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Diálogos

Juan Luis Vives



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Vives

A Felipe, hijo de César Augusto Carlos, y heredero de su grande entendimiento

     De utilidad suma es el conocimiento de la lengua latina para hablar y aun para pensar rectamente. Viene a ser esta lengua como un tesoro de erudición y como una disciplina, porque en latín escribieron sus enseñanzas grandes y óptimos ingenios. Y para la juventud este estudio no embaraza, sino que, al contrario, hace fáciles otros estudios y ocupaciones del entendimiento.

     Para el conocimiento de la lengua latina escribí estos primeros ejercicios, que espero sean provechosos a la niñez, y me pareció que debía dedicártelos a ti, Príncipe dócil y grande esperanza, y ello por ti y por la benevolencia que me mostró siempre tu padre, que educa tu ánimo excelentemente en las rectas costumbres de España, que es la patria mía, cuya conservación estará mañana fiada a tu probidad y sabiduría.

     Mas de todas estas cosas y de otras oirás copiosa y frecuentemente a Juan Martínez Silíceo, tu maestro.



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Despertar matutino

BEATRIZ (criada), MANUEL y EUSEBIO

     BEATRIZ.- Jesucristo os saque del sueño de los vicios. ¡Eh, muchachos! ¿No vais a despertar hoy?

     MANUEL.- No sé qué me hiere en los ojos; veo cual si los tuviese llenos de arena.

     BEATRIZ.- Desde hace mucho tiempo es ésta tu primera canción matutina. Abriré las dos hojas de las ventanas, las de madera y las de vidrio, para que a entrambos os dé en los ojos la luz de la mañana. ¡Levantaos! ¡Levantaos!

     EUSEBIO.- ¿Tan temprano?

     BEATRIZ.- Más cerca está el mediodía que el alba. Tú, Manuel, ¿quieres mudarte de camisa?

     MANUEL.- Hoy no, que ésta está bastante limpia; mañana me pondré otra. Dame el jubón.

     BEATRIZ.- ¿Cuál?, ¿El sencillo o el acolchado?

     MANUEL.- El que quieras; me da igual. Dame el sencillo para que si hoy juego a la pelota esté más ligero.

     BEATRIZ.- Siempre lo mismo; antes piensas en el juego que en la escuela.

     MANUEL.- ¿Qué dices, majadera? También la escuela se llama juego.

     BEATRIZ.- Yo no entiendo vuestros sofismas y gramatiquerías.

     MANUEL.- Dame las pretinas de cuero.

     BEATRIZ.- Están rotas. Toma las de seda, que así lo mandó tu ayo. ¿Y ahora? ¿Quieres los calzones y las medias porque hace calor?

     MANUEL.- De ninguna manera; dame los calzoncillos. Apriétamelos bien.

     BEATRIZ.- ¿Cómo? ¿Tienes de paja o de manteca los brazos?

     MANUEL. No, sino que los tengo como cosidos con un hilo delgado. ¡Oh, qué agujetas me das, sin cabos y rotas!

     BEATRIZ. Acuérdate que ayer perdiste las enteras jugando a los dados.

     MANUEL.- ¿ Cómo lo sabes?

     BEATRIZ.- Yo te acechaba por una rendija de la puerta cuando jugabas con Guzmancillo.

     MANUEL.- Querida, no lo digas al ayo.

     BEATRIZ.- Pues se lo diré la primera vez que me llamares fea, como sueles.

     MANUEL.- ¿Y si te llamara ladrona?

     BEATRIZ.- Lo que quieras; mas no fea.

     MANUEL.- Dame los zapatos.

     BEATRIZ.- ¿Cuáles? ¿Los cerrados de capellada larga o los abiertos de capellada corta?

     MANUEL.- Los cerrados, por el lodo.

     BEATRIZ.- El lodo seco, que por otro nombre se llama polvo. Haces bien, porque en los abiertos se ha roto una correa y falta una hebilla.

     MANUEL.- Pónmelos, por tu vida.

     BEATRIZ.- Póntelos tú.

     MANUEL.- No puedo doblarme.

     BEATRIZ.- Tú con facilidad te doblarías; mas por la pereza te es difícil. ¿Te tragaste una espada como aquel charlatán de hace cuatro días? Si ahora eres delicado, ¿qué te ocurrirá cuando seas mayor?

     MANUEL.- Atalos con doble lazada, que es más elegante.

     BEATRIZ- ¡Nada menos! Al instante se desharía la lazada y te caerían los zapatos de los pies; más vale atarlos con dos nudos o con nudo y lazada. Toma la ropilla con mangas y el ceñidor de lienzo.

     MANUEL.- No me agrada éste, sino la correa de ir a cazar.

     BEATRIZ.- No quiere tu madre; ¿has de hacer siempre tu gusto? Además ayer rompiste el clavillo de la hebilla.

     MANUEL.- No me la podía quitar de otro modo. Dame el ceñidor colorado de hilo.

     BEATRIZ.- Toma; cíñete a la francesa. Péinate primero con las púas ralas; después con las espesas. Ponte el sombrero; no te lo eches al cogote ni a los ojos, como acostumbras.

     MANUEL.- Salgamos ya de aquí.

     BEATRIZ.- ¿Cómo, sin lavaros las manos ni la cara?

     MANUEL- Con tu molesta curiosidad ya hubieras abrumado a un toro, cuanto más un hombre. No parece que vistes a un muchacho, sino a una novia.

     BEATRIZ.- Eusebio, trae el jarro y la jofaina. Levanta un poco la mano y vierte el agua despacio, por el pico, no de golpe, que se derrame. Lávate la suciedad de los artejos de los dedos; enjuágate la boca, gargariza, estrega bien las cejas y los párpados, así como las orejas; toma tu toalla y sécate. ¡Válgame Dios! ¡Todo hay que advertírtelo; no haces cosa que salga de ti!

     MANUEL.- ¡Bah! ¡Eres muy importuna y odiosa!

     BEATRIZ.- Y tú muy encantador y hermoso niño. Dame un beso y un abrazo. Arrodíllate delante de esta imagen del Salvador y reza el Padrenuestro y las demás oraciones diarias antes que salgas del aposento. Mira, Manuel mío, que no pienses en otra cosa cuando reces. Espera un poco; cuelga este pañuelo de la correa para limpiarte las narices.

     MANUEL.- ¿Estoy ya compuesto a tu gusto?

     BEATRIZ.- Sí.

     MANUEL.- Pues al mío no, porque lo estoy al tuyo. Apostaré que he gastado una hora en vestirme.

     BEATRIZ.- Y aunque hubieras gastado dos. ¿Adónde habías de ir ahora? ¿Qué tienes que hacer? ¿Creo que no irás a cavar o a arar?

     MANUEL.- ¡Como si me faltara qué hacer!

     BEATRIZ.- ¡Oh, grande hombre, muy ocupado en hacer nada!

     MANUEL.- ¿ No te vas, chismosa? ¡Vete, o yo te haré ir a zapatazos y te quitaré la cofia de la cabeza!.

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Salutación primera

NIÑO, PADRE, MADRE e ISABELILLA

     NIÑO.- Buenos días, padre mío y madrecita mía; felices días, hermanitos; ruego a Jesucristo que os sea propicio, hermanitas.

     PADRE.- Dios te guarde y te dé grandes virtudes, hijo mío.

     MADRE.- Cristo te guarde, luz de mis ojos. ¿Qué haces, solaz mío? ¿Cómo estás? ¿Qué tal dormiste anoche?

     NIÑO.- Estoy bien y dormí tranquilo.

     MADRE.- Gracias a Jesucristo. Él sea servido de otorgarte siempre este favor.

     NIÑO.- Pero a medianoche me desperté con dolor de cabeza.

     MADRE.- ¡Desdichada y mísera de mí! ¿ Qué dices? ¿Qué parte te dolía?

     NIÑO.- La mollera.

     MADRE.- ¿Te duró mucho?

     NIÑO.- Apenas medio cuarto de hora. Después me dormí otra vez, y no sentí más el dolor.

