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LACTANCIO.-   Por acabar de cumplir lo que os prometí, allende de lo que en esto a la mesa hemos platicado, cuanto a lo primero vos no me negaréis que todos los vicios y todos los engaños que la malicia de los hombres puede pensar no estuviesen juntos en aquella ciudad de Roma, que vos con mucha razón llamáis santa, porque lo debería de ser.

ARCEDIANO.-   Ciertamente, en eso vos tenéis mucha razón, y sabe Dios lo que me ha parecido siempre de ello y lo que mi corazón sentía de ver aquella ciudad (que, de razón, debería de ser ejemplo de virtudes a todo el mundo) tan llena de vicios, de tráfagos, de engaños y de manifiestas bellaquerías. Aquel vender de oficios, de beneficios, de bulas, de indulgencias, de dispensaciones, tan sin vergüenza, que verdaderamente parecía una irrisión de la fe cristiana, y que los ministros de la Iglesia no tenían cuidado sino de inventar maneras para sacar dineros. Empeñó el Papa ciertos apóstoles que había de oro y después hizo una imposición que se pagase en la expedición de las bulas pro redemptione Apostolorum. No sé cómo no tenían vergüenza de hacer cosas tan feas y perjudiciales a su dignidad.

LACTANCIO.-   Eso mismo dicen todos los que de allá vienen, y eso mismo conocía yo cuando allá estuve. Pues venid acá: si vuestros hijos...

ARCEDIANO.-   Hablá cortés.

LACTANCIO.-   Perdonadme, que yo no me acordaba que erais clérigo, aunque ya muchos clérigos hay que no se injurian de tener hijos. Pero esto no se dice sino por un ejemplo.

ARCEDIANO.-   Pues decid.

LACTANCIO.-   Si vuestros hijos tuviesen un maestro muy vicioso, y vieseis que con sus vicios y malas costumbres os los infeccionaba, ¿qué haríais?

ARCEDIANO.-   Amonestaríale muchas veces que se enmendase, y si no lo quisiese hacer y yo tuviese mando o señorío sobre él, castigaríalo muy gentilmente, para que por mal se enmendase si no lo quisiese hacer por bien.

LACTANCIO.-   Pues veis aquí: Dios es padre de todos nosotros, y dionos por maestro al Romano Pontífice, para que de él y de los que cabo él estuviesen aprendiésemos a vivir como cristianos. Y como los vicios de aquella corte romana fuesen tantos, que infeccionaban los hijos de Dios, y no solamente no aprendían de ellos la doctrina cristiana, mas una manera de vivir a ella muy contraria, viendo Dios que ni aprovechaban los profetas, ni los evangelistas, ni tanta multitud de santos doctores como en los tiempos pasados escribieron vituperando los vicios y loando las virtudes, para que los que mal vivían se convirtiesen a vivir como cristianos, buscó nuevas maneras para atraerlos a que hiciesen lo que eran obligados, y, allende otros muchos buenos maestros y predicadores que ha enviado en otros tiempos pasados, envió en nuestros días aquel excelente varón Erasmo Roterodamo, que con mucha elocuencia, prudencia y modestia en diversas obras que ha escrito, descubriendo los vicios y engaños de la corte romana y, en general, de todos los eclesiásticos, parecía que bastaba para que los que mal en ella vivían se enmendasen, siquiera de pura vergüenza de lo que se decía de ellos. Y como esto ninguna cosa os aprovechase, antes los vicios y malas maneras fuesen de cada día creciendo, quiso Dios probar a convertirlos por otra manera, y permitió que se levantase aquel fray Martin Luter, el cual no solamente les perdiese la vergüenza, declarando sin ningún respeto todos sus vicios, mas que apartase muchos pueblos de la obediencia de sus prelados, para que, pues no os habíais querido convertir de vergüenza, os convirtieseis siquiera por codicia de no perder el provecho que de Alemania llevabais, o por ambición de no estrechar tanto vuestro señorío si Alemania quedase casi, como ahora está, fuera de vuestra obediencia.

ARCEDIANO.-   Bien, pero ese fraile no solamente decía mal de nosotros, mas también de Dios en mil herejías que ha escrito.

LACTANCIO.-   Decís verdad, pero si vosotros remediarais lo que él primero con mucha razón decía y no le provocarais con vuestras descomuniones, por aventura nunca él se desmandara a escribir las herejías que después escribió y escribe, ni hubiera habido en Alemania tanta perdición de cuerpos y de ánimas como después a esta causa ha habido.

ARCEDIANO.-   Mirad, señor: este remedio no se podía hacer sin Concilio general, y dicen que no convenía que entonces se convocase, porque era manifiesta perdición de todos los eclesiásticos, tanto, que si entonces el Concilio se hiciera, nos pudiéramos ir todos derechos al hospital y aun el mismo Papa con nosotros.

LACTANCIO.-   ¿Cómo?

ARCEDIANO.-   Presentaron todos los Estados del Imperio cien agravios, que dice que recibían de la Sede apostólica y de muchos eclesiásticos, y en todo caso querían que aquello se remediase.

LACTANCIO.-   ¿Pues por qué no lo remediabais?

ARCEDIANO.-   ¡A eso nos andábamos! Ya decían que las rentas de la Iglesia, pues fueron dadas e instituidas para el socorro de los pobres, que se gastasen en ello, y no en guerras, ni en vicios, ni en faustos, como por la mayor parte ahora se gastan, y aun querían que los pueblos, y no los clérigos, tuviesen la administración de ellas. Allende de esto querían que no se diesen dispensaciones por dineros, diciendo que los pobres también son hijos de Dios como los ricos, y que, dando las dispensaciones por dineros, los pobres, que de razón deberían de ser más privilegiados, quedan muy agraviados, y los ricos, por el contrario, privilegiados.

LACTANCIO.-   No estéis en eso, que, a la verdad, yo he estado y estoy muchas veces tan atónito que no sé qué decirme. Veo, por una parte, que Cristo loa la pobreza y nos convida, con perfectísimo ejemplo, a que la sigamos, y por otra, veo que de la mayor parte de sus ministros ninguna cosa santa ni profana podemos alcanzar sino por dineros. Al bautismo, dineros; a la confirmación, dineros; al matrimonio, dineros; a las sacras órdenes, dineros; para confesar, dineros; para comulgar, dineros. No os darán la extrema unción sino por dineros, no tañerán las campanas sino por dineros, no os enterrarán en la iglesia sino por dineros, no oiréis misa en tiempo de entredicho sino por dineros. De manera que parece estar el paraíso cerrado a los que no tienen dineros. ¿Qué es esto, que el rico se entierra en la iglesia y el pobre en el cementerio? ¿Que el rico entre en la iglesia en tiempo de entredicho y al pobre den con la puerta en los ojos? ¿Que por los ricos hagan oraciones públicas y por los pobres ni por pensamiento? ¿Jesucristo quiso que su Iglesia fuese más parcial a los ricos que no a los pobres? ¿Por qué nos aconsejó que siguiésemos la pobreza? Pues allende de esto, el rico se casa con su prima o parienta, y el pobre no, aunque le vaya la vida en ello; el rico come carne en cuaresma, y el pobre no, aunque le cueste el pescado los ojos de la cara; el rico alcanza ocho carretadas de indulgencias, y el pobre no, porque no tiene con qué pagarlas; y de esta manera hallaréis otras infinitas cosas. Y no falta quien os diga que es menester allegar hacienda para servir a Dios, para fundar iglesias y monasterios, para hacer decir muchas misas y muchos treintanarios, para comprar muchas hachas que ardan sobre vuestra sepultura. Aconséjame a mí Jesucristo que menosprecie y deje todas las cosas mundanas para seguirle, ¿y tú aconséjasme que las busque? Muy gran merced me haréis en decirme la causa que hallan para ello, porque así Dios me salve que yo no la conozco ni alcanzo.

ARCEDIANO.-   ¡A buen árbol os arrimáis! A osadas1 que yo nunca rompa mi cabeza pensando en esas cosas de que no se me puede seguir ningún provecho.

LACTANCIO.-   Buena vida os dé Dios.

ARCEDIANO.-   Allende de esto decían que, cuando a los clérigos fueron dadas las libertades y exenciones que ahora tienen, eran pobres y gastaban lo que tenían con quien más que ellos había menester, y que ahora, pues son más ricos que no los legos, y muchos gastan lo que tienen con sus hijos y mancebas, que no parecía honesto ni razonable que los tristes de los pobres fuesen agraviados con huéspedes y con imposiciones, y los clérigos, en quien todos los bienes se consumían, quedasen exentos. Decían asimismo que había tantas fiestas de guardar que los oficiales y labradores recibían mucho perjuicio de ello, y que pues se veía claramente que la mayor parte de los hombres no se ocupaban los días de fiesta en aquellas obras en que se deberían de ocupar, sino en muy peores ejercicios que los otros días, que sería bien se moderase tanto número de fiestas.

LACTANCIO.-   ¿Paréceos que decían mal?

ARCEDIANO.-   Y vos, ¿quereislo defender? ¿No veis que los santos cuyas fiestas quitaseis se indignarían, y podría ser que nos viniese algún gran mal?

LACTANCIO.-   Mas, ¿vos no veis que se ofenden esos santos más con los vicios y bellaquerías que se acostumbran hacer los días de fiesta, que no en que cada uno trabaje en ganar de comer? Si todas las fiestas se empleasen en servir a Dios, querría yo que cada día fuese fiesta; mas, pues así no se hace, no tendría por malo que se moderasen. Si un hombre se emborracha, o juega todo el día a los naipes o a los dados, o anda envuelto en murmuraciones, o en mujeres o en otras semejantes bellaquerías, parécenos que no quebranta la fiesta; y si con extrema necesidad cose un zapato para ganar de comer, luego dicen que es hereje. Yo no sé qué servicios son estos. Pésame que los ricos tomen en aquellos días sus pasatiempos y placeres, y todo carga sobre los desventurados de los oficiales y labradores y pobres hombres.

ARCEDIANO.-   Por todo eso que habéis dicho no se nos daría nada, sino por lo que nosotros perderíamos en el quitar de las fiestas.

LACTANCIO.-   ¿Qué perderíais?

ARCEDIANO.-   Las ofrendas, que se hacen muchas más los días de fiesta que los otros días. Decían así mismo que había muchos clérigos que vivían muy mal, y, no casándose, tenían mujeres e hijos tan bien y tan públicamente como los casados, de que se seguía mucho escándalo en el pueblo, por donde sería mejor que se casasen.

LACTANCIO.-   ¿Y de eso pesaríaos a vosotros?

ARCEDIANO.-   ¿Y no nos había de pesar que de libres nos hiciesen esclavos?

LACTANCIO.-   Antes me parece a mí que de esclavos os querían hacer libres. Si no, venid acá: ¿hay mayor ni más vergonzoso cautiverio en el mundo que el del pecado?

ARCEDIANO.-   Pienso yo que no.

LACTANCIO.-   Pues estando vosotros en pecado con vuestras mancebas, ¿no os parece que muy ignominiosamente sois esclavos del pecado, y que os quita de él el que procura que os caséis y viváis honestamente con vuestras mujeres?

ARCEDIANO.-   Bien, pero, ¿no veis que parecería mal que los clérigos se casasen y perderían mucha de su autoridad?

LACTANCIO.-   ¿Y no parece peor que estén amancebados y pierdan en ello mucha más autoridad? Si yo viese que los clérigos vivían castamente y que no admitían ninguno a aquella dignidad hasta que hubiese, por lo menos, cincuenta años, así Dios me salve que me parecería muy bien que no se casasen; pero en tanta multitud de clérigos mancebos, que toman las órdenes más por avaricia que por amor de Dios, en quien no veis una señal de modestia cristiana, no sé si sería mejor casarse.

ARCEDIANO.-   ¿No veis que casándose los clérigos, como los hijos no heredasen los bienes de sus padres, morirían de hambre y todos se harían ladrones, y sería menester que sus padres quitasen de sus iglesias para dar a sus hijos, de que se seguirían dos inconvenientes: el uno, que tendríamos una infinidad de ladrones, y el otro, que las iglesias quedarían despojadas?

