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Diálogo de las cosas acaecidas en Roma

Diálogo en que particularmente se tratan las cosas acaecidas en Roma el año de 1527, a gloria de Dios y bien universal de la República Cristiana


Alfonso de Valdés


[Nota preliminar: presentamos una edición modernizada de Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, de Alfonso de Valdés, conservado en la Universidad de Rostock, basándonos en la edición de José F. Montesinos (Valdés, Alfonso de, Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, Madrid, Espasa-Calpe, 1969), cuya consulta recomendamos. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Montesinos.]


Al lector

Es tan grande la ceguedad en que por la mayor parte está hoy el mundo puesto que no me maravillo de los falsos juicios que el vulgo hace sobre lo que nuevamente ha en Roma acaecido, porque como piensan la religión consistir solamente en estas cosas exteriores, viéndolas así maltratar, paréceles que enteramente va perdida la fe. Y a la verdad, así como no puedo dejar de loar la santa afición con que el vulgo a esto se mueve, así no me puede parecer bien el silencio que tienen los que lo deberían desengañar. Viendo, pues, yo por una parte cuán perjudicial sería primeramente a la gloria de Dios y después a la salud de su pueblo cristiano, y también a la honra de este cristianísimo Rey y Emperador que Dios nos ha dado si esta cosa así quedase solapada, más con simplicidad y entrañable amor que con loca arrogancia, me atreví a cumplir con este pequeño servicio las tres cosas principales a que los hombres son obligados. No dejaba de conocer ser la materia más ardua y alta que la medida de mis fuerzas, pero también conocía que donde hay buena intención Jesucristo alumbra el entendimiento y suple con su gracia lo que faltan las fuerzas y ciencia por humano ingenio alcanzada. También se me representaban los falsos juicios que supersticiosos y fariseos sobre esto han de hacer, pero ténganse por dicho que yo no escribo a ellos, sino a verdaderos cristianos y amadores de Jesucristo. También veía las contrariedades del vulgo, que está tan asido a las cosas visibles que casi tiene por burla las invisibles; pero acordeme que no escribía a gentiles, sino a cristianos, cuya perfección es distraerse de las cosas visibles y amar las invisibles. Acordeme que no escribía a gente bruta, sino a españoles, cuyos ingenios no hay cosa tan ardua que fácilmente no puedan alcanzar. Y pues que mi deseo es el que mis palabras manifiestan, fácilmente me persuado poder de todos los discretos y no fingidos cristianos alcanzar que si alguna falta en este Diálogo hallaren, interpretándolo a la mejor parte, echen la culpa a mi ignorancia y no presuman de creer que en ella intervenga malicia, pues en todo me someto a la corrección y juicio de la santa Iglesia, la cual confieso por madre.




Argumento

Un caballero mancebo de la corte del Emperador, llamado Lactancio, topó en la plaza de Valladolid con un arcediano que venía de Roma en hábito de soldado y, entrando en San Francisco, hablan sobre las cosas en Roma acaecidas. En la primera parte, muestra Lactancio al Arcediano cómo el Emperador ninguna culpa en ello tiene, y en la segunda, cómo todo lo ha permitido Dios por el bien de la cristiandad.



PERSONAJES
 

 
LACTANCIO.
ARCEDIANO.
PORTERO.





ArribaAbajoPrimera parte

LACTANCIO.-   ¡Válgame Dios! ¿Es aquel el Arcediano del Viso, el mayor amigo que yo tenía en Roma? Parécele cosa extraña, aunque no en el hábito. Debe ser algún hermano suyo. No quiero pasar sin hablarle, sea quien fuere.

Decí, gentil hombre, ¿sois hermano del Arcediano del Viso?

ARCEDIANO.-   Cómo, señor Lactancio, ¿tan presto me habéis desconocido? Bien parece que la fortuna muda presto el conocimiento.

LACTANCIO.-   ¿Qué me decís? Luego, ¿vos sois el mismo Arcediano?

ARCEDIANO.-   Sí, señor, a vuestro servicio.

LACTANCIO.-   ¿Quién os pudiera conocer de la manera que venís? Solíais traer vuestras ropas, unas más luengas que otras, arrastrando por el suelo, vuestro bonete y hábito eclesiástico, vuestros mozos y mula reverenda. Véoos ahora a pie, solo, y un sayo corto, una capa frisada, sin pelo, esa espada tan larga, ese bonete de soldado... Pues allende de esto, con esa barba tan larga y esa cabeza sin ninguna señal de corona, ¿quién os pudiera conocer?

ARCEDIANO.-   ¿Quién, señor? Quien conociese el hábito por el hombre y no el hombre por el hábito.

LACTANCIO.-   Si la memoria ha errado, no es razón que por ella pague la voluntad, que pocas veces suele en mí disminuirse. Mas, decime, así os valga Dios, ¿qué mudanza ha sido esta?

ARCEDIANO.-   No debéis haber oído lo que ahora nuevamente en Roma ha pasado.

LACTANCIO.-   Oído he algo de ello. Pero, ¿qué tiene que hacer lo de Roma con el mudar del vestido?

ARCEDIANO.-   Pues que eso preguntáis, no lo debéis saber todo. Hágoos saber que ya no hay hombre en Roma que ose parecer en hábito eclesiástico por las calles.

LACTANCIO.-   ¿Qué decís?

ARCEDIANO.-   Digo que, cuando yo partí de Roma, la persecución contra los clérigos era tan grande que no había hombre que en hábito de clérigo ni de fraile osase andar por las calles.

LACTANCIO.-   ¡Oh maravilloso Dios y cuán incomprensibles son tus juicios! Veamos, señor: ¿y hallásteisos dentro en Roma cuando entró el ejército del Emperador?

ARCEDIANO.-   Sí, por mis pecados, allí me hallé o, por mejor decir, allí me perdí; pues, de cuanto tenía, no me quedó más de lo que veis.

LACTANCIO.-   ¿Por qué no os metíais entre los soldados españoles y salvarais vuestra hacienda?

ARCEDIANO.-   Mis pecados me lo estorbaron y cupiéronme en suerte no sé qué alemanes, que no pienso haber ganado poco en escapar la vida de sus manos.

LACTANCIO.-   ¿Es verdad todo lo que de allá nos escriben y por acá se dice?

ARCEDIANO.-   Yo no sé lo que de allá escriben ni lo que acá dicen, pero séos decir que es la más recia cosa que nunca hombres vieron. Yo no sé cómo acá lo tomáis; paréceme que no hacéis caso de ello. Pues yo os doy mi fe que no sé si Dios lo querrá así disimular. Y aun si en otra parte estuviésemos donde fuese lícito hablar, yo diría perrerías de esta boca.

LACTANCIO.-   ¿Contra quién?

ARCEDIANO.-   Contra quien ha hecho más mal en la Iglesia de Dios que ni turcos ni paganos osaran hacer.

LACTANCIO.-   Mirad, señor Arcediano, bien puede ser que estéis engañado echando la culpa a quien no la tiene. Entre nosotros, todo puede pasar. Dadme vos lo que acerca de esto sentís, y quizá os desengañaré yo de manera que no culpéis a quien no debéis de culpar.

ARCEDIANO.-   Yo soy contento de declararos lo que siento acerca de esto, pero no en la plaza. Entrémonos aquí en San Francisco y hablaremos de nuestro espacio.

LACTANCIO.-   Sea como mandareis.

ARCEDIANO.-   Pues estamos aquí donde nadie no nos oye, yo os suplico, señor, que lo que aquí dijere no sea más de para entre nosotros. Los príncipes son príncipes, y no querría hombre ponerse en peligro, pudiéndolo excusar.

LACTANCIO.-   De eso podéis estar muy seguro.

