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La escuela

TIRO y ESPÚDEO



     TIRO.- ¡Qué elegante y magnífico gimnasio! Juzgo que no le hay mejor en esta Academia.

     ESPÚDEO.- Y juzgas bien. Añade lo que hace mejor al caso, y es que no hallarás tampoco maestros más sabios o prudentes ni que enseñen con mayor destreza.

     TIRO.- Se deben estimar aquí sobremanera las ciencias y las artes, y de seguro se aprovechará mucho de ellas.

     ESPÚDEO.- En verdad que se aprende brevemente.

     TIRO.- ¿Por cuánto enseñan?

     ESPÚDEO.- He ahí una pregunta fea e importuna. En cosa de tanta consideración no se ha de preguntar la paga. Ni los maestros conciertan lo que se les ha de dar ni los discípulos deben ni aun pensar en ello. ¿Qué paga puede recompensarles? De seguro habrás oído en alguna conversación lo que dijo Aristóteles: «a Dios, a los padres y a los maestros nunca podremos pagarles el bien que nos hacen. Dios creó a todo hombre, el padre engendró el cuerpo y el maestro forma la parte racional y superior de nosotros».

     TIRO.- ¿Qué enseñan estos maestros y en cuánto tiempo?

     ESPÚDEO.- Hay varios maestros y cada uno tiene escuela aparte. Éstos, con sumo trabajo, enseñan a los mancebos los elementos de la Gramática, repitiéndolos muchas veces al día; aquéllos enseñan cosas más arduas de este mismo arte; esotros enseñan la Retórica; otros la Dialéctica, y así las artes que llaman liberales o ingenuas.

     TIRO.- ¿Por qué las llaman de este modo?

     ESPÚDEO.- Por oposición a las liberales, que son la artes sórdidas, mecánicas, que se ejercitan con el trabajo corporal o de las manos por los esclavos y los hombres de ingenio nulo. Entre los que estudian hay tyrones y batallarii.

     TIRO.- ¿Qué significan estos dos vocablos?

     ESPÚDEO.- Tanto tyrones como batallarii son nombres tomados de la milicia. Tyro es nombre antiguo y se dice de aquél que empieza a ejercitarse en las cosas de la guerra - bisoño o novicio -; batallarius dicen los franceses de aquel soldado que ya se encontró en algún choque, que ellos llaman batalla, y peleó contra el enemigo; así que en la palestra literaria de París empezó a darse este nombre - provecto, bachiller - a quien mantuvo conclusiones en público sobre algunas de las artes. Después, a éstos se les da licencia para enseñar, por lo que se los llama «licenciados». Finalmente, alcanzan el grado de «doctores», poniéndoles un bonete en la Universidad con grande concurso, conque se le da libertad a aquel que, ya aprendiendo, ya disputando, ya enseñando, pasó toda la carrera de los estudios. Ésta es aquí la honra más señalada y el grado último de la dignidad.

     TIRO.- ¿Quién es aquel tan acompañado ante el que marchan los bedeles armados de mazas de plata?

     ESPÚDEO.- El rector; muchos le siguen por razón del oficio.

     TIRO.- ¿Cuántas veces al día se enseña a los muchachos?

     ESPÚDEO.- Bastantes horas. Una casi al amanecer, dos por la mañana y dos por la tarde.

     TIRO.- ¡Tanto!

     ESPÚDEO.- Así lo estableció la costumbre y lo ordena la institución de la Academia. También los estudiantes repiten y repasan lo que les enseñaron los maestros, como quien rumia lo que ya engulló.

     TIRO.- ¿Con tan fuertes gritos?

     ESPÚDEO.- Es que se ejercitan.

     TIRO.- ¿En qué?

     ESPÚDEO.- En aprender.

     TIRO.- Mejor dirías en gritar, porque no parece que ejercitan considerablemente la enseñanza y la ciencia, sino que pregonan. Y aquel de allá está loco de cierto, porque si tuviera buen seso ni gritaría tanto, ni haría gestos, ni movería los brazos, ni se cansaría.

     ESPÚDEO.- Son españoles y franceses, ambos vehementes, y como pertenecen a diferentes sectas, con tanto mayor furor disputan, como por la fe y la patria, según el dicho antiguo.

     TIRO.- Cómo, ¿no son todos los doctores de la misma ley?

     ESPÚDEO.- Con frecuencia son opuestos en la doctrina que enseñan.

     TIRO.- ¿Qué autores interpretan?

     ESPÚDEO.- No todos a los mismos, sino que cada uno los escoge según su pericia y su ingenio. Los más eruditos y de juicio acendrado eligen a los mejores, aquellos que vosotros los gramáticos llamáis clásicos. Otros hay que por no saber cuáles son los mejores eligen los comunes y ruines. Entremos, te mostraré la librería pública de esta Academia. Esta es la biblioteca, que, siguiendo el consejo de los hombres doctos, mira hacia donde sale el Sol en el estío.

     TIRO.- ¡Oh qué libros! ¡Qué de buenos autores, griegos, latinos, de oradores, poetas, historiadores filósofos, teólogos! ¡Qué retratos de autores!

     ESPÚDEO.- Y pintados con tanta semejanza cuanta se pudo, y por esto más estimables. Todos los cajones y estantes son de carrasca o ciprés y tienen sus cadenillas. Los libros son casi todos de pergamino, y están miniados de diferentes colores.

     TIRO.- ¿Quién es aquel de cara rústica y nariz chata?

     ESPUDEO.- Lee los rótulos.

     TIRO.- Sócrates es, y dice el rótulo: ¿Por qué me colocan en la biblioteca si nada escribí?

     ESPÚDEO.- Platón y Jenofonte, que son los que le siguen, contestan: Porque dijiste para que otros escribieran. No acabaríamos si los mirásemos uno por uno.

     TIRO.- ¿ Qué libros son aquellos como desechados, del montón grande?

     ESPÚDEO.- El Catolicón, Alejandro, Hugocio, Papias, Sermonarios, Dialécticas, Físicas sofísticas, los que llamaba yo de poca estimación.

     TIRO.- Más bien ruines.

     ESPÚDEO.- Ahí están, abandonados de todos; llévelos quien quiera y nos librará de una carga pesada.

     TIRO.- ¡Y qué de jumentos serían menester para ello!

     ESPÚDEO.- Pues a mí me admira que no se los hayan llevado siendo tan grande la multitud de asnos en todas partes. Algún día vendrán a ese montón los Bartolos y Baldos y otros de la misma harina.

     TIRO.- Más bien del mismo salvado.

     ESPÚDEO.- Sería provechoso para la tranquilidad humana.

     TIRO.- Mira, ¿quiénes son aquellos de las caperuzas largas?

     ESPÚDEO.- Bajemos. Son los bachilleres -que llamé batallarii-. Van a disputar.

     TIRO.- Vamos con ellos.

     ESPÚDEO.- Entremos, pero calla y atiende con reverencia. Quítate el sombrero y repara atento cada cosa en particular, y escucha, porque se disputa de cosas graves que conviene mucho saber. Aquel que ves sentado solo en el lugar alto es el presidente del certamen, el que dispone y ordena las contiendas, es como Agonoteta. Lo primero que le toca es señalar el sitio en que han de sentarse los que disputan para, que no haya confusión, ni perturben los que quieren ponerse delante.