LACTANCIO.-   Esos inconvenientes muy fácilmente se podrían quitar si los clérigos trabajasen de imitar la pobreza de aquellos cuyos sucesores se llaman, y entonces no habrían vergüenza de hacer aprender a sus hijos con diligencia oficios con que honestamente pudiesen ganar de comer, y serían muy mejor criados y enseñados en las cosas de la fe, de que se seguiría mucho bien a la república. Y, así Dios me valga, que esto, a mi parecer, vosotros mismos lo deberíais desear.

ARCEDIANO.-   ¿Desear? ¡Nunca Dios tal mande! Mirad, señor (aquí todo puede pasar): si yo me casase, sería menester que viviese con mi mujer, mala o buena, fea o hermosa, todos los días de mi vida o de la suya; ahora, si la que tengo no me contenta esta noche, déjola mañana y tomo otra. Allende de esto, si no quiero tener mujer propia, cuantas mujeres hay en el mundo hermosas son mías o, por mejor decir, en el lugar donde estoy. Manteneislas vosotros y gozamos nosotros de ellas.

LACTANCIO.-   ¿Y el ánima?

ARCEDIANO.-   Dejaos de eso, que Dios es misericordioso. Yo rezo mis Horas y me confieso a Dios cuando me acuesto y cuando me levanto, no tomo a nadie lo suyo, no doy a logro, no salteo camino, no mato a ninguno, ayuno todos los días que me manda la Iglesia, no se me pasa día que no oigo misa. ¿No os parece que basta esto pasa ser cristiano? Ese otro de las mujeres..., a la fin nosotros somos hombres y Dios es misericordioso.

LACTANCIO.-   Decís verdad. Pero en eso, a mi parecer, sois mucho menos que hombres, y no sé yo si será misericordioso perdonar tantas bellaquerías si queréis perseverar en ellas.

ARCEDIANO.-   Dejarémoslas cuando seamos más viejos.

LACTANCIO.-   ¡Bien está, burlaos con Dios! ¿Y qué sabéis si llegaréis a mañana?

ARCEDIANO.-   No seáis tan supersticioso; sé que algo ha Dios de perdonar. Y veamos: ¿así querríais deshacer vos las constituciones de la Iglesia, que ha infinitos años que se guardan?

LACTANCIO.-   ¿Por qué no, si conviene así a la república cristiana?

ARCEDIANO.-   Porque parecería haber la Iglesia en tanto tiempo errado.

LACTANCIO.-   Muy mal estáis en la cuenta. Mirad, señor: la Iglesia conforme a un tiempo ordena algunas cosas que después en otro las deshace. ¿No leéis en los Actos de los Apóstoles que en el Concilio hierosolimitano fue ordenado que no se comiese sangre ni cosa ahogada?

ARCEDIANO.-   Leído lo he.

LACTANCIO.-   ¿Pues por qué no lo guardáis ahora?

ARCEDIANO.-   Nunca había parado mientes en ello.

LACTANCIO.-   Pues yo os lo diré: entonces fue aquello ordenado por satisfacer algo a la superstición de los judíos, aunque conocían bien los Apóstoles no ser necesario, y así después se derogó esta constitución como cosa superflua, y no por eso se entiende que el Concilio errase. Pues de esta misma manera, ¿qué inconveniente sería si lo que la Iglesia en un tiempo por respetos y necesidades ordenó, se derogase ahora habiendo otros más urgentes, por donde parece que con aquello se debería dispensar? Por cierto yo no hallo ninguno, sino que, como decís, no os estaría bien a vosotros.

ARCEDIANO.-   Dejémonos ahora de eso.

LACTANCIO.-   ¿Pues no os parece a vos que fuera mucho mejor remediar lo que habéis dicho que pedían los alemanes y enmendar vuestras vidas, y pues os hacemos honra por ministros de Dios, serlo muy de veras, que no perseverar en vuestra dureza y ser causa de tanto mal como por no remediar aquello ha acaecido?

ARCEDIANO.-   Si los alemanes piden justicia en esas cosas, la Iglesia lo podrá remediar cuando convenga.

LACTANCIO.-   Pues veis ahí: como vosotros no quisisteis oír las honestas reprensiones de Erasmo, ni menos las deshonestas injurias de Luter, busca Dios otra manera para convertiros, y permitió que los soldados que saquearon a Roma con don Hugo y los coloneses hiciesen aquel insulto de que vos os quejáis, para que viendo que todos os perdían la vergüenza y el acatamiento que os solían tener, siquiera por temor de perder las vidas os convirtieseis, pues no lo queríais hacer por temor de perder las ánimas; pero como eso tampoco aprovechase, viendo Dios que no quedaba ya otro camino para remediar la perdición de sus hijos, ha hecho ahora con vosotros lo que vos decís que haríais con el maestro de vuestros hijos que os los infeccionase con sus vicios y no se quisiese enmendar.

ARCEDIANO.-   Podrá ser lo que decís, pero, ¿qué culpa tenían las imágenes, qué culpa tenían las reliquias, qué culpa tenían las dignidades, qué culpa tenía la buena gente que así fue todo robado, saqueado y maltratado?

LACTANCIO.-   Contadme vos la cosa como pasó, pues os hallasteis presente, y yo os diré la causa por que, a mi juicio, Dios permitió cada cosa de las que con verdad me contareis.

ARCEDIANO.-   Mucha razón tenéis, por cierto, y eso haré yo de muy buena voluntad, y oiré lo que dijereis de mucha mejor. Habéis de saber que el ejército del Emperador dejó en Sena esa poca artillería que traía y, con la mayor diligencia y celeridad que jamás fue oída ni vista, llegó a los muros de Roma a los cinco de mayo.

LACTANCIO.-   Veamos: ¿por qué entonces el Papa no envió a pedir algún concierto?

ARCEDIANO.-   Antes el buen Duque de Borbón envió a requerir al Papa que le enviase alguna persona con quien pudiese tratar sobre su entrada en Roma. Y como el Papa se fiaba en la nueva liga que tenía hecha y que el ejército de la liga le había prometido de venirlo a socorrer, no quiso oír ningún concierto. Y cuando esto supo el ejército, luego el día siguiente por la mañana determinó de combatir la ciudad, y quiso nuestra mala ventura que, en comenzando a combatir el Burgo, los de dentro mataron con un arcabuz al buen Duque de Borbón, cuya muerte ha sido causa de mucho mal.

LACTANCIO.-   Por cierto que se me rompe el corazón en oír una muerte tan desastrada.

ARCEDIANO.-   Causáronla nuestros pecados, porque, si él viviera, no se hicieran los males que se hicieron.

LACTANCIO.-   ¡Pluguiera a Dios que vosotros no los tuvierais! ¿Y quién nunca oyó decir que los pecados de la ciudad sean causa de la muerte del que los viene a combatir?

ARCEDIANO.-   En esto se puede muy bien decir, porque el Duque de Borbón no venía para conquistarnos, sino a defendernos de su mismo ejército; no venía a saquearnos, sino a guardar que no fuésemos saqueados. Nosotros debemos de llorar su muerte que, por él, no hay hombre que no le deba de haber antes envidia que mancilla, porque perdió la vida con la mayor honra que nunca hombre murió, y con su muerte alcanzó lo que muchos señalados capitanes nunca pudieron alcanzar, de manera que para siempre quedará muy estimada su memoria. Sola una cosa me da pena: el peligro con que fue su ánima, muriendo descomulgado.

LACTANCIO.-   ¿Por qué descomulgado?

ARCEDIANO.-   Porque con mano armada estaba en tierras de la Iglesia y quería combatir la santa ciudad de Roma.

LACTANCIO.-   ¿No sabéis vos que dice un decreto que muchos están descomulgados del Papa que no lo están de Dios? Y también el Papa no entiende que sea descomulgado el que está en tierras de la Iglesia con intención de defenderlas en todo lo que se pueda excusar que no reciban daño, como este príncipe iba.

ARCEDIANO.-   Decís verdad, pero el primer movimiento fue voluntario.

LACTANCIO.-   Para eso le disteis vosotros causa, y él era obligado a defender el reino de Nápoles, pues lo había el Emperador hecho su lugarteniente general en Italia, y también él no iba a ocupar las tierras de la Iglesia, sino a prohibir que el Papa no ocupase las del Emperador y a hacer que viniese a concordia con su Majestad.

ARCEDIANO.-   Allá se avenga. Pues, tornando a nuestro propósito, el ejército del Emperador estaba tan deseoso de entrar en Roma, unos por robar y otros por el odio muy grande que a aquella corte romana tenían, y otros por lo uno y por lo otro, que los españoles e italianos por una parte, a escala vista, y los alemanes por otra, rompiendo con vaivenes el muro, entraron por el Burgo, adonde, como sabéis, está la Iglesia de San Pedro y el sacro Palacio.

LACTANCIO.-   Y aun muy buenas casas de cardenales. De una cosa me maravillo: que teniendo los de dentro artillería y los de fuera ninguna, pudiesen así ligeramente entrar.

ARCEDIANO.-   Verdaderamente fue una cosa maravillosa. ¿Quién pudiera creer que habiendo dentro de Roma seis mil infantes, allende del pueblo romano, todos determinados de defenderse, y muy buena provisión de artillería, aquella gente a espada y capa les entrasen, sin que muriesen más de ciento de ellos?

LACTANCIO.-   Y de los vuestros, ¿cuántos murieron?

ARCEDIANO.-   Ya sabéis vos cómo siempre suelen en caso semejante añadir. Quieren decir que seis mil hombres, pero, a la verdad, no pasaron de cuatro mil, que luego se retrajeron a la ciudad. Y dígoos de verdad que yo tuviera esta entrada por muy gran milagro, si no viera después aquellos soldados hacer lo que hacían. Por donde me parece no ser verosímil que Dios quisiese hacer tan gran milagro por ellos.

LACTANCIO.-   Estáis muy engañado; sé que Dios no hizo el milagro por ellos, sino por castigar a vosotros.

ARCEDIANO.-   Creo que decís muy gran verdad.

LACTANCIO.-   Maravíllome que, viendo muerto al capitán general, no desmayaron (como comúnmente suele acaecer) y dejaron el combate.

ARCEDIANO.-   Sí, por cierto; en eso estaban los otros pensando. Antes su muerte les acrecentó el esfuerzo para acometer y entrar con mayor ánimo.

LACTANCIO.-   Maravillas me contáis.

ARCEDIANO.-   Así pasa. Porque este buen Duque de Borbón era de todos tan amado, que cada uno de ellos determinó de morir por vengar la muerte de su capitán.

LACTANCIO.-   Y aun eso debió de ser causa de las crueldades que se hicieron.

ARCEDIANO.-   Es cosa muy averiguada.

LACTANCIO.-   ¡Oh inmenso Dios, y cómo en cada particularidad de estas manifiestas tus maravillas! ¡Quisiste que este buen Duque muriese por ejecutar con mayor rigor tu justicia! Pues veamos, señor: el Papa, ¿dónde estaba entonces?

ARCEDIANO.-   En su palacio sin ningún temor; tan seguro, que faltó muy poco que no fuese tomado. Mas como él vio el pleito mal parado, retrájose al castillo de San Ángel con trece cardenales y otros obispos y personas principales que con él estaban. Y luego los enemigos entraron en el Palacio y saquearon y robaron cuanto en él hallaron, y lo mismo hicieron en todas las casas de cardenales y otras gentes que vivían en el Burgo, sin perdonar a ninguno, ni aun a la misma Iglesia del Príncipe de los Apóstoles. En esto tuvieron harto que hacer aquel día, sin que quisiesen probar a entrar en Roma, donde, alzados los puentes del Tíber, nuestra gente se había fortalecido.

LACTANCIO.-   Veamos: el pueblo romano y aun vosotros todos, cuando veíais las orejas al lobo, ¿por qué no os concertabais con el ejército del Emperador? ¿Qué teníais que hacer vosotros con la guerra que hacía el Papa?

ARCEDIANO.-   Por cierto muy poco, pero, ¿qué queríais que hiciésemos? ¿Nunca habéis oído decir que allá van las leyes donde quieren reyes? El pobre pueblo romano, viendo a la clara su destrucción, quiso enviar sus embajadores al ejército del Emperador para concertarse con él y evitar el saco, pero nunca el Papa se lo quiso consentir.

LACTANCIO.-   Dígoos de verdad que esa fue una grande inhumanidad. ¿Y no valiera más que aquel pobre pueblo se librara, que no que padecieran lo que han padecido?