ARCEDIANO.-   Pues veamos, señor Lactancio: ¿paréceos cosa de fruir que el Emperador haya hecho en Roma lo que nunca infieles hicieron, y que por su pasión particular y por vengarse de un no sé qué, haya así querido destruir la Sede apostólica con la mayor ignominia, con el mayor desacato y con la mayor crueldad que jamás fue oída ni vista? Sé que los godos tomaron a Roma, pero no tocaron en la iglesia de San Pedro, no tocaron en las reliquias de los santos, no tocaron en cosas sagradas. Y aquellos medios cristianos tuvieron este respeto, y ahora nuestros cristianos (aunque no sé si son dignos de tal nombre) ni han dejado iglesias, ni han dejado monasterios, ni han dejado sagrarios; todo lo han violado, todo lo han robado, todo lo han profanado, que me maravillo cómo la tierra no se hunde con ellos y con quien se lo manda y consiente hacerlo. ¿Qué os parece que dirán los turcos, los moros, los judíos y los luteranos viendo así maltratar la cabeza de la cristiandad? ¡Oh Dios que tal sufres! ¡Oh Dios que tan gran maldad consientes! ¿Esta era la defensa que esperaba la Sede apostólica de su defensor? ¿Esta era la honra que esperaba España de su Rey tan poderoso? ¿Esta era la gloria, este era el bien, este era el acrecentamiento que esperaba toda la cristiandad? ¿Para esto adquirieron sus abuelos el título de Católicos? ¿Para esto juntaron tantos reinos y señoríos debajo de un señor? ¿Para esto fue elegido por Emperador? ¿Para esto los Romanos Pontífices le ayudaron a echar los franceses de Italia? ¿Para que en un día deshiciese él todo lo que sus predecesores con tanto trabajo y en tanta multitud de años fundaron? ¡Tantas iglesias, tantos monasterios, tantos hospitales, donde Dios solía ser servido y honrado, destruidos y profanados! ¡Tantos altares y aun la misma iglesia del Príncipe de los Apóstoles, ensangrentados! ¡Tantas reliquias robadas y con sacrílegas manos maltratadas! ¿Para esto juntaron sus predecesores tanta santidad en aquella ciudad? ¿Para esto honraron las iglesias con tantas reliquias? ¿Para esto les dieron tantos ricos atavíos de oro y de plata? ¿Para que viniese él con sus manos lavadas a robarlo, a deshacerlo, a destruirlo todo? ¡Soberano Dios! ¿Será posible que tan gran crueldad, tan gran insulto, tan abominable osadía, tan espantoso caso, tan execrable impiedad quede sin muy recio, sin muy grave, sin muy evidente castigo? Yo no sé cómo acá lo sentís, y si lo sentís, no sé cómo así lo podéis disimular.

LACTANCIO.-   Yo he oído con atención todo lo que habéis dicho, y, a la verdad, aunque en ello he oído hablar a muchos, a mi parecer vos lo acrimináis y afeáis más que ningún otro. Y en todo ello venís muy mal informado, y me parece que no la razón, mas la pasión de lo que habéis perdido os hace decir lo que habéis dicho. Yo no os quiero responder con pasión como vos habéis hecho, porque sería dar voces sin fruto. Mas sin ellas yo espero, confiando en vuestra discreción y buen juicio, que, antes que de mí os partáis, os daré a entender cuán engañado estáis en todo lo que habéis aquí hablado. Solamente os pido que estéis atento y no dejéis de replicar cuando tuviereis qué, porque no quedéis con alguna duda.

ARCEDIANO.-   Decid lo que quisiereis, que yo os tendré por mejor orador que Tulio si vos supiereis defender esta causa.

LACTANCIO.-   No quiero sino que me tengáis por el mayor necio que hay en el mundo si no os la defendiere con evidentísimas causas y muy claras razones. Y lo primero que haré será mostraros cómo el Emperador ninguna culpa tiene en lo que en Roma se ha hecho. Y lo segundo, cómo todo lo que ha acaecido ha sido por manifiesto juicio de Dios, para castigar aquella ciudad, donde con grande ignominia de la religión cristiana reinaban todos los vicios que la malicia de los hombres podía inventar; y con aquel castigo despertar el pueblo cristiano, para que, remediados los males que padece, abramos los ojos y vivamos como cristianos, pues tanto nos preciamos de este nombre.

ARCEDIANO.-   Recia empresa habéis tomado; no sé si podréis salir con ella.

LACTANCIO.-   Cuanto a lo primero, quiero protestaros que ninguna cosa de lo que aquí se dijere se dice en perjuicio de la dignidad ni de la persona del Papa, pues la dignidad es razón que de todos sea tenida en veneración, y de la persona, por cierto, yo no sabría decir mal ninguno, aunque quisiese, pues conozco lo que se ha hecho no haber sido por su voluntad, mas por la maldad de algunas personas que cabe sí tenía. Y porque mejor nos entendamos, pues la diferencia es entre el Papa y el Emperador, quiero que me digáis, primero, qué oficio es el del Papa y qué oficio es el del Emperador, y a qué fin estas dignidades fueron instituidas.

ARCEDIANO.-   A mi parecer, el oficio del Emperador es defender sus súbditos y mantenerlos en mucha paz y justicia, favoreciendo los buenos y castigando los malos.

LACTANCIO.-   Bien decís, ¿y el del Papa?

ARCEDIANO.-   Eso es más dificultoso de declarar, porque si miramos al tiempo de San Pedro, es una cosa, y si al de ahora, otra.

LACTANCIO.-   Cuando yo os pregunto para qué fue instituida esta dignidad, entiéndese que me habéis de decir la voluntad e intención del que la instituyó.

ARCEDIANO.-   A mi parecer, fue instituida para que el Sumo Pontífice tuviese autoridad de declarar la Sagrada Escritura, y para que enseñase al pueblo la doctrina cristiana, no solamente con palabras, mas con ejemplo de vida, para que con lágrimas y oraciones continuamente rogase a Dios por su pueblo cristiano, y para que este tuviese el supremo poder de absolver a los que hubiesen pecado y se quisiesen convertir, y para declarar por condenados a los que en su mal vivir estuviesen obstinados, y para que con continuo cuidado procurase de mantener los cristianos en mucha paz y concordia, y, finalmente, para que nos quedase acá en la tierra quien muy de veras representase la vida y santas costumbres de Jesucristo, nuestro Redentor; porque los humanos corazones más aína se atraen con obras que con palabras. Esto es lo que yo puedo colegir de la Sagrada Escritura. Si vos otra cosa sabéis, decidla.

LACTANCIO.-   Basta eso, por ahora, y mirá no se os olvide, porque lo habremos menester a su tiempo.

ARCEDIANO.-   No hará.

LACTANCIO.-   Pues si yo os muestro claramente que por haber el Emperador hecho aquello a que vos mismo habéis dicho ser obligado, y por haber el Papa dejado de hacer lo que debía por su parte, ha sucedido la destrucción de Roma, ¿a quién echaréis la culpa?

ARCEDIANO.-   Si vos eso hacéis (lo que yo no creo), claro está que la tendrá el Papa.

LACTANCIO.-   Decidme, pues, ahora vos: pues decís que el Papa fue instituido para que imitase a Jesucristo, ¿cuál pensáis que Jesucristo quisiera más, mantener paz entre los suyos o levantarlos y revolverlos en guerra?

ARCEDIANO.-   Claro está que el Autor de la paz ninguna cosa tiene por más abominable que la guerra.

LACTANCIO.-   Pues, veamos: ¿cómo será imitador de Jesucristo el que toma la guerra y deshace la paz?

ARCEDIANO.-   Ese tal muy lejos estaría de imitarle. Pero, ¿a qué propósito me decís vos ahora eso?