     TIRO.- ¿Qué significa aquel manto de pieles de marta?

     ESPÚDEO.- Es la toga doctoral, la insignia de esta dignidad. Ese que la lleva es hombre sapientísimo. En Teología logró el primer lugar, y todos los de esta lectura le tienen por superior a ellos.

     TIRO.- También dijeron esto de Baldo en su tiempo.



     ESPÚDEO.- Ese venció a sus competidores por el soborno y la astucia, no por la ciencia.

     TIRO.- ¿Quién es aquél macilento, pálido, al que los demás acometen?

     ESPÚDEO.- Es el sustentante, el que responde y resuelve las cuestiones y argumentos, el que sufre la impetuosa vehemencia de los que le acometen o le arguyen, y le ves flaco y pálido de las demasiadas vigilias. Está muy aventajado en Filosofía y Teología. Pero calla y escucha, porque éste que ahora disputa suele discurrir aguda y sutilmente los argumentos, y aprieta e insta mucho a su competidor. En sentir de muchos, emula a los más doctos y con frecuencia obliga a su contrario a desdecirse. Repara cómo aquél quiso burlarle y engañarle; cómo el otro le convenció con un argumento que él no pudo refutar; también lo que éste dice no admite réplica; he aquí un argumento Aquiles que tira al cuello; el sustentante no podrá defenderse y habrá de declararse vencido, si la Providencia no le inspira alguna escapatoria. Pero ya concluyó la cuestión o certamen por la industria y prudencia del presidente. No guardes silencio; habla cuanto quieras, porque este que ahora impugna es flojo, vano y de ingenio rudo; pelea con espada de plomo y por esto grita más que los otros. Repara bien en él y luego lo verás salir ronco de la disputa. Siempre le ocurre lo mismo, y así se hayan embotado sus tiros y saetas, o sea sus argumentos, él insta con pertinacia, aunque no con eficacia, para que no se deje su argumento por inútil y perdido; por esto ni se detiene ni se satisface con la respuesta del competidor, ni escucha al presidente. Aquel que ahora empieza pide con dulzura licencia al presidente, habla con urbanidad, pero arguye con flojedad y se retirará cansado, jadeando y suspirando, cual si hubiese realizado un trabajo rudo. Salgamos.



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El aposento y la velada

PLINIO, EPICTETO, CELSO y DÍDIMO.

     PLINIO.- Son las cinco. Epicteto, cierra las ventanas y trae luces para la velada.

     EPICTETO.- ¿Qué luces traigo?

     PLINIO.- Mientras estén aquí éstos, velas de sebo o de cera; cuando se vayan, las quitarás y traerás una lámpara.

     CELSO.- ¿Para qué?

     PLINIO.- Para velar.

     CELSO.- ¿No sería mejor que estudiaras por la mañana? Parece que a esa hora convidan la comodidad del tiempo, la tranquilidad y hasta la disposición del cuerpo, porque éste no trabaja en la digestión y está la cabeza despejada de vapores.

     PLINIO.- También ésta, en que las cosas callan y reposan, es hora quieta, apacible y conveniente para los que comen al mediodía y cenan. Porque algunos hay que cenan solamente, como acostumbraban los antiguos, y otros sólo comen al mediodía, según dictamen de los médicos modernos, como hay muchos que, siguiendo los hábitos de los godos, comen a mediodía y cenan.

     CELSO.- ¿Acaso antes de los godos no se comía a mediodía?

     PLINIO.- Sí, pero poco; los godos introdujeron la costumbre de hartarse dos veces al día.

     CELSO.- Por eso Platón condena las mesas de Siracusa, donde dos veces al día comían los siracusanos hasta saciarse.

     PLINIO.- De lo que colegirás cuán raro era este hábito.

     CELSO.- Dejemos esto y ahora dime por qué para vigilias prefieres la luz de la lámpara a la luz de las velas.

     PLINIO.- Porque la llama de la lámpara es igual, con lo que daña poco a los ojos, mientras que en las velas el pabilo se encrespa, oscilando la llama, lo que daña a los ojos. Además, el olor del sebo no es agradable.



     CELSO.- Enciende velas de cera, que su olor no es ingrato.

     PLINIO.- También en ellas es trémula la llama, y nada saludable el vapor. En las velas de sebo, la torcida o pabilo es de hilo y no de algodón, porque los regatones que las venden buscan mayor ganancia por el fraude y el engaño. Echa aceite en esta lámpara; saca la torcida con un alfiler y quita esa pavesa.

     EPICTETO.- ¡Cómo se agarra la pavesa al alfiler! Dicen que es señal de lluvia, como se lee en Virgilio:

                Aun las zagalas el llover predicen
de noche en el hogar, cuando, a porfía
hilando, repartida la tarea,
ven que el aceite en el candil chispea.

     PLINIO.- Trae también las tijeras y despabila la torcida. No tires la pavesa al suelo para que no humee; apágala con las tijeras, ya que no son cerradas. Tráeme la capa que uso para las veladas; aquella larga aforrada de pieles.

     CELSO.- Te dejo entregado a tus libros. ¡Séate propicia Minerva!

     PLINIO.- Más quiero encomendarme a San Pablo, a Jesucristo, a Dios sapientísimo.

     CELSO.- ¿Acaso Jesús no es como una representación de Minerva, la que nació formada del cerebro de Júpiter?

     PLINIO.- Coloca la mesa en el aposento.

     EPICTETO.- ¿Quieres mesa, mejor que atril?

     PLINIO.- También quiero éste; ponle encima de la mesa.

     EPICTETO.- ¿Quieres el de tornillo?

     PLINIO.- El que se te antoje. ¿Dónde está Dídimo, que me ayude en los estudios?

     EPICTETO.- Voy a buscarle.

     PLINIO.- Y haz que venga el mancebo que me sirve de amanuense por si tengo algo que dictarle. Da dos o tres plumas de caña ancha y la salvadera. Tráeme, del armario a Cicerón y a Demóstenes; trae también el cuaderno de apuntaciones y los registros grandes. Escucha, ¿y los papeles sueltos que escribí al correr de la pluma? Quiero corregir en ellos algunas cosas y darles la última mano.

     DÍDIMO.- No creo que esos papeles estén en el cajón, sino en el escritorio de la cámara.

     PLINIO.- Eso tú lo verás, porque has de buscarlos. Tráeme el Nacianceno.

     DÍDIMO.- No lo conozco.

     PLINIO.- Es un libro pequeño de pocas hojas, cosido, encuadernado y cubierto de pergamino sin labrar. Tráeme también el libro sexto.

     DÍDIMO.- ¿ Cómo se titula?

     PLINIO.- Comentarios de Jenofonte; es uno muy pulido, bien encuadernado con cubierta de cuero tachonada de cobre y con manecillas o broches del mismo metal.

     DÍDIMO.- No lo encuentro.

