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¿Diálogo con Ortega?

Antonio Rodríguez Huéscar





En EL PAÍS del día 11 de octubre apareció un artículo de José Luis L. Aranguren titulado El diálogo con Ortega, que he leído con interés, como hago con todos los suyos, pero redoblado en este caso por tratar de Ortega, de quien soy discípulo directo. Está dedicado a comentar un libro reciente de Federico Riu sobre nuestro filósofo, libro que no conozco y que, según Aranguren, «niega valora la filosofía orteguiana posterior a 1928» (lo que, por cierto, no me abre demasiado el apetito, de leerlo). Con tal motivo hace Aranguren algunas afirmaciones que me han sorprendido en él. Si su autor hubiera sido otro de menor valía y audiencia, o menos alto en la escala de mi estimación personal e intelectual, no las hubiere tomado en cuenta. Pero viniendo de Aranguren (con quien, por añadidura, me une una amistad que se originó hace ya muchos años, precisamente con motivo de uno de mis trabajos sobre Ortega: mi tesis doctoral, de la que fue solícito ponente) no podía pasar por alto estas opiniones sobre asuntos que tan de cerca me importan y que tan frontalmente chocan con las mías, sin reaccionar ante ellas.




Primera sorpresa

Mi primera sorpresa surge cuando Aranguren, incurriendo en manidísimo tópico, escribe: «Hasta hace poco tiempo apenas había, en cuanto a la filosofía estrictamente dicha de Ortega, sino los extremos: sus detractores, que le negaban el pan y la sal filosóficos, y los, a su modo, no menos escolásticos seguidores, que seguían afirmando la prioridad filosófica de las Meditaciones del Quijote con respecto a Heidegger». La segunda parte del párrafo, la referida a los «escolásticos seguidores», podría haber sido firmada por cualquiera de los detractores aludidos en la primera. Y no resulta menos extraña en Aranguren la simplista equiparación que establece entre unos y otros metiéndolos en el mismo saco de desperdicios filosóficos, bajo la evidentemente peyorativa calificación de escolásticos. Nos da, sin embargo, al parecer, el motivo de tan expeditiva condena, en cuanto a los seguidores: su contumacia en afirmar «la prioridad filosófica» de Ortega con respecto a Heidegger.

Sigue Aranguren: «En la ocasión, reciente, del centenario aparecieron libros importantes y muy diferentes (de los de los escolásticos, se entiende), y cita algunos, no sé si incluyendo entre ellos, porque en esto es ambiguo, el de Federico Riu, aunque parece que sí».

Yo pienso, por el contrario, que la mayor parte de lo más valioso e importante que se ha escrito sobre la filosofía de Ortega, no sólo «hasta hace poco tiempo», sino hasta hoy mismo -y no sólo sobre lo que Aranguren llama, con especificación restrictiva que, no acabo de entender, la «estrictamente dicha», sea ésta la que fuere, sino sobre todo ella, pues creo que toda la de Ortega es estricta filosofía-, está en la obra de los por él denominados escolásticos seguidores.

No puedo exponer aquí, como es obvio, las razones de esta opinión mía -tampoco Aranguren lo hace con respecto a la suya, y es natural-, pero sí quiero aducir algunos hechos que hablan a favor de ella y hacen improbable la contraria. Primero: la obra de esos discípulos está ahí; una gran parte de ella goza de amplio prestigio, dentro y fuera de España y dentro y fuera de los círculos filosóficos. Sobre ella caben, no faltaba más, las opiniones más diversas y aun opuestas; pero lo que evidentemente no merece es el despectivo juicio global con que Aranguren la despacha. Es un hecho también, en segundo lugar, que, dentro del ámbito discipular, hay valiosos escritos filosóficos sobre Ortega cuyos autores, si no «heterodoxos» -luego diré una palabra sobre la presunta heterodoxia orteguiana-, sí son difícilmente empaquetables bajo la etiqueta de escolásticos. Hay además, aunque no sean muchos, excelentes libros y trabajos sobre Ortega, anteriores y posteriores al centenario, cuyos autores no son ni discípulos ni seguidores, pero tampoco detractores, claro.