LACTANCIO.-   Dígooslo porque pues el Emperador, defendiendo sus súbditos, como es obligado, el Papa tomó las armas contra él, haciendo lo que no debía, y deshizo la paz y levantó nueva guerra en la cristiandad, ni el Emperador tiene culpa de los males sucedidos, pues hacía lo que era obligado en defender sus súbditos, ni el Papa puede estar sin ella, pues hacía lo que no debía, en romper la paz y mover guerra en la cristiandad.

ARCEDIANO.-   ¿Qué paz deshizo el Papa o qué guerra levantó en la cristiandad?

LACTANCIO.-   Deshizo la paz que el Emperador había hecho con el Rey de Francia y revolvió la guerra que ahora tenemos, donde por justo juicio de Dios le ha venido el mal que tiene.

ARCEDIANO.-   Bien estáis en la cuenta. ¿Dónde halláis vos que el Papa levantó ni revolvió la guerra contra el Emperador, después de hecha la paz con el Rey de Francia?

LACTANCIO.-   Porque luego como fue suelto de la prisión, le envió un breve en que le absolvía del juramento que había hecho al Emperador, para que no fuese obligado a cumplir lo que le había prometido, porque más libremente pudiese mover guerra contra él.

ARCEDIANO.-   ¿Por dónde sabéis vos eso? Así habláis como si fueseis del consejo secreto del Papa.

LACTANCIO.-   Por muchas vías se sabe, y por no perder tiempo, mirad el principio de la liga que hizo el Papa con el Rey de Francia, y veréis claramente cómo el Papa fue el promotor de ella, y siendo esta tan gran verdad, que aun el mismo Papa lo confiesa, ¿paréceos ahora a vos que era esto hacer lo que debía un Vicario de Jesucristo? Vos decís que su oficio era poner paz entre los discordes, y él sembraba guerra entre los concordes. Decís que su oficio era enseñar al pueblo con palabras y con obras la doctrina de Jesucristo, y él les enseñaba todas las cosas a ella contrarias. Decís que su oficio era rogar a Dios por su pueblo, y él andaba procurando de destruirlo. Decís que su oficio era imitar a Jesucristo, y él en todo trabajaba de serle contrario. Jesucristo fue pobre y humilde, y él, por acrecentar no sé qué señorío temporal, ponía toda la cristiandad en guerra. Jesucristo daba bien por mal, y él, mal por bien, haciendo liga contra el Emperador, de quien tantos beneficios había recibido. No digo esto por injuriar al Papa; bien sé que no procedía de él y que por malos consejos era a ello instigado.

ARCEDIANO.-   De esa manera, ¿quién tendrá en eso la culpa?

LACTANCIO.-   Los que lo ponían en ello y también él, que tenía cabe sí ruin gente. ¿Pensáis vos que delante de Dios se excusará un príncipe echando la culpa a los de su consejo? No, no. Pues le dio Dios juicio, escoja buenas personas que estén en su consejo y aconsejaranle bien. Y si las toma o las quiere tener malas, suya sea la culpa; y si no tiene juicio para escoger personas, deje el señorío.

ARCEDIANO.-   Difícil cosa les pedís.

LACTANCIO.-   ¿Difícil? ¿Y cómo? ¿Tanto juicio es menester para esto? Decidme: ¿qué guerra hay tan justa que un Vicario de Jesucristo deba tomar contra cristianos, miembros de un mismo cuerpo cuya cabeza es Cristo, y él, su Vicario?

ARCEDIANO.-   El Papa tuvo mucha razón de tomar esta guerra contra el Emperador; lo uno, porque primero él no había querido su amistad, y lo otro, porque tenía tomado y usurpado el Estado de Milán, despojando de él al duque Francisco Esforcia. Y viendo el Papa esto, se temía que otro día haría otro tanto contra él, quitándole las tierras de la Iglesia. Luego con mucha justicia y razón tomó el Papa las armas contra el Emperador, así para compelerle a que restituyese su Estado al Duque de Milán, como para asegurar el Estado y tierras de la Iglesia.

LACTANCIO.-   Maravillado estoy que un hombre de tan buen juicio como vos hayáis dicho una cosa tan fuera de razón como esa. Veamos: ¿y eso hacíalo el Papa como Vicario de Cristo o como Julio de Médicis?

ARCEDIANO.-   Claro está que lo hacía como Vicario de Cristo.