     PLINIO.- Ahora recuerdo que le puse en el cajón cuarto; sácale de él. En aquel otro cajón donde no hay sino libros en pliegos sueltos, tal cual vienen nuevos de la imprenta.

     DÍDIMO.- ¿ Cuál tomo de Cicerón pides, porque hay cuatro?

     PLINIO.- El segundo.

     EPICTETO.- Aún no le trajo el librero, a quien se lo dimos hará unos cinco días para que lo encuadernara.



     DÍDIMO.- ¿Te sirve esta pluma?

     PLINIO.- Yo no pongo atención en estas cosas; escribo con la que tengo a mano como si fuese buena.

     DÍDIMO.- En eso te semejas a Cicerón.

     PLINIO.- Calla. Desátame este Cicerón; ábrele y vuelve las hojas hasta la cuarta de las Cuestiones Busca ahora donde habla de la muchedumbre y de la alegría.

     EPICTETO.- ¿De quién son estos versos?

     DÍDIMO.- Del mismo Cicerón, que los tradujo de Sófocles, y, ciertamente, y casi siempre, con gusto acendrado.

     EPICTETO.- Creo que sabía componer versos.

     DÍDIMO.- Los componía óptimos y con facilidad. No era un poeta desgraciado ni aun en aquellos días, contra lo que piensan muchos.

     EPICTETO.- Y tú, ¿cómo dejaste el estudio de la poesía?

     PLINIO.- Le dejó algún tiempo; pero confío en que volveré a trabajar en ella las horas que hurte a los negocios graves, que la poesía es de mucho descanso y placer, después de los estudios graves y serios. Ea, ya estoy cansado de estudiar, de meditar y de escribir; prepárame la cama!

     EPICTETO.- ¿En cuál aposento?

     PLINIO.- En aquel ancho y cuadrado. Quita del rincón ese asiento y llévalo al comedor. Sobre el colchón de plumas pon el de lana, y cuida bien de que estén firmes las patas y las columnas del lecho.

     EPICTETO.- ¿Y qué más te da si duermes en medio de él? Me parece que sería más saludable que la cama estuviese algo dura y resistiese al cuerpo.

     PLINIO.- Quita el cabezal y pon dos almohadas. Por el calor, antes quiero estas sábanas finas que las espesas.

     EPICTETO.- ¿No pongo manta?

     PLINIO.- No.

     EPICTETO.- Tendrás frío, porque te levantas extenuado de estudiar.

     PLINIO.- Pon alguna colcha.

     EPICTETO.- ¿Ésta de tapicería? ¿Y nada más?

     PLINIO.- Nada más. Si sintiese frío pediré más ropa. Quita las cortinas y el dosel de la cama, porque quiero mejor el mosquitero o conopial.

     EPICTETO.- Pocos mosquitos hay aquí; pulgas y piojos, muchos.

     PLINIO.- Me admira que digas eso, porque tú, en echándote, duermes y roncas sin sentir cosa alguna.

     EPICTETO.- Nadie duerme mejor que el que no siente cuán mal duerme.

     PLINIO.- Ninguno de los animalitos que por el verano nos atormentan en la cama me produce el asco que la chinche con su malísimo olor.

     EPICTETO.- Harto abundan en París y en Lovaina.

     PLINIO.- Hay en París una calidad de madera que las cría, y en Lovaina, hasta el barro. Déjame aquí el reloj despertador y pon el fiador en las cuatro de la mañana, porque quiero levantarme a esa hora. Descálzame; coloca aquí la silla de goznes para sentarme; prepara el orinal en el escaño junto a la cama. Siento mal olor; haz sahumerio con incienso o enebro. Toma la vihuela y cántame alguna cosa, al uso de Pitágoras, para que duerma más presto y dulcemente.

EPICTETO.-      Sueño, quietud de todo, placentero a los dioses,
que das paz a los ánimos, y alivias el dolor,
ven pronto a nuestros ojos y calma las fatigas.


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La cocina

LÚCULO, APICIO, PISTILARIO y ABLIGURINO.

     LÚCULO.- ¿Tú eres bodegonero?

     APICIO.- Lo soy.

     LÚCULO.- ¿Dónde vives?

     APICIO.- En el Bodegón del Gallo. ¿Acaso me has menester ?

     LÚCULO.- Sí, para unas bodas.

     APICIO.- Déjame ir corriendo a casa para instruir a mi mujer de cómo ha de conducirse con los rufianes, que en esta ciudad abundan lo mismo entre los moradores que entre los forasteros.

     LÚCULO.- Escucha: me hallarás en la calle Empedrada, en casa del zapatero.

     APICIO.- Iré luego.

     LÚCULO.- Está bien. Entra en la cocina.

     APICIO.- ¡Hola, Pistilario; hola, Abligurino! Haced fuego en el hogar con leños grandes y que no despidan humo.

     PISTILARIO.- ¿Juzgas que estás en Roma? Aquí no hay tiendas donde mojen la leña. La tendrás bien seca.

     APICIO.- Si no fuera así, tú, Abligurino, perderías los ojos soplando.

     ABLIGURlNO.- O bebería más. ¡Venga vino!

     APICIO.- ¡Venga agua! Hoy, mientras yo tenga entendimiento no probarás el vino; no quiero que me trastornes y rompas las ollas y los pucheros, y me eches a perder la comida.

     ABLIGURINO.- Esta leña no quiere arder.

     APICIO.- Aplícale unas pajuelas azufradas, algo de yesca y estas astillicas de madera.

     ABLIGURINO.- ¡Se apagó del todo!

     APICIO.- Ve a toda prisa a la casa más cercana con el badil, y que te den un tizón grande y algunas ascuas bien encendidas.

     ABLIGURINO.- El dueño de la casa es el alquimista, y antes dará un ojo de la cara que un carbón de su hornilla.

     APICIO.- No es alquimista, sino destruyemetales. Ve al horno. ¿Qué traes? ¡Un tizón chamuscado y nada encendido!

     ABLIGURINO.- No hay en el horno ascuas de carbón.

     APICIO.- ¡Malhaya tu alma! Allí hay brasas de ramaje. Levanta la leña con esta horquilla; atiza y aviva la yesca para que en ella prenda el fuego, y levanta llama. ¡Asno, coge las tenazas!.

     ABLIGURINO.- ¿Qué has dicho que coja?

     APICIO.- Las tenazas del fuego.

     ABLIGURINO.- ¿Y por qué has de hablar en griego? ¡Como si no hubiese palabras nuestras!

     APICIO.- ¡Hasta los asnos son gramáticos!

     ABLIGURINO.- No es maravilla, cuando hay tantos gramáticos que son asnos.

     APICIO.- Dejemos los altercados. Lo que quiero es que enciendas en este fogón algunos carbones y pajazas secas para que cueza poco a poco lo que hay en estas ollas de barro. Cuelga la caldera grande en el llar para que no falte agua caliente. Pon en aquel otro caldero las costillas de carnero y la carne salada de vaca. Arrima al fuego esotra caldera en que hay carne de ternera y de cordero. El arroz lo coceremos en el anafe.