ARCEDIANO.-   Decís muy gran verdad, pero, ¿quién pensara que había de suceder como sucedió? Luego los capitanes del Emperador determinan de combatir la ciudad y esta misma noche, peleando con los nuestros, la entraron; y el saco turó más de ocho días, en que no se tuvo respeto a ninguna nación ni calidad ni género de hombres.

LACTANCIO.-   ¡Válgame Dios! Y los capitanes, ¿no podían remediar tanto mal?

ARCEDIANO.-   Ya hacían todo cuanto podían y no les aprovechaba nada, estando la gente encarnizada en robar como estaba. ¡Vierais venir por aquellas calles las manadas de soldados dando voces! Unos llevaban la pobre gente presa; otros ropa, oro, plata. Pues los alaridos, gemidos y gritos de las mujeres y niños eran tan grande lástima de oír, que aún ahora me tiemblan las carnes en decirlo.

LACTANCIO.-   Y aun por cierto, a mí en oírlo contar.

ARCEDIANO.-   ¡Pues es verdad que tenían respeto a los obispos o a los cardenales! Por cierto, no más que si fueran soldados como ellos. Pues, ¿iglesias y monasterios? Todo lo llevaban a hecho, que nunca se vio mayor crueldad ni menos acatamiento ni temor de Dios.

LACTANCIO.-   Eso debían hacer los alemanes.

ARCEDIANO.-   A la fe, nuestros españoles no se quedaban atrás, que también hacían su parte. ¿Pues los italianos? ¡Pajas! Ellos eran los que primero ponían la mano.

LACTANCIO.-   Y vosotros, ¿qué hacíais entonces?

ARCEDIANO.-   Cortábamos las uñas muy de nuestro espacio.

LACTANCIO.-   Mas de verdad.

ARCEDIANO.-   ¿Qué queríais que hiciésemos? Unos se metían entre los soldados, otros huían, otros se rescataban, y todos andábamos cual la mala ventura.

LACTANCIO.-   Después de rescatados, ¿os dejaban vivir en paz?

ARCEDIANO.-   No les dé Dios más salud. En tanto peligro estábamos como de antes, hasta que ya no nos quedaba cosa ninguna que nos pudiesen saquear.

LACTANCIO.-   Entonces, ¿de qué comíais?

ARCEDIANO.-   Nunca faltaba la misericordia de Dios. Si no podíamos comer perdices, comíamos gallinas.

LACTANCIO.-   ¿Y los viernes?

ARCEDIANO.-   ¿A qué llamáis viernes? ¿Vos pensáis que los soldados hacen diferencia del viernes al domingo? ¡Maldita aquella! Que, a deciros la verdad, me parece una cosa muy recia que se tenga ya tan poco respeto a los mandamientos de la Iglesia.

LACTANCIO.-   No lo tenéis vosotros a los mandamientos de Dios, ¿y maravillaisos que los soldados no lo tengan a los preceptos de la Iglesia? Veamos: ¿cuál tenéis por mayor pecado: una simple fornicación o comer carne el Viernes Santo?

ARCEDIANO.-   ¡Gentil pregunta es esa! Lo uno es cosa de hombres y lo otro sería una grandísima abominación. ¡Comer carne el Viernes Santo! ¡Jesús! No digáis tal cosa.

LACTANCIO.-   ¡Válgame Dios, y cómo tenéis hermoso juicio! ¿Y vos no veis que os valdría más comer carne el Viernes Santo y otro cualquier día de ayuno que cometer una simple fornicación?

ARCEDIANO.-   ¿Por qué?

LACTANCIO.-   Porque sería más saludable al cuerpo y menos dañoso al alma.

ARCEDIANO.-   ¿Cómo?

LACTANCIO.-   ¿No es cosa muy clara que la carne es más provechosa que el pescado?

ARCEDIANO.-   Sí.

LACTANCIO.-   Luego más saludable al cuerpo sería comer carne que pescado. Pues cuanto al ánima, ¿no ofende más a Dios el que peca contra sus mandamientos propios que el que peca contra los de la Iglesia?

ARCEDIANO.-   Claro está.

LACTANCIO.-   Luego más se ofende Dios con la fornicación, que es prohibida jure divino, que en el comer de la carne, que es constitución humana.

ARCEDIANO.-   Confesareos que tenéis razón, con una condición: que me digáis la causa por que no os parece más grave pecar contras las constituciones humanas que contra la Ley divina.

LACTANCIO.-   No nos enredemos más en eso, que tiempo habrá para todo. Ahora prosigamos adelante nuestro propósito.

ARCEDIANO.-   Sea así. Dejemos eso para otra vez, y decime ahora: ¿qué razón había que pagasen justos por pecadores? Verosímil es que en Roma había muchas buenas personas que ni en los vicios de ella ni en la guerra tenían culpa y padecieron juntamente con los malos.

LACTANCIO.-   Los malos recibieron la pena de sus maldades, y los buenos, trabajos en este mundo para alcanzar más gloria en el otro.

ARCEDIANO.-   A lo menos fuera razón que a los españoles y alemanes y gentes de otras naciones, vasallos y servidores del Emperador, se tuviera algún respeto; que, sacando la iglesia de Santiago de españoles y la casa del maestro Pedro de Salamanca, embajador de don Fernando, rey de Hungría, y don Antonio de Salamanca Hoyos, obispo gurcense, no quedó casa, ni iglesia, ni hombre de todos cuantos estábamos en Roma, que no fuese saqueado y rescatado. Hasta el secretario Pérez, que estaba y residía en Roma por parte del Emperador.

LACTANCIO.-   En solo eso debierais de conocer que fue manifiesto juicio de Dios, y no obra humana, y que no se hizo por mandato ni voluntad del Emperador, pues ni aun a los suyos se tuvo respeto.

ARCEDIANO.-   Decís verdad, mas, ¿no es muy recia cosa que cristianos vendan y rescaten cristianos, como aquellos soldados hacían?

LACTANCIO.-   Recia, por cierto, pero tan común es entre gente de guerra que no os deberíais de maravillar que allí se hiciese, donde no solamente se solían vender y rescatar hombres, más aun ánimas.

ARCEDIANO.-   ¿Ánimas? ¿En qué manera?

LACTANCIO.-   Yo os lo diré, pero a la oreja.

ARCEDIANO.-   No hay aquí ninguno.

LACTANCIO.-   No me curo. Llegaos acá...

ARCEDIANO.-   Ya os entiendo.

LACTANCIO.-   Pues, ¿no os parece que tengo razón?

ARCEDIANO.-   Sí, por cierto, y muy grande; y ahora conozco haber Dios permitido esto para que nosotros vengamos en conocimiento de nuestro error. Más os contaré. Los cardenales que estaban en Roma y no se pudieron encerrar con el Papa en el castillo fueron presos y rescatados, y sus personas muy mal tratadas, y traídos por las calles de Roma a pie, descabellados, entre aquellos alemanes, que era la mayor lástima del mundo verlos, especialmente cuando hombre se acordaba de la pompa con que iban a Palacio y de los ministriles que les tañían cuando pasaban por el castillo.

LACTANCIO.-   Por cierto, recia cosa era esa; pero habéis de considerar que ellos se lo buscaron, porque consentían que el Papa hiciese guerra al Emperador, y después de hecha la tregua con don Hugo, sufrían que en nombre del Colegio se rompiese y se hiciesen las mayores abominaciones que jamás fueron oídas. ¿Y cómo? ¿Pensabais que Dios no os había de castigar?

ARCEDIANO.-   ¿Qué podían ellos hacer si el Papa lo quería así?

LACTANCIO.-   Cuando hubieran hecho todas sus diligencias por estorbarlo, si no les aprovechara, saliéranse de Roma y no quisieran ser participantes en tantas maldades. Sé que las puertas abiertas estaban. ¿No sabéis que agentes et consentientes pari poena puniuntur? Y también, si por otra parte sus pecados lo merecían o no, pregúntenlo a maestre Pasquino.

ARCEDIANO.-   No he menester preguntarlo, que quizá sé yo más que no él.

LACTANCIO.-   Pues si lo sabéis, no os maravilléis de lo que visteis, sino de lo que Dios quiso por su bondad infinita disimular.

ARCEDIANO.-   ¿Qué decís de las irrisiones que allí se hacían? Un alemán se vestía como cardenal y andaba cabalgando por Roma de pontifical con un cuero de vino en el arzón de la silla; y un español, de la misma manera, con una cortesana en las ancas. ¿Podía ser en el mundo mayor irrisión?

LACTANCIO.-   Veamos: ¿y no es mayor irrisión de la dignidad que el cardenal tome el capelo y haga obras peores que de soldado, que no un soldado tome el capelo queriendo contrahacer a un cardenal? Lo uno y lo otro es malo, pero no me neguéis vos que lo primero no sea peor, y aun más perjudicial a la Sede apostólica.

ARCEDIANO.-   Es verdad; mas, a la fin, los cardenales son hombres y no pueden dejar de hacer como hombres; eso otro es perder la obediencia y reverencia a quien se debe, sin la cual ninguna república se puede sostener.

LACTANCIO.-   Ya nos contentaríamos con que los cardenales fuesen hombres y algunas veces no se mostrasen menos que hombres. La obediencia puesta en malos fundamentos no puede durar. Mas, decime: ¿los Apóstoles no eran hombres?

ARCEDIANO.-   Sí, pero a ellos manteníalos el Espíritu Santo.

LACTANCIO.-   Y veamos: ¿el Espíritu Santo de ahora no es el que era entonces?

ARCEDIANO.-   Sí.

LACTANCIO.-   Pues si ellos quisiesen pedirlo, ¿negaríaseles?

ARCEDIANO.-   No.

LACTANCIO.-   Pues, ¿por qué no lo piden?

ARCEDIANO.-   Porque no lo han en gana.

LACTANCIO.-   Pues de esa manera suya es la culpa, y de aquí adelante conocerán cuán grande abominación es que, siendo ellos columnas de la Iglesia, hagan obras peores que de soldados, pues les parecía muy abominable cosa que los soldados se vistiesen en hábito de cardenales. ¿Cómo no me decís nada de los obispos?

ARCEDIANO.-   ¿Qué queréis que os diga? Tratábanlos como a los otros. Direos lo que vi: que entre otros muchos hombres honrados que sacaban a vender a la plaza, llevaban los alemanes un obispo de su nación que no estaba en dos dedos de ser cardenal.

LACTANCIO.-   ¡Qué! ¿A vender?

ARCEDIANO.-   ¡Qué maravilla! Y aun con ramo en la frente, como allá traen a vender las bestias, y cuando no hallaban quién se los comprase, los jugaban a los dados. ¿Qué os parece de esto?

LACTANCIO.-   Mal; pero ya os digo que no se hizo sin misterio. Decidme: ¿cuál tenéis en más: un ánima o un cuerpo?

ARCEDIANO.-   Un ánima, sin comparación.

LACTANCIO.-   Pues, ¿cuántas ánimas habréis vosotros vendido en este mundo?

ARCEDIANO.-   ¿Cómo es posible vender ánimas?

LACTANCIO.-   ¿No habéis leído el Apocalipsis, que cuenta las ánimas entre las otras mercaderías? El que vende el obispado, el que vende el beneficio curado, aquel tal, ¿no vende las ánimas de sus súbditos?

ARCEDIANO.-   Decís muy gran verdad. Cierto, nunca me parecieron bien aquellas cosas, ni aquel dar beneficios a pensión, con condición que me rescatase a tanto por ciento, que es querer engañar a Dios.

LACTANCIO.-   A la fe, querer engañar a sí. Pues de esta manera, ¿cuántas ánimas habréis vos visto jugar a los dados?

ARCEDIANO.-   Infinitas.

LACTANCIO.-   Pues veis aquí, de hoy más vendréis en conocimiento de vuestro error, y no os maravillaréis que aquellos soldados, que viven de robar, vendiesen los oficiales, pues vendíais los beneficios; ni los obispos, pues vendíais los obispados. Y es tanto más grave lo uno que lo otro, cuanto es más digna un ánima que un cuerpo. Antes les debéis de agradecer, pues no vendieron ningún cardenal.

ARCEDIANO.-   ¿No bastaba que los rescataban, y compusieron sus casas y todas cuantas había en Roma, que ninguna quedó libre?