LACTANCIO.-   Pues digo que el Emperador contra toda razón y justicia quisiese quitar todo su Estado al Duque de Milán, ¿qué tenía que hacer en eso el Papa? ¿Para qué se quiere él meter donde no le llaman y en lo que no toca a su oficio? Como si no tuviese ejemplo de Jesucristo para hacer lo contrario, que, llamado para que amigablemente partiese una heredad entre dos hermanos, no quiso ir, dando ejemplo a los suyos que no se debían entremeter en cosas tan viles y bajas. ¿Y queréis ahora vos que se ponga entre ellos su Vicario con mano armada, sin que le llamen para ello? ¿Dónde halláis vos que Jesucristo instituyó su Vicario para que fuese juez entre príncipes seglares, cuanto más ejecutor y revolvedor de guerra entre cristianos? ¿Queréis ver cuán lejos está de ser Vicario de Cristo un hombre que mueve guerra? Mirad el fruto que de ella se saca y cuán contraria es no solo a la doctrina cristiana, más aun a la natura humana. A todos los animales dio la natura armas para que se pudiesen defender y con que pudiesen ofender; a solo el hombre, como a una cosa venida del cielo, adonde hay suma concordia, como a una cosa que acá había de representar la imagen de Dios, dejó desarmado. No quiso que hiciese guerra; quiso que entre los hombres hubiese tanta concordia como en el cielo entre los ángeles. ¡Y que ahora seamos venidos a tan gran extremo de ceguedad, que más brutos que los mismos brutos animales, más bestias que las mismas bestias, nos matemos unos con otros! Las bestias viven en paz, y nosotros, peores que bestias, vivimos en guerra. Y entre los hombres, si buscamos cómo viven en cada provincia, en sola la cristiandad, que es un rinconcillo del mundo, hallaréis más guerra que en todo el mundo; y no tenemos vergüenza de llamarnos cristianos. Y, por la mayor parte, hallaréis que aquellos la revuelven que deberían apaciguarla. Obligado era el Romano Pontífice, pues se precia de ser Vicario de Jesucristo; obligados eran los cardenales, pues quieren ser columnas de la Iglesia; obligados eran los obispos, siendo pastores, de poner las vidas por sus ovejas, como lo hizo y lo enseñó Jesucristo, diciendo: Bonus pastor animam suam ponit pro ovibus suis; mayormente siendo dadas sus rentas al Papa y a estos otros prelados para que, usando de su oficio pastoral, mejor puedan amparar y defender sus súbditos. Y ahora, por no perder ellos un poquillo de su reputación, ponen toda la cristiandad en armas. ¡Oh, qué gentil caridad! ¡Doyte yo dineros para que me defiendas, y tú alquilas con ellos gente para matarme, robarme y destruirme! ¿Dónde halláis vos que mandó Jesucristo a los suyos que hiciesen guerra? Leed toda la doctrina evangélica, leed todas las epístolas canónicas; no hallaréis sino paz, concordia y unidad, amor y caridad. Cuando Jesucristo nació, no tañeron alarma, mas cantaron los ángeles: Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis! Paz nos dio cuando nació y paz cuando iba al martirio de la cruz. ¿Cuántas veces amonestó a los suyos esta paz y caridad? Y aun no contento con esto, rogaba al Padre que los suyos fuesen entre sí una misma cosa, como él con su Padre. ¿Podríase pedir mayor conformidad? Pues aún más quiso: que los que su doctrina siguiesen no se diferenciasen de los otros en vestidos, ni aun en diferencias de manjares, ni aun en ayunos, ni en ninguna otra cosa exterior, sino en obras de caridad. Pues el que esta no tiene, ¿cómo será cristiano? Y si no cristiano, ¿cómo Vicario de Jesucristo? Donde hay guerra, ¿cómo puede haber caridad? Y siendo este el principal conocimiento de nuestra fe, ¿queréis vos que la cabeza de ella ande de él tan apartada? Si los príncipes seglares se hacen guerra, no es de maravillar, pues como ovejas siguen a su pastor. Si la cabeza guerrea, forzado es que peleen los miembros. Del Papa me maravillo, que debería de ser espejo de todas las virtudes cristianas y dechado en quien todos nos habíamos de mirar, que habiendo de meter y mantener a todos en paz y concordia, aunque fuese con peligro de su vida, quiera hacer guerra por adquirir y mantener cosas que Jesucristo mandó menospreciar, y que halle entre cristianos quien le ayude a una obra tan nefanda, execrable y perjudicial a la honra de Cristo. ¿Qué ceguedad es esta? Llamámonos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna burlería, ¿por qué no la dejamos del todo?; que, a lo menos, no haríamos tantas injurias a Aquel de quien tantas mercedes hemos recibido. Mas pues conocemos ser verdadera y nos preciamos de llamarnos cristianos y nos burlamos de los que no lo son, ¿por qué no lo querremos ser nosotros?, ¿por qué vivimos como si entre nosotros no hubiese fe ni ley? Los filósofos y sabios antiguos, siendo gentiles, menospreciaron las riquezas, ¿y ahora queréis vos que el Vicario de Jesucristo haga guerra por lo que aquellos ciegos paganos no tenían en nada? ¿Qué dirá la gente que de Jesucristo no sabe más de lo que ve en su Vicario, sino que mucho mejores fueron aquellos filósofos que por alcanzar el verdadero bien, que ellos ponían en la virtud, menospreciaron las cosas mundanas, que no Jesucristo, pues ven que su Vicario anda hambreando y haciendo guerra por adquirir lo que aquellos menospreciaron? Veis aquí la honra que hacen a Jesucristo sus vicarios; veis aquí la honra que le hacen sus ministros; veis aquí la honra que le hacen aquellos que se mantienen de su sangre. ¡Oh sangre de Jesucristo, tan mal de tus vicarios empleada! ¡Que de ti saque dineros este para matar hombres, para matar cristianos, para destruir ciudades, para quemar villas, para deshonrar doncellas, para hacer tantas viudas, tantas huérfanas, tanta muchedumbre de males como la guerra trae consigo! ¡Quién vio aquella Lombardía y aun toda la cristiandad los años pasados en tanta prosperidad; tantas y tan hermosas ciudades, tantos edificios fuera de ellas, tantos jardines, tantas alegrías, tantos placeres, tantos pasatiempos! Los labradores cogían su panes, apacentaban sus ganados, labraban sus casas; los ciudadanos y caballeros, cada uno en su estado, gozaban libremente de sus bienes, gozaban de sus heredades, acrecentaban sus rentas, y muchos de ellos las repartían entre los pobres. Y después que esta maldita guerra se comenzó, ¡cuántas ciudades vemos destruidas, cuántos lugares y edificios quemados y despoblados, cuántas viñas y huertas taladas, cuántos caballeros, ciudadanos y labradores venidos en suma pobreza! ¡Cuántas mujeres habrán perdido sus maridos, cuántos padres y madres sus amados hijos, cuántas doncellas sus esposos, cuántas vírgenes su virginidad; cuántas mujeres forzadas en presencia de sus maridos, cuántos maridos muertos en presencia de sus mujeres, cuántas monjas deshonradas y cuánta multitud de hombres faltan en la cristiandad! Y, lo que peor es, ¡cuánta multitud de ánimas se habrán ido al infierno, y disimulámoslo, como si fuese una cosa de burla! Y aun no contento con todo esto, el Vicario de Jesucristo, ya que teníamos paz, nos viene a mover nueva guerra, al tiempo que teníamos los enemigos de la fe a la puerta, para que perdiésemos, como perdimos, el reino de Hungría, para que se acabase de destruir lo que en la cristiandad quedaba. Y aun no contentándose su gente con hacer la guerra, como los otros, buscan nuevos géneros de crueldad. ¿Qué tiene que hacer el emperador Nerón, ni Dionisio Siracusano, ni cuantos crueles tiranos han hasta hoy reinado en el mundo, para inventar tales crueldades como el ejército del Papa, después de haber rompido la tregua hecha con don Hugo de Moncada, hizo en tierras de coloneses, que dos cristianos tomasen por las piernas una noble doncella virgen, y teniéndola desnuda, la cabeza baja, viniese otro y, así viva, la partiese por medio con una alabarda?... ¡Oh crueldad! ¡Oh impiedad! ¡Oh execrable maldad! Y, ¿qué había hecho aquella pobre doncella? Y, ¿qué habían hecho las mujeres preñadas que, en presencia de sus maridos, les abrían los vientres con las crueles espadas y, sacada la criatura, así caliente, la ponían a asar ante los ojos de la desventurada madre? ¡Oh maravilloso Dios que tal consientes! ¡Oh orejas de hombres que tal cosa podéis oír! ¡Oh sumo Pontífice que tal cosa sufres hacer en tu nombre! ¿Qué merecían aquellas inocentes criaturas? Maldecimos a Herodes, que hizo matar los niños recién nacidos, ¿y tú consientes matarlos antes que nazcan? ¡Dejáraslos siquiera nacer! ¡Dejáraslos siquiera recibir el agua del bautismo; no les hicieras perder las ánimas juntamente con las vidas! ¿Qué merecían aquellas mujeres, porque debiesen morir con tanto dolor, y verse abiertos sus vientres, y sus hijos gemir en los asadores? ¿Qué merecían los desdichados padres, que morían con el dolor de los malogrados hijos y de las desventuradas madres? ¿Cuál judío, turco, moro o infiel querrá ya venir a la fe de Jesucristo, pues tales obras recibimos de sus vicarios? ¿Cuál de ellos lo querrá servir ni honrar? Y los cristianos que no entienden la doctrina cristiana, ¿qué han de hacer sino seguir a su pastor? Y si cada uno lo quiere seguir, ¿quién querrá vivir entre cristianos? ¿Paréceos, señor, que se imita así Jesucristo? ¿Paréceos que se enseña así el pueblo cristiano? ¿Paréceos que se interpreta así la Sagrada Escritura? ¿Paréceos que ruega así el pastor por sus ovejas? ¿Paréceos que son estas obras de Vicario de Jesucristo? ¿Paréceos que fue para esto instituida esta dignidad, para que con ella se destruyese el pueblo cristiano?

ARCEDIANO.-   No puedo negaros que no sea recia cosa, mas está ya tan acostumbrado en Italia no tener en nada el Papa que no hace guerra, que tendrían por muy grande afrenta que en su tiempo se perdiese sola una almena de las tierras de la Iglesia.

LACTANCIO.-   Por no seros prolijo quiero dejar infinitas razones que para confundir esa razón podría yo aquí alegar. Mas vengamos a la extremidad. Digo que el Emperador quisiera tomar al Papa las tierras de la Iglesia, ¿no os parece que fuera menor inconveniente que el Papa perdiera todo su señorío temporal que no que la cristiandad y la honra de Jesucristo padeciera lo que ha padecido?

ARCEDIANO.-   No, por cierto. ¿Y así querríais vos despojar a la Iglesia?

LACTANCIO.-   ¿Cómo despojar a la Iglesia? ¿A quién llamáis Iglesia?