     ABLIGURINO.- ¿Y los pollos?

     APICIO.- Los coceremos en la olla de cobre estañado, y despacio, para que sepan mejor. A cosa de las nueve sacarás los asadores y cazuelas donde recoger la grasa. Deja que este sollo nade en el agua; después le sacarás las tripas y lo limpiarás.

     ABLIGURINO.- ¿Cómo? ¿Carne y pescado en la misrna comida?

     APICIO.- Sí; según costumbre de los alemanes.

     ABLIGURINO.- Mas no es ese el dictamen de los médicos.

     APICIO.- Ello no agradará a la Medicina, pero a los médicos sí les agrada. ¡Pensaba yo que este necio sólo era gramático y es también médico!

     ABLIGURINO.- ¿Acaso no llegó a noticia tuya esta cuestión, a saber: si en la ciudad son más los médicos que los mentecatos?

     APICIO.- ¿Quién te trajo a la cocina siendo tan sabio?

     ABLIGURINO.- Mi destino adverso.

     APICIO.- Di más bien, y ello se ve claramente, que tu poltronería, tu flojedad, tu glotonería, tu ánimo vil y bajo; por eso andas descalzo y medio desnudo, que ese vestido andrajoso ni aun las asentaderas te cubre.

     ABLIGURINO.- ¿Y qué te importa mi pobreza?

     APICIO.- Nada, en verdad; ni quisiera ser cual tú eres. Pero vamos a lo que importa, porque tú hablarías fuera de propósito y más de lo que es menester. ¿No te mandé las cosas y las dije y redije bastantes veces? Aunque a vosotros nunca se os dicen bastante. Dame el justillo, porque he de salir. Luego volveré. Dame el cazo o cucharón, que es la insignia de nuestra arte, que es nuestro rayo o nuestro tridente.

     PISTILARIO.- Abligurino, pon estas vasijas en el vasar, y lava en el lebrillo esta carne de vaca.

     ABLIGURINO.- ¿También mandas tú aquí? ¿Para el mando de un ejército basta un general y no basta uno para regir una cocina? Hazlo tú, más perentorio mandón que maestro cocinero. Y ya no te llamaré Pistilario, sino aguijón agudo.

     PISTILARIO.- Mejor me llamarías espuela de asnos, Corta en el tajador a pedazos esta carne de ternera; desmenuza este queso para echarlo sobre la sopa.

     ABLIGURINO.- ¿ Cómo, con los dedos?

     PISTILARIO.- No, sino con el rallo. Echa aquí despacio unas gotas de aceite de la alcuza.

     ABLIGURINO.- ¿Hablas de la aceitera?

     PISTILARIO.- Coloca aquí el almirez.

     ABLIGURINO.- ¿Cuál de ellos?

     PISTILARIO.- El de cobre con mano también de cobre.

     ABLIGURINO.- ¿Para qué?

     PISTILARIO.- Para majar este perejil.

     ABLIGURINO.- Mejor sería majarle en el mortero de mármol con la mano de madera.

     PISTILARIO.- Canta, como acostumbras.

     ABLIGURINO.- Yo no quiero ser César y correr la Bretaña ni sufrir con los hielos de la Escitia.

                Aquellas desabridas acelgas de los Fabios,
con especias y vino se tornaban gustosas.

     PISTILARIO.- ¿De los Fabios, o de los Fabros?.

     ABLIGURINO.- Eso pregúntalo al maestro corcovado, y por los Fabros te gratificará con un lindo bofetón en los carrillos o en la boca.

     PISTILARIO.- ¿Así es ese hombre?



     ABLIGURINO.- Es violento, fuerte y ligero de manos. Con la ligereza de sus manos compensa lo tardo de su lengua.

     PISTILARIO.- Dame el jarro de cerveza. Tengo secos el paladar, la garganta y las fauces.

     ABLIGURINO. El grave y lleno cántaro que cuelga de su asa
La lechuga era postre de los abuelos nuestros;
dime tú por qué ahora es el plato primero.
Longaniza adobada de los puercos de Ancora,
corona es muy sabrosa de estas cándidas puches.

     APICIO.- ¿Dónde aprendiste a componer rapsodias o centones?

     ABLIGURINO.- Poco ha serví a un maestro en Calabria, mísero poetastro que de ordinario no me daba a comer sino una canción de cien versos, los que, según él, sabían admirablemente, aunque yo mejor hubiese querido un poco de pan y otro poco de queso. El agua abundaba en la casa, y podía beber del pozo cuanta quisiera. Mas acostándome hambriento, y que en lugar de comida mascaba y rumiaba versos, pareciome que para sacudir aquella grande hambre el remedio mejor era hacerme cocinero.

     APICIO.- ¿Qué servicios le hacías a tu amo?

     ABLIGURINO.- Los mismos que César a la República; yo lo era todo para él. Era su consejero, aunque jamás necesitaba consejo; era su secretario, aunque no tenía secretos, ni aun secreta; le daba aguamanos, aunque nunca se las lavaba, y guardaba fielmente todo su tesoro.

     APICIO.- ¿Cuál tesoro?

     ABLIGURINO.- Unos papeles llenos de coplas perversas que comían las polillas y roían los ratones.

     APICIO.- ¡Doctísimos ratones que destruían las malas poesías!



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El triclinio

ARISTIPO y LURCO

     ARISTIPO.- ¿Por qué te levantaste tan tarde y adormilado todavía?

     LURCO.- Milagro es que haya despertado hoy; tanto comimos y bebimos ayer.

     ARISTIPO.- Por lo que se ve devoraste, engulliste hasta saciarte de comida y de vino. Pero ¿en dónde cargaste la barca?

     LURCO.- En el convite de casa de Escopas.

     ARISTIPO.- ¿Y por qué no dices symposion en griego mejor que convivium en latín?

     LURCO.- Un bocado empujaba al otro, los guisos y las salsas picantes incitaban aun al estómago más remiso, y no se saciaba el apetito.

     ARISTIPO.- Cuéntamelo todo, mas con orden, de modo que con sólo oírlo me parezca que estuve allí y que casi bebí con vosotros, como aquel del bodegón de los Españoles que comió dos panes sirviéndole de vianda sólo el olor de una perdiz asada.

     LURCO.- ¿Quién podrá contarlo todo? Negocio más arduo es éste que haberlo comprado, haberlo aderezado y aun mas que haberlo comido.

     ARISTIPO.- Sentémonos bajo estos sauces junto a esta pequeña ribera, y ya que estamos ociosos, en lugar de otras cosas hablemos del convite. La hierba nos servirá de almohada. Arrímate a este olmo.



     LURCO.- ¿No será dañosa la humedad de la hierba?

     ARISTIPO.- ¿Qué dices, loco? ¿Humedad en los comienzos de la canícula?

     LURCO.- Antes rehusaba hablar; pero ahora siento comezón por decirte todavía más de lo que preguntas; así te hablaré del anfitrión y del cemedor. Bien pronto habrás de pedirme que calle, como al músico de la Arabia, que le daban un óbolo por que tañese y tres por que callara.