LACTANCIO.-   Vos no queréis acordaros de las bolsas que habéis descompuesto con vuestras composiciones. Pues no os maravilléis que descompongan ahora las vuestras. ¿No habéis leído en el Apocalipsis: Reddite illi sicut et ipsa reddidit vobis, et duplicate duplitia secundum opera eius: in poculo quo miscuit vobis miscete illi duplum. Quantum glorificavit se et in deliciis fuit, tantum date illi tormentum et luctum... quia fortis est Deus qui iudicabit illam? ¿Qué os parece? A la fe, juicios son estos de Dios.

ARCEDIANO.-   Las carnes me tiemblan en oíros. Pero decime: ¿para qué o de qué sirve la perdición de tanto dinero? Que afirman montar el saco de Roma, con rescates y composiciones, más de quince millones de ducados.

LACTANCIO.-   ¿A eso llamáis vos perdición? A la fe, dígole yo ganancia.

ARCEDIANO.-   ¿Cómo ganancia?

LACTANCIO.-   Porque ha muchos años que todo el dinero de la cristiandad se iba y consumía en Roma, y ahora tórnase a derramar.

ARCEDIANO.-   ¿De qué manera?

LACTANCIO.-   El dinero que había de pleitos, de revueltas, de trampas, de beneficios, de pensiones, de espolios, de anatas, de expediciones, de bulas, de indulgencias, de confesionarios, de composiciones, de dispensaciones, de excomuniones, de anatematizaciones, de fulminaciones, de agravaciones, de reagravaciones, y aun de canonizaciones y de otras semejantes exacciones, hanlo ahora tomado los soldados, como labradores, para sembrarlo por toda la tierra.

ARCEDIANO.-   ¡Y qué negros labradores! Veamos: ¿de qué servía destruir aquella ciudad, de tal manera que no tornará a ser Roma de aquí a quinientos años?

LACTANCIO.-   ¡Ya pluguiese a Dios!...

ARCEDIANO.-   ¿Qué?

LACTANCIO.-   Que Roma no tornase a tomar los vicios que tenía, ni en ella reinase más tan poca caridad y amor y temor de Dios.

ARCEDIANO.-   Pues el sacro Palacio, aquellas cámaras y salas pintadas, ¿qué merecían? Que era la mayor lástima del mundo verlas hechas estalas de caballos y aun al fin todo quemado.

LACTANCIO.-   Por cierto, sí. Mucha razón fuera que, padeciendo toda la ciudad, se salvase aquella parte donde todo el mal se aconsejaba.

ARCEDIANO.-   Pues la Iglesia del Príncipe de los Apóstoles, y todos los otros templos e iglesias y monasterios de Roma, ¿quién os podría contar cómo fueron tratados y saqueados? Que ni quedó en ellos oro, ni quedó plata, ni quedó otra cosa de valor que todo no fuese por aquellos soldados robado y destruido. ¿Y es posible que quiera Dios que sus propias iglesias sean así tratadas y saqueadas, y que las cosas a su servicio dedicadas sean así robadas?

LACTANCIO.-   Mirad, señor: esa es una cosa tan fea y tan mala que a ninguno puede parecer sino mal, pero, si bien miráis en ello, hay en estas cosas a Dios dedicadas tanta superstición y recibe la gente tanto engaño, que no me maravillo que Dios permita eso y mucho más, porque en estas cosas haya alguna moderación. Piensa el mercader, después que mal o bien ha allegado una infinidad de dineros, que todos cuantos males ha hecho, y aun hará, le serán perdonados si edificase una iglesia o un monasterio, o si diere una lámpara, o un cáliz o alguna otra cosa semejante a alguna iglesia o monasterio; y no solamente en esto se engaña, pareciéndole que hace por su servicio lo que las más veces se hace por un fausto o por una vana gloria mundana, como manifiestan las armas que cada uno pone en lo que da o en lo que edifica, mas, fiándose en esto, le parece que no ha más menester para vivir como cristiano y, siendo este un grandísimo error, no tienen vergüenza de admitirlo los que de ello hacen su provecho, no mirando la injuria que en ello se hace a la religión cristiana.

ARCEDIANO.-   ¿Cómo injuria?

LACTANCIO.-   ¿No os parece injuria, y muy grande, que lo que muchos gentiles con sola la lumbre natural alcanzaron de Dios, lo ignoremos ahora los cristianos, enseñados por ese mismo Dios? Alcanzaron aquellos que no era verdadero servicio de Dios ofrecerle cosa que se pudiese corromper; alcanzaron que a una cosa incorpórea, como es Dios, no se había de ofrecer cosa que tuviese cuerpo por principal oferta, ni por cosa a él mucho grata; dijeron que no sabía qué cosa era Dios el que pensaba que Dios se deleitaba de poseer lo que los buenos y sabios se precian de tener en poco, como son las joyas y riquezas, y ahora los cristianos somos tan ciegos que pensamos que nuestro Dios se sirve mucho con cosas corpóreas y corruptibles.

ARCEDIANO.-   Luego de esa manera, ¿queréis decir que no se hace servicio a Dios en edificar iglesias, ni en ofrecer cálices y otras cosas semejantes?

LACTANCIO.-   No digo eso, antes digo que es bueno si se hace con buena intención, si se hace por la gloria de Dios y no por la nuestra; pero digo que no es eso lo principal. Digo que más verdadero servicio hace a Dios el que le atavía su ánima con las virtudes que él mandó, para que venga a morar en ella, que no el que edifica una iglesia, aunque sea de oro y tan grande como la de Toledo, en que more Dios, teniéndole con vicios desterrado de su ánima, aunque su intención fuese la mejor del mundo. Y digo que es muy grande error pensar que se huelga Dios en que le ofrezca yo oro o plata, si lo hago por ser alabado o por otra vana intención. Digo que se sirve más Dios en que aquello que damos a sus iglesias, que son templos muertos, lo demos a los pobres para remediar sus necesidades, pues nos consta que son templos vivos de Dios.

ARCEDIANO.-   De esa manera ni habría iglesias ni ornamentos para servir a Dios.

LACTANCIO.-   ¿Cómo que no habría iglesias? Antes pienso yo que habría muchas más, pues habiendo muchos buenos cristianos, dondequiera que dos o tres estuviesen juntados en su nombre, sería una iglesia. Y allende de esto, aunque los ruines no edificasen iglesias ni monasterios, ¿pensáis que faltarían buenos que lo hiciesen? Y veamos: este mundo, ¿qué es sino una muy hermosa iglesia donde mora Dios? ¿Qué es el sol, sino un hacha encendida que alumbra a los ministros de la Iglesia? ¿Qué es la luna, qué son las estrellas, sino candelas que arden en esta Iglesia de Dios? ¿Queréis otra iglesia? Vos mismo. ¿No dice el Apóstol: Templum enim Dei sanctum est, quod estis vos? ¿Queréis candelas para que alumbren esta iglesia? Tenéis el espíritu, tenéis el entendimiento, tenéis la razón. ¿No os parece que son estas gentiles candelas?

ARCEDIANO.-   Sí, pero eso nadie lo ve.

LACTANCIO.-   Y vos, ¿habéis visto a Dios? Mirad, hermano, pues Dios es invisible, con cosas invisibles se quiere principalmente honrar. No se paga mucho ni se contenta Dios con oro ni plata, ni tiene necesidad de cosas semejantes, pues es señor de todo. No quiere sino corazones. ¿Quereislo ver? Pues Dios es todopoderoso, si quisiese, ¿no podría hacer en un momento cien mil templos más suntuosos y más ricos que el templo de Salomón?

ARCEDIANO.-   Claro está.

LACTANCIO.-   Luego, ¿qué servicio le haréis vos en darle lo que él tiene, no queriéndole dar lo que él os pide? Veamos: si él se deleita con templos, si se deleita con oro, si se deleita con plata, ¿por qué no la toma toda para sí, pues es todo suyo?

ARCEDIANO.-   Quizá porque quiere que nosotros de nuestra voluntad se lo demos porque tengamos causa de merecer.

LACTANCIO.-   ¿Cómo queréis vos merecer con dar a Dios lo que él menosprecia, si no le queréis dar lo que él os demanda?

ARCEDIANO.-   Luego, ¿no querríais vos que hubiese estas iglesias que hay ni que tuviesen ornamentos?

LACTANCIO.-   ¿Cómo no? Antes digo que son necesarios. Pero no querría que se hiciese por vana gloria; no querría que por honrar una iglesia de piedra dejemos de honrar la Iglesia de Dios, que es nuestra ánima; no querría que por componer un altar dejásemos de socorrer un pobre, y que por componer retablos o imágenes muertas dejemos desnudos los pobres, que son imágenes vivas de Jesucristo. No querría que hiciésemos tanto fundamento donde no lo deberíamos de hacer; no querría que diésemos a entender que se sirve Nuestro Señor Dios y se huelga en poseer lo que cualquier sabio se precia de menospreciar. Decime: ¿por qué menospreció Jesucristo todas las riquezas y bienes mundanos?

ARCEDIANO.-   Porque nosotros no las tuviésemos en nada.

LACTANCIO.-   ¿Pues por qué queremos darle como cosa a él muy preciosa y grata lo que sabemos que él menospreció y quiso que nosotros menospreciásemos, no teniendo cuidado de ofrecerle nuestras ánimas muy puras y limpias de todo vicio y pecado, siendo esta la más preciosa y agradable cosa de cuantas le podemos ofrecer?

ARCEDIANO.-   No sé quién os enseñó a vos tantos argumentos, siendo tan mozo.

LACTANCIO.-   Pues mirad, señor: ha permitido ahora Dios que roben sus iglesias por mostrarnos que no tiene en nada todo lo que se puede robar ni todo lo que se puede corromper, para que de aquí adelante le hagamos templos vivos primero que muertos, y le ofrezcamos corazones y voluntades primero que oro y plata, y le sirvamos con lo que él nos manda primero que con cosas semejantes.

ARCEDIANO.-   Vos me decís cosas que yo nunca oí. Pues que así es, decime: ¿cómo y con qué le hemos de servir?

LACTANCIO.-   Esa es otra materia aparte, de que hablaremos otro tiempo más de nuestro espacio. Ahora proseguid adelante.

ARCEDIANO.-   Como mandareis. ¿Qué me diréis, que los templos donde suele Dios ser servido y alabado se tornasen establos de caballos? ¡Qué cosa era de ver aquella iglesia de San Pedro de la una parte y de la otra toda llena de caballos! Aun en pensarlo se me rompe el corazón.

LACTANCIO.-   Por cierto que eso a ningún bueno parecerá bien; pero muchas veces vemos que la necesidad hace cosas que por la ley son prohibidas, y que en tiempo de guerra esas y otras muy peores cosas se suelen hacer, de las cuales tendrán culpa los que son causa de la guerra.

ARCEDIANO.-   ¡Gentil disculpa es esa!

LACTANCIO.-   ¿Por qué no? Y también, veamos: el que trae otra suciedad mayor que aquella en lugar más santo que aquel, ¿no hace mayor abominación?

ARCEDIANO.-   Claro está.

LACTANCIO.-   Pues decime: si vos habéis leído la Sagrada Escritura, ¿en ella no habéis hallado que Dios no mora en templos hechos por manos de hombres, y que cada hombre es templo donde mora Dios?

ARCEDIANO.-   Algunas veces.

LACTANCIO.-   Pues, ¿cuál será mayor maldad y abominación: hacer establo de estos templos de piedra, donde dice el Apóstol que no mora Dios, o hacerlo de nuestras ánimas, que son verdaderos templos de Dios?

ARCEDIANO.-   Claro está que de las ánimas, pero eso, ¿cómo se podrá hacer?

LACTANCIO.-   ¿Cómo? ¿A qué llamáis establo?

ARCEDIANO.-   A un lugar donde se aposentan las bestias.

LACTANCIO.-   ¿A qué llamáis bestias?

ARCEDIANO.-   A los animales brutos y sin razón.

LACTANCIO.-   Y a los vicios, ¿no los llamaríais brutos y sin razón?

ARCEDIANO.-   Sin duda, y aun muy peores que bestias.

LACTANCIO.-   ¿Luego de esa manera, mayor abominación será traer en el ánima, que es verdadero templo donde mora Dios, los pecados, que son peores que bestias, que no los caballos en una iglesia de piedra?

ARCEDIANO.-   A mí así me parece.

