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»Cuando nació Venus celebraron los dioses un gran festín y entre ellos se encontraba Poros50, hijo de Metis51. Después de la gran comida se presentó Penia52, solicitando unas migajas sin atreverse a pasar de la puerta. En aquel momento Poros, embriagado del néctar (porque entonces todavía no se bebía vino), salió de la sala y entró en el jardín de Júpiter, donde el sueño no tardó en cerrar sus párpados cansados. Penia entonces, instigada por su penuria, ideó tener un hijo de Poros; se acostó a su lado y fue madre del Amor. He aquí por qué el Amor fue el compañero y servidor de Venus, puesto que fue concebido el mismo día que ella nació, y además porque por su naturaleza ama la belleza y Venus es bella. Y como hijo de Poros y de Penia, mira cuál fue su herencia: desde luego es pobre, y lejos de ser hermoso y delicado, como se piensa generalmente, está flaco y sucio, va descalzo, no tiene domicilio, y sin más lecho ni abrigo que la tierra; duerme al aire libre en los quicios de las puertas y en las calles; en fin, está siempre, como su madre, en precaria situación. Pero, por otra parte, ha sacado de su padre el estar siempre sobre la pista de todo lo que es bueno y bello; es varonil, osado, perseverante, gran cazador, siempre inventando algún artificio, ansioso de saber y aprendiendo con facilidad, filosofando incesantemente, encantador, mago y sofista. Por su naturaleza no es mortal ni inmortal; pero en un mismo día está floreciente y lleno de vida mientras está en la abundancia, y luego se extingue para revivir por efecto de la naturaleza paterna. Todo lo que adquiere se le escapa sin cesar, de manera que nunca es rico ni pobre. Al mismo tiempo se encuentra entre la sabiduría y la ignorancia, porque ningún dios filosofa ni desea ser sabio, puesto que la sabiduría va anexa a la propia naturaleza divina, y en general quien es sabio no filosofa. Lo mismo ocurre a los ignorantes; ninguno de ellos filosofa ni desea llegar a ser sabio, porque la ignorancia tiene el enojoso defecto de convencer a los que no son hermosos, ni buenos, ni sabios, de que poseen estas cualidades, y nadie desea las cosas de las que no se cree desprovisto. -Pero Diotime, ¿quiénes son, pues, los que filosofan si no lo son los sabios ni los ignorantes? -Hasta para un niño es evidente, dijo ella, que son los que están entre los ignorantes y los sabios, y el Amor es de ese número. La sabiduría es una de las cosas más bellas del mundo; ahora bien: el Amor ama lo que es bello, luego hay que convenir en que el Amor es amante de la sabiduría, es decir, filósofo, y como tal ocupa el lugar entre el sabio y el ignorante. Esto lo debe a su nacimiento, porque es hijo de un padre sabio y rico y de una madre que no es rica ni sabia. Tal es, mi querido Sócrates, la naturaleza de este demonio. No me sorprende la idea que de él te habías formado, porque creías, por lo que he podido conjeturar por tus palabras, que el Amor es lo que es amado y no lo que ama. Creo que el Amor te parecía muy bello porque lo amable es la belleza real, la gracia, la perfección y el soberano bien. Pero el que ama es de una naturaleza muy diferente, como acabo de explicar. -Está bien, extranjera, sea; razonas muy bien, pero si el Amor es como dices, ¿qué utilidad presta a los hombres? -Esto es, Sócrates, lo que ahora voy a procurar hacerte comprender. Conocemos la naturaleza y el origen del Amor, que es, como dices, el amor de lo bello. Pero si alguno de nosotros preguntara: ¿qué es el amor de lo bello, Sócrates y Diotime?, o para hablar más claramente: el que ama lo bello, ¿qué es lo que ama? -Poseerlo, respondí. -Esta respuesta exige nueva pregunta, dijo ella: ¿qué ganará con la posesión de lo bello? Repuse que no estaba en disposición de contestar inmediatamente a aquella pregunta. -Y si se cambiasen los términos y poniendo lo bueno en lugar de lo bello te preguntaran: Sócrates, el que ama lo bueno, ¿qué es lo que ama? -Poseerlo. ¿Y qué ganará poseyéndolo? -Esta vez me parece más fácil la respuesta: que será dichoso. -Porque la posesión de las cosas buenas hace dichosos a los seres felices y ya no hay necesidad de preguntar por qué el que quiere ser dichoso quiere serlo; tu respuesta me parece que satisface a todo. -Es verdad, Diotime. -Pero ¿te imaginas que este amor y esta voluntad sean comunes a todos los hombres y que todos quieren siempre tener lo que es bueno u opinas de otro modo? -No: creo que todos tienen siempre este deseo y esta voluntad. -¿Por qué, pues, Sócrates, no decimos de todos los hombres que aman, si todos aman siempre la misma cosa? ¿Por qué lo decimos de los unos y no de los otros? -Esto me extraña mucho. -Pues no te extrañe: nosotros distinguimos una especie particular de amor y la llamamos amor, con el nombre de todo el género, mientras que para las de más especies empleamos términos diferentes. -Por favor, un ejemplo. -He aquí uno. Sabes que la palabra poesía 53 tiene numerosas acepciones; en general, expresa la causa que haga pasar lo que quiera que sea del no ser al ser, de manera que toda obra de arte es una poesía, y todo artista y todo obrero, un poeta. -Es verdad. -Y, sin embargo, ves que no se les llama poetas, sino que se les da otros nombres, y que una sola especie de poesía tomada separadamente, la música y el arte de los versos, ha recibido el nombre de todo el género. Y, en efecto, esta sola especie es la que se llama poesía y únicamente a los que la poseen se les da el nombre de poetas. -También es verdad. -Lo mismo ocurre con el amor; en general, es el deseo de lo que es bueno y nos hace felices; es el gran amor seductor innato en todos los corazones. Pero de todos los que en las diversas direcciones tienden a este fin, hombres de negocios, atletas, filósofos, no se dicen que aman y no se los llama amantes; sólo a los que se entregan a una especie de amor se les da el nombre de todo el género y sólo a ellos se les aplican las palabras amar, amor y amantes. -Me parece que tienes razón, le dije. -Se ha dicho, siguió diciendo Diotime, que buscar la mitad de sí mismo es amar, pero yo pretendo que amar no es buscar la mitad ni el todo de sí mismo cuando ni esta mitad ni este todo son buenos; y la prueba, amigo mío, es que consentimos en dejarnos cortar el brazo o la pierna, aunque nos pertenecen, si juzgamos que estos miembros están atacados de un mal incurable. En efecto, no es lo nuestro lo que amamos, a menos que sólo miremos como nuestro y perteneciéndonos por derecho propio lo que es bueno y como extraño lo malo, porque los hombres sólo aman lo bueno. ¿No es ésta tu opinión? -¡Por Júpiter!, pienso como tú. -¿Basta entonces con decir que los hombres aman lo bueno? -Sí. -Pero ¿no es preciso añadir que también desean poseerlo? -Sí; es preciso. -¿Y no solamente poseerlo, sino poseerlo siempre? -También es preciso. -En suma, pues, consiste el amor en querer poseer siempre lo bueno. -Nada tan exacto, respondí. -Si tal es en general el amor, ¿cuál es el acto particular en que el buscar y perseguir con ardor lo bueno toma el nombre de amor? ¿Cuál es? ¿Puedes decírmelo? -No. Diotime; si no fuera así no estaría admirando tu sabiduría y no habría venido a buscarte para aprender de ti estas verdades. -Pues te lo voy a decir: es la producción en la belleza, sea por el cuerpo o sea por el alma. -He aquí un enigma que exige un adivino para solucionarlo; te confieso que no lo comprendo. -Voy a hablar más claramente. Todos los hombres, Sócrates, son aptos para engendrar lo mismo corporal que espiritualmente, y cuando llegan a cierta edad su naturaleza los incita a producir. Pero ésta no puede producir en la fealdad, sino en la belleza; la unión del hombre y de la mujer es una producción, y esta producción una obra divina, fecundación y generación, a las cuales el ser mortal debe su inmortalidad. Pero estos efectos no podrían verificarse en lo que es discordante. Más: la fealdad no puede armonizar con nada que sea divino; únicamente la belleza. La belleza, es pues, para la generación lo que el Destino54 y Lucina55. Por esto el ser fecundante, al acercarse lleno de amor y júbilo a lo bello, se dilata, engendra y produce. En cambio, cuando triste y enfriado se aproxima a la fealdad, se vuelve de espaldas, se contrae, torna reservado y no engendra, llevándose con dolor su germen fecundo. En el ser fecundante y lleno de vigor para producir es éste el origen de la ardiente persecución de la belleza que debe librarle de grandes dolores. Porque la belleza, Sócrates, no es como te imaginas el objetivo del amor. ¿Cuál es entonces? -La generación y la producción en la belleza. -Sea, respondí. -No cabe dudarlo, replicó Diotime. -Pero ¿por qué es la generación el objeto del amor? -Porque la generación es la que perpetúa la familia de los seres animados y le da inmortalidad compatible con la naturaleza mortal. Pero después de todo lo que hemos convenido es necesario unir al deseo de lo bueno el deseo de la inmortalidad, puesto que el amor consiste en desear que lo bueno nos pertenezca siempre. De esto se deduce que la inmortalidad es también un objetivo del amor.

»Tales fueron las enseñanzas que me dio Diotime en nuestras conversaciones acerca del amor. Un día me dijo: -¿Cuál es, según tú, Sócrates, la causa de este deseo y de este amor? ¿No has observado el estado extraño en que se encuentran los animales terrestres y volátiles cuando sienten el deseo de engendrar? ¿Cómo enferman todos, qué agitación amorosa al principio durante la época del acoplamiento; después, cuando se trata de alimentar a su progenie, cómo hasta los más débiles están siempre dispuestos a luchar contra los más fuertes y a morir por ella y cómo se imponen hambre y toda clase de privaciones para que aquélla pueda vivir? Tratándose de los hombres, podría creerse que obran así por convicción, pero de los animales, ¿sabrías decirme dónde adquieren estas disposiciones amorosas? Le contesté que lo ignoraba. -Ignorando esto, ¿esperas llegar a ser sabio algún día en cosas del amor? -Pero, Diotime, para serlo he venido a buscarte, sabedor de que tengo necesidad de lecciones. Explícame, pues, lo que te pedí me explicaras y todas las demás cosas que se relacionan con el amor. -Pues bien, dijo ella, si crees que el objeto natural del amor es en el que hemos convenido varias veces, no debe preocuparte mi pregunta, porque aquí, como precedentemente, es también la naturaleza mortal la que quiere perpetuarse y hacerse tan inmortal como le es posible. Y el único medio de que dispone para lograrlo es el nacimiento, que sustituye a un individuo viejo por un joven. Efectivamente, por más que se diga de un individuo, desde que nace hasta que muere, que vive y que es siempre el mismo, en realidad no se encuentra nunca en el mismo estado ni en la misma envolvente, sino muere y renace sin cesar en sus cabellos, en su carne, en sus huesos, en su sangre, en una palabra, en todo su cuerpo, y no solamente en su cuerpo, sino también en su alma; sus hábitos, costumbres, opiniones, deseos, placeres, penas, temores y todas sus afecciones no permanecen nunca los mismos; nacen y mueren continuamente. Pero lo más sorprendente es que no sólo nacen y mueren en nosotros nuestros conocimientos de la misma manera (porque en este sentido cambiamos incesantemente), sino que cada uno de ellos en particular experimenta las mismas vicisitudes. En efecto, lo que llamamos reflexionar se refiere a un conocimiento que se borra, porque el olvido es la extinción de un conocimiento. Pero al formar la reflexión en nosotros un nuevo recuerdo que sustituye al que se va, conserva en nosotros ese conocimiento tanto, que creemos que es el mismo. Así se conservan todos los seres mortales; no permanecen en absoluto y siempre los mismos como lo que es divino, pero el que envejece y se deja en su lugar un individuo joven parecido a lo que era él mismo. Aquí tienes, Sócrates, cómo todo lo que es mortal, el cuerpo y lo demás, participa de la inmortalidad. En cuanto al ser inmortal, es por otra razón. No te asombre, pues, que todos los seres animados asignen tanta importancia a su descendencia, porque es del deseo de la inmortalidad de donde proceden la solicitud y el amor que los animan. Después que hubo hablado de esta suerte, le dije, poseído de admiración: -Muy bien, sapientísima Diotime; pero ¿es realmente como dices? Ella, con el tono de un perfecto sofista, me contestó: -No lo dudes, Sócrates, y si ahora quieres reflexionar un poco acerca de la ambición de los hombres, te parecerá poco de acuerdo con estos principios, a menos que no pienses en lo muy poseídos que están los hombres del deseo de crearse un nombre y de adquirir una gloria inmortal en la posteridad, y que este deseo, más aún que el amor paternal, es lo que los lleva a afrontar todos los peligros, sacrificar su fortuna, soportar todas las fatigas y hasta perder la vida. ¿Crees efectivamente que Alceste hubiera sufrido la muerte en lugar de Admetos, que Aquiles la habría buscado para vengar a Patroclo y que vuestro Codrus se habría sacrificado para asegurar la realeza a sus hijos, si no hubiesen esperado dejar este imperecedero recuerdo de su virtud que aún vive entre nosotros? Era preciso, continuó Diotimes. Pero para esta inmortalidad de la virtud, para esta noble gloria, no creo que haya nada tan eficaz como que cada uno obre con tanto más ardor mientras más virtuoso sea, porque todos aman lo que es inmortal. Los que son fecundos según el cuerpo, aman a las mujeres y se dirigen con preferencia a ellas, creyendo asegurarse por la procreación de hijos la inmortalidad, la perpetuidad de su nombre y la felicidad en el transcurso de los tiempos. Pero los que son fecundos por el espíritu..., porque hay quienes son mucho más fecundos del espíritu que del cuerpo para las cosas que el espíritu es llamado a producir. ¿Qué cosas son estas que el espíritu es llamado a producir? La sabiduría y las otras virtudes nacidas de los poetas y de todos los artistas dotados del genio de la inventiva. Pero la sabiduría más excelsa y más bella es la que preside al gobierno de los Estados y de las familias humanas y se la denomina prudencia y justicia. Cuando, pues, un mortal divino lleva en su alma desde la infancia el germen de estas virtudes y llegado a la madurez de la edad desea engendrar y producir, va errante de un lado a otro buscando la belleza en la cual podrá engendrar, porque jamás podría en la fealdad. En el ardor de producir se afecciona, pues, a los cuerpos hermosos con preferencia a los feos, y si encuentra en un cuerpo bello un alma también bella, generosa y bien nacida, esta reunión le complace soberanamente, y para un hombre tal encuentra en seguida una abundancia de discursos acerca de la virtud, los deberes y ocupaciones del hombre de bien, dedicándose a instruirle, porque el contacto y el comercio con la belleza le hacen engendrar y producir aquello cuyo germen llevaba. Ausente y presente, piensa siempre en su bien amado y en común alimentan a los frutos de su unión. Por esto son mucho más fuertes e íntimos que los lazos de la familia y los lazos y la afección que los unen, porque sus hijos son más bellos y más inmortales. Y no hay nadie que no prefiera tales hijos a toda otra posteridad si considera y admira las producciones que Homero y Hesíodo dejaron y el renombre y el recuerdo inmortal que esos hijos inmortales proporcionan a sus padres; o bien si se acuerda de los hijos que Licurgo dejó a Lacedemonia, que fueron la salvación de aquella ciudad y hasta diría que de toda Grecia. A Solón también lo reverencian como padre de las leyes, y a otros grandes hombres se les tributan honores, lo mismo en Grecia que en las comarcas de los bárbaros, porque produjeron una porción de obras admirables y engendraron toda clase de virtudes. Tales hijos son los que les han valido templos, pero los hijos del cuerpo en ninguna parte han servido para honrar a sus padres.