     ARISTIPO.- Di cuanto quisieres, que no me cansaras, pues nos hemos sentado en lugar ameno. Además aquel jilguerillo te ayudará a decir o hará que digas acompasado. Será como el siervo de Cayo Graco, que acompañaba a su amo con la flauta cuando hablaba en público.

     LURCO.- ¿Qué es eso de Graco?

     ARISTIPO.- Cuando concluyas yo te diré cuanto quieras de Gracos, Gráculos y Gréculos.

     LURCO.- Paseábamos en el Foro Trasíbulo y yo, con mayor vagar que de ordinario, cuando se unió a nosotros Escopas. Nos saludamos cordialmente, y después nuestro Escopas, con gran vehemencia, instonos a que comiésemos con él en su casa al día siguiente. Nosotros nos excusamos, dando cada cual su razón. Yo le dije que me había llamado el pretor, hombre colérico, bilioso y violento; mas él, para mostrar su magnificencia, enderezonos una larga arenga... ¿Qué más te diré? Accedimos para que no siguiera molestándonos.

     ARISTIPO.- ¿Sabes por qué te convidó?

     LURCO.- ¿Lo sabes tú?

     ARISTIPO.- Es, en verdad, hombre rico; posee bellas cosas de plata y de oro, vestidos suntuosos, costosas alhajas de todo género. Pero he aquí que había comprado tres hermosas copas y seis bellas tazas de plata sobredorada, y, en su sentir, habría malgastado el dinero que le costaron si no hubiese convidado a algunos amigos para que las viesen y admiraran, porque juzga que esto es el mayor placer que pueden dar las riquezas, y además, su mujer estimula su prodigalidad, que ella cree magnificencia.

     LURCO.- Ello es que ayer a medio día nos juntábamos en su triclinio o comedor.

     ARISTIPO.- ¿En cuál?

     LURCO.- En el descubierto, fresco y entoldado. Todo estaba óptimamente aparejado, aliñado y dispuesto; nada faltaba de cuanto fuese aseo, esplendidez, lucimiento y ornato. Cuando entramos, se alegraron nuestros ojos y nuestros ánimos de tanta hermosura, amenidad y riqueza. Había un aparador lleno de vasos de todas materias, de oro, de plata, de marfil, de cristal, de vidrio, de porcelana, y los había también de materias ínfimas, de boj, de cuerno, de hueso, de estaño, de barro, en los que el primor del arte daba precio a la vil materia de que estaban formados. En las esculturas, las tallas, las pinturas, el resplandor casi deslumbraba, de tal modo estaban limpias y pulidas. Allí hubieras visto dos aguamaniles grandes de plata con los bordes dorados y el centro u ombligo también dorado, y esculpidas en él las armas de Escopas. Cada uno tenía su jarro con pico de oro. Otro había de vidrio con labores doradas sobre un aguamanil de barro labrado en Málaga, muy bien barnizado. También se veían garrafas de todas clases y dos de plata, soberbias, para el vino generoso.

     ARISTIPO.- Para mi servicio yo prefiero utensilios de vidrio o de aquel barro que llaman piedra.

     LURCO.- ¡Qué hemos de hacerle! ¡Así es la condición de los hombres; hay quien en estas cosas no tanto busca la comodidad cuanto que se le tenga por rico!

     ARISTIPO.- Los más creemos que esos ricos lo son realmente, pero ellos parecen considerarse pobres porque no cesan de mostrar lo que poseen, y más cuando carecen de otras cualidades, y hasta de buen arte. Mas sigue.

     LURCO.- Cubría el tablero del aparador un lindo tapiz turco como velludo. Junto a él, en dos mesas pequeñas, había tajadores de plata dispuestos para trinchar. Para cada uno de nosotros había salero, cuchillo, pan y servilleta. Bajo el aparador se veían una cantimplora y grandes frascos con vino. Abundaban los asientos, sillas, sillas dobles y una primorosa de goznes para el ama de la casa, con almohada de seda y tarima para los pies.

     ARISTIPO- Acaba de poner la mesa y de extender los manteles, que mis tripas gritan de hambre.

     LURCO.- La mesa de comer era redonda, muy grande, con bellas y antiguas labores de taracea. Esta mesa fue de un príncipe.

     ARISTIPO.- ¡Oh, vieja mesa, y qué dueño tienes a hora!

     LURCO.- Escopas la compró en la almoneda, pagándola a precio subido, sólo por ser de quien era, y para tener algo de príncipe. Diéronnos agua para las manos y ninguno quería ser el primero, convidándonos mutuamente.

     ARISTIPO.- Y lo mismo sucedió al sentaros. Cada uno se declaró inferior a los demás, alabándolos con una cortesía llena de vanidad, porque en su interior cada cual teníase por el mejor de todos.

     LURCO.- Pero el ama de la casa señaló los lugares en que habíamos de sentarnos, y un mancebo bendijo la mesa con brevedad y versos suavísimos. ¡Dígnese Cristo a bendecirnos a nosotros! Cada cual desplegó su servilleta echándola sobre el hombro izquierdo y después limpió el pan con el cuchillo, aunque no había en él ni costras ni ceniza.

     ARISTIPO.- ¿Estabais a gusto?

     LURCO.- ¡Nunca lo estuvimos más!

     ARISTIPO.- Y no dejaríais de comer bien, porque estoy persuadido de que todas las cosas os servirían con tanta abundancia cual las hubiera en el mercado.

     LURCO.- Nunca, en verdad, pudo como entonces decirse que aun la abundancia es nociva. Estaba el que dirigía el servicio componiendo en la mesa tenedores y cuchillos, cuando con grande ostentación entró un refitolero al frente de lucido escuadrón de niños y de mozos, que no crecerán más, portadores de los primeros platos.



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El convite

ESCOPAS, SIMÓNIDES, CRITÓN, DEMÓCRITO, POLEMÓN y MUCHACHO.

     ESCOPAS.- ¿Dónde está Simonídes?

     CRITÓN.- Dijo que vendría al instante así que hubiese hablado en la plaza con un deudor suyo.

     ESCOPAS.- Bien. Más fácil le será desembarazarse de un deudor que de un acreedor.

     CRITÓN.- ¿ Cómo?

     ESCOPAS.- Como en la guerra, donde el vencido está a merced del vencedor. Simónides dejará marchar al deudor cuando quiera; pero si aquel con quien habla fuese su acreedor, no podría dejarle sino cuando éste quisiera. Hemos convenido en que cada cual dejaría en su casa la gravedad trayendo en su compañía la risa, la alegría, la gracia y el donaire.

     CRITÓN.- Verdad; y procuraremos ser hombres de buen humor, como aconseja Marco Varrón.

     ESCOPAS.- Pues lo demás corre de mi cuenta.

     CRITÓN.- Aquí tienes a Simónides.

     ESCOPAS.- ¡Bien venido!

     SIMÓNIDES.- ¡Bien hallados!

     ESCOPAS.- Y muy deseado.

     SIMÓNIDES.- Me conduje como un rústico. Yo estaba convidado a comer, mas no a haceros esperar. Decidme: ¿me retrasé mucho?