     MADRE.- Vuelvo en mí, porque me habías casi muerto.

     NIÑO.- Isabelita, buenos días; aparéjame el desayuno. ¡Rucio, Rucio! Ven aquí, perrico gracioso. Mira cómo hace fiestas con la cola y se tiene derechito en las dos patas. ¿Cómo te va? ¿Cómo estás? Oye, tráeme unos bocados de pan para dárselos, verás qué juegos tan donosos. ¿No tienes hambre? ¿No tienes hoy apetito? Más entendimiento muestra este perro que aquel arriero gordo.

     PADRE.- Tuliolo, hijo mío, quiero hablar un rato contigo.

     NIÑO.- ¿Qué quieres, padre mío? Para mí no puede haber cosa de más gusto que atenderos.

     PADRE.- Este tu Rucio, ¿es bestia o es hombre?

     NIÑO.- Bestia, según creo.

     PADRE.- ¿Y qué tienes tú para ser hombre y no él? Tú comes, bebes, duermes, paseas, corres, juegas, y él hace las mismas cosas.

     NIÑO.- Pero yo soy hombre.

     PADRE.- ¿En qué lo conoces? ¿Qué tienes tú ahora más que el perro? Pero hay una diferencia, que él no puede hacerse hombre, y tú puedes, si quieres.

     NIÑO.- Os suplico, padre mío, que hagáis eso cuanto antes.

     PADRE.- Se hará, si vas a donde van bestias y vuelven hombres.

     NIÑO.- Iré de muy buena gana, padre; mas ¿dónde está ese lugar?

     PADRE.- En la escuela.

     NIÑO.- Estoy pronto para cosa de tanta importancia.

     PADRE.- Yo también. Oye, Isabelilla. Ponle el desayuno en la cestita.

     ISABELILLA.- ¿Qué pongo?

     PADRE.- Un pedazo de pan con manteca, y también higos secos o pasas para que coma con el pan, pero que estén bien soleadas y no de aquellas pegajosas que ensucian los dedos y los vestidos de los niños, salvo que quiera unas cerezas o unas ciruelas de fraile. Mete el brazo por el asa de la cestita para que no se te caiga.



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Camino de la escuela por primera vez

PADRE, FILIPONO, VECINO y NIÑO

     PADRE.- Santíguate, hijo mío.

     NIÑO.- Sapientísimo Jesucristo, guíanos a nosotros los ignorantes y los flacos.

     PADRE.- Vecino, tú que has frecuentado los estudios, dime quién enseña mejor a los niños en este gimnasio.

     VECINO.- Muy docto es Varrón; mas Filipono es hombre probo, diligentísimo y de no despreciable erudición. La escuela de Varrón es frecuentadísima, y en su casa tiene muchos discípulos a pupilo. Filipono no gusta de tener muchos discípulos; se contenta con pocos.

     PADRE.- Me agrada más éste.

     VECINO.- Vedle; es aquel que se pasea por el patio del gimnasio.

     PADRE.- Hijo mío, ésta es la oficina donde se forman los hombres y éste es el artífice que los forma. Maestro, sea contigo Jesucristo. Descúbrete, niño. Dobla la rodilla como te han enseñado, y ahora mantente derecho.

     FILIPONO.- Sed bienvenidos. ¿ Qué se os of rece?

     PADRE.- Te traigo a este hijo mío para que de bestia le hagas hombre.

     FILIPONO.- Pondré en ello cuidado. Se hará, no lo dudes; de bestia volverá hombre; de malo, bueno.

     PADRE.- ¿Por cuánto enseñas?

     FILIPONO.- Si el niño aprovecha bien, barato; sino, caro.

     PADRE.- Hablas aguda y sabiamente. Partamos este cuidado; tú le enseñarás con diligencia, y yo satisfaré bien tu trabajo.



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Los que van a la escuela

CIRRATO, PRETEXTATO, VIEJA, TERESICA (criada), TITIVILICIO y VERDULERA

     CIRRATO.- ¿Te parece que es horade ir a la escuela?

     PRETEXTATO.- Sin duda, ya es hora que vayamos.

     CIRRATO.- No sé bien el camino; creo que está en aquella calle cercana.

     PRETEXTATO.- ¿Cuántas veces fuiste allá?

     CIRRATO.- Tres o cuatro.

     PRETEXTATO.- ¿Cuándo empezaste a ir?

     CIRRATO.- Hará unos tres o cuatro días.

     PRETEXTATO.- ¿Y no basta eso para conocer el camino?

     CIRRATO.- No, aunque fuese cien veces.

     PRETEXTATO.- ¿Pero es verdad? Pues yo, aunque no hubiera ido más que,una vez, no erraría el camino. Es que tú vas de mala gana y jugando; no miras las calles, ni las casas, ni algunas señales que te muestren por dónde debes ir y volver. Yo observo todo esto con cuidado, porque voy gustoso.

     CIRRATO.- Este muchacho habita cerca de la escuela. Oye, Titivilicio, ¿por dónde se va a tu casa?

     TITIVILICIO.- ¿Qué quieres? ¿Te envía tu madre? La mía no está en casa, ni mi hermana; las dos fueron a la iglesia de Santa Ana.

     CIRRATO.- ¿Qué hay allí?

     TITIVILICIO.- Ayer fue la dedicación del templo y hoy las convidó una quesera a comer cuajada,

     CIRRATO.- ¿Por qué no fuiste con ellas?

     TITIVILICIO.- Me quedé para guardar la casa. Se llevaron con ellas un hermanito mío, y prometieron traerme en la cestita alguna porción de lo que sobrara.



     CIRRATO.- ¿Cómo no estás en tu casa?

     TITIVILICIO.- Luego volveré. Ahora voy a jugar y a jugar a la taba con el hijo de este zapatero. ¿ Queréis venir vosotros?

     CIRRATO.- Vamos, Si te atreves.

     PRETEXTATO.- Todo menos eso.

     CIRRATO.- ¿Por qué no?

     PRETEXTATO.- Porque no nos azoten.

     CIRRATO.- ¡Ah! ¡No me acordaba!

     TITIVILICIO.- No os azotarán.

     CIRRATO- ¿Tú qué sabes?

     TITIVILICIO.- Porque vuestro maestro perdió ayer la férula.

     CIRRATO- ¿Cómo lo supiste?

     TITIVILICIO.- Porque hoy hemos oído desde casa los gritos que daba buscándola.

     CIRRATO.- Vamos; juguemos un poco.

     PRETEXTATO.- Juega tú, si quieres; iré yo solo.

     CIRRATO.- No digas nada al maestro; dile que mi padre me retiene en casa.

     PRETEXTATO.- ¿Quieres que mienta?

     CIRRATO- ¿Por qué no? ¡Por un amigo!

     PRETEXTATO.- Porque oí en el templo al predicador que decía qué los mentirosos son hijos del diablo, y los que dicen verdad, hijos de Dios.

     CIRRATO.- ¿Del diablo? ¡Calla! Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor, Dios nuestro.

     PRETEXTATO.- No podrás librarte si juegas cuando has de estudiar.

     CIRRATO.- Vámonos; tú, quédate con Dios.

     TITIVILICIO.- ¡Ay, estos muchachos no se atreven a jugar un poco por temor a los azotes!

     PRETEXTATO.- Es éste un muchacho perdido y saldrá un mal hombre. Mas se nos fue y no le hemos preguntado por dónde se va a la escuela; llamémosle otra vez.

     CIRRATO.- Vaya enhoramala, no quiero que me provoque de nuevo a jugar. Se lo preguntaremos a esta vieja. Madre, ¿sabéis por dónde se va a la escuela de Filipono?

     VIEJA.- Junto a esa escuela habité seis años y allí parí a mi hijo el mayor y dos hijas. Pasad esta plaza de Villarrasa, después seguid el callejón, luego la plaza del Señor de Bétera; allí torced a la derecha, luego a la izquierda y preguntad, que la escuela está cerca.