»Es posible, Sócrates, que hasta aquí haya logrado iniciarte en los misterios del Amor; pero del último grado de iniciación y de las revelaciones más secretas, de todo lo que te he estado diciendo, no es más que una preparación, no sé, si aun bien dirigido, podrá tu espíritu elevarse hasta ellos. No por esto dejará de continuar mi celo prosiguiendo tu enseñanza sin debilitarse. Procura seguirme lo mejor que puedas.

»El que quiera llegar a este fin por el camino verdadero debe empezar a buscar los cuerpos bellos y hermosos desde su edad temprana; si está bien dirigido debe también, además, no amar más que a uno solo y engendrar bellos discursos en el que haya elegido. A continuación deberá llegar a comprender que la belleza que se muestra en un cuerpo cualquiera es hermana de la que se encuentra en todos los otros. En efecto, si hay que buscar la belleza en general, sería una verdad era locura no creer que la belleza que reside en todos los cuerpos es una e idéntica. Una vez penetrado de este pensamiento deberá mostrarse amante de todos los cuerpos bellos y despojarse, como de una menospreciada futesa, de toda pasión que se encontrara en uno solo. Después aprenderá a estudiar la belleza del alma, considerándola mucho más preciosa que la del cuerpo, de tal manera, que un alma bella, aun en un cuerpo privado de atractivos, baste para atraer su amor y su interés y para hacerle engendrar en ella los discursos más a propósito para el perfeccionamiento de la juventud. Por este medio se verá forzosamente obligado a contemplar la virtud que se encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes y a ver que esa ciudad es idéntica a ella misma en todas partes, y, por consiguiente, a hacer poco caso de la belleza corporal. De los actos de los hombres pasará a las ciencias para contemplar su belleza, y entonces, con un concepto más amplio de lo bello, no estará ya encadenado como un esclavo en el estrecho amor de un mancebo o adolescente, de un hombre o de una sola acción, sino que, lanzado al océano de la belleza y alimentando sus ojos con el espectáculo, engendrará con inagotable fecundidad los discursos y pensamientos más bellos de la filosofía hasta que, habiendo fortificado y aumentado su espíritu con esta sublime contemplación, no vea más que una ciencia: la de lo bello.

»Préstame ahora toda la atención de que seas capaz. Quien esté iniciado en los misterios del amor hasta el punto en que estamos, después de haber recorrido en un orden conveniente todos los grados de lo bello, llegado al término de la iniciación, descubrirá de repente una maravillosa belleza, la que era el objetivo de todos sus trabajos anteriores: belleza eterna, increada e imperecedera, exenta de incremento y de disminución, belleza que no es bella en tal arte y fea en otra, bella por un concepto y fea por otro, bella en un sitio y fea en otro, bella para unos y fea para otros; belleza que no tiene nada sensible como en un rostro y unas manos ni nada corpóreo, que no es tampoco un discurso o una ciencia, que no reside en un ser diferente de ella misma, en un animal, por ejemplo, o en la Tierra o en el Cielo o en cualquier otra cosa, pero que existe eterna y absolutamente por ella misma y en ella misma, de la cual participan todas las demás bellezas, sin que su nacimiento ni su destrucción le aporten la menor disminución ni el menor incremento ni la modificación en nada. Cuando de las bellezas inferiores se ha elevado uno por un amor a los jóvenes, bien entendido, hasta esta belleza perfecta, y se empieza a entreverla, estará muy próxima la consecución del objetivo, porque el camino recto del amor, que lo siga uno por sí mismo o guiado por otro, hay que empezarlo por las bellezas de aquí abajo hasta elevarse a las alturas en que impera la belleza suprema, pasando, por decirlo así, por todos los peldaños de la escala, de un cuerpo bello o dos, de dos a todos los otros, de los cuerpos bellos a las bellas ocupaciones, de las bellas ocupaciones a las ciencias bellas, hasta que de ciencia en ciencia se llega a la ciencia por excelencia, que no es otra que la ciencia de lo bello mismo, y se termine conociéndolo tal como es en sí. ¡Oh mi querido Sócrates!, continuó la extranjera de Mantinea, si alguna cosa da valor a esta vida es la contemplación de la belleza absoluta; y si llegas a contemplarla, ¡qué te parecerán después el oro y las joyas, los niños más bellos y esos jóvenes, cuya vista te turba y encanta, y lo mismo a otros muchos, que por ver sin cesar a los que amáis, por estar incesantemente con ellos, si fuera posible hasta os privaríais de comer y beber y pasaríais la vida a su lado absortos en su contemplación! ¿Qué pensar de un mortal a quien le fuera dado contemplar la belleza pura, simple y sin mezcla, no revestida de carne, de colores luminosos ni de todas las otras vanidades perecederas, sino la belleza divina misma? ¿Crees que sería un miserable destino tener fijos los ojos en ella y gozar de la contemplación y de la compañía de un objeto tal? ¿No crees, al contrario, que el hombre, que fuera el único aquí abajo que percibiera lo bello por el órgano al cual lo bello le es perceptible, podría él solo engendrar no imágenes de la virtud, puesto que no se une a imágenes, sino verdaderas virtudes, ya que con lo que se une es la verdad? Y al que engendra y alimenta la verdadera virtud es al que le corresponde ser amado de Dios, y si algún hombre tiene que ser inmortal es éste sobre todos.

»Tales fueron, mi amado Phaidros y todos los que me escucháis, los discursos de Diotime, que me persuadieron y con los que a mi vez trato de convencer a los demás de que para conseguir un gran bien encontrará difícilmente la naturaleza humana un auxiliar más poderoso que el Amor. También digo que todo hombre debe honrar al Amor. De mí os digo que venero todo cuanto a él se refiere y que hago de ello un culto particular y lo recomiendo a los otros; en este mismo instante acabo de celebrar lo mejor que he podido, como hago sin cesar, el poder y la fuerza del Amor. Y ahora dime, Phaidros, si este discurso puede ser llamado un elogio al Amor, y si no, dale el nombre que mejor te plazca».

Al terminar de hablar Sócrates llovieron sobre él las alabanzas, pero Aristófanes se disponía a hacer algunas observaciones porque Sócrates en su discurso había hecho una alusión a una cosa que él había dicho, cuando de repente se oyó mucho ruido en la puerta exterior y fuertes golpes redoblados en ella; al mismo tiempo se pudieron distinguir voces jóvenes que debieron haber bebido más de lo conveniente y la de una tocadora de flauta. -Esclavos, exclamó Agatón, id a ver qué es eso; si es alguno de nuestros amigos, hacedlos entrar, y si no, decidles que hemos cesado de beber y que estamos descansando. Un instante después oímos la voz de Alcibíades, medio borracho, que gritaba: -¿Dónde está Agatón? Que me lleven adonde está Agatón. Unos cuantos de sus amigos y la flautista le cogieron bajo los brazos y le llevaron hasta la puerta de nuestra sala. Alcibíades se detuvo; llevaba una guirnalda de violetas y hiedra con numerosas cintas. -Amigos, os saludo, dijo. ¿Queréis admitir en vuestra mesa a un hombre que ha bebido ya bastante? ¿O nos iremos después de haber coronado a Agatón, porque éste es el objeto de nuestra visita? Me fue imposible venir ayer, pero aquí me tenéis con la corona y las cintas para ceñir con ella la frente del más sabio y hermoso de los hombres, si me está permitido expresarme así. ¿Os reís de mí porque estoy borracho? Reíd tanto como os plazca, porque sé que digo la verdad. Pero veamos; contestadme: ¿me dejáis entrar o no? ¿Beberéis conmigo o no? Todos exclamaron: -¡Que entre y se acomode! El mismo Agatón le llamó. Sostenido por sus amigos se adelantó Alcibíades y mientras se ocupaba de quitarse las cintas y la guirnalda para coronar a Agatón, no vio a Sócrates que estaba frente a él y fue a sentarse precisamente entre Agatón y él, que se había apartado para hacerle sitio. Después de sentarse besó Alcibíades a Agatón y le coronó. -Esclavos, dijo éste: descalzad a Alcibíades, que será el tercero en este triclinio. -Con mucho gusto, dijo Alcibíades, pero ¿quién es este tercer bebedor? Y al volverse y ver a Sócrates se levantó bruscamente, exclamando: -¡Por Hércules!, ¿qué es esto? ¿Cómo, Sócrates? ¡Otra vez en acecho para sorprenderme, apareciendo, según acostumbras, en el momento en que menos lo esperaba! ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Por qué ocupas este sitio? ¿Cómo te las has arreglado para en vez de sentarte al lado de Aristófanes o de algún otro de los que bromean te encuentro al lado del más bello de la compañía? -¡Socorro, Agatón!, replicó Sócrates. El amor de este hombre es para mí un verdadero apuro. Desde que empecé a amarle no puedo mirar ni hablar a ningún joven, sin que por despecho o celos se libre a excesos increíbles, colmándome de injurias y conteniéndose con dificultad para no unir los golpes a las recriminaciones. Ten, pues, cuidado de que ahora mismo no la emprenda contra mí y se deje llevar de un arrebato de este género; procura que haga la paz conmigo o protégeme si quiere entregarse a alguna violencia, porque tengo miedo de su amor y de sus furores celosos. -No haya paz entre nosotros, dijo Alcibíades, pero dejaré la venganza para otra ocasión. Ahora, Agatón, ten la bondad de devolverme unas cuantas cintas de tu guirnalda para que ciña con ellas la maravillosa cabeza de este hombre. No quiero que pueda reprocharme no haberle coronado como a ti, a él, que en los discursos triunfa de todo el mundo, no sólo en una ocasión, como tú ayer, sino siempre. Cogió unas cintas, coronó a Sócrates, se dejó caer sobre el triclinio y después de acomodarse dijo: -¿Qué es esto, amigos míos? Me parecéis muy sobrios y no me parece que deba consentíroslo; hay que beber; es lo convenido. Me constituyo en rey del festín hasta que hayáis bebido como es preciso. Agatón, manda a un esclavo que me traiga una copa bien grande, o mejor: esclavo, dame ese vaso56. Aquel vaso podría contener más o menos ocho cotyles. Después de haberlo hecho llenar lo apuró Alcibíades el primero y en seguida lo hizo llenar para Sócrates, diciendo: -Que nadie vea malicia en lo que hago, porque Sócrates bebería tanto como quisiéramos y nunca se emborracharía. El esclavo llenó el vaso y Sócrates bebió. Eryximacos tomó la palabra entonces y preguntó: -¿Qué vamos a hacer, Alcibíades? ¿Beberemos sin hablar ni cantar y nos contentaremos con imitar a la gente que tiene sed? Alcibíades respondió: -Te saludo, Eryximacos, digno hijo del mejor y más sabio de los padres. -Te saludo igualmente, replicó Eryximacos, pero ¿qué haremos? -Lo que prescribas, porque es preciso obedecerte:

«Un médico vale él solo por muchos otros hombres»57. Ordena, pues, lo que te agrade. -Entonces, escucha, dijo Eryximacos: antes de tu llegada habíamos acordado que cada uno de nosotros, por turno, empezando por la derecha, haría lo mejor que pudiera el elogio del Amor. Todos hemos cumplido como buenos; es justo que tú, que nada has dicho y que no has bebido menos, cumplas a tu vez. Cuando hayas terminado podrás prescribir a Sócrates el asunto que se te ocurrirá; él hará lo mismo con su vecino de la derecha y así sucesivamente. -Todo esto está muy bien, dijo Alcibíades; pero ¡querer que un hombre embriagado dispute en elocuencia con gente sobria y de sangre fría! La partida no sería igual. Además, querido, lo que Sócrates dijo hace un momento de mis celos, ¿te ha persuadido o sabes que lo contrario es precisamente la verdad? Porque si en su presencia me atreviera a elogiar a otro que no fuera él, sea un dios o un hombre, no podría contenerse y me maltrataría. -Habla mejor, dijo Sócrates. -¡Por Neptuno!, no digas nada, Sócrates, porque estando tú presente a nadie alabaré sino a ti. -¡Pues bien, sea!, dijo Eryximacos; haznos si te parece bien el elogio de Sócrates. -¿Cómo lo entiendes, Eryximacos? ¿Crees que es preciso caer sobre ese hombre y vengarme de él delante de vosotros? -¡Eh, joven mancebo!, le interrumpió Sócrates, ¿qué es lo que proyectas? ¿Quieres prodigarme irónicos elogios? Explícate. -Diré la verdad, si lo consientes. -¿Qué si lo consiento? Lo exijo. -Te voy a complacer, respondió Alcibíades; pero mira lo que vas a hacer: si digo algo que no sea verdad, interrúmpeme, si quieres, y no temas desmentirme, porque a sabiendas no diré ninguna mentira. Pero si no expongo los hechos con un orden muy exacto, no te extrañes, porque en el estado en que estoy no es muy fácil dar cuenta clara y seguida de tus extravagancias.

