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Primera parte

Son Interlocutores Franco y Altamirano

    ¿Qué es esto, señor Altamirano, que no hace ni dos meses que os vi pasar por aquí, de vuelta de Italia, y ahora os veo tornar? ¿Os han parecido mal las cosas de Triana y bien las de estas tierras?
AL. Como vivimos, señor Franco, sujetos a los accidentes del mundo, no os habéis de maravillar de ver novedades en las vidas de los hombres.
FR. Nunca me maravillé de verlas, acordándome cuán amigos somos todos de cosas nuevas, y cómo muchos de nosotros las buscamos, hallando trabajos y accidentes tales, que toda la vida nos hacen vivir descontentos, especialmente aquellos que vienen al hombre por su culpa. Y tengo por cierto que, si no los buscásemos, pocos o ningunos nos vendrían, y los que nos viniesen, podríamos remediarlos.
AL. Creo que algunos tendrían remedio, pero vienen a veces tan disimulados que, tomándonos por sorpresa, no está en nuestra mano poderlos evitar ni remediar. ¿No habéis visto venir de Italia a muchos hombres que, cansados de las cosas de allá, vuelven a España pensando y teniendo por cierto que hallarán en su patria y su casa larga vida y descanso? Y apenas llegan a oler el contentamiento y reposo, cuando se mueren o, por accidentes, vuelven a embarcarse.
FR. A muchos les sucede lo que decís, y me pesaría que a vos os hubiera sucedido tal accidente.
AL. Basta, que vuelvo a Italia de mal grado, y dejo mi reposo y patria. Pero espero, por Dios, volver pronto a ella con mucha honra y fama de buen y valiente hidalgo, que no por otra cosa paso a tierras ajenas.
FR. Bien podríais ganar todo eso en Triana, sin buscarlo en otra parte con tanto peligro y coste. Ahora entremos en mi casa, que estamos en la puerta, porque quiero teneros por huésped los días que estéis en esta ciudad, y habéis de contarme la causa por la que, de nuevo, volvéis al infierno.
AL. Acepto la invitación, porque si yo os viese en Triana, os pagaría con la misma moneda.
FR. Ahora que tenemos tiempo y lugar para hablar largamente de lo que nos parezca mientras nos preparan la comida, decidme qué os movió a volver a Italia donde, como sabéis, todas las cosas están corrompidas, el arte militar sin reputación, la gentileza de la caballería olvidada, el nombre de español aborrecido, y cerrados los buenos caminos por los que los valerosos soldados solían caminar.
AL. Por saber todo eso de Italia, la dejé y vine a buscar paz y reposo a mi patria, donde hallé guerra y desasosiego. Y así, nuevos casos me fuerzan a tomar nuevo parecer. Sabed que las bárbaras leyes de Castilla me hacen salir de ella, porque mandan que no pueda un hidalgo como yo volver libremente, por su honra, con la espada en la mano.
FR. ¿A qué llamáis responder por la honra?
AL. Que si un atrevido me injuria, pueda públicamente demostrar que la tengo, y mostrar a Dios y al mundo, por las armas, que soy mejor que él o matarle por ello.
FR. Bastante más bárbara ley sería la que permitiese eso que la que decís que hay en Castilla.
AL. No me digáis eso, señor, que pensare que no entendéis, como solíais, los pundonores y el orden de caballería.
FR. Decidme la causa que os hace ir a buscar la manera de matar a vuestro prójimo.
AL. ¿Prójimo llamáis a aquel que me ha quitado mi honra? Yo le llamo enemigo mortal, y por tal le tengo, y como a tal le trataré en el campo, con las armas que me presentare, aunque sean la quijada de Sansón o la clava de Hércules. Y tened por cierto que a ninguno de mi linaje se la hicieron sin pagar por ello, y mis antepasados me dejaron el precepto de que siga siendo así.
FR. Ciertamente fueron preceptos de católicos cristianos. Quisiera saber quién os ha injuriado tan malamente y qué clase de injuria habéis recibido, que sin matar dos cuerpos y sacar dos almas no podáis satisfaceros.
AL. Jugando yo en Triana un día a basto y malilla con un escudero de don Pedro de Guzmán llamado Belmar, le dije, sin pensar enojarlo: «Belmar, vos jugáis mal». Alterándose él por el vos que le dije, respondió empuñando y feroz: «yo juego bien, y vos, que sois tú, sois muy ruin hombre». Yo le repliqué y le dije que era tan bueno como él y se lo probaría con testigos. Me lo desmintió el soberbio presuntuoso, que hago voto solemne de que si no es porque se puso en medio su amo, yo le hubiera hecho pedazos, que bien sabe todo el mundo que no me dejo pisar por nadie.
FR. ¿Cómo, siendo vos de Triana y Belmar de Sevilla, no pediste probar, como dijiste, ser tan bueno como él y quedó él por mentiroso, y no fuiste obligado a buscar campo y parientes para mostrar infidelidad, soberbia, ignorancia, y traición al Rey y rebelión ante las leyes?
AL. ¿Llamáis traición y rebeldía a pelear con mi enemigo, y con sus armas matarme con él por satisfacción de mi honra y la conservación de mi antigua nobleza? Pues os digo más: Belmar me daba satisfacción, pero me pareció que un hidalgo bien nacido no debía tomar satisfacción de palabra sino con la espada, mostrando el valor de su persona para que no se atreva otro y todos le acaten. Por eso paso a Italia.
FR. ¿Vais a usurpar las cosas que no son vuestras, a quebrantar vuestra fe, y a mostrar que no tenéis ley alguna ni la razón natural que el hombre debe tener?
AL. ¿Queréis hacerme creer que los aires de España os han hecho olvidar la profesión que fuera de ella hicisteis, y aquel cuidado que teníais en entender bien las cuestiones de honra? Pues decís que por ir yo a plantar carteles y castigar a quien viciosamente me injurió, soy rebelde sin ley ni razón natural de hombre, sobrándome en este asunto.
FR. ¿Qué tenéis que ver en las vidas de los hombres ni en la vuestra, si es jurisdicción sólo de Dios? ¿Cuando entráis en la estacada y presentáis vuestro cuerpo al enemigo con deseo de venganza y vanagloria, no vais contra la fe que a vuestra ley prometéis, presentando también vuestra alma al diablo? Pues el que falta a Dios y a sí mismo, ¿qué puede hacer que no le sea imputado como infidelidad e ignorancia y le lleve a ser juzgado como hombre digno de muy gran castigo?
AL. Decid lo que queráis, pues leemos que en aquellos siglos dorados en que los hombres ganaron la nobleza y eterna fama por su propio valor, engrandecía mucho el mundo aquél que ganaba batallas cuerpo a cuerpo, y también ahora vemos lo mismo a diario en Italia. Ciertamente, no puede honrarse más a un hombre en esta vida que diciéndole que es un caballero que ha vencido a otro en duelo.
FR. No debéis haber entendido qué es esta manera de combatir que hoy, como decís, tanto se usa en Italia, pues la tenéis por honrada y justa ley; ni por qué se inventó ni qué gentes la inventaron.
AL. No lo sé, pero me basta, para tener esa costumbre por ley antigua y buena, saber que es el supremo juicio de los hombres valientes, y que todos los príncipes de Italia la favorecen.