     CIRRATO.- ¡Ah! ¿ Cómo podremos acordarnos de todo eso?

     VIEJA.- Teresica, lleva a estos muchachos a la escuela de Filipono, porque la madre de éste es aquella que nos daba lino para peinar e hilar.

     TERESICA.- ¿Qué malaventurado es ese Filipono? ¿Cuál hombre es? ¡Como si yo lo conociese! ¿Acaso habláis del zapatero remendón de junto a la Taberna Verde? ¿O del pregonero de la calle del Gigante, el que alquila caballos?

     VIEJA.- Harto sé que ignoras las cosas que son necesarias, mas no las que de nada aprovechan. ¡Torpe, Filipono es aquel maestro viejo, alto y corto de vista de enfrente de la casa en que hemos vivido!

     TERESICA.- ¡Ah! ¡Ya me acuerdo!

     VIEJA.- A la vuelta pásate por el mercado y compra hortaliza, rábanos y cerezas. Toma la cesta.

     CIRRATO.- Llévanos a nosotros por el mercado.

     TERESICA.- Más presto iréis por aquí.

     CIRRATO.- No queremos ir por aquí.

     TERESICA.- Y ¿por qué no?

     CIRRATO.- Porque me mordió el perro de la casa de aquel panadero, y también porque queremos acompañarte a la plaza.

     TERESICA.- A la vuelta pasaré por el mercado, porque está muy lejos de aquí, y compraré lo que me mandaron. Antes os dejaré en la escuela.

     CIRRATO.- Queremos ver por cuánto comprarás las cerezas.

     TERESICA.- Las mercamos a seis dineros la libra; pero, ¿a ti qué te importa?

     CIRRATO.- Es que mi hermana me mandó esta mañana que preguntara por cuánto las vendían, y hay allí una verdulera vieja, la que, si le mercares, no sólo te las dará más baratas, sino que también nos regalará algunas cerezas o algún cogollo de lechuga, porque esa vieja sirvió a mi madre y a mi hermana algún tiempo.

     TERESICA.- Temo no os cueste algunos azotes el haber rodeado tanto.

     CIRRATO.- No, porque llegaremos a buen tiempo.

     TERESICA.- Vamos; así me pasearé un poco. ¡Desdichada de mí, que me consumo de estar todo el día sentada en casa!

     PRETEXTATO.- ¿Pues, qué haces? ¿Acaso estás ociosa?

     TERESICA.- ¿Ociosa? Nada de eso: hilo, hago ovillos, devano, tejo. ¿Piensas que la vieja me permitiría estar ociosa? Maldice los días de fiesta porque durante ellos no se debe trabajar.

     PRETEXTATO.- ¿Por ventura no son sagrados los días de fiesta? ¿Cómo, pues, maldice de lo que es sagrado? ¿Quiere, quizá, hacer que no sea sagrado aquello que lo es?

     TERESICA.- ¿Crees que yo aprendí geometría para que os lo pueda declarar?

     CIRRATO.- ¿ Qué cosa es geometría?

     TERESICA.- No lo sé. Nosotros teníamos una vecina a quien llamaban Geometría. Estaba siempre en la iglesia con los sacerdotes, o éstos en casa de ella. Y así, según decían, era muy sabia. Mas ya hemos llegado al mercado. Ahora a ver dónde está vuestra vieja.

     CIRRATO.- Eso estaba yo mirando. Pero compra a ésta, con tal que añada algunas cerezas para nosotros. Tía, esta muchacha le mercará cerezas si nos diere algunas.

     VERDULERA.- A mí no me dan nada; aquí todo se vende.

     CIRRATO.- ¿Ni le dan esas suciedades de las manos y del cuello?

     VERDULERA.- ¡Desvergonzadillo, si no te vas de aquí probarán tus carrillos estas suciedades!

     CIRRATO.- ¿ Cómo las probarán mis carrillos estando en vuestras manos?

     VERDULERA.- ¡Vuelve las cerezas, ladronzuelo!

     CIRRATO.- Es para catarlas, porque quiero comprar.

     VERDULERA.- Pues Compra.

     CIRRATO.- ¿Por cuánto, si me agradasen?

     VERDULERA.- A dinero la libra.

     CIRRATO.- ¡Puf! Son acedas. ¡Ah, bruja, vendes aquí a las gentes cerezas ahogaderas!

     TERESICA.- Vamos a la escuela, porque vosotros me enredaríais con vuestras agudezas y me detendríais mucho. Creo que ya estará la vieja en casa renegando por mi tardanza. Esta es la puerta; llamad.



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Una lección

MAESTRO, LUCIO Y ESQUINES (Muchachos), y COTA

     MAESTRO.- Toma el abecedario con la mano siniestra y este puntero con la derecha para señalar cada una de las letras; tente derecho, guarda tu sombrero bajo el sobaco. Oye con atención como yo nombrare las letras, y pon cuidado como las pronuncio. Procura decirlas después, cuando yo te lo pida, del mismo modo que yo las digo. Síguerne ahora a mí, que voy delante diciéndolas una a una. ¿Has entendido bien?

     LUCIO- Creo que sí.

     MAESTRO.- Cada una de éstas se llama letra: de ellas cinco son vocales, A, E I O, U, que están contenidas en el vocablo español oueia, que en latín se llama ovis. Acuérdate de este nombre. Hacen sílaba éstas con cualquiera o con más de las otras; sin vocal no se hace sílaba, y aun una vocal sola es sílaba no pocas veces. Todas las demás se llaman consonantes, Porque no suenan si no se les junta vocal; así tienen un sonido imperfecto y manco. B C, D, G, que sin la E suenan poco. De las sílabas se forman las voces o palabras, y de éstas nace el hablar de que todas las bestias carecen; y tú no serás diferente de las bestias si no aprendes a hablar bien. Despabílate y pon cuidado. Anda, siéntate con tus condiscípulos y aprende la lección que te he dicho.

     LUCIO.- ¿ No jugamos hoy?

     ESQUINES- No, porque es día de trabajar. ¿O has venido aquí para jugar? Este no es lugar de juego, sino de estudio.

     LUCIO.- ¿Por qué le llaman juego?

     ESQUINES.- Se le llama juego, pero literario, porque aquí se ha de jugar con letras, y en otro lugar a la pelota, la trompa, la taba. Oí decir que en griego se llama skole, que es como ocio, porque es un verdadero descanso, y quiere quietud de ánimo el vivir estudiando. Mas aprendamos la lección que nos señaló el maestro, y ello en voz baja para no perturbarnos los unos a los otros.

     LUCIO.- Mi abuelo, que estudió algún tiempo en Bolonia, me enseñó que se queda mejor en la memoria lo que uno quiere si lo pronuncia en voz alta, y esto lo confirma la autoridad de no sé qué Plinio.

     ESQUINES.- Si alguno quiere aprender sus lecciones de ese modo, váyase a los huertos o a los cementerios de los templos; grite allí hasta que despierte a los muertos.

     COTA.- ¿Es esto estudiar, muchachos? ¿Charlar, mover porfías? Ea, venid, que así lo manda el maestro.



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La vuelta a la casa y los juegos pueriles

TULIOLO, CORNELIOLA, ESCIPIÓN, LÉNTULO, MADRE y CRIADA,

     CORNELIOLA.- Bienvenido seas, Tuliolo; ¿quieres jugar un poco?

     TULIOLO.- Ahora no; luego jugaremos.

     CORNELIOLA. -¿ Qué tienes que hacer?

     TULIOLO. -Repasar lo que el maestro me mandó encomendase a la memoria.

     CORNELIOLA. -¿Qué te mandó?

     TULIOLO. -Mira.

     CORNELIOLA.- ¡Oh! ¿Qué notas son éstas? Parecen hormigas pintadas. ¡Madre mía, qué de hormigas y mosquitos trae Tuliolo pintados en la cartilla!

     TULIOLO.- Calla, loca; son letras.

     CORNELIOLA.- ¿Cómo se llama la primera?

     TULIOLO.- A.

     CORNELIOLA.- ¿Por qué la primera es A y no es otra?