     ESCOPAS.- No demasiado.

     SIMÓNIDES.- ¿Por qué no os habéis sentado a la mesa sin mí? Hubierais comenzado con la fruta, que a mí me agrada poco.



     ESCOPAS.- Buenas son tus palabras, pero ¿cómo habíamos de comenzar faltando tú?

     CRITÓN.- Dejemos las cortesías y manos a la obra. Buen pan candeal y ligero; pesa menos que si fuese una esponja. Es de harina bien cernida; tienes un buen molinero.

     ESCOPAS.- Es Roscio quien cuida del molino.

     SIMÓNIDES.- ¿Cómo no le pones en la tahona?

     ESCOPAS.- No, que es un buen criado.

     DEMÓCRITO.- A mí dame pan de harina sin cerner.

     SIMÓNIDES.- Y a mí pan común o de centeno.

     ESCOPAS.- ¿Por qué pides de ése?

     SIMÓNIDES.- Porque oí y experimenté que cuando el pan no sabe muy bien se come menos.

     ESCOPAS.- Muchacho, tráele pan común, o del más vulgar, si le quiere. Comeremos todos a gusto si cada uno toma lo que más le agrade,

     POLEMÓN.- Este pan esponjado que tanto alabas tiene agua en exceso; yo prefiero otro más sobado.

     CRITÓN.- Pues a mí me agrada más el esponjoso, con tal que no se haya cocido aprisa. Aun éste está olivado, como ocurre con el pan que se cuece én el hogar, y, sin embargo, éste se coció en el horno.

     POLEMÓN.- Este pan ordinario es áspero y ácido; parece más bien de centeno.

     ESCOPAS.- Es que nuestros labradores mezclan las granzas con el trigo, y aun a éste añaden otras especies de granos. Pero el ácido del pan proviene de la mucha levadura.

     POLEMÓN.- No hay gente más dada al fraude que esa; hacen el mal hasta sin saberlo.

     CRITÓN.- Este pan tiene poca levadura.

     DEMÓCRITO.- Haz cuenta que hoy eres judío, que lo comían sin levadura porque así lo ordenaba su ley.

     CRITÓN.- Eso mandaba porque era aquella nación muy perversa, y también les vedaba la carne de puerco, y nada hay más sabroso, si se come con templanza. Y hasta les ordenaba su ley que comiesen el pan sin levadura y con lechugas silvestres, que son amargas en extremo.

     POLEMÓN.- Todas estas cosas son arduas y dificultosas; dejémoslas por ahora.

     ESCOPAS.- Y también esta disputa del pan. Si las viandas suscitan contienda parecida a ésta, no habrá concordia en el banquete.

     CRITÓN.- Acontecerá lo que dice Horacio:

                Tres convidados sentáronse a mi mesa;
¿cómo atender al gusto de sus tres paladares?

     ESCOPAS.- Pon en la mesa aquellos platos y fuentes con cerezas, las ciruelas, las granadas, los priscos y los albaricoques.

     POLEMÓN.- ¿Cómo dijo Marco Varrón que los convidados no deben ser en mayor número que las musas, siendo así que no se sabe cuántas fueron éstas, porque unos dicen que tres, otros que seis y otros que nueve?

     CRITÓN.- Varrón lo dijo como si le constase que eran nueve, y éste era el dictamen más extendido. Diógenes, hablando en burlas de un maestro de pocos discípulos que en su casa había pintado la imagen de las musas, decía: Con las musas, este maestro tiene muchos discípulos.

     DEMÓCRITO.- ¿Acaso es verdad que los persas llevaron a Grecia esta fruta para que muriesen sus moradores, con quien estaban en guerra, porque en su país morían cuantos de ellas comían?.

     CRITÓN.- Así dicen.



     DEMÓCRITO.- ¡Qué admirable variedad de tierras hay en la Naturaleza!

     CRITÓN.- Como escribe Virgilio:

                Cría el marfil la India,
y los blandes sabeos sus aromas.

     ¡Hola, melocotones!

     SIMÓNIDES.- Y desconocidos de los antiguos, que no sabían injertar. Danos de aquella fuente higos de corteza dura, tempranos, que, como sabéis, llaman brevas.

     ESCOPAS.- Harta fruta hemos comido. Vamos ahora con cosas más saludables para el cuerpo.

     CRITÓN.- ¿Hay algo más saludable que la fruta?

     ESCOPAS.- Nada, si saludable y gustoso son lo mismo; pero entonces también lo es la siesta.

     CRITÓN.- Yo perdono a la fruta el mal que pueda hacerme por el gusto con que la como.

     ESCOPAS.- Recuerda el verso de Catón:

           Pocas cosas dar al gusto debemos, muchas a la salud.

     Dad a cada uno una escudilla de caldo de carnero. No sólo calentará el estómago, sino que también lavará y ablandará delicadamente.

     SIMÓNIDES.- Muchacho, te agradezco, en verdad, esta carne salada de puerco que me diste. ¡Oh qué sabroso pernil! Sin duda es de cebón. Si quieres seguir mi dictamen vuelve a la cocina aquellas berzas y aquellos torreznos o, más bien, guárdalos para el invierno. Córtame uno o dos pedazos de esta longaniza para beber con más gusto el primer vaso.

     CRITÓN.- Sigamos el consejo de los médicos, que dicen que tras la carne de puerco se debe beber vino puro. ¡Echa vino!

     ESCOPAS.- Es ésta la segunda jornada de la comedia y acaso la principal en estos tiempos. Reparad en el aparato de ella. El copero que cuida del aparador sacó primeramente unos vasos de limpio cristal con vino blanco tan puro que al verle pensaríamos que és agua. Es de San Martín y también del Rin, no infeccionado como lo beben en Flandes sino puro, como se bebe en el riñón de Alemania. El bodeguero destapó, desempegó y empezó hoy dos tinajas, una de vino clarete o tinto de la comarca de París y otro del bermejo de Burdeos. En frascos y refrescándose están ya prevenidos el pardo de Aquitania y el tinto de Sagunto. ¡Pida cada cual el que le agrade!

     CRITÓN.- ¡Qué buena noticia! Como que no hay mayor pena que morir de sed. Mas yo hubiese querido que nos hubieses proveído de agua pura; con mayor gusto hubiera oído esta nueva.

     ESCOPAS.- No faltará agua.

     SIMÓNIDES.- Ha poco, estando en Roma, bebí en casa de un cardenal - porque el bodeguero es muy amigo mío - cierto vino generoso y gustosísimo, dulce, suave y seco, a la vez que picante y raspantillo.

     DEMÓCRITO.- A mí me agrada mucho el vino dulce cuando aún sabe al mosto.

     POLEMÓN.- Es el que más les gusta a las mujeres de Flandes.

     SIMÓNIDES- En algunos lugares de Francia sacan a la mesa las heces del vino y tienen por mayor regalo el segundo y el tercer vino. Pero todos ésos mas son vinillos que vinos, y, además, los de Francia no sufren agua ni duran mucho tiempo, así que los beben a poco de ser trasegados del lagar a las tinajas. Lo cierto es que tal vino se pierde pasado el año, o se conserva mal, o se vuelve vinagre o pierde toda la fuerza, o se va. Los vinos de España y de Italia sufren bien el agua y se conservan largo tiempo.