FR. Comos sabios y católicos, ahora os quiero dar a entender qué es este Duelo, que a tanta gente da perpetuo duelo, para que, por ventura, os desengañéis del mayor engaño, del más nefando abuso y de la mayor inhumanidad que hoy se halla entre los hombres. Sabed que la batalla a todo trance que en España llaman desafío o campo cerrado, en Italia, duelo y los latinos, batalla singular entre dos hombres, es aquella por la cual, uno entiende probar al otro por las armas, en el espacio y término de un día, cómo es verdadero hombre de honra y no merece ser menospreciado ni injuriado, y el otro pretende probar lo contrario. Sobre esta manera de combatir han escrito muchos y muy excelentes varones, y no se ponen de acuerdo en su origen: unos dicen que lo inventaron los albiones pueblos de la Gran Bretaña, que hoy es Inglaterra; otros, que los Mantineos; y otros, que los Longobardos. Mas parece, que antes que ellos, los españoles acostumbraban a averiguar sus pasiones por la ley del Duelo. Dice Tito Livio que, estando Escipión el Africano en Cartagena celebrando las honras de su padre y tío, los dos Escipiones que dicen estar enterrados en Tarragona, vinieron a él dos caballeros principales, españoles celtíberos, llamados Corbis y Orsúa, cada uno de los cuales pretendía ser señor de un gran estado que había sido del padre de uno de ellos, y ya que ni por justicia ni concierto habían podido averiguarlo, determinaron averiguarlo por la espada, y pusieron por juez al mismo Escipión y, así, en su presencia combatieron con espadas cortas y de punta aguda, y con broqueles, que eran las armas comunes de entonces, que desde mucho antes y después usaron los españoles, y en este combate, Corbis mató a Orsúa. Dicen que eran los dos primos hermanos, y que el estado había sido del padre de Orsúa, a quien tan poco le valió su justicia, que la perdió en el duelo con la vida y hacienda. Además de éstos, muchos españoles combatieron delante de Escipión, por casos de honra como por darle placer. Y no me sorprende que se usase tal costumbre en España, porque, del mundo, era la gente que menos aprecio tenía por la vida humana. Tanto, que Escipión halló entre ellos infinitos que, por amor a él, se hicieron sus compañeros en la muerte. Era costumbre de aquellos gentiles españoles que, cuando un hombre principal moría, todos sus compañeros morían con él matándose los unos a los otros, diciendo que iban a acompañar el alma del amigo muerto.
AL. Mejor se guardaba en ese tiempo la ley de la amistad que ahora, porque, si pocos amigos y compañeros acompañamos como debiéramos al amigo en los trabajos de la vida, que al final se acaban, ¿cómo les acompañaremos en los de la muerte?
FR. De eso me duelo con vos, de que los amigos de hoy tengamos tan poco amor y respeto a la amistad que, por apetito o pequeño enojo, sin causa suficiente riñamos con el amigo y el pariente, y procuremos con todas nuestras fuerzas deshonrarle, faltar a su reputación y, por fin, darle motivo para que nos provoque a duelo, con fin de presentarle armas tan aventajadas a nuestro propósito, que no le valgan su razón ni su esfuerzo para no quedar vencido o muerto por nuestras engañosas armas. Dicen que Aliprando, rey de los Longobardos, fue el primer príncipe que introdujo en Italia la costumbre de combatir en duelo. Porque, habiendo en sus ejércitos gentes de diversas naciones, bulliciosas y mal disciplinadas, que se injuriaban entre sí con cuestiones, insolencias y grandes escándalos, acordó juzgar sus pendencias por la vía del duelo, no porque no entendiese él que en el duelo las más de las veces falta la verdad y la justicia, sino porque tan horrendo espectáculo y terrible trance les pusiera freno y atemorizase de tal manera que, por no llegar a él, moderasen sus pasiones y refrenasen la furia y bravura de sus corazones, y no dieran motivo unos a otros para romper su amistad e injuriarse. Y también para que con estos combates se acabasen los sediciosos y perversos, y a pesar de la necesidad que el Rey tuvo de consentir tan brutal costumbre, no la permitía más que en ciertas cuestiones graves, y con armas iguales, aquéllas a las que estaban más acostumbrados.
AL. Noble cosa debe ser el duelo, puesto que los hombres de guerra lo tienen por costumbre y los príncipes lo permiten, y hoy tiene tan gran reputación el que vence por vía de duelo.
FR. En más es tenido el que, siendo injuriado, sabe satisfacerse honradamente, sin escándalo, rumor ni venganza, reservando su vida para cosas más honradas y provechosas.
AL. ¿Qué cosa más honrada puede hacer un gentilhombre que combatir con quien le ha desmentido o dado de palos o bofetones?
FR. No sé si os he dicho que el que injuria es el deshonrado, y no quien recibe la ofensa, y por esto, sin combatir parece que se podría satis facer: y aquel ofendido es deshonrado cuando, por vileza de ánimo, disimula y no muestra honrado sentimiento, buscando por todas las vías posibles justa satisfacción y no venganza, aunque algunos piensen que las injurias se han de tomar como si os mordiese un perro u os diera una coz un caballo.
AL. Conténtese con eso quien quiera, o con satisfacción de palabras, que yo sólo me contentaría en el campo, porque haría dos cosas: una, satisfacerme con la espada y castigar al atrevido que pretendió injuriarme; y otra, mostrar al mundo el valor de mi persona.
FR. Ninguna honra ganaréis de esta manera, porque, no queriendo vos recibir la satisfacción que os conviene e intentando tomar más de lo que os toca, mostráis ignorancia y desconocer los puntos de la honra, y al dar a entender a otro, tan hombre como vos, que por fuerza daréis cumplimiento a vuestro desordenado apetito, o le mataréis, demostráis soberbia. Y cuando hayáis hecho ésto, quedaréis más deshonrado, porque habréis sido rebelde a las leyes divinas y humanas.
AL. Me parece que las leyes humanas son aprobadas por las divinas y, siendo esto así, no sé cómo puede ser rebelde a ellas quien combate en duelo, pues hoy los príncipes de Italia favorecen tal combate, y tienen ley. Y antes de ahora, sin Aliprando, dicen que un rey de los Danios aprobó esta manera de combatir diciendo que era más apropiado para un caballero resolver sus cosas con las armas que con las palabras.
FR. Así fue, pero, aunque este Rey aprobó tales combates, entendiendo su falsedad, no los consentía sino en ciertos casos graves, y con ciertos bastones y escudos ordenados por las leyes, y las cuestiones por las que se permitía combatir no eran la venganza, sino aquellas que no podían juzgarse justamente por falta de pruebas para descubrir la verdad. Pero estos casos eran mal entendidos, y por ello se prohibieron: porque, si pueden probarse por leyes civiles, no hay por qué combatir, y si no hay suficientes pruebas o indicios del delito que por las armas prometéis probar, no se os debe dar campo, sino teneros por ignorante y mal hombre, que sin saber por qué desafiáis a muerte a otro y os queréis poner en manos de cosa tan desvariada y bestial como es el duelo. Así que el duelo, ni es batalla lícita, ni aprobada, ni justa, sino engañosa, inhumana y pérfida.
AL. Pues, ¿cómo ponían los antiguos griegos y romanos toda su gloria y felicidad en la honra de los combates?
FR. Como los gentiles no atendían tanto a las cosas del alma como a las de la gloria de este mundo, todo su afán era realizar actos famosos, tanto que, algunos de ellos, deseando tener, para bien o para mal, fama entre las gentes y, faltándoles valor y virtud para realizar obras altas y esclarecidas, buscaron inmortalidad para sus nombres haciendo cosas abominables, e inventaron graves delitos y traiciones, porque, para el mal, todos los hombres son hábiles. Sin embargo, aunque éstos hallaron extrañas maldades, a pesar de todas sus malas costumbres e insolencias, no hallaron ésta infernal del duelo. Porque los combates de los gladiadores no eran tan injustos, ya que eran esclavos a los que, por sus delitos, sus amos conducían a tal espectáculo; o los compraban o vendían a los príncipes para aquello; o se jugaban unos a otros, tal como hoy se hace para galeras. Y estas batallas de gladiadores fueron prohibidas por Honorio y Constantino. El gran Escipión, en las honras a la muerte de su padre y tío, que celebró en España, como os he dicho, buscó hombres que combatiesen hasta la muerte y halló infinitos, que pelearon, unos, por diferencias entre ellos a causa de los bienes que tenían, otros, por dinero que Escipión les dio, otros, sólo por darle placer, y otros, enviados por príncipes y ciudades de España, para que Escipión comprendiera, por su valor, el de los de aquellas tierras. Y aun estas fieras y bestiales batallas no fueron tan malvadas como son las del duelo, porque en aquéllas no había engaños en las armas y, así, no eran tan injustas. Y, aunque lo fueran, deberíamos fijarnos en que aquéllos pensaban, por medio de ellas, servir a alguno de sus dioses y recibir en esta vida coronas y grandes premios, y en la otra, premio eterno. Y nosotros queremos seguir aquella gentilidad y error sabiendo que el que muere en tal batalla es dañado y perdido para siempre. Testimonio y certeza de esto es que la Iglesia Católica manda que no se entierre en sagrado el cuerpo del que muriese en tales combates, sino en el campo, entre los huesos de los brutos animales, a quienes, con tanta ignorancia, se quiso asemejar. Así que el buen caballero debe buscar el verdadero premio y triunfo siguiendo la gentileza de la caballería y la honra militar, que es ser virtuoso y obediente a las leyes, y de esta manera será adornado de mayor gloria y alto triunfo que aquel suntuoso que alcanzaron los antiguos en sus vanas glorias e impertinencias.