»Para elogiar a Sócrates, amigos míos, tendré que recurrir a comparaciones: Sócrates creerá quizá que trato de haceros reír, pero mis imágenes tendrán por objeto la verdad y no la broma. Empiezo diciendo que Sócrates se asemeja a esos Silenos que vemos expuestos en los estudios de los escultores, a los que los artistas representan con una flauta o con pitos en la mano; si separáis las dos piezas de que se componen estas estatuas, encontraréis en su interior la imagen de alguna divinidad. Digo en seguida que Sócrates se parece especialmente al Sátiro Marsyas. En cuanto al exterior, no me negarás, Sócrates, el parecido, y en cuanto a lo demás, escucha lo que tengo que decir: ¿no eres un presumido burlón? Si lo niegas traeré testigos. ¿No eres también un flautista y mucho más admirable que Marsyas? Él encantaba a los hombres con la potencia de los sonidos que su boca arrancaba a los instrumentos, que es lo que todavía hacen hoy quienes ejecutan los aires de este sátiro; en efecto, los que tocaba Olimpo pretendo que son de Marsyas, su maestro. Pero gracias a su carácter divino, sea un hábil artista o una mala flautista quien los ejecute, tienen la virtud de arrebatarnos a nosotros mismos y de hacernos conocer a los que tienen necesidad de las iniciaciones y de los dioses; la única diferencia que hay en este asunto entre Marsyas y tú, Sócrates, es que sin necesidad de instrumentos, con simples discursos, haces lo mismo que él. Otro que hable, aunque sea el más famoso orador, no nos causa, por decirlo así, ninguna impresión, pero que hables tú mismo o que otro repita tus discursos por poco versado que esté en el arte de la palabra; y todos los que te escuchan, hombres, mujeres y adolescentes, se sienten impresionados y transportados. Si no fuera, amigos míos, porque temo que creáis que estoy completamente borracho, os testimoniaría con juramento la impresión extraordinaria que sus discursos me han producido y siguen produciéndome todavía. Cuando le escucho me late el corazón con más violencia que a los corybantes58, sus palabras me hacen derramar lágrimas y veo a numerosos oyentes experimentando las mismas emociones. He oído hablar a Pericles y a nuestros más grandes oradores y los he encontrado elocuentes, pero no me hicieron sentir nada parecido. Mi alma no se turbaba ni se indignaba consigo misma de su esclavitud. Pero escuchando a Marsyas, la vida que llevo me ha parecido a menudo insoportable. Tú no discutirás, Sócrates, la verdad de lo que digo, y ahora mismo siento que si prestara oído a tus discursos me resistiría a ellos y me producirían la misma impresión. Es un hombre que me obliga a reconocer que, faltándome muchas cosas, descuido mis propios asuntos para ocuparme de los atenienses. Para alejarme de él tengo que taparme los oídos como para escapar de las sirenas59, porque si no estaría constantemente a su lado hasta el fin de mis días. Este hombre despierta en mí un sentimiento del que nadie me creería susceptible: es el de la vergüenza; sí, únicamente Sócrates me hace enrojecer, porque tengo la conciencia de no poder oponer nada a sus consejos; y sin embargo, después de separarme de él me siento con fuerza para renunciar al favor popular. Por esto huyo de él y procuro evitarle, mas cuando le vuelvo a ver me avergüenzo ante él y enrojezco por haber hecho que mis actos desmintieran mis palabras, y a menudo creo que desearía que no existiera; y no obstante, si esto sucediera, sé que sería mucho más desgraciado todavía, de manera que no sé como debo proceder con este hombre.

»Tal es la impresión que produce en mí y en muchos otros también la flauta de este sátiro. Pero todavía quiero convenceros aún más de lo justo de mi comparación y del poder extraordinario que ejerce sobre los que le escuchan. Porque tenéis que saber que ninguno de nosotros conoce a Sócrates. Puesto que he empezado, os diré todo. Veis el ardiente interés que Sócrates demuestra por los bellos mancebos y adolescentes y con qué apasionamiento los busca y hasta qué extremo le cautivan; veis también que ignora todo y que no sabe nada; al menos así lo parece. ¿No es propio todo esto de un Sileno? Enteramente. Tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno, pero ¡abridle!, mis queridos comensales, ¡qué tesoros no encontraréis en él! Sabed que la hermosura de un hombre le es el objeto más indiferente. Nadie se podría imaginar hasta qué punto la desdeña e igualmente a la riqueza y las otras ventajas que envidia el vulgo. Para Sócrates, carecen de todo valor, y a nosotros mismos nos considera como nada; su vida entera transcurre burlándose de todo el mundo y divirtiéndose en hacerle servir de juguete para distraerse. Pero cuando habla en serio y se abre, no sé si otros habrán visto las bellezas que guarda en su interior; yo sí las he visto y me han parecido tan divinas, tan grandes, tan preciosas y tan seductoras, que creo es imposible resistirse a Sócrates. Pensando al principio que lo que le interesaba en mí era mi belleza, me felicité por mi buena fortuna; creí haber encontrado un medio maravilloso de medrar contando con que complaciéndole en sus deseos obtendría con seguridad de él que me comunicara toda su ciencia. Tenía yo, además, la más elevada opinión de mis atractivos exteriores. Con este fin empecé por despedir al servidor que se hallaba siempre presente en mis entrevistas con Sócrates, para quedarme solo en él. Necesito deciros toda la verdad; escuchadme atentamente, y tú Sócrates, repréndeme si mintiere. Me quedé, pues, sólo con Sócrates, amigos míos; esperaba inmediatamente me pronunciaría uno de esos discursos que la palabra inspira a los amantes cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y de antemano experimentaba un placer al imaginármelo. Pero mi esperanza me engañó: Sócrates estuvo conmigo todo el día hablándome como de costumbre, hasta que se retiró. Otro día le desafié a ejercicios gimnásticos, esperando conseguir algo por este medio. Nos ejercitamos y a menudo luchamos juntos sin testigos, pero nada adelanté. No pudiendo conseguir nada por este camino, me decidí a atacarle enérgicamente. Había empezado y no quería declararme vencido antes de saber a qué atenerme. Le invité a cenar como hacen los amantes cuando quieren tender un lazo a sus bien amados; al pronto rehusó, pero con el tiempo concluyó por acceder. Vino, pero apenas hubo cenado quiso marcharse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero otra vez le tendí un nuevo lazo, y después de cenar prolongué nuestra conversación hasta muy avanzada la noche, y cuando quiso marcharse le obligué a quedarse, pretextando que era demasiado tarde. Se acostó en el lecho en el cual había cenado, que estaba muy cerca del mío, y nos quedamos solos en la sala.

»Hasta aquí no hay nada que no pueda referir delante de quienquiera que sea. Lo que va a seguir no lo oiríais de mis labios si el vino, con la infancia o sin ella, no dijera siempre la verdad, según el proverbio, y porque ocultar un admirable rasgo de Sócrates después de haberme propuesto elogiarlo, no me parece justo. Me encuentro además en la misma disposición de ánimo de los que han sido mordidos por una víbora, que no quieren hablar con nadie de su accidente si no es con aquellos a quienes ocurrió lo propio, como los sólo capaces de concebir y excusar todo lo que hicieron y dijeron en sus sufrimientos. Y yo, que me siento mordido por algo más doloroso y en el sitio más sensible, llámesele corazón, alma o como se quiera, yo que he sido mordido y estoy herido por los discursos de la filosofía, cuyos dardos son más acerados que el dardo de una víbora, cuando alcanzan a un alma joven y bien nacida y la hacen decir o hacer mil cosas extravagantes; viendo en derredor mío a Phaidros, Agatón, Eryximacos, Pausanias y Aristodemos, sin contar a Sócrates y a los otros, afectados como yo de la locura y la rabia de la filosofía, no cavilo en proseguir delante de vosotros el relato de aquella noche, porque sabréis excusar mis actos y a todo hombre profano y al sin cultura cerradle con triple candado los oídos.

»Cuando se apagó la lámpara, amigos míos, y los esclavos se hubieron retirado, juzgué que no me convenía usar rodeos con Sócrates y que debía exponerle claramente mi pensamiento. Le toqué, pues, con el codo y le pregunté

-¿Duermes, Sócrates? -Todavía no, me respondió. -¿Sabes en lo que estoy pensando? -¿En qué? -Pienso en que tú eres el solo amante digno de mí y me parece que no te atreves a descubrirme tus sentimientos. De mí puedo asegurarte que me encontraría muy poco razonable si no buscara complacerte en esta ocasión, como en toda otra en la que pudieras quedarme obligado bien por mí mismo o bien por mis amigos. No tengo empeño mayor que el de perfeccionarme todo lo posible y no veo a nadie cuyo auxilio para esto pueda serme más provechoso que el tuyo. Si rehusara alguna cosa a un hombre como tú, temería más verme criticado por los sabios que no por los necios y vulgares concediéndote todo. Y Sócrates me contestó con su habitual ironía:

»Si lo que dices de mí es cierto, mi querido Alcibíades; si tengo, en efecto, el poder de hacerte mejor, no me pareces en verdad poco hábil, y has descubierto en mí una maravillosa belleza muy superior a la tuya. Por consiguiente, al querer unirte a mí y cambiar tu belleza por la mía, me parece que comprendes muy bien tus intereses, porque en vez de la apariencia de lo bello quieres adquirir la realidad y darme cobre para recibir oro60. Pero míralo más de cerca, buen joven, no vaya a ser que te engañes acerca de lo que valgo. Los ojos del espíritu no empiezan a ver con claridad hasta la época en que los del cuerpo se debilitan, y tú estás todavía muy lejos de ese momento. -Tales son mis sentimientos, Sócrates, le repliqué, y no he dicho nada que no piense; tú adoptarás la resolución que te parecerá más conveniente para ti y para mí. -Está bien, me respondió; la pensaremos y haremos en esto, como en todo, lo que más nos convenga a los dos.

»Después de estas palabras le creí alcanzado por el dardo que le había lanzado. Sin dejarle tiempo para añadir una palabra, me levanté envuelto en este mismo manto que veis, porque era invierno, y tendiéndome sobre la vieja capa de este hombre, ceñí con mis brazos a esta divina y maravillosa persona y pasé a su lado toda la noche. Espero, Sócrates, que de todo lo que estoy diciendo no podrás desmentir una palabra. Pues bien: después de tales insinuaciones permaneció insensible y no tuvo más que desdenes y desprecios para mi belleza y no ha hecho más que insultarla, y yo, amigos míos, la juzgaba de algún valor. Sí, sed jueces de la insolencia de Sócrates; los dioses y las diosas pueden ser mis testigos de que me levanté de su lado como me habría levantado del lecho de mi padre o de un hermano mayor.

»Después de esto, ya concebiréis cuál debió ser la situación de mi espíritu. Por una parte, me considera menospreciado y por otra admiraba su carácter, su temperancia y la fortaleza de su alma, y me parecía imposible encontrar un hombre que le igualara en sabiduría y en dominio sobre sí mismo; de manera que no podía enfadarme ni pasar sin su compañía y tampoco veía la forma de ganármela, porque sabía muy bien que era mucho más invulnerable al dinero que Ayax al hierro y que el único atractivo al que le creía sensible no había podido nada contra él. Más servil a este hombre que ningún esclavo puede serlo a su amo, fui errante de un lado a otro sin saber qué partido tomar. Tales fueron mis primeras relaciones con él. Más tarde nos encontramos juntos en la expedición contra Potidaia, donde fuimos compañeros de mesa. Allí veía a Sócrates descollando no solamente sobre mí, sino sobre todos por su paciencia para soportar las fatigas y penalidades. Si como suele ocurrir en campaña nos faltaban víveres, Sócrates soportaba el hambre y la sed mucho mejor que todos nosotros, y si teníamos abundancia, sabía disfrutar de ella mejor que los demás. Sin ser amigo de la bebida, bebía más que ningún otro si le obligaban y lo que va a sorprenderos es que nadie le ha visto embriagado, y de esto me figuro que muy pronto vais a tener la prueba. En aquel país es el invierno sumamente riguroso y el modo de resistir Sócrates el frío era prodigioso. Cuando helaba más y nadie se atrevía a salir de sus alojamientos o si salía era muy abrigado, bien calzado y los pies envueltos en fieltro o en pieles de oveja, no dejaba de entrar y salir con la misma capa que tenía la costumbre de llevar, y con los pies descalzos marchaba más cómodamente sobre el hielo que nosotros que íbamos bien calzados, tanto, que los soldados le miraban con malos ojos, creyendo que los desafiaba. Tal fue Sócrates entre las tropas.

»Pero ved lo que todavía hizo y soportó este hombre animoso61 durante esta misma expedición: el rasgo es digno de ser referido. Una mañana se le vio de pie entregado a una profunda meditación. No encontrando lo que buscaba no se marchó sino que continuó reflexionando en la misma postura. Era ya el mediodía; nuestra gente le observaba diciéndose extrañados unos a otros que Sócrates estaba desde muy temprano abstraído en sus pensamientos. Por fin, cuando ya había anochecido, los soldados jonios, después de haber cenado, armaron sus camas de campaña cerca de donde él se hallaba para dormir a la intemperie, porque entonces era verano, y observar al mismo tiempo si pasaría la noche en la misma actitud, y en efecto, continuó estando de pie hasta la salida del sol, en que después de haber hecho su plegaria al astro del día se retiró.