ARCEDIANO.-   Al Papa y a los cardenales.

LACTANCIO.-   Y todo el resto de los cristianos, ¿no será también Iglesia como esos?

ARCEDIANO.-   Dicen que sí.

LACTANCIO.-   Luego el señorío y autoridad de la Iglesia más consiste en hombres que no en gobernación de ciudades, y, por consiguiente, entonces estará la Iglesia muy acrecentada cuando hubiere muchos cristianos, y entonces despojada cuando hubiere pocos.

ARCEDIANO.-   A mí así me parece.

LACTANCIO.-   Luego el que es causa de la muerte de un hombre más despoja la Iglesia de Jesucristo que no el que quita al Romano Pontífice su señorío temporal.

ARCEDIANO.-   Así sea.

LACTANCIO.-   Pues decime vos ahora: ¿cuántas personas serán muertas después que el Papa comienza esta guerra por asegurar, como decís, su Estado? Dejo los otros males que la guerra trae consigo.

ARCEDIANO.-   Infinitas.

LACTANCIO.-   Luego más ha despojado él la Iglesia de Dios que la despojaría quien le quitase a él su señorío temporal. Veamos: si alguno quisiera tomar la capa a Jesucristo, ¿creéis que se pusiera en armas para defenderla?

ARCEDIANO.-   No.

LACTANCIO.-   Pues, ¿por qué queréis que el Papa lo haga, pues decís que fue instituido para que imitase a Jesucristo?

ARCEDIANO.-   De esa manera nunca la Iglesia tendría señorío; cada uno se lo querría quitar si supiese que el Papa no lo había de defender.

LACTANCIO.-   Si es necesario y provechoso que los sumos pontífices tengan señorío temporal o no, véanlo ellos. Cierto, a mi parecer, más libremente podrían entender en las cosas espirituales si no se ocupasen en las temporales. Y aun en eso que decís estáis engañado; que yo os prometo que cuando el Papa quisiese vivir como Vicario de Jesucristo, no solamente no le quitaría nadie sus tierras, mas le darían muchas más. Y veamos: ¿cómo tiene él lo que tiene, sino de esta manera?

ARCEDIANO.-   Decís verdad, pero ya no hay caridad en el mundo.

LACTANCIO.-   Vosotros, con vuestro mal vivir, matáis el fuego de la caridad y en vuestra mano estaría encenderlo si quisieseis.

ARCEDIANO.-   ¿Queréis que lo encendamos perdiendo cuanto tenemos?

LACTANCIO.-   ¿Por qué no? Si os lo dieron por amor de Dios, ¿por qué no lo perderéis por amor de Dios? Claro está que todos los verdaderos cristianos con tal condición poseemos estos bienes temporales, que estemos aparejados para dejarlos cada vez que viéremos cumplir así a la honra y gloria de Jesucristo y al bien de la cristiandad. Pues, ¿cuánto más de veras deberían de hacer esto los clérigos y cuánto más de veras lo debería de hacer el Vicario de Jesucristo?

ARCEDIANO.-   Vos estáis tan santo que no cumple tomarme con vos. Cierto no os habríamos menester en Roma.

LACTANCIO.-   Ni aun yo querría vivir entre tan ruin gente.

ARCEDIANO.-   ¿Cómo la que ahora hay?

LACTANCIO.-   Ni aun como la que había; que entre ruin ganado no hay que escoger.

ARCEDIANO.-   Cómo, ¿y teneisnos a nosotros por tan malos como aquellos desuellacaras?

LACTANCIO.-   ¿Por tan malos? Y aun no estoy en dos dedos de decir que por peores.

ARCEDIANO.-   ¿Por qué?

LACTANCIO.-   Porque sois mucho más perniciosos a toda la república cristiana con vuestro mal ejemplo.

ARCEDIANO.-   ¿Y aquellos?

LACTANCIO.-   Aquellos no hacen profesión de ministros de Dios como vosotros, ni tienen de comer por tales como vosotros, ni hay nadie que les quiera ni deba imitar como a vosotros. Esperad, pues, que aún no hemos acabado. Hasta ahora he tratado la causa llamando al Papa Vicario de Jesucristo, como es razón. Ahora quiero tratarla haciendo cuenta o fingiendo que él también es príncipe seglar, como el Emperador, porque más a la clara conozcáis el error en que estabais. Cuanto a lo primero, cosa es muy averiguada que el Papa hubo esta dignidad por favor del Emperador, y habida (¡mirad qué agradecimiento!), luego se concertó con el Rey de Francia, cuando pasó en Italia y dejó la amistad del Emperador, y aun dicen algunos que el mismo Papa lo instó a que pasase en Italia. Y, no obstante esto, el Emperador, habida la victoria contra el Rey de Francia, no solamente no quiso quitar al Papa las ciudades de Parma y Placencia, como de justicia y razón lo podía hacer, mas ratificó la liga que sus embajadores con él hicieron. Pero el Papa, no contento con esto, comenzó a tratar nueva liga en Italia contra el Emperador estando el Rey de Francia preso, mas descubriose la cosa que secretamente trataban y no hubo efecto. Y no bastó esto para que el Emperador no procurase por todas las vías a él honestas y razonables de contentar al Papa, porque él fuese medianero en la paz que se trataba entre él y el Rey de Francia y no la estorbase, mas nunca lo pudo alcanzar. Concluyose en este medio la paz con Francia, y luego que el Rey fue suelto, comenzó el Papa a procurar de hacer nueva liga con el Rey contra el Emperador, sin haberle dado causa alguna para ello, y esto a tiempo que los turcos con un poderoso ejército comenzaron a entrar por el reino de Hungría. ¿Paréceos que era gentil hazaña? Estaban los enemigos a la puerta y él revolvía nueva guerra en casa. Requería al Emperador que no se aparejase para resistir al turco y él, secretamente, se aparejaba para hacer guerra al Emperador. ¿Paréceos que eran estas obras de príncipe cristiano?

ARCEDIANO.-   Veamos: y el Emperador, ¿por qué no hacía ver la justicia del Duque de Milán? Y si no había errado, ¿no había razón que le restituyese su Estado?

LACTANCIO.-   Sí, por cierto. Pero, mirad, señor: el Emperador puso en el Estado de Milán al duque Francisco Esforcia, pudiéndolo tomar para sí, pues tiene a él mucho más derecho que el mismo Duque, y solo por la paz y sosiego de Italia y de toda la cristiandad lo quiso dar a un hombre de quien nunca servicio había recibido. Y después su Majestad fue informado por sus capitanes que el Duque había entendido y sido parte en la liga que el Papa y los otros potentados de Italia hicieron contra él, y pues en ello había cometido crimen laesae maiestatis, era razón que, como rebelde y desagradecido, fuese privado de su Estado.

ARCEDIANO.-   ¿Cómo? ¿Queréis privar un hombre sin ser oído?

LACTANCIO.-   ¿Por qué no, cuando el delito es evidente y manifiesto, y de la dilación se podrían seguir inconvenientes? Como entonces, que estaba el ejército del Emperador en extremo peligro, si no se apoderaba de las ciudades y villas de aquel Estado de Milán.

ARCEDIANO.-   ¿Pues por qué después el Emperador no había querido hacer información para saber la verdad y restituirle su Estado si se hallara sin culpa?

LACTANCIO.-   ¿Y cuándo visteis vos oír por procurador un reo en caso criminal, especialmente donde interviene crimen laesae maiestatis? Presentárase él y oyéranle a justicia. De otra manera, el no presentarse le hacía culpado.

ARCEDIANO.-   Temíase de los capitanes del Emperador, que le tenían mala voluntad.