AL. Ciertamente, los caballeros de nuestro tiempo siguen un camino más virtuoso que los de tiempos pasados, y tienen su honra en más de lo que aquellos antiguos tuvieron la suya. Y ahora están en lo cierto: que un caballero nacido noble y por tal reputado, si otro le quitase su honra, tantos anos conservada por él y los suyos, y no la cobrase por las armas, tal como fue ganada, ofendería a Dios.
FR. Mucho ofendería a Dios el que quisiera cobrarla con su solo valor sin el socorro de quien se la dio. Esto, en el caso de que algún hombre quitase a otro su honra, porque ninguno se la puede quitar a otro y por eso, no tiene nadie necesidad de cobrar lo que no le han quitado.
AL. Bueno es esto, y a mí, ¿cómo me la quitó el escudero?
FR. Tampoco os la quitó.
AL. Muy nuevas cosas os oigo decir: vos no tenéis por honra ni gloria vencer, como buen caballero, en estacada a su enemigo, y decís que ninguno puede quitar la honra a otro. No sé qué responderos.
FR. A todo os quiero satisfacer.
AL. No haréis poco.
FR. La honra mora con la virtud, y el virtuoso es el honrado. A este honrado, nadie puede quitarle la honra si no le quita la virtud, donde mora, pues la virtud no se la puede quitar uno a otro, sino sólo uno a sí mismo, apartando de sí la virtud y abrazando vicios y maldades. Así que, sed virtuosos y seréis honrados, y no tengáis miedo de que otro os quite vuestra honra, ni tengáis por honra vencer a otro en estacada, y huid de veros en ella porque, además de vanagloria, es ignorancia. Qué mayor grosería que ofender a otro malamente y hacerle combatir con armas engañosas, y pensar que Dios ha de ayudarle a matar o a deshonrar a aquel al que él con tanta sinrazón ha maltratado. ¿Os parece que es éste el acto de un hombre honrado? ¿Os parece que merece gran gloria la victoria que podríais alcanzar con la muerte de aquel pobre hombre?
AL. No sé qué fin persiguen los que van a combatir, pero el mío no es otro que castigar a aquel que tan injustamente me injurió.
FR. Me parece que todo vuestro propósito es mostrar al mundo que sois honrado, valiente y mantenedor de la gentileza de la caballería.
AL. Sí, y castigador de los soberbios.
FR. Si pensarais que vuestro enemigo os ha de matar en el campo, ¿iríais a desafiarlo?
AL. Sí, confiando en la fortuna, que da la victoria a quien le place.
FR. Con buen título entráis en el duelo, cierta tenéis la justicia, no os faltará la verdad, pero ¿tenéis toda vuestra esperanza puesta en la fortuna y hasta ahora dabais a entender que la fortuna no existe?
AL. ¿Me queréis confundir haciendo que lo negro parezca blanco? ¿Pensáis que no sé que la Naturaleza y la Fortuna tienen superior que las gobierna, y que todo lo que ellas disponen lo permite Dios? Si tengo puesta mi esperanza en la fortuna es porque sé que lo que ella dispone, Dios lo permite, y como ella es Capitán General de estos combates, espero que me dé la victoria.
FR. Decir que la Naturaleza tiene superior está bien dicho, mas creer que hay Fortuna es engañarse.
AL. Pues, ¿de quién dependen estos altibajos que por casos y accidentes conocen los hombres?
FR. Del sumo hacedor de las cosas, por lo que estamos obligados a no juzgar como malo el mal o el bien que vemos en uno que nos parece no merecerlo, porque no nos es lícito investigar el inmenso Juicio de Dios.
AL. De esa manera, no hablemos mal del duelo porque castigue a alguno, a nuestro parecer sin razón.
FR. El duelo, tal como humanamente se puede entender, es inicuo, injusto e inhumano, pero Dios puede permitirlo, como permite que viva el salteador para robar y desposeer a aquel que lo que tiene fue, por ventura, mal ganado por él o por sus padres, o no lo distribuye como debiera, o cumple a su salvación no tenerlo; y como consiente que viva el Turco y el Moro, y al cruel tirano, para que sean ministros de la justicia.
AL. Si, tal como decís, el duelo quita a veces la vida al que busca la justicia, y Dios es la verdadera vida y, además, la justicia, ¿cómo se ha de entender tal sentencia?
FR. Nos parece que tenemos justicia en las cosas de acá, incluso en las que no entendemos haya culpa por la cual se sea digno de tal muerte, por una causa que nosotros no entendemos. Por éso, los hombres han de huir de tentar los juicios de Dios y de buscar con astucias y modos injustos la sentencia divina.
AL. Quiero que mi causa la discierna Dios, mejor que los hombres.
FR. ¿A qué llamáis discernir Dios vuestra causa?
AL. Digo que quiero probar mi intención por las armas, en las que sólo. Dios es juez, y no por las letras, porque puedo topar con un Lucifer, que es un juez ignorante, sobornado o descuidado, o que me quiera mal, que me la asiente entre ceja y ceja.
FR. Pocas veces se hallarán tales jueces, pero muchas se verá perder la justicia por las armas. Bueno sería que ofendieseis a un hombre honrado y pusieseis a Dios por juez creyendo que él deba sentenciar en vuestro favor. Yo no hallo mayor ignorancia que el que un hombre quiera poner por juez a Dios, con presunción y la esperanza de que su justo juicio juzgue injustamente, por agradarle.
AL. Quien piensa eso, piensa mal. De mí puedo decir que deseo el combate con mi enemigo y la victoria, ora de la Fortuna, ora del cielo, y pues tengo justicia y no culpa, la victoria será mía.
FR. Ya que tanto deseáis combatir, decidme: si tuvieseis concertados dos o tres combates y vencieseis en todos ellos, ¿cuál de esas victorias estimaríais más?
AL. La victoria sobre el más fuerte de los tres.
FR. ¿Creéis vos ser más fuerte y valiente que vuestro enemigo?
AL. Sí y no soy muy valiente.
FR. Creo que pensáis lo contrario, porque no hay nadie que no piense ser mejor que su enemigo, y el pensamiento mal fundado es vano. ¿Queréis hacer lo que yo os diga y venceréis?
AL. Sí, porque no pretendo otra cosa sino vencer y triunfar sobre mis enemigos.
FR. Pues venceos a vos mismo y combatid fuertemente vuestras pasiones y flaquezas; mate vuestra razón la mala voluntad, que tenéis inclinada a las malas costumbres, vicios y vanidades, y obtendréis una gran victoria y podréis preciaros de haber vencido al mayor enemigo que teníais en esta vida, en el más legítimo de los combates, y delante del mejor juez de jueces. Y seréis el más experimentado capitán, y el que mejor entiende el arte militar y el modo de combatir, y el que más magnánimamente combatió en campo aplazado y señalado por muchos sabios reyes y grandes personas, y el que venció al más fuerte adversario de los hombres, y no con pompa, soberbia, arrogancia y vanagloria, sino con humildad, magnanimidad y su sufrimiento, y con todo el cumplimiento y ordenanza de las leyes divinas y humanas.
AL. Hacedme Dios, y venceré a siete diablos, cuanto más a un hombre.
FR. Haced lo que él os manda y venceréis a quien queráis, con toda la honra del mundo.
AL. ¿Cómo puedo ser honrado sin un poco de ambición?