     MADRE.- ¿Por qué eres tú Corneliola y no Tuliolo?

     CORNELIOLA.- Porque así me llamo.

     MADRE.- Pues lo mismo sucede con estas letras. Mas vete ya a jugar, hijo mío.

     TULIOLO- Aquí dejo la cartilla, y el puntero; si alguno los tocare mi madre le azotará. ¿No es verdad, madrecita mía?

     MADRE.- Sí, hijo mío.

     TULIOLO.- ¡Escipión, Léntulo, venid a jugar!

     ESCIPIÓN.- ¿A qué jugaremos?

     TULIOLO.- Jugaremos a echar nueces en el hoyuelo.

     LÉNTULO.- No tengo sino pocas nueces, y ésas cascadas o podridas.

     ESCIPIÓN.- Jugaremos con cáscaras de nueces.

     TULIOLO.- ¿Y de qué me aprovecharán aunque gane veinte, si dentro no hay meollo que comer?

     ESCIPIÓN.- Yo cuando juego no como. Si quiero comer algo, se lo digo a mi madre. Estas cáscaras de nueces son, a propósito para hacer casas a las hormigas.

     LÉNTULO.- Juguemos a pares o nones con alfileres.

     TULIOLO.- Trae las tabas.

     ESCIPIÓN.- Léntulo, tráelas.

     LÉNTULO.- Aquí las tienes.

     TULIOLO.- ¡Cuán llenas están de polvo y suciedad, qué poco descarnadas y nada pulidas! ¡Tira tú!

     ESCIPIÓN.- ¡A ver quién es mano!

     LÉNTULO.- Yo soy mano. ¿Qué jugamos?

     ESCIPIÓN.- Las pretinas.

     LÉNTULO.- Yo no quiero perder las mías, que luego en casa me azotaría el ayo.

     TULIOLO.- ¿Y qué quieres perder si te gano?

     LÉNTULO.- Papirotes.

     MADRE.- ¿Qué hacéis tirados por el suelo? Destrozáis la ropa y los zapatos, y más en lugar tan sucio. ¿Por qué, antes de sentaros, no barréis el suelo? Traed la escoba.

     TULIOLO.- ¿ Qué jugamos?

     ESCIPIÓN.- Un alfiler por cada punto.

     TULIOLO.- Mejor dos.

     LÉNTULO.- Yo no tengo alfileres; si queréis pondré rabos de cerezas por alfileres.

     TULIOLO.- ¡Quita allá! Jugaremos tú y yo, Escipión.

     ESCIPIÓN.- Yo aventuro mis alfileres.

     TULIOLO.- Dame las tabas para tirar primero. ¿Ves? ¡Gané!

     ESCIPIÓN.- No, por cierto, que no iba de veras.

     TULIOLO.- Para ti nunca se juega de veras. ¡Como si dijeras que lo blanco es negro!

     ESCIPIÓN.- Búrlate lo que quieras; esta vez no te llevarás mis alfileres.

     TULIOLO.- Sea; te perdono esta mano; juguemos ya por la ganancia. ¡Que me valga la suerte!

     ESCIPIÓN.- Yo he ganado.

     TULIOLO.- Toma la puesta.

     LÉNTULO,- Dame las tabas.

     TULIOLO.- Va el resto.

     LÉNTULO.- Quiero.

     CRIADA.- Muchachos, venid a cenar. ¿No os cansáis de jugar?

     TULIOLO.- No hemos comenzado, y ya ésta dice que lo dejemos,

     CORNELIOLA.- Me enfada este juego. Juguemos al alquerque.

     TULIOLO.- Rayemos este ladrillo con carbón o yeso para jugar.

     ESCIPIÓN.- Más quiero yo cenar que jugar. Ahora me voy sin alfileres por vuestras trampas.

     TULIOLO.- Acuérdate que ayer se los ganaste tú a Cetego.



     Ni aun aquel que es más diestro, vence siempre en el juego.

     CORNELIOLA.- Trae los naipes, que hallarás en el aparador a mano izquierda.

     ESCIPIÓN.- Otra vez, que ahora no hay tiempo. Temo que mi ayo se enoje si tardo más y me envíe a dorrnir sin cenar. Cuida tú, Corneliola, de tenernos prevenidos los naipes para mañana por la tarde.

     CORNELIOLA.- Si nos lo permite madre. Valía más jugar ahora que nos deja.

     ESCIPIÓN.- Ahora que nos llaman, lo mejor es cenar.

     CRIADA.- ¿Y no me dais nada a mí, que estaba mirando?

     CORNELIOLA.- Te daríamos algo si hubieses sido árbitro del juego. Antes debes darnos tú, que te divertiste viéndonos jugar.

     CRIADA.- Vamos, muchachos. ¿Cuándo vais a venir? La cena está mediada, ahora sirven la carne, y pronto sacarán el queso y las manzanas.



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Refección escolar

NEPUTOLO, PISÓN, MAESTRO, REPETIDOR, FLORO, ANTRAX y LAMIA (criada).

     NEPUTOLO.- ¿Vivís aquí espléndidamente?

     PISÓN.- ¿Qué preguntas; si aquí nos lavamos? Cada día las manos y la cara, y muy a menudo. La limpieza del cuerpo conviene a la salud y al ingenio.

     NEPUTOLO.- No pregunto eso, sino si coméis y bebéis a gusto de vuestro ánimo.

     PISÓN.- No comemos a gusto del ánimo, sino del paladar.

     NEPUTOLO.- Digo si coméis como y cuanto queréis.

     PISÓN.- Muchísimo, o sea con hambre, y el que quiere come, y el que no, se abstiene.

     NEPUTOLO.- ¿Os levantáis de la mesa con hambre?

     PISÓN.- Nos levantamos no hartos del todo; ni conviene la hartura, que saciarse es de brutos, no de hombres. Cuentan que hubo un rey sapientísimo que nunca se sentó a la mesa sin apetito, ni se retiró de ella harto.

     NEPUTOLO.- ¿ Qué coméis?

     PISÓN.- Lo que tenemos.

     NEPUTOLO.- Pensaba que comíais lo que no teníais. Pero, en suma, ¿qué es lo que tenéis?

     PISÓN.- Molesto preguntador, comemos aquello que nos dan.

     NEPUTOLO.- ¿Y qué os dan?

     PISÓN.- A la hora y media de habernos levantado, almorzamos.

     NEPUTOLO.- ¿Cuándo os levantáis?

     PISÓN.- Con el Sol, que es caudillo de las musas, como la aurora es grata a éstas. Nuestro almuerzo es un pedazo de pan de harina sin cerner, con manteca y algunas frutas del tiempo. A mediodía comemos hortalizas o verduras cocidas o una escudilla de sepa, más un pedazo de carne, y unas veces nabos, otras berzas o fécula, o sémola, o arroz. Los días de vigilia comemos una escudilla de suero, del que se hace la manteca, con sopas, más pescado fresco, si le hay barato en el mercado, y, si no, pescado salado puesto en remojo, y después almortas o garbanzos o lentejas, o habas u otra legumbre.

     NEPUTOLO.- ¿Cuánto os dan de cada una de estas cosas?

     PISÓN.- Pan, cuanto queremos; de las viandas, lo bastante no para hartar, sino para sustentar. Busca comidas regaladas en otra parte, no en la escuela, donde los ánimos se instruyen en la virtud.

     NEPUTOLO.- ¿Qué bebéis?

     PISÓN.- Agua fresca, cerveza floja, y, raras veces, vino muy aguado. La merienda, o antecena- si así quieres llamarla-, la constituyen un pedazo de pan, y almendras, o avellanas, o higos secos, o pasas; y si es verano, peras o manzanas, o cerezas, o ciruelas; ahora que cuando vamos a la granja a recrearnos, tomamos leche o cuajada, queso fresco, leche de almendras, altramuces aliñados, pámpanos y algunas otras cosas. La cena se concluye con ensalada bien picada y aderezada con sal, aceite de oliva, de la alcuza, y vinagre.