     DEMÓCRITO.- ¿ Qué es eso de irse el vino? Atad bien las odres, cerrad las bodegas y aun la casa, si fuese menester.

     POLEMÓN.- De las manzanas, que no se pueden guardar durante mucho tiempo sanas, decimos que se van; lo contrario del vino, que se conserva.

     DEMÓCRITO.- Echame agua hasta medio vaso, y sobre ella echarás vino, como acostumbraban los antiguos.

     CRITÓN.- También hoy siguen esa costumbre muchas naciones. Los franceses y los alemanes hacen lo contrario.

     DEMÓCRITO.- En las naciones donde se bebe agua con vino, se echa vino al agua; donde quieren beber vino con agua, echan agua sobre el vino.

     CRITÓN.- ¿Y qué beben aquellas que no echan agua en el vino?

     DEMÓCRITO.- Vino limpio y puro.

     CRITÓN.- Salvo si antes echó en él agua el tabernero.

     POLEMÓN.- A eso llaman bautizar el vino para que sea cristiano. Tal frase era en mi tiempo elegancia filosófica.

     DEMÓCRITO.- Hacen cristiano al vino, mas ellos dejan de serlo.

     POLEMÓN.- Peores son los que le echan yeso, azufre, miel, alumbre y aun otras más sucias materias, todas dañosas para el cuerpo, y a los tales debería castigárseles públicamente como ladrones y salteadores, porque de ahí nace increíble número de enfermedades, y en especial la gota.

     CRITÓN.- Acaso conspiran con los médicos para enriquecerse entrambos.

     DEMÓCRITO. -Me das el vaso muy lleno; quita algo para que pueda echar un poco de agua.

     CRITÓN.- Sírveme en aquel vaso de color castaño, que no sé lo que es.

     ESCOPAS.- Un coco de las Indias muy grande con bordes de plata. ¿Quieres que te sirvan en aquel jarro de ébano? Dicen que es muy saludable. No eches tanta agua; recuerda el proverbio vulgar: «Estropeas el vino con tanta agua.»

     DEMÓCRITO.- Más bien se echan a perder ambas cosas.

     POLEMÓN.- Pues yo quiero mejor echar a perder las dos que no que me pierda a mí cualquiera de ellas.

     ESCOPAS.- ¿Queréis que bebamos en aquellos vasos y copas grandes, como acostumbraban los griegos?

     CRITÓN.- De ningún modo. Ha poco nos recordabas un proverbio vulgar; yo ahora te recuerdo el precepto de San Pablo: No os embriaguéis con el vino, que causa lujuria; y el de nuestro Salvador: No carguéis vuestros corazones con la embriaguez. ¿De dónde es esta agua tan fresca y cristalina?

     ESCOPAS.- De la fuente de al lado.

     CRITÓN.- Para aguar el vino yo la prefiero de cisterna, con tal que esté limpia.

     DEMÓCRITO.- ¿Y si es de pozo?

     CRITÓN.- Esa es mejor para lavar que para beber.

     POLEMÓN.- Muchos encomian la de río.

     CRITÓN.- Tienen razón, si la corriente es quieta, clara el agua y los ríos pasan por venas de oro, como en España.

     SIMÓNIDES.- En aquel vaso de barro de Samos tráeme un poco de cerveza, que me parece buena para refrigerar el cuerpo.

     ESCOPAS.- ¿De cuál cerveza quieres?

     SIMÓNIDES.- De la más floja, porque las otras adormecen los espíritus y engordan el cuerpo.

     POLEMÓN.- Dame también a mí; pero en aquel vaso redondo de vidrio.

     ESCOPAS.- ¡Corred a la cocina a ver qué hacen allí parados! ¿Por qué no se cubrió por segunda vez la mesa? ¿No veis que nadie toma de lo que hay en ella? Traed los pollos cocidos con lechuga, borrajas y escarola; sacad también las carnes de ternera y de carnero.

     CRITÓN.- Y añadid en cada escudilla un poco de mostaza y salsa de perejil.

     DEMÓCRITO.- Parece que es fuerte la mostaza.

     CRITÓN.- No conviene a los biliosos, pero hace bien a los de humores crasos y fríos.

     POLEMÓN.- Por eso obran cuerdamente los pueblos del Septentrión usando de ella, y más en las comidas crasas e indigestas, como la carne de vaca y todo manjar salado.

     ESCOPAS.- Pienso que llegan a tiempo los puches, la sémola, el arroz y los fideos. Coma cada uno lo que de ello quisiere.

     DEMÓCRITO.- Yo conocí algunos que tenían horror a los fideos porque juzgaban como cosa cierta que los cogían de la tierra o del cieno, en que algún tiempo vivieron.

     CRITÓN.- Temerían que reviviesen dentro de sus vientres. Dicen que el arroz nace en el agua y muere en el vino. ¡Dame, pues, vino!

     DEMÓCRITO.- No bebas luego de la comida caliente; entremezcla alguna cosa fresca y sólida.

     CRITÓN.- ¿Qué?

     DEMÓCRITO.- Una corteza de pan o un bocado o dos de carne.

     SIMÓNIDES.- ¡Ah, pescado y carne en una misma comida! ¡El mar se confunde con la tierra! Esto lo vedan los médicos.

     ESCOPAS.- Pues a los médicos les agrada.

     SIMÓNIDES.- Creo que lo dicen porque les conviene.

     ESCOPAS.- ¿Y por que lo vedan los médicos?

     SIMÓNIDES.- La erré. Debí decir que lo prohíbe la Medicina, pero no los médicos. Mas ¿qué pescados son éstos?

     ESCOPAS.- Ponlos por orden. Primeramente la lubina asada, con vinagre y alcaparras; los rodaballos hervidos en caldo de romaza; los lenguados fritos, el sollo fresco, y aquel mugil. Guarda para ti el sollo salado, el atún fresco asado y aun el atún en salmuera, las anchoas frescas fritas, las empanadas de salmonetes, lampreas y truchas adobadas con muchas especies, los gobios fritos y los camarones y cangrejos cocidos. Mezclad en las escudillas la salsa de ajos, pimienta y oruga.

     SIMÓNIDES.- Yo hablaré de los peces, pero no comeré de ellos.

     CRITÓN.- Si el filólogo mueve controversia sobre cosa tan incierta y disputada como los peces, manda hacer las camas porque aquí habremos de acostarnos.

     ESCOPAS.- ¿Nadie quiere más? ¡Quitad esto!

     SIMÓNIDES.- Pues los antiguos espléndidos convites de Roma, que llamaban suntuosos, se componían de pescados.

     CRITÓN.- Cambiaron los tiempos, aunque ahora también se usan algunos.

     ESCOPAS.- Traed los asados, pollos, perdices, tordos, ánades, patos, pichones, conejos, liebres, ternera, cabrito, y las salsas, el vinagre, el agraz, los limones y aceitunas de Mallorca adobadas, quebrantadas y puestas en salmuera.