LACTANCIO.-   Pues ahí conoceréis cuán ciego teníais en Roma el entendimiento, que topando cada hora por las calles hombres que manifiestamente tenían las ánimas hechas establos de vicios, no lo teníais en nada, y porque visteis en tiempo de necesidad aposentar los caballos en la iglesia de San Pedro, paréceos que es grande abominación y rómpeseos el corazón en pensarlo, y no se os rompía cuando veíais en Roma tanta multitud de ánimas llenas de tan feos y abominables pecados, y a Dios, que las hizo y redimió, desterrado de ellas. Por cierto, gentil religión es la vuestra.

ARCEDIANO.-   Tenéis razón. Pero mirad que lo que dijo San Pablo, que Dios no mora en templos hechos por manos de hombres, se entiende en aquel tiempo que él lo decía, que sé que ahora el santísimo Sacramento en los templos mora.

LACTANCIO.-   Decís verdad. Mas veamos: ¿vos no me habéis confesado que los vicios son peores que bestias?

ARCEDIANO.-   Y aun ahora lo digo.

LACTANCIO.-   Pues quien trae una manada de vicios a la iglesia, que son peores que bestias, ¿no es peor que el que trajese una manada de caballos?

ARCEDIANO.-   A mi parecer sí, pero esas bestias son invisibles.

LACTANCIO.-   ¿Cómo? ¿Queréis decir que Dios no ve los vicios de los hombres?

ARCEDIANO.-   Dios bien los ve, mas los hombres no los ven, y los caballos todos los veíamos.

LACTANCIO.-   De esa manera queréis decir que menor abominación es ofender a Dios que a los hombres, pues queréis excusar la ofensa que se hace a Dios en parecer ante él cargado de maldades, porque no lo ven los hombres. ¿Agraváis el aposentar los caballos en la iglesia en tiempo de necesidad porque son visibles a los hombres? Mirad, señor: no se ofende Dios con los malos olores de que se ofenden los hombres. El ánima en quien los vicios están arraigados, esta es la que ofende a Dios, y por eso quiere él que esté muy limpia de vicios y de pecados, y muchas veces nos lo tiene así mandado. Pero vosotros tomaislo todo al revés: tenéis mucho cuidado en tener muy limpios estos templos materiales, y el verdadero templo de Dios, que es la vuestra ánima, teneisla tan llena de vicios y abominables pecados que ni ve a Dios ni sabe qué cosa es.

ARCEDIANO.-   Así Dios me salve que tenéis la mayor razón del mundo. Pero si vierais aquellos soldados cómo llevaban por las calles las pobres monjas, sacadas de los monasterios, y otras doncellas, sacadas de casa de sus padres, hubierais la mayor compasión del mundo.

LACTANCIO.-   Eso es tan cosa común entre soldados y gente de guerra, que siendo a mi parecer muy más grave que todas esas otras juntas, no hacemos ya caso de ello, como si no fuese peor violar una doncella, que es templo vivo donde mora Jesucristo, que no una iglesia de piedra o madera. Pero la culpa de esto no tanto se debe de echar a los soldados cuanto a vosotros, que comenzasteis y levantasteis la guerra y fuisteis causa que ellos hiciesen lo que han hecho. Verdaderamente, aunque ningún otro mal causase la guerra, por solo esto la debíamos de dejar.

ARCEDIANO.-   Los registros de la Cámara apostólica, de bulas y suplicaciones, y los de los notarios y procesos quedaron destruidos y quemados.

LACTANCIO.-   Eso pienso yo que permitió Dios para que con ellos quemásemos todos los pleitos, porque es la mayor vergüenza del mundo que se traigan pleitos sobre beneficios eclesiásticos. Veamos: pues los beneficios se hicieron para los clérigos y el primer carácter que el ánima del clérigo ha de tener es caridad, ¿cómo la tendrá andando en pleito con su prójimo?

ARCEDIANO.-   ¿Por qué no?

LACTANCIO.-   Porque si la caridad tuviese alguno de los pleiteantes, querría más perder el beneficio que estar en discordia con su prójimo.

ARCEDIANO.-   Eso sería perfección.

LACTANCIO.-   Y aun así deberían de ser perfectos todos los clérigos.

ARCEDIANO.-   No alcanzan todos esa perfección. Y también, ¿de qué comerían tantos auditores, abogados, procuradores, copistas, si no hubiese pleitos?

LACTANCIO.-   Sean sastres, aguadores o melcocheros y no nos quiten la caridad cristiana.

ARCEDIANO.-   También es gentil caridad esa vuestra, que personas tan honradas tomen tan viles oficios. Pero veamos: ¿qué querríais hacer de los pleitos que están comenzados?

LACTANCIO.-   Que se diese el beneficio al más idóneo de los pleiteantes, o que se quitase a entrambos y lo diesen a otro que mejor lo mereciese.

ARCEDIANO.-   De esa manera no habría justicia.

LACTANCIO.-   Antes mucha más, porque se emplearían los beneficios en tales personas que hiciesen aquello para que fueron ordenados.

ARCEDIANO.-   ¿Y ahora no se hace?

LACTANCIO.-   No por cierto, porque los bienes de los beneficios son de los pobres, y vosotros, trayendo pleitos sobre ellos, gastaislos entre abogados y procuradores, y entre tanto los pobres mueren de hambre.

ARCEDIANO.-   Muchos hay que no los gastan en eso y aun muchos que los gastan en cosas muy peores, como vos mismo podéis ser buen testigo. Y, ¿quién queríais que determinase de la suficiencia entre los clérigos para darles o quitarles los beneficios?

LACTANCIO.-   Cada obispo en su obispado, porque conocerían mejor las personas.

ARCEDIANO.-   Sí, pero hay muchos obispos que no tienen tantas letras ni juicio para saberlo hacer.

LACTANCIO.-   Y aun, ¡mal pecado!, aunque lo supiesen no se querrían entremeter en ello, pero diputarían personas que lo hiciesen.

ARCEDIANO.-   ¿Queréis que os diga? A la fin todo andaría por favor.

LACTANCIO.-   No lo creáis, que hay muchos obispos sabios y de buena conciencia, y los otros tomarían ejemplo en estos, y, a la verdad, este me parece ahora el mejor remedio hasta que haya otra más entera reformación de la Iglesia.

ARCEDIANO.-   Y de los pleitos que había sobre cosas de seglares, ¿qué queríais hacer?

LACTANCIO.-   Si fuese príncipe, o partiría la diferencia o lo daría todo al más hombre de bien.

ARCEDIANO.-   ¿No veis que pervertíais la justicia?

LACTANCIO.-   ¿Queréis que os diga? Todas las cosas creó Dios para el servicio del hombre y da la administración de ellas más a uno que a otro, para que las repartan con los que no tienen, y es justicia que las tenga el que mejor las sabe administrar. Lo demás, a mi ver, es manifiesta injusticia.

ARCEDIANO.-   Vos querríais, según eso, hacer un mundo de nuevo.

LACTANCIO.-   Querría dejar en él lo bueno y quitar de él todo lo malo.

ARCEDIANO.-   Tal sea mi vida. Pero no podréis salir con tan grande empresa.

LACTANCIO.-   Vívame a mí el Emperador don Carlos y veréis vos si saldré con ello.

ARCEDIANO.-   Esperad, que aún no lo habéis oído todo. Desde que el ejército del Emperador entró en Roma hasta que yo me salí, que fue a 12 de junio, no se dijo misa en Roma, ni en todo aquel tiempo oímos sonar campana ni aun reloj.

LACTANCIO.-   Los ruines poco iba en que oyesen misa, pues la oyen sin devoción, atención ni reverencia, y los buenos harán con el espíritu lo que no podrán hacer con el cuerpo. Pero veamos: ¿por qué los clérigos y frailes no decían misa?

ARCEDIANO.-   ¡Por Dios, que esa es una gentil pregunta! ¿No os dije al principio que no había clérigo ni fraile que osase andar por Roma sino en este hábito de soldado como yo vengo?

LACTANCIO.-   ¿Por qué?

ARCEDIANO.-   Porque cuando los alemanes veían un clérigo o fraile por las calles, luego andaban dando voces: ¡Papa, papa, ammazza, ammazza!

LACTANCIO.-   ¡Oh, válgame Dios! Yo me acuerdo, cuando estaba en Roma, que traían por allí muchas profecías que decían de esta persecución de los clérigos, y que había de ser en tiempo de este Emperador.

ARCEDIANO.-   Así es la verdad; mil veces las leíamos allí por nuestro pasatiempo.

LACTANCIO.-   Pues, ¿por qué no os enmendabais?

ARCEDIANO.-   ¿Quién creyera que aquello había de ser verdad?

LACTANCIO.-   Cualquiera que considera bien las cosas de Roma.

ARCEDIANO.-   Ni más ni menos. Pues allende de esto había tan gran hedor en las iglesias que no había quién pudiese entrar en ellas.

LACTANCIO.-   ¿De qué?

ARCEDIANO.-   Habían los soldados abierto muchas sepulturas pensando hallar tesoro escondido en ellas, y como se quedaban descubiertas, hedían los cuerpos muertos.

LACTANCIO.-   No era mucho que sufrierais aquel perfume en pago de los dineros que lleváis por enterrarlos.

ARCEDIANO.-   ¿Burlaisos?

LACTANCIO.-   No, por mi vida, sino que os digo la verdad. Que, pues los clérigos no tienen vergüenza de llevar tributo de los muertos, cosa que aun entre los gentiles era torpísima, tampoco habían de tener asco de entrar en las iglesias a rogar a Dios por ellos.

ARCEDIANO.-   Bien pensáis vos haber acabado; pues, como dicen, aún os queda lo peor por desollar, porque he querido guardar lo más grave para la postre.

LACTANCIO.-   Ea, decid.

ARCEDIANO.-   No dejaron reliquias que no saquearon para tomar con sus sacrílegas manos la plata y el oro con que estaban cubiertas, que era la mayor abominación del mundo ver aquellos desuellacaras entrar en lugares donde los obispos, los cardenales, los sumos pontífices apenas osaban entrar, y sacar aquellas cabezas y brazos de apóstoles y de santos bienaventurados. Ahora yo no sé qué fruto pueda venir a la cristiandad de una tan abominable osadía y desacatamiento.

LACTANCIO.-   Recia cosa es esa; mas decidme: después de tomada la plata y oro, ¿qué hacían de los huesos?

ARCEDIANO.-   Los alemanes, algunos echaban en los cementerios o en campo santo; otros traían a casa del Príncipe de Orange y de otros capitanes; y los españoles, como gente más religiosa, todos los traían a casa de Juan de Urbina.

LACTANCIO.-   ¿Así despojados?

ARCEDIANO.-   ¡Mira qué duda! Yo mismo vi una espuerta de ellos en casa del mismo Juan de Urbina.

LACTANCIO.-   Veamos: ¿y eso tenéis vos por lo más grave?

ARCEDIANO.-   Claro está.

LACTANCIO.-   Venid acá: ¿no vale más un cuerpo vivo que ciento muertos?

ARCEDIANO.-   Sí.

LACTANCIO.-   Luego muy más grave fue la muerte de los cuatro mil hombres que decís que no el saco de las reliquias.

ARCEDIANO.-   ¿Por qué?

LACTANCIO.-   Porque las reliquias son cuerpos muertos y los hombres eran vivos, y me habéis confesado que vale más uno que ciento.

ARCEDIANO.-   Verdad decís, pero aquellos cuerpos eran santos y estos otros no.

LACTANCIO.-   Tanto peor; que las ánimas de los santos no sienten el mal tratamiento que se hace a sus cuerpos, porque están ya beatificados, y estas otras sí, porque muriendo en pecado se van al infierno, y muere juntamente el ánima y el cuerpo.

ARCEDIANO.-   Así es, pero también es recia cosa que veamos en nuestros días una osadía y desacato tan grande.

LACTANCIO.-   Decís muy gran verdad; mas mirad que no sin causa Dios ha permitido esto por los engaños que se hacen con estas reliquias por sacar dinero de los simples, porque hallaréis muchas reliquias que os las mostrarán en dos o tres lugares. Si vais a Dura, en Alemania, os mostrarán la cabeza de Santa Ana, madre de Nuestra Señora, y lo mismo os mostrarán en León de Francia. Claro está que lo uno o lo otro es mentira, si no quieren decir que Nuestra Señora tuvo dos madres o Santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira, ¿no es gran mal que quieran engañar la gente y tener en veneración un cuerpo muerto que quizá es de algún ahorcado? Veamos: ¿cuál tendríais por mayor inconveniente: que no se hallase el cuerpo de Santa Ana o que por él os hiciesen venerar el cuerpo de alguna mujer de por ahí?