     NEPUTOLO.- ¿Cómo, con aceite de nueces o de raíces?

     PISÓN.- ¡Con cosas tan desabridas e insalubres, no! Comemos también en un plato grande carne de carnero cocida en la olla con caldo, más algunas ciruelas pasas o raicillas u hortalizas, que son como verdura; también comemos longaniza alguna vez, que sabe muy bien.

     NEPUTOLO.- ¿Con cuál salsa?

     PISÓN.- Con hambre, que es la mejor y la más sabrosa. Además, ciertos días de la semana comemos un poco de carne asada, de ternera unas veces, y de cabrito otras. En verano nos dan como postre rábanos o un pedazo de queso, no podrido ni rancio, sino fresco, que es de más sustento, peras, priscos o membrillos. Los días de vigilia, en lugar de carne nos dan huevos asados al rescoldo, o fritos, o estrellados, o pasados por agua, o en la tortilla hecha en la sartén, con vinagre o agraz; algunas veces un poco de pescado, y después queso y nueces.

     NEPUTOLO.- ¿Cuánto os dan a cada uno?

     PISÓN.- Un par de huevos y otro par de nueces.

     NEPUTOLO.- ¿Y después de cenar alguna vez coméis algo?

     PISÓN.- Muchas veces.

     NEPUTOLO.- ¿Y qué coméis, porque esto es cosa gustosa?

     PISÓN.- Pues concurrimos al banquete de Siro, que relata Terencio, o alguno de aquellos tan suntuosos de Ateneo, y otros semejantes que refieren las historias. ¿Acaso piensas que nosotros somos puercos y no hombres? ¿Qué vientre podría engullir más después de cuatro comidas? Esto es una escuela, no lugar donde se ceba animales. Dicen que no hay nada tan dañoso para la salud como beber poco antes de acostarse.

     NEPUTOLO.- ¿Podré cenar con vosotros?

     PISÓN.- Es fácil, siempre que se le pida licencia al maestro, que acostumbra a concederla con gusto. De otro modo no, porque seria de mala crianza y quien te llevara quedaría corrido y afrentado delante de los condiscípulos. Espera un poco. Maestro, con vuestra licencia, ¿puede cenar con nosotros un muchacho conocido mío?

     MAESTRO.- ¡Enhorabuena! No me enojará.

     PISÓN.- Gracias. Mira, este que lleva la servilleta colgada al cuello es el refitolero de semana. Porque aquí tenemos un refitolero cada semana, como los reyes tienen maestresalas.

     REPETIDOR.- Lamia, ¿qué hora es?

     LAMIA.- Ocupada desde que dieron las tres en escribir una epístola, no oí hora alguna. Floro os lo dirá, que en toda la tarde miró las hojas del libro.

     FLORO.- Muy de amiga es tu testimonio, y muy del caso con un maestro enojado. Mas ¿cómo pudiste ver todo esto, estando tan ocupada, como dices, con tu epístola? En verdad, mucho me alegra que mi enemiga sea tenida por embustera. Si otra vez quisieres calumniarme, nadie te creerá.

     REPETIDOR.- ¿No hay ninguno que pueda decirme qué hora es? Antrax, ve corriendo a la iglesia de San Pedro y mira la hora.

     ANTRAX.- El reloj señala las seis.

     REPETIDOR.- ¿Las seis ya? Ea, muchachos, levantaos pronto, daos prisa, recoged los libros. Apercibid las mesas, traed manteles, poned servilletas, tajadores y pan, aprestad los asientos, y esto dicho y hecho para que el maestro no se enoje. Tú, saca agua de la cisterna; tú, trae cerveza; tú, pon vasos. ¿Qué es esto? ¿Cómo los traes tan empañados? Vuélvelos a la cocinera, que los friegue y seque bien para que estén limpios y resplandecientes.

     PISÓN.- Nunca lograréis eso mientras tengamos en la cocina esta criada. No se atreve a fregar con fuerza las cosas, y las lava sólo una vez con agua tibia; de tal modo cuida sus dedos.

     REPETIDOR.- ¿Por qué no se lo adviertes al maestro?

     PISÓN.- Mejor sería quejarnos a, la portera. En sus manos está mudar las criadas de cocina. Pero ahí viene. Tú mismo limpia estos vasos con arena, agua y hojas de higuera u ortigas, para que el maestro no tenga hoy que reprender con fundamento.

     MAESTRO.- ¿Está todo aparejado? ¿Hay algo que pueda detenernos?

     REPETIDOR.- Nada.

     MAESTRO.- No tengamos que esperar de plato a plato.

     REPETIDOR.- ¿Platos? Mejor dicho es uno, y éste escaso.

     MAESTRO.- ¿Qué dices entre dientes?

     REPETIDOR.- Digo que ya es tiempo de sentarnos, porque la cena casi se está pasando de punto.

     MAESTRO.- Muchachos, lavaos las manos y la cara. ¡Ah! ¿Qué toalla es ésta? ¿Cómo se lavaron los que se enjugaron con ella? ¡Presto, traed otra! Sentémonos como acostumbramos. ¿Es aquel muchacho nuestro convidado?

     PISÓN.- Sí, señor.

     MAESTRO.- ¿De dónde es?

     PISÓN.- De Flandes.

     MAESTRO.- ¿De cuál ciudad?

     PISÓN.- De Brujas.

     MAESTRO.- Colócale a tu lado. Saque cada uno su cuchillo y limpie su pan, si es que hay pegado en la corteza carbón o ceniza. Bendiga la mesa aquel a quien le toca esta semana.

     FLORO.- ¡Oh, Cristo! ¡Apacienta nuestros espíritus con tu caridad, Tú que mantienes benigno todo lo que vive! ¡Benditos sean, Señor, estos dones que recibimos de tus manos y seas santificado por la largueza con que nos los das! Amén.

     MAESTRO.- Sentaos separados los unos de los otros para que no estéis apretados, puesto que hay sitio. Tú, brujense, ¿tienes cuchillo?

     PISÓN.- Un flamenco sin cuchillo sería un milagro; y más de Brujas, donde los fabrican óptimos.

     NEPUTOLO.- Yo no he menester cuchillo: con los dientes cortaré el pan a bocados, y con los dedos lo partiré en pedazos.

     REPETIDOR.- Dicen que es provechoso para las encías cortar el pan a bocados, y además que así se mantienen blancos los dientes.

     MAESTRO.- ¿Dónde aprendiste los rudimentos de gramática? Porque me parece que no aprovechaste mal el tiempo.

     NEPUTOLO.- En Brujas, en la escuela de Juan Teodoro Nervio.

     MAESTRO.- Varón diligente, docto y virtuoso. Brujas es ciudad elegantísima; mas es cosa sensible que se vaya perdiendo cada día por los vicios de su plebe. ¿Cuánto ha que viniste de ella?

     NEPUTOLO.- Seis días ha.

     MAESTRO.- ¿Cuánto tiempo llevas estudiando?

     NEPUTOLO.- Tres años.

     MAESTRO.- No te pesará lo que aprendiste.

     NEPUTOLO.- A fe que no, porque tuve un maestro de quien no me pesa.

     MAESTRO.- ¿Y qué hace nuestro Vives?

     NEPUTOLO.- Dicen que lucha, pero no a fuer de buen luchador.



     MAESTRO.- ¿Con quién?

     NEPUTOLO.- Con su mal de gota.

     MAESTRO.- ¡Oh, enemigo traicionero, que primero sujeta los pies!

     REPETIDOR.- Antes verdugo cruel, que aprisiona todo el cuerpo. Mas, tú ¿qué haces? ¿Por qué te detienes? Parece que viniste a mirar y no cenar. Ninguno toque su sombrero mientras cenamos, no caiga algún cabello en los platos. ¿Por qué no tratáis al huésped con más cortesía?

     MAESTRO.- Neputolo, a tu salud.

     NEPUTOLO.- Maestro, recibo el favor con mucho gusto.

     MAESTRO.- No dejes nada en el vaso; sólo queda un leve sorbo.