FR. Con ser virtuoso, justo, sufrido, bien criado, verdadero, liberal, honesto, modesto, fuerte y esforzado en todas las adversidades que os vinieren. ¿Os parece que el hombre dotado de estas cualidades mantendrá la gentileza de la caballería y la honra del caballero en un grado conveniente? ¿Ante qué príncipe y ante qué gente se presentará éste, tan bien adornado con estas gentilezas, que no sea considerado hombre de mucha honra y merecimiento? ¿No os parece que quién posee tal riqueza es verdaderamente más honrado, aunque sea de nacimiento oscuro, que aquel vano e ignorante que no alcanza por sí mismo virtud alguna, y anda muy ufano porque su padre fue capitán de galera o alguacil de campo? ¿A éste llamáis honrado? ¿Llamáis honrado a aquel que fácilmente da un bofetón a un hombre de bien, pacífico y virtuoso? ¿Llamaréis honrado a aquel insolente que da palos a uno que va descuidado por la calle y después huye para que aquél no se vengue? ¿Os parece que puede ser honrado uno que injuria y maltrata a una mujer y, si otro le afea su conducta, le mata por ello? ¿También llamaréis honrado a uno que ha recibido una injuria de la que no se satisface, y hace diez años que no se confiesa por no perdonar al que le injurió? ¿Os parece que estos hombres merecen aprecio, y desprecio aquellos adornados de nobleza de corazón?
AL. Esos hombres de mala vida no son los que alcanzan la honra y gentileza militar.
FR. ¿Cuáles son los que alcanzan esas dos cosas?
AL. Los que no sufren ultrajes, los valerosos con las armas y los señalados en ellas. Estos son los honrados, que siguen con la virtud de sus brazos las costumbres de aquellos veteranos romanos que tanta honra ganaron con la espada.
FR. Pocos hombres modernos que salen de sus casas a buscar honra, entran por la puerta por la que entraban aquellos veteranos de los que habláis después de salir a la guerra. Por ventura, el tiempo cerró tal puerta o la hundió en el río Leteo, donde se olvidan las cosas o se pierden entre otras grandes y magníficas que ha perdido Roma.
AL. ¿Qué puerta es esa de la que habláis?
FR. La del templo de la diosa Virtud, por la que entraban al templo del dios Honor.
AL. ¿Qué templos son esos?
FR. Fueron en otro tiempo, que ya no existen. Sabed que los romanos buscaban la honra de una manera distinta a como hoy algunos la buscan. No la buscaban con presunción y mala crianza, sino con virtud de corazón. Y para que cada uno supiera por dónde y cómo había de alcanzar la honra, el gran Mario, con los despojos de los Cimbrios y Teutones, a los que venció, levantó dos templos muy suntuosos, uno junto al otro, en la vía Apia, en Roma, cerca de la puerta que hoy llaman de San Sebastián, y los dedicó a la diosa Virtud y al dios Honor. Edificólos en tal parte para que todos los soldados que saliesen de Roma hacia la guerra por allí, se acordaran de la Virtud y comprendieran que por ella se llegaba al Honor, y no por otro paso, y para que todos entendieran mejor la dedicación de los templos, los hizo con sólo dos puertas, de manera que, los que salían a la guerra, no podían entrar en el templo del Honor sino por la puerta del templo de la Virtud. De esta manera, pues, los antiguos y buenos soldados entraban a la honra por la Virtud, y no con puntillos y niñerías, como hace hoy la mayoría de los que más honrados se creen; ni fundando su felicidad en decir vos a uno y a otro, vuestra merced; ni en pensar si harían continencia o reverencia, un paso adelante y otro atrás, para recibir a un caballero que les fuera a visitar; o si le darían silla con respaldo, de cuero o de terciopelo, o banquillos; o si les mostraría el gesto dulce o grave; o si aquél les había de hablar cubierto o descubierto. Todo esto lo despreciaron los príncipes antiguos, que tan honrados fueron, y esto es lo que miran los más de los modernos dejando de mirar si aquel caballero que les visita pasa necesidad en la vida, por no socorrerle con aquella gran abundancia que dejarán con dolor y pesar el miserable día de su muerte. Estos son los que jamás entraron ni vieron la puerta del templo de la Virtud, y por eso no llegaron al del Honor, contentándose con la costumbre y el proverbio de los labradores de su tierra, que dice: el más rico es el más honrado.
AL. Mejor refrán es el de la mía, que dice: Es rico aquel que es franco de corazón. Y aunque no he visto en Roma los templos de los que habláis, yo os aseguro que he entrado por la puerta por donde van al Honor, pues voy buscando mi honra con mucho cuidado.
FR. Me parece que andáis muy desviado de los templos, pues todos los que, como vos, van al Duelo, van por camino muy desviado de la vía en la que están los templos de los que os he hablado.
AL. Si decís que el combate del duelo es juicio injusto y sin términos verdaderos, ¿de qué manera, sin combatir, puedo satisfacerme de aquél que me desmintió?
FR. Podríais satisfaceros procurando demostrar lo contrario de lo que él os dijo, y mostrando vuestra verdad daréis a entender la sinrazón que os hizo y cómo no merece entrar, ni con vos ni con otro, en campo.
AL. ¿Cómo pueden hacerse esas demostraciones para que él quede tan inhábil como decís?
FR. Entendiéndolo vos de esta manera: el hombre que injuria a otro, especialmente sin causa, está movido por un ánimo inicuo y maligno, y si se muestra injusto y sus obras son injustas, no es digno de honra, y no siendo digno de ella, le pueden echar del campo con razón. Y las obras que falsamente hace en vuestra persona, si bien la ofenden, no la deshonran. Lo son que os deshonraría serían vuestras obras si fueran malas, y por ello no tenéis obligación de combatir con él, pero debéis mostrar honrado sentimiento, para que el mundo comprenda que no dejáis de combatir ni de tomar sangrienta venganza por vileza de ánimo, sino por gentileza de corazón, y que os contentáis con la satisfacción que os corresponde, sin querer lo ajeno. Y puesto que sabéis que nadie os puede quitar la honra, no busquéis lo que no habéis perdido. Mirad que es fortaleza de ánimo resistir la ira y la pasión; y flaqueza, dejaros vencer por ellas y andar sin freno tras las venganzas. Creed lo que dice Aristóteles, que el injuriador es el que se injuria a sí mismo, y tened a Belmar por lo que ahora os tenéis vos mismo.
AL. Hijo de Dios ha de ser el que sufriere palabras de un soberbio. ¿Por qué Belmar habría de tenerme en poco siendo yo tan bueno como él? Pues no me mate Dios hasta que yo le dé a conocer cuánto mejor sería que se mordiera la lengua antes que desmentirme e injuriarme tan malamente.
FR. Malamente injuria el que injuria, porque siempre injuria sin razón, y por ello queda, tal como dice Aristóteles, injuriado. Si bien se mira el origen de la ofensa, no se hallará motivo para que uno ofenda o injurie a otro, que la primera causa que mueve el ánimo del que ofende es iniquidad y bellaquería. Y por esto es justo que se considere deshonrado al que injuria a otro.
AL. Aunque fuera como decís, que el injuriante sea el injuriado y, como hombre sin honra, no deba uno bueno igualarse con él en el campo, por el atrevimiento que Belmar tuvo al desmentirme, tengo que desafiarle y demostrarle que soy más honrado que él, y castigarle, para ejemplo de otros deslenguados y atrevidos, para que no lo sean. Y con esto ganaré honra y serviré a Dios.
FR. Bueno sería que tal insolente fuera castigado, pero no queráis vengaros de él con vuestra mano, que no es servir a Dios, como decís, sino atrevimiento y temeridad, que no os corresponde a vos la venganza.
AL. No penséis que soy tan desconsiderado que vaya a hacer a ciegas lo que digo, ni tan atrevidamente como hablo, ni sólo con la confianza de mis manos; ni que vaya a entrar en el terrible trance del duelo sin poner primero mis cosas en manos de Dios, sin confesarme antes de combatir y suplicarle que me dé valor y ventura para cortar la cabeza al soberbio Belmar cuando no quiera reconocer mi verdad y mantenga su mentira. Creo que con esta intención me ayudará el dador de las victorias y así, mi combate será justo, pues no combatiré sino por mostrar al mundo cómo Belmar mintió al desmentirme, pues soy tan bueno como él. Porque, en fin, en todas las cosas debe el hombre acordarse de Dios.
FR. Ja, ja, ja.
AL. ¿De qué os reís, Franco?
FR. Os lo diré si me prometéis no desafiarme por ello.
AL. Os lo prometo.
FR. Quiero que me lo aseguréis, porque habéis perdido el miedo a los desafíos y no querría verme en duelo con vos.
AL. Os lo aseguro como hidalgo, no me enfadaré con vos.
FR. Pues digo que sois un necio.
AL. Mentís.