LACTANCIO.-   A la fe, temíase de su poca justicia. Si no, mirad que luego que salió fuera del castillo de Milán se juntó con los enemigos del Emperador. Y también, ¿qué tenía el Papa que hacer en esto? Si un príncipe quiere castigar su vasallo, ¿hase él de entremeter en ello? Y aunque lo hubiese de hacer y fuese este su oficio, ¿no bastaba que el Emperador le envió a don Hugo de Moncada, ofreciéndole todo lo que él pedía? ¿Qué hombre hay en el mundo que no quisiera más uno en paz que dos en guerra, cuanto más dándole con la paz todo lo que él pedía con la guerra? Si el Papa tanto deseaba que el duque Francisco Esforcia fuese restituido en su Estado, solamente porque ni el Emperador se quedase con él ni lo diese al infante don Fernando, su hermano, ¿por qué no aceptaba lo que don Hugo de Moncada le ofreció de parte del Emperador, que era contento que aquel Estado estuviese en poder de terceros hasta que la justicia del Duque fuese vista, y que, si no tenía culpa en lo que le acusaban, prometía de hacérselo luego restituir, y si se hallase culpado y hubiese de ser privado de su Estado, su Majestad prometía de no tomarlo para sí ni darlo al infante don Fernando, su hermano, sino al Duque de Borbón, que era uno de los que el mismo Papa para esto había nombrado primero? ¿Queréis que os diga? El Papa pensaba tener la cosa hecha, y que, desbaratado el ejército del Emperador, no solamente lo echarían de Lombardía, mas de toda Italia y le quitarían todo el reino de Nápoles, como tenían concertado y aun entre sí partido; y con esta esperanza el Papa no quiso aceptar lo que con don Hugo el Emperador le ofreció.

ARCEDIANO.-   Antes no fue por eso, sino que ya él estaba concertado con los otros y no quería romper la fe que les había dado.

LACTANCIO.-   ¡Gentil achaque es ese! Y, ¿qué más miel tenía la fe que había dado al Rey de Francia para destruir la cristiandad que la que primero dio al Emperador para remedio de ella? Antes, de razón debía guardar la que dio al Emperador y romper la que dio al Rey de Francia. ¿No sabéis que juramento hecho en daño y perjuicio del prójimo no se debe guardar, cuanto más en daño de toda la cristiandad y en daño y perjuicio de la honra de Dios y de tanta gente como a esta causa ha padecido?

ARCEDIANO.-   En eso yo confieso que tenéis mucha razón. Mas vos no consideráis que el ejército del Emperador amenazaba de venir sobre las tierras del Papa, y que el Papa, como buen príncipe, pues príncipe lo queréis llamar, es obligado a defenderlas, y sabéis vos muy bien que el derecho natural permite a cada uno que defienda lo suyo.

LACTANCIO.-   Si el Papa guardara la liga que tenía hecha con el Emperador o quisiera aceptar lo que de nuevo le ofreció, no amenazara su ejército de venir sobre las tierras de la Iglesia. Y aunque eso sea, y yo os conceda que el derecho natural permite a cada uno que defienda lo suyo, mas decidme: ¿entendéis vos que los príncipes tienen el mismo señorío sobre sus súbditos que vos sobre vuestra mula?

ARCEDIANO.-   ¿Por qué no?

LACTANCIO.-   Porque las bestias son criadas para el servicio del hombre, y el hombre, para el servicio de solo Dios. Veamos: ¿fueron hechos los príncipes por amor del pueblo o el pueblo por amor de los príncipes?

ARCEDIANO.-   Creo yo que los príncipes por amor del pueblo.

LACTANCIO.-   Luego el buen príncipe, sin tener respeto a su interés particular, será obligado a procurar solamente el bien del pueblo, pues fue instituido por su causa.

ARCEDIANO.-   De razón así habría ello de ser.

LACTANCIO.-   Pues veis aquí, pongo por caso que el ejército del Emperador quisiera ocupar las tierras de la Iglesia; veamos: ¿cuál fuera más provechoso a los moradores de ellas, que el Papa de su propia voluntad las renunciara al Emperador o hacer lo que ha hecho por defenderlas?

ARCEDIANO.-   Si al provecho del pueblo se mirase, claro está que si el Papa diera todas aquellas tierras al Emperador, no padecieran tantos daños como han padecido. Pero dadme un príncipe que haga eso.

LACTANCIO.-   Doyos el Emperador. ¿No sabéis vos que pudiera él muy bien, y con mucha razón y justicia, tomar para sí el Ducado de Milán y la Señoría de Génova, pues no hay ninguno que a ello tenga tanto derecho como él? Mas porque le pareció convenir más al bien del pueblo que diese lo uno al duque Francisco Esforcia y en lo otro pusiese a los Adornos, lo hizo muy liberalmente, posponiendo su provecho particular al bien público, como cada buen príncipe debe hacer.

ARCEDIANO.-   Si se hiciese lo que se debería hacer, espiritual y temporal, todo habría de ser del Papa.

LACTANCIO.-   ¿Del Papa? ¿Por qué?

ARCEDIANO.-   Porque lo gobernaría mejor y más santamente que ninguno otro.

LACTANCIO.-   ¿Vos no tenéis mala vergüenza de decir eso? ¿No sabéis que en toda la cristiandad no hay tierras peor gobernadas que las de la Iglesia?

ARCEDIANO.-   Yo bien lo sé, mas no pensé que lo sabíais vos.

LACTANCIO.-   Pues luego, ¿paréceos que el Papa hizo como buen príncipe en tomar las armas contra el Emperador, de quien tantas buenas obras había recibido, rompiendo la paz y amistad que con él tenía?

ARCEDIANO.-   Sé que el Papa no tomó las armas contra el Emperador, sino contra aquel desenfrenado ejército que hacía horribles extorsiones y cosas abominables en aquel Estado de Milán, y era justo que aquella pobre gente fuese libre de aquella tal tiranía.

LACTANCIO.-   Maravíllome de vos que digáis tal cosa. Veamos: si el Papa quisiera mantener la amistad con el Emperador, ¿qué había menester su Majestad tener ejército en Italia? Sé que ya lo había mandado despedir, y cuando supo lo de la liga que se tramaba contra él, fue forzado a entretenerlo. Si el Papa no pretendía sino la libertad y restitución del Duque de Milán y librar aquel Estado de las vejaciones del ejército del Emperador y asegurar las tierras de la Iglesia, ¿por qué no tomaba la amistad del Emperador, con que se remediaba todo, pues era rogado y requerido con ella? Y si el Papa no quería más de lo que vos decís, ¿qué culpa tenía el reino de Nápoles, que lo tenían ya entre sí repartido? ¿Qué culpa tenían las ciudades de Génova y Sena, que tenían, la una por mar y la otra por tierra, cercadas? Quería evitar las extorsiones y vejaciones que el ejército del Emperador hacía en Lombardía, y no solamente acrecentaba aquellas, mas daba causa para que se hiciesen muchas más en toda Italia y aun en toda la cristiandad. Leed la capitulación de la liga hecha entre el Papa y el Rey de Francia, venecianos y florentines, y veréis si era eso lo que el Papa buscaba. ¿Qué le había hecho el Emperador porque debiese tomar las armas contra él?

ARCEDIANO.-   ¿No os he dicho que el Papa no tomó las armas contra el Emperador, sino contra su desenfrenado ejército?

LACTANCIO.-   ¿De manera que la guerra no era sino contra el ejército?

ARCEDIANO.-   No.

LACTANCIO.-   Pues si contra el ejército era y el ejército se ha vengado, ¿por qué echáis la culpa al Emperador?

ARCEDIANO.-   Porque el Emperador los sostenía y les envió más gente con que hiciesen lo que hicieron.