     NEPUTOLO.- Eso sería en mí cosa nueva.

     MAESTRO.- ¿Qué, no agotarla? Mas tú, mi ayudante, ¿qué dices? ¿No traes algo nuevo para sobremesa?

     REPETIDOR.- La verdad, no se me ocurre nada; pero estas dos horas discurrí algo relativo a la gramática.

     MAESTRO.- ¿Qué es ello?

     REPETIDOR.- Son cosas arduas, difíciles e íntimas de esta disciplina. Primeramente por qué los gramáticos pusieron tres géneros, siendo dos en la naturaleza. O por qué la naturaleza no cría cosas del género neutro, así como las cría de los géneros masculino y femenino. No puedo penetrar la causa de este misterio. Además los filósofos dicen que sólo hay tres tiempos, y nuestro arte trae cinco; luego nuestro arte está fuera de la naturaleza de las cosas.

     MAESTRO.- Quien está fuera eres tú, porque el arte está comprendido en la naturaleza.

     NEPUTOLO.- Si estoy fuera de la naturaleza, ¿cómo puedo comer de este pan y de esta carne, que está dentro de aquélla?

     MAESTRO.- Tanto peor eres tú, que vienes de otra naturaleza a comer de estas cosas que están en nuestra naturaleza.

     NEPUTOLO.- Esa respuesta no hace al caso. Otra quisiera yo a mis cuestiones. ¡Ojalá tuviésemos aquí a Polemón o a Varrón, que, de cierto, las resolverían!

     MAESTRO.- ¿Y por qué no a Aristóteles o a Platón? ¿Tienes algo más que decir?

     REPETIDOR.- Ayer vi cometer una maldad digna de muerte. Ese maestro de la calle Derecha, más hediondo que un macho cabrío, que en su escuela, hecha un asco, enseña a discípulos de tres a la blanca, cuatro o cinco veces pronunció volúcres poniendo el acento en la u. Yo me admiré de que no se lo tragara la tierra.

     MAESTRO.- ¿Qué otra cosa podía decir el tal maestro? Además no sabe las reglas de la gramática. Es que tú te inquietas mucho por cosas leves y haces tragedia de la comedia o del entremés.

     REPETIDOR.- Yo concluí mi tarea. Ahora te toca a ti, alternando. Dinos algo mientras cenamos.

     MAESTRO.- No quiero, por que no me respondas fuera de propósito como yo lo hice. Este guisado se enfría; traed el braserico de mesa para calentarle un poco antes de que mojéis el pan. Este rábano no se puede comer; tan correoso y húmedo está, y casi lo mismo están las hortalizas del potaje.

     REPETIDOR.- Esto, en verdad, no lo trajeron del mercado, sino que aquí se tomó de nuestra despensa, que es una pieza nada a propósito para el caso. No sé cuál es la causa de que nos traigan siempre los huesos sin tuétano.

     MAESTRO.- Poco tuétano tienen los huesos cuando la Luna está en menguante.

     REPETIDOR.- ¿Y cuando está llena?

     MAESTRO.- Mucho.

     REPETIDOR.- Pues aun entonces los huesos que nos dan tienen poco o nada, a decir verdad.



     MAESTRO.- No es la Luna quien sorbe esos tuétanos, sino nuestra Lamia, que además echó en este caldo demasiado jengibre y pimienta, y en la ensalada harto perejil, mastuerzo, hisopo, hierbabuena, salvia y oruga. Y, de cierto, no hay cosa más dañosa para los niños y los mancebos como las comidas que abrasan las entrañas.

     REPETIDOR.- ¿Pues de cuáles hierbas queríais que se compusiese?

     MAESTRO.- De lechugas, borrajas, verdolagas, con un poco de perejil. Tú, Gingolfo, no te limpies los labios con la mano ni con la manga, sino las manos y los labios con la servilleta, que para eso te la dan. No toques de la carne sino aquella parte que has de tomar. Tú, Dromo, ¿no reparas que te manchas las mangas con la grasa del carnero? Si son abiertas, sujétalas al hombro; si son cerradas, arremángalas hasta el codo, y para que no se caigan sujétalas con un alfiler o con una espina, que es lo que más te conviene a ti. Tú, señor delicado, que te recuestas sobre la mesa. ¿Dónde aprendiste eso? ¿En alguna zahúrda? ¡Hola, ponedle una almohada bajo el codo! Refitolero, cuida que no se pierdan estos relieves; ponlos en la despensa. Lo primero de todo quita el salero; después el pan, luego los platos, las fuentes, las servilletas, y, finalmente, los manteles. Limpie cada uno su cuchillo y métalo en la vaina. Oye tú, Cinciolo, no te escarbes los dientes con el cuchillo, que es dañoso, hazte un mondadientes de una pluma o de un palito delgado puntiagudo, y escarba poco a poco para que no te sajes las encías y hagas salir sangre. Levantaos y lavaos las manos. Quitad la mesa; llamad a la criada para que barra el suelo con la escoba. Demos las gracias a Cristo. Comience aquel que bendijo la mesa.

     FLORO.- ¡Oh, Jesucristo Señor nuestro; os damos las gracias temporales por esta comida temporal; haced que os las demos eternas por nuestra eterna salvación! Amén.

     MAESTRO.- Id a jugar, a hablar y a pasear donde os pareciere, hasta la noche.



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Los habladores

NUGO, GRAJO, TORDO, BAMBALIO y CELADOR

     NUGO.- Sentémonos los dos en esta viga, y tú, Grajo, en esa piedra de enfrente, con tal que nos dejes ver los que pasan. Abriguémonos en esta pared que mira al Sol. ¡Qué tronco tan grande! ¿Para qué servirá?

     TORDO.- Para que nos sentemos en él.

     NUGO.- Debería ser muy alto y muy grueso el árbol de que salió.

     TORDO.- Como los que hay en las Indias.

     GRAJO.- ¿Qué sabes tú? ¿Estuviste en las indias con los españoles ?

     TORDO.- ¡Como si no se pudieran saber las cosas de una región sin haber estado en ella! Yo os citaré mi autor: Plinio dice que hay en la India árboles tan altos que no llega a lo último de ellos una saeta, y, según Virgilio.

      Ni secretos del arco el indo ignora.

     NUGO.- También escribe Plinio que bajo las ramas puede esconderse un escuadrón de soldados con sus caballos.

     TORDO.- Nadie que vea los juncos de aquella región, que usan en guisa de báculos los enfermos, los débiles o los ricos, se admirarán de ello.

     GRAJO.- Oye; ¿qué hora es?

     NUCO- No lo sé, porque la campana que avisa las horas están fundiéndola. ¿Estuviste allí?

     GRAJO.- No me atreví; dicen que es cosa peligrosa.

     NUGO.- Yo sí estuve, y vi que muchas mujeres preñadas pasaban sobre la canal de la fundición, que está bajo tierra.

     TORDO.- Oí decir que esto es para ellas cosa muy, saludable.

     GRAJO.- Eso es, como dicen, filosofía de rueca. Pero yo quisiera saber en qué hora vivimos.

     NUGO.- ¿Qué te importa? Si tienes algo que hacer, mientras hay oportunidad es hora. ¿Dónde está tu reloj de camino?

     GRAJO.- Se me cayó hace unos días cuando huía del perro del hortelano, después de haber cogido unas ciruelas.

     TORDO.- Te vi desde la ventana cuando corrías, pero no pude ver adónde te retiraste, porque me lo impedía el pensil que en la ventana puso mi madre, contra la voluntad de mi padre, que no quería y la contradecía mucho. Pero, firme en su propósito, mi madre consiguió que no se quitase.

     NUGO.- ¿Qué hacías tú? ¿Callabas?

     TORDO.- Callaba y lloraba. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando porfiaban estas dos personas a las que tanto quiero? Aunque mi madre me mandaba que tomase partido por ella, que la defendiera y que pusiese el grito en el cielo, yo no quería ni chistar contra mi padre. Enojada, me envió a la escuela sin almorzar cuatro días seguidos. Juraba que yo no era su hijo, sino que el ama me había trocado, por lo que dice que la llevará ante el juez capital.