Como contrapartida de tanta empecatada hojarasca extremista y escolástica, Aranguren saluda en esos nuevos libros importantes y muy diferentes, surgidos con ocasión del centenario, el advenimiento -¡al fin!- de una nueva manera de enfrentarse con Ortega, de hacer de él «una lectura desapasionada, filosófica»; en suma, de posibilitar un auténtico diálogo con él.

Parece, pues, que antes de este santo advenimiento nadie había leído ni estudiado a Ortega filosóficamente, y nadie tampoco había dialogado de verdad con él.

Ahora bien, los libros que conozco entre los que Aranguren menciona, y otros que no menciona, pero a los que sin duda alude genéricamente, dada su semejanza de orientación con los que, como escogidos botones de muestra, cita, no me parece que aporten nada nuevo al conocimiento de la filosofía de Ortega, ni que representen, en ningún sentido, una lectura de él más filosófica, es decir, más esclarecedora, seria, profunda, justa que muchos de los ya existentes; y sí me parece, en cambio, que, en todos esos respectos, son muy inferiores a los mejores de éstos, pertenezcan o no al ámbito discipular.

Diré más: bajo las apariencias de objetividad y de pulcritud investigadora con que a veces -en los casos más conspicuos- se presentan, se oculta una irremediable ceguera para lo más creador del pensamiento de Ortega, para las más hondas intuiciones filosóficas -metafísicas- que lo sustentan, para la novedad y vivacidad de las ideas en que se traducen; en fin, y, en suma, para su original, personalísimo modo de pensar, que se mantiene, en su evolución, siempre fiel a sí mismo, a su inspiración originaria -antes y después de 1928-, y que se parece al de Heidegger como un huevo a una castaña. Por eso, dichos libros, por debajo de sus diferencias, en lo esencial de sus resultados en cuanto a una interpretación y valoración filosóficas de Ortega, no difieren gran cosa de los de los viejos y nuevos antípodas: ninguno reconoce que Ortega sea lo que ante todo es: un gran metafísico que coloca en un nuevo nivel la filosofía fundamental, despejando para ella un horizonte de posibilidades, cuando todos parecían cerrados u oscurecidos. Pero si a Ortega se le niega esta dimensión -como, expresa o tácitamente, hacen esos libros-, todas las demás de su compleja y rica personalidad intelectual quedarán mal entendidas, empequeñecidas, falseadas. La única referencia que encuentro, a este respecto, entre los viejos detractores y estos nuevos presuntos intérpretes desapasionados es que si los primeros, según dice Aranguren, le negaban a Ortega el pan y la sal filosóficos, éstos le conceden la sal, pero siguen negándole el pan, o a lo sumo, le otorgan sólo unos mendruguillos, y éstos, prestados. Nosotros, los escolásticos, siempre hemos encontrado en él una sal selecta sazonando un abundante y sabroso pan del mejor trigo filosófico, cocido en horno propio y elaborado con nutritiva harina de la propia cosecha.

A este reconocimiento es al que, al parecer, llama Aranguren «un curioso fenómeno de autoilusionismo mental». Nos tilda de padecerlo, concretamente, por haber leído las Meditaciones «con los anteojos heideggerianos puestos», por supuesto, sin enterarnos. Lo lógico parecería que nos tildase de lo contrario, es decir, de leer a Heidegger con los anteojos orteguianos. Pero todo se aclara si consideramos que el primero que padece ese autoilusionismo es el propio Ortega, aunque en él -piensa Aranguren- es normal, en tanto que autor, pues «los autores», dice, «vivimos todos -en mayor o menor grado- de ilusiones». En efecto, cito: Su diálogo (el de Ortega) -confesado o no, eso poco importa- con Heidegger, a partir de esa fecha (1928, año fatídico en que conoce a Heidegger leyendo Sein und Zeit, recién aparecido), «le dio impulso 'para reinterpretar' como reconoce Riu, su propio pensamiento». Pero esos anteojos no debieron de caerse ya de los ojos de Ortega, pues no sólo se relee y reinterpreta a sí mismo con ellos puestos, sino que también «leyó e interpretó a Dilthey a través de Heidegger». Nada menos. Porque Dilthey es la otra bête noire -en cuanto a influencias- de Ortega.

No entraré -no hay espacio- en la idea que el propio Aranguren apunta sobre el significado de las Meditaciones, corrigiendo -piensa- la ilusión existencializante sobre ellas, cuya causa resulta ser que en ese libro clave cito: «Ortega está pensando con las categorías» biológicas de Von Uexküll, lo cual «autorizaría, con mucho, a una transferencia al plano metafísico y, sobre todo, a una historización de aquellas categorías» (¿Nuevos anteojos, pues?).