ARCEDIANO.-   Más querría que ni aquel ni otro ninguno pareciese que no que me hiciesen adorar un pecador en lugar de un santo.

LACTANCIO.-   ¿No querríais más que el cuerpo de Santa Ana, que, como dicen, está en Dura y en León, enterrasen en una sepultura y nunca se mostrasen, que no que con el uno de ellos engañasen tanta gente?

ARCEDIANO.-   Sí, por cierto.

LACTANCIO.-   Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se perdería muy poco en que no las hubiese. Pluguiese a Dios que en ello se pusiese remedio. El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos, y también en Nuestra Señora de Anversia; y la cabeza de San Juan Bautista, en Roma y en Amians de Francia. Pues apóstoles, si los quisiésemos contar, aunque no fueron sino doce y el uno no se halla y el otro está en las Indias, más hallaremos de veinticuatro en diversos lugares del mundo. Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres, y el uno echó Santa Helena, madre del emperador Constantino, en el mar Adriático para amansar la tempestad, y el otro hizo fundir en almete para su hijo, y del otro hizo un freno para su caballo; y ahora hay uno en Roma, otro en Milán, y otro en Colonia, y otro en París, y otro en León y otros infinitos. Pues de palo de la cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay de ella en la cristiandad se juntase, bastaría para cargar una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia. Pues leche de Nuestra Señora, cabellos de la Madalena, muelas de San Cristóbal, no tienen cuento. Y allende de la incertinidad que en esto hay, es una vergüenza muy grande ver lo que en algunas partes dan a entender a la gente. El otro día, en un monasterio muy antiguo me mostraron la tabla de las reliquias que tenían, y vi entre otras cosas que decía: «Un pedazo del torrente de Cedrón». Pregunté si era del agua o de las piedras de aquel arroyo lo que tenían; dijéronme que no me burlase de sus reliquias. Había otro capítulo que decía: «De la tierra donde apareció el ángel a los pastores». Y no les osé preguntar qué entendían por aquello. Si os quisiese decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen, como del ala del ángel San Gabriel, como de la penitencia de la Madalena, huelgo de la mula y del buey, de la sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a estas semejantes, sería para haceros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que en una iglesia colegial me mostraron una costilla de San Salvador. Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo, y si él dejó acá alguna costilla o no, véanlo ellos.

ARCEDIANO.-   Eso, como decís, a la verdad, más es de reír que no de llorar.

LACTANCIO.-   Tenéis razón. Pero vengo a las otras cosas que siendo inciertas, y aunque sean ciertas, son tropiezos para hacer al hombre idolatrar. Y hácennoslas tener en tanta veneración que aun en Aquisgrano hay no sé qué calzas viejas que dice que fueron de San José; no las muestran sino de cinco en cinco años y va infinita gente a verlas por una cosa divina. Y de estas cosas hacemos tanto caso y las tenemos en tanta veneración, que si en una misma iglesia están de una parte los zapatos de San Cristóbal en una custodia de oro, y de otra el santo Sacramento, a cuya comparación todas cuantas reliquias son menos que nada, antes se va la gente a hacer oración delante de los zapatos que no ante el Sacramento; y siendo esta muy grande impiedad, no solamente no lo reprenden los que lo deberían reprender, pero admítenlo de buena gana por el provecho que sacan con muy finas granjerías que tienen inventadas para ello. Veamos: ¿cuál tendríais por mayor inconveniente, que no hubiese reliquias en el mundo o que se engañase así la gente con ellas?

ARCEDIANO.-   No sé, no me quiero meter en esas honduras.

LACTANCIO.-   ¿Cómo honduras? ¿Cuál tenéis en más, el ánima de un simple o el cuerpo de un santo?

ARCEDIANO.-   Claro está que un ánima vale mucho más.

LACTANCIO.-   Pues, ¿qué razón hay que por honrar un cuerpo que dicen santo (y quizá es de algún ladrón) queráis vos poner en peligro tantas ánimas?

ARCEDIANO.-   Decís verdad, pero puédese dar bien a entender a los simples.

LACTANCIO.-   Bien, pero muchas veces los que lo deberían dar a entender son los que no lo entienden, y allende de esto, ¿para qué queréis poner en peligro un ánima sin necesidad? Veamos: si quisieseis en esta villa ir a Nuestra Señora del Prado y no supieseis el camino, ¿no tendríais por muy grande inhumanidad si alguno os guiase por el río, con peligro de ahogaros en él, pudiendo ir más presto y más seguro por la puente?

ARCEDIANO.-   Sí, por cierto.

LACTANCIO.-   Pues así eso otro. Vos, ¿para qué queréis las reliquias?

ARCEDIANO.-   Porque muchas veces me ponen devoción.

LACTANCIO.-   Y la devoción, ¿para qué la queréis?

ARCEDIANO.-   Para salvar mi ánima.

LACTANCIO.-   Pues pudiéndola salvar sin peligro de perderla, ¿no tomaríais de mejor voluntad el camino más seguro?

ARCEDIANO.-   Sí, y aun dicen los confesores que es pecado ponerse a sabiendas en el peligro de pecar.

LACTANCIO.-   Dicen muy gran verdad.

ARCEDIANO.-   Bien, pero, ¿qué camino hay más seguro?

LACTANCIO.-   El que mostró Jesucristo: amarlo a él sobre todas las cosas y poner en él solo toda vuestra esperanza.

ARCEDIANO.-   Decís verdad, mas porque yo no puedo hacer eso, quiero hacer esto otro.

LACTANCIO.-   Grandísima herejía es esa, decir que no podéis, a lo menos, pedir gracia para hacerlo, pues decís que la pedís y no se os da. Luego, ¿mintionos Dios cuando dijo: petite et accipietis? Y también, ¿qué ceguedad es esa? ¿Pensáis vos que sin guardar los mandamientos de Dios iréis a Paraíso aunque tengáis un brazo de un santo o un pedazo de la cruz y aun toda ella entera en vuestra casa? Sois enemigo de la cruz, ¿y quereisos salvar con la cruz?

ARCEDIANO.-   Cierto, yo estaba engañado.

LACTANCIO.-   Pues veis aquí: con tanta mayor razón se puede el vulgo quejar de los que les ponen en estas y en otras semejantes supersticiones con peligro de perder sus ánimas, que vos del que os guió por el río con peligro de ahogaros en él, cuanto el ánima es más digna que el cuerpo.

ARCEDIANO.-   Bien, pero el vulgo más fácilmente con cosas visibles se atrae y encamina a las invisibles.

LACTANCIO.-   Decís verdad, y aun por eso nos dejó Jesucristo su cuerpo sacratísimo en el Sacramento del altar, y teniendo esto no sé yo para qué hemos menester otra cosa.

ARCEDIANO.-   De esa manera, ¿no querríais vos que se hiciese honra a las reliquias de los santos?

LACTANCIO.-   Sí querría, por cierto; mas esta veneración querría que fuese con discreción y que se hiciese a aquellas que se tuviesen por muy averiguadas, como por la Iglesia está ordenado, y entonces querría que se pusiesen en lugar muy honrado, y que no se mostrasen al pueblo, sino que le diesen a entender cómo es todo nada en comparación del santísimo Sacramento que cada día ven y pueden recibir si quieren; y de esta manera aprendería la gente a amar a Dios y a poner en él toda la confianza de su salvación.

ARCEDIANO.-   Y las reliquias dudosas, ¿qué querríais hacer de ellas?

LACTANCIO.-   También esas querría yo poner en un honesto lugar sin dar a entender que allí hubiese reliquias.

ARCEDIANO.-   Y las verdaderas, ¿no querríais que estuviesen en sus custodias de plata o de oro?

LACTANCIO.-   No, por cierto.

ARCEDIANO.-   ¿Por qué?

LACTANCIO.-   Por no dar causa que se les hiciese otro desacato como el que se les ha hecho ahora en Roma, y por no dar a entender que los santos se huelgan de poseer lo que cualquier bueno se precia de menospreciar.

ARCEDIANO.-   Bien decís, pero, ¿no veis que los santos se enojarían si les quitaseis el oro y la plata en que sus huesos están encerrados, y podría ser que de enojo nos hiciesen algún mal?

LACTANCIO.-   Antes tengo por cierto que se holgarían que les quitasen aquel oro y plata para socorrer gente necesitada, que muchas veces se pierde por no tener que comer.

ARCEDIANO.-   Eso no entiendo si no me lo declaráis más.

LACTANCIO.-   Yo os lo diré. El santo que mientras vivía en este mundo y tenía necesidad de sus bienes, los dejó y repartió a los pobres por amor de Jesucristo, ¿no creéis vos que holgaría de hacer otro tanto después de muerto, cuando no los ha menester?

ARCEDIANO.-   Sí, por cierto; pues aun nosotros que no somos santos, cuando nos queremos morir, no pudiendo llevar nuestros bienes con nosotros, holgamos de darlos a los pobres y repartirlos entre iglesias y monasterios.

LACTANCIO.-   Pues decime vos ahora: ¿qué razón hay para que se presuma que le pesará a un santo de hacer después de muerto lo que hizo mientras vivió?

ARCEDIANO.-   Ninguna; antes, a mi ver, se holgaría que haga alguno por amor de él lo que hiciera él si fuera vivo.

LACTANCIO.-   Pues veis ahí; como todos los santos, mientras vivieron, holgaron de ayudar con sus bienes a los pobres, así holgarían ahora de ayudarles con aquella plata y oro que la buena gente les ha dado, después de muertos.

ARCEDIANO.-   Así Dios me salve, que es muy buena razón y creo que decís muy gran verdad, pero escandalizaríase el vulgo.

LACTANCIO.-   Yo os doy mi fe que no haría si se proveyese que gente supersticiosa, que tienen en más sus vientres que la gloria de Jesucristo, no los anduviesen escandalizando.

ARCEDIANO.-   Cuanto a eso yo me doy por satisfecho.

LACTANCIO.-   Pues veis aquí cómo Nuestro Señor Jesucristo ha permitido que en Roma se haga tan gran desacato a las reliquias por remediar los engaños que con ellas se hacen.

ARCEDIANO.-   Bien está, yo os lo confieso; pero, ¿qué me diréis del poco acatamiento que se tenía a las imágenes? ¿Qué razón hay para que Dios permitiese esto?

LACTANCIO.-   Yo os diré. No quiero negar que ello no fuese una grandísima maldad, pero habéis de saber que tampoco eso permitió Dios sin muy gran causa, porque ya el vulgo, y aun muchos de los principales, se embebecían tanto en imágenes y cosas visibles, que no curaban de las invisibles, ni aun del santísimo Sacramento. En mi tierra, andando un hombre de bien, teólogo, visitando un obispado de parte del obispo, halló en una iglesia una imagen de Nuestra Señora que dice que hacía milagros en un altar frontero del santísimo Sacramento, y vio que cuantos entraban en la iglesia volvían las espaldas al santísimo Sacramento, a cuya comparación cuantas imágenes hay en el mundo son menos que nada, y se hincaban de rodillas ante aquella imagen de Nuestra Señora. El buen hombre, como vio la ignominia que allí se hacía a Jesucristo, tomó tan grande enojo, que quitó de allí la imagen y la hizo pedazos. El pueblo se conmovió tanto de esto que lo quisieron matar, pero Dios lo escapó de sus manos. Los clérigos de la iglesia, indignados por haber perdido la renta que la imagen les daba, trabajaban con el pueblo que se fuesen a quejar al obispo, pensando que mandaría luego quemar al pobre visitador. El obispo, como persona sabia, entendida la cosa como pasaba, reprendió al visitador del desacatamiento que hizo en romper la imagen, y loó mucho lo que había hecho en quitarla. Así que pues no había en la cristiandad muchos tales visitadores que se doliesen de la honra de Dios y quitasen aquellas supersticiones, permitió que aquella gente hiciese los desacatos que decís para que, dejada la superstición, de tal manera de aquí adelante hagamos honra a las imágenes que no deshonremos a Jesucristo.