     NUGO.- ¿Juez Capital? ¿Es que todo alcalde no tiene cabeza?

     TORDO.- No sé; ella así lo dijo.

     GRAJO.- ¡Eh! ¿Quiénes son esos con gabardinas y con botas?

     NUGO.- Son franceses.

     GRAJO.- ¿Cómo, por ventura hay paz?

     TORDO.- Dicen que habrá guerra, y harto cruel.

     GRAJO.- ¿Qué traen?

     TORDO.- Vino.

     NUGO.- Muchos se alegrarán.

     GRAJO.- Cierto. No sólo alegra el vino, sino el recordarle, y aun el nombrarle.

     NUGO.- Será a los que de él gustan. A mí, que bebo agua, nada me importa.

     GRAJO.- Nunca serás buen poeta.

     TORDO.- ¿Conoces a aquella mujer?

     GRAJO.- No. ¿Quién es?

     TORDO.- Lleva los oídos tapados con algodón.

     GRAJO.- ¿Por qué?

     TORDO.- Para no oír lo que le dicen; tiene mala reputación.

     NUGO.- ¡Cuántos hay que tienen mala fama, y llevan las orejas bien destapadas y bien abiertas!

     TORDO.- Aquí me parece pertinente lo que Cicerón dice en sus Cuestiones tusculanas: «Marco Craso oía mal, y lo peor es que oía su mal.»

     NUGO.- Sin duda oía narrar sus infamias. ¿Y tú, Bambalio, encontraste al cabo tus Cuestiones tusculanas?

     BAMBALIO.- Sí, en casa de un librero de viejo; pero tan remendadas y destrozadas que casi no las conocía.

     NUGO.- ¿Quién las había hurtado?

     BAMBALIO.- Vatino, que mala pro le haga.

     GRAJO.- ¡Hombre de manos corvas a las que todo se pega! Nunca le dejes entrar donde tengas tus cajas, tus cofres y tu escritorio, si no quieres que te falte algo. ¿No sabes que todos le tienen por un cortabolsas y que de este delito lo acusaron ante el maestro de la escuela?

     NUGO.- La hermana de aquella muchacha parió ayer dos gemelos.



     GRAJO.- ¡Y te admira eso! En la calle de la Sal, junto al León de la Celada, una mujer parió tres criaturas ha seis días.

     NUGO.- Plinio dice que se pueden parir hasta siete.

     TORDO.- ¿Alguno de vosotros oyó hablar de la mujer de un conde de Batavia? Dicen que parió tantos de un parto cuantos días tiene el año, y esto por maldición de una infeliz mendiga.

     GRAJO.- ¿ Cómo sucedió eso?

     TORDO.- Una pobre mujer cargada de hijos pidió limosna a la condesa. Como ésta la viese con tantas criaturas, despidiola afrentándola, llamándola ramera, porque decía que no podía haber tenido tantos hijos de un solo marido. La mendiga juró que ella era ¡nocente de lo que se le acusaba, rogando a Dios que si ella era mujer honrada diese a la condesa de un solo marido y en un solo parto tantos hijos como días tiene el año. Y así sucedió, y el milagro está a la vista en una piedra donde aparece esculpida la multitud de hijos. La piedra se conserva en cierto lugar de aquella ínsula.

     GRAJO.- Más quiero creerlo que averiguarlo.

     NUGO.- Para Dios nada es imposible.

     GRAJO.- Antes es todo facilísimo.

     NUGO.- ¿No conocéis a aquel que va caballero en el rocín flaco y trasijado, cargado de redes, acompañado de perros, con sombrero de campo y calzado de abarcas?

     TORDO.- ¿Es por ventura Mannio el versificador?

     NUGO.- El mismo, sin duda.

     TORDO.- ¿ Qué mudanza tan grande es ésta?

     NUGO.- Dejó a Minerva y sigue a Diana; esto es, dejó una ocupación honrosa y se aplicó a un trabajo necio. Hízose rico su padre en el comercio; pero éste piensa que el oficio de mercader que su padre ejerciera es cosa indecorosa, y se ha aplicado a criar caballos y a la caza, creyendo que de otra manera no podría ennoblecer su casa y su linaje, porque si se daba al lucro, perdería la reputación de noble. Síguele en la caza Fulano Curión, hombre doctísimo, tahur de fama, que sabe jugar muy bien con dados cargados. En casa tiene a Tricongio por compañero.

     TORDO.- El que es un cántaro.

     GRAJO.- O una esponja.

     NUGO.- Más bien es arena brasada de la Arabia.

     BAMBALIO.- Dicen de él que siempre está sediento.

     NUGO.- No sé si tiene sed; sí que está siempre dispuesto a beber.

     BAMBALIO.- ¡Oh, escuchad aquel ruiseñor!

     GRAJO.- ¿En dónde está?

     BAMBALIO.- ¿No lo ves posado en aquella rama? Escucha cómo levanta la voz sin cesar, sin descanso.

     NUGO.- Como dice Ovidio:

           Llora Filomela la maldad de Tereo.

     GRAJO.- No es maravilla que gorjee tan dulcemente siendo de Atenas, donde aun las olas del mar chocan armoniosas en la ribera.

     NUGO.- Plinio escribe que canta más y con mayor cuidado cuando le escuchan los hombres.

     TORDO.- ¿Cuál es la causa?

     NUGO.- Yo te lo diré. El cuclillo y el ruiseñor cantan hacia el mismo tiempo, o sea desde mediado de abril hasta fines de mayo, poco más o menos. Compitiendo estas dos aves por la melodía de su canto, buscaron juez, y como el objeto de la competencia era el sonido, les pareció muy a propósito el asno por tener las orejas más grandes que los otros animales. Este asno menospreció al ruiseñor, diciendo que no entendía la armonía de su canto, y dio el premio al cuclillo. Apeló el ruiseñor al hombre, y desde entonces, luego que le ve, canta con dulces gorjeos y trinos para agradarle y para vengar el agravio que le hiciera el asno.

     GRAJO.- La razón es buena para un poeta.

     NUGO.- Cómo, ¿esperabas que fuera digna de un filósofo? Pregunta a aquellos nuevos maestros de París.

     GRAJO.- Muchos de ellos sólo por el vestido son filósofos, no por el juicio ni por el entendimiento.

     NUGO.- ¿Por los vestidos? Por los vestidos mejor podría llamárseles marmitones o arrieros.

     GRAJO.- En verdad, los llevan de paño tosco, muy traídos, rotos, llenos de lodo, sucios y piojosos.

     NUGO.- Luego serán filósofos cínicos.

     GRAJO.- Chinchosos, más bien, y no peripatéticos como ellos aparentan. Aristóteles, fundador de esta escuela, fue, en verdad, muy pulcro y aseado. Si los filósofos han de ser así, yo desde ahora me despido para siempre de la Filosofía. ¿Hay, en verdad, cosa más bella y más digna del hombre que la limpieza y la urbanidad en el vestir y en el comer? En esto, y segun mi sentir, los de Lovaina exceden a los de París.

     TORDO.- ¿Qué dices? ¿No juzgas que el demasiado cuidado de la limpieza y de las galas es embarazoso para el estudio?

     GRAJO.- A mí, la verdad, me agrada la limpieza, aunque no el moroso y ansioso cuidado de ella.

     NUGO.- ¿Condenas las elegancias, de las que tan difusamente escribió Valla, al que nuestros maestros tanto nos recomiendan que leamos?

     GRAJO.- Cosa distinta es la elegancia de las palabras en el hablar, del aseo de las cosas en el vestir.

     TORDO.- ¿Sabéis lo que me contó el Correo de Lovaina?

     NUGO.- ¿ Qué te ha contado?

     TORDO.- Que Clodio está muy enamorado de una muchacha, y que Lusco dejó los estudios, aplicándose al trato de mercader, o sea que pasó de caballo a asno.