»¿Queréis saber cómo se conduce en los combates? Es una justicia que hay que rendirle todavía. En un hecho, todo cuyo honor me atribuyeron los generales, fue él quien me salvó la vida. Viéndome herido, no quiso abandonarme, y nos libró a mí y a mis armas de caer en manos del enemigo. Insistí entonces, Sócrates, cerca de los generales para que te adjudicaran el premio al valor, y éste es un hecho que no podrás discutirme ni tratar de mentira; pero los generales, por consideración a mi categoría, quisieron otorgarme el premio, y tú te mostraste más interesado que ellos en que me lo concedieran con perjuicio tuyo. La conducta de Sócrates, amigos míos, merece ser conocida también en la retirada de nuestro ejército después de la derrota de Delium. Yo estaba a caballo y él a pie y pesadamente armado. Nuestra gente comenzaba a huir en todas direcciones. Sócrates se retiraba con Laches. Los encontré y les dije que tuvieran ánimos, porque no los abandonaría. Entonces conocí a Sócrates mejor aún que en Potides, porque estando a caballo tenía menos que ocuparme de mi seguridad personal. Desde el primer momento me di cuenta de que Sócrates era mucho más animoso que Laches; vi también que allí, como en Atenas, marchaba arrogante y con desdeñoso mirar62, para hablar como tú, Aristófanes. Miraba tranquilamente a los nuestros, lo mismo que al enemigo, y desde lejos se adivinaba en su continente que no se le acercarían impunemente. Y así se retiraron sanos y salvos él y su compañero, porque en la guerra no se ataca generalmente al que muestra tales disposiciones, sino más bien se persigue a los que huyen a toda la velocidad de sus piernas.

»Podía añadir en alabanza a Sócrates un gran número de hechos no menos admirables, pero que también pueden ser contados de otros. Pero lo que hace a Sócrates digno de particular admiración es no tener semejantes ni entre los antiguos ni los contemporáneos: Podría comparársele, por ejemplo, con Brasidas o con tal otro, con Aquiles, Pericles, Néstor y Antenor, y hay otros personajes entre los cuales sería fácil establecer relaciones. Pero no se encontrará ninguno entre los antiguos ni entre los modernos que se aproxime en nada a este hombre en sus discursos y en sus originalidades, a menos de compararle, como he hecho, a él y a sus discursos, a los silenos y a los sátiros, porque me olvidé de deciros al empezar que sus discursos tienen también un perfecto parecido con los silenos que se abren. En efecto, a pesar del deseo que se tiene de escuchar a Sócrates, lo que dice parece al principio completamente grotesco. Las expresiones de que reviste sus pensamientos son tan groseras como la piel de un impúdico sátiro; no os habla más que de asnos embastados, forjadores, zapateros y curtidores, y hace el efecto de que dice las mismas cosas en otros términos, de manera que no es de extrañar que al ignorante y al tonto le entren ganas de reír. Pero que se abra ese discurso y examine su interior y se encontrará en seguida que está lleno de sentido y después que es divino y que encierra las imágenes más nobles de la virtud; en una palabra, todo lo que debe tener presente ante los ojos el que quiera ser un hombre de bien. He aquí, amigos míos, lo que elogio en Sócrates y de lo que le acuso, porque he unido a mis elogios el relato de los ultrajes que me ha inferido. Y no soy yo solo a quien ha tratado así, porque también ha engañado a Charmides, hijo de Glauco, a Authydemos, hijo de Diocles, y a una porción más de jóvenes aparentando ser su amante cuando más bien representaba cerca de ellos el papel del bien amado. Y tú también, Agatón, aprovéchate de estos ejemplos y procura no dejarte engañar a tu vez por este hombre; que mi triste experiencia te ilumine y no imites al insensato, que según el proverbio por la pena es cuerdo».

Cuando acabó de hablar Alcibíades, se rieron de su franqueza y de que parecía que todavía estaba enamorado de Sócrates.

Éste tomó entonces la palabra: Me imagino que has estado sobrio esta noche, porque si no no habrías tratado el asunto con tanta habilidad, intentando desviarnos del verdadero motivo de tu discurso, motivo del que sólo has hablado incidentalmente, como si tu único fin sólo hubiera sido el que nos enemistásemos Agatón y yo, porque has pretendido que debo amarte y a nadie más y que únicamente tú debes amar a Agatón. Pero hemos descubierto tu ardid y visto claro la tendencia de la fábula de los sátiros y los silenos. Desbaratemos, pues, su plan, querido Agatón, y hagamos de manera que nadie pueda separarnos al uno del otro. -Creo, en verdad, Sócrates, que tienes razón, dijo Agatón, y estoy seguro de que ha venido a sentarse entre tú y yo nada más que para separarnos, pero no va a salirse con la suya, porque ahora mismo voy a ponerme a tu lado. -¡Muy bien!, dijo Sócrates; ven aquí a mi derecha. -¡Ves, Júpiter, exclamó Alcibíades, lo que me hace sufrir este hombre! Se imagina que puede imponerme la ley en todo. Permite al menos, maravilloso Sócrates, que Agatón se coloque entre nosotros dos. -Imposible, dijo Sócrates, porque acabas de pronunciar mi elogio; ahora me toca a mí hacer el de mi vecino de la derecha. Mas si Agatón se coloca a mi izquierda, no hará seguramente de nuevo mi elogio mientras no haya hecho yo el suyo. Deja venir, pues, a este joven, mi querido Alcibíades, y no le envidies las alabanzas que estoy impaciente por prodigarle. -No hay medio de que me quede aquí, Alcibíades, exclamó Agatón; quiero cambiar de sitio para oírme elogiar por Sócrates. -He aquí lo que siempre sucede, dijo Alcibíades. Doquier se encuentre Sócrates, su único sitio está al lado de los jóvenes. Y ahora mismo ved ¡qué pretexto tan fácil y plausible ha encontrado para que Agatón se coloque a su lado!

Agatón se levantaba para sentarse al lado de Sócrates, cuando un alegre tropel se presentó ante la puerta en el preciso momento en que uno de los convidados se disponía a salir. Prodújose entonces un gran tumulto al entrar en la sala los recién llegados y sentarse alrededor de la mesa, y en el desorden general se vieron obligados los invitados a beber con exceso. Aristodemos añadió que Phaidros, Eryximacos y algunos otros se marcharon a sus casas y que él se quedó dormido; y después de un largo sueño, porque en aquella estación las noches son muy largas, se despertó con la aurora al oír cantar a unos gallos. Al abrir los ojos vio que los otros convidados dormían o se habían ido. Agatón, Sócrates y Aristófanes eran los únicos que estaban despiertos y vaciaban por turno una copa muy grande que se pasaban de uno a otro y de derecha a izquierda. Al mismo tiempo discurría Sócrates con ellos. Aristodemos no recordaba lo que hablaron, porque como acababa de despertarse, no había oído el principio, pero someramente me dijo, Sócrates había forzado a sus dos interlocutores a que reconocieran que un mismo hombre debe ser a la vez poeta trágico y poeta cómico, y que cuando se sabe tratar la tragedia según las reglas del arte, se debe saber Igualmente tratar la comedia. Obligados a convenir en ello y no siguiendo más que a medias la discusión, se les empezaron a cerrar los ojos. Aristófanes fue el primero que se durmió; después Agatón, cuando ya era muy de día. Sócrates, después de haber visto dormidos a los dos, se levantó y salió como de costumbre acompañado de Aristodemos, fue al Liceo, se bañó allí y pasó el resto del día consagrado a sus ocupaciones habituales y no volvió a su casa hasta la noche para reposar.




Abajo

Gorgias, o de la retórica


Argumento

Igual a Fedón por la fuerza y elevación moral de las ideas y por el vigor de la dialéctica y por el acertado empleo de la mitología, no tiene Gorgias, sin embargo, su interés dramático. Sócrates sigue representando el primer papel, pero en una situación muy distinta. Y en cuanto a sus adversarios: Gorgias de Leontium, Polos de Agrigento y Callicles de Atenas, distan mucho de inspirar la viva simpatía que sus discípulos. No se debe, pues, esperar una composición tan animada ni tan llena de vida, lo cual no es óbice para que Gorgias sea una de las obras más bellas de Platón.

Su objeto no anuncia desde luego su importancia filosófica: es la Retórica. Pero Platón, como siempre, engrandece y eleva su asunto conducido por el examen de lo que realmente es y de lo que debe ser la retórica a consideraciones superiores acerca de lo justo y lo injusto, de lo bello y de lo feo considerados en ellos mismos; después de la impunidad y del castigo, y por último del bien, no sólo en los discursos de un orador, sino en la vida entera. De estas alturas adonde le ha llevado el buscar los principios que dominan y gobiernan el arte de persuadir, sabe descender sin esfuerzo a todos los estados y a todas las acciones de la vida para aplicar las verdades generales, y después de haber establecido de este modo y en nombre de la razón su doctrina moral, invoca en su apoyo las tradiciones de los pueblos transmitidas de siglo en siglo, bajo la forma de un mito de un sentido no menos profundo que el de Fedón. Tal es el plan general: he aquí la continuación de la discusión.

Sócrates y Chairefon encuentran delante de su casa a Callicles, hospedador de Gorgias y de Polos, que les ofrece presentarlos a los dos extranjeros: en su casa es donde se desarrolla la conversación. El primer cruce de palabras entre Polos y Chairefon y el exordio declamatorio del primero son el preámbulo de la discusión, que no comienza verdaderamente sino en el momento en que Sócrates oye directamente de boca de Gorgias lo que es y lo que enseña. Gorgias es un retórico y enseña la retórica. ¿Cuál es el objeto de la retórica? Los discursos. ¿Toda clase de discursos, como puede pronunciarlos y a propósito de su arte el médico y el maestro de gimnasia? No; solamente los discursos que sin estar mezclados a ninguna acción manual tienen por único fin la persuasión. Éste es, pues, el objetivo de la retórica. Pero ¿qué clase de persuasión?, porque todas las ciencias quieren persuadir de algo. La retórica de lo que persuade es de lo justo y de lo injusto, pero esto no es decir bastante; hay que saber todavía si el orador se dirige a personas instruidas, cuya persuasión se fundará sobre la ciencia, o a ignorantes, a los que habrá que persuadir solamente por la creencia: si debe instruir persuadiendo o solamente persuadir. Porque si no se propone instruir, tampoco tiene necesidad de estar instruido. Pero si no está instruido no podrá ser consultado acerca de la justicia o injusticia de una causa, y entonces, ¿para qué la retórica?

Gorgias no se rinde después de este primer ataque; sostiene que la retórica es por excelencia el arte de persuadir, en el sentido de que da los medios de hacer prevalecer su opinión en todo y contra todos. Puede usarse bien o mal de ella, pero si el orador hace un mal uso de ella, no es a la retórica a la que hay que culpar, sino a él. Vana sutilidad que no se libra de las objeciones de Sócrates. Hay que escoger, en efecto, entre la retórica extraña a la ciencia y a la verdad, que se limita a hacer creer a la plebe ignorante que todo es bueno o malo, justo o injusto, bello o feo, según la necesidad del momento, un arte pérfido e inmoral, y la retórica que se inspira en la verdad, la propaga y persuade con ella. Éste es el punto decisivo.

Supongamos que el orador es instruido: conocedor de la justicia y de la verdad, es justo e incapaz de hacer nada contra su carácter, es decir, de persuadir jamás de la injusticia, la falsía y la fealdad, y ejerce un arte profundamente moral del cual es imposible hacer un mal empleo. Ésta es la retórica según Sócrates, pero no según Gorgias ni Polos; es la que debe ser, pero no la que es. Porque tal como la practican los retóricos, ni siquiera es un arte, sino una rutina, sin mas finalidad que la de procurarse gusto y distracción. Es una de tantas viles prácticas que recomienda la adulación y que fraudulentamente ha logrado ocupar el puesto de las verdaderas artes. Hay, es cierto, ciencias que tienen por objetivo la educación y el perfeccionamiento del alma y del cuerpo: la Política y la Legislación en el orden moral y la Medicina y la Gimnástica en el orden físico. Son artes saludables, que la adulación que acaricia a todos los vicios de la naturaleza humana ha sustituido con simulacros funestos a la salud del cuerpo y del alma, como son la cocina que reemplaza a la medicina, el tocador a la gimnástica, la sofística a la legislación, y la política, por último, a la retórica. Es preciso, pues, tomarla por lo que es, es decir, por una rutina, porque no se basa sobre ningún conocimiento de la naturaleza de las cosas de que trata, no puede dar cuenta de nada y no tiene más finalidad que el placer. El orador que la ejerce no es él mismo más que un adulador despreciable al que ni siquiera se le mira a la cara.

Más atrevido que Gorgias, cuya circunspección retrocedió ante la tesis explícita del interés personal, declara Polos que la fuerza de la retórica está en el poder que da al orador para hacer lo que quiera. Mas ¿qué es hacer lo que se quiere? Es querer lo que aparentemente es ventajoso, porque no hay nadie que no prefiera su conveniencia a todo lo demás. Pero para un hombre desprovisto del sentido de discernir el bien del mal, hay que reconocer que no es un gran poder el de poder hacer lo que le conviene. Es, pues, necesario que el orador esté dotado de buen sentido ante todo, y aun, admitido esto, no está probado que haga lo que quiere. Por lo menos no le ocurre por lo general. El orador, semejante en esto a todos los hombres, haciendo lo que hace de ordinario, no hace lo que quiere, por la razón de que no quiere lo que hace, sino aquello en vista de lo cual hace lo que hace. Es como un enfermo que toma una poción amarga, no porque quiera tomarla, sino porque quiere recobrar la salud. La salud, es decir, en general su bien, he aquí lo que todos quieren verdaderamente. Si el orador, pues, quiere su bien haciendo lo que hace todos los días, hace lo que quiere; si no, no. Y en este caso no tiene poder. Por ejemplo: ¿podrá decirse que el orador hace lo que quiere cuando manda desterrar o matar arbitrariamente a un ciudadano? No, porque hace lo más contrario que hay a su bien, es decir, una injusticia. No es, pues, poderoso, ni siquiera feliz, como les ocurrió a Arquelao, usurpador del trono de Macedonia, y el gran rey de Persia, no obstante poder hacer cuanto les plugo. Porque sólo es feliz en el mundo el hombre que no tiene remordimientos, el hombre honrado. No pensará así quizá la ignorante muchedumbre, pero sí el hombre de buen sentido. Del hombre injusto no es bastante decir que no es dichoso; hay que penetrarse también de esta verdad: que hay un hombre todavía más desgraciado, que es el que comete impunemente la injusticia. Para el culpable, cualquiera que sea, no hay mayor desgracia que escapar al castigo, ni beneficio mayor que sufrir la pena que ha merecido. Sócrates insiste con fuerza en la idea de que es peor y más denigrante cometer una injusticia que ser víctima de ella en nombre de la idéntica naturaleza del mal y de lo feo, de lo bello y del bien. ¿Qué es lo que hace que una cosa sea bella? El placer o la utilidad o bien el placer y la utilidad. ¿De dónde procede la fealdad de una cosa? Del dolor o del mal o bien del dolor y del mal a la vez. Una cosa, por consiguiente, es más bella que otra cuando procura más placer o más bien, o más placer y más bien que ésta; y una cosa es más fea que otra por producir más males o dolor que ésta o más males y dolores simultáneamente. Apliquemos estas premisas a la injusticia cometida y a la injusticia sufrida. Es evidente que cometerla es menos doloroso que sufrirla. Por consiguiente, no es por el dolor sólo ni por el mal y el dolor reunidos por lo que la injusticia cometida se sobrepone a la sufrida. Queda por ver si será por el mal. Pero como en principio lo malo y lo feo son inseparables, es de necesidad que sea más fea la comisión de la injusticia que el sufrirla sólo por el hecho de ser peor.