FR. Tranquilo, tranquilo, sosegaos. No os vayáis, envainad vuestra espada, ya que yo no saco la mía, ni llamo a los de mi casa para vengarme de vos, como bien podría hacerlo. Escuchadme.
AL. Ya está envainada, ¿qué decís?
FR. Que razonemos.
AL. Hagámoslo.
FR. Os dije que sois un necio, ¿no es así?
AL. Y yo os lo desmentí.
FR. Si os demuestro que sois lo que he dicho, ¿confesaréis la verdad?
AL. Por nada del mundo dejaré de decirla, y si vos la dijiste, no me avergonzaré, y si no la dijiste, no me la demandaréis.
FR. Ahora empezáis a entrar por el buen camino, vayamos a la declaración de nuestra pendencia y a probarla. Si yo quisiera quitaros vuestra capa y derribar vuestra casa, y os rogase encarecidamente que me ayudaseis a hacerlo, ¿no sería una gran necedad por mi parte?
AL. Grandísima.
FR. Pues si vos vais al duelo, no es otra cosa sino ir contra las leyes divinas y humanas. Y querer quitar a Dios su jurisdicción y derribar su templo, que es el cuerpo de vuestro enemigo. Y si para hacer estas insolencias os confesáis y rogáis a Dios que os ayude y dé valor y dicha para cortar la cabeza de Belmar, ¿es porque creéis que os debe ayudar a que le quitéis sus cosas? ¿No os parece una necedad y que con razón os llamé necio? ¿Y que me desmentisteis sin razón, sin entender mi propósito, ofendido solamente por oiros llamar necio?
AL. Sois el mismo diablo, que me vence con razones. Tan bien me habéis sabido dar a entender mi mal aviso, que reconozco haberos desmentido sin entender por qué, solamente provocado, como habéis dicho, por haberme oído llamar necio. Verdaderamente, con sobrado enojo muchas veces, no mira el hombre lo que dice, sino que sólo busca cumplir su voluntad, fuera cual fuese, sin mirar a la persona con la que trata, ni dónde está, ni qué razón tiene. Y por ésta razón, muchos caen en lazos de los que luego no saben salir.
FR. Puesto que reconocéis vuestro yerro, ¿reconocéis que soy hombre de verdad?
AL. Sí, lo reconozco. Y vos ¿por quién me tenéis?
FR. Por muy honrado hidalgo y hombre que ama la verdad y sabe que yo la digo. Y por ello, vuestro amigo, tal como antes, y os ruego que lo seáis mío.
AL. Por tal os tengo, señor Franco, y tendré y honraré de aquí en adelante.
FR. Démonos la mano y volvamos a nuestra conversación. ¿Habéis visto, señor Altamirano, cómo se conforma la honra con la conciencia? ¡Cuántas injusticias como ésta se podrían satisfacer y arreglar sin poner alma, honra y vida en peligro si hubiera en ellas medianeros que amasen la concordia y la amistad, y que entendiera n los verdaderos puntos de la honra para dar a cada uno lo suyo sin agraviar a nadie!
AL. Creo que se toman por injurias infinitas cosas que no lo son, y las que lo son, tendrían, como decís, remedio si se hallasen buenos y fieles medianeros. Pero son éstos los que estragan el negocio y enconan más la llaga. Tened por cierto que, si hubiera hallado en Triana, en vez de amigos que me incitaron y aconsejaron que matara a Belmar o lo desafiara, quien me tranquilizara y se ofreciera a tomar satisfacción sin llegar a lo que he llegado, yo tendría hoy mi honra y gozaría de mi patria sin tener en ella enemigos. Pero sigo la mala costumbre de hoy, que es no satisfacerme con palabras, como hacen los que no ciñen espada.
FR. ¿De manera que los que no ciñen espada no tienen honra? Pues acerca de esto os quiero contar un cuento que me habéis traído a la memoria. Paseaba yo una tarde por Bolduque, ciudad de Brabante, con un gentilhombre de Salamanca llamado Maldonado, cuando llegamos a la valla de una casa, que es, como sabéis, una serie de barandas de madera, donde, a los que están dentro sentados en los bancos, no puede llegar hombre o caballo. Estaban dentro de ella cuatro o cinco damas con una señora anciana y, parándonos allí con ellas, como es costumbre en aquellas tierras, conversando llegamos a tratar de la virtud y valor de las naciones. Para poner fin a la porfía, ya que cada cual mantenía el valor y honra de su pueblo, pusimos por juez a la señora anciana quien, escuchando muy atentamente, no había dicho nada. La cual, en pocas palabras, dijo que los flamencos y las gentes de aquella Región tenían más virtud y valor que los españoles, porque los alemanes y flamencos no llevaban espada entre amigos, mientras que los españoles sí, por lo que aquellos mostraban recatamiento y estos malicia, y que los españoles la llevaban por haber injuriado a alguno, o por querer injuriar a alguno, o por miedo a los demás, y que en la modestia y seguridad de ánimo de los alemanes se conocía su sinceridad y gentileza de corazón, y utilizaban bien la espada en la guerra por estar acostumbrados a ser modestos en tiempos de paz.
AL. Me habéis hecho reír con la resuelta sentencia de la señora. Os digo que, bien mirado, me parece que aquí y allá, y en toda Europa, se acaba la casta de los hombres valerosos, capaces de mantener la verdadera honra militar. Y si no, decidirte, ¿qué es de la ferocidad de los nervios, la robustez de los burgundios, la soberbia de los turingios, la animosidad de los cimbrios, la fortaleza de los teutones y el valor de los alanos y godos? ¿Es posible que hayan llegado a tanta blandura y vileza? Pues por estas partes poco se acuerdan de imitar, en la presunción de honra y clara fama, a un Decio, a un Escévola, a un Curcio, a un Oratio, a un Regulo, a un Lucio Emilio, a un Cid, a un Gran Capitán, a un Antonio de Leiva, a un marqués de Pescara, a un valerosísimo Hernán Cortés, quienes tuvieron en poco los trabajos, los Imperios y la vida para dar gloriosa y eterna fama a su esclarecido nombre. A ellos, pues, quiero seguir, y sus heroicas obras imitar, y dar a conocer al mundo en el campo del honor que no se ha acabado en mi tierra la casta de los hombres valientes. Y mostraré a Belmar que soy mejor que él, o no menos digno de honra que aquellos que, no siendo más nobles que yo, lograron por la espada y con la fuerza de sus brazos grandes dignidades y honores.
FR. Aquellos de los que habláis, ¿no lograron más honra por la virtud del alma que por la fuerza de sus brazos?
AL. En verdad, yo estudié poco porque salí más inclinado a las armas que a las letras, y por ello, no aprendí sino romances viejos y caballerías que, ciertamente, me alentaron a seguir cosas heroicas. Holgábame de leer las escaramuzas y guerras de Granada: aquel ardor y fortaleza de corazón del buen Rey Católico, aquellas lanzadas que daba el maestre de Calatrava y Garcilaso de la Vega, y el conde de Cabra, Reduán, y Bencerax; aquel desasosegar al mundo del alcalde de Castro Nuño y otros, así me inclinaron, y encendieron mi ánimo para hacer maravillas. Más para esto es menester ser reputado como caballero que no sufre ultrajes, que se sabe vengar y satisfacer, a quien nadie osa injuriar. Y toda esta estima la conseguiré venciendo en desafío a quien tan sin razón me ofendió, y de esta manera entiendo que aclaro mi nombre.