     NUGO.- ¿Qué dices?

     TORDO.- Conocíais todos a Clodio. Gordo, colorado, robusto, alegre, risueño, cortés, chistoso, pues el Correo dice que ahora está flaco, amarillo, cárdeno, perdido, sin fuerzas, feo que espanta, melancólico; no habla, no sale de la casa hasta que anochece, no comunica con hombre alguno. Quien antes le hubiese visto no lo conocería.

     NUGO.- ¡Oh, pobre mancebo! ¿ De dónde le vino este mal?

     TORDO.- Del amor.

     NUGO.- ¿Y de dónde éste?

     TORDO.- Por lo que colegí de lo que me dijo el Correo, Clodio dejó los estudios graves y sólidos, entregándose a la lectura de poetas lascivos, así latinos como de lengua vulgar. De ahí la primera disposición de su voluntad para que si alguna chispa de amor prendiese en aquella yesca, enseguida se encendiese como estopa. Finalmente se había entregado al sueño y al ocio.

     NUGO.- ¿No tienes más que referirnos o mayores causas de sus amores?

     TORDO.- Ahora está loco; casi siempre va solo, y, siempre, o sin hablar palabra, o cantando o componiendo versos en lengua vulgar.

     NUGO.- Sí,

           Mas tales que los lea
la misma infiel Licoris

     GRAJO.- ¡Oh, Jesucristo, líbranos de tan pernicioso mal!

     TORDO.- Si no me engaño, Clodio se enmendará algún día. Su voluntad divaga en las torpezas, mas no está en ellas de asiento.

     GRAJO.- ¿Y el otro, en qué género de mercaderías se ejercita?

     TORDO.- Escribió a su padre una epístola lacrimosa acerca del estado miserable de los estudios, la que leyó el mismo Correo, porque podía ser abierta con facilidad. El padre, hombre rudo, le pasó de los libros a los paños, lanas, pastel, pimienta, jengibre, canela... Ahora, bien sujeto el justillo, diligente y cuidadoso en su aromática especiería, llama a los compradores, los recibe con agrado, sube y baja por unas escaleras angostas y peligrosas, saca y muestra las mercancías para despacharlas, las vuelve y revuelve una y otra vez, miente y jura. Todo esto le parece más liviano que estudiar.

     NUGO.- Conocí yo que desde niño era avariento. Le alegraba tener dineros, y, así, más estimó ser rico que sabio, y antepuso la vil ganancia a la erudición. Algún día le pesará de ello.

     TORDO.- Mas será tarde.

     NUGO.- Sin duda. Y que ponga cuidado, no le suceda lo que a su primo.

     TORDO.- ¿Cuál primo?

     NUGO.- Antronio. Aquel que vivía en la calle angosta de las Manzanas, junto a los Tres grajos. ¿No oíste decir que se consumió el año pasado?

     GRAJO.- ¿Qué se consumió, dices? ¿Acaso es eso tan grande mal? ¿No sucede cada día lo mismo en las cocinas?

     TORDO.- Consumió la hacienda.

     GRAJO.- ¿Qué hacienda?

     TORDO.- La ajena, y quebró.

     GRAJO.- Algo habrá restituido a los acreedores.

     TORDO.- Por buenas composturas (antes se acogió a sagrado) entregó tres onzas por cada libra.

     GRAJO.- ¿Y llamas a esto consumir, no habiendo cosa más cruda? Mas ¿cómo perdió la hacienda?

     TORDO.- Se lo oí decir a su padre, pero no lo entendí bien. Contaba el padre que había hecho mohatras muy dañosas, las cuales lo desollaron y le comieron hasta los huesos.

     GRAJO.- ¿Qué es mohatra? ¿Qué desollar?

     TORDO.- No lo sé; me parecen cosas de ladrones.

     NUGO.- ¿Veis aquel gordo que apenas se puede mover? Pues es volteador y volatinero.

     GRAJO.- ¡Calla! Esto que dices es increíble.

     TORDO.- Es que no voltea con su cuerpo, sino que anda a vueltas con los vasos.

     GRAJO.- ¿Decía algo más de nuevo el Correo respecto de nuestros compañeros?

     TORDO.- También dijo algo de Hermógenes, aquel que era siempre el primero en nuestros certámenes, doctísimo y de ingenio más agudo de lo que daba a entender su edad; de pronto tornose tardo y rudo.

     NUGO.- Esto vi acontecer muchas veces con muchos ingenios.

     BAMBALIO.- Dicen que ello acaece cuando la agudeza del ingenio no es firme ni sólida. Esto mismo sucede con el escalpelo, cuyos filos se embotan fácilmente, en especial si cortan materia dura.

     GRAJO.- Cómo, ¿tiene el ingenio filos cual el hierro?

     BAMBALIO.- No lo sé. Hierro vi muchas veces; pero ingenio nunca.

     NUGO.- ¿Qué fue de aquel mancebo aldeano que por su bienvenida nos dio un banquete espléndido con tantas cosas rústicas y tan regaladas; aquel contra quien, para cogerle y volverle a la escuela, hubo de enviar el maestro cuatro de esos que prenden a los que huyen? ¡Era donoso!



     TORDO.- ¡Lindo asno! Una criada de mi tía, prima suya, cuenta que ha poco lo vio en la aldea, destocada la cabeza, sin peinar, sucio, calzado de unos zuecos y cubierto con una ropa de buriel, vendiendo estampas de papel por las esquinas o plazas, y cantando tonadas nuevas en los corrillos.

     GRAJO.- Debe ser hijo de padres nobles.

     TORDO.- ¿Cómo así?

     GRAJO.- Porque su padre es de la familia y linaje de los Cocles.

     NUGO.- Más signo es ése de arrojado que de hombre de buena familia.

     TORDO.- O signo de buen carpintero que con un ojo recta dirige la línea.

     NUGO.- Nunca fue de mi agrado tal muchacho, ni jamás vi que diese muestras de virtud.

     GRAJO.- ¿Cómo?

     NUGO.- No sentía afición por los estudios, ni respetaba al maestro, que es señal de estar perdido del todo un muchacho. Además se mofaba de los ancianos y de los pobres. Pero, ¿quién es ese del vestido de seda, y de la cadena y los brazaletes de oro?

     GRAJO.- Es un bien nacido. Su madre es muy noble y muy fecunda.

     NUGO.- ¿Quién es?

     GRAJO.- La Tierra. Y apenas creerías las niñerías que hace; al verle dirías que es un niño que aun hace pucheros y juega en su cuna con los dijes.

     NUGO.- Pues a fe que ya le apunta el bozo.

     BAMBALIO.- ¡Eh, que viene el Celador! Sacad los libros, abridlos y hojeadlos.

     GRAJO.- En muchas semanas no hubo espía más curioso que éste ni que más se alegrara de contar al maestro nuestras faltas.

     BAMBALIO.- ¡Si nos acusara con motivo! Mas de ordinario nos acusa falsamente.

     NUGO.- Muralla inexpugnable es la conciencia
si ella dice que no somos culpables.

     Pero, esperad, veréis cómo le hago alejarse de aquí pronto.

     CELADOR.- ¿Qué murmuras, zancajoso?

     NUGO.- ¿Y tú, patituerto, patas de rana?

     CELADOR.- ¿Y tú, lucha de ranas y ratones? ¡Fuera chanzas! ¿Qué hacéis aquí?

     NUGO.- ¿ Qué? Pues lo que hacen los buenos estudiantes: leemos, aprendemos y disputamos. Por tu vida, dime, cabecita donosa, ¿qué significa Transversa tuentibus hircis, de Virgilio?

     CELADOR.- Está: bien; proseguid estudiando cual conviene a mancebos de buena índole. Yo ahora tengo más que hacer. Quedaos con Dios.

     NUGO.- ¡Basta de chanzas y de chistes; volvamos a la escuela, mas antes repasemos lo que el maestro nos explicó, para aprender y para darle gusto. Que nos tenga por buenos muchachos, como debe desear cada uno de nosotros y desean nuestros padres!

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