     DEMÓCRITO.- ¿No las hay de Andalucía?

     ESCOPAS.- Son más gustosas estas de las islas Baleares.

     CRITÓN- ¿Qué haremos de aquellos grandes animales, ganso, cisne, pavo?

     ESCOPAS.- Verlos y volverlos a la cocina.

     POLEMÓN.- Aquí está el pavo, mas ¿dónde Quinto Hortensio, para quien no habrá mejor regalo?

     SIMÓNIDES.- Quita la carne de carnero.

     ESCOPAS.- ¿Y por qué la ha de quitar?

     SIMÓNlDES.- Porque es insana. Dicen que sale de la misma manera que entró.

     CRITÓN.- Yo conocí uno que se tragaba los huesos de las aceitunas, como un avestruz.

     ESCOPAS.- ¿De qué carne son estos pasteles?

     CRITÓN.- Es carne de venado.

     ESCOPAS.- Este de cabra montés, y aquél creo que de jabalí.

     CRITÓN.- Más quiero las salsas y el adobo que las carnes.

     DEMÓCRITO.- No se puede negar que el condimento suaviza aun las cosas más amargas.

     CRITÓN.- ¿Y cuál es el condimento de la vida?

     DEMÓCRITO.- La rectitud del ánimo.

     CRITÓN.- Yo diré algo más grande y noble.

     DEMÓCRITO.- ¿Y Cuál cosa puede haber mejor que aquella que yo dije?

     CRITÓN.- La piedad, en la que se comprende la rectitud del ánimo, que es quien sazona y suaviza las cosas adversas, ásperas, fáciles y medianas.

     ESCOPAS.- Echa en la copa vino blanco de España y da una vuelta por los convidados.

     DEMÓCRITO.- ¿Qué vas a hacer? ¿A los postres nos das vino fuerte y generoso? En lo sucesivo habremos de beber el vino más aguado si queremos mirar por la salud.

     SIMÓNIDES.- Tienes razón. Conviene que lo último de los banquetes sea agua fresca, que con su peso empuje la comida a lo más bajo del estómago y detenga los vapores que suben a la cabeza.

     ESCOPAS.- ¡Quitad esto! ¡Retirad los tajadores! ¡Sacad los postres, que ya nadie toma de lo que hay en la mesa!

     CRITÓN.- Con tal gana comí al principio que perdí el apetito.

     DEMÓCRITO.- Yo también, y no por falta de apetito, sino que, por mi ímpetu natural, choco con los primeros platos y me sacio de ellos.

     POLEMÓN.- No sé qué comí del pescado que me estragó de todo punto el gusto,

     SIMÓNIDES.- ¡Tan grande copia de postres, confituras y golosinas cuando ya no hay apetito! ¡Peras, manzanas, quesos de muchos géneros! A mí me agrada mucho el queso de leche de yegua.

     CRITÓN.- Yo pienso que éste no es de leche de yegua, sino de Frigia, que lo hacen con leche de jumenta, parecido al que traen de Sicilia, cuadrado, en forma de columna, que se deshace en pedacitos como hojas.

     DEMÓCRITO.- Aunque este queso esponjoso es de Bretaña, pienso que no os agradará.

     CRITÓN.- Ni este otro de Holanda lleno de ojos. Este de Parma está bien fabricado y es bastante fresco. Aquel de Peñafiel bien puede competir con el de Parma.

     DEMÓCRITO.- No es de Parma, sino de Placencia.

     CRITÓN.- Sea, si te place. En Alemania al vulgo le agrada mucho el queso rancio, podrido, mohoso y lleno de gusanos.

     SIMÓNIDES.- Quien come de ese queso llama la sed y come para beber.

     ESCOPAS.- ¡Mucho tarda el pastelero! ¿Por qué no trae las rosquillas, los hojaldres y las frutas de sartén, hechas en aceite hirviendo, con miel por encima?

     CRITÓN.- Dame algunos dátiles para comer ahora y para guardar. Acaso esta noche no cene otra cosa.

     ESCOPAS.- Torna ese racimo entero. ¿Quieres granadas?

     POLEMÓN.- Muchacho, limpia este palmito, que voy a comer el cogollo.

     ESCOPAS.- No os olvidéis de beber. Ya sabéis que Aristóteles opinaba que los postres dulces se inventaron para beber, esto es, para que no se haga en seco la digestión de la comida.

     CRITÓN.- Luego acaso quien los inventó era marinero o pez, cuando tanto temía a la sequedad.

     ESCOPAS.- Traed aquellas cosas a que solemos llamar el sello del estómago, porque después de ellas no se debe comer ni beber nada, como son el bizcocho, la carne de membrillo y la gragea. Pero ésta no se debe tragar, sino escupirla después de mascada. Recoged los pedazos y relieves en los canastillos, traed aguas de olor, de rosa, de azahar, de mosqueta.

     POLEMÓN.- Demos gracias a Dios.

     MUCHACHO.- ¡Oh, Padre! ¡Te damos las gracias por las cosas que criaste para regalo del hombre! ¡Favorécenos para que lleguemos a la cena de la bienaventuranza! Amén.

     POLEMÓN.- Demos ahora las gracias al amo de la casa.

     CRITÓN.- Dalas tú.

     POLEMÓN.- Que las dé Demócrito, que sabe muchas cosas.

     DEMÓCRITO.- En este estado de la república no podré darte las gracias como mereces, pues bien ves que el vino lo trastorna todo. Te daré las mismas que Diógenes dio a Dionisio, porque las tomé de memoria. Perdonarás si ésta es frágil y si la lengua es torpe por haber bebido tanto.

     ESCOPAS.- Di lo que quisieres; quedará escrito en vino.

     DEMÓCRITO.- ESCOPAS: te has fatigado y fatigaste a tu mujer, criados, criadas, cocineros, panaderos y aun vecinos para fatigarnos a nosotros con tu comida y bebida. Discretamente obró Sócrates cuando, entrando en un mercado grande y bien abastecido, exclamó: ¡Oh, dioses imnortales, de cuántas cosas no necesito! Tú podrías decir lo contrario, a saber: ¿qué son todas estas cosas, comparadas con las que yo necesito? La naturaleza necesita de poco, y con ello se sustenta y mantiene; la abundancia y la variedad la sofocan. Plinio dijo: La diversidad de alimentos es pestilente al hombre y también la de condimentos. La pesadez del cuerpo y el embotamiento de los espíritus vienen de la mucha comida y bebida, lo que nos impide obrar cual racionales. Por esto juzga tú mismo qué gratitud te debemos.

     ESCOPAS.- ¿Y son estas las gracias que me dais? ¿Así agradecéis comida tan opípara?

     POLEMÓN.- Sí, ¿ni cuál mayor bien hemos de hacerte sino mostrarte cómo has de conducirte? Tú nos envías a nuestras casas hechos brutos; nosotros queremos dejarte en la tuya hombre que sabe cuidar de su salud y de la ajena, viviendo según la naturaleza, no según la corrompida opinión de los necios. Pásalo bien y sé cuerdo.

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