FR. Los combates que esclarecen los nombres de los hombres no son los que buscáis, sino los lícitos y justos, en los que se alcanza justicia por las armas, y no los injustos, en los que tanta parte tiene la fortuna mentirosa y variable, con quien no vale razón ni justicia. Y porque os acabéis de desengañar y conozcáis la bestialidad del duelo, y cómo falta en todo aquello en que debería acertar, y cuán desvariados casos son los suyos, os quiero contar notables agravios que ha hecho a muchos caballeros. Pero no quiero contaros historias antiguas, ni de vuestra tierra, porque ya las debéis saber, sino de ésta en que estamos, y de estos tiempos, y de caballeros que yo he conocido: don García de Villalpando desafió en esta ciudad a Francisco Cerdán y, muy malherido, cayó a los pies de Cerdán, que era mozo diestro y, animoso, y no había recibido sino una pequeña herida en la boca. Este, viéndole caído, le quiso matar en tierra, y cuando tenía don García la punta de la espada, destinada a matarle, puesta contra él, Cerdán tropezó con ella cayendo degollado a los pies del que a sus pies casi tuvo vencido. Habréis oído cuán rápidamente mató don Francisco de la Caballería al comendador Villalpando. A Francisco Torrero, tampoco le valió su destreza y virtud de caballero para defenderse de la espada y fortuna de don Francisco de Mendoza. Martín de la Naja, bien sabemos qué poca profesión de las armas hacía, y aunque no fuese buen caballero, sabed que mató, sin recibir daño, a don Martín de Gurrea, el mozo más animoso y diestro de su tiempo, además de ejercitado en tales combates. Os puedo contar otros desatinos y juegos de la fortuna que han acaecido en estos tiempos en Italia: cómo en Nápoles, combatiendo el conde de Cherreti con Fabricio Marramaldo, famoso coronel del Emperador, a caballo y armados a la ligera, Fabricio le dio una estocada que, chocando con en el peto, resbaló, metiéndose la punta por entre la escarcela, hiriéndole en parte que lo mató. Vimos también en el cerco de Florencia a cuatro soldados que se desafiaron, dos del campo con dos de la ciudad, y combatiendo Juan Bandino, uno de los del campo, con Ludovico Marteli, de tanta fuerza, ánimo y destreza como aquél, éste nunca pudo herir a Bandino, aunque con seso y esfuerzo lo procuraba, y cada vez que entraba a herir, salía herido, y tantas heridas recibió que, al fin, cayó muerto sin haber podido hacer una sola al enemigo, que no era más diestro que él. Dante de Castellón, el otro de la ciudad, tuvo distinta suerte y la misma fortuna de Marteli combatiendo con Aldobrando, que era el otro soldado del campo, al que hirió en muchas partes sin recibir él ninguna herida. Y tan herido estaba Aldobrando que, no pudiendo sostener la espada por tener mancos los brazos, se abrazó a ella. Dante, viéndole casi vencido, sin poder defenderse ni atacar, quiso concluir con una estocada y entró tan cerca de él que, errando, vino a topar con la punta de la espada de Aldobrando y, metiéndosela por un ojo, le salió por el colodrillo cayendo muerto a los pies del que, sin esperanza de vida, esperaba la muerte. El buen Maldonado, al que conocisteis, salió de Castelnuovo de Dalmacia para combatir y a los pocos pasos, se metió por la espada del enemigo y cayó muerto, acabando en un instante su vida y diligencia. ¿Qué os parece la señora del campo del honor y juez del duelo? Pues oíd otra de las suyas: en estos días fue gravemente injuriado don Luis Parreño por Fabricio Brancacio, caballero napolitano, y combatiendo los dos, por mucho que don Luis procurara su satisfacción, acabó antes con su vida, consintiendo la fortuna, no sólo que fuese injuriado, sitio muerto por quien le injurió. Ved quién es el Duelo y la Fortuna, mirad qué juez toman los ignorantes.
AL. Que no hay fortuna, como vos soléis decir, sino valor y prudencia. Todos esos que han perdido, lo han hecho por su culpa, soberbia y desatino: si Francisco Cerdán hubiera dejado levantar a don García y no le hubiera querido matar caído, y hubiera entrado con tiento y recato, no hubiera encontrado la espada que le mató. El comendador Villalpando no hubiera muerto tan presto si hubiera tenido en más al de la Caballería y hubiera andado recatado con él, esperando su sazón. Y si Dante de Castellón hubiera esperado cuando vio a Aldobrando sin brazos, desangrándose, hubiese salido vencedor sin duda. Y si don Luis Parreño se hubiera contentado cuando el Brancacio, con causa o sin ella, no había comparecido una vez en el día señalado, y no lo hubiera aplazado, hubiera salido vencedor, pero la soberbia y la confianza le mató.
FR. Mucho hace al caso la prudencia, tal como decís, que su falta ha sido causa de infinitas muertes o deshonras, pero ¿qué pensáis del caso de Fabricio Marramaldo, que donde pensó acertar y matar al Conde erró, y con aquel tiro errado acertó?
AL. Que no fue desgracia del Conde morir en el campo, ya que andaba peleando en él, desgracia hubiera sido rendirse por miedo. Tened por cierto que no hay ninguno que muera combatiendo con otro, que a sus amigos no parezca que muere desdichadamente, pero a pesar de todo, mientras que el mundo dure se verán combates se semejantes.
FR. No digo que no se combata, pues tal como decís, sería imposible acabar con tal costumbre, pero ya que se combate, que sea por cosas honestas, como la religión, la patria, el rey; o por traición o un caso gravísimo en el que haya indicios de delito que no puedan probarse, con licencia de su rey o magistrado. Y no por cualquier causa pequeña y apetito llegar a cosa tan incierta, inhumana y mentirosa donde, si bien se mira, ninguna honra puede ganar el diestro en todas las armas frente a un inhábil con ellas, ni un animoso y fuerte, frente a uno débil y de flaco ánimo, ni un mozo gallardo y sano frente a un enfermo y viejo. Otros, con grandes ventajas vencen por ellas, y sin ellas serían vencidos, siendo el desdichado ofendido de muchas maneras, por más justicia que mantenga: dándole el sol o el polvo en los ojos, tropezando o rompiéndosele la espada. Y si se viera libre de estos accidentes, pondrá su confianza solamente en su conocimiento de las armas, que muchas veces falta o se olvida por el miedo, o que falla por no utilizarlo a tiempo, o por hallar al enemigo avisado y a la defensiva, o por pensar mucho lo que debe hacerse y poco en lo que hará el contrario. Otras veces, las armas no serán las adecuadas para uno, pero sí lo serán para su enemigo. Y si combate a caballo, peor que peor, porque andará con menos seguridad, ya que el contrario puede cortarle las riendas, romperle el freno o las cinchas, herir al caballo en el rostro o en una parte que le impida gobernarle y no quiera entrar al enemigo, ni pueda volverse a tiempo, y corra desatinadamente hasta sacarle del campo de batalla. De esta manera se pierden muchos caballeros, a los que sobra esfuerzo y destreza, y es justo que sean vencidos aquellos que tan grave peso encomiendan a una bestia. ¿Pensáis que no hay hechicerías y engaños para dar o quitar a uno la victoria, y ofuscamientos que ciegan al combatiente? Sabed que por esto, la ley lombarda prohíbe a los combatientes que lleven consigo amuleto, hierba, ni cosa alguna sino las armas. Y por esto, el día del lance, cuando los padrinos les ponen las armas en las manos, les examinan con gran diligencia por si traen alguna hechicería, y no contentos con ello, les toman juramento sobre si llevan tales cosas. Fíjate a cuántos engaños y accidentes se exponen los que van a combatir en duelo, y además de éstos, hay otros de los que no se pueden librar. Como Mario de Abenante, caballero napolitano, quien desafió a don Francisco Pandón, caballero del mismo reino, y estando combatiendo, don Francisco hirió mortalmente al caballo de Mario. Cerca de las cuerdas de la estacada estaba un tío de éste que, viendo que no se daba cuenta de lo malherido que estaba su caballo, pasó cerca de él y le dijo, sin que Pandón lo oyese: «apéate Mario, que cae sobre ti tu caballo». Al oír esto, Mario volvió la cabeza y vio a su tío, que le hacía señas para que se apease, y haciéndolo rápidamente, cayó muerto su caballo y él hirió al de don Francisco, que le quiso hacer tales desdenes. Tuvo tiempo de herir a don Francisco y de espolearle de forma que, por no poder don Francisco gobernar a su caballo herido, se vio forzado a rendirse para salvar el alma. Hubo en Italia grandes juicios y opiniones sobre este caso, declararon personas doctas y jueces que lo que hizo Mario después de oír el aviso de su tío estuvo mal hecho y carecía de valor, por lo que don Francisco no se tuvo por vencido, sino por engañado y quejoso del juez del duelo, que le había asegurado con pregón público que haría con el tío de Mario, aunque no lo había hecho, lo que hizo el rey Federico de Nápoles con un español. El caso fue que combatiendo un romano y un español, aquél, que decía ser más diestro con las armas que éste, le traía a mal partido. Viéndole otro español, le dijo a voces: «revés y estocada». Oyéndole el
AL. A mí no me parece que en este combate hubiera engaño, sino ganas de que no venciese el español. Porque al que dijo a voces «revés y estocada», el romano le oyó, puesto que se quejó de él, por lo cual no hubo agravio, ya que también le avisaba a él para que hiciese lo mismo o se guardara de aquellos golpes. Y si, tal como decís, hay en el Duelo tantos peligros, por eso muestran más su valor los que salen de él con honra.