¿Y cuál es la consecuencia de lo en que hemos venido a parar? Que en nombre del amor al bien y del horror al mal naturales en todos los hombres, no hay ni uno solo, a menos que carezca de buen sentido, que no prefiera sufrir una injusticia a cometerla. Esta conclusión bella por sí misma lo es más aún por el apoyo que presta a la que la sigue: que el mal mayor que cabe imaginar es el no ser castigado cuando se ha merecido serlo. Sócrates se complace en sentar sobre las pruebas más sólidas este esfuerzo supremo de su dialéctica. En efecto, es evidente que es lo mismo sufrir la pena y ser justamente castigado. Pero lo que es justo por sí mismo es bello, y lo que es bello es bueno y útil. La utilidad del castigo proviene, pues, de su justicia. Pero ¿qué utilidad? La misma en el sentido que el hierro y el fuego procuran al enfermo que se entregó en manos del cirujano y ha recobrado la salud. Pero la ventaja que viene del castigo está muy por encima de él, como la superioridad del alma lo está sobre el cuerpo; es la liberación de una enfermedad moral, de la mayor enfermedad: de la injusticia. ¿Será posible no reconocer el bien infinito que es recobrar la salud del alma si se la ha perdido? Pues entonces, ¿cómo negar que la impunidad hace del hombre injusto el más desdichado de los hombres, ya que le obliga a sufrir el peor y más irremediable de los males?

Volviendo rápida pero muy lógicamente al objeto principal de la conversación, define Sócrates el verdadero objetivo de la retórica en armonía con los evidentes principios que manifestó. Debe ser el arte de acusarse a sí mismo y de acusar también a sus parientes y amigos; el arte saludable de invocar sobre su cabeza y sobre todos los que se ama el justo castigo, como el remedio soberano contra las enfermedades del alma. El mayor mal que la retórica puede infligir a quien la ejerce, la mayor venganza que pueda poner en manos de sus enemigos, es cambiarse en el arte de disimular la injusticia, de sustraer un culpable a su pena y de forzarle a vivir presa del mal que devora su alma.

El silencio de Gorgias y de Polos es la mejor confesión de que nada tienen que oponer a esta refutación de la retórica desprovista de principio moral, o lo que es igual, puesta al servicio del interés, tal como ellos la presentaron. Pero Platón tiene cuidado de no dejar sin contestar algunos argumentos de otra naturaleza contrarios a la retórica basada sobre la justicia, argumentos sumamente débiles, pero que si no fueran refutados directamente parecerían tener algún valor. Son los que pone en la boca de Callicles.

Callicles responde que Sócrates acaba de exponer verdaderamente el modo de sentir de los filósofos, pero no el de los políticos. Trata ligera y desdeñosamente la filosofía de estudio, buena sí para formar el espíritu de los jóvenes, pero por lo demás perfectamente inaplicable en la práctica. En la política es preciso resolverse a estar en contradicción con ella y consigo mismo, después de todo, si se piensa como ella, porque una cosa es la teoría y otra la práctica. Si en vez de desde el punto de vista de la ley en el que se ha colocado Sócrates, se miran las cosas desde el punto de vista de la naturaleza, se llega a conclusiones diametralmente opuestas. Es un hecho reconocido, por ejemplo, que los hombres ven más deshonor en ser víctimas de una injusticia que en cometerla, porque es ser tratado como esclavo y humillarse ante alguien más fuerte que uno mismo. Los débiles, incapaces de defenderse solos, han inventado y puesto las leyes por encima de la naturaleza. Pero ¿a quién engañan estas leyes? A pesar de la filosofía y de la legislación, en toda sociedad desempeña el más fuerte el papel más lucido. En estos razonamientos se descubre la eterna presunción de aquellos para quienes los principios nada significan y la experiencia en cambio todo; ellos se llaman positivistas. Su tesis está expresamente presentada aquí con toda su provocante crudeza. ¿Qué?, responde Sócrates; es preciso conocer ante todo el sentido del concepto el más fuerte, que es el más poderoso y el que más interesa saber de la confesión de Callicles. Porque en la sociedad lo más fuerte es el mayor número precisamente, es decir, el pueblo es el que hace las leyes. Si legisla contra la injusticia es porque piensa que es peor cometerla que soportarla. De manera que la ley está perfectamente de acuerdo con la naturaleza en este punto y la tesis positiva queda ya refutada. Callicles quiere corregirse dando solamente a la expresión el más fuerte, el sentido de el mejor. Éste debe mandar a los demás porque es el más sabio, y por lo tanto, debe ser también el más ganancioso. ¿Ganancias de qué? ¿De alimentos, de bebidas, de vestimenta? No, no es esto. Es indispensable que Callicles dé a su pensamiento un nuevo grado de precisión y que diga con claridad qué entiende por el más sabio: es, dice, el que posee la mayor habilidad y el mayor valor para procurarse el poder. Más claro aún: el hombre absolutamente libre de realizar sus deseos y de satisfacer sus pasiones sin restricción y sin medida alguna. Éste es el héroe de la retórica positiva; el hombre más fuerte, el mejor, el más sabio, el más esforzado y más feliz de todos los hombres. Todo lo que no está conforme con este ideal del poder de la oratoria no es más que una ridícula necedad, una convención contraria a la naturaleza.

Pero las objeciones se suceden con increíble abundancia en la boca de Sócrates. Si la felicidad consiste en la satisfacción de los deseos, mientras más sean éstos más feliz se será. También se deduce que la mayor dicha es estar en vida entera con un hambre y una sed extremas y una comezón continua con tal de poder estar comiendo, bebiendo y rascándose a todas horas; consecuencia risible, pero lógica. En segundo lugar, la teoría tiende nada menos que a identificar el placer con el bien. Nada más falso. El signo de identidad entre dos casos es su coexistencia en un mismo objeto, como el signo de su diferencia esencial es la necesidad de existir en alguna parte la una sin la otra. Según esto, ¿no es cierto que un placer no existe sino con la condición de que la necesidad que satisface continúe subsistiendo, como la sed en el placer de apagarla? Y la necesidad, ¿no es un dolor? De aquí se deduce que el dolor y el placer existen simultáneamente, sea en el cuerpo o en el alma. Pero si el placer es el bien, el dolor es el mal, de manera que es preciso admitir que el bien y el mal pueden encontrarse juntos en el mismo sujeto, mientras en la realidad lo contrario es la verdad, puesto que el bien y el mal se excluyen por esencia. En fin, la pretendida identidad del placer y del bien destruye toda diferencia moral entre los hombres, y puesto que todos están llamados a disfrutar en igual medida de los mismos placeres y los mismos dolores, tienen que ser por este concepto igualmente buenos e igualmente malos, y hasta más bien serán mejores los más sensuales y más entregados a toda clase de placeres, por esto mismo, que los temperantes y prudentes.

Y que nadie espere sustraerse a esta detestable consecuencia estableciendo, como hace Callicles, una distinción entre los placeres. Por lo pronto, es una concesión ruinosa y además un arma contra la teoría, porque si se quiere decir que hay placeres útiles que es conveniente buscar y otros nocivos, de los que es preciso huir, se destruye la identidad del placer y del bien. Involuntariamente se conviene en que no es el placer al que hay que buscar por el bien, sino el bien en vista del placer. Pero esta pesquisa exige reflexión y habilidad, todo un arte, en fin, teniendo como objetivo el bien. Consideradas así todas las artes que no tienen más finalidad que el placer, el arte del flautista, del que tañe la lira; el arte mismo del poeta, que compone ditirambos, tragedias o comedias, desde que se propone divertir en vez de instruir, son más perjudiciales que útiles. A este género pertenece la retórica cuando no pretende más que recrear el oído o adular a la opinión. Esto es lo que hace sea tan grande el número de aduladores y tan escaso el de verdaderos oradores. No hay que temer el decir que Temístocles, Milcíades y Pericles mismo no fueron dignos de este nombre, puesto que, lejos de instruir al pueblo, lo dejaron, confesión propia de ellos, más indócil y más corrompido de lo que lo encontraron.

Callicles, a su vez, queda reducido al silencio por esta argumentación vigorosa, y Sócrates, desde este momento, dueño absoluto del campo, llena casi por sí sólo todo el final del diálogo. Acaba con fuerza con su último adversario, sentando como conclusión que la felicidad humana, lejos de residir en la libre satisfacción de las pasiones, consiste en su moderación. La intemperancia precipita al alma en el desorden; la medida establece en ella el orden, la regla, y con ellos la paz interna. El hombre moderado, esclavo voluntario de su deber para con los dioses y sus semejantes, se guarda de los excesos, es justo, prudente, valiente y por lo mismo feliz. Éste es el modelo del orador, que no es verdaderamente grande más que por el bien que puede hacer al pueblo aconsejándole la justicia. La justicia es la norma de toda su vida pública y privada, porque lo que un hombre tal teme más en el mundo no es verse acusado, condenado y conducido a la muerte, sino cometer una injusticia. Su única preocupación es poner su alma al abrigo de toda falta hasta que llegue el instante en que estará dispuesto a comparecer ante los jueces que le esperan.

En apoyo de otros principios que nadie impugna, apela Sócrates, además, a la tradición popular del reparto del universo entre los hijos de Saturno, Júpiter, Neptuno y Plutón, y a la constitución en los infiernos de tres jueces supremos: Minos, Eaco y Radamanto, encargados de decidir sin apelación del destino de las almas del justo y del malvado, según como hubieran vivido; pura fábula, si se quiere, como dice Sócrates, pero fábulas dignas de ser creídas mientras no se encuentra otra mejor. Pero lo que no es fabuloso son los principios que representan la tradición y que proceden de la razón, este guía al que el sabio y el prudente siguen con preferencia a todos los demás.



INTERLOCUTORES
 

 
CALLICLES.
SÓCRATES.
CHAIREFON.
GORGIAS.
POLOS.




CALLICLES.-   Dícese, Sócrates, que en la guerra y en el combate es donde hay que encontrarse a tiempo.

SÓCRATES.-   ¿Venimos entonces, según se dice, a la fiesta y retrasados?

CALLICLES.-   Sí, y a una fiesta deliciosa, porque Gorgias nos ha dicho hace un momento una infinidad de cosas a cuál más bella.

SÓCRATES.-   Chairefon, a quien aquí ves, es el causante de este retraso, Callicles; nos obligó a detenernos en la plaza.

CHAIREFON.-   Nada malo hay en ello, Sócrates; en todo caso remediaré mi culpa. Gorgias es amigo mío, y nos repetirá las mismas cosas que acaba de decir, si quieres, y si lo prefieres lo dejará para otra vez.

CALLICLES.-   ¿Qué dices, Chairefon? ¿No tiene Sócrates deseos de escuchar a Gorgias?

CHAIREFON.-   A esto expresamente hemos venido.

CALLICLES.-   Si queréis ir conmigo a mi casa, donde se aloja Gorgias, os expondrá su doctrina.

SÓCRATES.-   Te quedo muy reconocido, Callicles, pero ¿tendrá ganas de conversar con nosotros? Quisiera oír de sus labios qué virtud tiene el arte que profesa, qué es lo que promete y qué enseña. Lo demás lo expondrá, como dices, otro día.

CALLICLES.-   Lo mejor será interrogarle, porque este tema es uno de los que acaba de tratar con nosotros. Decía hace un momento a todos los allí presentes que le interrogaran acerca de la materia que les placiera, alardeando de poder contestar a todas.

SÓCRATES.-   Eso me agrada. Interrógale, Chairefon.

CHAIREFON.-   ¿Qué le preguntaré?

SÓCRATES.-   Lo que es.

CHAIREFON.-   ¿Qué quieres decir?

SÓCRATES.-   Si su oficio fuera hacer zapatos te contestaría que zapatero. ¿Comprendes lo que pienso?

CHAIREFON.-  Lo comprendo y voy a interrogarle. Dime: ¿es cierto lo que asegura Callicles, de que eres capaz de contestar a todas las preguntas que te puedan hacer?

GORGIAS.-   Sí, Chairefon; así lo he declarado hace un momento, y añado que desde hace muchos años nadie me ha hecho una pregunta que me fuera desconocida.

CHAIREFON.-   Siendo así, contestarás con mucha facilidad.

GORGIAS.-   De ti depende el hacer la prueba.

POLOS.-   Es cierto, pero hazla conmigo, si te parece bien, Chairefon, porque me parece que Gorgias está cansado, pues acaba de hablarnos de muchas cosas.

CHAIREFON.-   ¿Qué es esto, Polos? ¿Te haces ilusiones de contestar mejor que Gorgias?

