del hombre más indecente, más indigno, más torpe y más ingrato que ha entrado en el reino de Navarra. Y a la verdad, si el papel fuera tal cual le ha querido entender la malignidad o la ignorancia, aun eran cortos estos epítetos para expresar mi torpeza. En fin, habiéndole visto, antes de divulgarse, los Señores Diputados y los demás graves sugetos que llevo mencionados, recae necesariamente sobre todos ellos la nota de ser unos hombres ignorantes, necios, estúpidos y destituidos del sentido común, pues no advirtieron las nulidades tan feas y tan de bulto que manchan al expresado papel.

»Por todo lo cual me ha de permitir vuestra ilustrísima que le diga confiadamente: exsurge Domine, et judica causam tuam; levántese, señor, vuestra ilustrísima, y vuelva por su honor y por el mío tan vulnerado está el uno como el otro: en este asunto son imprescindibles los ultrajes. No puede permitir vuestra ilustrísima que sea éste el premio de mi amor, de mi obsequio, de mi rendimiento y del doble sacrificio que le hice. Expúseme, por respeto de vuestra ilustrísima, a perder la gracia de un virey a quien tanto amo; expúseme a perder la salud, que debo apreciar algo: no querrá vuestra ilustrísima que me exponga también a perder la honra, que debo apreciar más que todo. A cuenta de vuestra ilustrísima correrá el volver eficazmente por ella. Así lo espero de su magnanimidad, así lo pido a su justificación; pues esto, que en otros términos sería pura gracia, en los presentes es de rigurosa justicia. -Ilustrísimo señor. -JHS. -Josef Francisco de Isla».

Este memorial produjo todo el efecto que se podía y se debía esperar de unos caballeros diputados tan nobles, tan pundonorosos, tan racionales y tan justificados. Altamente condolidos y generosamente mortificados de lo que yo había padecido por complacerlos, por servirlos y por obsequiarlos, resolvieron dar un público testimonio, así de su gran dolor, como de la grande estimación que hacían del papel y del autor que le dispuso. A este fin determinaron enviar un diputado al padre rector de este colegio, dándole las gracias con expresiones del mayor reconocimiento por lo que se había interesado en reducirme a que dispusiese el papel, manifestándole la grande aprobación con que le había recibido el Reino, y expresándole el grave dolor con que había llegado a entender las malignas especies que habían esparcido algunos naturales suyos, perdiendo el respeto al Reino mismo. Vinieron a congratularse y al mismo tiempo a condolerse conmigo todos los diputados, a excepción de dos, que no lo tendrían por preciso. Y en fin, no contenta la Diputación con estas demostraciones, acordó echar el sello a todas ellas, escribiendo al padre provincial de esta provincia de Castilla la carta siguiente:

«Reverendísimo Padre. -Muy señor mío: Con motivo de la exaltación al trono del Rey nuestro señor (Dios le guarde), determiné dar al público la real proclamación del día 21 de agosto de este año, para que llegase a noticia de todos, los esmeros de mi innata fidelidad en obsequio de su Magestad; y atendiendo a mi desempeño encargué esta obra al reverendísimo Padre José Francisco de Isla, quien, después de muchas excusaciones con mucho fundamento, se venció últimamente, mediante la interposición de su prelado inmediato, que también se dedicó a favorecerme; y no obstante de haber desempeñado con la mayor satisfacción toda mi confianza, como lo acreditan los elogios que han dado a este papel todos los eruditos que lo han visto, en las aprobaciones que de él han hecho luego que ha llegado a sus manos, así naturales míos como extraños, he sabido con mucho dolor mío, que algunos, poseídos de los afectos que por decencia callo, se han propasado a denigrar dicha obra con expresiones tan poco decorosas a dicho reverendo padre y a mi respeto, que atendiendo al cumplimiento de mi obligación y a indemnizar a este reverendísimo de toda mancha, para que se reintegre en los honores que por sus relevantes prendas merece, he acordado asegurar a vuestra reverendísima, como lo ejecuto, que dicha obra corre con el mayor aprecio y estimación mía. Y que si a manos de vuestra reverendísima hubiere llegado alguno de estos siniestros informes, se sirva despreciarlo, dándose mil enhorabuenas de que la ilustre religión de la Compañía tenga sugeto de tan conocido desempeño, y repitiéndomelas yo por lo que siempre intereso, asegurando a vuestra reverendísima de mi fina voluntad y afecto, pido con el mismo a Dios guarde a vuestra reverendísima muchos años, corno deseo. Pamplona y diciembre 6 de 1746. -La diputación de este reino de Navarra; y en su nombre, Malaquías Martínez, abad de Leire, Don Agustín de Sarasa, Don Fernando Javier Daoiz. Con su acuerdo, Don Pablo del Trell. -Reverendísimo Padre Diego de Tobar, provincial de la compañía de Jesús».

Éstas son las demonstraciones que hizo la ilustrísima diputación que representa al reino de Navarra, en desagravio suyo y mío. Refiéroselas a vuesa merced, así por la gran parte que me consta ha tenido su autorizado voto, para que estos señores se confirmasen en su primer dictamen, como para que no piense que una diputación tan pundonorosa podía mirar con insensibilidad o con indiferencia lo que publicaba la vulgaridad de algunos nacionales, con escándalo de toda España. Habíase divulgado en algunas ciudades de este reino, que la Diputación se había quejado de mí a mis superiores; que el consejo supremo de Navarra también había interesado su autoridad en mi castigo; y en fin, que todos habían conspirado o convenido en mi destierro. Con efecto, hubo muchas porfías y aun apuestas, así dentro como fuera de Pamplona, sobre que yo saldría presto a cumplir esta sentencia, adelantándose algunos a asegurar que ya había salido. Por si acaso han llegado allá estas voces, podrá vuesa merced desvanecerlas con la verdad de esta relación, que ya me tiene cansado. Y con esto, a Dios, que guarde a vuesa merced muchos años. Pamplona y diciembre 16 de 1746. -Besa la mano de vuesa merced su seguro amigo, servidor y capellán. -JHS. -José Francisco de Isla. -Señor Don Leopoldo Jerónimo Puig.







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