FR. En los combates justos y lícitos se muestran los valerosos de corazón y esfuerzo y se gana fama inmortal. Muchos reyes cristianos se desafiaron a luchar cuerpo a cuerpo para evitar daños y por resultar menos malo que andar con ejércitos haciendo mal y daño a quien no tuviere culpa. El rey Carlos de Anjou, rey de Nápoles, desafió al rey don Pedro de Aragón por el derecho al Reino de Sicilia, para evitar mayores daños. Y por la misma razón, el rey don Alfonso de Aragón, el que ganó Nápoles, desafió a Renato de Anjou, que pretendía el Reino. También el rey don Fernando el Católico desafió al rey de Portugal, que había entrado en Castilla con voz de rey de ella por haberse casado con aquella Doña Juana, que pretendía ser hija del rey don Enrique y reina jurada de Castilla.
AL. ¿Por qué no llegó a celebrarse ese combate, y no hubiera hecho el alcalde de Castronuño tanto mal a sus vecinos y a otros en Castilla?
FR. El rey de Portugal aceptó el combate, mas pedía que para seguridad de las posturas fueran rehenes la reina doña Isabel, mujer del Rey Católico, y aquella doña Juana que pretendía ser reina de Castilla. El Católico decía que no era igual Doña Juana que la reina de Castilla, su mujer, por no ser hija de rey, pero que en lugar de la reina daría a la princesa de los reinos de Castilla, su hija doña Isabel. Pero no aviniéndose el rey de Portugal a esto, llegaron a la gran batalla que llaman de Toro, que el Rey Católico ganó con seso, esfuerzo y mucho valor de su persona. Sólo del rey Francisco de Francia se sabe que haya desafiado viciosamente al Emperador, y no por el bien de sus súbditos.
AL. Ya que me habéis dicho la causa por la que se desafiaron los reyes que habéis nombrado, que fue el bien de sus súbditos, decidme lo que movió al Rey de Francia a desafiar viciosamente, como decís, al Emperador siendo su prisionero.
FR. Largo cuento me pedís, pero si tanto deseáis saber, os diré la verdad y sustancia de aquel suceso porque me hallé en medio de todo ello. Estando el rey de Francia preso y muy enfermo en Madrid, vino desde Toledo el Emperador a verle y a acabar de concluir la paz. Capitularon los dos, jurando solemnemente el Rey de Francia cumplir todo lo capitulado y confirmar el juramento a la entrada de sus reinos. Y para que el Emperador estuviere seguro de esto, le dio a sus dos hijos como rehenes, prometiendo y jurando que si en cuatro meses no cumplía lo capitulado, volvería él mismo a prisión en España. Y el Emperador le dio la libertad, para que cumpliera todo ello. Pero una vez que el Rey se vio libre, no sólo no quiso cumplir lo jurado y capitulado en Madrid, sino que se alió al Rey de Inglaterra y ambos le enviaron a sus reyes de armas para declararle la guerra. Comprendiendo el Emperador la infidelidad del Rey de Francia, se dolió de ello a su embajador diciendo que su amo el Rey había actuado vil y ruinmente al no guardarle la fe que le dio por la capitulación de Madrid, y que si el Rey la quería contradecir, él la mantendría. Por estas palabras que el Emperador dijo en Granada al embajador francés, el Rey le envió un cartel de desafío, no propio de un rey, sino para reír.
AL. Por vuestra vida que, si sabéis sus palabras, me las digáis, que no pueden ser sino muy honradas, graves y corteses.
FR. Les falta todo eso, y a tiempo me lo habéis pedido porque os puedo mostrar una copia en lengua española que no recuerdo para qué busqué ayer. Vedla aquí, entre los libros de este escritorio.
AL. Muchas veces he querido ver este cartel, por ser de un Rey tan valeroso e ir contra un Emperador tan grande.
FR. Leedlo y veréis su valor.

CARTEL DE FRANCISCO,

rey de Francia, al Emperador Carlos,
rey de España
    Nos, Francisco, por la gracia de Dios rey de Francia, señor de Génova, etc. A vos, Carlos, por la misma gracia electo emperador de romanos y rey de las Españas, hacemos saber cómo nos, informado de que vos, por algunas respuestas que habéis dado a los embajadores y reyes de armas que por amor de la paz os hemos enviado, queriéndoos sin razón excusar nos habéis acusado de que teníais nuestra fe y de que, por ella, contraviniendo a vuestra persona nos habíamos ido de vuestras manos y de vuestro poder para defender nuestra honra. Porque esto va en contra de la verdad, os hemos querido enviar este cartel por el que, aunque ningún hombre cauteloso tenga obligación de fe, y aunque esta excusa nos sea suficiente, queriendo aún satisfacer a todos y a nuestra honra, que siempre hemos guardado, y guardaremos si a Dios place hasta la muerte, os hacemos saber que si vos nos habéis querido o queréis cargar, no solamente de nuestra fe y libertad, sino de que hayamos hecho nunca algo que ningún caballero que ame su honra haría, decimos que habéis mentido por la gorja, y que tantas veces como lo digáis, mentiréis, siendo libre para defender nuestra honra hasta el fin de nuestra vida. Y puesto que nos habéis querido molestar yendo en contra de la verdad, no nos escribáis más, sino aseguradnos el campo y os presentaremos las armas protestando que, si después de esta declaración escribís a otras partes o decís palabras contra nuestra honra, la vergüenza por la dilación del combate será vuestra, pues llegando a él, cesan todas las escrituras. Fechado en nuestra buena villa y ciudad de París, a 28 días de marzo de 1528 años, antes de Pascua.
AL. ¿Es posible que de boca de Rey tan principal hayan salido razones tan deshonestas y sin concierto, y que en toda su corte no hubiese un caballero bien entendido en las cosas militares que hiciese un cartel grave, justificado, cortés y valeroso?
FR. Sí lo había, pero se ordenó al apetito y voluntad del Rey, que no era sino dar color al mundo y no llegar a batallar, y por esto se hizo así de confuso, haciéndose el Rey unas veces actor y otras reo.
AL. ¿Qué respondió el Emperador?
FR. Cuando el rey de armas puso el cartel en sus manos, le dijo: rey de armas, aunque por muchas causas y razones el Rey, vuestro amo, es inhábil para un acto como éste contra cualquier caballero, cuanto más contra mí, todavía, por el deseo que yo tengo de salvar estas diferencias evitando mayor derramamiento de sangre cristiana, consiento que haga esto, y desde ahora lo habilito sólo para él. Dicho esto, el rey de armas dijo que si su Majestad le quería dar por respuesta la seguridad del campo, él la llevaría, y si no, le suplicaba no le mandase llevar otra cosa.
AL. ¿Qué dijo el Emperador a esto?
FR. Dijo que él quería responder y enviar la respuesta con uno de sus reyes de armas.
AL. ¿Y la envió?
FR. Con el parecer de los Grandes y sabios de sus reinos, como debe hacer todo buen rey, envió el Emperador la seguridad del campo y la respuesta al cartel. Pero el Rey de Francia hizo detener en Fuenterrabía al rey de armas cerca de cincuenta días, y después, en París, otros siete u ocho. Y durante este tiempo, él estaba de caza. Y cuando no pudo más, le llamó ante sí y, en presencia de muchos, le dijo que s 1 traía otra cosa además de la seguridad del campo, no la quería oír. Y sin esperar la respuesta, se levantó de su silla y se metió en su cámara, sin escuchar ni oír al rey de armas, quien estuvo algunos días en París esperando y protestando sobre lo que había oído al Rey, pero al fin se volvió a España sin ser oído y sin recibir conclusión alguna.
AL. En mi opinión, el Rey hizo bien, que pudiendo luchar no se debe perder el tiempo en palabras.