POLOS.-   ¿Qué importa con tal de que conteste bastante bien para ti?

CHAIREFON.-   Nada importa. Contéstame, pues, ya que así lo quieres.

POLOS.-   Pregunta.

CHAIREFON.-   Es lo que voy a hacer. Si Gorgias fuera hábil en el arte que ejerce su hermano Herodico, ¿qué nombre le daríamos con razón? El mismo que a Herodico, ¿verdad?

POLOS.-   Sin duda.

CHAIREFON.-   Entonces, con razón, le podríamos llamar médico.

POLOS.-   Sí.

CHAIREFON.-  Y si estuviera versado en el mismo arte que Aristofon, hijo de Agaofon, o que su hermano63, ¿qué nombre habría que darle?

POLOS.-   El de pintor, evidentemente.

CHAIREFON.-   Puesto que es muy hábil en cierto arte, ¿qué nombre será el más a propósito para designarle?

POLOS.-   Hay, Chairefon, entre los hombres una porción de artes cuyo descubrimiento ha sido debido a una serie de experiencias, porque la experiencia hace que nuestra vida marche según las reglas del Arte, mientras que la inexperiencia la obliga a marchar al azar. Unos están versados en un arte, otros en otro, cada uno a su manera; las artes mejores son patrimonio de los mejores. Gorgias es uno de éstos y el arte que posee la más bella de todas.

SÓCRATES  Me parece, Gorgias, que Polos está muy acostumbrado a discurrir, pero no cumple la palabra que ha dado a Chairefon.

GORGIAS.-   ¿Por qué, Sócrates?

SÓCRATES.-   No contesta, me parece, a lo que se le pregunta.

GORGIAS.-   Si te parece bien, interrógale tú mismo.

SÓCRATES.-   No; pero si le pluguiera responderme, le interrogaría de buena gana, tanto más cuanto que por lo que he podido oír a Polos es evidente que se ha dedicado más a lo que se llama la retórica que al arte de conversar.

POLOS.-   ¿Por qué razón, Sócrates?

SÓCRATES.-   Por la razón, Polos, de que habiéndote preguntado Chairefon en qué arte es Gorgias hábil, haces el elogio de su arte, como si alguien lo menospreciara, pero no dices cuál es.

POLOS.-   ¿No te he dicho que es la más bella de todas las artes?

SÓCRATES.-   Convengo en ello; pero nadie te interroga acerca de las cualidades del arte de Gorgias. Se te pregunta solamente qué arte es y qué debe decirse de Gorgias. Chairefon te ha puesto en camino por medio de ejemplos, y tú al principio le respondiste bien y concisamente. Dime ahora de igual modo qué arte profesa Gorgias y qué nombre es el que a éste tenemos que darle. O mejor aún: dinos tú mismo, Gorgias, qué calificativo hay que darte y qué arte profesas.

GORGIAS.-   La retórica, Sócrates.

SÓCRATES.-  Entonces ¿hay que llamarte retórico?

GORGIAS.-  Y buen retórico, Sócrates, si quieres llamar me lo que me glorifico de ser64, para servirme de la expresión de Homero.

SÓCRATES.-   Consiento en ello.

GORGIAS.-   Pues bien; llámame así.

SÓCRATES.-  ¿Podremos decir que eres capaz de enseñar este arte a los otros?

GORGIAS.-  Ésta es mi profesión, no sólo aquí, sino en todas partes.

SÓCRATES.-  ¿Quisieras, Gorgias, que continuáramos en parte interrogando y en parte contestando, como estamos haciendo ahora, y que dejemos para otra ocasión los largos discursos, como el que Polos había empezado? Pero, por favor, mantén lo que has prometido y redúcete a dar breves respuestas a cada pregunta.

GORGIAS.-  Hay algunas respuestas, Sócrates, que por necesidad no pueden ser breves. No obstante, haré de manera que sean lo más cortas posibles. Porque una de las cosas de que me lisonjeo es de que nadie dirá las mismas cosas que yo con menos palabras.

SÓCRATES.-   Es lo que debe ser, Gorgias. Hazme ver hoy tu conclusión y otra vez nos desplegarás tu abundancia.

GORGIAS.-  Te contestaré y convendrás conmigo en que no has oído nunca hablar más concisamente.

SÓCRATES.-  Puesto que presumes de ser tan hábil en el arte de la retórica y capaz de enseñarlo a otro, dime cuál es su objeto, como el objeto del arte del tejedor es el de hacer trajes, ¿no es así?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Y la música la composición de cantos?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¡Por Juno, Gorgias!, admiro tus respuestas, que más breves no pueden ser.

GORGIAS.-  También presumo, Sócrates, de mi habilidad en este género.

SÓCRATES.-  Dices bien. Contéstame, te lo ruego, del mismo modo en lo referente a la retórica, y dime cuál es su objeto.

GORGIAS.-  Discursos.

SÓCRATES.-  ¿Qué discursos, Gorgias? ¿Los que explican a los enfermos el régimen que tienen que observar para restablecerse?

GORGIAS.-  No.

SÓCRATES.-  ¿La retórica no tiene entonces por objeto toda clase de discursos?

GORGIAS.-  No, sin duda.

SÓCRATES.-  Sin embargo, ¿enseña a hablar?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Pero la medicina, que he citado como ejemplo, ¿no pone a los enfermos en disposición de pensar y de hablar?

GORGIAS.-  Necesariamente.

SÓCRATES.-  La medicina, según las apariencias, ¿tiene también por objeto los discursos?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Los que conciernen a las enfermedades?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿No tiene igualmente por objeto la gimnasia los discursos referentes a la buena y mala disposición del cuerpo?

GORGIAS.-  Es cierto.

SÓCRATES.-  Lo mismo puede decirse de las demás artes: cada una de ellas tiene por objeto los discursos relativos al asunto que se ejerce.

GORGIAS.-  Parece qué sí.

SÓCRATES.-  Entonces ¿por qué no llamas retórica a las otras artes que también tienen por objeto los discursos, puesto que das este nombre a un arte cuyo objeto son los discursos?

GORGIAS.-  Es porque todas las otras artes, Sócrates, no se ocupan más que de obras manuales y de otras producciones semejantes, mientras que la retórica no produce ninguna obra manual y todo su efecto y su virtud están en los discursos. He aquí por qué digo que la retórica tiene por objeto los discursos y pretendo que con esto digo la verdad.

SÓCRATES.-  Creo comprender lo que quieres designar por este arte, pero lo veré más claro dentro de un instante. Contéstame: ¿hay artes, verdad?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Entre todas las artes, unas consisten, principalmente, me figuro, en la acción, y necesitan de muy pocos discursos; algunas ni siquiera uno, pero su obra puede terminarse en el silencio, como la pintura, la escultura y muchas otras. Tales son, a mi modo de ver, las artes que dices no tienen ninguna relación con la retórica.

GORGIAS.-  Has comprendido perfectamente mi pensamiento, Sócrates.

SÓCRATES.-  Hay, por el contrario, otras artes que ejecutan todo lo que es de su resorte por el discurso y no tienen necesidad de ninguna o casi ninguna acción. Por ejemplo: la aritmética, el arte de calcular, la geometría, el juego de dados y muchas otras artes, de las que algunas requieren tantas palabras como acción y la mayor parte más, tanto que toda su fuerza y todo su efecto están en los discursos. A este número me parece que dices pertenece la retórica.

GORGIAS.-  Es cierto.

SÓCRATES.-  Tu intención, me figuro, no será, sin embargo, la de dar el nombre de retórica a ninguna de estas artes; como no sea que, como has dicho expresamente que la retórica es un arte cuya virtud consiste toda en el discurso, pretendieras que alguno quisiera tomar a broma tus palabras para hacerte esta pregunta: Gorgias, ¿das el nombre de retórica a la aritmética? Pero a mí no se me ocurre que llamas así a la aritmética ni a la geometría.

GORGIAS.-  Y no te engañas, Sócrates, si aceptas mi pensamiento como debe ser aceptado.

SÓCRATES.-  Entonces acaba de contestar a mi pregunta. Puesto que la retórica es una de estas artes que tanto empleo hacen del discurso y que muchas otras están en el mismo caso, procura decirme por relación en qué consiste toda la virtud de la retórica en el discurso. Si refiriéndose a una de las artes que acabo de nombrar me preguntara alguien: Sócrates, ¿qué es la numeración?, le contestaría, como tú has hecho hace un momento, que es un arte cuya virtud está en el discurso. Y si me preguntara de nuevo: ¿Con relación a qué?, le respondería que con relación al conocimiento de lo par y de lo impar, para saber cuántas unidades hay en lo uno y en lo otro. Y de igual manera si me preguntara: ¿Qué entiendes por el arte de calcular?, porque le diría también es una de las artes cuya fuerza toda consiste en el discurso. Y si continuara preguntándome: ¿Con relación a qué?, le contestaría que el arte de calcular tiene casi todo común con la numeración, puesto que tiene el mismo objeto, saber lo par y lo impar, pero que hay la diferencia de que el arte de calcular considera cuál es la relación de lo par y de lo impar entre sí, relativamente a la cantidad. Si me preguntaran por la Astronomía, y después de haber contestado que es un arte que ejecuta por el discurso todo lo que le incumbe, añadieran: ¿A qué se refieren los discursos de la astronomía?, les respondería que al movimiento de los astros, del Sol y de la Luna y que explican en qué proporción está la velocidad de su carrera.

GORGIAS.-  Y responderías muy bien, Sócrates.

SÓCRATES.-  Contéstame de igual manera, Gorgias. La retórica es una de esas artes que ejecutan y acaban todo por el discurso, ¿no es cierto?

GORGIAS.-  Es verdad.

SÓCRATES.-  Dime, pues, cuál es el objeto con el cual se relacionan los discursos que emplea la retórica.

GORGIAS.-  Los más grandes e importantes asuntos humanos, Sócrates.

SÓCRATES.-  Lo que dices, Gorgias, es una cosa que está en controversia y acerca de la cual todavía nada hay decidido. Porque habrás oído cantar en los banquetes la canción cuando los convidados enumeran los bienes de la vida diciendo que el primero es disfrutar de buena salud, el segundo ser hermoso y el tercero ser rico sin injusticia, como dice el autor de la canción65.

GORGIAS.-  Lo he oído, pero ¿a propósito de qué me lo dices?

SÓCRATES.-  Porque los artesanos de estos bienes cantados por el poeta, a saber, el médico, el maestro de gimnasia y el economista se apresurarán a alinearse en filas contigo, y el médico me dirá el primero: Sócrates, Gorgias te engaña. Su arte no tiene por objetivo el mayor de los bienes del hombre; es el mío. Si yo le preguntara: ¿Quién eres tú para hablar de esta manera? Soy médico, me respondería. ¿Y qué pretendes? ¿Que el mayor de los bienes es el fruto de tu arte? ¿Puede alguien discutirlo, Sócrates, me respondería, puesto que produce la salud? ¿Hay algo que los hombres prefieren a la salud? Después de éste vendría el maestro de gimnasia, que me diría Sócrates, mucho me sorprendería que Gorgias pudiera mostrarte algún bien derivado de su arte que resulte mayor que el que resulta del mío. Y tú, amigo mío, replicaría yo, ¿quién eres y cuál es tu profesión? Soy el maestro de gimnasia, replicaría, y mi profesión la de hacer robusto y hermoso el cuerpo humano. El economista llegaría después que el maestro de gimnasia y menospreciando todas las otras profesiones, me figuro que me diría: Juzga por ti mismo, Sócrates, si Gorgias o cualquier otro puede proporcionar bienes mayores que la riqueza. Qué, le diríamos, ¿eres el artesano de la riqueza? Sin duda, nos respondería: soy el economista. Y qué, le diríamos, ¿crees acaso que la riqueza es el mayor de los bienes? Seguramente, replicaría. Sin embargo, diría yo, Gorgias, aquí presente, pretende que su arte produce un bien mayor que el tuyo. Es evidente que me preguntaría ¿Qué gran bien es ése? Que Gorgias se explique. Imagínate, Gorgias, que ellos y yo te hacemos la misma pregunta, y dime en qué consiste lo que llamas el mayor bien del hombre que te vanaglorias de producir.

GORGIAS.-  Es, en efecto, el mayor de todos los bienes aquel a quien los hombres deben su libertad y hasta en cada ciudad la autoridad sobre los otros ciudadanos.

SÓCRATES.-  Pero vuelvo a decirte: ¿cuál es?

GORGIAS.-  A mi modo ver, el de estar apto para persuadir con sus discursos a los jueces en los tribunales, a los senadores en el Senado, al pueblo en las asambleas; en una palabra, a todos los que componen toda clase de reuniones políticas. Este talento pondrá a tus pies al médico y al maestro de gimnasia y se verá que el economista se habrá enriquecido no para él, sino para otro, para ti, que posees el arte de hablar y ganar el espíritu de las multitudes.

SÓCRATES.-  Por fin, Gorgias, me parece que me has mostrado tan de cerca como es posible qué arte piensas es la retórica, y si te he comprendido bien, dices que es la obrera de la persuasión, ya que tal es el objetivo de todas sus operaciones y que en suma no va más allá. ¿Podrías probarme, en efecto, que el poder de la retórica va más allá que de hacer nacer la persuasión en el alma de los oyentes?

GORGIAS.-  De ningún modo, y a mi modo de ver la has definido muy acertadamente, puesto que verdaderamente a esto sólo se reduce.

SÓCRATES.-  Escúchame, Gorgias. Si hay alguien que hablando con otro esté ansioso de comprender bien la cosa de que se habla, puedes estar seguro de que me lisonjeo de ser uno, y me figuro lo mismo de ti.

GORGIAS.-  ¿Qué quieres decir con esto?

SÓCRATES.-  Escúchalo: sabes que no concibo de ninguna manera de qué naturaleza es la persuasión que atribuyes a la retórica ni por qué motivo se verifica esta persuasión; no es que no sospeche de lo que quieres hablar. Pero no por esto dejaré de preguntarme qué persuasión nace de la retórica y acerca de qué. Si te interrogo en vez de hacerte partícipe de mis conjeturas, no es por causa tuya, sino, en vista de esta conversación, a fin de que avance de manera que conozcamos claramente el asunto de que tratamos. Mira tú mismo si crees que tengo motivos para interrogarte. Si te preguntara en qué clase de pintores está Zeuxis y tú me contestaras que en la de pintores de animales, ¿no tendría yo razón si te preguntara, además, qué clase de animales pinta y sobre qué?