ARCEDIANO.-   Por cierto, esa es muy santa consideración, y aun yo os prometo que hay muy grande necesidad de remedio, especialmente en Italia.

LACTANCIO.-   Y aun también la hay acá, y si miráis bien en ello, los mismos engaños que recibe la gente con las reliquias, eso mismo recibe con las imágenes.

ARCEDIANO.-   Decís muy gran verdad, mas no sé si os diga otra cosa, que aun en pensarlo me tiemblan las carnes.

LACTANCIO.-   Decidlo, no hayáis miedo.

ARCEDIANO.-   ¿Queréis mayor abominación que hurtar la custodia del altar y echar en el suelo el santísimo Sacramento? ¿Es posible que de esto se pueda seguir ningún bien? ¡Oh cristianas orejas que tal oís!

LACTANCIO.-   ¡Válgame Dios! Y eso, ¿vísteislo vos?

ARCEDIANO.-   No, pero así lo decían todos.

LACTANCIO.-   Lo que yo he oído decir es que un soldado tomó una custodia de oro y dejó el Sacramento en el altar, entre los corporales, y no lo echó en el suelo, como vos decís. Pero comoquiera que ello sea, es muy grande impiedad y atrevimiento, digno de muy recio castigo. Mas, a la verdad, no es cosa nueva, antes suele muchas veces acaecer entre gente de guerra, y de ello tienen la culpa los que, sabiéndolo, quieren más la guerra que vivir en paz. Pero digo que nunca hubiese sido hecho, ¿paréceos esa la mayor abominación que podía ser? Veamos: ¿no era mayor echarlo en un muladar?

ARCEDIANO.-   Mayor.

LACTANCIO.-   Pues, ¿cuántas veces lo habéis vos visto en Roma echar en el muladar?

ARCEDIANO.-   ¿Cómo en el muladar?

LACTANCIO.-   Yo os lo diré. Decime: ¿cuál hiede más a Dios, un perro muerto de los que echan en el muladar o un ánima obstinada en la suciedad del pecado?

ARCEDIANO.-   El ánima, porque dice San Agustín que tolerabilius foetet canis putridus hominibus quam anima peccatrix Deo.

LACTANCIO.-   Luego no me negaréis que no sea un pestífero muladar el ánima de un vicioso.

ARCEDIANO.-   No, por cierto.

LACTANCIO.-   Pues el sacerdote que levantándose de dormir con su manceba -no quiero decir peor-, se va a decir misa, el que tiene el beneficio habido por simonía, el que tiene el rencor pestilencial contra su prójimo, el que mal o bien anda allegando riquezas, y obstinado en estos y otros vicios, aun muy peores que estos, se va cada día a recibir aquel santísimo Sacramento, ¿no os parece que aquello es echarlo peor que en un muy hediente muladar?

ARCEDIANO.-   Vos me habláis un nuevo lenguaje y no sé qué responderos.

LACTANCIO.-   No me maravillo que la verdad os parezca nuevo lenguaje. Pues mirad, señor: ha permitido Dios que eso se hiciese o se dijese, porque viendo los clérigos cuán grande abominación es tratar así el cuerpo de Jesucristo, vengan en conocimiento de cómo lo tratan ellos muy peor y, apartándose de su mal vivir, limpien sus ánimas de los vicios y las ornen de virtudes para que venga en ellas a morar Jesucristo y no lo tengan, como lo tienen, desterrado.

ARCEDIANO.-   Así Dios me valga, que vos me habéis muy bien satisfecho a todas mis dudas, y estoy muy maravillado de ver cuán ciegos estamos todos en estas cosas exteriores, sin tener respeto a las interiores.

LACTANCIO.-   Tenéis muy gran razón de maravillaros, porque a la verdad es muy gran lástima de ver las falsas opiniones en que está puesto el vulgo, y cuán lejos estamos todos de ser cristianos, y cuán contrarias son nuestras obras a la doctrina de Jesucristo, y cuán cargados estamos de supersticiones; y a mi ver todo procede de una pestilencial avaricia y de una pestífera ambición que reina ahora entre cristianos mucho más que en ningún tiempo reinó. ¿Para qué pensáis vos que da el otro a entender que una imagen de madera va a sacar cautivos y que, cuando vuelve, vuelve toda sudando, sino para atraer el simple vulgo a que ofrezcan a aquella imagen cosas de que él después se puede aprovechar? Y no tiene temor de Dios de engañar así la gente. ¡Como si Nuestra Señora, para sacar un cautivo, hubiese menester llevar consigo una imagen de madera! Y siendo una cosa ridícula, créelo el vulgo por la autoridad de los que lo dicen. Y de esta manera os dan otros a entender que si hacéis decir tantas misas, con tantas candelas, a la segunda angustia hallaréis lo que perdiereis o perdisteis. ¡Pecador de mí! ¿No sabéis que en aquella superstición no puede dejar de intervenir obra del diablo? Pues interviniendo, ¿no valdría más que perdieseis cuanto tenéis en el mundo, antes que permitir que en cosa tan santa se entremeta cosa tan perniciosa? En esta misma cuenta entran las nóminas que traéis al cuello para no morir en fuego ni en agua, ni a manos de enemigos, y encantos, o ensalmos que llama el vulgo, hechos a hombres y a bestias. No sé dónde nos ha venido tanta ceguedad en la cristiandad que casi hemos caído en una manera de gentilidad. El que quiere honrar un santo, debería trabajar de seguir sus santas virtudes, y ahora, en lugar de esto, corremos toros en su día, allende de otras liviandades que se hacen, y decimos que tenemos por devoción de matar cuatro toros el día de San Bartolomé, y si no se los matamos, hemos miedo que nos apedreará las viñas. ¿Qué mayor gentilidad queréis que esta? ¿Qué se me da más tener por devoción matar cuatro toros el día de San Bartolomé que de sacrificar cuatro toros a San Bartolomé? No me parece mal que el vulgo se recree con correr toros, pero paréceme que es pernicioso que en ello piense hacer servicio a Dios o a sus santos, porque, a la verdad, de matar toros a sacrificar toros yo no sé que haya diferencia. ¿Queréis ver otra semejante gentilidad, no menos clara que esta? Mirad cómo hemos repartido entre nuestros santos los oficios que tenían los dioses de los gentiles. En lugar de dios Marte, han sucedido Santiago y San Jorge; en lugar de Neptuno, San Telmo; en lugar de Baco, San Martín; en lugar de Eolo, Santa Bárbara; en lugar de Venus, la Madalena. El cargo de Esculapio hemos repartido entre muchos: San Cosme y San Damián tienen cargo de las enfermedades comunes; San Roque y San Sebastián, de la pestilencia; Santa Lucía, de los ojos; Santa Apolonia, de los dientes; Santa Águeda, de las tetas; y por otra parte, San Antonio y San Eloy, de las bestias; San Simón y Judas, de los falsos testimonios; San Blas, de los que estornudan. No sé yo de qué sirven estas invenciones y este repartir de oficios, sino para que del todo parezcamos gentiles y quitemos a Jesucristo el amor que en él solo deberíamos tener, vezándonos a pedir a otros lo que a la verdad él solo nos puede dar. Y de aquí viene que piensan otros porque rezan un montón de salmos o manadas de rosarios, otros porque traen un hábito de la Merced, otros porque no comen carne los miércoles, otros porque se visten de azul o naranjado, que ya no les falta nada para ser muy buenos cristianos, teniendo por otra parte su envidia y su rencor y su avaricia y su ambición y otros vicios semejantes tan enteros, como si nunca oyesen decir qué cosa es ser cristiano.

ARCEDIANO.-   ¿De dónde procede eso a vuestro parecer?

LACTANCIO.-   No me metáis ahora en ese laberinto, a mi ver más peligroso que el de Creta. Dejemos algo para otro día. Y ahora quiero que me digáis si a vuestro parecer he cumplido lo que al principio os prometí.

ARCEDIANO.-   Digo que lo habéis hecho tan cumplidamente, que doy por bien empleado cuanto en Roma perdí y cuantos trabajos he pasado en este camino, pues con ello he ganado un día tal como este, en que me parece haber echado de mí una pestífera niebla de abominable ceguedad y cobrado la vista de los ojos de mi entendimiento, que desde que nací tenía perdida.

LACTANCIO.-   Pues eso conocéis, dad ahora gracias a Dios por ello y procurad de no serle ingrato, y pues vos quedáis satisfecho, razón será que me contéis lo que más en Roma pasó hasta vuestra partida.

ARCEDIANO.-   Eso haré yo de muy buena voluntad. Habéis de saber que, luego como el ejército entró en Roma, pusieron guardas al castillo porque ninguno pudiese salir ni entrar, y el Papa, conociendo el evidente peligro en que estaba y el poco respeto que aquellos soldados le tenían, determinó de hacer algún partido con los capitanes del Emperador, para lo cual mandó llamar a micer Joan Bartolomé de Gatinara, regente de Nápoles, y le dio ciertas condiciones con que era contento de rendirse para que de su parte las ofreciese a los capitanes del ejército; y aunque andando de una parte a otra, procurando este concierto, desde el castillo le pasaron un brazo con un arcabuz, a la fin, cinco días después que el ejército entró en Roma, la capitulación fue hecha y por entrambas partes firmada. Pero como en este medio el Papa tuviese nueva cómo el ejército de la liga lo venía a socorrer, no quiso que aquel concierto se ejecutase.

LACTANCIO.-   Por cierto, eso me parece la más recia cosa de cuantas me habéis dicho. ¿No había padecido harta mala ventura la pobre de Roma por su causa, sin que quisiese acabar de destruirla? Si viniera el ejército de la liga a socorrerla, claro está que habían de pelear con los nuestros y morir mucha gente de una parte y de otra, y si los nuestros vencían, el Papa y los que con él estaban quedaban en mayor peligro, y si los de la liga, Roma fuera de nuevo saqueada. ¿Cómo, no fuera mejor tomar cualquier concierto que, habiendo visto tanto mal, ser causa de otras muertes de gentes y de nueva destrucción?

ARCEDIANO.-   Por cierto vos tenéis mucha razón, que muy menor inconveniente fuera aceptar el concierto que el daño que de ser socorrido se podía seguir. Pues como el ejército del Emperador supo esto y que los enemigos venían, salieron al campo con ánimo de combatir; mas ellos no osaron pasar del Isola, donde estuvieron algunos días, y el castillo siempre se tenía, con esperanza de ser socorrido o que entre los imperiales se levantaría alguna discordia por faltarles su capitán general; y ellos en este medio no cesaban de hacer sus trincheras y minas para combatir el castillo, y aun en ellas fue herido de una escopeta el Príncipe de Orange, a quien tenían por principal cabeza en el ejército. Allí vino el cardenal Colona con los señores Vespasiano y Ascanio Colona, y remediaron algo de los males que se hacían. Vino asimismo el Virrey de Nápoles y don Hugo de Moncada y el Marqués de Gasto y el señor Alarcón y otros muchos capitanes y caballeros con la gente del reino de Nápoles, y como en este medio no cesaban los tratos en el castillo, a la fin el Papa, sabido que el ejército de la liga se volvía y viendo que no tenía esperanza de ser socorrido, acuerda de rendir el castillo en poder del Emperador con estas condiciones: que toda la gente que estaba dentro se fuesen libremente donde quisiesen, y que no tocasen a cosa alguna de lo que en el castillo estaba, y por el rescate de las personas y hacienda, el Papa prometía de dar cuatrocientos mil ducados para pagar la gente.

LACTANCIO.-   ¿Cómo? ¿Y no les bastaba lo que habían robado?

ARCEDIANO.-   Sé que eso no entra en la cuenta de la paga. Y para seguridad de esto el Papa les dio en rehenes aquella buena criatura de Joan Mateo Giberto, obispo de Verona, con otros tres obispos, y a Jacobo Salviati con otros dos mercaderes florentines; y allende de esto prometió de dejar en poder del Emperador hasta saber lo que su Majestad querría mandar, el dicho castillo de San Ángel, y Ostia y Civitá vieja con el puerto, y prometió también de dar las ciudades de Parma, Placencia y Módena; y Su Santidad, con los trece cardenales que estaban en el castillo, se iban al reino de Nápoles, para desde ahí venirse a ver con el Emperador.

LACTANCIO.-   Por cierto que fue ese un buen medio para ordenar algún bien en la cristiandad.