FR. No tenéis razón, porque por la vía del duelo no se puede llegar a la combate sin que precedan primero muchas palabras, para determinar y declarar la causa y pretensiones, y para determinar quién es actor o reo. De otra manera sería un combate bárbaro y sin orden. Y en estas diferencias hallaréis dos cosas disformes: una, impedir la entrada a un rey de armas, quien aun entre bárbaros suele tener libertad para ir y venir seguro por donde quiera; y la otra, que tan absoluta y resueltamente pida el Rey de Francia la seguridad del campo sin declarar primero aquello por lo que quiere combatir, y sin saber si el Emperador confesaba o negaba haber dicho aquellas palabras que al Rey habían contado que había dicho a su embajador en Granada.
AL. Fueron palabras para moverle y provocarle para que le desafiase.
FR. Mucha diferencia hay entre esas palabras y lo que dice el cartel. Las palabras dicen que el Rey de Francia había actuado vil y ruinmente al no cumplir lo jurado y prometido, y el cartel dice que el Emperador había dicho que el Rey se había ido, cosa que el Emperador nunca dijo. Ni tampoco había razón para que lo dijera habiéndole soltado él por propia voluntad sin haberle tomado fe de que no se iría, sino de que, si no cumpliera lo capitulado, volvería a su prisión. Ved si sería justo que se resolvieran estas controversias antes de llegar ciegamente al combate porque, negando el Emperador haber dicho las palabras a que se refería el Rey de Francia, quizá éste no querría combatir por las otras que el Emperador afirmaba haber dicho. Y así no habría razón para combatir ni necesidad de la seguridad del campo, que él tan impertinentemente pedía. Además, el Emperador podría responder con razón que, siendo el Rey de Francia su prisionero de una guerra justa, era inhábil para desafiar a nadie, cuanto más a su señor, de quien era cautivo, hasta que, cumpliendo lo capitulado, rescatase o liberase la fe que en su poder dejó empeñada. También podría alegar que no puede llegarse al combate cuando la diferencia puede probarse por escrito o con testigos, como fácilmente podría hacerse en este caso.
AL. No me parece fácil de probar.
FR. Facilísimo. El Emperador dijo que el Rey de Francia había actuado vil y ruinmente al no guardar la fe que le había dado. Probemos ahora si el hombre que falta a su fe es ruin y vil, y si el Rey de Francia la rompió o no. Y esto es algo tan claro y averiguado, que sería una vergüenza discutirlo: pues no existe hombre tan pérfido o malo que no confiese que tiene por vileza que el hombre rompa su fe; para probar si el Rey la rompió o no, puede verse la capitulación de Madrid, firmada por el propio Rey de Francia y los embajadores de su madre, la Regente, en que jura y promete, y da fe de cumplir todo lo que en aquella capitulación está contenido, en los términos y en los tiempos que en ella se declaran, y que en caso de que no lo cumpliese, volvería a prisión. Si el Rey de Francia dio su fe de hacer esto, y se le prueba, y se le muestra la escritura firmada de su mano, ¿cómo puede negarlo? Y ya que, no sólo no lo cumplió, sino que claramente dijo que no lo quería cumplir, ¿no es esto romper su fe? ¿Y quien así actúa no lo hace vil y ruinmente?
AL. Yo os digo que el buen Carlos tenía ganas de pelea, pues con mostrar esa capitulación podría salirse del juego sin combatir.
FR. Tanta gana tuvo de combate, que no quiso alegar tales causas para rehusarlo, antes las silenció, o no quiso aprovecharse de ellas, sino habilitar a su prisionero como lo habilitó para combatir con él señalándole campo seguro para la batalla. Y habiéndose llamado el Rey de Francia defensor, siendo actor, para usurparle y atribuirse la elección de las armas, ¿no era justo que siendo provocado el Emperador, se examinase y determinase primero quién era el provocador provocado antes de llegar al combate? ¿Y para esto no era menester andar en demandas y respuestas en vez de pedir, sin escuchar, la seguridad del campo, que el Emperador le envió rápidamente y, junto con ella, la respuesta de su cartel?
AL. ¿Lo leyó el Rey de Francia?
FR. No, ni quiso escuchar al rey de armas, sino que, como os he dicho, con palabras y ademanes bravos entró en su cámara sin quererle oír.
AL. Buen engaño usó el Rey para conservar su reputación entre los suyos sin aventurar su persona. Deseo oír la respuesta del cartel, aunque sea larga.
FR. No puede dejar de serlo puesto que tiene que responder a todos los cabos sustanciales del cartel. Aquí estaba con el cartel, leedla.

CARTEL DEL EMPERADOR

al Rey de Francia
    Carlos, por la divina clemencia Emperador de romanos, rey de Alemania y de las Españas, etc. Hago saber a vos, Francisco, por la gracia de Dios rey de Francia, que el 8 de este mes de junio, por Guiena, vuestro rey de armas, recibí vuestro cartel, fechado el 28 de marzo, el cual, por más lejos que esté París de aquí, podría haber venido más presto. Y conforme a lo que dije a vuestro rey de armas, os respondo. Respecto a lo que decís de que, en algunas de mis respuestas a los embajadores y reyes de armas que por bien de la paz me habéis enviado, queriéndome yo excusar os haya acusado a vos, yo no he visto a otro rey de armas vuestro que el que me vino a declarar la guerra en Burgos, y en cuanto a mí, no habiendo errado en cosa alguna, ninguna necesidad tengo de excusarme. Mas a vos, vuestra falta es la que os acusa. Y respecto a lo que decís de que yo tengo vuestra fe, decís verdad, entendiendo por tal la que me disteis por la capitulación de Madrid, como se demuestra con escrituras firmadas por vuestra mano, de volver a mi poder como prisionero de buena guerra en caso de que no cumpliérais lo que por dicha capitulación me habíais prometido. Pero nunca he dicho, como decís en vuestro cartel, que estando vos sobre vuestra fe, contra vuestra promesa os habíais ido y salido de mis manos y de mi poder, pues jamás pretendí tener vuestra fe de no iros, sino de volver en la forma capitulada. Y si vos hicierais esto, ni faltaríais a vuestros hijos, ni a lo que debéis a vuestra honra. Habéis querido enviar vuestro cartel, por el que decís que ningún hombre cauteloso puede tener obligación de fe, y que ésta es una excusa suficiente. A pesar de esto, queriendo satisfacer a cada uno, y también a vuestra honra, que decís queréis guardar y guardaréis si Dios quiere hasta la muerte, me hacéis saber que si os he querido o quiero cargar, no sólo con vuestra fe o libertad, nunca debía haber hecho lo que un caballero amador de su honra nunca debe hacer. Decís que he mentido y que cuantas veces lo dijere, mentiré, siendo libre para defender vuestra honra hasta el fin de vuestra vida. A esto os respondo que, mirada la forma de la capitulación, vuestra excusa de ser cauteloso no tiene sentido. Tan poca estima hacéis de vuestra honra, que no me maravillo de que neguéis estar obligado a cumplir vuestra promesa. Y vuestras palabras no satisfacen vuestra honra: porque yo he dicho, y diré sin mentir, que habéis actuado ruin y vilmente al no guardar la fe que me distéis conforme a la capitulación de Madrid. Y al decir esto, no os culpo de cosas secretas ni imposibles de probar, pues lo demuestran las escrituras firmadas por vuestra mano, que no podéis excusar ni negar. Y si queréis afirmar lo contrario, ya os he habilitado sólo para este combate: digo que por bien de la cristiandad, y para evitar efusión de sangre y poner fin a esta guerra, y por defender mi justa demanda, mantendré que lo que he dicho es verdad. Mas no quiero usar con vos las palabras que vos usáis, pues vuestras obras os desmienten sin necesidad de que lo diga yo ni ningún otro, y también porque cualquiera puede utilizar tales palabras más seguramente desde lejos que desde cerca. Respecto a lo que decís, de que os he querido molestar con mentiras, de aquí en adelante no os escribiré cosa alguna, más que para asegurar el campo, y vos traeréis las armas. Conviene que tengáis paciencia para escuchar lo que se diga de vuestras obras, y para que yo os escriba esta respuesta, por la que os digo que acepto dar el campo, y estoy contento de asegurarlo por mi parte por todos los medios razonables que puedan hallarse. Y a estos efectos, y para mayor prontitud, desde ahora os digo el lugar para celebrar el combate: sobre el río que pasa entre Fuenterrabía y Hendaya, en la parte y de la manera que de común consentimiento se ordenará como más seguro y



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