GORGIAS.-  Sin duda.

SÓCRATES.-  ¿No es porque también hay otros pintores que pintan animales?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  De manera que si Zeuxis fuera el único que los pintara, me habrías contestado bien.

GORGIAS.-  Seguramente.

SÓCRATES.-  Dime, pues, refiriéndome a la retórica: ¿te parece que es la única que motiva la persuasión o hay otras que hacen lo mismo? Éste es mi pensamiento. El que enseña cualquier cosa que sea, ¿persuade de lo que enseña o no?

GORGIAS.-  Persuade con toda seguridad, Sócrates.

SÓCRATES.-  Volviendo a las mismas artes de que ya se ha hecho mención, ¿no nos enseñan la aritmética y el aritmético lo concerniente a los números?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Y no persuaden al mismo tiempo? La aritmética, por lo tanto, es una obrera de la persuasión.

GORGIAS.-  Apariencia de ello tiene.

SÓCRATES.-  ¿Y si nos preguntaran en qué persuasión y de qué? Diríamos que es la que enseña la cantidad del número, sea par o impar. Aplicando la misma respuesta a las demás artes de que hablamos nos sería fácil demostrar que producen la persuasión y señalar la especie y el objeto. ¿No es cierto?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  La retórica no es, pues, el único arte cuya obra es la persuasión.

GORGIAS.-  Dices la verdad.

SÓCRATES.-  Por consiguiente, puesto que no es la única que produce la persuasión y que otras artes consiguen lo mismo, tenemos derecho a preguntar, además, de qué persuasión es arte la retórica y de qué persuade esta persuasión. ¿No juzgas que esta pregunta está muy en su lugar?

GORGIAS.-  Desde luego, sí.

SÓCRATES.-  Ya que piensas así, respóndeme.

GORGIAS.-  Hablo, Sócrates, de la persuasión que tiene lugar en los tribunales y las asambleas públicas, como decía ha muy poco, y en lo referente a las cosas justas e injustas.

SÓCRATES.-  Sospechaba que tenías en vista, en efecto, esta persuasión y estos objetos, Gorgias. Pero no quise decirte nada para que te sorprendiera si en el curso de esta conversación te interrogara acerca de cosas que parecen evidentes. No es por ti, ya te lo he dicho, que procedo de esta manera, sino a causa de la discusión, a fin de que marche como es preciso y que por simples conjeturas no tomemos la costumbre de prevenir y adivinarnos los pensamientos mutuamente, pero acaba tu discurso como te plazca, y siguiendo los principios que establezcas tú mismo.

GORGIAS.-  Nada me parece tan sensato como esta conducta.

SÓCRATES.-  Pues entonces, adelante, y examinemos todavía esto otro. ¿Admites lo que se llama saber?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Y lo que se llama creer?

GORGIAS.-  También lo admito.

SÓCRATES.-  ¿Te parece que saber y creer, la ciencia y la creencia, son la misma cosa o dos diferentes?

GORGIAS.-  Pienso, Sócrates, que son dos diferentes.

SÓCRATES.-  Piensas acertadamente, y podrás juzgar por lo que te voy a decir. Si te preguntaran, Gorgias, ¿hay una creencia verdadera y una falsa? Convendrías, sin duda, en que sí.

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿Y hay también una ciencia falsa y una verdadera?

GORGIAS.-  No.

SÓCRATES.-  Entonces es evidente que creer y saber no son la misma cosa.

GORGIAS.-  Ciertamente.

SÓCRATES.-  Sin embargo, los que saben están persuadidos lo mismo que los que creen.

GORGIAS.-  Convengo en ello.

SÓCRATES.-  ¿Quieres que, consecuentes a esto, admitamos dos especies de persuasión, una que produce la creencia sin la ciencia y otra que produce la ciencia?

GORGIAS.-  Sin duda.

SÓCRATES.-  De estas dos persuasiones, ¿cuál es la que con la retórica opera en los tribunales y otras asambleas con motivo de lo justo y de lo injusto? ¿Con aquella de la que nace la creencia sin la ciencia o la que engendra la ciencia?

GORGIAS.-  Es evidente, Sócrates, que con la que engendra la ciencia.

SÓCRATES.-  La retórica, a lo que parece, es, pues, obrera de la persuasión que hace creer y no de la que hace saber en lo tocante a lo justo y lo injusto.

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  El orador, pues, no se propone instruir a los tribunales y a las otras asambleas acerca de la materia de lo justo y de lo injusto, sino únicamente conseguir que crean. Verdad es que en tan poco tiempo le sería imposible instruir a tanta gente en objetos tan importantes.

GORGIAS.-  Sin duda.

SÓCRATES.-  Admitido esto; veamos, te ruego, lo que puede pensarse de la retórica. En cuanto a mí, te diré que todavía no puedo formarme una idea precisa de lo que de ella debo decir. Cuando una ciudad se reúne para escoger médicos, constructores de embarcaciones o toda clase de obreros, ¿no es verdad que el orador no tendrá necesidad de dar consejos, puesto que es evidente que en estas elecciones se escogerá siempre al más experto? Ni cuando se trate de la construcción de murallas, de puertos o de arsenales serán necesarios discursos, porque se consultará sólo a los arquitectos, ni cuando se deliberara acerca de la elección de un general a las órdenes del cual se irá a combatir al enemigo, porque en estas ocasiones serán los hombres de guerra los que tendrán la palabra, y los oradores no serán consultados. ¿Qué piensas, Gorgias? Puesto que te dices orador y capaz de formar otros oradores, a nadie mejor que a ti puedo dirigirme para conocer a fondo tu arte. Figúrate, además, que estoy trabajando aquí por tus intereses. Es posible que entre los que aquí están haya quienes deseen ser discípulos tuyos, porque sé de muchos que tienen gana de ello y no se atreven a interrogarte. Persuádete, pues, de que cuando te interrogo es como si ellos mismos te preguntasen: ¿Qué ganaríamos, Gorgias, si nos dieras lecciones? ¿Acerca de qué estaríamos en estado de dar consejo a nuestros conciudadanos? ¿Será solamente de lo justo y de lo injusto, o además de los objetos de que Sócrates acaba de hablar? Intenta responderles.

GORGIAS.-  Sócrates, voy, en efecto, a ensayar de desarrollarte por entero toda la virtud de la retórica, porque me has puesto admirablemente en camino para ello. Tú sabes seguramente que en los arsenales de Atenas las murallas y los puertos se construyeron en parte siguiendo los consejos de Temístocles y en parte según los de Pericles, y no escuchando a los obreros.

SÓCRATES.-  Sé, Gorgias, que se dice eso de Temístocles. De lo de Pericles lo vi yo mismo, cuando aconsejó a los atenienses levantaran la muralla que separa a Atenas del Pireo.

GORGIAS.-  Así ves, pues, Sócrates, que cuando se trata de tomar un partido en los asuntos de que hablabas son los oradores los que aconsejan y su opinión es la que decide.

SÓCRATES.-  Esto es lo que me asombra y es la causa de que te interrogue hace tanto tiempo acerca de la eficacia de la retórica. Me parece maravillosamente grande considerada desde este punto de vista.

GORGIAS.-  Si supieras todo, verías que la retórica abarca, por decirlo así, la virtud de todas las otras artes. Voy a darte una prueba muy convincente de ello. He ido a menudo con mi hermano y otros médicos a ver enfermos que no querían tornar una poción o tolerar que se les aplicara el hierro o el fuego. En vista de que el médico no corregiría nada, intenté convencerlos sin más recursos que los de la retórica, y lo conseguí. Añado que si un orador y un médico se presentan en una ciudad y que se trate de una discusión de viva voz ante el pueblo reunido o delante de cualquier corporación acerca de la preferencia entre el orador y el médico, no se hará caso ninguno de éste, y el hombre que tiene el talento de la palabra será escogido, si se propone serlo. En consecuencia, igualmente con un hombre de cualquier otra profesión se hará preferir al orador antes que otro, quienquiera que sea, porque no hay materia alguna de la que no hable en presencia de una multitud de una manera tan persuasiva como no podrá igualarle cualquier otro artista. La ciencia de la retórica es, pues, tan grande y tal como acabo de decir. Pero es preciso, Sócrates, hacer uso de la retórica como de los demás ejercicios, porque aunque se haya aprendido el pugilato, el pancracio y el combate con armas pesadas de manera de poder vencer a amigos y enemigos, no se debe por esto servirse de ellos contra todo el mundo ni herir a sus amigos, golpearlos o matarlos. Pero también es cierto que no se debe tomar aversión a la gimnasia ni desterrar de las ciudades a los maestros de ella y de esgrima porque alguno que haya frecuentado los gimnasios y héchose en ellos un cuerpo robusto y vuelto un buen luchador maltratara y golpeara a sus padres o a cualquiera de sus parientes o amigos. Los maestros preparan a sus discípulos a fin de que hagan un buen uso de lo que aprenden defendiéndose contra sus enemigos y contra los malvados, pero no para el ataque. Y si estos discípulos, por el contrario, usan mal de su fuerza y de su habilidad en contra de la intención de sus maestros, no se deduce de ello que ni los maestros ni el arte que enseñan sean malos ni que sobre ellos haya de recaer la culpa, sino sobre los que abusan de lo que se les enseñó. El mismo juicio puede emitirse acerca de la retórica. El orador, en verdad, está en estado de hablar de todo y contra todos, de manera que estará más apto que nadie para persuadir a la multitud en un momento dado del asunto que le placerá. Mas esto no es una razón para que prive a los médicos de su reputación ni tampoco a los artesanos por el hecho de poder hacerlo. Al contrario: se debe usar de la retórica como de los otros ejercicios con arreglo a la justicia. Y si alguno que se haya formado en el arte de la oratoria abusa de esta facultad y de este arte para cometer una acción injusta, no se tendrá derecho por esto, me parece, a odiar y desterrar de la ciudad al maestro que le dio lecciones. Porque si puso un arte en sus manos fue para que lo empleara en pro de las causas justas y el otro lo empleó de un modo enteramente opuesto. Él, el discípulo que ha abusado del arte, es el que la equidad quiere que sea aborrecido, expulsado y condenado a muerte, pero no el maestro.

SÓCRATES.-  Estoy pensando, Gorgias, en que has asistido como yo a muchas disputas y que habrás observado una cosa, que es que cuando los hombres se proponen conversar les cuesta mucho trabajo fijar de una y otra parte las ideas y determinar la conversación después de haberse instruido a sí mismos y a los demás. Pero cuando surge entre ellos alguna controversia y uno pretende que el otro habla con poca exactitud o claridad, se enojan y se imaginan que se los contradice por envidia y que se habla por espíritu de disputa y no con intención de esclarecer la materia propuesta. Algunos acaban injuriándose groseramente y separándose después de haberse dicho tales cosas, que los oyentes se lamentan de haber sido el auditorio de gente semejante. Pero ¿a propósito de qué digo esto? Pues que me parece que no hablas de una manera consecuente a lo que referente a la retórica dijiste antes, temo que si te refuto puedas figurarte que mi intención no es la de disputar acerca de la cosa misma, a fin de aclararla, sino por hacerte la contra. Si tienes, pues, el mismo carácter que yo, te interrogaré con gusto; si no, no iré más lejos. Pero ¿cuál es mi carácter? Soy de los que gustan de que se los refute cuando no dicen la verdad y de refutar a los otros cuando se apartan de ella, complaciéndome tanto en refutar como en ser refutado. Considero, en efecto, que es un bien mucho mayor el ser refutado, porque es más ventajoso verse libre del mayor de los males que librar a otro de él. No conozco, además, que exista mayor mal para un hombre que el de tener ideas falsas en la materia que tratamos. Si dices que la disposición de tu espíritu es igual a la mía, prosigamos la conversación, y si crees que debemos darla por terminada, consiento y sea como quieras.

GORGIAS.-  Me lisonjeo, Sócrates, de ser uno de esos a quienes has retratado; sin embargo, tenemos que guardar consideración a los que nos escuchan. Mucho tiempo antes de que vinieras les había ya explicado muchas cosas, y si ahora reanudamos la conversación puede ser que nos lleve muy lejos. Conviene, pues, que pensemos en los oyentes y no retener al que tenga cualquier otra cosa que hacer.

CHAIREFON.-  Estáis oyendo, Gorgias y Sócrates, el ruido que hacen todos los presentes para testimoniaros el deseo que tienen de escucharon si continuáis hablando. De mí puedo aseguraros que quieran los dioses que nunca tenga asuntos tan importantes y urgentes que me obliguen a dejar de escuchar una discusión tan interesante y bien llevada por algo que sea más necesario.

CALLICLES.-  ¡Por todos los dioses!, tiene razón Chairefon. He asistido a muchas de estas conversaciones, pero no sé si alguna me ha deleitado tanto como ésta. Por esto me obligaríais a inmensa gratitud si quisierais estar hablando todo el día.

SÓCRATES.-  Si Gorgias quiere, no encontrarás en mí, Callicles, ningún obstáculo a tu deseo.

GORGIAS.-  Sería bochornoso para mí si no consintiera, Sócrates, sobre todo después de haber dicho que me comprometía a contestar a todo el que quiera interrogarme. Continuaremos, pues, la conversación, si la compañía tiene gusto en ello, y propónme lo que juzgues a propósito.

SÓCRATES.-  Escucha, Gorgias, lo que me sorprende de tu discurso. Es posible que hayas dicho la verdad y yo no te haya comprendido bien. Dices que estás en disposición de formar un hombre en el arte oratorio, si quiere tomar tus lecciones, ¿no es así?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Es decir, que le harás capaz de hablar de todo de una manera plausible ante la multitud, no enseñando sino persuadiendo, ¿verdad?

GORGIAS.-  Sí, eso dije.