LACTANCIO.-   ¿Vos no decís que el oficio del Emperador es defender sus súbditos y hacer justicia? Pues si el Papa se los quería maltratar, y ocupar sus reinos y señoríos, e impedir que no pudiese hacer justicia del Duque de Milán, como es obligado, por fuerza había de mantener y aumentar su ejército, para poderlos defender y amparar, pues dejándolo de hacer ya dejaba de ser buen emperador.

ARCEDIANO.-   En eso tenéis razón. Mas decidme: ¿paréceos que fue bien hecho que el Emperador mandase hacer el insulto que don Hugo y los coloneses hicieron en Roma?

LACTANCIO.-   Nunca el Emperador tal mandó.

ARCEDIANO.-   ¿Cómo? ¿No mandó él que don Hugo juntamente con los coloneses entrasen en Roma y procurasen de prender al Papa?

LACTANCIO.-   No, que no lo mandó, y aunque lo mandara, ¿paréceos que fuera mal hecho?

ARCEDIANO.-   ¡Válgame Dios! ¿Y eso queréis vos defender?

LACTANCIO.-   Sí. Veamos: si vos tuvieseis un padre que en tanta manera hubiese perdido el seso que con sus propias manos quisiese matar y lisiar sus propios hijos, ¿qué haríais?

ARCEDIANO.-   No teniendo otro remedio, encerraríalo o tendríalo atadas las manos hasta que tornase en su seso.

LACTANCIO.-   Y, ¿no os parecería que vuestros hermanos os eran en cargo por lo que hacíais?

ARCEDIANO.-   Claro está que me serían en cargo.

LACTANCIO.-   Pues el Papa, decime, ¿no es padre espiritual de todos los cristianos?

ARCEDIANO.-   Sí.

LACTANCIO.-   Pues si él con guerras quiere matar y destruir sus propios hijos, ¿no os parece que hace muy gran misericordia, así con él como con sus hijos, el que le quiere quitar el poder para que no lo pueda hacer? No me lo podéis negar.

ARCEDIANO.-   Bien. Pero, ¿vos no veis que se hace gran desacato a Jesucristo en tratar así a su Vicario?

LACTANCIO.-   Antes se le hace muy gran servicio con evitar que su Vicario, con el mal consejo que cabe sí tiene, no sea causa de la muerte y perdición de tanta gente, por los cuales murió Jesucristo también como por él. Y creedme, que el mismo Papa, cuando dejada la pasión venga en conocimiento de la verdad, agradecerá muy de veras al que le quita la ocasión para que no pueda hacer tanto mal. Si no, venid acá: si vos (lo que Dios no quiera) estuvieseis tan fuera de seso que con vuestros propios dientes os mordieseis los miembros de vuestro cuerpo, ¿no agradeceríais y tendríais en mucha gracia al que os atase hasta que tornaseis en vuestro seso?

ARCEDIANO.-   Claro está.

LACTANCIO.-   Pues veis aquí. Todos los cristianos somos miembros de Jesucristo y tenemos por cabeza al mismo Jesucristo y a su Vicario.

ARCEDIANO.-   Decís verdad.

LACTANCIO.-   Pues si este Vicario por el mal consejo que cabe sí tiene es causa de la perdición y muerte de sus propios miembros, que son los cristianos, ¿no debe agradecer mucho a quien estorba que no se haga tanto mal?

ARCEDIANO.-   Sin duda vos decís muy gran verdad. Mas no cada uno alcanza este conocimiento ni puede juzgar más de lo que ve, y por eso los príncipes deberían mirar bien lo que hacen.

LACTANCIO.-   Más obligados son los príncipes a Dios que no a los hombres, más a los sabios que no a los necios. Gentil cosa sería que un príncipe dejase de hacer lo que debe al servicio de Dios y bien de la república por lo que el vulgo ciego podría decir o juzgar. Haga el príncipe lo que debe y juzguen los necios lo que quisieren. Así juzgaban de David porque bailaba delante del arca del Testamento. Así juzgaban de Jesucristo porque moría en la cruz y decían: alios salvos fecit, seipsum non potest salvum facere. Así juzgaban de los Apóstoles porque predicaban a Jesucristo. Así juzgan ahora a los que muy de veras quieren ser cristianos menospreciando la vanidad del mundo y siguiendo el verdadero camino de la verdad. ¿Y quién hay que pueda excusar los falsos juicios del vulgo? Antes se debe tener por muy bueno lo que el vulgo condena por malo, y por el contrario. ¿Quereislo ver? A la malicia llaman industria; a la avaricia y ambición, grandeza de ánimo; al maldiciente, hombre de buena conversación; al engañador, ingenioso; al disimulador, mentiroso; y trafagador, buen cortesano. Y por el contrario, al bueno y virtuoso llaman simple; al que con humildad cristiana menosprecia esta vanidad del mundo y quiere seguir a Jesucristo dicen que se torna loco; al que reparte sus bienes con los que lo han menester por amor de Dios dicen que es pródigo; al que no anda en tráfagos y engaños para adquirir honra y riquezas dicen que no es para nada; al que menosprecia las injurias por amor de Jesucristo dicen que es cobarde y hombre de poco ánimo; y, finalmente, convirtiendo las virtudes en vicios y los vicios en virtudes, a los ruines alaban y tienen por bien aventurados, y a los buenos y virtuosos llaman pobres y desastrados. Y con todo esto no tienen mala vergüenza de usurpar el nombre de cristianos, no teniendo ninguna señal de ello.

ARCEDIANO.-   Bien me parece eso, aunque, para deciros la verdad, por ser vos mancebo y seglar y cortesano, sería bien dejarlo a los teólogos. Mas digo que sea como vos decís; veamos: a lo menos, ¿no fuera razón que, hecho ese insulto, el Emperador castigara a los que saquearon el sacro Palacio y templo de San Pedro?

LACTANCIO.-   Cierto, mejor fuera que el Papa no rompiera la tregua ni la fe que dio a don Hugo.

ARCEDIANO.-   Sé que no la rompió él.

LACTANCIO.-   ¿Pues quién hizo la guerra con los coloneses?

ARCEDIANO.-   Eso hízose en nombre del Colegio, y no del Papa.

LACTANCIO.-   No me digáis esas niñerías. ¿Cúyos eran los capitanes? ¿Cúya era la gente? ¿Quién la pagaba? ¿Cúyas las banderas? ¿A quién obedecían? Esas son cosas para entre niños. Mas me maravillo de quien tan gran vanidad inventa y de los cardenales, que tal cosa consintieron se hiciese en su nombre. Mas muy bien está, pues los ha Dios castigado.

ARCEDIANO.-   ¿No queríais que el Papa castigase los coloneses, pues son sus súbditos?

LACTANCIO.-   No, pues había dado su fe de no hacerlo, y rompía la tregua siempre que tomaba las armas contra ellos, y sabía que el Emperador no lo había de consentir, pues los coloneses también son sus súbditos, como del Papa, y es obligado, como buen príncipe, de ampararlos y defenderlos.

ARCEDIANO.-   Pues veamos: ya que esa tregua se rompió, y de la una parte y de la otra se hicieron muchos males, ¿por qué el Emperador después no quiso guardar la otra tregua que el Virrey de Nápoles hizo con el Papa, al tiempo que estaba perdida mucha parte del reino de Nápoles y todo el resto en manifiesto peligro de perderse?