ARCEDIANO.-   Sí, mas, para deciros la verdad, aunque quisieron ellos que esto así se dijese, porque parecía mal retener un Papa y Colegio de cardenales contra su voluntad, digan lo que quisieren, que a la fin ellos estaban gentilmente presos.

LACTANCIO.-   ¿No decís que él mismo de su voluntad se quiso ir a Nápoles?

ARCEDIANO.-   Sí, pero aquello fue de necesidad hacer virtud; mas pues él quiso estar tantos días esperando ser socorrido, ¿no os parece que si en su voluntad estuviera holgara más de estar en el ejército de la liga que donde está?

LACTANCIO.-   No puedo negaros que no sea verosímil, pero, ¿qué sabéis si después ha mudado esa voluntad?

ARCEDIANO.-   Por cierto yo no lo sé, ni aun lo creo, ni parece bien que la cabeza de la Iglesia esté de esta manera.

LACTANCIO.-   Veamos: quien pudiese evitar algún mal, ¿no es obligado a hacerlo?

ARCEDIANO.-   ¿Quién duda?

LACTANCIO.-   ¿No sería reprensible el que diese causa a otro para hacer mal?

ARCEDIANO.-   Sería en la misma culpa, porque qui causam damni dat, damnum dedisse videtur.

LACTANCIO.-   Decís muy bien. Pues veis aquí: el Papa está de su voluntad o no; si está de su voluntad, no es sino bien que esté donde él quisiere, y si contra su voluntad, decidme, ¿para qué querría estar con el ejército de la liga?

ARCEDIANO.-   Claro está que para vengarse de la afrenta y daño que ha recibido.

LACTANCIO.-   Y veamos: ¿qué se seguiría?

ARCEDIANO.-   ¿Qué se podría seguir sino mucha discordia, guerra, muertes y daños en toda la cristiandad?

LACTANCIO.-   Pues para evitar esos males tan evidentes, ¿no os parece que está mejor en poder del Emperador que en otra parte, aunque estuviese contra su voluntad, conforme a lo que hoy decíamos del hijo que tiene a su padre atado? Y si el Emperador le dejase ir donde él quisiese, ¿no se le imputarían a él los males que de allí se siguiesen, pues daría él la causa para ello?

ARCEDIANO.-   Yo lo confieso, pero, ¿qué dirán todos, grandes y pequeños, sino que el Emperador tiene al Papa y a los cardenales presos?

LACTANCIO.-   Eso dirán los necios, a cuyos falsos juicios sería imposible satisfacer; que los prudentes y sabios, conociendo convenir al bien de la cristiandad que el Papa esté en poder del Emperador, tendranlo por muy bien hecho, y loarán la virtud y prudencia de su Majestad, y aun serale la cristiandad en perpetua obligación.

ARCEDIANO.-   Cuanto por lo mío, yo holgaré que esté donde quisiereis con que me den acá la posesión de mis beneficios. Pero no sé si miráis en una cosa: que estáis descomulgados.

LACTANCIO.-   ¿Por qué?

ARCEDIANO.-   Porque tomasteis y tenéis contra su voluntad el supremo Pastor de la Iglesia.

LACTANCIO.-   Mirad, señor: aquel está descomulgado que con mala intención no quiere obedecer a la Iglesia; mas el que por el bien público de la cristiandad detiene al Papa y no le quiere soltar por evitar los daños que de soltarle se seguirían, creedme vos a mí, que no solamente no está descomulgado, pero que merece mucho cerca de Dios.

ARCEDIANO.-   Cosa es esa harto verosímil, mas no sé yo si nuestros canonistas os la querrán conceder.

LACTANCIO.-   El canonista que no lo querrá conceder mostrará no tener juicio.

ARCEDIANO.-   Yo así lo creo; allá se avengan. De una cosa tuve muy gran despecho: que el Papa luego perdonó a toda la gente de guerra cuantas cosas habían hecho.

LACTANCIO.-   ¿Por qué os pesó?

ARCEDIANO.-   Porque ellos quedan ricos y perdonados, y nosotros llorando nuestros duelos.

LACTANCIO.-   ¿Vos creéis que vale aquel perdón? Así hizo con los coloneses, perdonolos y después destruyolos. ¡Gentil manera de perdonar!

ARCEDIANO.-   No sé qué me crea, sino que ellos quedan absueltos de las ánimas y cargadas las bolsas.

LACTANCIO.-   Pues, ¿por qué no reclamabais?

ARCEDIANO.-   A eso nos andábamos. ¡Para dejar la pelleja con la hacienda! Las cosas estaban de tal manera, que hecho y por hacer les perdonaran. ¡Si vierais al Papa como yo le vi!

LACTANCIO.-   ¿Dónde?

ARCEDIANO.-   En el castillo.

LACTANCIO.-   ¿A qué ibais allí?

ARCEDIANO.-   Vacaron ciertos beneficios en mi tierra, por muerte de un mi vecino, y fuilos a demandar.

LACTANCIO.-   Demasiada codicia era esa. ¿No habíais mala vergüenza de ir a importunar con demandas en tal tiempo?

ARCEDIANO.-   No, por cierto, que hombre vergonzoso el diablo lo trajo a palacio, y también había muchos que los demandaban y quise más prevenir que ser prevenido.

LACTANCIO.-   Ahora os digo que es terrible la codicia de los clérigos. ¿Y qué? ¿También había otros que los demandaban?

ARCEDIANO.-   ¡Mirad qué duda! ¿Y para qué pensáis vos que vamos nosotros a Roma?

LACTANCIO.-   Yo pensé que por devoción.

ARCEDIANO.-   ¡Sí, por cierto! En mi vida estuve menos devoto.

LACTANCIO.-   Ni aun menos cristiano.

ARCEDIANO.-   Sea como mandareis.

LACTANCIO.-   Yo os doy mi fe que si yo fuera Papa, vos no llevarais los beneficios solo porque madrugasteis tanto y después de tan gran persecución no habíais dejado la codicia.

ARCEDIANO.-   Y aun por eso es Dios bueno, que no lo erais vos, sino Clemente Séptimo, que me los dio luego de muy buena gana, aunque iba en hábito de soldado como veis.

LACTANCIO.-   Yo os prometo que esa fue demasiada clemencia. Ea, decime: ¿cómo lo hallasteis?

ARCEDIANO.-   Hallelo a él y a todos los cardenales y a otras personas que con él estaban tan tristes y desconsolados, que en verlos se me saltaban las lágrimas de los ojos. ¡Quién lo vio ir en su triunfo con tantos cardenales, obispos y protonotarios a pie, y a él llevarlo en una silla sentado sobre los hombros dándonos a todos la bendición, que parecía una cosa divina; y ahora verlo solo, triste, afligido y desconsolado, metido en un castillo, y sobre todo en manos de sus enemigos! Y allende de esto, ¡ver los obispos y personas eclesiásticas que iban a verlo, todos en hábito de legos y de soldados, y que en Roma, cabeza de la Iglesia, no hubiese hombre que osase andar en hábito eclesiástico! No sé yo qué corazón hay tan duro que oyendo esto no se moviese a compasión.

LACTANCIO.-   ¡Oh inmenso Dios, cuán profundos son tus juicios! ¡Con cuánta clemencia nos sufres, con cuánta bondad nos llamas, con cuánta paciencia nos esperas, hasta que nosotros, con la continuación de nuestros pecados, provocamos contra nosotros mismos el rigor de tu justicia! Y pues así en lo uno como en lo otro nos muestras tu misericordia y bondad infinita, por todo, Señor, te damos infinitas gracias, conociendo que no lo haces sino para mayor mérito nuestro. ¡Quién vio aquella majestad de aquella corte romana, tantos cardenales, tantos obispos, tantos canónigos, tantos protonotarios, tantos abades, deanes y arcedianos; tantos cubicularios, unos ordinarios y otros extraordinarios; tantos auditores, unos de la cámara y otros de la Rota; tantos secretarios, tantos escritores, unos de bulas y otros de breves; tantos abreviadores, tantos abogados, copistas y procuradores, y otros mil géneros de oficios y oficiales que había en aquella corte! ¡Y verlos todos venir con aquella pompa y triunfo a aquel palacio! ¿Quién dijera que habíamos de haber una tan súbita mudanza como la que ahora he oído? Verdaderamente, grandes son los juicios de Dios. Ahora conozco que con el rigor de la pena recompensa la tardanza del castigo.

ARCEDIANO.-   Pues, ¡si vierais aquellos cardenales despedir sus familias y quedarse solos, por no haberles quedado qué darles de comer!

LACTANCIO.-   De una cosa me consuelo: que, a lo menos, mientras esto les turare, parecerá más al vivo lo que representan.

ARCEDIANO.-   ¿Qué?

LACTANCIO.-   A Jesucristo con sus apóstoles.

ARCEDIANO.-   Decís verdad; mas en ese caso más querrían parecer al papa Julio con sus triunfos. Decime: ¿cómo ha tomado el Emperador lo que en Roma se ha hecho contra la Iglesia?

LACTANCIO.-   Yo os diré. Cuando vino nueva cierta de los males que se habían hecho en Roma, el Emperador, mostrando el sentimiento que era razón, mandó cesar las fiestas que se hacían por el nacimiento del príncipe don Felipe.

ARCEDIANO.-   ¿Creéis que le ha pesado de lo que se ha hecho?

LACTANCIO.-   ¿Qué os parece a vos?

ARCEDIANO.-   Cierto yo no lo sabría bien juzgar, porque de una parte veo cosas por donde le debe pesar y de otra por donde le debe placer, y por eso os lo pregunto.

LACTANCIO.-   Yo os lo diré. El Emperador es muy de veras buen cristiano, y tiene todas sus cosas tan encomendadas y puestas en las manos de Dios, que todo lo toma por lo mejor, y de aquí procede que ni en la prosperidad le vemos alegrarse demasiadamente ni en la adversidad entristecerse, de manera que en el semblante no se puede bien juzgar de él cosa ninguna; mas, a lo que yo creo, tampoco dejará de conformarse con la voluntad de Dios en esto como en todas las otras cosas.

ARCEDIANO.-   Tal sea mi vida. ¿Qué os parece que ahora su Majestad querrá hacer en una cosa de tanta importancia como esta? A la fe, menester ha muy buen consejo, porque si él de esta vez reforma la Iglesia, pues todos ya conocen cuánto es menester, allende del servicio que hará a Dios, alcanzará en este mundo la mayor fama y gloria que nunca príncipe alcanzó, y dirase hasta la fin del mundo que Jesucristo formó la Iglesia y el emperador Carlos V la restauró. Y si esto no hace, aunque lo hecho haya sido sin su voluntad y él haya tenido y tenga la mejor intención del mundo, no se podrá excusar que no quede muy mal concepto de él en los ánimos de la gente, y no sé lo que se dirá después de sus días, ni la cuenta que dará a Dios de haber dejado y no saber usar de una tan grande oportunidad como ahora tiene para hacer a Dios un servicio muy señalado y un incomparable bien a toda la república cristiana.

LACTANCIO.-   El Emperador, como os tengo dicho, es muy buen cristiano y prudente, y tiene personas muy sabias en su consejo. Yo espero que él lo proveerá todo a gloria de Dios y a bien de la cristiandad. Mas, pues me lo preguntáis, no quiero dejar de deciros mi parecer, y es que cuanto a lo primero, el Emperador debería...

PORTERO.-   Mirad, señores, la iglesia no se hizo para parlar, sino para rezar. Salíos afuera, si mandareis, que quiero cerrar la puerta.

LACTANCIO.-   Bien, padre, que luego vamos.

PORTERO.-   Si no queréis salir, dejareos encerrados.

ARCEDIANO.-   Gentil cortesía sería esa, a lo menos no os lo manda así San Francisco.

PORTERO.-   No me curo de lo que manda San Francisco.

LACTANCIO.-   Bien lo creo. Vamos, señor, que tiempo habrá para acabar lo que queda.

ARCEDIANO.-   Holgara cosa extraña de oíros lo que comenzasteis; mas, pues así es, vamos con Dios, con condición que nos tornemos a juntar aquí mañana.

LACTANCIO.-   Mas vamos a San Benito, porque este fraile no nos torne a echar otra vez.

ARCEDIANO.-   Bien decís; sea como mandareis.



 
 
FINIS
 
 


 
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