Ortodoxia y heterodoxia

Volvamos brevemente al tema titular del artículo de Aranguren: el diálogo con Ortega. Es claro que Aranguren nos niega a los escolásticos -u ortodoxos- la capacidad de mantenerlo, capacidad que, en cambio, atribuye, en exclusiva al parecer, a los heterodoxos. Así, puesto a definir «cuál debe ser la dedicación, el quehacer de una entidad que lleva el nombre de Ortega» -concretamente, el Centro José Ortega y Gasset-, dice que la presencia en él «de la filosofía y, en general, de la obra de Ortega es imprescindible y debe ser constante. No para preservar su ortodoxia, sino, a través de las heterodoxias que procedan, para liberar y mantener críticamente vivo y operante» su pensamiento.

Dejando a un lado lo de la ortodoxia (que debemos tomar cum grano salis, para no sentimos terriblemente frustrados al contemplar la inutilidad de nuestras pobres vidas, consagradas a un ilusorio diálogo, incluso físico mientras vivió, con Ortega), yo suscribiría encantado las palabras de Aranguren, si no fuera porque cuando miro en torno buscando a esos providenciales heterodoxos que, ¡al fin!, vienen a liberar -del secuestro o tiranía escolásticos, supongo- el pensamiento del maestro, me quedo desolado al no encontrar ninguno. Porque para ser de verdad heterodoxo, lo primero que hace falta es ser doxo, es decir, haber digerido y asimilado la doctrina de la que se disiente: en este caso, haber sido orteguiano (y seguir siéndolo, por tanto, en otra forma, como Aristóteles, por ejemplo, siguió siendo platónico, o Espinosa cartesiano). Y cuando no hay Aristóteles ni Espinosas y la doctrina casi innovadora y de tan gran calado, y tan compleja y difícil, como la de Ortega, se puede uno pasar la vida en esa tarea de digestión y asimilación sin menoscabo del propio pensamiento, antes bien, estimulándolo y fortaleciéndolo hasta permitirle alcanzar posiciones autónomas -sin necesidad de llegar a la heterodoxia-, como es notorio en algunos discípulos.




El resultado del diálogo

El ser heterodoxo con respecto a Ortega no puede ser, como parece pretender Aranguren, condición para el diálogo fecundo con él, sino, al revés, resultado de ese diálogo. Nada tiene que ver con esto el que, en otros aspectos -quiero decir, no en el filosófico- quepan y sean deseables muchas posibles aportaciones al conocimiento de Ortega (como puede serlo, sin ir más lejos, el seminario sobre Ortega y la introducción cultural en el siglo XX que el propio Aranguren dirige este curso en el mencionado centro, dada la presencia en él de personas de gran prestigio intelectual, y algunos incluso pertenecientes a los más próximos círculos orteguianos).

Pero en lo que atañe a la presencia y al diálogo filosóficos con Ortega, no puedo estar de acuerdo en que sean los heterodoxos los encargados de mantenerlos, sencillamente porque, como he dicho, no los hay. Lo que a mi juicio hay que hacer, a ese respecto (y no sólo en el centro, sino en general), es seguir estudiando a fondo el pensamiento de Ortega del único modo que puede hacerse en serio, que es repensarlo y desarrollarlo en las múltiples dimensiones potenciales que encierra; no, pues, preservar su doctrina -¿quién piensa en tan grotesco propósito?-, sino ahondar en ella -en lugar de darla ya por establecida y acabada, como un bien disponible e inerte, ante el que cualquiera se puede plantar para discutirlo, negarlo o citarlo-; ahondar, digo, en el sistema abierto que ella es perfilar y desplegar muchas de las ideas que en él quedaron, por falta de tiempo o de ocasión, sólo esbozadas, pero que están henchidas de posibilidades, para cuya actualización siempre encontraremos en él la pauta o el método. En suma, tratar, de ir restableciendo, precisamente, las condiciones que hagan posible una auténtica heterodoxia orteguiana, a saber: la posesión plena de la doxa. Lo demás -lo diré con una expresión que a Ortega le gustaba- son bernardinas.





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