LACTANCIO.-   ¿Cómo que no la quiso guardar? Antes os digo de verdad que en viniendo a sus manos la capitulación de esa tregua, aunque las condiciones de ella eran injustas y contra la honra y reputación del Emperador, luego su Majestad, sin tener respecto a lo que el Papa había hecho con tanta deshonestidad dando investiduras de sus reinos a quien ningún derecho tenía a ellos -cosa de que los niños se deberían aun burlar-, la ratificó y aprobó, mostrando cuánto deseaba la amistad del Papa y estar en conformidad con él, pues quería más aceptar condiciones de concordia injusta que seguir la justa venganza que tenía en las manos. Mas, por permisión de Dios, que tenía determinado de castigar sus ministros, la capitulación tardó tanto en llegar acá y la ratificación en ir allá, que antes que llegase estaba ya hecho lo que se hizo en Roma. Y, cierto, si bien lo queréis considerar, ninguno tuvo la culpa sino el mismo Papa que, pudiendo vivir en paz, buscó la guerra, y esa tregua más la hizo por necesidad que no por virtud, cuando vio la determinación con que iba a Roma el ejército del Emperador. ¿Y no fuera más razón que vosotros guardarais la que hicisteis con don Hugo? Habiendo así rompido aquella, ¿qué se podía esperar sino que otro tanto haríais a esta, si el ejército se volvía? Y ya que visteis que el ejército no se quería volver, ¿por qué no moderasteis aquellas injustas condiciones que en la tregua habíais puesto, y volviérase el ejército y Roma quedara libre?

ARCEDIANO.-   Querían que les diese el Papa dineros.

LACTANCIO.-   ¿Y por qué no se los daba?

ARCEDIANO.-   ¿Mas por qué se los había de dar, no siendo obligado a ello?

LACTANCIO.-   ¿Cómo que no era obligado? Veamos: ¿para qué dan los cristianos al Papa las rentas que tiene?

ARCEDIANO.-   Para que las gaste y despenda en aquello que más bien y más provechoso sea a la república.

LACTANCIO.-   ¿Pues qué cosa pudiera ser más provechosa que hacer volver aquel ejército? Claro está que, aunque las cosas sucedieran como el Papa las demandaba, pasando aquel ejército adelante, no se podían excusar muertes de hombres ni las otras malas venturas que la guerra trae consigo.

ARCEDIANO.-   Decís verdad, mas, ¿por qué el Emperador no paga a su ejército y será obediente a sus capitanes? Bien sé yo que no quedó por el Duque de Borbón que la tregua no se guardase, mas el ejército no le obedecía, porque no era pagado, y esto es culpa del Emperador.

LACTANCIO.-   Si el Emperador no paga su gente, quizá lo hace porque no tiene con qué.

ARCEDIANO.-   Pues si no tiene con qué, ¿por qué quiere hacer guerra?

LACTANCIO.-   Mas, ¿por qué se la hacéis vosotros y le forzáis a que mantenga ejército para defenderse? Sé que el Emperador en paz se estaba si vosotros no le movíais guerra.

ARCEDIANO.-   Y aun yo os prometo que si el ejército no hiciera tan extrema diligencia, que él tuviera bien que hacer en defenderse, y creo yo que no le quedara hoy al Emperador un palmo de tierra en toda Italia.

LACTANCIO.-   ¿Cómo?

ARCEDIANO.-   Tenía ya el Papa hecha otra nueva liga, muy más recia que la primera, en que el Rey de Inglaterra también entraba, y el Papa prometía de descomulgar al Emperador y a todos los de su parte, y privarlo de los reinos de Nápoles y Sicilia, y continuar contra él la guerra hasta que por fuerza de armas le hiciese restituir al Rey de Francia sus hijos.

LACTANCIO.-   Gentil cosa era esa. ¿No fuera mejor hacer volver el ejército que encender otro nuevo fuego?

ARCEDIANO.-   Mejor, pero al fin los hombres son hombres y no se pueden así, todas veces, domeñar a lo que la razón quiere. Mas venid acá: aunque en todo lo que habéis dicho tengáis la mayor razón del mundo, ¿paréceos a vos gentil cosa que con aquellos alemanes, peores que herejes, y con aquella otra canalla de españoles e italianos, que no tienen fe ni ley, haya el Emperador permitido que se destruya aquella santa ciudad de Roma? Que, mala o buena, al fin es cabeza de la cristiandad y se le debería tener otro respeto.

LACTANCIO.-   Yo os he claramente mostrado cómo esto no se hizo por mandado ni por voluntad del Emperador, pues allende que vosotros le habíais comenzado a hacer guerra, cuando la tregua se hizo, luego que le fue presentada, la ratificó.

ARCEDIANO.-   ¿Por qué tenía tan mala gente en Italia, que como lobos hambrientos vinieron a destruir aquella santa Sede apostólica?

LACTANCIO.-   Si vosotros quisierais estar en paz, como deberíais, y no movierais guerra contra el Emperador, pues no os pedía nada, no fuera menester que él mantuviera ni enviara esa gente en Italia. ¿Queréis vosotros que os sea lícito hacer guerra y que a nosotros no nos sea lícito defendernos? ¡Gentil manera de vivir!

ARCEDIANO.-   Séaos lícito mucho en hora buena, pero no con herejes, no con infieles.

LACTANCIO.-   Por cierto vos habláis muy mal. Porque cuanto a los alemanes no os consta a vos que sean luteranos, ni aun es de creer, pues los envió el rey don Fernando, hermano del Emperador, que persigue a los luteranos. Antes, vosotros recibisteis en vuestro ejército los luteranos que se vinieron huyendo de Alemania y con ellos hicisteis guerra al Emperador. Pues cuanto a los españoles e italianos, que vos llamáis infieles, si el mal vivir queréis decir que es infidelidad, ¿qué más infieles que vosotros? ¿Dónde se hallaron más vicios, ni aun tantos, ni tan públicos, ni tan sin castigo como en aquella corte romana? ¿Quién nunca hizo tantas crueldades y abominaciones como el ejército del Papa en tierras de coloneses? Si los del Emperador son infieles porque viven mal, ¿por qué no lo serán los vuestros, que viven peor? Si a vosotros os es lícito hacer guerra con gente que tenéis por infieles, ¿por qué no nos será lícito a nosotros defendernos con gente que no tenemos por infieles? ¿Qué niñería es esa? Lo que vosotros hacéis contra el Emperador no lo hacéis contra él, sino contra su ejército, y lo que el ejército hace contra vosotros no lo hace el ejército, sino el Emperador.

ARCEDIANO.-   Digo que el ejército lo hiciese sin mandado, sin consentimiento, sin voluntad del Emperador, y que su Majestad no haya tenido culpa ninguna en ello; veamos, ya que es hecho, ¿por qué no castiga los malhechores?

LACTANCIO.-   Porque conoce ser la cosa más divina que humana y porque acostumbra a dar antes bien por mal que no mal por bien. ¡Gentil cosa sería que castigase él a los que pusieron sus vidas por su servicio!

ARCEDIANO.-   Pues ya que no los quiere castigar, ¿por qué se quiere más servir de gente que tan recio y abominable insulto ha hecho?

LACTANCIO.-   Por dos respectos. Por evitar los daños que, andando sueltos, harían, y por resistir al fuego que vosotros encendisteis. Donosa cosa sería que, pasando franceses en Italia, el Emperador deshiciese su ejército.

ARCEDIANO.-   Ya no me queda qué replicar. Cierto, en esto, vos habéis largamente cumplido lo que prometisteis. Yo os confieso que en ello estaba muy engañado. Ahora querría que me declaraseis las causas por qué Dios ha permitido los males que se han hecho en Roma, pues decís que han sido para mayor bien de la cristiandad.

LACTANCIO.-   Pues en lo primero quedáis satisfecho, yo pienso, con ayuda de Dios, dejaros muy más contento en lo segundo. Mas pues ahora es tarde, dejémoslo para después de comer, que hoy quiero teneros por convidado.

ARCEDIANO.-   Sea como mandareis, que aquí nos podremos después volver.


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