SÓCRATES.-  Y añadiste, en consecuencia, que tocante a la salud del cuerpo hará el orador que le crean más que al médico.

GORGIAS.-  Lo dije, es cierto, con tal que se dirija a las multitudes.

SÓCRATES.-  Por multitudes entiendes indudablemente a los ignorantes, porque aparentemente el orador no tendrá ventaja sobre el médico ante personas instruidas.

GORGIAS.-  Es cierto.

SÓCRATES.-  Si es más capaz de persuadir que el médico. persuadirá mejor que el que sabe.

GORGIAS.-  Sin duda.

SÓCRATES.-  ¿Aunque él mismo no sea médico?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Pero el que no es médico ¿no ignora las cosas en las que el médico es un sabio?

GORGIAS.-  Es evidente.

SÓCRATES.-  El ignorante será, pues, más apto que el sabio para persuadir a los ignorantes, si es cierto que el orador está más capacitado que el médico para persuadir. ¿No es esto lo que se deduce de lo dicho o es otra cosa?

GORGIAS.-  En el caso presente es lo que resulta.

SÓCRATES.-  Esta ventaja del orador y de la retórica ¿no es la misma con relación a las otras artes? Quiero decir si no es necesario que se instruya de la naturaleza de las cosas y que baste que invente cualquier medio de persuasión de manera que parezca a los ojos de los ignorantes más sabio que los que poseen esas artes.

GORGIAS.-  ¿No es muy cómodo, Sócrates, no tener necesidad de aprender más arte que éste para no tener que envidiar en nada a los otros artesanos?

SÓCRATES.-  Examinaremos en seguida, suponiendo que nuestro tema lo exija, si en esta cualidad el orador es superior o inferior a los otros. Pero antes veamos si con relación a lo justo y a lo injusto, a lo bueno y a lo malo y a lo honrado y a lo que no lo es se encuentra el orador en el mismo caso que con relación a lo que es saludable para el cuerpo y para los objetos de los demás: de manera que ignore lo que es bueno o malo, justo o injusto, honrado o no, y que acerca de estos objetos se haya imaginado solamente algún expediente para persuadir y parecer ante los ignorantes más instruido que los sabios acerca de ello y a pesar de ser él un ignorante. Veamos si es necesario que el que quiera aprender la retórica sepa todo esto y lo practique hábilmente antes de tomar tus lecciones, o si en el caso de no tener ningún conocimiento, tú, que eres maestro de retórica, no le enseñarás nada de estas cosas que nos atañen o si harás de manera que no sabiéndolas parezca que las sabe y que pase por hombre de bien sin serlo; o si no podrás absolutamente enseñarle la retórica a menos que no haya aprendido anticipadamente la verdad acerca de estas materias. ¿Qué piensas de esto, Gorgias? En nombre de Júpiter, explícanos, como nos prometiste hace un momento, toda la virtud de la retórica.

GORGIAS.-  Pienso, Sócrates, que aunque no supiera nada de todo eso, lo aprendería a mi lado.

SÓCRATES.-  Detente, no sigas. Respondes muy bien. Si tienes que hacer de alguno un orador, es absolutamente preciso que conozca lo que es justo y lo injusto, sea que lo haya aprendido antes de ir a tu escuela o que se lo enseñes tú.

GORGIAS.-  Evidentemente.

SÓCRATES.-  Pero dime: el que ha aprendido el oficio de carpintero, ¿es carpintero o no?

GORGIAS.-  Lo es.

SÓCRATES.-  Y cuando se ha aprendido música, ¿se es músico?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Y cuando se ha aprendido la medicina ¿no se es médico? En una palabra, cuando con relación a todas las otras artes se ha aprendido lo que les pertenece, ¿no se es lo que debe ser el que ha estudiado cada una de estas artes?

GORGIAS.-  Convengo en que sí.

SÓCRATES.-  Por la misma razón, pues, el que haya aprendido lo que corresponde a la justicia, es justo.

GORGIAS.-  Sin duda alguna.

SÓCRATES.-  Entonces es de necesidad que el orador sea justo y que el hombre justo quiera que sus acciones sean justas.

GORGIAS.-  Al menos así parece.

SÓCRATES.-  El hombre justo no querrá, pues, cometer ninguna injusticia.

GORGIAS.-  Es una conclusión necesaria.

SÓCRATES.-  ¿No se deduce necesariamente de lo que se ha dicho, que el orador es justo?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  El orador, por consiguiente, no cometerá jamás una injusticia.

GORGIAS.-  Parece que no.

SÓCRATES.-  ¿Recuerdas haber dicho un poco antes que no había que achacar la culpa ni expulsar de las ciudades a los maestros de gimnasia porque un atleta hubiese abusado del pugilato y cometido una acción injusta? Del mismo modo, si algún orador hace un mal uso de la retórica, no se debe hacer recaer la falta sobre su maestro ni desterrarlo del Estado, peto sí hacerla recaer sobre el autor mismo de la injusticia que no usó de la retórica como debía. ¿Dijiste esto o no?

GORGIAS.-  Efectivamente, lo he dicho.

SÓCRATES.-  ¿Acabamos de ver o no que este mismo orador es incapaz de cometer una injusticia?

GORGIAS.-  Acabamos de verlo.

SÓCRATES.-  ¿Y no dijiste desde el principio, Gorgias, que la retórica tiene por objeto los discursos que tratan, no de lo par y de lo impar, sino de lo justo y de lo injusto? ¿No es cierto?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Al oírte hablar de esta manera, supuse que la retórica no podía ser nunca una cosa injusta, puesto que sus discursos se refieren siempre a la justicia. Pero cuando te he oído decir poco después que el orador podía hacer un mal uso de la retórica, me sorprendí. Y esto es lo que me hizo decirte que, si considerabas como yo que era una ventaja ser refutado, podríamos continuar la discusión y si no, dejarla. Habiéndonos puesto en seguida a estudiar el asunto, ves tú mismo que hemos acordado que el orador no puede usar injustamente de la retórica al querer cometer una injusticia. Y ¡por el perro!, Gorgias, el examinar a fondo lo que hay que pensar acerca de esto, no es materia para una breve conversación.

POLOS.-  ¡Pero, Sócrates! ¿Tienes realmente de la retórica la opinión que acabas de decir? ¿O no crees más bien que Gorgias se ha avergonzado de confesar que el orador no conoce lo justo, ni lo injusto, ni lo bueno, y que si se va a él sin estar versado en estas cosas no las enseñaría? Esta confesión será probablemente la causa del desacuerdo en que ha incurrido y que tú aplaudes por haber llevado la cuestión a esta clase de pregunta. Pero ¿piensas que haya en el mundo quien confiese que no tiene ningún conocimiento de la justicia y que no puede instruir en ella a los otros? En verdad, encuentro sumamente extraño llevar el discurso a semejantes simplezas.

SÓCRATES.-  Has de saber, Polos encantador, que procuramos tener hijos y amigos para que cuando nos volvamos viejos y demos algún paso en falso, vosotros, los jóvenes, nos ayudéis a levantarnos y lo mismo a nuestras acciones y discursos. Si Gorgias y yo nos hemos engañado en todo lo que hemos dicho, corrígenos. Te lo debes a ti mismo. Si en todo lo que hemos reconocido hay algún acuerdo que te parezca mal acordado, te permito que insistas en él y que lo reformes como gustes, con tal de que tengas cuidado de una cosa.

POLOS.-  ¿De qué?

SÓCRATES.-  De contener tu afán de pronunciar largos discursos, afán al que estuviste a punto de sucumbir al comenzar esta conversación.

POLOS.-  ¡Cómo! ¿No podré hablar todo el tiempo que me parezca?

SÓCRATES.-  Sería tratarte muy mal, querido mío, si habiendo venido a Atenas, el sitio de Grecia donde se tiene más libertad para hablar, fueras el único a quien se le privara de este derecho. Pero ponte en mi lugar. Si discurres a tu placer y te niegas a contestar con precisión a lo que te propongan, ¿no habría motivo para que me compadecieran a mi vez si no me permitieran marcharme sin escucharte? Por esto, si tienes algún interés en la disputa precedente y quieres rectificar algo, vuelve, como te he dicho, al punto que quieras, interrogando y respondiendo a tu vez, como hemos Gorgias y yo, combatiendo mis razones y permitiéndome combatir las tuyas. Me figuro que pretendes saber las mismas cosas que Gorgias. ¿No es cierto?

POLOS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Por consiguiente, te brindas a contestar a cualquiera que quiera interrogarte sobre toda materia, creyéndote en disposición de satisfacerle.

POLOS.-  Con seguridad.

SÓCRATES.-  Pues bien, escoge lo que prefieras: interroga o responde.

POLOS.-  Acepto tu proposición; respóndeme, Sócrates. Puesto que te figuras que Gorgias se ve apurado para explicarte lo que es la retórica, dinos lo que tú piensas que es.

SÓCRATES.-  ¿Me preguntas qué clase de arte es la retórica a mi modo de ver?

POLOS.-  Sí.

SÓCRATES.-  Si te he de ser franco, Polos, te diré que no la tengo por un arte.

POLOS.-  ¿Por qué la tienes entonces?

SÓCRATES.-  Por algo que tú lisonjeas de haber convertido en arte en un escrito que leí ha poco.

POLOS.-  ¿Y qué más todavía?

SÓCRATES.-  Por una especie de rutina.

POLOS.-  ¿La retórica a tu modo de ver es una rutina?

SÓCRATES.-  Sí, a menos que tengas tú otra idea de ella.

POLOS.-  ¿Y qué objeto tiene esta rutina?

SÓCRATES.-  Procurar agrado y placeres.

POLOS.-  ¿No juzgas que la retórica es algo bello, puesto que pone en estado de agradar y procurar placeres a los hombres?

SÓCRATES.-   ¿No te he dicho ya lo que entiendo es la retórica para que me preguntes, como estás haciendo, si no me parece bella?

POLOS.-  ¿No te he oído decir que es una especie de rutina?

SÓCRATES.-  Puesto que tanta importancia das a lo que se llama agradar y procurar un placer, ¿quisieras hacerme uno muy pequeño?

POLOS.-  Con mucho gusto.

SÓCRATES.-  Pregúntame si considero a la cocina como un arte.

Polos.-  Consiento en ello. ¿Qué arte es el de la cocina?

SÓCRATES.-  Ninguno, Polos.

POLOS.-  ¿Qué es entonces? Habla.

SÓCRATES.-  Vas a oírlo: una especie de rutina.

POLOS.-  Dime, ¿cuál es su objeto?

SÓCRATES.-  Helo aquí: agradar y procurar placeres.

POLOS.-  ¿La retórica y la cocina son la misma cosa?

SÓCRATES.-  Absolutamente no, pero las dos forman parte de la una misma profesión.

POLOS.-  ¿De cuál, si lo tienes a bien?

SÓCRATES.-  Temo que sea demasiado grosero contestarte categóricamente y no me atrevo a hacerlo por Gorgias, por miedo de que se figure que quiero ridiculizar su profesión. En cuanto a mí, ignoro si la retórica que profesa Gorgias es la que me figuro, tanto más cuanto que la disputa precedente no nos ha descubierto claramente lo que piensa. Y refiriéndome a lo que llamo retórica te diré que es una parte de una cosa que nada tiene de bella.

GORGIAS.-  ¿De qué cosa? Dilo, Sócrates, y no temas ofenderme.

SÓCRATES.-  Me parece, Gorgias, que es cierta profesión en la que el arte en verdad no interviene nada, pero que supone en un alma el talento de la conjetura, valor y grandes disposiciones naturales para conversar con los hombres. Llamo adulación a la especie en que está comprendida. Esta especie me parece estar dividida en qué se yo cuántas partes, y de éstas, una es la cocina. Generalmente se cree que es un arte, pero a mi modo de ver no lo es, porque sólo es una costumbre, una rutina. Entre las partes que constituyen la adulación cuento también a la retórica lo mismo que a lo llamado arte del vestido o a la sofística, y atribuyo a estas cuatro partes cuatro objetos diferentes. Si Polos quiere seguir interrogándome, puede hacerlo, porque todavía no le he explicado qué parte de la adulación digo que es la retórica. No se da cuenta de que todavía no he acabado mi contestación, y como si lo estuviera me pregunta si no considero que la retórica es una cosa bella. No le diré si me parece fea o bella antes de haberle respondido lo que es. De otra manera procederíamos sin orden, Polos. Pregúntame, si quieres oírlo, qué parte de la adulación digo que es la retórica.

POLOS.-  Sea; te lo pregunto. Dime qué parte es.

SÓCRATES.-  ¿Comprendes mi respuesta? A mi modo de ver la retórica no es más que el simulacro de una parte de la política.

POLOS.-  Pero ¿es bella o fea?

SÓCRATES.-  Digo que fea, porque para mí es feo todo lo que es malo, puesto que es preciso contestarte como si comprendieras ya mi pensamiento.

GORGIAS.-  ¡Por Júpiter, Sócrates! Yo mismo no concibo lo que quieres decir.

SÓCRATES.-  No me sorprende, Gorgias, porque todavía no he dicho nada determinado. Pero Polos es joven y ardiente.

GORGIAS.-  Déjale y explícame en qué sentido dices que la retórica es el simulacro de una parte de la política.

SÓCRATES.-  Voy a ensayar exponerte lo que acerca de esto pienso, y si la cosa no es como digo, Polos me refutará. ¿No hay una sustancia que llamas cuerpo y otra que denominas alma?

GORGIAS.-  Indudablemente.

SÓCRATES.-  ¿No crees que hay una buena constitución del uno y de la otra?

GORGIAS.-  Sí.

SÓCRATES.-  ¿No reconoces también que ambos pueden tener una constitución que parezca buena y que no lo sea? Me explicaré. Muchos parecen tener el cuerpo bien constituido y sólo un médico o un profesor de gimnasia verían fácilmente que no es así.

GORGIAS.-  Tienes razón.

SÓCRATES.-  Digo, pues, que hay en el cuerpo y en el alma un no sé qué que hace juzgar que ambos están en buen estado, y aunque, sin embargo, no sea así.

GORGIAS.-  Es cierto.

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